Por todo el pueblo se cundió la llegada
de Juanaco, el que marchó a México
(ahorita se dice Méjico) hacía qué sé yo
los años, cuando era un mocete (no más)
que no quería ser soldado. Le tocó a
África y después de pensarlo bien, en
vez de pa Larache marchó pal Nuevo
Mundo, en un barco pequeño «que vaya
usted a saber lo que llevaba, porque en
todo el pasaje no vi más que azofaifas
cargadas de colorete y morenos
encadenados, que cuando los sacaban a
cubierta gustaban de darse baños de sol
en la verga. Y uno de ellos que se quedó
suelto, le dio tal bajonazo a una de las
del trato, que tuvieron que darle un
costurón, como rota en parto, y ponerle
cataplasmas qué sé yo cuántos días hasta
que pudo abrir el ángulo de andar y
moverse sin apoyos». Unos decían que
Juanaco traía oro y otros que venía
limpio. Lo cierto fue que mientras la
travesía de vuelta murió su hermana, que
era la única familia que le quedaba en el
pueblo. La pobre vieja se quedó
dormida junto a la lumbre, bien asentada
en una silla baja, «y que si le dio un
mareo o que si se murió en el sueño», lo
fijo es que dobló sobre la hoguera, y
cuando la hallaron le faltaba medio
cuerpo, que le comieron las llamas. El
entierro —ya debía andar Juanón
Andrés por las Canarias— fue sólo del
medio cuerpo de abajo, porque del de
arriba apenas hallaron unas muelas
negras y un como sebo que chorreaba
por las baldosas del hogar. «Que si no
llega a armarse aquella peste a asado en
todo el barrio y buscamos la humareda,
se habría ido en forma de humo toda
entera, camino del cielo, por el cañón de
la chimenea. Había la pobre
enjalbegado la casa, echado cinta y
comprado dos jamones para esperar al
indiano, y ya en pleno descanso la
alcanzó la muerte». Juanaco llegó al
pueblo —así lo contaban los mayores—
sin parientes que lo acogiesen ni amigos
que lo esperaran, pues todos los que
fueron de su trato murieron al andar de
tantos años.
Cuantos lo esperaban en la estación,
que no eran pocos, eran vecinos y
curiosos que ni de vista lo conocían.
Dicen que cuando bajó del tren se
quedó con las cejas arrugadas mirando a
los que esperaban, sin saber si el
recibimiento era por él o por otro que
venía detrás.
Cuando entró en conversación con
aquellos ajenos y le contaron lo de su
hermana, dicen que se sentó, sin
responder, sobre una valija grande de
las que traía y así estuvo qué sé yo el
tiempo sin decir palabra, con los ojos
mirando hacia Argamasilla y el labio de
abajo muy sacado. Que luego echó a
todos con cajas destempladas y que bien
entrada la noche lo vieron bajar por el
Paseo de la Estación, solito, cargado de
bultos y hablando en voz alta a medio
lloro. Sólo el «Curilla loco» iba tras él,
predicándole resignación cristiana, pero
sin atreverse a arrimarse mucho, no
fuera a darle un valijazo en la coronilla.
Yo tardé en verlo muchos días… Era un
hombrón con grandes bigotazos blancos,
patillas de hacha del mismo pelo y una
cadena gorda en el chaleco. Andaba con
un sombrero grandón y paso así
balanceante, como si fuera a caerse o a
darle un empujón al primero que le
viniera con bromas… Era un viejo duro
y algo torcido, que echaba los pies para
adentro; unos pies grandísimos y altos,
como de madera. Y lo vi sentado en la
puerta del Casino, con la barbilla
clavada en la manaza, y el sombrero en
el cogote, mientras el «Curilla loco» le
hablaba casi en la oreja, muy deprisa,
muy deprisa.
Varios amigotes hicimos corro ante
él, que nos miraba sin vernos, con unas
cejas blancas y casi tan grandes como el
bigote. Era tan alto, aun sentado, que la
silla y el velador del Casino parecían de
juguete. Por todos lados le salían
rodillas, pies, manos, sombrero. El
«Curilla loco», a su lado, venía a ser un
guacharrillo de cuervo que le habían
dejado cerca y que se rebullía nervioso
porque no podía picarle la oreja.
Ocurrió que de pronto alguien llamó
al Curilla a un lado y Juanaco se quedó
solo mesándose el mentón con una mano
ancha como un soplillo. Levantó los
ojos hacia nosotros, anchísimos y azules
«como un nublazón», según él decía,
bajo aquellas cejas de cola de caballo, y
azorados íbamos a tomar soleta, cuando
él nos llamó con una voz gorda y
cansada:
—Chamacos, venid junto a mí, que
os convido a un refresco.
Sin poderlo remediar, tal era su
seguridad, nos fuimos junto a él. Nos
hizo sentar, llamó al camarero y pidió
zarzaparrilla «para estos chamaquitos
tiernos como flores». Eso nos dijo con
aquel acento tan raro. Y que íbamos a
ser sus amigos; que tenía que «platicar»
mucho con nosotros, porque él tuvo allá
un hijito de nuestra estatura que está
muertito junto a su mamaíta en un
pueblo oscuro que llaman… no sé cómo.
Dijo que su chamaquito sabía de cuentas
y leer de corrido; que cantaba el himno
nacional y ayudaba a misa, pero que
luego se le llenó la panza de parasitos
hasta ponérsela muy gorda y así murió,
comido por dentro, porque ninguno de
aquellos cabrones —quería decir
médicos— supo dejárselo limpio y
lúcido como antes. Que su chamaquito
se llamó Juanico, y que reía así,
enseñando unas mellicas. También que
imitaba el chillar de no sé cuántos
pájaros; y que para el día de Reyes del
año que murió iba a regalarle un poney
blanco con manchas tostadas. Se calló
de pronto, se pasó la manaza por las
narices y al poco empezó a hablarnos
con tono más alegre de indios bravos y
«corajudos» (estoy seguro que fue eso lo
que dijo y no el pecado que quería
Salvadorcito); de pelaos, que por menos
de un pimiento le daban a uno con el
guango en la cabeza y lo dejaban tieso;
y de un volcán; y de caballos sin silla y
de otras «pláticas» que nos parecían de
cuento. Al final dijo que fuésemos por
su casa «al salir de la lección», que nos
enseñaría muchas cosas y nos regalaría
juguetes y dulces que había traído de
allá para los niños buenos de su pueblo.
Nosotros fuimos algunas tardes a su
casa, pero nos teníamos que volver
porque no nos hacía caso. Siempre
andaba allí jugando a las cartas con
«todos los golfantes del pueblo» —
como decía el abuelo— y ni mirarnos.
Daban voces, puñetazos en la mesa y
bebían vino tinto y fumaban sin cesar,
pero ni palabra. A lo más que llegó fue a
darnos un revólver, muy grande,
descargado, para que jugásemos allí en
la cocina, sobre una manta que tendía en
el suelo. Cuando nos cansábamos,
marchábamos y ni se enteraba si
estábamos dentro o afuerita, como él
decía.
Se fue pasando de moda y sólo se le
veía en las tabernas bebiendo y jugando
o por medio de la calle, ya de noche,
haciendo eses y cantando cosas de allá.
Un día se armó un gran escándalo,
porque lo llamaron los republicanos
para que les diera una conferencia de lo
buena que era la República que él había
visto en Méjico, pero llegó medio
templado y empezó a decir cosas en
contra. «Que aquello de allá era una
República de mierda, y que lo que hacía
falta en Méjico y en España era mucho
palo. Que él era católico a
machamartillo, “que si no iba a misa era
por costumbre” y que estaba con los
ricos de todas todas. Dijo lo de las
Carabelas, lo de los Reyes Católicos y
lo blandos que habían estado los
gobernantes con los pelaos de allá y con
los puercos indios. Y que si en España
no volvían los militares a tomar el timón
de la nave, que nos íbamos a comer los
unos a los otros, porque el pueblo
español era muy bravo a la hora de
arrear, pero, a la de pensar, no teníamos
brújula. De modo que, palos y
catecismo, y el que no trague, a la
hoguera, que lo que sobra es carne
humana y no es cosa de perder la paz y
el orden por dejar que hablen unos
cuantos que llenan la cabeza de pólvora
a los pelaos y creen que todo el monte
es orégano. Que él sabía mucho de eso
porque lo había visto en Méjico y que
los republicanos españoles se
envainasen la lengua, diesen la patada a
don Niceto y llamasen rápido a los
generales del Rey y al Rey mismo,
porque España no era país para andarse
con finuras, como es, por ejemplo,
Inglaterra…». Cuando añadió que los
republicanos que lo oían eran unos
simplones ilusos, se armó tal gresca y
tempestad de insultos, que el pobre
Juanaco tuvo que salir por pies para que
no lo «criminasen», como él decía.
Como habían pasado muchos días sin
que fuésemos por su casa: sobre todo
después del escándalo reaccionario ya
contado, un día que nos encontró por la
calle nos llamó con aire cansado (estaba
muy pálido, con los bigotes caidísimos y
la voz honda, como fatigada) y nos hizo
caricias y nos rogó que fuésemos
aquella tarde por casa, que nos iba a
contar una historia que le había pasado a
él cuando la revolución de Pancho Villa
y que aunque no se acordaba muy bien,
creía que había matado un par de
hombres que le atacaron por un
camino…
Nos puso la cosa tan bien, que
apenas salimos del colegio y sin decir
nada en casa, nos plantamos donde
Juanaco.
… Pero en el patio, junto a la parra,
estaban tres de los que solían jugar con
él a las cartas hablando muy serios con
don Gonzalo, el médico, que movía la
cabeza mirando hacia el suelo y
diciendo que no había nada que hacer y
que llamaran al cura.
Dos mujeres de la vecindad
llorisqueaban en la puerta del
comedorcillo, y un olor como de hierbas
y malvaviscos cundía por toda la casa.
Nos colamos, sin que nadie nos lo
impidiese, hasta el cuarto de Juanaco,
que lo separaba del comedorcillo una
cortina verde. Allí, sobre una cama de
hierros dorados y boliches gordos como
piñas, estaba con la cabecera muy
empinada. Tenía los ojos bien abiertos,
pero una respiración malísima y el color
amoratado. Tan mal respiraba que casi
sacaba la lengua por el camino del aire.
Al ver que nos asomábamos nos
quiso echar una risa, que bien se lo noté,
pero tanto trabajo le daba la fatigosa
respiración que no pudo cumplir su
propósito más allá de una leve mueca.
Al cabo de un buen rato vino el
«Curilla loco» y nos hicieron salir del
cuarto para la confesión.
Todos esperamos en el patio de la
parra el buen rato que tardó el cura.
Cuando salió, nos hizo un gesto
lamentable y marchó sin decir nada.
Volvimos todos al cuarto y ya, a
pesar del poco tiempo, Juanaco parecía
más oscurecido. Si bien conservaba los
ojos abiertos, tenía en la piel de la cara
como unas escamas moradas de muy
siniestros indicios. Además, ya se le oía
mucho como un ronquido incansable.
Una mujer habló de la conveniencia
de ir pensando en la mortaja, «para que
fuera bien apañao», y apenas dicho, no
sé qué pasó, que todos empezaron a
abrir las cómodas, los baúles y las
taquillas y a sacar cuantas cosas de
aquella casa no estaban a la vista. Las
dos mujeres especialmente escarbaban
rapidísimas entre las ropas y cosuchas.
Todo lo miraban y hacían apartijos de
cuanto les parecía mejor. Los tres
hombres también habían empezado a
probarse chaquetas y botas altas, a
comprobar el peso de unas espuelas de
plata enormes; a palpar la cadena gorda
del reloj, y, sobre todo, con muy poco
disimulo, a ver dónde guardaba «la
plata» el Juanaco. Parecía aquello cosa
de teatro, porque en un instante todos y
todas estaban a medio vestir,
probándose las prendas del indiano y de
la hermana muerta; despreciando las que
creían malas y arrebatándose unos a
otros las que les parecían más
codiciaderas. Las dos mujeres tiraban
tan fuerte de la misma faja de seda rosa,
que se rajó con un quejido metálico.
Pero estaba claro que por más que
removían no daban con lo que todos de
verdad buscaban.
A todo esto se oyó como si los
ronquidos fueran mayores, y al mirar
vimos que Juanaco, con los ojos más
abiertos que antes y las manos
extendidas hacia el rincón donde
estábamos los muchachos, que nada
tocábamos, quisiera decirnos algo. Pero
en seguida, rendido por la fatiga, volvió
a caer sobre la almohada, aunque sin
cerrar del todo los ojos, que seguían
atentos a la operación… Los hombres
aquellos y las mujeres, pasado el breve
susto, volvieron a sus probatas y
rebuscas.
De pronto se escuchó como un
chorro de monedas que caían al suelo y
todos, después de mirar un segundo
hacia donde venía el ruido, fueron hacia
allí. Se armó tal riña sorda, tal
desconcierto de empellones, gritos y
codazos que alguno empujó a la mesilla
de noche, que se vino al suelo con todos
los frascos y pócimas que tenía sobre su
mármol. Cada cual buscaba las perras
por su lado. Juanaco volvió a
incorporarse con mucha energía, como
rabioso. Subió los brazos a lo alto, gritó
algo muy fuerte, que no se entendía bien,
pero que terminaba en «tías»… ¡¡¡tías!!!,
¡¡¡… tías!!! Y cayó muerto de golpetazo.
Todos aquellos hombres y mujeres, a
medio vestir, quedaron como
espantados, con las monedas en la mano.
Por fin, una mujer empezó a llorar y
luego las otras. Y yo también lloré.
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