Aquella noche, cuando acabaron de
armar los muebles en la casa de
aquellos señores de Madrid, los tres
operarios y yo esperábamos en el
recibidor, mientras el abuelo hablaba
con los clientes.
Los operarios estaban cansados.
Llevaban las herramientas en una maleta
grande de madera. Visantet bostezaba y
le lloraban los ojos. Franquelín
aguardaba sentado, con la mejilla
descansando en la mano. Arias estaba
más entero.
—¿Qué, nos vamos de juerga esta
noche, Franquelín?
—No. Esta noche, no. Debo dormir.
Mañana será ella.
—Y tú, Visantet, ¿vienes a lo que tú
sabes?
Visantet se ruborizó, echó una media
risa y dijo que no con la cabeza.
—Pues el menda, si Dios quiere, va
a darse un rapivoleo por ahí. Con suerte,
a lo mejor cae algo que llevarse a la
boca.
En el recibidor había un cuadro de
candores y un tresillo negro con
tapicería de damasco verde sifón. La
señora de la casa y el abuelo
aparecieron por el pasillo hablando muy
despaciosamente. El abuelo le contaba
cosas antiguas, haciendo muchas pausas
y dando nombres de personas muertas o
viejísimas… Que si don Melquíades,
que si Castelar y Sorolla. La señora
escuchaba con una sonrisa caramelosa,
sin cansancio. Era una señora rubia y
blanquísima, como un limón. Por lo
sedosa, decía Arias que tenía en todo el
cuerpo carne de teta. Y era verdad. Me
parecía una teta alta y rosácea, casi
brillante. Envuelta en una bata clara se
llevaba toda la luz por donde iba.
Se despidió de todos y a mí me dio
un beso glotón y húmedo.
—«Buenas noches, doña teta. Que
usted lo pase bien». (Iría diciendo Arias
para sus adentros). El abuelo estaba
contento porque los muebles le habían
salido muy buenos. Y habían gustado
mucho a los señores, que le llamaron
«artista»… «Y habían pagado sin
regatear y no como hacían los del
pueblo».
Camino del hotel, el abuelo iba
haciéndose lenguas de la señora, de lo
buena y lo amable y lo guapa que era. Y
por escucharle andábamos muy
despacio, parándonos a cada nada.
Franquelín lo oía bostezando. Y
Arias, el encargado, dijo:
—Son los mejores muebles que
hemos hecho en nuestra vida. Hemos
tenido potra en todo… Así da gusto
trabajar… Claro que la señora lo
merece… ¡Qué formato tiene, maestro!
Visantet, que llevaba la maleta de la
herramienta al hombro, estaba
impaciente, chinchado por el peso.
Cuando estuvimos en la puerta del
«Hotel Central» —los operarios se
hospedaban en la Posada del Peine—, el
abuelo les dijo con mucha prosopopeya:
—Mañana, a las doce, nos veremos
en el café María Cristina. Comeremos
juntos en un buen restaurante. Os invito.
Los tres, Visantet con su maleta, se
perdieron entre el gentío de la Puerta del
Sol.
Antes de las doce llegamos el abuelo y
yo al café. Él, con cuello duro, piedra en
la corbata y la capa azul con embozo
granate. Pidió cerveza y patatillas y se
puso a ojear el periódico, que era El
Liberal. Yo miraba por los ventanales el
ir y venir de la gente. Luego, el mármol
de la mesa donde se veía escrita una
cuenta de sumar muy larga.
Mientras leía, de vez en cuando,
hacía comentarios en voz alta:
—«Atiza, otro granuja».
—«Muy bien dicho, sí señor».
—«No sé dónde vamos a parar» —y
se quedaba moviendo la cabeza.
Luego pasó una mujer que debía ser
muy guapa. Así, gitanaza, y con las tetas
altísimas. El abuelo la miró por encima
de las gafas, e hizo el mismo gesto que
cuando dijo: «No sé dónde vamos a
parar». Al ver que yo lo observaba
volvió a El Liberal.
Pasó una mujer que le ofreció lotería
y después de darle muchas vueltas al
número compró un décimo. Y mientras
se lo guardaba en la cartera, con mucha
pausa, me contó otra vez cuando hacía
muchos años le tocaron en Valencia diez
mil pesetas. (Con las que hizo la casa
nueva). Así que cobró extendió todos
los billetes en la cama, y llamó a la
abuela, que estaba en el recibidor.
—«Mira, Emilia».
Y que la abuela dijo:
—«¡Oh!, qué hermosura».
Y empezó a tocarlos, porque nunca
había visto tantos billetes juntos.
Llegaron los operarios, muy majos y
rozagantes. Arias, rechoncho, con su
capa y pañuelo blanco cruzado al cuello.
Franquelín, a cuerpo, muy desgalichado
su corpachón, con una corbata de
lunares anudada como Dios quiso. La
gorra de visera negra la llevaba muy
hacia una oreja. Visantet, con el traje
atusadillo, boina, corbata desfilachada y
sin recuerdo de color fijo.
Venían satisfechos, sonrientes,
gozando del ocio. Pidieron cervezas y
más patatas y contaron, riéndose mucho,
que les habían picado las chinches y
anduvieron toda la noche a zapatazos
con ellas. Y algo de un tratante con una
moza que se armó la gresca por la
honradez o qué sé yo.
—Vamos a comer en un sitio muy
bueno —dijo el abuelo con mucho
énfasis—… En casa de Botín.
—Ya dice el nombre que ahí se debe
comer muy bien —dijo Franquelín—.
¡Botín, Botón, Botán!
—Ya veréis.
Tuvimos que esperar para salir del
café, porque pasaba una manifestación
de obreros y estudiantes con pancartas.
Todos gritaban a la vez. De golpe se
veían todas las bocas abiertas. Luego se
cerraban unos segundos y en seguida
volvían a abrirse y a gritar. Poco a poco,
aquella gran cuña de gente se encajó en
la Puerta del Sol.
El abuelo quedó dándole a la cabeza
y dijo:
—Veréis como estos locos acaban
con la República.
—Maestro, usted es un burgués y no
comprende la injusticia social —dijo
Franquelín.
—Qué burgués ni qué cuernos —
dijo encrespado—. Mira mis manos.
Toda la vida trabajando… que es lo que
hace falta. Con el trabajo se arregla
todo. Y no haciendo el vago como éstos.
Como después de esta discusión el
abuelo quedó muy serio, Arias, para
suavizar un poco la cosa, nos invitó a
unas copas en una taberna que había de
camino.
Desde Sol llegaba el eco de los
vivas: ¡… vá! ¡… vá! Desde la taberna
hasta Botín, el abuelo, que le gustaba
mucho escucharse, nos fue contando las
veces que él había estado en Botín: con
Melquíades Álvarez y otros políticos
para darle un homenaje; y con Gasset,
para algo parecido. Y contó lo que
comieron, plato por plato, y que les
trajeron vino de Rioja, pero don
Melquíades exigió que fuese manchego,
que manchegos eran cuantos le
festejaban. Y cómo todos le aplaudieron
aquel rasgo de hombre público. Al
entrar en Botín nos dio una oleada
caliente que olía a comidas ricas y
picantes, humos de asados, vapores de
sopas.
—Este olor alimenta —dijo
Franquelín aspirando.
Nos sentamos a una mesa que había
un poco arrinconada, y el abuelo pidió
la carta. Se caló las gafas «de cerca» y
empezó a leerla con gran calma. Los tres
operarios, con los brazos cruzados
sobre la mesa, lo escuchaban como el
más sugestivo mensaje del mundo.
—Bueno, ¿qué queréis?
—Yo carne —dijo Franquelín.
—¿Y antes, qué?
—Carne.
—Bueno, lo que tú quieras, pero
¿qué carne?
—Pollo, lomo y chuletas. Esos tres
platos quiero. Ni más postre, ni más ná.
El camarero anotó con una media
sonrisa.
Luego pidió Arias y luego Visantet,
ruborizándose mucho:
—Paella.
—A éste le tira la tierra —comentó
Arias.
—Buena idea. A nosotros, paella
también —dijo el abuelo,
consultándome con los ojos.
Para hacer boca pidió vino de la
tierra y cangrejos. Franquelín y Arias
reían tan fuerte que los señores que
había por allí tan elegantes, tan bien
comidos y tan medidos en el hablar,
volvían la cabeza con gesto de
extrañeza.
Aunque el abuelo nos recomendaba
moderación, ya que «por morenas y por
cenas están las sepulturas llenas», ellos
cada vez comían más, reían con más
estridencia, se bebían los vasos de vino
de un solo trago y se limpiaban con el
dorso de la mano. Sólo Visantet comía
muy en silencio y con la cara muy
pegada al plato.
—Esto es vida —decía Franquelín
tirándole al cerdo—. ¿Verdad, Visantet?
Y Visantet sonreía como triste, con
la boca llena.
—Mi programa de vida ya lo sabe
usted, maestro —decía Arias—:
trescientas libras trescientas mil veces,
doscientas niñas de doscientos meses,
comida la que yo quiera e ir a la gloria
en primera.
—No está mal —dijo Franquelín—,
pero muchas niñas son.
Así que nos descuidábamos, el
abuelo empezaba a contar cosas
antiguas. Nos callábamos, y ellos creo
que se aburrían un poco. Por eso, en
seguida, aprovechaban la ocasión para
cortar con algún chiste y reírse
muchísimo.
Como los vecinos de mesa se habían
dado cuenta de que Franquelín sólo
comía platos de carne, no dejaban de
mirarlo y comentaban.
Tomamos café y copa y luego unos
puros de seis reales que eran un
fenómeno de gordos. El abuelo, como
siempre, cortó la punta del puro con
unas tijerillas y metió un poco en la
copa del coñac. Con el resto de la copa,
poco café y mucho azúcar, hizo un
«carajillo».
Franquelín fumaba echando la
cabeza hacia atrás y el humo a lo alto.
Entonces, Arias, con los ojos
entornados, como mirando hacia la
antigüedad, contó cuando una vez estuvo
parado en Linares y no pudo comer en
dos días, a no ser una torta y una onza de
chocolate que le quitó a una niñera del
cesto, mientras le daba palique.
Franquelín recordó que había estado
preso en Rabat por asuntos políticos y
durante varios días no le dieron de
comer. Cuando lo soltaron y llegó a su
casa, de tanta ansia al ver la comida se
le llenaba la boca de agua y no podía
probar bocado.
Como era sábado, el abuelo les dijo
que él y yo no nos íbamos al pueblo
hasta el domingo por la noche, pero que
ellos se marcharan aquella tarde si
querían. Franquelín dijo que si tuviera
dinero se quedaba a los toros del
domingo para ver a Marcial.
—¿Y usted? —preguntó a Arias.
—Yo tengo la misma enfermedad.
—¿Y tú, Visantet?
Bajó los ojos y sonrió ruborizado
como siempre.
Entonces, el abuelo sacó la cartera
con mucha parsimonia y dijo:
—Por eso que no quede. Tomó un
billete de veinte duros.
—Aquí tenéis cincuenta pesetas que
me dio la señora para vosotros y
cincuenta que os doy yo. Vuestro es el
mundo.
Se pusieron contentísimos y el
abuelo les dijo cómo debían
repartírselo, pero ya no me acuerdo de
detalles.
Se despidieron de nosotros en la
Puerta del Sol. Todavía me parece
verlos perderse entre la multitud.
Franquelín, con las manos en los
bolsillos, dando unos pasos muy
grandes. Arias, muy chuleta, con la capa
terciada. Visantet con las manos en los
bolsillos de la chaqueta, estrechita y
mustia. Parecía que iban a comerse el
mundo.
Como hacía fresco, el abuelo me
llevaba cogido de la mano bajo el
embozo de la capa. Paseábamos
despacio. Me enseñó lo bonita que era
la calle del Arenal a la caída del sol.
Todos los edificios parecían tintados de
un violeta intenso y la gente muy
silenciosa y como desvaída. Vimos el
Palacio, que el abuelo llamó
«borbónico» de muy mala gana. Y dijo
algo así como que ya habíamos dejado
de ser súbditos de aquellos señores.
Volvimos por nuestros pasos. El
abuelo parecía algo indeciso. Tomamos
un espumoso en la calle de Alcalá, y por
fin dijo:
—Te llevaré al Circo Price.
Echamos por la calle del Barquillo y
me dijo unos versos de Zúñiga riéndose:
Nació Bartolo Guirlache,
si es cierto lo que me han dicho,
en una confitería
de la calle del Barquillo.
—Hace unos años —continuó el
abuelo—, toda esta calle estaba
pavimentada con tarugos de madera.
—¿Sí?
—Sí. Y sonaban los cascos de los
caballos: pla, pla, pla.
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