El bautizo fue lujosísimo, de máximo
pago, con los curas recibiendo en la
puerta del templo. A toda orquesta.
Además, por la tarde, que es la hora de
las ceremonias extraordinarias. En el
patio de casa de los tíos se reunieron
todos los señoritos y señoritas del
pueblo. El patio, lleno de sol, tenía en el
centro dos palmeras muy gordas metidas
en tiestos de madera pintados de verde.
Mientras vestían al niño con la ropa de
cristianar, las señoras y la tía, las
señoritas y los señores, todos con
sombrero, iban y venían alrededor de
las palmeras. Los niños, endomingados,
jugábamos al escondite. Entre las hojas
de cuchillo de las palmeras veíamos
cortadas las risas, el humo de los
cigarrillos, los labios de carmín, el
brillo de las joyas. Toda la espera breve
de aquella tarde de sol, de un bautizo de
sol, estaba cortada en mil jirones verdes
por las mil cuchillas verdes de las
palmeras enanas. Como a través de
persianas caprichosas: los gritos, el
perfume del agua de colonia añeja, los
polvos de arroz, los cigarrillos turcos y
Camel (o sea camellos); las narices, los
ojos, las bocas, las abotonaduras, las
puntas de los senos, los pendientes en el
lóbulo de las orejas, los lunares
postizos, los cuellos pelados a lo
garçon, las risas que dejaban ver las
lenguas húmedas, los culos unánimes
bajo la seda, las miradas intensas que
viajaban por las curvas, los grititos…,
todo en cuñitas fugaces, todo pinchado y
aserrado por las hojas de las palmeras.
Había hojas de palmera que pinchaban
sol y hojas que pinchaban sombra, hojas
que pinchaban bocas carnosas de mujer
y bocas barbudas de hombre. El tío —
chaqueta negra con ribete de seda,
pantalón a rayas— servía copitas de
licor entre el sol y las palmeras (coñac
para los caballeros, anís para las
damas…). Vasos de agua en grandes
bandejas plateadas. Las criadas reían en
la cocina. Los niños venían de París a
que los bautizasen en Tomelloso.
… Del bautizo: el recuerdo de mantillas
blancas entre trajes oscuros. Zapatos
brillantes sobre el tosco pavimento de la
calle del Monte. Los niños, con zapatos
blancos, íbamos cogidos de la mano.
Gentes en las ventanas y en los
balcones. «La iglesia hecha un ascua de
luz» y «la toda orquesta». Suenan las
pesetas sobre una bandeja. Un cirio. Un
llanto. «Está muy fría el agua». La sal y
otra vez al sol.
Y después fuimos al fútbol (hombres
fuertes que corrían en un teatro grande
sin techo. Algo sin palabras). Sí, íbamos
al fútbol porque jugaba Blas, el novio
de Flor, la madrina del niño primo.
Fuimos en coches brillantes, cargados
de reflejos. Salimos al campo. Y todos
decíamos: «Vamos al campo». ¿A cuál
campo? Ya llegamos al campo.
Entramos con los coches cargados de
brillos, de perfumes, de risas. Desde el
coche íbamos a ver el fútbol. (Habíamos
salido de un campo para entrar en aquel
otro campo). El sol nos daba de plano
en los ojos. Nos cegaba. Alguien dio las
entradas, desde los coches, al pasar por
la portada grande del campo, que era
como un corralón. Sol, sol, reflejos de
parabrisas. ¿Dónde estaba el fútbol?
Cuando abría un poco los ojos y miraba
a lo que llamaban campo de juego, veía
unos hombres a medio vestir de blanco,
rodeados de sol, con pañuelos en la
cabeza, masticando limón, que corrían.
Otros a medio vestir con manchas rojas.
De vez en vez unos golpes sordos.
Gritos. Pitadas. Daba sueño.
—¡Blas, Blas, mira Blas! —grita
Flor haciéndose sombra con la mano en
los ojos.
—Sí, aquel que despeja.
—¡Viva!
Los niños estábamos sofocados,
rojos, intentando ver. El primo mayor se
durmió tumbado en el asiento. «Que no
les dé a los niños tanto sol en la
cabeza». Todos tenían sed. Gaseosas
calientes de bolita, verdes, como las
hojas de las palmeras.
—¡Blas, Blas! ¡Eh, Blas!
Pusieron los coches en marcha.
«Que nos vamos ya, que es la merienda
del bautizo». ¡Adiós, Blas! La gente nos
miraba mucho… ¡Qué lástima!, ahora
que se podía mirar al campo. El sol se
había puesto tras las bardas del corralón
y los ojos descansaban, pero nos
íbamos.
En el baile de la sala del piano, Aladino
cantó el gran tango de «… la noche de
Reyes, cuando a mi hogar regresaba,
comprobé que me engañaba con el
amigo más fiel… Los zapatos del nene;
sin compasión la maté», o como quería
la tía, que no le gustaban las muertes:
«por compasión mas no la maté».
Inflaba las narices y movía los
brazos y las manos como si fuera el amo
del mundo. Su vozarrón salía por la
ventana abierta de la sala como un
chorro de agua ruidosísima. La luz de la
pantalla roja que había sobre el piano le
daba en media cara (se bailaba a media
luz), cara roja de sello, y la otra mitad le
quedaba en sombra, casi negra, pero
también un poco roja, porque el rojo de
la luz le daba la vuelta a la oreja y se
mezclaba con la sombra negra.
Aladino era famoso calavera,
porque había estado en París y un
verano perdió mucho dinero en San
Sebastián. Era, para colmo, amigo de
Espaventa, y tuvo amantes que le
dedicaron fotografías mostrándose
desnudas.
Aladino, que tenía una gran voz, se
sabía —lo que nadie— las letras enteras
de los tangos en la versión arrabalera,
no de Buenos Aires, sino de
Montevideo, que, como él decía, «fue la
verdadera y más genuina cuna de la
canción criolla…». Por eso explicaba lo
que era «tamango», «hierba de ayer»,
«china» y otras palabras oscuras que no
recuerdo. También decía que era una
«figura» muy buena aquello de «Cuando
estén secas las pilas —de todos los
timbres— que vos apretéis…».
Los niños estábamos sentados en el
sofá y veíamos pasar las parejas ante el
espejo de la consola. Las parejas entre
el espejo y nosotros eran dobles, porque
las veíamos de verdad y de reflejo entre
las casi tinieblas rojas. (Y… José dio un
beso pequeñito, casi de punta de alfiler,
a su novia en la frente, y ella entornó los
ojos como si tuviera sueño, y se le echó
un poco sobre la solapa, y José le puso a
ella también la cara sobre el pelo,
cerrando los ojos, como si también fuese
a dormir con aquella luz de sarampión.)
«… eran cinco besos que cada
mañana… los alados cantan» (no los
arados, como decía Marcelino, que los
alados son los ángeles y los arados no);
«… el músculo duerme, la ambición
descansa». La voz de Aladino
estremecía toda la sala y la luz roja de
la pantalla hacía sombras siniestras por
las paredes y los espejos, que parecía
que querían luchar, porque «… un clarín
se oye, peligra la patria, al grito de
guerra los hombres se matan…».
Cuando acabaron los tangos, no sé
por qué, encendieron todas las luces y
empezaron a beber champaña —ese
licor extranjero— y decían: «¡Viva el
niño! ¡Viva Raúl!», y reían, y Aladino,
felicitado por todos, tenía la camisa
blanquísima, con los puños muy salidos.
Y llegaron más señores, uno con gorra
de plato, y empezaron a tocar
pasodobles con muchos giros y figuras:
«Marcial, tú eres el más grande;
Marcial, tú eres madrileño…». ¡Viva
Raúl! Y abrieron la puerta de la sala que
daba al recibidor y bailaban por allí
también, y se asomaron las criadas y los
abuelos. Todas las señoritas se ponían al
piano a tocar pasodobles y se reía por
todos los rincones de la casa encendida.
¡Viva Raúl! «Esta noche no tendremos
ganas de cenar» (dijo la abuela, por
ahorrar).
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