Con la primavera, llegaban las sandías
de Valencia, caras, escasas y sin el
sabrosón dulce de la tierra secana de
nuestro pueblo. Eran sandías
minoritarias y heráldicas. Sandías
impopulares que la gente miraba casi
con desprecio. En cuestión de sandías y
melones siempre tuvimos un recio
patriotismo. Todos los jugos de nuestra
pobre tierra se virtuaban y conseguían
máxima realización en el siempre
impresionante —por su tamaño— fruto
melonario.
La fiesta de las sandías, la gran
inundación rosácea casi malva de las
sandías despanzurradas, no ocurría hasta
la llegada de las nuestras, de las grandes
e incomparables sandías indígenas… Ya
andado junio. Al filo mismo de las
vacaciones. Las sandías y las
vacaciones se esperaban, se apetecían,
se soñaban juntas. La imagen de las
vacaciones tenía el frésico color de las
sandías; y las sandías eran la realización
en figura imponente, verde y satinada de
las vacaciones.
Cuando los calores apretaban y se
abrían las ventanas de la clase y
comenzaba la época de los galopantes
repasos; cuando las aulas olían a flor y a
humanidad caliente; cuando los
escolares encerrados, atenazados por la
vecindad de los exámenes pensábamos
por vez primera en lo hermoso que era
el cielo, en los gritos de niños liberados
y callejeros que llegaban de lejos, y en
los ladridos de perros rabiosos, un día
de ésos llegaba algún niño corriendo
sofocado, con los labios secos y los
ojos brillantes y nos decía:
—¡Ya hay sandías!
La noticia corría por todo el colegio,
manchándolo de pepitas negras, de
grumos rosáceos, de medias lunas
verdes, de gritos jubilos
llevaban dentro. Asomaban bajo las
tapas de la cesta de mimbre como
cabezotas curiosas que querían otear la
calle. Por la calzada se veían niños
comiendo rebanadas, la cara llena de
refregones rojos.
—¡Ya hay sandías!
—Se acabó; nos escapamos del
recreo. Es sábado y el lunes ya no se
acordará don Bartolomé. Hoy es la
fiesta de las sandías. Hay que avisar a
casa para que lleven para comer. Hay
que probarlas. ¿Quién se viene
conmigo?
Sólo formamos tres en torno a
Salvadorcito, porque los demás eran
incapaces de comprender la poética y
vital arenga. Y sin más dilación salimos
disparados por el portal a la calle, en
busca de la gran orgía de las sandías.
Desde siempre, los puestos de
melones y sandías, que son carros
desenganchados apoyados sobre las
varas, con el montón de frutos delante,
los colocan al principio de la calle del
Campo de Criptana. Junto al Juzgado y
el Ayuntamiento, en la calle de los
Muertos.
Llegamos los cuatro desbocados y
vimos diez o doce carros. La gente se
agolpaba alrededor de los montones de
sandías. Los vendedores, jubilosos,
voceaban, con la navaja en una mano y
una sandía en la otra:
—¡A cata y cala!
—¡A perra chica el kilo!
—¡Han llegado las de Tomelloso!
—¡Mueran las de Valencia! —
gritaba otro.
Las gentes señalaban en los puestos:
—Pésame ésa.
—Ésta, ya verás, puro jarabe.
Cuando el melonero abría la sandía
y salía bien roja, la enseñaba a todo el
mundo, orgulloso. El sol hacía brillar
casi como una luz aquella luna
sangrienta. Las pepitas negras, húmedas,
caían al suelo.
Los compradores tomaban entre sus
manos las sandías amorosamente,
sonriendo, como si fueran niños
pesadotes, infladas sus carnes de jugos
azucarados.
Como se parase una preñada ante el
puesto que estábamos y mirase
irresoluta la mercancía, el vendedor la
voceó:
—¿Quieres otro?
La gente empezó a reírse y ella
miraba a unos y a otros sin comprender.
Por fin cayó en la cuenta, se puso
colorada y marchó. Todos reían más.
Salvadorcito nos explicó el chiste
que había hecho el melonero, y añadió
que éramos tan tontos que creíamos que
los niños venían de París.
—¡Sangre! ¡Sangre! —gritaba otro
vendedor—. ¡Sangre fresquita! (Había
metido la mano en la pulpa de una
sandía aporreada y le caía el jugo
cárdeno dedos abajo, entre los pelos
negros de la muñeca).
Sentados en el poyo de la acera, dos
gitanillos descamisados comían
vorazmente una sandía reventada que les
había regalado un melonero. Hacían mil
guarrerías, restregándose las cortezas
por la cara, y sonreían. Las pepitas les
caían sobre las camisillas rotas, sobre la
carne cobriza.
Como un vendedor gordo viese a
dos furcias morenas, con moño y
vestidos de colorines y flores en la
cabeza que iban comprando, les dijo:
—Venid a mi puesto, rosaledas. Esto
sí que es carne fresca.
Ellas le hicieron un dengue. Y todos
se rieron… Y Salvadorcito, que lo sabía
todo, nos explicó lo de la carne seca y la
carne fresca.
Por todas partes se veían ir y venir
gentes con melones de agua. Algunos
guardias municipales iban sonrientes
con la primicia esférica entre las manos.
—Ahora la parten con el sable —
dijo Marcelino.
—¡Qué va!, no ves que se oxidaría
—respondió Salvadorcito,
despreciativo.
Como entre todos juntábamos hasta
un real, decidimos comprar una sandía
al hombre gordo que dijo lo de la carne
fresca.
—Pero no nos engañe usted —dijo
Salvadorcito.
El hombre sonrió y buscó una verde
clara con calvorota blanca.
—¿Ésta? Es puro azúcar.
—Sólo tenemos un real.
—Vale.
—Partámosla en cuatro trozos.
La gente empezó a reírse.
El gordo partió la sandía en cuatro
trozos con sólo dos tajos feroces y
precisos.
—Cuatro corazones. Ahí tenéis.
Y llegaron a nuestras manos, casi
temblorosas, aquellas cuatro lunas
restallando reflejos rosáceos, crujientes,
deslizándose las negras pepitas hasta el
suelo.
Nos fuimos hasta el borde de la
acera, más allá de los gitanillos, y
empezamos a morder la primera sandía
del año aquel, que se nos deshacía en la
boca, nos chorreaba por los labios y las
pepitas caían sobre el atadijo de libros
que habíamos dejado en el suelo.
Y cada vez llegaba más gente a
comprar sandías. Había corrido la
noticia por el pueblo y venían de todas
partes apresuradamente. Era buen año
aquel. Las chachas, con las cestas. Las
mujeres, enlutadas. Los gitanos. Los
hombres viejos, con las blusas negras,
husmeaban desconfiados. Los
vendedores cada vez voceaban más.
Y por fin llegó y se plantó ante
nosotros el padre de Antoñito, que era
veterinario y tenía bigotes. Se plantó
ante nosotros y empezó a mirarnos con
cara de estar enfadado de mentirijillas.
Llevaba un pantalón blanco con rayas
negras, una chaqueta oscura y un
sombrero de paja.
—¿Qué hacéis, barbianes?
Quedamos mirándole un poco
asustados por si nos regañaba. Por fin
habló Antoñito:
—Nos hemos escapado del colegio
para comer sandía.
Y el señor veterinario empezó a reír
escandalosamente.
—Pues, venga, comed, comed, hasta
que os salgan pepitas por el ombligo.
Y reía más.
Y nosotros, jubilosos por su actitud,
dábamos bocados desaforados a
nuestras lunas de sangre.
Empezó a oírse una guitarra y la
gente fue hacia allá. El veterinario miró
con gesto despistado hacia el viejo que
tocaba. A poco, una niña que había junto
al viejo empezó a cantar con una voz
muy aguda:
Marianita salió de paseo
y al encuentro salió un militar,
y le dijo vuélvase a su casa,
que un peligro la puede matar.
Conforme oía, el ceño del
veterinario se fue frunciendo. Ya no nos
hacía caso.
Marianita volvióse a su casa,
y al momento se puso a pensar
si Pedrosa la viera bordando
la bandera de la libertad…
—¡Uf! —gritó el señor veterinario
—. República, republicanos…
¡Marianita Pineda de los…!
Y se volvió hacia nosotros con gesto
furibundo y me miró a mí, que era de
familia republicana (estoy seguro), y
dijo:
—Os aseguro, niños, que como
venga la República se acaba todo, hasta
las sandías.
Y marchó con las manos atrás,
disparado, entre la gente que se
aglomeraba ante los puestos de melones,
y ante el ciego y la niña.
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