A Eladio Cabañero
La hermana Eustaquia… —allí a las
mujeres las llaman hermanas y a los
hombres hermanos—, que fue ama de
cría de mamá, me llevaba al novenario
de las Ánimas del Purgatorio…
Aquellas que están bailando sobre
llamas, en el segundo altar de la
izquierda, conforme se entra.
Salíamos de casa con nuestras sillas.
Ella, un reclinatorio con tapicería de
damasco morado; yo, una butaquita de
mimbre. Ella, muy bien arrebujada en su
mantón de felpa, y yo, con el sombrero
negro de terciopelo hasta los ojos y una
bufanda larguísima.
Íbamos con mucho tiempo, para
sentarnos en el sitio que quería
Eustaquia, que era debajo del púlpito,
porque era dura de oído, y allí le caían
las palabras del predicador como
gotera, según decía. Es decir, que oía
bien. Nos daba tiempo a ver todos los
preparativos.
A lo primero hacía frío, pero a
medida que la gente iba llegando
taponaban las corrientes y se sentía
calorcito. Cuando ya estaba el templo
casi lleno —y se llenaba siempre que el
predicador era dominico— salían dos
monaguillos, uno llamado Cencerrilla y
el otro Malaparte, y encendían las velas
del altar de las Ánimas… (que quiere
decir almas). Y llegaba el predicador
acompañado del párroco, con las orejas
y la nariz coloradas por el frío.
Cuando daban el último toque, largo,
tristísimo, subía un cura de poca
importancia al púlpito y rezaba un
Rosario que daba mucho gusto oírlo,
porque empezaba: «Santa María, madre
de Dios, ruega por nosotros…», etc., e
iba bajando la voz y achicando las
palabras, de manera que cuando llegaba
a lo de «nuestra muerte, amén», ya no se
le entendía, pues más bien era suspiro o
gargarismo suavísimo. Y, apenas hacía
punto, toda la masa de feligreses —
parece nombre de titiriteros— atacaba
con gran fuerza el «Dios te salve,
María», aunque en seguida empezaban a
bajar, hasta concluir en unos calderones
huequísimos, más ruidos que palabras,
que se cortaban en seco, para dejar paso
de nuevo a la voz del curilla, que ya
había tomado fuerza… Y así estábamos
dale que te dale hasta llegar a la letanía,
que tampoco era leve, pero daba gusto
porque cambiaba de tono, mejor dicho,
de cantidad, y cada invocación del cura
era respondida con un tiro de voces que
querían decir: «ora pro nobis…, ora pro
nobis». Y luego los requilorios y
apostillas finales por el Papa, por el
Rey, por el general y por las ánimas,
hasta que el curilla hacía una flexión
rápida y se iba del púlpito.
Entonces la gente empezaba a toser,
a rebullirse en las sillas y a mover los
reclinatorios, hasta que salía el
predicador con su capa blanca como un
ángel y, con mucha solemnidad, subía la
escalera del púlpito, que crujía peldaño
a peldaño.
Mientras el fraile, ya en el púlpito,
hacía la genuflexión y se santiguaba
rápido, se oían las últimas toses y
descomposturas. Todavía el predicador
con las manos en el paño blanquísimo
del púlpito, mientras pensaba, había
alguno que tosía o alguna que suspiraba.
Por fin comenzaba con voz pianísima,
como si no tuviera muchas ganas:
«Amadísimos hermanos, dice San Pablo
en su Epístola…», y soltaba un latín que
yo estaba absolutamente seguro que no
entendía la Eustaquia, a pesar de que
miraba sin pestañear… Poco a poco iba
entrando en voz, aspando los brazos y
sacando el busto peligrosamente de la
barandilla, y se desataba a decir cosas
miedosísimas de las ánimas que están en
el Purgatorio, de los pecados y de lo que
le ocurrió a cierto pecador que él sabía.
A veces se volvía hacia uno y otro lado,
como regañándonos a todos, con las
manos crispadas y los ojos
desorbitados.
Cuando el sermón llegaba a aquellas
gravedades no se oían toses ni crujidos,
sólo suspiros hondos y tristísimos de las
viejas:
—¡Ay, Dios mío!
—¡Ay, Señor!
—¡Que la Virgen nos lo evite!
Yo algunas veces volvía la cabeza
sin que me viera la Eustaquia y veía
todas las caras de las viejas embobadas,
que recibían la luz de frente. Un huerto
de caras tristísimas. Y en las naves
laterales —no sé por qué se llaman
naves— los hombres en pie,
enracimados, con la cara morena y las
calvas blancas de llevar el sombrero o
la boina. De rodillas solamente estaban
las hermanitas del colegio, en la primera
fila. Yo me distraía a ratos en contarles
las tocas blancas.
A veces venían ráfagas de olor
malísimo, pero nadie decía nada. Yo
miraba hacia atrás por ver quién había
sido, pero todas las caras estaban tan
serias que nada se les traslucía.
La hermana Eustaquia, aunque
hablase el predicador, no dejaba de
darle vueltas al rosario que tenía sobre
el halda. Y cuando yo me distraía
contando las monjas, o las velas, o
encogiendo las narices por la peste que
venía, me daba un codazo y me hacía
señas con los ojos para que atendiese al
fraile, que ya estaba contando con voz
suave lo que le ocurrió a otro pecador
antiguo.
Yo le hacía caso y volvía a mirar al
predicador, que seguía con las manos
por el aire bien enfaldadas en la manga
perdida, y le veía subir y bajar el
mentón, y los dientes de arriba, y sacar
la lengua o, en un silencio, pasarse el
pañuelo por las comisuras.
A veces me daba miedo de las
ánimas y me imaginaba a mí mismo
desnudillo, saltando sobre las brasas de
una fragua, como aparecían en el altar
segundo de la izquierda conforme se
entra.
Cuando concluía el predicador, las
cosas se aclaraban un poco. Empezaban
a cantar las chicas del coro. Yo me
volvía y las veía a todas con la boca
abierta, y la toca blanca de la monja que
estaba al piano, iluminado con dos
velas. Y en el fondo del coro, entre
sombras, los grandes pitos del órgano,
ahora en silencio. Luego venía la
reserva. Salían muchos curas y los
monaguillos con ciriales, como en los
entierros, y todos juntos cantaban ante el
altar de las Ánimas… Quiero recordar
que echaban incienso. Cuando la Salve
estaba en los finales se oía el estruendo
de los hombres que iban hacia la puerta
y todos movíamos las sillas para
prepararnos a salir.
La hermana Eustaquia me hacía
besar la cruz del rosario y lo guardaba
en su faltriquera. Luego me besaba en la
frente (no sé para qué). Me abrochaba el
abrigo entre los últimos rezos; me ceñía
el tapabocas, y me daba el sombrero
para que me lo pusiera nada más echar
pie a la calle, porque antes era
irreverencia. Se calaba el mantón,
cogíamos las sillas, y arrastrando los
pies detrás de las viejas, íbamos
saliendo mientras los monaguillos, a la
carrera, apagaban la cera.
En la plaza hacía mucho frío, pero la
Eustaquia siempre se paraba a hablar
con alguien del predicador. Y decían si
había estado bien o mal y si era guapo o
feo… El dominico también salía
embozado en su capa para cenar en la
casa del párroco.
Pegados a la pared y hablando del
frío nos íbamos a casa a cenar. Y allí, el
abuelo, que ya estaba con la servilleta
puesta y era algo incrédulo, nos decía:
—¿Qué, habéis sacado muchas
ánimas del Purgatorio?
Yo no cogía muy bien la intención,
aunque sí le veía risa en los ojos y me
ponía a pensar qué tendría que ver
purgatorio con purga, mientras la
Eustaquia rezongaba:
—Sí, sí; dígale usted esas cosas al
niño, para que pierda la fe.
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