NOTICIA DETALLADA DE
LA FINCA CIMERA.
RESPONSO PARTICULAR
POR EL PERRO «VIDA»
Y
OTRAS TRISTEZAS Y
ESPERANZAS
Sería por falta de sueño,
rara en él, o porque olvidó echar las
cortinas, lo cierto es que Plinio despertó
muy temprano. Quedó un rato con las
manos bajo la nuca mirando al cielo
raso, hasta que por fin se tiró de la
cama.
Pasó a desayunar al bar.
—Le vamos a servir, Jefe, el primer
cafetito del día —dijo el silbador.
—A ser posible con una torta de
Alcázar.
—Eso está hecho.
—¿Se levantó ya el dueño?
—Sí, me ha parecido oírle
zapatillear por ahí.
En la mañana tan limpia, la laguna
parecía recién surgida. Entró López
Torres con la caja de pinturas en la
mano.
—Buenos días, Manuel. ¿Has visto
qué mañana? Qué luz. Como si acabara
de empezar el mundo.
—Pues nos ha pillao un poco viejos.
—Es verdad… Pero es una luz que
se entra por todos los poros.
—Vaya si…
Antonio miraba por el ventanal que
daba a la laguna, con la boca muy junta,
y los ojos claros abiertísimos. Don
Lotario y don José entraron juntos.
—¿Volvieron esos hombres? —le
pidió en un aparte.
—No…
—¿Va a ir usted a algún sitio con la
furgoneta esta mañana?
—No. ¿Por qué?
—¿Le importaría llevarme hasta
Fuenllana?
—¿Es que se ha estropeado el coche
de su amigo?
—No. Es que sería conveniente ir
con usted.
—Siendo así… cuando usted quiera.
—Ahora no, un poco más tarde.
Don Lotario, mientras oía distraído a
López Torres, echaba reojos a Plinio y
al hostelero.
Se asomó doña Josefa:
—Oye, que se van los hermanos
Riofrío.
—A tus mujeres se les han pegado
las sábanas, Manuel.
—Al contao se acostumbran a lo
bueno.
Un mozo sacó la gran maleta de los
Riofrío hasta el Dodge grande. El chófer
le ayudó a colocarla. Los dos hermanos,
muy atildados se despidieron sólo de los
hosteleros.
—¿De dónde han sacado ese coche?
—Ha venido de Madrid por ellos.
—Manuel, ¿se ha sabido algo de la
chica desaparecida anoche?
—Yo no. El caso está en manos de la
Guardia Civil, según me dijo el padre,
don José.
Hacia las diez, después de bajar las
mujeres le dijo al veterinario:
—Voy con don José en su furgoneta
hasta Fuenllana. Tengo que hacer allí
una diligencia e importa que él dé la
cara.
—Como digas, Manuel… Si te
puedo ser útil en alguna cosa —dijo con
ojos tristísimos— ya sabes dónde estoy.
—Es usted un chiquillo.
—Qué chiquillo ni qué leches. Es
que es la primera vez que ocurre esto.
—Lo sé y bien que lo siento. Pero lo
tratado es lo tratado, don Lotario.
—Que sí hombre, que sí.
Cuando entraban en el pueblo dijo
Plinio a don José:
—Pregunte usted dónde vive Juan el
mecánico.
—No era taller, ni garaje, sino un
portal de casa antes con carro, ahora con
motos y un tractor. Al entrar Plinio
advirtió a don José:
—Pregúntele usted si estuvo aquí
ayer don Circunciso. Según le responda
intervendré yo.
Don José lo miró sorprendido y
aguzando los ojos.
—Venga, vamos.
Plinio se caló hasta las cejas la
boina.
Juan, con mono, sentado en el suelo
y lleno de tiznajos, enredaba en el motor
de una motocicleta.
—Soy el dueño del Hotel La
Colgada y vengo a ver si me puede usted
dar razón de un huésped que no volvió
anoche… Es liliputiense y vino en un
Minimorris.
—Sí estuvo aquí, sí. Vino con otro.
—¿A qué hora?
—Hacia media tarde.
—¿Y dónde fueron? —intervino
Plinio.
—Hombre a ciencia cierta no lo
sé… —Se puso de pie y rascó la cabeza
como pensando—. A ciencia cierta no lo
sé, pero yo les di una dirección pizca
más o menos.
—¿De quién?
—De un argentino.
—¿De un argentino con barba?
—Eso es.
—¿Y dónde es?
Hacia la mitad del camino, yendo a
Villahermosa, a la izquierda, hay una
casa muy larga con árboles que le
llaman La Cimera.
—¿Y cómo vive ahí un argentino?
—Ni idea. Esa finca la vendieron
hace muchos años Los dueños nuevos
creo que viven en Madrid y no son
conocidos. Al menos yo nunca los vi por
estos alrededores
—¿Y cómo sabe usted que vive ahí
el argentino?
Juan miró al Jefe algo tímido.
—Cosas del oficio —se animó al fin
—. Vino hace unos días a que le
reparase el coche y no tenía dinero.
Quedaron en traérmelo por la tarde.
Pero no me fie, mandé al chico que los
siguiera con la moto, y vio que se metían
allí.
—¿Y le pagó?
—Sí.
A la vuelta Plinio iba mirando
todo el tiempo hacia la izquierda de la
carretera. Y dijo después de media hora
de camino:
—Debe de ser aquella casa de los
árboles altos.
—Supongo. ¿Entramos?
—No. Vaya un poco más despacio,
pero no pare.
—Como usted quiera.
Continuaron en silencio, y ya cuando
entraban en Villahermosa preguntó el
hostelero:
—¿Qué va a hacer usted? ¿Dar parte
a la Guardia Civil?
—No.
—Usted perdonará, pero no entiendo
entonces. Don Circunciso es una persona
muy importante ahí donde le ve.
—¿Pues qué es?
—No lo sé a ciencia cierta, pero
muy importante. Me lo dijo alguien bien
enterado.
—Bueno, don José, por una serie de
razones que no puedo decirle de
momento, le agradecería que no hiciese
el menor comentario, ni con su mujer, de
lo que ha pasado esta mañana. Ya le
avisaré cuando pueda hablar. La cosa es
muy seria. No lo olvide. Yo sé quién es
don Circunciso.
—Como usted quiera… Yo lo
decía…
—No podemos hacer nada hasta que
no hable con Madrid.
—¿Don Lotario no sabe nada de
esto?
—No… Pero además somos muy
conocidos los dos juntos. Por eso le dije
a usted que me trajese.
—¿Desde dónde va a hablar usted
con Madrid?
—Desde Ruidera.
—¿Y por qué no desde
Villahermosa?
—Pase de largo ante el hotel, por
favor.
—Vale.
No vieron parado el coche de don
Lotario. Sin duda se llevó a las mujeres
de Plinio a dar un paseo.
Tardó más de media hora en
conseguir la conferencia con el
comisario Perales. Le dijo:
—Creo que tengo localizado aquí
cerca al de las voces, que por lo visto se
ha tragado al gusano y al otro.
—¿De modo que han desaparecido?
—Ayer tarde salieron en busca de
una pista. Y hasta ahora. Usted dirá qué
debo hacer.
—Nada. Absolutamente nada hasta
que yo le indique. Llamaré a las cuatro.
Manuel González pagó la
conferencia maquinalmente sin fijarse en
lo que daba y le devolvían.
—¿Qué le han dicho?
—Nada. Que espere instrucciones.
—Ustedes sabrán.
Qué más quisiera yo, iba a contestar
Plinio, pero se calló.
Volvieron al hotel. Don Lotario y las
mujeres estaban sentados en una
barbacana que hay junto a la carretera.
Plinio fue junto a ellas inexpresivo. Las
mujeres y don Lotario lo observaban y
se miraban entre sí.
—¿Qué, padre, se arreglan las
cosas?
—¿Qué cosas?
—Qué sé yo. Las que usted traiga
entre manos.
—Si las tuviera entre mis manos
como tú dices…
—Si Dios quiere todo se irá
arreglando —suspiró la Gregoria.
—A Manuel siempre le salen
—Sí, y un jamón, don Lotario.
A las Margaritas, madre e hija, por
la ventana abierta se las oía dar grandes
voces.
—¡Miserable, que es usted un
miserable! Toda una vida de miserable.
—Y tú machorra, muslos de mozo, a
quién le dirá…
—Le juro a usted que la mayor
desgracia de mi vida ha sido tenerla por
madre.
—Y a ti por hija, masturbadora.
—Mejor es eso que no como usted,
matar a su marido a disgustos. Se casó
usted con él por dinero y luego lo mató a
zarpazos.
—Bien muerto está el imbécil.
Ahora, que tú no vas a ver un duro. Te lo
juro por estas.
—Eso es que se lo cree usted. ¡Ay!
De pronto cerraron la ventana. Y
dejó de oírse la trifulca.
—Qué barbaridad —dijo la
Gregoria— nunca oí nada igual.
—Y eso que según decía la crio
como una malva, un rosal o qué sé yo
(Plinio).
—Así que sale una de casa oye unas
cosas (Alfonsa).
—Son dos cómicas (Lotario).
—Pero por muy cómicas que sean,
decirle esas cosas a una hija, Manuel.
—Y a una madre, Gregoria.
Sonó una moto con todo el escape
metido. Era el cabo Maleza que hacía la
exhibición. Frenó casi a los pies de la
barbacana.
—A la orden del jefe y la compaña.
—Hombre, el subjefe Maleza.
—Cabo y nada más, don Lotario.
¿Qué dicen las seras…? Mejor dicho la
señora y señorita.
—Pues ya ves.
—Están ustés de un moreno que pa
qué. Esto es vida. Mucha comida y
mucha paz. Ahora, que un servidor,
viene dispuesto a estarse aquí hasta la
anochecida, que allí quedó todo muy
bien dispuesto. ¿Me autoriza, Jefe?
—Hombre, si no hay ningún
imprevisto… Pero vamos al grano. ¿Qué
noticias hay?
—Pocas. Me dijeron de Madrid que
la tal Gala no ha asomado todavía por el
apartamento… Por lo visto el oficio la
obliga a vivir mucho fuera de casa…
Parece que trabaja a domicilio.
—Explícate.
—Ya está explicao. Que es una
furcia y va a las casas donde la llaman.
—Anda con la psicóloga.
—De psicóloga nada, don Lotario.
Trabaja en clubs nocturnos y es muy
conocida en el barrio.
Plinio y don Lotario se miraron.
—Está visto, Manuel, que estamos
muy anticuados. Nunca pensé que fuera
del oficio de la braga. ¿Y tú?
—Más bien tampoco. Además aquí
estaba muy formal.
—De día… Que según tú oíste, de
noche hacía sus saliditas por la ventana.
—¿Es posible, padre?
—Parece que sí…
—Bendito sea Dios…
—¿Y qué más, Maleza?
—Nada, que van a averiguar dónde
está y así que aparezca, si usted no dice
otra cosa, se la mandan.
—¿Nos la mandan?
—Eso dijo el Comisario.
—Bueno. Así es más fácil.
—¡Ah!, y antes que se me olvide, le
traigo recuerdos de la Rocío. Que con el
permiso de su mujer vendrá esta noche a
oír las voces.
—Dichosa Rocío, siempre con ganas
de bulla (Gregoria).
—Bueno Jefe, ¿tomamos unas
cervecillas para hacer boca?
—Espera hombre, si todavía no es
mediodía.
—Es que traigo una resequez.
Así estaban cuando apareció López
Torres muy nervioso, con la caja de
colores.
—A ti te buscaba, Manuel.
—¿Qué pasa?
—Han encontrado a una chica
ahogada. Dicen que es la que
desapareció anoche. La han visto unos
pescadores. Acaba de llegar la Guardia
Civil que estaba rondando por esta
parte.
Plinio y don Lotario se miraron:
—Vamos.
—Qué impresión me ha hecho. Tiene
el vestido desgarrado y una mordedura
en el hombro.
—Venga, vamos. ¿En qué laguna
está?
—En esta misma, junto a la Isla.
—¿Me voy yo también, Jefe?
—No, tómate la cerveza tranquilo.
Por la carretera adelante se veían
correr motos y bicicletas hacia aquella
parte.
Bajaron del coche al llegar a la
Lengua. Por ella, que es un lomo de
tierra verde que atraviesa la laguna
hasta llegar a un ensanchamiento que
llaman la Isla, iban gentes apresuradas.
Ellos siguieron el mismo camino.
—Nosotros en plan de mirones nada
más. Me entiende.
Nadie hablaba. Todos miraban a la
ahogada. Incluso los padres, que no
parecían haber reaccionado todavía.
Varias chicas jóvenes, una de ellas la
amiga que la vio por última vez la noche
anterior, estaban arrodilladas junto a la
ahogada.
El sargento de la Guardia Civil, al
ver a los justicias de Tomelloso, le salió
al paso.
—Es la de anoche. Ya hemos
avisado al juzgado.
—¿Quién la encontró?
—Un pescador, Manuel.
—¿A qué hora?
—Hará una, poco más o menos.
—¿Puedo verla?
—No faltaba más.
El sargento pidió paso con voz
enérgica. Todos los que hacían corro se
abrieron de mala gana.
Era una chica morena y pernilarga.
Tenía los carrillos un poco abultados,
como si hubiese muerto soplando. A la
altura del pecho el vestido estaba
desgarrado.
—Fíjese usted —dijo el cabo
señalando unos hematomas que tenía
junto al cuello, en la parte visible del
hombro y en los pechos.
—Ya, ya.
Plinio inclinó la cabeza. El pelo
todavía muy mojado se le pegaba a la
carne.
—¿Por qué la miran tanto? —dijo la
madre llorando.
La laguna tan calma, tan lisa y tan
azul. El cielo tan alto y el campo
reflejado en el agua, daban la sensación
a Plinio de no querer asumir aquella
tragedia.
Tardó más de una hora en llegar el
juzgado. Plinio y don Lotario aguardaron
en un aparte con amigos y conocidos.
Poco a poco fue aumentando el número
de espectadores. El forense, un chico
muy joven, con aire cajalesco, y el
secretario inspeccionaron el cadáver,
mientras el juez hablaba con el sargento
de la Guardia Civil. Luego llamó al
pescador que había encontrado el
cuerpo. Era un hombre muy alto, con
gesto como si le doliera algo.
Contestaba al juez pensándolo mucho y
con muy chicas palabras. Plinio y don
Lotario permanecieron en su sitio sin
perder detalle. Pronto llegó la
ambulancia. A Plinio, acostumbrado a
los grandes desmadres sentimentales en
casos parejos, le sorprendió la
discreción de los padres de la ahogada.
Se limitaban a mirarla con ahínco. Sólo
ella lloraba bajo o preguntaba algo.
Cuando se abrió el corro para dejar
paso a los de la camilla, el de
Argamasilla reconoció a Plinio y se le
acercó con aire pesquisitivo.
—Perdone que no le haya saludado
antes, como está de paisano… no lo
conocí al pronto.
—Sí, estamos pasando aquí unos
días…
—Qué raro, usted de excursión
—Más bien de campo.
—¿Si le interesa a usted algún dato?
—le dijo casi a ras de la oreja.
—Muchas gracias… Sólo por
curiosidad me gustaría saber el
resultado de la autopsia.
—¿Dónde para usted?
—El Hotel de La Colgada.
—Esta noche me acerco.
—Muy amable.
—Es usted Plinio y basta.
Cuando entraron el cuerpo en la
ambulancia los padres subieron también.
Plinio y Don Lotario volvieron al hotel en el coche.
Maleza, sentado con las mujeres de
Plinio en el bar, tomaba cervezas y
raciones, contándoles cosas de su mujer
y sus hijos.
—Si tuviéramos cinco o seis vidas,
no me importaría que mi Agustinillo
fuera albañil en la primera. Hay que
construir viviendas y carreteras y
algunos tienen que hacerlas… Pero no
habiendo más que una vida, al menos en
la que se coma, mi Agustinillo no va a
ser albañil. Lo juro por estas… Aunque
haya que sacarle una beca a mano
armada, ese tendrá estudios de
envergadura, pero albañil ni hablar.
—Pero Maleza, ¿por qué te obstinas
en lo de albañil? (Alfonsa).
—Bueno, quien dice albañil, dice
cualquier oficio de arriñonarse.
—¿Y tú quieres que sea oficinista?
—Ni eso. No quiero que tenga
señoritos mandones. Quiero que sea
libre en su botica, en su clínica o
abogacía.
—Tendrás tú queja de tus jefes, so
mamón —le dijo Plinio.
—No, señor, no la tengo, pero mejor
se está por solo, no me lo negará,
aunque el jefe sea usted.
—Pues yo toda la vida tuve jefes, y
no me ha importado.
—Hombre claro, como usted
cualquiera.
—¿Por qué?
—Porque usted es un intocable como
dicen los periódicos.
—En eso lleva razón Maleza,
Manuel.
—Sí jefe, que usted se pasa a los
alcaldes, y no digamos los concejales,
por debajo de la visera. Y ya se cuidará
ninguno de tenerle un mal modal. Porque
a usted lo aprecia España entera.
—Contra el envidioso o malaúva, no
hay aprecio nacional que valga.
—Sí, Jefe, sí lo hay. Para el que vale
de verdad no hay enemigo servible. Más
o menos pronto sale la verdad, y el
trampillero se queda en cuclillas, con
los molletes al aire.
Entraron en el bar las Margaritas,
madre e hija, cogiditas del brazo,
ternuronas, y se sentaron a una mesa.
Comieron pronto y tomaron café en
el mismo comedor. Plinio pensó que era
mejor hablar con Madrid desde Ruidera
que desde el hotel.
—Si ustedes se van yo me quedo
aquí un ratillo, jefe.
—Desde luego, Maleza, no tienes
arreglo. Pero a las cuatro lo más tardar
coges la moto y sales de pira. Si avisan
de Madrid di que sí.
—¿Que sí qué?
—Que manden a la Gala.
Don Lotario miró a Plinio
sorprendido.
—Está bien, ¿pero hasta cuándo van
a estar ustedes aquí en Ruidera?
—No sé. Si la mandan antes de que
hayamos vuelto, nos la encaminas para
acá, y en paz.
—Vale.
Al pasar frente a Entrelagos, don
Lotario miró al reloj.
—Oye, Manuel, podíamos tomar un
cafetillo aquí.
Entraron. De codos sobre el
mostrador, estaba el borracho del pelo
blanco, con los ojos entornados y la
copa de coñac entre los dedos. El
hombre se traía a solas una carcamusa
de mala transcripción.
Por la laguna del Rey rubricaba una
canoa con la proa muy alzada.
Del restaurante bajaban como dos
docenas de turistas muy alegres.
Algunos cubiertos con yelmos de
Mambrino, hechos con cartón dorado.
Sin pararse en el bar, subieron en un
autocar muy moderno.
—Son holandeses que están
haciendo la ruta del Quijote —aclaró el
barman.
—¿Holandeses? —balbució el
borracho—. España para los españoles.
Toda esa chusma es la que ha
corrompido el glorioso crisol de las
virtudes hispanas… ¿A que sí? —le dijo
con aire de reto a Plinio. Pero con tan
malafortuna, que por el exceso de coñac
y arrebatos nacionalistas, se le
escurrieron los pies del travesaño de la
banqueta, y cayó al suelo. Lo levantaron
entre todos.
—Pobrecito, se ha hecho una herida
en la frente.
Hablaba la señora mayor que habían
visto algunas veces pasear junto a las
lagunas con su hijo rubio.
Le pasó un pañuelo por la herida que
sangraba algo. Enseguida apareció el
hijo. Bajaba la escalera del restaurante
consultando una guía de carreteras con
gran fijeza.
—No es nada —dijo el del bar—
pero algún día nos va a dar un buen
disgusto.
Plinio le echó un vaso de agua en la
cabeza. El del pelo blanco abrió por fin
los ojos y miró con gesto ido. Lo
sentaron y volvió a musitar:
—¡Muera la pérdida Holanda!
La señora se guardó el pañuelo y se
unió a su hijo o lo que fuera, que seguía
con la guía en la mano. Saludó ella con
gran cortesía y salieron con pasos
calmos.
Hasta las cuatro y cuarto no
le dieron la conferencia. Don Lotario
esperaba fuera discretamente.
—Soy Manuel González.
—Ya —dijo Perales—, aguardaba
su llamada… Allí ya no hay nada.
Parece que todo está ahora localizado en
otra parte lejana. Inspeccione de todas
formas la casa de campo por si
encuentran algo… Su intervención,
aunque indirecta, ha sido eficaz. Le
felicito. Creo que el final está próximo.
—¿Final bueno?
—Espero que sí.
—¿Se sabe algo de los amigos?
—Sí.
—¿Pero están bien?
—Sí. Cuelgo. Vuelva a llamarme
antes de las ocho para contarme lo que
vean en la casa.
—De acuerdo.
Plinio salío liando un «caldo»
con muchos pliegues en la cara.
—Tú dirás, Manuel.
—Vamos a una casa de campo que
esta entre Villahermosa y Fuenllana. Yo
le indicaré.
—Bueno.
Caminaban en silencio. Cada cual en
lo suyo.
Al llegar ante la Cimera pararon
junto a la cuneta.
—¿Trajo usted los gemelos?
—Sí, Manuel. Ahí los tienes en el
salpicadero.
Plinio sin bajarse del coche miró
con los gemelos pacientemente a la casa
que quedaba a unos trescientos metros.
Miraba sin quitarse el cigarro de la
boca.
—¿Encuentras lo que buscas,
Manuel?
Negó con la cabeza.
—Parece que el camino que lleva
hasta la casa es aquel.
—Tire usted.
Plinio se sacó la pistola del bolsillo
trasero del pantalón y la montó.
—¿Es que hay peligro, Manuel?
—Espero que no.
Nadie había por el camino. Se
detuvieron a pocos metros de la casa,
entre los árboles. Bajaron. Apostados
entre ellos aguardaron un rato. No se oía
absolutamente nada.
—Vamos.
Plinio avanzó decidido, sin más
precaución que la mano en el bolsillo de
la chaqueta donde llevaba la pistola.
—Manuel, ¿no hueles?
—No… ¿A qué?
—A muerto.
—¿A hombre?
—A animal más bien.
—¿Usted distingue?
—Creo que sí…
Volvieron a apostarse tras los
árboles. Don Lotario miraba en
derredor, más con las narices que con
los ojos.
—Mira, mira, debajo de aquella
ventana —dijo al tiempo que lanzaba
una piedra hacia ella.
Varios cuervos alzaron un vuelo de
lutos desgarrados, aparatosos.
Se adelantó don Lotario:
—Es un perro, Manuel.
—Sí… el «Vida» del enano.
—Es verdad.
Don Lotario, pinzándose las narices
se agachó sobre el animal muerto.
—Mira, aquí, le dieron un trancazo
en la cabeza.
La casa, con dos plantas, de piedra y
puertas de almagre despintado, parecía
deshabitada. Dieron un rodeo. Todo
cerrado.
—Mire, rodadas de coche.
Intentaron abrir la puerta principal,
pero fue imposible.
—Vamos a ver por la portada.
Forcejearon y tampoco hubo forma.
—Estas cerraduras tan grandes,
aunque les disparásemos un cargador
entero no habría manera de abrirlas.
—Quizá desde la capota del
automóvil podríamos pasar por esa
ventana, que tiene abiertas las
contravidrieras.
—Eso está bien pensado, Manuel.
Voy por el coche.
Lo aproximó hasta pegarlo a la
pared.
Subió Plinio. Golpeó con la culata
de la pistola un cristal, y cuando no hubo
peligro quitó los pasadores de las
vidrieras y saltó.
—Tráigame la linterna.
—Es verdad.
—Venga, aúpa, yo le agarro.
La parte alta de la casa estaba
abandonada hacía mucho tiempo. Había
polvo en todos los muebles y
pasamanos. Abajo, en una cocina grande
sí se veían restos de alimentos y de leña
en la chimenea. Botellas en un rincón. Y
en la habitación inmediata, varios
colchones muy juntos en el suelo. Las
demás habitaciones, cámaras y graneros
grandísimos, intactos. Plinio volvió a la
cocina y a los cuartos contiguos donde
estaban las camas, y examinó todo con
mucho cuidado. Había algunos
periódicos atrasados y un bote de
bicarbonato. En el cuarto de aseo
antiguo quedaba una pastilla de jabón a
medio gastar. En una tinaja rota del
corral, restos de alimentos y basuras.
Plinio los removió con un sarmiento.
—Esa gente ha vivido a base de
comer huevos. Eh, qué cantidad de
cascarones.
—Y de cerveza. Mira, Manuel,
cuantas botellas.
De las habitaciones altas, la única
que debieron de habitar últimamente era
un comedor de muebles chipendales y
cristalerías cursilísimas de los años
cuarenta. Habían quitado el polvo y
todo. Sobre una mesa baja había un
antiguo aparato de radio en forma de
teja española y varios ceniceros con
colillas.
Las alcobas, poco cuidadas, estaban
totalmente intactas, con los colchones
enrollados.
Don Lotario comprobó que
funcionaba la radio. Volvieron a
descolgarse por la ventana hasta la
toldilla del coche del veterinario. Todo
estaba cerrado por dentro. Todavía
emplearon un buen rato en voltear por la
finca, completamente de liego. Don
Lotario apreció huellas de dos tipos de
ruedas de coches. Unas más anchas.
—¿Estas pueden ser de un Seat
1500, usted que entiende?
—Sí… y estas de uno pequeño,
como el mío.
Volvieron en completo silencio. Don Lotario sin atreverse a
preguntar. Plinio, confuso.
—¿Dónde vamos, Manuel?
—Pare usted en Villahermosa.
Caía la tarde. Se detuvieron en
teléfonos.
—Yo, Manuel, te espero en aquel
bar —le dijo el veterinario con aire de
resignación.
Plinio pudo comunicar en seguida
con Madrid. Explicó a Perales lo que
encontró en la casa…
—¿Y los amigos del perro?
—Bien, afortunadamente bien.
Volverán por ahí mañana. Por cierto que
aprovechando se van a llevar a esa Gala
que tanto necesita usted.
—Hombre, eso está bien. ¿Y a qué
vienen?
—¿Ella?
—No, hombre, ellos.
—A recoger su equipaje, y el niño
además a enterrar a su perro.
—Ya.
—¿Qué es eso de la chica ahogada
que se ha encontrado por ahí?
—No sé; lo lleva la Guardia Civil.
—¿Pero no cree que tenga relación
con estas cosas?
—¿Con lo de las voces querrá
decir…? No sé.
—Ya.
—¿Alguna otra novedad?
—No.
—No entiendo nada.
—Ni yo tampoco.
—¿Puedo ya decirle a don Lotario lo
que ha pasado?
—Querrá usted decir de lo que no
sabemos que ha pasado… Bueno.
Plinio volvió jubiloso.
Don Lotario al verlo entrar en el bar
con aquella cara de franqueza se le
ensanchó el ánimo. Entre cervezas con
cortezas fritas hablaron largamente,
maneando mucho Manuel y poniéndole
caras muy aparentes y convencedoras.
—Debe de ser algo de política raro.
—¿Pero tu descubrimiento ha sido
útil o no?
—Descubrimiento de la casualidad,
dirá usted… No sé. Ya nos explicarán
mañana el enanillo y el pescador.
—Quién me iba a decir que don
Circunciso era de la poli. Nunca pensé
que un tipo así…
—Lo tendrán para servicios muy
especiales como este.
—De todas formas no tiene media
guantá.
—Pero es duro el tío. Ahí donde lo
ve usted tan bajete es duro. Y sabe.
Despacio, volvieron al hotel. Las
mujeres no estaban, se habían cruzado a
ver unas amigas a los apartamentos de
enfrente.
—Avelino, el constructor de los
chalets de la San Pedra les ha dejado
aquí un papel —dijo don José a Plinio.
Era la lista de los propietarios y un
pequeño plano. Le echaron un vistazo,
pero no conocían a nadie.
El bar estaba completamente solo.
Parecía que la tarde, sin ganas de irse,
permanecía colgada a medio solespones,
lamiendo los cerros largamente con
manchones gualda. Echando en el agua
semblantes de sangre quieta. Pidieron
más cervezas. Don Lotario, después de
las aclaraciones de Plinio había
recobrado el gesto de siempre. Estaba
otra vez pimpante y decidor.
—Mañana viene don Circunciso —
dijo Plinio a los dueños que acababan
de entrar en el bar.
—No me diga.
—Sí, nos lo acaban de decir de
Madrid. Vienen él y el pescador a por su
equipaje.
—Qué gusto… ¿Y qué les ha
pasado?
—Cosas del servicio. Trabajan con
la policía.
—Ya me sonaba a mí a algo muy
importante. No había más que verlos. ¿Y
usted lo sabía, Manuel?
—Sí.
—Ahora que, francamente creí que
eran algo más que policías.
El matrimonio de los cuatro hijos se
despidió de los dueños. Iban a cenar a
Manzanares y ya marchaban para
Madrid.
Llegó el médico forense de
Argamasilla. Se sentó en seguida con los
justicias.
—¿Qué pasa?
—Ha muerto ahogada.
—¿No de los golpes?
—No, ahogada. Pero hay algo más
grave.
—¿Qué?
—Tiene señales de violación. Se la
zumbaron antes de echarla a la laguna.
—Me lo imaginaba…
—Coño, Manuel, ¿y eso?
—Nada… cosas mías.
—Los pálpitos de Manuel, amigo
doctor, parece mentira que no lo sepa.
—Bueno, pero los pálpitos de
Manuel tendrán un fundamento.
—¿La iban a matar para robarla?
¿Para sacarle sangre como en las
películas de vampiros…? Esos atracos,
cuando se trata de una chica joven y
guapa, en un descampao y de noche,
toda la vida de Dios fueron para lo
mismo.
—Pero no hace falta tirarla después
al agua, Manuel —dijo el forense
jovencillo y nervioso sujetándose las
gafas con el índice sobre la nariz.
—Eso ya son circunstancias que
ignoramos.
—Pobre chica. Venir a pasar unos
días en esos villares y mira.
—No hay sitio sin muerte, amigo.
—Sí, hombre, la tumba. Allí no
puede uno ya morirse más de lo que
está.
—Eso es verdad, don Lotario —dijo
el médico—, allí el que llega «más
muerto estar no podía» como dice el
verso.
Marchó el forense y no acudía nadie.
Parecía que todos habían huido del
hotel. Ni a las Reinas se las veía. Solos
Plinio y don Lotario en el bar. El chico
silbón tampoco estaba. Hasta muy cerca
de las diez no llegaron las mujeres
hablando de la chica muerta. Plinio
prefirió no entrar en detalles.
El comedor estaba tan solo, que
decidieron tomar unos pepitos en el bar.
López Torres y las Reinas fueron los
únicos que cenaron en el comedor.
Aunque aquella noche tocaban voces, no
se notaba animación. Sólo dos hombres
de la fábrica de la luz llegaron a ver la
televisión.
—¿Por qué no vendrá gente esta
noche, Manuel? —preguntó de pronto la
Gregoria.
—No sé… Tal vez como la última
noche no se oyó nada desde aquí.
—O que están recelosos con lo de la
chica ahogada, padre.
—Bueno, pero no sabemos hasta qué
punto tiene que ver una cosa con otra.
—Pero siempre atemoriza un poco.
—Tú es que ya tienes ganas de
volver al pueblo, Gregoria.
—Pues no crea, don Lotario, que me
estoy acostumbrando.
—¿Y tú, Alfonsa?
—Yo también. Me gusta mucho
Ruidera, aunque sea con voces.
Las Reinas volvieron de la cena
seguidas de López Torres. Ellas se
sentaron a una mesa solas, frente a la
televisión. López Torres, tímidamente,
se acercó al corro.
—Siéntate Antoñete.
—No, me voy a acostar en seguida
que mañana quiero madrugar… ¿Y qué
pasa, esta noche no viene la gente?
—No sé.
—Será aprensión.
Por fin se sentó en el borde de una
silla.
Plinio, bien recostado en el
respaldo, con los ojos entornados,
miraba hacia la carretera.
—¿Esperas algo esta noche,
Manuel?
—No mayormente, don Lotario.
Y sacudiéndose la distracción se fijó
en la pantalla de televisión como los
demás, pues daban una pieza de teatro
muy hermosa.
Hacia las once de la noche llegaron
al bar dos parejas de la Guardia Civil
mandadas por el sargento que estuvo por
la mañana donde la ahogada. Saludaron
desde lejos a Plinio y se acodaron en la
barra a tomar un café. Luego se
quedaron fijos en la televisión. Don
Lotario guiñó un ojo a Manuel. López
Torres, completamente ausente de la
pantalla, se despidió con un movimiento
corto de mano. Los dueños del hotel
hacían las cuentas. Los civiles acabaron
sentándose, con los barboquejos
bajados, pero totalmente agarrados por
la televisión.
No llegaba ni un coche ni una sola
moto con forastero como las noches
anteriores que tocaban las voces. «Ni
que se hubiesen puesto todos de
acuerdo», pensaba Plinio.
Cuando fueron las doce menos poco,
Plinio quitó volumen a la televisión. El
sargento de la Guardia Civil
comprendió y entreabrió la puerta del
bar. Todos esperaron con cierta
inquietud que llegaran las doce. El
guardia, con la mano en el picaporte y la
puerta entornada, parecía dispuesto a
detener la voz en el mismo momento que
entrase por la puerta del bar.
Pasaron los minutos sin mediar
palabras. El locutor de televisión
hablaba sin ser oído. La Alfonsa miraba
de reojo a su padre que aparentaba
impasibilidad. Don Lotario vibraba las
piernas…
A las doce y diez el sargento cerró
la puerta y miró a Plinio.
Este encogió los hombros.
—Se ve que esta noche no hay voces
(Gregoria).
—Ojalá no las haya más (Alfonsa).
—La que no ha venido por fin ha
sido la Rocío.
—Esa no sale a ninguna parte. Sólo
sabe dar pasos contaos. De su casa a la
buñolería y de la buñolería al huerto
(Plinio).
—Y mejor es que no haya venido,
porque si se acerca esta noche, tan soso
como ha sido todo… (Gregoria).
—¿Se sabe algo más de la ahogada?
—preguntó Plinio al sargento,
poniéndose de pie.
—De momento, no.
—¿Pero hay alguna pista?
—Que yo sepa tampoco.
Los civiles marcharon cerca de la
una. Y poco después los huéspedes
subieron a sus habitaciones.
Plinio ya en su cuarto, se notó
desalentado. Miró e hizo oído por la
ventana. Luego se paseó largo rato
fumeteando y dándole al magín.
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