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HIMNO A TOMELLOSO

lunes, 20 de noviembre de 2017

Cuentos republicanos (Plinio) La novena



A Eladio Cabañero

La hermana Eustaquia… —allí a las mujeres las llaman hermanas y a los hombres hermanos—, que fue ama de cría de mamá, me llevaba al novenario de las Ánimas del Purgatorio… Aquellas que están bailando sobre llamas, en el segundo altar de la izquierda, conforme se entra.

Salíamos de casa con nuestras sillas. Ella, un reclinatorio con tapicería de damasco morado; yo, una butaquita de mimbre. Ella, muy bien arrebujada en su mantón de felpa, y yo, con el sombrero negro de terciopelo hasta los ojos y una bufanda larguísima.

Íbamos con mucho tiempo, para sentarnos en el sitio que quería Eustaquia, que era debajo del púlpito, porque era dura de oído, y allí le caían las palabras del predicador como gotera, según decía. Es decir, que oía bien. Nos daba tiempo a ver todos los preparativos.

A lo primero hacía frío, pero a medida que la gente iba llegando taponaban las corrientes y se sentía calorcito. Cuando ya estaba el templo casi lleno —y se llenaba siempre que el predicador era dominico— salían dos monaguillos, uno llamado Cencerrilla y el otro Malaparte, y encendían las velas del altar de las Ánimas… (que quiere decir almas). Y llegaba el predicador acompañado del párroco, con las orejas y la nariz coloradas por el frío.

Cuando daban el último toque, largo, tristísimo, subía un cura de poca importancia al púlpito y rezaba un Rosario que daba mucho gusto oírlo, porque empezaba: «Santa María, madre de Dios, ruega por nosotros…», etc., e iba bajando la voz y achicando las palabras, de manera que cuando llegaba a lo de «nuestra muerte, amén», ya no se le entendía, pues más bien era suspiro o gargarismo suavísimo. Y, apenas hacía punto, toda la masa de feligreses — parece nombre de titiriteros— atacaba con gran fuerza el «Dios te salve, María», aunque en seguida empezaban a bajar, hasta concluir en unos calderones huequísimos, más ruidos que palabras, que se cortaban en seco, para dejar paso de nuevo a la voz del curilla, que ya había tomado fuerza… Y así estábamos dale que te dale hasta llegar a la letanía, que tampoco era leve, pero daba gusto porque cambiaba de tono, mejor dicho, de cantidad, y cada invocación del cura era respondida con un tiro de voces que querían decir: «ora pro nobis…, ora pro nobis». Y luego los requilorios y apostillas finales por el Papa, por el Rey, por el general y por las ánimas, hasta que el curilla hacía una flexión rápida y se iba del púlpito.

Entonces la gente empezaba a toser, a rebullirse en las sillas y a mover los reclinatorios, hasta que salía el predicador con su capa blanca como un ángel y, con mucha solemnidad, subía la escalera del púlpito, que crujía peldaño a peldaño.

Mientras el fraile, ya en el púlpito, hacía la genuflexión y se santiguaba rápido, se oían las últimas toses y descomposturas. Todavía el predicador con las manos en el paño blanquísimo del púlpito, mientras pensaba, había alguno que tosía o alguna que suspiraba. Por fin comenzaba con voz pianísima, como si no tuviera muchas ganas: «Amadísimos hermanos, dice San Pablo en su Epístola…», y soltaba un latín que yo estaba absolutamente seguro que no entendía la Eustaquia, a pesar de que miraba sin pestañear… Poco a poco iba entrando en voz, aspando los brazos y sacando el busto peligrosamente de la barandilla, y se desataba a decir cosas miedosísimas de las ánimas que están en el Purgatorio, de los pecados y de lo que le ocurrió a cierto pecador que él sabía. A veces se volvía hacia uno y otro lado, como regañándonos a todos, con las manos crispadas y los ojos desorbitados.

Cuando el sermón llegaba a aquellas gravedades no se oían toses ni crujidos, sólo suspiros hondos y tristísimos de las viejas:
—¡Ay, Dios mío!
—¡Ay, Señor!
—¡Que la Virgen nos lo evite!
Yo algunas veces volvía la cabeza sin que me viera la Eustaquia y veía todas las caras de las viejas embobadas, que recibían la luz de frente. Un huerto de caras tristísimas. Y en las naves laterales —no sé por qué se llaman naves— los hombres en pie, enracimados, con la cara morena y las calvas blancas de llevar el sombrero o la boina. De rodillas solamente estaban las hermanitas del colegio, en la primera fila. Yo me distraía a ratos en contarles las tocas blancas.

A veces venían ráfagas de olor malísimo, pero nadie decía nada. Yo miraba hacia atrás por ver quién había sido, pero todas las caras estaban tan serias que nada se les traslucía. La hermana Eustaquia, aunque hablase el predicador, no dejaba de darle vueltas al rosario que tenía sobre el halda. Y cuando yo me distraía contando las monjas, o las velas, o encogiendo las narices por la peste que venía, me daba un codazo y me hacía señas con los ojos para que atendiese al fraile, que ya estaba contando con voz suave lo que le ocurrió a otro pecador antiguo.

Yo le hacía caso y volvía a mirar al predicador, que seguía con las manos por el aire bien enfaldadas en la manga perdida, y le veía subir y bajar el mentón, y los dientes de arriba, y sacar la lengua o, en un silencio, pasarse el pañuelo por las comisuras.

A veces me daba miedo de las ánimas y me imaginaba a mí mismo desnudillo, saltando sobre las brasas de una fragua, como aparecían en el altar segundo de la izquierda conforme se entra.

Cuando concluía el predicador, las cosas se aclaraban un poco. Empezaban a cantar las chicas del coro. Yo me volvía y las veía a todas con la boca abierta, y la toca blanca de la monja que estaba al piano, iluminado con dos velas. Y en el fondo del coro, entre sombras, los grandes pitos del órgano, ahora en silencio. Luego venía la reserva. Salían muchos curas y los monaguillos con ciriales, como en los entierros, y todos juntos cantaban ante el altar de las Ánimas… Quiero recordar que echaban incienso. Cuando la Salve estaba en los finales se oía el estruendo de los hombres que iban hacia la puerta y todos movíamos las sillas para prepararnos a salir.

La hermana Eustaquia me hacía besar la cruz del rosario y lo guardaba en su faltriquera. Luego me besaba en la frente (no sé para qué). Me abrochaba el abrigo entre los últimos rezos; me ceñía el tapabocas, y me daba el sombrero para que me lo pusiera nada más echar pie a la calle, porque antes era irreverencia. Se calaba el mantón, cogíamos las sillas, y arrastrando los pies detrás de las viejas, íbamos saliendo mientras los monaguillos, a la carrera, apagaban la cera.

En la plaza hacía mucho frío, pero la Eustaquia siempre se paraba a hablar con alguien del predicador. Y decían si había estado bien o mal y si era guapo o feo… El dominico también salía embozado en su capa para cenar en la casa del párroco.

Pegados a la pared y hablando del frío nos íbamos a casa a cenar. Y allí, el abuelo, que ya estaba con la servilleta puesta y era algo incrédulo, nos decía: —¿Qué, habéis sacado muchas ánimas del Purgatorio? Yo no cogía muy bien la intención, aunque sí le veía risa en los ojos y me ponía a pensar qué tendría que ver purgatorio con purga, mientras la Eustaquia rezongaba:
—Sí, sí; dígale usted esas cosas al niño, para que pierda la fe.



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