El abuelo se cansó muy pronto de los
autos y dijo que quería volver a lo
antiguo. Que como disfrutaba él era con
una tartana y un buen caballo, como toda
la vida de Dios. Así, los domingos y
días de fiesta podríamos salir de campo
al río, al monte, a la huerta de
Matamoros o a la de Virutas y asar
chuletas con la lentisca y hacer
pipirranas, freír carne con tomate, o
conejo y pisto, a la sombra de un buen
árbol.
«Que con el coche no se podía ir
tranquilo, ni hablar a gusto, ni ver el
campo a placer, ni liar un cigarro como
Dios manda. Que el auto se quedase
para los chicos, pero que él iba a
comprar una tartana».
Y como le habían ofrecido una en
Almodóvar del Campo, le dijo a Lillo,
que era su mejor amigo y muy
entendedor de carruajes por su oficio,
que nos iba a llevar el tío Luis a
Almodóvar del Campo para ver la
tartana, hecha en Valencia por el mejor
fabricante.
Lillo se puso muy contento, porque
le gustaba mucho viajar con el abuelo, y
dijo que no teníamos más remedio que
acercarnos a Tirteafuera, que está muy
cerca de Almodóvar, para probar el
jamón de su amigo Jerónimo, que era el
que mejor sabía curarlos de todo el
universo mundo. Que desde que probó
dos veces en su vida el jamón de
Jerónimo, ya no había jamón que le
agradase. Porque, decía él y yo no lo
cogía bien, que con el jamón pasa lo que
con las mujeres: que el que cata una
suculenta, todas le parecen remedos o
semejanzas.
Nos llevó el tío en el coche, y no
recuerdo por qué, tardamos muchísimo.
En Almodóvar estuvimos dos horas o
tres mirando la tartana y hablando con
un hombre muy gordo, que era el dueño.
A pesar de que nos invitó a vino y a
olivas en una taberna, no se cerró el
trato porque Lillo le dijo al abuelo que
aquello era un armatoste que no valía
dos gordas y en nada de tiempo y por
muy poco dinero le iba a hacer una
tartana preciosa, ligera y forrada de
terciopelo rojo por los asientos y
respaldos. El abuelo se entusiasmó con
la idea y añadió que le iban a poner unas
maderas muy buenas que tenía él
guardadas desde no sé cuándo, y un farol
eléctrico, y un cenicero, y una visera de
lona verde.
Total: que nos fuimos a comer a
Tirteafuera, a casa del amigo Jerónimo,
que ya estaba avisado por carta de
nuestra ida. Y pasamos junto al Valle de
Alcudia, que es donde se concentran
todos los ganados de España en no sé
qué época.
Como dijo el abuelo que Tirteafuera
era un pueblo de pesca, le respondió
Lillo que allí lo bueno era el jamón de
su amigo Jerónimo. Estaban las calles
muy desiguales y feas y el auto andaba
malamente. Hasta el punto que hubo que
dejarlo junto a la iglesia, que, no sé por
qué mengua del pueblo, queda en una
punta del lugar.
La gente se asomaba a las puertas y
ventanas por ver a los forasteros, hasta
que llegamos a la casa de Jerónimo, que
nos esperaba sentado en su puerta
fumando un cigarro hecho con papel
negro, que al abuelo le gustó mucho.
Estuvimos largo rato en la puerta,
mientras se saludaban y Jerónimo y Lillo
hablaban de cosas antiguas. Le entregó
Lillo una caja de puros que llevaba de
presente y una botella de marrasquino,
«que a Jerónimo le gustaba más que
bailar el agarrao», según Lillo.
Entramos a la casa por una puerta
muy baja, pasamos la cocina, en la que
hervían muchos pucheros para nosotros,
y llegamos a una especie de camarón de
mucha luz y con varios jarrones
colgados de las vigas. Y en una mesa de
pino, una cazuela muy grande de barro
llena hasta los topes de tacos de jamón
muy cuadradotes y sólidos, junto a una
bota de vino hinchada hasta reventar.
Nos mandó sentar el amigo Jerónimo
con mucha prosopopeya y pidió a Lillo
que fuera él quien tomara el primer
tarugo de jamón.
Alargó su mano larguirucha con
mucho tiento, casi temblando, y tomó un
trozo muy oscuro. Se lo acercó Lillo a
su nariz de alfanje, como si se lo
quisiera comer por allí, y al oler entornó
los ojos cual si le llegara el soplo
mismo de la vida. Sin abrir los ojos se
lo metió en la boca y empezó a
masticarlo muy despacico muy
despacico, mientras todos lo mirábamos
en silencio y a media risa. Y comía
remeneando tanto las quijadas y dando
tales lengüetazos, que yo solté la
carcajada; y luego el abuelo, y luego el
amigo Jerónimo, y luego el tío, y luego
la Gregoria, que entró y era la mujer de
Jerónimo; y luego la Casiana, moza muy
coloreada y gordita, que era una sobrina
de Jerónimo que tenían allí recogida.
Cuando hubo tragado bien el jamón,
Lillo abrió ojos y dijo:
—Luis, volveros al pueblo cuando
os cuadre, que yo aquí me quedo hasta el
final de mis días.
La moza Casiana le puso la fuente de
barro casi a la altura de las barbas a
Lillo para que tomase otro trozo, y él,
con el tarugo entre dedos, quedó
mirando a la moza con aquel su aire de
viejo picaresco y le dijo:
—Y además esto… Que aquí me
quedo.
Casiana nos repartió a todos jamón y
empezamos a masticarlo como en misa,
porque nadie decía palabra Yo noté que,
de puro sabroso, le hacía a uno tanta
saliva rica en la boca, que no había
lugar a hablar, ni a reír, ni a otra cosa
que no fuese concentrarse en aquella
ricura que llenaba toda la boca, y se
crecía, y hacía desear que no acabase
nunca.
—¡Coño! —dijo el abuelo—. ¡Si
llego a morirme antes de probar este
jamón!
—Nunca lo comí igual. Ni vino
quiero beber hasta el fin porque no me
quite este gustazo —volvió a decir el
abuelo.
—No ves, Luis, por no hacerme caso
y no haber venido antes, lo que te
estabas perdiendo.
—¿Y cómo lo cura usted? —
preguntó el abuelo a Jerónimo.
Jerónimo sonrió y bajó los ojos.
—No te molestes, Luis, que no se lo
dirá a nadie.
—Se lo diré a Casiana cuando vaya
a morirme. Es el mejor capital que
puedo dejarle.
Y ella se reía satisfecha con uno de
aquellos taruguillos vinosos entre sus
dientes blancos y parejos. Comíamos
jamón sin cesar, con la ayuda del vino,
que no hubo forma de dejarlo mucho
tiempo en el olvido.
Llegaron más hombres que había
invitado Jerónimo y cayeron rápidos
sobre el vino y el jamón, que, según
decía uno, «era la mejor finca del
pueblo». Se fueron calentando las risas
y las palabras, hasta el extremo de que
Lillo contó cosas picarescas que le
habían ocurrido en unas posadas con el
abuelo cuando iban por Cuenca y por
Soria a comprar madera. Y con aquellas
picardías, las dos mujeres se reían más,
especialmente la moza Casiana, que se
ponía las manos en los ijares y
tronchábase. Una vez que bebió vino,
con la risa se le fue la puntería, le cayó
el chorrillo por el canal y dio un gritito.
Nos reímos todos de la sagacidad del
tintorro, y Lillo aprovechó para contar
otra historia de una posadera que por las
noches se arrimaba a la yacija de un
arriero, su huésped, no por amor a él,
sino por beberle de la bota que tenía
siempre colgada junto a sí, llena de un
vino de no sé qué partida de viñas de
Manzanares, que son las mejores de la
Mancha. Y como el arriero descubrió la
maniobra entre sueños, a la noche
siguiente se ató la bota a la cintura por
ver si la posadera se atrevía. Y Lillo
dijo que se atrevió. Las mujeres
volvieron a reír tanto, especialmente la
moza que Lillo dijo «que a pesar de
haber tanto sol, podría haber aguas».
Sirvieron la comida en un mesetón muy
grande, que pusieron en la misma
cámara, y menos las mujeres que
servían, comimos todos con mucha
alegría, sin olvidar el jamón, que
abundaba en fuentes de barro sobre la
mesa, de manera que entre cucharada y
cucharada, a manera de entremés,
acuñábamos un taruguillo de aquel
jamón, que, según Lillo, debía ser
vitalicio. Hubo gallina en pepitoria,
sopa, gorrino frito y unos melones tan
babosos y dulzones, que ni el abuelo ni
Lillo sabían ya de dónde sacar palabras
para alabarlos, porque muchos
requiebros se los quedó el jamón,
algunos la pepitoria, y bastanticos el
vino, que era del bueno de Moral de
Calatrava, según dijo Jerónimo, que
comía con la boina arrumbada en el
cogote. Luego hubo café hecho en
puchero, gordo como chocolate; copa de
marrasquino y puro. Y todavía, de
repostre, se empeñó en sacar Jerónimo
unas uvas en aguardiente, casi rojo, que
nos hicieron llorar de puro fuertes.
Ya a manteles vacíos, se sentaron
con nosotros las mujeres y dijeron que
cada uno debía decir un brindis, según
costumbre de Tirteafuera en las comidas
de varios.
Y como no hubo más remedio, cada
uno dijo unas palabras, menos los de
Tirteafuera, que hablaron en verso, así
como las mujeres. Jerónimo se quedó
para el último, y todos le pidieron que
recitase el «bota mía».
Jerónimo, sin hacerse rogar, tomó
entre sus manos la bota casi vacía, que
batimos mientras el aperitivo, y
mirándola con mucha tristeza comenzó a
decir:
Bota mía de
mi vida,
(Y la abrazó
como si
dulcísima
compañera,
fuese un niño
pequeño.)
a quien doy
toda mi vida,
mis sentidos
y potencias.
Bota, ya te
vas
quedando
(Y la palpaba
casi
como barriga
de vieja:
llorando,
metiendo lo
s
floja, seca y
arrugada,
dedos gordos
entre los
sin sangre ni
fortaleza.
pliegues del
cuero.)
Esto es
mejor que
toros,
(Ahora la
alzaba riéndose
que títeres y
comedias.
con los ojos
entornados.)
El vino se va
a acabar.
(Y apuró unas
gotas con
Ya murió.
Réquiem
eterna.
desespero.
Luego la apretó
entre sus manos
y acabó
tirándola
sobre la mesa
con cara muy
triste).
Jerónimo nos dio unas como suelas
de jamón, para que lo «probasen las
mujeres», pero no consintió en que se
viniese la Casiana como quería Lillo.
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