EN ESTE CAPÍTULO
ACABA LA HISTORIA DE
LAS VOCES EN RUIDERA,
CON ALGUNAS
REVELACIONES MUY
DOLOROSAS,
Y
MELANCÓLICO EPÍLOGO
EN UNA MAÑANA CASI
ESTIVAL
Toda la santa mañana se la
pasaron en el hotel esperando a la Gala,
a don Circunciso y al pescador. Pero a
las dos no había aparecido nadie. Plinio,
impaciente, llamó al Comisario Perales,
quien le aclaró que los viajeros no
podrían salir hasta media tarde, para
llegar a la hora de la cena
aproximadamente.
Después de comer se marcharon
definitivamente las Reinas, madre e hija.
Se despidieron con mucha ceremonia de
todos. Desde el taxi que vino a por
ellas, movían la mano como en las
películas.
Los de Tomelloso, quedaban como
únicos huéspedes del hotel. Un cielo
grisanto taponaba las ventanas y se
teníala sensación de que todo el mundo
había huido no por temor a las voces,
sino por no importarles absolutamente
nada.
Las mujeres de Plinio, aquella
mañana también empezaron a estar
desazonadas, pero ya no había más
remedio que esperar el rematín.
Hasta las nueve de la noche no
llegaron los viajeros de Madrid en el
Mini de don Circunciso. En la
semioscuridad donde aparcaron, vio
Plinio al enanillo salir del coche con la
cara muy mal terciada. Después
apareció el pescador que, al pisar tierra,
hizo una disimulada flexión gimnástica.
Por fin bajó la Gala vestida color café,
incluidos los pantalones y con la maleta
de mano. No traía el aire presumido de
otras veces. Plinio se adelantó a
saludarlos. A excepción del pescador
los otros le contestaron con desgana.
Los dueños del hotel aparecieron en
seguida con muchas cortesías para don
Circunciso. Las mujeres de Plinio, tras
las ventanas del hotel veían aquellas
salutaciones con curiosidad. Ya dentro,
los recién llegados pasaron ante ellas
sin mirarlas. Gala y el pescador
subieron a sus habitaciones
directamente. Don Circunciso se sentó
junto a su mesa de siempre y pidió un
whisky, pero sin tacos de jamón. Plinio
fue junto a él. Los demás se retiraron
discretamente.
—¿Estuvo usted allí, Manuel? —fue
lo primero que preguntó.
—Sí.
—¿Vio usted a mi «Vida»?
—Sí.
—¿Dónde está?
—Pegado a la casa. Bajo una
ventana.
—Yo quería haber llegado más
temprano para ir a enterrarlo.
—Mañana.
Se le notaba desmejorado. Más
pequeño que nunca, con los labios
pálidos y los ojos tristes. Bebía en
silencio, como pensando en algo que no
tenía que ver con Plinio, ni con Ruidera,
ni con la Gala… Tal vez sólo pensaba
en su «Vida», muerto en acto de
servicio.
—¿Qué pasó? —le preguntó Plinio
con timidez.
Don Circunciso lo miró con
extrañeza. Por fin hizo un esfuerzo:
—Nos acercamos a Villahermosa
siguiendo sus instrucciones.
Localizamos al mecánico. Este nos dijo
la casa de campo donde paraban los
argentinos y allá nos fuimos… La misma
casa que vieron ustedes desde lejos.
Plinio pensaba: De modo que a mí
tanto aconsejarme prudencia y ustedes
se meten en la boda del lobo sin más
tientos.
Don Circunciso que pareció recibir
el callado reproche, entornó los ojos y
apuntó con una leve sonrisa:
—Si llega usted a ser el primero que
va a la finca, ¿qué hubiera hecho,
Manuel?
Plinio se pasó la mano por la
barbilla, Joder qué tío más listo, pensó,
pero al fin salió con su buen natural:
—Poco más o menos lo que hago
siempre en casos así. Habría dejado el
coche disimulado y desde un lugar
oculto habría observado durante mucho
rato qué pasaba en la casa.
A don Circunciso se le salió una
sonriseja:
—Pues exactamente eso mismo
hicimos nosotros… Pero con la
diferencia de que ellos, a su vez, tenían
centinela disimulado a la entrada de la
finca o donde fuera, que nos contraminó
la maniobra. Lo cierto es que veinte
minutos después, según mi reloj,
desarmados y esposados, un tipo con
peluca y barba negra, nos llevaba en mi
propio coche camino de Cuenca. Detrás
venía otro coche, el famoso Seat 1500,
haciéndonos escolta. Cerca de Cuenca,
en medio de un pinar interminable, nos
dejaron, sin haber mediado palabra. Allí
pasamos el resto de la noche. Pues mi
coche lo dejaron abandonado mucho
más lejos.
—¿Y de los secuestrados, o lo que
fueran, qué pasó?
—No lo sé bien. La impresión que
tengo es de que todo está resuelto.
Aunque no me haga usted caso. Es una
suposición de Perales y nuestra. La
consigna es que no volvamos a
acordamos del caso.
—¿Pero es posible que Perales no
sepa lo que ha ocurrido de verdad?
—No me extrañaría. Todo ha sido
muy especial y sin duda llevado por
alguien de más arriba. Nosotros hemos
sido meros peones.
—También es raro que no haya
aparecido nada en los periódicos.
—De las cosas verdaderamente
graves la prensa no dice nada hasta que
son historia… Debía de haber mucho
interés en silenciar esto. De todas
formas todos le estamos muy
agradecidos, Manuel.
—Yo no he hecho nada…
Nunca había visto al enanillo tan
sumiso. Diríase que desde que murió su
perro no era nadie. Perdió aquella
soberbia cicutrina que tenía en los
tiempos prósperos.
—¿Cuándo se marchan?
—Mañana así que enterremos al
«Vida». ¿Quiere usted algo?
—No sé… Veremos a ver qué dice
esta Gala.
—Es una prostituta vulgar y
corriente —dijo con gesto de
repugnancia.
—¿Le ha preguntado usted algo?
—No, Manuel, eso es cosa suya.
Don José avisó que podían cenar.
Plinio decidió subir antes al cuarto
de la Gala. Llamó con los nudillos.
Abrió ella con cara compungida.
—Si quiere usted cenar —le dijo
señalando la cena ser vida sobre la
mesa del cuarto.
—Acabe, acabe. Yo voy a hacer lo
mismo y después subo a charlar un rato.
—Sí señor.
Quién te conoció ciruelo y te ve
guindo, se dijo Plinio recordando a la
Gala pimpante de los pantalones
blancos.
Don Circunciso y el pescador
cenaban juntos. Ya no importaba que se
conociese su relación. En la otra mesa
ocupada, estaban Plinio y los suyos. El
resto del comedor era un desierto de
manteles. Los camareros, con los brazos
cruzados, miraban desde los rincones.
El cocinero, de vez en cuando, asomaba
por el torno su cara lastimosa. Desde las
ventanas del comedor se veía la laguna
con alternativos clariones.
Apenas tomaron café las mujeres se
aplicaron a la televisión, don Lotario se
sumo a los de Madrid, y Plinio subió a
la habitación de la Gala. Esta le abrió
muy envuelta en una bata color verde
claro, y su último semblante de
muchísimo respeto. Le ofreció la única
silla que había y ella se sentó sobre la
cama. A veces se le entreabría un poco
la bata, y dejaba a la luz aquellas dos
piernas tan bien pensadas que tenía.
Pero con pudicia propia de
interrogatorio, en seguida corregía la
descubierta.
Plinio, echando hacia atrás el
asiento y mirándola fijamente, aguardó
unos segundos sin decir nada. Ella,
parpadeaba y se acariciaba las manos
puestas sobre el halda. Por fin rompió el
guardia con excusas:
—Perdone usted la molestia de
obligarle a venir a Ruidera otra vez,
pero era imprescindible hacerle unas
preguntas a ver si nos aclaramos.
La Gala, con la boca muy apretada,
se limitó a asentir.
—Vamos a ver. ¿Usted oyó alguna
noche esas voces que suelen dar a las
doce?
—Sí… Desde aquí se oía algo.
—¿Y no sentía usted curiosidad por
oírlas mejor, por saber lo que pasaba?
—Nunca les di importancia.
—¿Qué solía usted hacer a esa hora?
—Normalmente, cenaba en mi
habitación y me quedaba leyendo. No
me apetecía estar sola en el comedor.
—¿Por qué se marchó usted tan
repentinamente?
—Me cansé de estar aquí —dijo sin
inmutarse.
—¿Se cansó, así de pronto?
—Sí.
Cada vez sus contestaciones eran
más tensas.
—¿Cómo se hizo esas heridas? —la
interrumpió señalando las cicatrices
todavía visibles.
—Me escurrí al subir las escaleras.
—¿Al subir las escaleras… o al
subir por la ventana?
—¿Por la ventana?
—¿De dónde venía usted a las dos
de la madrugada la última noche que
pasó aquí?
—¿Yo? Usted está confundido.
—No, varias noches la oí entrar por
la ventana a esa hora… Exactamente las
noches que había voces —añadió con
enorme severidad.
—No señor. Sería otra persona y por
otro lado. Yo jamás salí del hotel de
noche.
—¿Qué profesión tiene usted?
—Si ya la sabe. ¿Por qué me lo
pregunta?
—Quiero saber exactamente lo que
usted hacía aquí. Las mujeres como
usted para descansar se van a otros
sitios más amenos.
—Cada una es cada una. Usted y
todos los huéspedes del hotel conocían
mi vida aquí.
—Naturalmente, incluidas sus
salidas por la ventana las noches que
había voces.
—Cada uno se gana la vida como
puede, Manuel. Creo que a usted le
llaman Manuel. No todos tuvimos la
suerte de nacer de padres que se
cuidaran de nosotros como si fuésemos
perlas. De padres que nos educasen y
hasta nos diesen una profesión bonita
para si te quedabas soltera vivir como
una señorita… Usted no sabe que para
mucha gente tener hijos es como una
condena, que por todos los medios están
deseando quitarse de en medio.
Hablaba y hablaba ahora con los
ojos muy fijos en el suelo, como si de
pronto le hubiesen dado cuerda o mejor
como si hablase otra por ella; otra que
llevaba dentro y que hasta entonces
permaneció callada. Se le había vuelto a
abrir un poco la bata y Plinio podía
verle la pierna hasta un poco más arriba
de la rodilla… La primera vez que se la
vio no reparó tanto y le pareció
corriente, e incluso una buena pierna.
Pero ahora cambiaban mucho las cosas.
Ahora se apreciaba que la pantorrilla
resultaba demasiado delgada en
comparación con el muslo y sobre todo,
y ello es muy importante, que la tibia y
el peroné se le curvaban un poco hacia
afuera a manera de horcate… No tanto
que se apreciase con los pantalones
puestos, pero sí lo suficiente para que
vista al natural y directamente, el cuerpo
de la Gala perdiese mucho encanto. Otra
cosa que contribuía a la decepción de
Plinio era la forma de la rótula. No era
redondita, graciosa y tapizada de carne,
sino alargada, como un gran parche
ovalado y apreciándose mucho el juego
de los huesos. Parecía una rótula
fabricada para una tibia y un peroné de
superior formato —no era ese el caso
del fémur—. De suerte que se hacía muy
ostensible sobre los huesos más débiles,
un poco alabeados, que bajaban hasta el
tobillo, también demasiado delgado
sobre sus pies de medida normal.
—Mi madre nunca me quiso más que
a cualquiera otra persona de la
vecindad. Me daba de comer si tenía de
sobra, y si no se quedaba tan tranquila.
Ni se le pasó por la imaginación
mandarme al colegio… y cuanto más
tiempo estaba yo en la calle más
contenta. Ni me preguntaba de dónde
venía, con quién había estado o si había
hecho esto o lo de más allá. El día que
le dije que me marchaba de casa se
quedó tan fresca como si le hubiera
dicho que estaba con el período… Y a
ver si usted me entiende: esta
indiferencia no era porque su cariño me
lo robase otra u otro (que yo era hija
única), es que era así.
Seguía hablando, con gestos muy
expresivos, pero, ya digo, como si se
hablase a sí misma, como si se diese
explicaciones, mirando mucho a la
colcha de la cama como si expusiese
unos pensamientos que acababa de
encontrar en su pensadero. Otra cosa
que notó Plinio es que debía tener las
piernas bastante peludas. Ahora estaban
afeitadas, pero el vello comenzaba a
apuntar, formando unos granitos
lupascópicos, que naturalmente en pocos
días acabarían por tapizarle las piernas
delgaditas y curvadas con una selva de
vello negrísimo.
—Y a mi padre no le importaba ni
mi madre ni yo. No sé cómo dieron en
juntarse dos seres tan iguales. Yo creo
que sólo la quería para acostarse con
ella y para que le hiciese la comida.
Para todo lo demás ni nos miraba a
ninguna de las dos. Hablaba lo que le
venía en gana, pero mirando al plato o al
suelo, como si estuviese cansadísimo de
vernos. (Exactamente como en este
momento le estaba la Gala hablando a
él sin reparar en su presencia y con los
ojos obstinadamente fijados en la
colcha blanca a la que algunas veces
tiraba unos pellizquitos, más o menos
profundos, según fuera la intensidad de
su razonamiento).
Calló un rato corto que lo pasó
pellizcando la colcha y con las cejas
muy juntas y de pronto, como si hubiera
adivinado los pensamientos de Plinio,
siguió:
—Y es que, como decía un señor
que yo conocía, lo peor de tener unos
padres avaros no es sufrir sus avaricias,
sino que luego sale uno tan avaro como
ellos… Por eso, aunque yo comprendo
que mi padre y mi madre eran así, y que
la cosa no es de gusto, sé muy bien que
soy igualito que ellos, y que de verdad
de verdad hasta ahora no me ha
importado nadie en el mundo, ni siquiera
yo misma. Como me oye, Manuel. Yo no
he querido nunca a nadie ni creo que me
quiero a mí misma, por la sencilla razón
de que me noto, de que no sé que estoy
conmigo, de que me parece que yo soy
otra de la que veo u oigo… De verdad,
señor, que yo no siento ni padezco…
También hay mucha gente que cree que
yo soy muy vergonzosa. Fíjese,
vergonzosa yo con este oficio. Y yo de
verdad que no sé lo que es la vergüenza
ni el pudor, ni el coqueteo, porque yo no
deseo a nadie, hasta que llega el
momento… usted me entiende. Pero el
mismísimo momento.
Y ahora había separado un poco los
muslos, morenos, claros, bien formados
y sin el menor asomo de vello como las
pantorrillas. Y había separado un poco
los muslos al medio tumbarse en la
cama, como si le doliese algo un
costado… Ah, y cuando dijo que ella no
deseaba a nadie hasta que llegaba «el
preciso momento, usted me entiende»,
empezó a reírse sola, enseñando mucho
los dientes blanquísimos. Era una risa
de autoburla y de burla del prójimo,
pero que dejaba ver cómo en el colmillo
superior derecho tenía una pequeña
carie «pegadita» —como habría dicho
ella— a la encía. Pequeña carie, que,
como ocurría con las piernas respecto a
los muslos, rompía la armonía de
aquella dentadura tan blanca, tan bien
ensalivada y con aquel revoloteo de
lengua al reír. (La lengua esa tan
caliente y ensalivada sí que está
apetitosa moviéndose sola en la jaula
de la boca…).
—Pero si es verdad que no he
querido nunca a nadie, también lo es que
nunca hice mal. Ni quise ni odié. Ni hice
bien ni mal. Me dedico a ganarme la
vida con el único oficio que aprendí,
que por otra parte me parece la
profesión más cómoda para una que no
siente ni padece como yo… Y yo tengo
el oficio muy bien aprendido, porque me
lo enseñó la Charo, que era muy perita y
todo le importaba un huevo como a mí.
Por eso cuando quiero se me olvida el
que tengo encima o me aprovecho sólo
en el momento que me apetece. Porque
yo, cuando me pongo a pensar en mis
cosas, y eso creo que era lo que le
pasaba a mi madre y a lo mejor a mi
padre, no me entero de nada de lo que
tengo alrededor, aunque sea un orangután
comiéndome el halda.
Ahora ya se había tumbado del todo
en la cama con la cabeza apoyada en el
piecero y miraba hacia arriba, a Plinio,
sonriendo, con simulada cachondería.
En aquella postura de cara arriba y
pecho arriba, las mamas se le echaban
un poco hacia la cara y quedaba muy
patente la canal maestra. Así tumbada
boca arriba, en un plano más bajo que el
de Plinio, viniéndole los pechos a la
barbilla y con el despatarre mal tapado
por la bata, se le veía más parte de los
muslos y de la braga negra, aunque todo
se descomponía al llegar a aquellos
pedruscos de las rodillas, que ahora
bien destapadas, mostraban sus curvas
con mayor dibujo y deformación. Y
sobre todo, por la luz tan directa que les
daba de la lámpara del techo, se notaba
más el punto azulenco de los cabellos
que iban a surtir. También, al verla
hablar y sobre todo reír puesta así boca
arriba, parecía que aquella boca, a pesar
de dientes tan blancos, sólo era agujero
destinado a cosas muy practicas.
—Todo eso está muy bien señorita
Gala, pero nada me aclara de sus salidas
por la ventana las noches que tocaban
voces.
Ella empezó ahora a reír
estrepitosamente sin cambiar de postura
y llevándose las manos a la boca. Con la
congestión de la risa se le notaban más
las pequeñas cicatrices de la cara y
aquella otra que tenía en la mitad de la
pierna derecha.
—Le aseguro a usted, don Manuel,
que yo no era la que voceaba, entre otras
cosas porque soy mujer y las voces,
según oí, eran de hombre… Y además,
que no sé por qué se toma tan en serio
esas bobadas un hombre tan hecho como
usted.
Plinio, bastante molesto por la risa,
se puso de pie y con aire severo le dijo:
—Señorita Gala, me preocupan esas
voces, porque después de usted
marcharse a Madrid, de otra noche de
voces, apareció una chica de dieciocho
años ahogá en la laguna… con unas
heridas muy parecidas a las que usted
tiene.
—No… —dijo muy impresionada,
sentándose en la cama y envolviéndose
bien en la bata como si de pronto le
llegase toda la vergüenza del mundo.
—Sí.
—Qué barbaridad.
—Sólo le pido que nos ayude.
Piénselo bien. Hasta mañana tiene
tiempo. De lo contrario mañana nos
iremos todos… los turistas, y me temo
que la muerte de esa pobre niña quede
sin aclarar… Esa y las que puedan
suceder después.
Plinio quedó todavía mirándola unos
segundos. Pero ella, con la cara apoyada
en las manos, parecía alejada, pensando
en sus cosas, como su padre y su madre.
—En fin, lo dicho —volvió a
decirle Plinio haciéndose el remolón.
De pronto sonó como si hubieran
tirado un puñado de tierra sobre los
cristales de la ventana.
La Gala miró hacia allá sorprendida,
pero en seguida empezó a reír
muchísimo y con aire infantil dándose
manotadas en los muslos, que al abrir
las piernas de pronto, otra vez se había
dejado al descubierto.
—¿Qué ha sido eso? ¿Qué le pasa?
—Por favor, Manuel, márchese que
creo que tengo muy cerca la solución.
Márchese pero no salga a vigilar, ni se
haga el listo apostándose por ahí en el
pasillo.
Espere en el bar. Ya recibirá
aviso en el momento oportuno. Entonces
suba acompañado.
Como un trallazo, más fuerte,
volvieron a tirar otro puñado de arena
sobre los cristales.
—Salga.
La Gala, alargando la mano al
interruptor, apagó y encendió la luz dos
veces.
Plinio, con gesto muy de reflexión,
los ojos guiñados, y los movimientos
lentos, salió, y fue por el pasillo y las
escaleras camino del bar.
Sentados alrededor de la mesa,
charlaban en amor y compaña, don
Circunciso, el pescador, don Lotario y
los dueños del hotel. En la barra, el
mozo lírico, hacía un leve solo de
silbato a un jilguero, cuya jaula alguien
había dejado sobre el mostrador.
Todos miraron al jefe.
—¿Qué pasa, Manuel? —le preguntó
don Lotario.
—Pues no lo sé… Ha quedado la
cosa muy interesante. Según parece
dentro de un ratillo todo estará claro.
Don Circunciso, el puro entre los
dientes y la mano en la mejilla, se avivó
al oír a Plinio, que en pocas palabras
explicó lo ocurrido arriba.
—¿Y qué piensas que va a ocurrir?
—Vamos a ver…
El de la barra, olvidado de la jaula
por un momento, se acercó a escuchar a
Plinio, pero no tuvo ocasión.
—¿Y de qué hablaban ustedes? —
les preguntó el guardia por cambiar de
tema.
—Nos contaba don Circunciso de lo
que tuvieron que pelear para encontrar a
la Gala en Madrid.
—Y ella, aquí en Ruidera conoce
gente —le cortó don Circunciso a don
Lotario.
—¿Ah sí?
—Esta tarde, cuando pinchamos al
llegar a Entrelagos y nos bajamos a
cambiar la rueda, salía de allí un grupito
de personas y tres o cuatro de ellas se
acercaron a saludarla…
—A lo mejor es que hacía por aquí
su negociete (Lotario).
—¿Y a usted qué tipo de mujer le
parece, Circunciso?
—No me he preocupado, Manuel…
Pero me da la sensación de un poco
descarriada mental como todas las
prostitutas. El hetairismo siempre es
signo de desequilibrio mental añadió
con aire suficiente.
—¿Y no de deficiencia?
—No, don Lotario, de inestabilidad.
—¿Cuál cree usted que puede ser la
señal para que subamos, Manuel?
Plinio hizo un mimo de ignorancia
alzando los hombros.
Doña Josefa, movida por una
intuición, según confesó luego, miró su
reloj y dijo con voz ceremonial:
—Van a ser las doce.
Todos se miraron entre sí. Luego
cada cual consultó su reloj. Los cigarros
quedaron en suspenso. Tan grande era el
silencio, que sólo se oía el rozar de las
alas del jilguero cuando saltaba en la
jaula. El pescador, con la boca apretada
y los ojos entornados como si esperase
oír un cañonazo.
—Ahora son las doce en punto —
aclaró doña Josefa.
—Sí.
—¿Y qué?
—Vamos a ver.
—¡Aaaaaaaaaah! ¡Aaaaaaah!
Sonó dos veces seguidísimas el
grito. Más próximo y fuerte que nunca.
—Ahí está la señal. Vamos —gritó
Plinio saliendo disparado hacia el
pasillo donde estaban las habitaciones
bajas del hotel. Todos le seguían. Don
Lotario a su lado y el último Circunciso.
Apenas entraron en el pasillo
encontraron a la mujer y a la hija de
Plinio que en camisón y con la cara
descompuesta venían hacia el bar.
—Manuel ha sido ahí. Ahí mismo,
en la habitación de al lado, en la de la
rubia.
—Ay, que susto, padre —decía
Alfonsa cortándole el camino.
—Deja, deja, sí ya sé.
—Ay Señor, ay Señor, qué miedo.
La puerta del cuarto de Gala estaba
cerrada con llave.
Plinio empezó a forcejear.
—¡Abre! ¡Abre! —gritaba.
No contestaba nadie. Empezó a dar
empujones contra la puerta. Pero no
cedía. Eran puertas modernas, pero de
madera recia. El pescador se puso de
acuerdo con Plinio para empujar, pero
no había modo.
—Nada, que no hay manera.
—Espere, esperen, que tengo yo por
aquí la llave maestra —dijo doña Josefa
buscándose en el bolsillo.
—Eso de que las puertas se abren de
un empujón, no ocurre más que en las
películas —comentaba don Circunciso
con tono muy frío.
Doña Jose€a no se atrevió a abrir y
cedió la llave a su marido.
—Anda, abre tú.
Las mujeres de Plinio con los brazos
cruzados sobre el pecho y descalzas
parecían las más asustadas.
Por fin abrió don José la puerta.
Estaba la luz apagada y la ventana
abierta. Alguien se quejaba.
—¿Dónde está la luz?
Encendió doña Josefa.
En la cama no había nadie. Pero al
otro lado, encajada entre la mesilla y el
larguero estaba la Gala, completamente
desnuda, con los ojos cerrados y
sangrando por la boca. Respiraba con
gran esfuerzo. Tiraron de ella
suavemente para subirla a la cama y dio
un grito.
—Debe de ser la pierna. Cuidado —
dijo don Lotario.
La depositaron sobre la cama. Doña
Jose€a iba a cubrirla con la sábana,
pero don Lotario le palpó con tiento la
pierna derecha. Ella volvió a gritar.
—Se la ha roto, me parece.
Luego encendió el mechero y se lo
aproximó a la boca.
—La sangre parece de los labios y
dientes. Debe de haberla golpeado sin
más.
Por fin doña Josefa consiguió
taparla.
«¡Estaba como la parió su madre!»,
comentaría luego la Gregoria en el
pueblo.
Tenía un ojo amoratado. Don Lotario
le tomaba el pulso. Por fin ella movió la
cabeza como si se despabilase y
entreabrió el ojo sano… y habló en tono
bajo.
—A ver, a ver qué dice.
—En los chalets de la San Pedra,
Manuel… Se llama García López…
Por la ventana abierta de par en par,
vieron en aquel momento, unos
doscientos metros más allá del hotel,
que un coche arrancaba a toda
velocidad, pero en dirección al pueblo.
—Vamos todos —ordenó Plinio—.
Quedaos vosotras y don José con ella…
Vamos en los dos coches, ¿le parece don
Circunciso?
—De acuerdo Manuel. Vamos.
—¿Hacia dónde vamos? ¿Detrás del
coche?
—No, a los chalets de la San Pedra.
Mientras marchaban, Plinio con la
linterna examinaba la lista de
propietarios de chalets de la San Pedra
que le dejó el constructor junto a un
pequeño plano.
Las cigarras cantaban con frenesí
obsesivo. En Ruipérez sólo se veía
encendida una luz alta. El Mini de don
Circunciso venía detrás respetando
todas las iniciativas de don Lotario.
—Creo que sé cuál es poco más o
menos.
Eusebio, el pescador, junto a don
Circunciso, con la gorra visera bien
calada miraba con ahínco a la carretera.
Una vez dijo de él Plinio a don
Lotario:
—Es un hombre muy raro don
Eusebio el pescador.
—Sí… parece ausente de todo. Una
especie de autómata.
—Pero no debe de ser tonto.
—No, no lo parece, pero sí hombre
poco imaginativo.
Llegaron a los chalets que están
junto a la laguna San Pedra. Sólo uno
estaba con las ventanas encendidas.
Plinio volvió a consultar el plano con la
linterna.
—Pues yo creo que ese que está
encendido es el que buscamos.
Se bajaron del coche y quedaron
sorprendidos al ver que don Eusebio
traía a don Circunciso de la mano, como
si fuera un escolar. Cuando llegaron
junto a ellos siguieron igual, sin
soltarse. Será que le da miedo la noche
o que teme tropezar. Lo cierto es que
don Circunciso tenía gesto de un poco
entregado. Tal vez era la manera de
suplir el perro, de tener ayuda.
Ya a muy pocos pasos del chalet de
los García López notaron que había
alguien ante la puerta. Plinio le enfocó
la linterna. Era una señora mayor. La
que había visto algunas veces de paseo y
acompañada de un joven alto y rubio.
La señora, al sentirse enfocada, con
los ojos entornados, sonrió tímidamente.
—Buenas noches… —dijo Plinio
por decir algo.
—Buenas noches traigan ustedes…
—¿Esta es la casa de los señores
García López?
—Sí… Yo soy la señora García
López. Mi marido murió.
—Queríamos hablar con usted.
—No faltaba más. Pasen.
Encendió la luz del portal. Entraron
todos. Don Circunciso por fin se soltó
de la mano de Eusebio el pescador. La
señora quedó mirando con mezcla de
curiosidad y ternura al enanillo. Don
Circunciso, sin darse por mirado,
encendió tan arrechante el medio puro
que traía apagado entre los labios.
Pasaron a un salón grande, muy bien
puesto, con muchos libros
encuadernados, chimenea, dos tresillos,
alfombras persas y varios cuadros de
paisajes nórdicos. La señora les ofreció
asiento. Y sin decir nada fue hacia un
bar que había en un rincón, tomó una
bandeja cargada de vasos y una botella
de whisky y otra de aguardiente y les
ofreció sonriendo con gesto muy
bonancible y casi infantil. Tenía la
señora los tobillos muy hinchados y la
artritis le deformaba los huesos de la
mano. Aparentaba unos setenta años y
ponía cara como de tenerse lástima a sí
misma. Todavía le quedaba el rescoldo
de unos ojos clarísimos. Se movía con
ritmo muy lento, pero con seguridad,
sabiendo lo que hacía. Cuando todos
tuvieron su copa, se sentó en uno de los
sillones sin dejar de mirar con gesto
maternal a don Circunciso.
Plinio ofreció «caldos» a don
Lotario y al pescador. Este hacía
verdaderos equilibrios para liar sin que
se le cayera el tabaco. Don Circunciso,
ya seguro con el whisky en la mano,
sonreía.
—¿Con quién vive usted aquí,
señora?
—… Con mi hijo.
—¿Dónde está?
—No sé…
Y sonrió con gesto triste.
—No sé… Tenía que ocurrir. Estaba
segura. ¿Ustedes son de la policía,
verdad? ¿Usted también? —añadió
mirando de nuevo a don Circunciso.
—… Tenía que ocurrir y es natural.
A los hijos los dominamos durante los
primeros años, pero al fin se nos
escapan totalmente. Se hacen otros seres
distintos a nosotros… Sabía
perfectamente que todo ocurriría así. Y
estaba resignada. Digamos que tenía la
resignación almacenada… Una dolorosa
resignación. Cuántas veces he temido
que llegara una noche como esta. Una
noche que vendrían a buscarlo y yo no
tendría más remedio que explicar todo
lo que pasa… Es mi hijo y estoy en mi
derecho moral de no decir nada que le
perjudique. Pero es inútil. Yo hasta
ahora no he estado preservando a un hijo
que obraba mal, sino a un enfermo…
Hasta ahora, durante años, pude
arreglarlo todo, facilitándoselo todo y
consiguiendo que no pasara a mayores.
Para ello empleé mucha habilidad y
sacrificio. Pero ya es imposible…
Compré esta casita, pensando que en el
campo se apaciguaría… y todo sería
más fácil. Incluso me traje una prostituta
de Madrid para que lo atendiese
regularmente… Pero no sé qué le
ocurrió al llegar a estos parajes, a este
campo, que a la hora de hacer el amor,
le dio por vocear, por vocear en el
momento del espasmo. Vocear de
manera parecida a como oyó en una
película de terror que vimos poco antes
de venirnos de Madrid. No lo había
hecho nunca… Siempre, al terminar,
quedaba traspuesto, con un sudor frío en
la frente, pero callado.
Los que escuchaban se miraron entre
sí. Don Circunciso de un tragazo
consumió el whisky que le quedaba.
La señora ahora hablaba como en un
monólogo onírico.
—Antes, de lo único que tenía que
cuidarme era de tenerle una mujer
preparada cada dos noches… Con
dinero eso es muy fácil, ustedes lo
saben, porque si a las cuarenta y ocho
horas no tenía mujer atacaba ferozmente
a la que fuese. Pero últimamente, ¿qué
pasa Dios mío?, necesita vocear. No se
pueden ustedes imaginar. Es como un
estremecimiento epiléptico acompañado
de una voz desgarradora, como si se le
rompiese algo en su interior, como si
alguien en ese instante le agarrase el
cuello para estrangularlo. Y se pone las
manos en los ojos como si viera algo
espantoso… Ya habrán ustedes
apreciado que el grito no es
precisamente patético, sino más bien
sensual. Sin embargo, la cara que pone
al gritar y la manera como se la tapa
después, da la impresión de que sufre
muchísimo. O de que ve algo espantoso.
La señora calló un momento. Plinio
bebió un trago de chinchón con agua.
Don Lotario miraba al Jefe de reojo. El
más impertérrito era el pescador, aunque
tenía la boca un poco entreabierta,
posición esta muy poco frecuente en la
figura de su rostro.
—¿Entonces usted lo ha visto de
cerca cuando…?
Ella bajó los ojos y se miró ambas
manos.
—Alguna vez.
—¿Cuándo empezó así?
—Hace siete u ocho años. Primero
comenzó a meterse con las criadas.
Como eso creaba muchos disgustos,
empecé a pagar chicas que viniesen a
casa cada dos noches… No podía
dejarlo salir solo. Claro que alguna
noche se me escapaba. Sobre todo si se
retrasaba la alquilada o por cualquier
cosa no venía.
—Usted sabe que ayer desapareció
una señorita y que hoy se ha encontrado
ahogada con heridas y contusiones.
—Sí… me he enterado esta mañana.
—¿A cuántas ha matado más?
—Ninguna, de verdad. Últimamente
está muy agresivo. Ya no espera
cuarenta y ocho horas. Quiere amar
todas las noches, a todas horas… Es
terrible. Parece que le pegó a Gala. Y
como ella ofendida se fue a Madrid, él
salió con el coche. Por la manera que
tuvo de arrancar aquella noche me di
cuenta de que iba en busca de otra, la
que fuere.
—¿Y por qué la tiró a la laguna?
—Le haría frente. Eso no puede
hacerse con él. Hay que entregarse…
Cuando hoy vi que volvía Gala con
ustedes —dijo mirando a don
Circunciso— me temí lo que iba a pasar,
lo que está pasando… Se llevó una gran
impresión al verla. Se me escapó al
primer descuido. Y yo estaba segura que
ustedes la traían de cebo… Yo no puedo
hacer nada. Me doy resignadamente por
vencida. Digo resignadamente porque sé
que no lo pueden juzgar como a un ser
normal. No tienen más remedio que
llevarlo a un sanatorio donde yo pueda
estar con él y orientar la manera de
tratarlo y satisfacerlo… No sé por qué
nació así. Vaya usted a saber. Ni en mi
familia ni en la de su padre hubo
anormales… Bueno hubo un hermano de
mi marido, que en la guerra asesinó a
cien personas.
Don Circunciso se echó el vaso
entero al coleto, al oír aquello, pero con
tanto ímpetu que empezó a toser. Don
Eusebio le dio manotadillas en la
espalda. De pronto todo tomó un aire
más patético todavía. La señora empezó
a llorar con unos ahogos secos y
aparatosos a la vez que se daba puñadas
en la cabeza con gran furia. Parecía
como si la dulzura de hasta entonces
hubiera sido forzada. Don Lotario fue el
primero en reaccionar. Intentó frenarle
los golpes, hasta que por fin cogió la
vasija con los cubitos de hielo, y se lo
echó todo en la cabeza. Le cayeron
algunos cubitos por la espalda y el
escote.
Durante un largo rato todos callaron.
La señora, con gesto adusto más que
triste, miraba el rescoldo de la
chimenea. Don Circunciso, procurando
no hacer ruido, se levantó y se sirvió
otro whisky con mucha agua. Sin
sentarse, junto a la bandeja con ruedas,
se bebió un trago larguísimo. Plinio, con
mucha calma, una vez superada la
sorpresa, empezó a liar otro «caldo».
Por fin le preguntó:
—¿Dónde estará ahora su hijo,
señora?
—No sé —dijo volviendo a
endulzar el gesto poco a poco y con voz
amable— pero vendrá aquí… Antes de
las tres vendrá como sea. Es superior a
sus fuerzas el pasar las noches fuera de
casa
—¿Y por qué su hora del amor suele
ser la misma, las doce en punto?
—… No lo sé. Eso le ocurre desde
el primer día. Al final de la jornada
siente ese deseo… o lo que sea, de
manera irrefrenable.
—¿Y por qué no se traía Gala a casa
y lo hacía en medio del campo o en el
mismo hotel?
—Yo siempre le decía que se la
trajese y él me lo prometía. Pero es tan
impaciente… o porque esperaba las
doce… Yo que sé. Es mi hijo y no sé del
todo bien lo que le pasa. El primer
escándalo que dio fue hace cinco años
con una cieguecita que vendía los
cupones en una esquina. Salió solo con
el perro que teníamos entonces y fíjese,
aunque era sólo media tarde, le dio el
arrebato y quiso violarla… Fue un
escándalo horrible. A partir de entonces
tuve que empezar a cuidarme seriamente
de él en este aspecto.
—¿Fue al colegio? —le preguntó
don Lotario tímidamente.
—No… siempre le tuve profesores
particulares.
—¿Y su padre le faltó hace mucho?
—Sí… veinte años hará ahora.
La señora se levantó y volvió a
echar leña en la chimenea.
—No debe tardar en venir. Son
cerca de las tres.
Tenía otra vez cara de cansada.
Mejor, de entregada. Había en todas sus
actitudes y palabras una forzada
serenidad, mejor, una resignación casi
beatífica. El mismo tono de sus palabras
era añorante, como referido a un
capítulo ya transitado de su vida.
El reflejo de las llamas avivadas
luciernagueaba en los rostros
adormecidos de todos.
Aquella espera tan relajada, era lo
más opuesta al final de un caso
policíaco. Todo estaba resuelto, o al
menos parecía resuelto con un largo
maestoso. Era como esperar con
paciencia el final de una agonía.
A pesar de su aparente tranquilidad,
cuando el silencio se prolongaba un
poco, a la señora García López se le
escurría una lágrima que se enjugaba
pausadamente.
—… Aparte de estas cosas es un
alma de Dios —dijo como para sí—.
Cuando no siente deseos de mujer, es
como un niño. Lee libros infantiles,
juega solo o se pasa horas y horas ante
la televisión. Todos los días, cuando
salimos de paseo la gente lo mira con
agrado. Tiene tan buen tipo, es tan dulce
su gesto, y ese aire distraído, de sabio,
que a todo el mundo le cae bien…
Cuando lo lleven al sanatorio me
internaré con él para poderlo atender y
tenerle a punto las mujeres que necesite.
Si le faltasen enloquecería… Quiero
decir que estaría anormal todo el
tiempo. ¿En qué mejor cosa puedo
emplear lo que me quede de vida?
Calló. Ahora se miraba los rodales
mojados que todavía le quedaban sobre
la bata.
—¿Y qué hace por ahí a estas horas?
(Plinio).
—Siempre… después, le gusta
correr en el coche. Algunas veces se va
hasta el Hundimiento, allá a la entrada
del pueblo, porque le gusta oír el ruido
de las cascadas… Más de las tres no
aguanta por ahí, ya verán.
El pescador se levantó con aire de
sueño y se sirvió otra copa de Chinchón.
Antes de sentarse, según solía, hizo un
disimulado ademán gimnástico.
Se oyó que abrían la puerta del
chalet cautelosamente.
—Cuidado, ya está ahí. Por favor, no
le digan nada. Yo lo arreglaré todo.
Unos pasos suaves en el pasillo. La
madre salió a su encuentro. Durante unos
minutos estuvo con él. O no hablaban o
lo hacían en voz baja. Por fin se les oyó
aproximarse:
—Luis, por favor, pasa que hay aquí
unos señores que quieren verte.
Apareció en la puerta del brazo de
su madre. La pobre señora tenía ahora el
gesto más triste de toda la noche. El
mozo, tan alto y rubio, con gesto de niño
un poco enfadado, hacía a los visitantes
unas reverencias muy cortesanas, desde
lejos.
—Anda hijo, siéntate —le ofreció la
madre un sitio en el sofá que ella estaba.
Luis se sentó, miró fijamente y con
cierto orden a todos los que allí estaban
y de pronto, como si le diese vergüenza,
tomó una revista que desde lejos parecía
infantil y empezó, con obstinación, a
simular que leía… Era de tan buen
parecer, que sólo se le notaba su
anormalidad en la manera de fruncir el
entrecejo, de mirar entre tímido y
desconfiado.
—¿Podría hacerle algunas
preguntas? (Plinio).
—Es inútil, señor. Pruebe y verá.
—¿Cuál es su nombre?
—Luis —dijo la madre en voz baja.
—Óigame, don Luis.
Levantó los ojos de la lectura, pero
en seguida volvió a ella.
—Óigame, don Luis. ¿Cuántos años
tiene usted?
Lo miró de reojo nuevamente y no
contestó.
—Anda, hijo, dile a este señor
cuántos años tienes, no seas así.
—Veintisiete —dijo casi
bisbiseando y sin mirarlo.
Plinio hizo una señal a la señora
para que fuese junto a él a un rincón.
La mujer fue a donde estaba el Jefe.
El hijo volvió a levantar los ojos un
momento al ver la maniobra.
—Señora, mi deber es comunicar en
seguida a la Guardia Civil que hemos
localizado al presunto autor de la muerte
de la señorita Solita… Ellos son los que
llevan este caso. Si usted me lo permite
voy a utilizar el teléfono.
—¿Y van a venir ahora?
—Claro
—Que esperen a mañana… si
nosotros no nos vamos.
—Que ellos dispongan.
—Está bien… El teléfono está allí
dentro.
Y volvió con cara compungida a su
sofá.
—¿Por dónde estuvo usted
paseando? —le preguntó don Circunciso
con su voz ronquilla e infantil.
Luis levantó los ojos hacia el
enanillo, y quedó unos segundos
mirándolo con curiosidad, sorprendido.
Pero en seguida volvió a su lectura.
—Luis, por favor, te pregunta este
señor que por dónde estuviste paseando.
Se encogió de hombros y aproximó
más la revista a la cara.
—Si es inútil.
—Yo creo, señora, que sería mejor
que nos dejase a solas con él
(Circunciso).
—Como quieran, pero…
—Sí, vamos a probar —insistió el
enanillo poniéndose de pie y avanzando
hacia el mozo con cierta arrogancia.
La señora García López marchó
hacia la escalera.
—Marche, marche por favor.
Subió lentamente. Los escalones de
madera crujían bajo sus pies. Luis
levantó los ojos de la revista hacia ella,
con cara de no saber lo que ocurría. La
señora había vuelto a detenerse.
—Desaparezca, por favor.
Luis se puso de pie y dejó caer la
revista al suelo.
—Vamos don Luis, queremos
hacerle unas preguntas.
Luis miraba a don Circunciso desde
su altura con gesto irresoluto.
—Siéntese, por favor —y le apoyó
las manos en los brazos para obligarle a
sentarse.
Pero Luis permaneció de pie.
—Vamos a ver. ¿Dónde estuvo usted
de paseo esta noche? —le preguntó con
energía.
En aquel momento entró Plinio. Al
ver la escena, quedó parado junto a la
puerta.
—Haga el favor de contestar. ¿Con
quién estuvo?
Ahora Luis miró a todos, con cara de
temor, de hallarse acorralado. Y por fin,
con pasos cautelosos y las manos un
poco alzadas, como si temiera que
fueran a atacarle, avanzó hacia la
escalera. Apenas pisó el primer escalón,
la subió corriendo.
Don Circunciso miró a Plinio con
cara de resignación.
—No hay nada que hacer. ¿Habló
usted con la Guardia Civil?
—Me ha dicho el sargento que no
nos movamos de aquí hasta que ellos
lleguen. Márchense ustedes si quieren y
aguardo yo con don Lotario.
A don Eusebio, el pescador, pareció
gustarle la idea, pero como don
Circunciso hizo un gesto de indiferencia
y fue hacia su sillón, el pescador, con
resignación, volvió a poner la cara entre
las manos.
Plinio también se sentó en el sillón
que antes ocupaba la señora. Don
Circunciso se dedicó a husmear entre
los libros y revistas que había por allí.
Don Lotario se sirvió otra copa de
anisado y ofreció a Plinio. Este la tomó
con cara de cómica resignacion.
—Todas son revistas infantiles —
dijo don Circunciso con voz de
amanecida y sin quitarse el dichoso puro
de la boca.
—Pero delante de las mujeres no es
infantil.
—Me parece enormemente
peligroso… Una lástima —se lamentó el
enanillo.
—Más lástima me da a mí la madre
(Plinio).
—Por supuesto.
—Les digo a ustedes, que qué
vidas… (Don Lotario).
—Qué vidas las de ellos. Pero qué
muertes las de cuantos caen en su poder
en uno de esos momentos de arrebato —
dijo de pronto el pescador con aire
filosófico.
Don Circunciso asintió con mucho
respeto.
La habitación estaba completamente
nublada por el humo de tanto cigarro. El
rescoldo de la lumbre todavía era vivo.
Sólo se oía el reloj de pared. Ya eran
cerca de las cuatro.
—Y la señora no baja (Lotario).
—Estará durmiendo al bebé
(Circunciso).
Plinio relió otro «caldo». Lo
encendió, chupó y echó el humo con aire
aburrido.
Don Circunciso, sacándose el zapato
con disimulo, se rascaba la planta del
piececillo.
Don Lotario se miraba la cara con
ojos de sueño. El reloj dio otro cuarto.
Y de pronto, con mayor fuerza e
intensidad dramática que nunca:
—¡Aaaaaaaaaaaaaah!
Por lo imprevisto, y la resonancia de
la casa, todos quedaron muy
impresionados. Don Circunciso con las
manos pegadas al pie descalzo y el puro
en la boca. Plinio con los ojos
entornados y la mano en la barbilla. El
pescador mirando hacia el techo. Y don
Lotario hacia Plinio. Este, con aire
decidido, se puso de pie, y fue hacia la
escalera. Todos lo siguieron. Plinio, por
el pasillo iba abriendo todas las puertas
que encontraba a su paso.
Fue en la del fondo precisamente.
Unos centímetros antes de que la mano
de Plinio llegase al picaporte, desde
dentro la abrió Luis, desnudo de medio
cuerpo para abajo. Al ver a los Justicias
y sin venir a cuento puso las manos en
alto dejando sus vergüenzas manifiestas.
… Sobre una cama camera, estaba la
señora García López mal tapada con una
sábana, y el blanco pelo revuelto.
—Hijo, baja los brazos y pásate al
cuarto de baño.
Salió Luis después de consultar con
la mirada.
Los cuatro justicias quedaron en la
puerta. La señora se incorporó con
ademán muy natural, aunque en triste.
Inútilmente pretendía taparse con el
embozo. Quedaba a la vista el arranque
del pecho y de los brazos, tan blancos y
mal tratados por los años.
—… De vez en cuando soy yo la que
tiene que calmarlo, para evitar males
mayores.
Y quedó mirándolos con sus ojos
clarísimos, brillantes y serenos.
Plinio, sin contestar, tiró de la
puerta.
Volvieron a sus asientos de antes sin
el menor comentario. El más afectado
parecía el pescador. Don Circunciso,
que volvió a rascarse el pie, dijo:
—Nunca lo hubiera pensado. ¿Y
usted, Manuel?
—A mí se me pasó por la cabeza
cuando la señora nos dio tantos detalles
de cómo se ponía su hijo a la hora del
trance.
Se oyó que un coche paraba en la
puerta. Salió Plinio a abrir. En seguida
aparecieron el sargento y una pareja.
Frotándose las manos se aproximaron a
la lumbre. Plinio empezó a explicarles.
Volvieron a crujir los escalones de
madera. La señora García López,
envuelta en una bata gruesa, bajaba con
pasos tímidos.
Por el ancho ventanal que había
junto a la chimenea empezaba a clarear
el cielo.
EPÍLOGO
Cuando Plinio y los suyos amañanaron en el bar del hotel, don
Circunciso y el pescador ya habían
marchado a La Cimera para enterrar a
«Vida».
Y según contó don José, muy de
mañana, los García López, seguidos de
las motocicletas de la Guardia Civil,
pasaron en su Seat camino del pueblo.
Bien pasado el mediodía volvieron
los enterradores caninos, y mientras
recogían el equipaje, Plinio y don
Lotario sacaron a la rubia Gala en
silleta la reina. Decidieron tomar todos
juntos el ultimo café. La pobre Gala
hacía guiños de dolor cada vez que se
estremecía. Las mujeres de Plinio no le
quitaban ojo. En su vida habían visto
una puta tan cerca. Y la contemplaban
con mezcla de ternura y prevención,
como si su mal —el del oficio— fuera
pegadizo. Los dueños del hotel de pie,
junto al corro cafetero, monosilabeaban
a unos y otros. El mozo de la barra
silbaba lírico mientras secaba el
vidriado.
Con la partida de los que ahora
tomaban café, quedaba el hotel vacío.
Pero todo podía darse por bien llegado
—según dijo repetidamente doña Josefa
— con tal de haber acabado para
siempre con aquellas voces que
parecían terroríficas y resultaron de
amor… a su manera.
Bajaron los de los servicios
especialísimos: don Circunciso y el
pescador. Aquel, con su puro para
consolarse del réquiem de «Vida». Don
Eusebio, callado, y con el aire distraído
de siempre. El corro estaba casi
rodeado con las maletas de todos.
El sol, indiferente a toda clase de
dolores, quebraduras de huesos y
lascivias, brillaba terso y echado
jubiloso sobre las aguas clarísimas de la
Colgada.
Después de los despidos, Plinio y
don Lotario colocaron a la Gala en el
asiento posterior del Mini. La pobre, a
pesar de ser ya tan público su oficio, y
de la quebradura del remo, todavía
echaba sonrisas coquetonas y abultaba
el busto cuando tenía ojos atentos.
Pero después de todas las
despedidas a quien miró con especial
ternura fije a Plinio, sólo a él… Y este,
súbito, recordó cuanto ella le contó de
sus padres y de su vida la noche
anterior. Don Circunciso le echó la
manecilla también con tímida ternura. Y
el pescador miraba a otro lado, aunque
sonriéndole. Al arrancar el Mini, Plinio
se llevó lentamente la mano a la altura
de la sien, como si llevase la gorra de
plato, y miró a todos, pero muy
especialmente a la Gala, que le meció la
mano abierta tras el cristal… Lo más
pintoresco de la despedida fue la
reverencia con que el mozo silbante le
dio sus adioses a don Circunciso.
Y un rato después, partieron los de
Tomelloso. Las dos mujeres, con gusto
de volver al pueblo, pero con ojos de
recordar las escenas de aquellos días.
Don Lotario, bien apescado al volante y
pendiente de las muchas curvas de la
carretera. Plinio, echando los ojos sobre
los verdes claros de las lagunas quedas,
sobre las piedras rojas y pardos
tomilleros de los villares y cañadas.
Atrás quedaba tanto cielo azul y tanto
espejo de él y del monte pastor que
hacen Ruidera.
Otro capítulo de la vida profesional
de Plinio que pasaba al archivador, al
fue, al repertorio contadero.
A la altura del Buen Retiro,
poniéndose muy a su par, les pasó un
coche. Desde él, alguien les hacía señas
muy jubilosas. Era Ignacio, el recién
casado y su mujer, la por fin desvirgada
—¡Adiós! ¡Adiós!
—Padre, ¿por qué le saluda ese tan
contento?
—Por un favorcillo que le hicimos
la otra noche.
—¿Ah sí? ¿De qué?
—Que te lo cuente luego tu madre…
Benicasim - Madrid, 1972-1973
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