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HIMNO A TOMELLOSO

jueves, 25 de enero de 2018

Cuentos republicanos (Plinio) Las sandías



Con la primavera, llegaban las sandías de Valencia, caras, escasas y sin el sabrosón dulce de la tierra secana de nuestro pueblo. Eran sandías minoritarias y heráldicas. Sandías impopulares que la gente miraba casi con desprecio. En cuestión de sandías y melones siempre tuvimos un recio patriotismo. Todos los jugos de nuestra pobre tierra se virtuaban y conseguían máxima realización en el siempre impresionante —por su tamaño— fruto melonario.

La fiesta de las sandías, la gran inundación rosácea casi malva de las sandías despanzurradas, no ocurría hasta la llegada de las nuestras, de las grandes e incomparables sandías indígenas… Ya andado junio. Al filo mismo de las vacaciones. Las sandías y las vacaciones se esperaban, se apetecían, se soñaban juntas. La imagen de las vacaciones tenía el frésico color de las sandías; y las sandías eran la realización en figura imponente, verde y satinada de las vacaciones.

Cuando los calores apretaban y se abrían las ventanas de la clase y comenzaba la época de los galopantes repasos; cuando las aulas olían a flor y a humanidad caliente; cuando los escolares encerrados, atenazados por la vecindad de los exámenes pensábamos por vez primera en lo hermoso que era el cielo, en los gritos de niños liberados y callejeros que llegaban de lejos, y en los ladridos de perros rabiosos, un día de ésos llegaba algún niño corriendo sofocado, con los labios secos y los ojos brillantes y nos decía:
—¡Ya hay sandías!

La noticia corría por todo el colegio, manchándolo de pepitas negras, de grumos rosáceos, de medias lunas verdes, de gritos jubilos llevaban dentro. Asomaban bajo las tapas de la cesta de mimbre como cabezotas curiosas que querían otear la calle. Por la calzada se veían niños comiendo rebanadas, la cara llena de refregones rojos.
—¡Ya hay sandías!
—Se acabó; nos escapamos del recreo. Es sábado y el lunes ya no se acordará don Bartolomé. Hoy es la fiesta de las sandías. Hay que avisar a casa para que lleven para comer. Hay que probarlas. ¿Quién se viene conmigo?
Sólo formamos tres en torno a Salvadorcito, porque los demás eran incapaces de comprender la poética y vital arenga. Y sin más dilación salimos disparados por el portal a la calle, en busca de la gran orgía de las sandías. Desde siempre, los puestos de melones y sandías, que son carros desenganchados apoyados sobre las varas, con el montón de frutos delante, los colocan al principio de la calle del Campo de Criptana. Junto al Juzgado y el Ayuntamiento, en la calle de los Muertos.

Llegamos los cuatro desbocados y vimos diez o doce carros. La gente se agolpaba alrededor de los montones de sandías. Los vendedores, jubilosos, voceaban, con la navaja en una mano y una sandía en la otra:

—¡A cata y cala!
—¡A perra chica el kilo!
—¡Han llegado las de Tomelloso!
—¡Mueran las de Valencia! —
gritaba otro.
Las gentes señalaban en los puestos: —Pésame ésa.
—Ésta, ya verás, puro jarabe.
Cuando el melonero abría la sandía y salía bien roja, la enseñaba a todo el mundo, orgulloso. El sol hacía brillar casi como una luz aquella luna sangrienta. Las pepitas negras, húmedas, caían al suelo.
Los compradores tomaban entre sus manos las sandías amorosamente, sonriendo, como si fueran niños pesadotes, infladas sus carnes de jugos azucarados.
Como se parase una preñada ante el puesto que estábamos y mirase irresoluta la mercancía, el vendedor la voceó:

—¿Quieres otro?
La gente empezó a reírse y ella miraba a unos y a otros sin comprender. Por fin cayó en la cuenta, se puso colorada y marchó. Todos reían más.
Salvadorcito nos explicó el chiste que había hecho el melonero, y añadió que éramos tan tontos que creíamos que los niños venían de París.
—¡Sangre! ¡Sangre! —gritaba otro vendedor—. ¡Sangre fresquita! (Había metido la mano en la pulpa de una sandía aporreada y le caía el jugo cárdeno dedos abajo, entre los pelos negros de la muñeca).

Sentados en el poyo de la acera, dos gitanillos descamisados comían vorazmente una sandía reventada que les había regalado un melonero. Hacían mil guarrerías, restregándose las cortezas por la cara, y sonreían. Las pepitas les caían sobre las camisillas rotas, sobre la carne cobriza.
Como un vendedor gordo viese a dos furcias morenas, con moño y vestidos de colorines y flores en la cabeza que iban comprando, les dijo: —Venid a mi puesto, rosaledas. Esto sí que es carne fresca.
Ellas le hicieron un dengue. Y todos se rieron… Y Salvadorcito, que lo sabía todo, nos explicó lo de la carne seca y la carne fresca.

Por todas partes se veían ir y venir gentes con melones de agua. Algunos guardias municipales iban sonrientes con la primicia esférica entre las manos. —Ahora la parten con el sable — dijo Marcelino.
—¡Qué va!, no ves que se oxidaría
—respondió Salvadorcito,
despreciativo.
Como entre todos juntábamos hasta un real, decidimos comprar una sandía al hombre gordo que dijo lo de la carne fresca.
—Pero no nos engañe usted —dijo
Salvadorcito.
El hombre sonrió y buscó una verde clara con calvorota blanca.
—¿Ésta? Es puro azúcar.
—Sólo tenemos un real.
—Vale.
—Partámosla en cuatro trozos.
La gente empezó a reírse.
El gordo partió la sandía en cuatro trozos con sólo dos tajos feroces y precisos.
—Cuatro corazones. Ahí tenéis.
Y llegaron a nuestras manos, casi temblorosas, aquellas cuatro lunas restallando reflejos rosáceos, crujientes, deslizándose las negras pepitas hasta el suelo.

Nos fuimos hasta el borde de la acera, más allá de los gitanillos, y empezamos a morder la primera sandía del año aquel, que se nos deshacía en la boca, nos chorreaba por los labios y las pepitas caían sobre el atadijo de libros que habíamos dejado en el suelo.
Y cada vez llegaba más gente a comprar sandías. Había corrido la noticia por el pueblo y venían de todas partes apresuradamente. Era buen año aquel. Las chachas, con las cestas. Las mujeres, enlutadas. Los gitanos. Los hombres viejos, con las blusas negras, husmeaban desconfiados. Los vendedores cada vez voceaban más.
Y por fin llegó y se plantó ante nosotros el padre de Antoñito, que era veterinario y tenía bigotes. Se plantó ante nosotros y empezó a mirarnos con cara de estar enfadado de mentirijillas. Llevaba un pantalón blanco con rayas negras, una chaqueta oscura y un sombrero de paja.
—¿Qué hacéis, barbianes?
Quedamos mirándole un poco asustados por si nos regañaba. Por fin habló Antoñito:

—Nos hemos escapado del colegio para comer sandía.
Y el señor veterinario empezó a reír escandalosamente.
—Pues, venga, comed, comed, hasta que os salgan pepitas por el ombligo.
Y reía más.

Y nosotros, jubilosos por su actitud, dábamos bocados desaforados a nuestras lunas de sangre.
Empezó a oírse una guitarra y la gente fue hacia allá. El veterinario miró con gesto despistado hacia el viejo que tocaba. A poco, una niña que había junto al viejo empezó a cantar con una voz muy aguda:

Marianita salió de paseo
y al encuentro salió un militar,
y le dijo vuélvase a su casa,
que un peligro la puede matar.
Conforme oía, el ceño del veterinario se fue frunciendo. Ya no nos hacía caso.
Marianita volvióse a su casa, y al momento se puso a pensar si Pedrosa la viera bordando la bandera de la libertad…

—¡Uf! —gritó el señor veterinario
—. República, republicanos…
¡Marianita Pineda de los…!
Y se volvió hacia nosotros con gesto furibundo y me miró a mí, que era de familia republicana (estoy seguro), y dijo:

—Os aseguro, niños, que como venga la República se acaba todo, hasta las sandías.
Y marchó con las manos atrás,
disparado, entre la gente que se aglomeraba ante los puestos de melones, y ante el ciego y la niña.


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