El primer partido de fútbol que vi fue
aquel que me llevaron el día que
bautizaron a mi primo, cuando me daba
el sol en los ojos. Pero ése no vale. No
vi el fútbol bien hasta que me llevó papá
desde el Casino con otros amigos suyos
y nos sentamos en preferencia.
A los toros se iba por la calle de la
Feria y al fútbol por la calle del Monte.
A los toros se iba detrás de la Banda
Municipal, con velocidad de pasodoble;
al fútbol, como dándose un paseo
tranquilo.
Hacía mucho sol. Pasó un coche
cargado de señoritas… Laurita, la tía y
ésas, que nos saludaron con mucha
algarabía.
A los toreros los llevaban vestidos,
en coche. Van pálidos, con la cara seria.
Los futbolistas —esto me sorprendió—
iban de paisano, sin corbata, a pie,
seguidos sólo de algunos chiquillos.
Piñero, el pescadero, que era el gran
delantero centro, iba en bicicleta de
carrera por medio de las eras. Ricardo y
Blas, que eran señoritos, en automóvil.
La gente iba a los toros
congestionada, con los ojos bailando,
buscando grandes sangres. Con vino y
merienda… Al fútbol iban así como a
tomar el sol, con idea de ir luego al
cine… «por matar el tiempo». Eran
grupos desleídos, calle del Monte
arriba, sin mujeres, sin mantones, ni
coches, ni caballos. (Cuando no se
emplean caballos para ir a las casas,
todo es aburrido, ésa es la verdad).
El fútbol hace bostezar a los
sanguíneos porque no había caballos.
¿Qué iban a hacer los caballos en el
fútbol, si eran hombres los que trotaban?
Tampoco había heroica bandera
nacional, como en los toros. Y es que,
como decía el señor veterinario, que era
reaccionario, «el fútbol es natural de los
ingleses, que gustan de cansarse
corriendo detrás de las cosas inútiles y
sin argumento». Los españoles prefieren
los toros porque en ellos hay algo
«práctico», hay drama.
Ya en el campo, nos sentamos en
preferencia, que era primera fila a la
sombra, como si fueran palcos de teatro.
Detrás de nosotros estaban las gradas
(clase media, honrado comercio y
empleomanía). Enfrente, en general, al
sol, la gente de la calle o vulgo,
enracimados, detenidos por los palos
que les apretaban la barriga. Era gente
que daba lástima, siempre voceando,
agarrada a aquellas maderas. Y como
condenados, mentaban a cada nada a las
madres de los «visitantes».
Me gustó mucho cuando salieron al
campo, corriendo en hilera, los dos
grandes equipos manchegos. El nuestro,
merengue, y el Manzanares, de
colorines. Salían con los puños en el
pecho, a paso gimnástico, los calcetines
muy gordos y los uniformes muy
limpios… Parecía que todos tenían las
rodillas de madera, menos el portero,
que llevaba en ellas unas fajillas… y en
la cabeza una gorra de visera. Las botas
también parecían de madera, sin
desbastar.
En el palco de al lado estaban
Laurita, la tía y ésas, que reían mucho y
hablaban de que algunos futbolistas eran
muy peludos.
También fue bonito cuando echaron
la moneda al aire y se dieron la mano. Y
la hermana de Pablo, la guapa de la
perfumería, le dio una patadita al balón
y reía mucho. Le dieron flores y vino tan
contenta. (La masa o plebe le dijo
muchas cosas de sus cachos y no sé si de
sus mamas o mamás, que no entendí).
Tocó el pito uno con traje negro —
árbitro o refrer, no lo sé bien— y
empezó la función, que consistía en
correr todos para allá detrás de la
pelota. Y de pronto todos para acá. Sólo
se miraba hacia un costado del campo
cuando había saque de línea, que es muy
bonito, porque el que saca hace como si
se estirase muchísimo y echa el balón a
la cabeza de un camarada.
Sobre nuestras cabezas pasaban las
voces de la gente, que parecía mandar
mucho sobre los jugadores, aunque éstos
yo creo que no hacían caso.
—¡Montero, corre la línea!
—¡Ricardo, que es tuya!
—¡Arréale!
Como corrían para allá y luego para
acá, el público lo que tenía que hacer
era lo mismo: volver la cabeza para acá
y para allá. Y daba gusto verlos a todos
como si fueran soldados: «vista a la
derecha, vista a la izquierda». Y muchos
le daban así a la cabeza mil veces, sin
dejar de comer cacahuetes, como monos
locos, que masticaban, escupían y
siempre se arrepentían de mirar hacia
donde estaban mirando.
A los porteros se les veía metidos en
el marco grande, como figurillas de un
cuadro descomunal, agachados, con las
manos en los muslos, mirando los
cuarenta pies que corrían detrás del
balón…, que es una pelota cubierta con
piel de zapato con cordones y todo.
El de negro —árbitro o refrer—
corría también para uno y otro lado,
pero con carreras muy cortas, sin fuerza.
Toda su potencia estaba en el silbato,
que cuando se enfadaba por algo lo
tocaba muy de prisa y muy fuerte. Y
cuando estaba contento daba unas
pitadas largas y melancólicas. Cuando
pitaba muchísimo y levantaba los brazos
porque no le hacían caso, la plebe o
vulgo de sol le decía los máximos tacos
del diccionario: el que empieza por C,
el que empieza por M y el otro de la
madre.
Los que me parecieron más inútiles
fueron los jueces de línea, que estaban
la tarde entera corriendo el campo, sin
hacer otra cosa que levantar la banderita
cuando la pelota se sale, como si los
jugadores no se dieran cuenta de que no
había pelota tras la que correr.
Cuando jugaban cerca de nosotros
—sombra, sillas de preferencia,
señoritos—, se oían muy bien los
punterazos que daban al balón, el
resollar de los jugadores y el rascar de
las botas sobre la arena y, sobre todo, lo
que decían:
—¡Aquí, aquí, Muñoz!
—¡Centra!
—¡Maldita sea!
Al final del primer acto los
jugadores parecían muy cansados.
Llevaban los uniformes empapados en
sudor, con refregones de tierra. Unos
cojeaban, otros masticaban limón, otros
llevaban pañuelos en la frente, y todos
las greñas sobre los ojos. Tenían aire de
animales muy fatigados, que no miraban
a nadie, e iban como hipnotizados, como
caballos de noria tras el balón, que
parecía pesar más, trazaba curvas más
cortas y, sobre todo, se iba fuera a cada
instante.
Cuando se hacía gol, y se hizo
muchas veces —no me acuerdo quién
ganó—, los futbolistas del equipo que
metía el gol se abrazaban fuertemente,
como si fuera la primera vez que les
ocurría aquello en la vida. Los que
recibían el gol no se abrazaban, sino que
volvían a su línea con la cabeza
reclinada y dándole pataditas a las
chinas, muy contrariados.
Al acabar el primer acto, todos iban
a la caseta descuajaringados, y les
daban gaseosas, y se echaban agua, y
resollaban.
Todos los hinchas y directivos iban a
la caseta, así como el cronista local,
Penalty, para mirar a «los chicos», que
no hablaban, que sólo hacían que mirar
con ojos de carnero y tomar gaseosa.
El segundo acto fue muy aburrido. Todo
el mundo estaba ya cansado de mirar a
un lado y a otro. El balón, sin fuerza, iba
y venía a poca altura; a veces se
quedaba solo, se iba fuera y así todo el
tiempo.
Los espectadores hablaban más entre
ellos, contaban chistes. Los de mi palco
hablaban con la tía, Laurita y ésas; les
daban caramelos y reían mucho. Y
hablaban de ir al cine o hacer baile en
una casa, que era lo bueno.
Cuando se puso el sol, los de
general parecían más pacíficos.
El árbitro casi no se movía: se
limitaba a pitar. A veces hacía unas
pitadas largas, tristísimas, como las de
las locomotoras a media noche.
Lo único impresionante de aquel
segundo acto fue el penalty. Dejaron al
pobre portero solo, destapado, y un
enemigo, desde muy cerca, le dio una
patada tan fuerte al balón, que el pobre
portero seguía esperando el tiro cuando
ya hacía mucho rato que el esférico
descansaba en el fondo de la red. El
portero se enfadó mucho y tiró la gorra
contra el suelo y echó el balón al centro
del campo de mala gana.
Yo estaba tan aburrido, que empecé
a pensar en mis cosas: en el colegio, en
Palmira, en los bigotes del general
Berenguer, que vi en la portada de
Crónica —«Un general que va a
deshacer lo que hizo el otro general»,
que dijo mi abuelo—, y el Somatén, que
ya no iba a desfilar más por las calles,
según me dijeron… También pensaba en
no volver al fútbol más en mi vida,
porque no le veía argumento.
Cuando salimos, casi anochecía.
Hacía fresco. La tía, Laurita y ésas
habían decidido no ir a ver la segunda
jornada de «Fanfán Rosales» e irse a
bailar a la sala del piano de casa del
abuelo.
La gente salía con ganas de andar.
Los jugadores, derrengados, iban sin
corbata, muy colorados. El jugador que
cayó al suelo y empezó a retorcerse
mucho con las manos en semejante parte
y que hizo reír tanto a las señoritas, a
pesar de que decían: «¡Qué pena!», salió
cojeando, hecho una lástima.
En el automóvil tuvimos que ir muy
despacio entre el gran gentío que
caminaba con las manos en los bolsillos.
Emilita, la hermana de Pablo, repartió
las flores del ramo que le dio el capitán
entre los hombres, y a mí me dio un
beso. Dijo que eso era a mí solo.
«Vosotros, claveles, claveles».
A mis amigos del colegio, los que
eran tan aficionados al fútbol, los
pasamos con el automóvil. Iban tan
ofuscados, que no me vieron. Hablaban
todos a la vez, y Manolín, delante del
grupo, imitaba a un jugador en no sé qué
pase… Aunque los llamé, no me oyeron,
que así eran de aficionados.
Cuando llegué a casa, rendido, me llevé
la gran sorpresa de que el abuelo había
vuelto de Valencia y me estaba
esperando con un mecano que me había
comprado en la plaza de Castelar. Como
tardaba, se había hecho ya un puente
colgante con muchas varetas rojas y
verdes.
Me dieron de merendar y me puse a
jugar con el mecano, mientras el abuelo
explicaba a papá que en Valencia se
respiraba república por todas partes y
que en casa de Llavador había visto
bordar a las «chiquetas» una bandera
tricolor.
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