El gabinete de la casa de los abuelos
siempre me recordaba una granada
abierta, muy madura, ya casi morada. La
tapicería de las sillas, el papel de las
paredes, la lumbre de la chimenea, las
solemnes cortinas que paliaban la
ventana poco luminosa, todo era de
tintes rojizos, cárdenos, grosellas,
tostados, que mezclados daban aquella
sensación de granada madura.
Ya a primera hora de la tarde, en
aquel gabinete parecía anochecido.
Jamás el día llegaba entero a aquel
habitáculo propenso a las sombras
delgadas, tintas; a los resoles
suavísimos. Hasta los viejos retratos
colgados de los muros o sobre la
campana de la chimenea, nada fáciles de
ver a la perfección, despedían reflejos
sanguíneos como si sus cristales y
superficies patinadas fueran de rubí.
Todo tenía allí cara de tarde
intemporal, de tarde sin reloj, de sueño
de sueños. Conversaciones antiguas que
uno no recordaba en la calle o en otras
habitaciones meridianas, allí tornaban a
la memoria suavemente. Las risas y los
perfiles de otras gentes que fueron, que
fundaron la casa, que sintieron amores
ya transportados en los lomos aristados
de la muerte, se evocaban con facilidad
en aquel gabinete granado.
Las mujeres, cuando cosían entre los
pliegues rojos de las cortinas unas telas
blancas, rosadas por el ambiente, como
el hilo, como la aguja que parecía
encendida, solían recordar a aquella
buena Úrsula, amiga de la tía, que murió
tan joven, con el pelo negro, copioso y
destrenzado sobre el embozo
blanquísimo. Y al tío José Luis, aquel
del bigote rubio y la corbata blanca que
murió de amor por Carmen. Y aquel
pintor de Valencia, con perilla y melena,
que venía muchos ratos a sentarse solo
en el gabinete y ver las luces rojizas
«que él no sabía pintar» —según decía
—. Y le gustaba mirarse sus manos
blanquísimas, rosadas por las luces de
aquel gabinete prodigioso.
Yo, lo que recordaba, eran noches de
cena especial en aquel gabinete
recogido; la mesa bajo la lámpara con
tulipa roja; el humo de los habanos que
subía hasta perderse entre las flores del
papel del techo, y el aroma del café y
del coñac. En aquellas sobremesas, el
abuelo solía contar cosas de caza menor,
o de pájaros excepcionales que cantaban
hasta morir, o de escopetas riquísimas…
O a veces se hablaba de los
republicanos de Valencia y de Madrid,
de la libertad, de la fraternidad humana.
Y se citaban frases célebres de tribunos,
dichas en mítines apoteósicos, en la
huerta de Valencia.
Cuando aquella mañana volví del
«cole», me pareció oír la radio en el
gabinete. Me extrañó a aquellas horas de
trabajo, ya que el abuelo era el único
que la manejaba. Entré suavemente. Los
que allí había ni se dignaron mirarme, a
no ser papá. Todos, tristes, estaban
atentos al altavoz en forma de bocina de
saxofón negro (aparato
superheterodino).
El locutor hablaba con tono doliente;
con esa voz de nariz que se pone cuando
se quiere parecer triste y no se está. De
vez en cuando se debilitaba la audición
y oía un pitido estridente o «ruido
atmosférico». O lo de «E. A. J. 7, Unión
Radio, Madrid». A mí todo aquello me
decía: «Edificio Madrid-París.
Superheterodino. Frente a Segarra, todo
el mundo Callao».
El abuelo, vestido con el
guardapolvos de estar en la fábrica,
miraba con tristeza sus manos
ensortijadas. Papá y el tío, de pie,
también con guardapolvos, escuchaban
en silencio. Valdivia, el gran
republicano amigo de papá, se mesaba
la melena, ya canosa, y sus ojos
parecían enrojecidos. Su gran chalina
negra era una mariposa muerta sobre su
camisa blanquísima.
Yo quedé irresoluto junto a la puerta.
El locutor callaba ahora y se oía un
disco, que, según me dijeron luego, era
la voz del prohombre muerto, que
hablaba en valenciano. Valdivia, con
disimulo, se limpió una lágrima. Las
colillas yacían apagadas en el cenicero.
En el fondo de la casa cantaba la criada,
ajena al dolor del gabinete. Tras los
visillos de la ventana se veían pasar los
transeúntes —sólo la cabeza—
sumergidos en la vibrante luz del
mediodía.
Acabó el valenciano, y otra vez
habló el locutor. Dijo primero no sé qué
de las pastillas de la tos y continuó
hablando del novelista. Enumeraba
nombres de sus obras que yo había visto
leer al abuelo junto a la chimenea del
comedor: Arroz y Tartana, La Barraca,
La Catedral…
El locutor empezó a hablar de otras
cosas. Y Valdivia, con tono doliente, se
refirió a cuando él estuvo en Formentor
con el maestro, de los libros que le
dedicó, de las fotografías que se
hicieron. Aquella relación, en el
gabinete de tonos cereza, daba más
lástima que en otra habitación de la
casa.
Se oyó lejano el toque de la
campana. Salían los operarios de la
fábrica. La radio tocaba el chotis de La
Verbena de la Paloma. El abuelo cerró.
Todos salimos del gabinete. En el patio
de cemento que había antes del jardín
estaban unos cuantos operarios.
Parecían esperar algo. Al verlos, el
abuelo, papá, Valdivia y el tío quedaron
parados en la escalinata de hierro.
Uno de los operarios, que era
valenciano, preguntó si por fin había
muerto el maestro.
Entonces, Valdivia bajó un escalón
más y les habló emocionado, moviendo
mucho los brazos cortos y gordos…
«España ha perdido uno de sus más
grandes hombres —le entendí entre otras
cosas—. La causa de la libertad sufrirá
con su falta…».
Todos escucharon con ojos tristes,
cuyos párpados y cejas estaban
empolvados por el serrín.
Durante mucho tiempo me dio
respeto pasar al gabinete, pues tenía la
impresión de que allí había estado
«corpore insepulto» —que quiere decir
sin enterrar— el gran hombre y
novelista, junto con el de Úrsula y el del
tío que murió de amor y el pintor que se
miraba las manos al reflejo granate.
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