Salvadorcito nos llevó de merienda a
todos sus amigos a su finca «La
Corneja», porque cumplía doce años.
Fuimos en tartanas, una tarde de aire y
sol friolento, cantando el «¡Ay!, chíbiri,
chíbiri, chíbiri; ¡ay!, chíbiri, chíbiri,
cho», y el tango «Plegaria» (murió la
bella penitente, murió la bella
arrepentida), y luego el «Himno de
Riego» con la letra de Antoñito y no sé
qué marcha a Fermín Galán y García
Hernández.
Cuando nos cansamos del coro, el
viejo que llevaba la tartana tomó la
palabra, con voz rota y antigua, y nos
contó el romance de cuando se cayó un
cable de alta tensión y mató dos mulas
en los Charcones, arrabal de Tomelloso,
que decía así:
Las siete y media serien
cuando Faustino llegó
en casa Avelino Ortega.
—Buenas noches nos dé Dios.
—Asiéntate y ven a cenar.
—De lo mesmo vengo yo…
Y seguía con aquel lamento que
hicieron las mujeres sobre los dos
animalicos muertos por el cable
«fratricida» y el cuadro tristísimo de la
familia que quedaba desamparada con la
muerte de las dos mulas americanas
«que eran una bendición». En los versos
postreros se pedía que todos los
gañanes, caporales, zagales y
temporeros fueran llorando al alcalde,
«honra de la población», para que
pidiese a «la Reina virtuosa» que
mandase quitar del pueblo la
«Hidroeléctrica de Buenamesón», del
«avaro Romanones», y «volvieran los
candiles y las linternas de antaño»,
porque:
Más valía andar en tinieblas
que ocurriesen tantos daños
El verdadero propósito de nuestra
excursión, aparte de merendar un pollo
frito, arrope con letuario y mostillo con
almendras, era cazar pájaros con «gato»
en los tejados de «La Corneja», donde,
según Salvadorcito, llegaban a
montones.
En seguida que pudimos, según
nuestro plan, nos escabullimos de los
mayores y, haciendo escala de la
gavillera, subimos al tejado de la finca.
Andábamos por el caballete encalado
con mucho miedo, unos a gatas y otros
doblados, con las manos prontas.
Salvadorcito, conocedor del tejario,
iba delante con los gatos o ligas de
alambre colgadas del cinto. Luego nos
sentamos en el mismo espinazo del
caballete, al pie del pararrayos, para
explorar cuál sería el lugar más a
propósito para colocar los cepos.
El grueso cable del pararrayos, que
era por donde se deslizaban las chispas
hasta el pozo, según dijo Marcelino, nos
recordó el romance del carrero y la
muerte eléctrica de los dos animalicos
americanos, «bizarros como corceles e
incansables del arado», que contó el
tartanero de la voz reseca.
Desde aquella altura de tejas y cal,
de blanco vibrante como ropa tendida,
veíamos el paisaje. El monte bajo —
jara, romero y tomillo— llegaba casi
hasta la casa. Casi, porque desde su
linde imperfecta hasta la puerta misma
había un jardincillo de setos, chopos
altísimos (aquella tarde meneados por el
aire, meneados y silbantes) y una
fuentecilla seca, con ranas de barro en
los bordes, contrahechas con mucha
propiedad. Por la parte trasera de la
casa —«de la finca», que decía
Salvadorcito con la boca llena— se
veían los corrales del caserío, las
galerías acristaladas, donde al amor del
sol filtrado cosían unas mujeres, y las
cuadras. Hacia poniente, la casilla de
los peones camineros, la carretera como
un cinto terragoso y blanco, y al fondo,
entre color de nube y verde soñado, los
montes de Ruidera. Aquellos que dan
abrigo y amparan las aguas verdes y
reposadas de Las Lagunas, que pisan
Ciudad Real y Albacete, ya en la misma
frontera de la Ossa de Montiel.
Luego de una inspección cuidadosa,
decidimos seguir caballete delante hasta
el mismo hastial de la finca, donde hacía
ochava aquel cuerpo del edificio…
(Que aquí cuenta mi abuelito —decía
Salvadorcito— cazó el general Prim,
«el que mató don Amadeo de Saboya en
la calle del Turco», que así andaba el
condiscípulo de historia patria, luego de
las enseñanzas de don Bartolomé). Era,
aquél, lugar propicio para colocar los
gatos, según dictaminó el amito y los
más peritos en cazas de cepo.
Instalados de la mejor manera,
fuimos abriendo los cepos de alambre,
les clavamos en la aguja, como cebo, un
trocito de pan, y los plantamos en las
canales, disimulados con hierba y tierra,
que traía Pepito en un saco de calderilla
que fue de la banca de su abuelo Bolós.
Situadas las trampas, nos tumbamos
todos los cazadores en la otra vertiente
del tejado, bien pegada la tripa a las
tejas con verdín, y esperábamos los
resultados cuando Salvadorcito gritó de
pronto, señalando hacia abajo con gesto
malicioso:
—Mira, mira, la Mamerta.
Vimos, debajo de nosotros, una
mozona en cuclillas, con las nalgas al
aire y la cara casi entre las rodillas. En
su natural empeño, sacaba mucho la
quijada de abajo o quijada maestra. El
aire le alborotaba los pelazos negros del
moño. Parecía, por lo inquieta, que le
hubiera cogido en aquel lugar la
precisión de tan fuerte manera, que no
tuvo tiempo de llegarse hasta la
corraliza donde moraban los patos, lugar
señalado en el caserío para aquel linaje
de solaces legítimos y de siempre
consentidos por los moralistas más
estrictos.
Casi en seguida, Pepito, que tenía
los ojos veloces, señaló hacia otro lado,
donde se veía a un hombrecillo —Rufo
— en mangas de camisa y con boina,
que, tras el esquinazo, miraba
embravecido el quehacer de la Mamerta.
Cuando la moza acabó, y puesta en
pie, con las piernas un poco abiertas, se
ataba los bajos, el hombre se dio a
vistas. Avanzaba lijando la pared,
felino, deseando pasar inadvertido hasta
hallarse más a tiro. Pero ella, que lo
columbró, se bajó las sayas de un
manotón y, de mal talante, echó a andar
hacia el poniente de la casa.
—¡Espérate, frescachona! —gritó el
hombrecillo, al tiempo que echaba a
correr tras ella, ya a pecho descubierto.
La moza volvió la cabeza con cara
de susto; primero apretó el paso, y al
segundo tomó carrera también. Pero
como viese que el hombrecillo Rufo,
más ingrávido y nervioso, la alcanzaba,
decidió pararse en seco y darle cara.
Iba Rufo hacia ella con la boca
abierta y las manos extendidas, como si
deseara coger antes de llegar.
—Ahora verás, frescachona.
La moza, también con las manos
hacia delante, mordiéndose los labios y
bien arrimada a la cal, esperaba el
embite.
Rufo, estrategón de mozas bravías,
la atacó por el flanco. Picó ella al
volverse un cuarto, y cuando quiso
percatarse, el hombrecillo se le había
colocado entre hombro y pared, hasta
pegársele a la espalda, bien incrustado
entre los capiteles de las piernas. Siguió
la lucha entre sordos bufidos y gritos
yugulados. Todo el empeño de la
Mamerta era desembarazarse de aquel
pulpo que se le clavó en el lomo, y,
forzuda, giraba y giraba por ver si salía
lanzado el añadido.
Como la maniobra resultaba inútil,
además de fatigosa, dada la adhesividad
de Rufo, la mujer cambió de táctica y,
avanzando y reculando, como
meciéndose con ímpetu, daba feroces
golpes contra la tapia al que tenía la
mochila. No debía irle bien al Rufo con
este tratamiento, porque presto se apeó
de las espaldas, hasta quedar solamente
abrazado a las piernas de la mujer.
Luego, súbito, sin que nuestros ojos
alcanzasen los grados sucesivos de la
maniobra, la Mamerta quedó acorralada
entre la pared y la cabeza del hombre,
que trataba de tumbarla tirándole de los
remos. Fue entonces cuando ella
consiguió atenazar, entre sus muslos de
pilastra, la cabeza del hombrecillo, que
desapareció entre la telonería de las
sayas… Y se la veía colorada de tanto
apretar la cabeza intrusa. Temimos que
la testa del pobre Rufo, encajada entre
los sotavientres musculosos de la
Mamertona, cascase como nuez.
—Lo va a ahogar —comentó
Salvadorcito casi temblando.
Pero no, lo que hizo la mozona fue
sacarse un alfiler matasuegras que
llevaba en el toquillón, y con tal
presteza se empleó en hacerle
perforaciones en el culo al Rufo, que,
bien engarfiado como estaba entre
aquellas dos columnas de Hércules, no
le quedaba otro desahogo que patear
muy de prisa y escarbar como vaquilla.
Eran sus piernecillas aspas de molino,
que levantaban grisanta y espesa
tolvanera. Ella no se cansaba de hacerle
poros en las ancas, con más acelero que
una máquina de coser. Era una furia.
Pasado un buen rato (los gritos que
diera él no trascendían, quedaban
arropados), resollando de fatiga y
sudorosa por la dureza del trabajo, dio
un panzazo hacia delante y el
hombrecillo cayó al suelo hecho un
muñeco, los ojos desorbitados, la faz
encendida y boqueando de asfixia: Que
a punto estuvo de morir por tan
acentuada proximidad de lo que quiso
tener a mano.
La Mamerta marchó respirando con
mucha fuerza, flébil de piernas, e
intentando arreglarse las greñas caídas.
Marchaba sin volver la cabeza, al filo
de la tapia, segura de que el enemigo no
reanudaría el torneo.
Rufo, al cabo de un buen rato, una
vez recuperado el aliento y la visión,
intentó levantarse, resoplando y con las
dos manos sobre aquella parte que le
quedó criba. Perdido el sentido de la
orientación y con gesto de lloro, miraba
hacia uno y otro lado, sin saber por
dónde ir. Con otro esfuerzo
dolorosísimo se agachó para recoger la
boina, que le quedó en el suelo luego del
morque.
Fue entonces cuando Salvadorcito le
voceó:
—Anda, Rufo, ¿no querías
frescachona? ¡Toma frescachona!
El hombre buscó con los ojos quién
profería las voces, hasta que nos vio
encaramados en el caballete. Nos miró
un buen rato, como si no comprendiera
bien. Y por fin, sin decirnos nada ni
hacer gesto, marchó hablando solo, con
pasos muy cortos, doblado y con las
manos en el mismo lugar.
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