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HIMNO A TOMELLOSO

viernes, 22 de septiembre de 2017

El Reinado de Witiza [Viernes] Plinio (Fº Garcia Pavón)



Plinio no durmió bien aquella noche, como solía ocurrirle siempre que tenía un caso penoso. Daba vueltas y más vueltas en la cama con la hechura de aquel muerto aspeándole en el magín… Lo veía propiamente con su nariz aguileña, boca sumida, el pelo blanco bajo el capuz del sudario y las manos cruzadas. «Son manos —se decía— de hombre que ha trabajado poco… Y hasta se adivinaba, en lo posible, aire de hombre bien visto…». Lo que le inquietaba de manera obsesiva era la creencia de que no había examinado con detenimiento las tablas del fondo del cajón, por si había en ellas alguna marca disimulada… «Pero allí están… No creo que las tire Matías».

Su mujer, despertada por el bulle bulle de Plinio, le dijo con voz dormilona: —Duérmete, Manuel, que mañana será otro día, y podrás disfrutar con tu muerto todo lo que quieras. Plinio se dio media vuelta y no respondió. Ella siguió monologando: —Así que tiene crimen es una azogue… Y si no lo tiene, no hay quien lo aguante de puro desabrimiento. —Anda, déjame. Vete al barrio norte. —¿Pero qué dices? —Na… Cosas mías. «… ¿Cuántos días haría que trajeron el bulto? —seguía pensando Plinio—. Lo del embalsamamiento quitaba posibilidad de cálculo afinado. Y el forense tampoco parecía muy ducho, y era natural, en estas lides. El dato más orientador lo dio Matías cuando dijo que el tabiquillo del nicho “era bastante reciente”… Me parece que ésta va a ser mucha obra para tan menguado operario… ¡Pero, coño! Ahora que no me oye nadie, yo he sacado ascuas muy grandes del fogón criminal para que ahora se me encoja la tripa tan de mañana». Apenas cuajó Apenas cuajó el día, se despertó sobresaltado y, antes de recomponer las ideas, se tiró de la cama. Salió en calzoncillos al corral, sacó del pozo un cubo de agua y comenzó a chapotearse. Con el ruido, se despertó la mujer y apareció en camisón: —No se te ocurrirá marcharte sin afeitar y sin lavarte con jabón, que hoy vas a estar todo el día entre gentes de corbata. —Mujer, si esto es para quitarme las telarañas. Se entró en el cuarto y a poco apareció rasurado, con el uniforme azul bien planchado y el cigarro en la boca. Mientras le echaba un vistazo a la higuera, la mujer le sacó una copa de Chinchón. Se la tomó de un trago y marchó a desayunarse a la buñolería de la Rocío.

Cerca de la calle del Mercado encontró a Murrio, el pregonero, que caminaba con ojos de sueño y el redoblante malísimamente ceñido. —¿Cuántas veces echaste el pregón? —le dijo a manera de saludo. —Pos diez o veinte. —¿Diez o veinte? —Pongamos quince. Y no padezca, que más gente va a ir a ese muerto que a la feria de Albacete. Ahora en el mercado voy a darle unas cuantas repeticiones. —Está bien. —Y hablando de todo un poco, señor Manuel, ¿me deja usted un cigarro?, que el estanco está todavía cerrao y voy con una basca de fumar que no me tengo. Plinio le largó un «Celtas», que el pregonero encendió rápido y luego chupó con tanta ansia como si del «Celtas» saliese el mismísimo chorro de agua de la vida eterna. Todavía, antes de dar un paso, dio un par de chupadas tan enérgicas que Plinio, compadecido, le metió otro cigarro en el bolsillo y lo despidió con una palmada en la espalda, diciéndole: —Anda Murrio, despabila, que tienes mucho cuento. Murrio siguió camino con la lumbre en la boca, y antes de llegar a la esquina, para demostrar su eficacia, comenzó a batir el tambor. Plinio se detuvo para escuchar el pregón que Murrio voceó así, con tono de salmodia: «Se pone en conocimiento del público en general, que en la “Sala Depósito”, sita en el Cementerio Católico de esta ciudad, se halla expuesto el cadáver de un hombre desconocido. Comoquiera que se desea su identificación, se ruega a cuantos lo deseen que comparezcan en el referido Depósito, por si alguno pudiera ayudar a la autoridad judicial con su información».

Cuando Plinio entró en la buñolería de la Rocío no había un solo cliente. La mujer, con sus manguitos blancos, muy repeinada, y los labios bien pintados, se entretenía en ordenar las roscas sobre el mármol del mostrador. —Venga, Manué de mi arma y desayune presto, que voy a serrá en seguidita, porque tengo que ir corriendo a ver ese muerto tan precioso que tenéis ustedes en el escaparate… ¡vamo!, digo. Ya lo puede mandar el señó Jué o el súrsum que mi menda no ve más muertos que los de la familia… mu cercanita… Esto é Manué, se lo dice la Rocío, lo nunca visto. ¿Desde cuándo se llama a un pueblo entero a ve un fiambre? Estáis ustedes majaretas perdíos. —Venga, venga, ponme el café y calla. Tú que sabes. —Claro que sé. Y eso eé una demasía… Amás que me tié usté mu desilusioná. ¿De cuándo acá ha necesitao usté que le digan quién es el muerto? ¿Es que no tiene más talento que Cardona pa adivinarlo toíto sin necesidad de poner bando? Así da gusto. Que le digan a usté quién es el muerto, quién lo mató, quién lo trajo y dónde están los asesinos… y a cobrá que son dos días. Entraron dos mujerucas hablando también del muerto, y la Rocío hizo punto quedándole cara de rafita. La verdad es que Plinio, a pesar de estar tan acostumbrado a las bromas de la Rocío que tanto le quería, esta vez quedó un poco mosqueado. La buñolería se llenaba de gente y don Lotario no venía. Quien sí llegó y con los ojos soñolientos, fue Calixto el escultor —que ya estaba en el pueblo de vacaciones— con Albaladejo el fotógrafo. El hombre entró con su sonrisa angélica, gorda la cabeza, largo el pelo y la corbata de lazo hecha con una cinta negra muy estrecha. —Me ha dicho Albaladejo —espetó el escultor antes de saludar— que va a hacer unas fotografías al difunto y he pensado que yo podría sacarle una mascarilla. ¿Qué le parece, Manuel? —Por mí no hay inconveniente. Supongo que el médico no pondrá reparo. —No, ya hablé con él. —Pues bueno. Haz la mascarilla. —Entonces voy ahora mismo a por los preparativos. —Muy bien. Y salió sin mirar a nadie. Obsesionado. Albaladejo, con las cámaras colgadas del hombro, pidió un café con churros. Y apenas comenzó su parla con el Jefe, el coche de don Lotario paró en la puerta. El hombre venía radiante. —A los buenos días. ¿Sabes lo que he echado en el coche, Manuel? Un bloc. —¿Para qué? —Para tomar nota de los comentarios interesantes que hagan los visitantes del muerto —y miró a Plinio con aire de cuervo dotado del don de la risa. —Me parece muy bien. A la Rocío se le notaba gana de meter baza, pero era tanta la demanda de churros y buñuelos, que en otros sitios llaman porras, cohombros y tejeringos, que no se daba abasto.

Cuando el fotógrafo acabó su colación y dejaron los dineros sobre el mármol grasiento, tomaron soleta. —¡Adiós, linces…! Lo mejó será que resusitéis ustedes al muerto para que les diga quién es —les gritó la Rocío. Plinio, desde la puerta, se volvió y le hizo con cierto disimulo un corte de mangas. Ella quedó riendo tanto que le saltaban las lágrimas. Camino del Cementerio vieron a numerosos madrugadores que ya acudían al reclamo del pregón. —Yo no sé, Manuel, si saldrá algo de este concurso público, pero va a ser más divertido que una boda. En el zaguán del Cementerio esperaban algunos curiosos. Matías no había querido abrir la «Sala Depósito» hasta que llegaran las autoridades. Los que allí estaban se volvieron al ver al Jefe. —Abre, Matías, y que no entre nadie hasta que hagamos las fotos. Maleza y dos guardias llegaban aspeando campo traviesa. Plinio esperó a que estuvieran a voz. —Conforme vayan llegando que formen cola para entrar en el Depósito. —Sí, Jefe. —«Éste no marra una…» «Éste lo saca todo…» «Sabe más que Lepe…» «Si hubiera tenido cuartos, otro gallo le cantara…» —comentaban los curiosos al oír las órdenes de Plinio. Manuel y don Lotario entraron con Albaladejo. El camposantero abrió bien las contraventanas del Depósito y el gran cuarto se anegó de luz. El fotógrafo quedó mirando muy astuto el cuerpo que yacía sobre la piedra. Hubo un momento que pareció que Albaladejo iba a decir algo, pero debió pensarlo mejor, y sin más dilación, preparó los trebejos. —Hazle varias de frente y perfil a distintas distancias… Y esmérate, que tu obra va a salir en todos los periódicos de España. —Sí, Jefe. Y el puñetero del fotógrafo empezó a «flashear» por uno y otro lado con mucha dinámica y flexiones de piernas. En un rincón estaban todas las maderas del embalaje, que Plinio se entretuvo en mirar y remirar. Llamaron en la puerta con los nudillos y abrió don Lotario. Era el Faraón con su mujer y una hija, que entraron con gran respeto. —A los buenos días… que traigo a las mujeres por si ellas, que son más fisgonas, pudieran dar señal. Las dos miraron al muerto, entornando los ojos la madre y abriéndolos mucho la moza, durante un buen espacio. —¿Qué? —les preguntó el Faraón. —No lo conozgo —dijo la mujer. —¿Y tú, Fuensanta? La moza meneó la cabeza sin decir palabra. —Pues viaje perdido. —Daremos, si no, un paseo por el cementerio ya que hace buen oraje. —Hala, como queráis. Veis con Dios. Y salieron las dos sin apenas saludar. —Yo creo que ya tengo fotos para una exposición. —Pues anda, corre y revélalas al contao. Y en cuanto estén, las llevas al Juzgado. —Vale. Hasta luego. Y salió el hombre, sujetándose las cámaras al costado para que no le haldearan.

A la luz del sol a Plinio el muerto le parecía más distante que con las sombras de la noche anterior. Le daba la impresión de algo inasible y hermético. Nunca había sentido con tanta intensidad la indiferencia y cosificación que sugiere un cadáver. —Venga, Matías, abre. Que entre el personal. Y en una fila muy bien formada empezaron a entrar gentes, que muy despacio iban dando la vuelta a la mesa de autopsias hasta salir de nuevo por la misma puerta. Don Lotario, bloc en mano, esperaba las declaraciones. Plinio también se quedó junto a las tablas observando a los que llegaban, que por cierto todos arrastraban los pies. La mayor parte eran mujeres que solían persignarse al pasar ante el cuerpo. También había mozuelos y algunos viejos. —Tiene el aire de los Migas —dijo una mujeruca de pañuelo negro a la cabeza, luego de acercarse mucho a la cara del cadáver. —¿Qué Migas quedan vivos de esta edad? —preguntó la que iba tras ella, una gorda desenvuelta. —Hija mía, yo no sé si quedan Migas vivos o no, pero bien que los recuerdo. Y tenían todos esta cama de nariz y un solar de cara tan alongado como el de este cristiano que Dios haya. —Antes que a los Migas, me recuerda a mí a los «Rodrigones», aquellos de la quijada tan caidona, los del pleito por el solar de la Elia, que se marcharon a las Américas cuando ganaron los Nacionales. —Éste tiene un aire más señor que aquellos Rodrigones, que todos fueron carne de cepa… Uno de ellos andaba desnivelado de hombro, como si fuera a caerse. ¿No te acuerdas? —Anda, anda, lo cierto y fijo es que no lo conocemos, porque el hablar de aires es hablar de la mar. Y el señor Plinio, ¿a que sí? —dijo mirando al guardia—, lo que desea es certificación cierta del endeviduo. Plinio sonrió como asintiendo y las dos mujeres salieron en el tren de la cola con su parla entreverada de Rodrigones y Migas esfumados, según decían. Al cabo de un buen rato de desfile sin relieve, un guarda jurado llamado Anastasio, famoso por sus bravatas, con el sombrero hasta los ojos y la boca de raja de melón, vestido de uniforme de pana con vivos rojos, destacando su autoridad, se salió de la cola al pasar ante Plinio y le dijo en tono confidente: —Yo sé quién es el finado. —¿Seguro? —Seguro como que estamos aquí ahora mismo. —¿Quién es? —Un forastero que estuvo en el pueblo la última feria. Lo vi muchas veces pasear solo, mirando a todos lados con curiosidad, chateando a menudo; no hablaba con nadie. Era alto, con el aparejo de éste. Mu serio y bien trajeao. —¿Dónde vivía? —No sé qué decirle. Siempre me lo encontraba por la calle, sin prisa y sin compañía. —¿Y no lo habías visto antes? —No, pero como la feria pasada holgué toda la semana, lo vi con mucha repetición, y como mi vista es buena se me quedó bien grabado. Ahora nada más entrar y ver el muerto, se me revino a los ojos la imagen de aquél. Plinio le dio una palmada en la espalda en señal de despedida y Anastasio marchó repleto de orgullo. —Yo lo apunto todo, Manuel —dijo don Lotario guiñándole el ojo. —Hace usted bien. Seguía la cola por la amplia sala, y Plinio de vez en cuando se salía a respirar un poco. Por los paseos del Cementerio arriba seguía subiendo gente engalgada por la bacinería. Una de las veces que Plinio se oxigenaba oyó que alguien lloraba dentro. Se asomó un poco y entre las cabezas de los que entraban vio a un mozo que, arrodillado a los pies del muerto, decía entre gemidos: —¡Ay, padre mío! ¡Ay, padre de mi vida! ¡Tanto tiempo esperándote y luego, mira! ¡Ay! Dos hombres forcejeaban para levantarlo: —Pero, venga, muchacho, qué retahíla es ésa. Si tu padre no es éste ni por sueño. —¡Que sí es, que sí es! —gritaba el mozo sin dejarse arrastrar. Por fin, casi a empujones, lo sacaron del Depósito y lo sentaron en una silla rasa que por allí había. El mozo, despechugado por las ansias, lloraba con ambos puños en los ojos y enseñando sus dentones amarillos. —No le paíce a usted la perra que ha cogío el sinaco —dijo una mujer muy alta, mirando a Plinio.

Uno de los que asistían al llorón le puso un cigarro en la boca, se lo encendió con su chisquero y casi por ensalmo el «sinaco» dejó de llorar. Chupando del pito quedó con la mirada perdida. Como el pobre, mal vestido y mal calzado, ni que decir que jamás lavado, tenía el pantalón abierto, algunas mujeres empezaron a reírse diciéndole aquello de «a jaula abierta…». Pero él seguía en la luna de sus chupadas y humaredas. Plinio se acercó a él, le metió en el bolsillo un par de «Celtas» de los que llevaba para el servicio y empujándole un poco le puso en camino del pueblo. Se alejó canturreando, con pasos mal avenidos y sin quitar la atención del cigarro. Alguien volvió a repetir que tenía aire de Migas y, muchos, que aquella cara «les sonaba». Hacia mediodía, de todas las declaraciones espontáneas, la única que parecía haber escamado a Plinio fue la de Anastasio, el guarda jurado. Por eso mandó al cabo Maleza que convocara por teléfono mismo a los dueños de todas las pensiones, fondas y posadas del pueblo para que acudieran a la exposición del muerto. Luego llegó el escultor Calixto en bicicleta, con los apaños para hacer la mascarilla en una caja de cartón que traía amarrada al «porta». —Ya estoy aquí, Jefe. —Tendrá usted que esperar un poco a ver si se aclara esto… Supongo yo que a la hora de comer remitirá la parroquia. Y podrá usted trabajar a gusto. —No faltaba más. —Y apoyando la bicicleta en la pared se puso a contemplar el paisaje dando paseíllos cortos. Luego sacaron a una moza mareada. La sentaron en la silla y le humedecieron la frente con un pañuelo. Estaba completamente pálida y con un cierto sudor. Cuando al fin abrió los ojos preguntó qué le había pasado. Se reanimó, y del brazo de otras dos marchó caminando despacio. … Hacia la una del día empezaron a clarear las visitas. Plinio dio permiso al escultor para que entrara a su labor y don Lotario salió con su bloc lleno de apuntaciones que fue mostrando al Jefe. Al cabo de un poco salió también el Faraón. —¡Coño, qué incertidumbre! —¿Qué te pasa, Antonio? —Que no sé si quedarme ahí dentro viendo al Calixto hacer la máscara o que nos fuéramos a tomar unas cervezas fresquitas. —Tú verás. Don Lotario y yo nos apuntamos a las cervezas. —Pues eso. Tomaron el «seiscientos» y tiraron hacia el pueblo. —Vamos al otro casino, al de Tomelloso, que no habrá gente a estas horas y podamos estar tranquilos, digo yo —sugirió Antonio. —Sí. Mejor será. —Tengo metido en el colodrillo la cara del muerto de la puñeta. Como que desde ayer tarde no he mirado otra cosa…

El salón del Casino de Tomelloso estaba vacío, como esperaban. Pascual, el camarero, único viviente, dormitaba en un sillón. La luz refina que se filtraba por los cristales esmerilados de la montera, obra maestra de Luis el del «Infierno» en sus años de plenitud, cuajaba un ambiente suave, de sol invernizo, delicado. Se sentaron los tres hombres bajo el espejo de la izquierda, y como Pascual no despertase con el ruido que hicieron al entrar, se pusieron de acuerdo para dar palmas a la vez a ver si conseguían aventar el modorro que tenía tan derrotado al camarero. Éste, al oír los múltiples y esforzados aplausos, dio un respingo cachorril, se restregó ambos ojos con iguales manos, y luego de orientarse de qué parte del gran salón le venía el manoteo y la guasa, se puso el paño al hombro, tomó la bandeja bajo el brazo como un broquel y fue hacia ellos. —¡Venga, chico! —le dijo el Faraón—, ¿es que estuviste anoche «anca ésas»? —¡Qué va!, estuve de vela por el puñetero del muchacho que lloró hasta el amanecer. Ha llegado tardío, pero con unas ganas de pasacalle que pa qué. Luego que trajo Pascual las jarras de cerveza y unas gambas a la plancha, los tres hombres se aplicaron a ellas con gran gusto. Sacó luego Plinio el «Caldo de gallina» de los amigos, y empezaban todos a liar cuando se vio moverse la puerta giratoria y en seguida apareció Alcañices, muy prisoso. Al verlos sentados bajo el espejo, puso cara de gusto: —Menos mal que les encuentro — dijo a manera de saludo. —¿Pues qué pasa? —le preguntó Plinio. —Nada, hombre, un negociejo que se me ha ocurrido. —Siéntate, negociante —le dijo el Faraón. Alcañices era un menestral muy emprendedor. —¿Y vienes a pedirnos financiación? —le preguntó Plinio. —Nada de financiación. Vengo a pedirle permiso a usted, Jefe. —¿De qué se trata? —Poca cosa, pero que puede dar hilo… Verá usted: he visto al artista Calixto haciendo la mascarilla del difunto anónimo y me ha dicho que usted le autorizó. Entonces yo he pensado que me hiciera a mí una copia. Y ha dicho que sí. ¿Sabe usted para qué? —No. ¿Para qué? —Para fabricar caretas, hombre de Dios. Si está claro. —¿Caretas de máscara? —Quiquilicuatre. Plinio se pasó la mano por la nuca como buscando una razón, pero se le adelantó el Faraón. —Pero, oye, so chalao, si estamos en junio y para carnaval falta la intemerata. —No importa. —Sí importa, porque en carnaval ya se habrá olvidado todo el mundo del cadáver anónimo, como tú dices. —¿Qué tendrá que ver una cosa con otra? A la gente, ¿comprende usted?, le está haciendo mucha impresión este muerto… Máxime que lo va a visitar medio pueblo… Y un recuerdo de estas cosas siempre gusta. Y, claro, como las mascarillas son muy caras, pues la gente comprará caretas…, que el ponérselas o no ya es otro cantar. —¿Entonces, tú crees que pones en el mercado un puesto de caretas en pleno junio y te las quitan de las manos? —dijo el Faraón con sorna. —Como rosquillas, sí señor. Yo conozco la fantasía fúnebre de la gente. —Allá tú. Pero yo no lo veo claro. —Usted, Jefe, ¿me autoriza o no me autoriza? —Yo sí; no faltaba más. Pero piénsalo. —Está pensao. Me voy. —Pero, hombre, mascarero, tómate una caña. —Se agradece. ¡Abur! Y salió de pira. —¡Anda con Dios! Va como si ya las tuviera en el horno. —¿En el horno? —preguntó Plinio. —Es un decir. —Está el pobre como una turbina. Las muertes misteriosas sacan a la gente de quicio. Consumidas las cervezas y las divagaciones sobre el negocio de las caretas que se prometía el industrial Alcañices, decidieron irse a comer. El Faraón marchó a pie desde el Casino y don Lotario llevó a Plinio en su coche. Por cierto, que cuando pararon en la puerta de éste, tuvo lugar una corta plática que merece copia. —Manuel, te encuentro muy raro en este caso. —¿Raro? —Sí. Lo estás tomando como a chacota. No entras en él seriamente, salvo que me estés engañando. —¡Qué le voy a engañar! Y de chacota, nada. Sencillamente es que no sé por dónde meterle mano. No hay carne que sajar. Estoy con las narices abiertas esperando que me llegue algún viento aprovechable… Creo que estamos operando como requiere el caso, pero hasta ahora no pinta el juego… Este negocio no ha dado la cara todavía, sin duda porque en él hay algo raro, algo fuera de lógica. —En fin, como tú quieras. —De verdad, don Lotario, que estoy in albis, como usted dice. —De verdad, Manuel, que tampoco te interesa mucho el muerto. —Ni me interesa ni me deja de interesar. Que no lo entiendo, eso es todo.

El veterinario hizo un gesto ambiguo. El Jefe, sonriendo con aire comprensivo, entreabrió la puerta del coche y dijo a manera de saludo: —Bueno, en comiendo nos vemos en el San Fernando a tomar café. En el Casino de San Fernando, a la hora del café, el Faraón era la figura del día. Su tertulia habitual, acrecentada aquella tarde, era un jubileo. Todos le hacían chistes sobre el «muerto que le habían echado los Reyes», que había «realquilado», que «venía a darle el último aviso»… «Que vaya muertazo que le habían dado»; que si de corredor de vinos «se había trocado en corredor de difuntos»… «Que no hay muerto que cien años dure»; que «si le debía algo», «que vaya mensaje», etc. Antonio, a su vez, con mucha calma y entre sorbo y sorbo de café, contaba los accidentes de la jornada. Lo del mozo que decía que el muerto era su padre. Lo de Alcañices, el de las caretas… El hombre estaba eufórico y se las prometía felices en los días que podían faltar hasta dar a su muerto el destino final. —De verdad que no va a haber otra feria como ésta en mucho tiempo. ¡Qué tiberio! En éstas estaba cuando llegó Albaladejo con copias de las fotografías que habían enviado a «Lanza», el diario de la provincia. Primero se las mostró al Faraón y todos se las pedían para verlas. Albaladejo, al observar el rumbo tan torcido que podía tomar su pensado negocio, dijo con alarma: —Paso a paso, señores. De escaparate sólo ésta. Las demás, a tres duros la que tiene el muerto de frente y a dos duros la que lo tiene de perfil. Al oír lo de los duros, se retrajeron las peticiones y surgieron algunos comentarios defensivos: «Quiere comerciar con el fiambre, el puñetero retratista». —Cada cual a lo suyo, mangas verdes —dijo al comentarista. Y lejos de amilanarse, se creció. Y subiéndose a una silla empezó a vocear con energía inesperada: —¡Fotografías del muerto! ¿Quién quiere? A tres duros las de frente, a dos las de costao. —Venga, dame a mí una de cada postura —dijo el Faraón alargando cinco duros al artista. —Dos para don Antonio. ¿Quién quiere más? Y poco a poco, aunque con bastante reúma, comenzaron a menudear los compradores. Algunos se quedaban indecisos, asomándoles el canto de la moneda entre los dedos y el bolsillo, con el entrecejo calculador. Otros parecían decididamente remisos y bajaban los ojos desentendiéndose de la oferta. Los más pillos procuraban verlas gratis sobre el hombro del comprador que tenían más a mano. Llegaron Plinio y don Lotario cuando el comercio de fotos estaba en su auge. El Faraón, que estaba en el colmo de la euforia con todo aquel ambiente y había pedido una botella de coñac Peinado para todos sus amigos, con gran esfuerzo, como correspondía a su humanidad, se levantó y fue hacia el Jefe y acompañantes mostrando las fotos: —Las efigies… Aquí están las efigies. Plinio se puso las gafas y las miró con detención. —¿A que ha salido muy propio? —Desde luego no ha salido movido —dijo un chusco. Con la llegada del Jefe y de don Lotario se animó el corro de la bolsa fotográfica y había demanda por todos los flancos. Albaladejo parecía que venía forrado de retratos, porque se los sacaba de todos los bolsillos y pliegues de su cuerpo. —¡A diez y a quince! Plinio y don Lotario se sentaron en la tertulia del Faraón y a cuenta de éste, que estaba tan contento como si en vez de muerto matutero le hubiese tocado la lotería, pidieron café y puro, más la copa de coñac de la botella que estaba en ronda. —¡Se acabó lo que se daba! —dijo Albaladejo también pimpante—. Me voy al contao a mi laboratorio a hacer más copias. —Oye, operario —llamó el Faraón a Albaladejo—, haznos una foto al Jefe, a don Lotario y a mí en recuerdo de este día. —No faltaba más —dijo el chico preparando la máquina y el flash. El Faraón, que estaba entre las dos autoridades, pinzó con cada mano una foto de manera que se viesen bien y añadió con voz de broma: —Dispara, chico, que ya estamos todos. Cuando alumbró el flash y se deshizo la escena, muchos se reían. A Plinio no le parecía mal que todas las gentes del casino estuvieran mirando y remirando las fotos del muerto. A ver si salía algo. La atención de muchos de los que estaban por aquel rodal, que es el de la izquierda, conforme se entra en el salón de abajo, se centró de pronto en Aurelio Carnicero, hombre prosopopéyico y de aventajada estatura que, con las gafas puestas y entre las manos las dos fotos, decía algo con tono muy radical y convincente: —Sí, hombre. Completamente seguro. Con cuarenta años más, pero ésta es su cara. Como si lo estuviera viendo. Levantó los ojos sobre las gafas, miró hacia el Jefe que estaba a seis u ocho metros, y avanzó luego hacia él con pasos muy seguros y sin dejar de hablar ante la expectación de todos, con aquel tono oratorio que se gastaba: —¡Pero Manuel! ¿Cómo no lo has reconocido? Si es de tu tiempo. Pues pocas veces lo verías tú. Yo era un muchacho y no se me ha despintado. Y se detuvo a unos dos metros del Jefe, con los brazos semiabiertos y el gesto muy teatral, consciente del interés que despertaban sus palabras y actitudes.

Plinio, con el puro en la comisura y un ojo guiñado obligado por el humo, lo miraba y oía sin especial interés. —Yo, vamos —continuó Carnicero —, esta tarde iré a ver el físico del finado, pero con la mera fotografía me sobra y me basta… Y usted, don Lotario, ¿tampoco lo ha reconocido? —dijo señalando de manera inculpadora al veterinario. Éste, encogiéndose más de lo encogido que solía estar siempre, negó tímidamente con la cabeza. Y luego que Aurelio Carnicero mostró su decepción ampliamente, dio otro paso adelante, se encaró con el Faraón, y le preguntó con aire muy de fiscal: —Y tú, Antonio, ¿tampoco lo has reconocido? El Faraón, que ya estaba preparado, inundó su cara con toda la socarronería que le era habitual y dijo: —¿Pero tú crees, Aurelio, que si yo lo conociese íbamos a haber armado todo este tiberio? ¡No me seas de la Ossa, hombre de Dios! Como el tono de la respuesta faraónica echaba por tierra tanto énfasis del demandante y tanta suspensión de la concurrencia, Aurelio Delgado, un poco corrido, cortó la larguísima goma de su alegato y cantó el nombre: —Éste es, para que lo sepáis todicos, don Ignacio de la Cámara Martínez, el de la Casa de Miralagos…, el mismo que viste y calza… Quiero decir, el mismo que vestía y calzaba. Y dicho el mensaje, quedó fijo en su lugar, con el gesto rebosante de razón, una mano apoyada en la cadera y la otra al frente con las dos fotografías enhiestas como si hubiera cantado las cuarenta con unos naipes desmesurados. Al escuchar aquel nombre, la mayor parte de los contertulios quedaron desconcertados, con cara de no recordar o no conocer al personaje mentado. —Sí, hombre, sí —achuchó Aurelio. Y en seguida, dirigiéndose a don Gerardo, el más viejo de la tertulia: —Fíjese usted bien, don Gerardo. Fíjese bien usted, que tanto trató a la familia. Don Gerardo, luego de mirar los retratos con gesto escéptico, dijo: —Yo… y todos dejamos de ver a Ignacio hace unos cuarenta años, si no me equivoco. Cuando debía tener él unos veinticinco… No es fácil pensar en él ante la fotografía del cadáver de un hombre que muy bien puede tener setenta. —Esa frente, esa nariz volandera, ese labio largo son los de don Ignacio de la Cámara Martínez… Ya sabe usted que tengo muy buena memoria. —Si no te digo que no —recalcó don Gerardo el farmacéutico— pero que yo no lo reconozco. Aurelio se quedó con los retratos un poco en el aire, como sin saber a quién atacar después de las razones del boticario y volvió con ellos a encañonar a Plinio: —Y tú, Manuel, ¿qué dices ahora? —Digo lo mismo que don Gerardo. Puede ser. Además, yo no recuerdo en absoluto la cara de don Ignacio… La última vez que lo vi fue el día del accidente de su mujer, el año treinta, o cosa así, y tengo una idea muy remota de su rostro. —Además —dijo el Faraón—, la familia de la Cámara tiene un panteón muy bueno en Argamasilla, para que vengan a dejar su cuerpo en el nicho de un pobre corredor de vinos. —Ése es otro cantar. Pesquisas que entran en el terreno del poder judicial y del ejecutivo en los que yo no me meto. Allá Manuel y el señor Juez. Aquí estamos ahora en el momento de la identificación de la víctima, o no víctima. ¿Me expreso?… Y a ello me atengo. Además, a las pruebas me remito… Nada más fácil que buscar fotografías de don Ignacio, que en el pueblo habrá muchas, y establecer cotejo. Plinio asintió con la cabeza. Y al ver los socios del San Fernando presentes que remitía un poco el debate público, surgieron comentarios por varios lados. Aurelio comenzó a recordar a los más próximos la vida de don Ignacio Martínez de la Cámara, que prometía ser un buen capítulo, pero en éstas entró el cabo Maleza, y se acabó la ocasión para Plinio y don Lotario. El cabo, aproximándose al Jefe y luego de saludar sosamente, le dijo: —Que están allí los fondistas esperándole. —Está bien. Vamos para allá. —¿Volvemos al tajo, entonces? —le preguntó el Faraón, que estuvo a la escucha del recado. —Volvemos —confirmó Plinio levantándose. —Bueno, señores, hasta más ver. Y a ti, Aurelio, muchas gracias por la pista. —Nada, hombre. Ya te digo. Estoy seguro. Ahora, dentro de un rato, en cuanto se eche un poco el sol, voy yo para allá. —Como quieras.

En el zaguán del Cementerio ya había otra vez grupos de curiosos. Por los paseos, animación de ir y venir. El tiempo se había caldeado mucho y en algunas eras próximas andaban ya en las faenas de trilla. Apenas bajaron del «seiscientos» se fue hacia ellos Enriquito, el de la Fonda de Marcelino. —¿Hay más del ramo? —le preguntó Plinio. —Sí, hay otros dos o tres. —Búscalos, Maleza. Cuantos había allí miraban a Plinio con curiosidad. La gente modesta sentía el orgullo de que Plinio fuera de los suyos. Los adinerados consideraban también que, de cierta manera, Plinio les pertenecía. Manuel González, alias Plinio, «el primer listo del pueblo», como solía decirle Ángel García, era profeta en su tierra. Todos le querían y admiraban a pesar de que era poco «alujero» y en cuanto a ideas y criterios, solía tener su alma en su almario y no se dejaba arrastrar por esos ventisqueros de cabeza que echan a cada nada las masas de un rodal a otro. Mientras venían los demás fondistas, Plinio, arrimándose al grupo más próximo, preguntó: —¿Qué, habéis visto al difunto? —Sí —contestó uno de ellos. —¿Os dice algo? Algunos menearon la cabeza. Uno aventuró: —Fijo que es forastero. —Lo que se ve claro es que es señorito —apuntó otro, con aire de hombre de oficio. —¿Por qué? —Hombre, porque presenta el pellejo muy liso, sin trazas de haberle dao el sol. Llegó Maleza con los otros hospederos. Plinio, con discreción, los apartó un poco, y les contó la causa de la llamada. —Me han dicho que por la feria del año pasado hubo aquí un forastero alto, de empaque parecido al del muerto, que iba y venía por todas partes sin hablar con nadie. ¿Alguno de vosotros recuerda haber tenido en su casa un hombre así? Varios de ellos negaron lentamente. Y Enriquito se reservó. —Pensadlo bien. —¿Tú qué dices, Enrique? —Allí en mi casa sí hubo uno de esas señas. Alto, con traje oscuro de verano. —¿El muerto te lo recuerda algo? Hizo un gesto ambiguo. Y luego se explicó. —Podría ser… pero tanto pelo blanco como éste tiene me despista… Se prestaba el pelo así de un lado a otro para taparse un poco la calva… Claro que se podía teñir. —¿Tú hablaste con él? —Poco. Era hombre muy silencioso. Algunas veces preguntaba por gentes que ya habían muerto o que eran viejas… Y también preguntaba por sitios. Recuerdo que un día estaba mirando a la parte donde estuvo la ermita de San Francisco. Y me preguntó que cuándo la había quitado y por qué. —¿Pero te dijo si era del pueblo? —No. No lo dijo ni yo le pregunté. No era hombre de conversación fácil. Tampoco yo lo procuraba mucho, porque ya sabe usted que en ferias tenemos muchas prisas. —¿Guardarás la ficha para saber cómo se llama? —En el libro de entradas debe estar. —Procura recordar todo lo que sepas y luego me buscas. Enriquito se quedó callado como si no tuviera más que decir, pero de pronto —era su tic—, cuando menos se esperaba, volvía a soltar un chorrito de palabras: —… Un par de días estuvo un poco enfermo y lo visitó don Saturnino. —Eso está bien. Volvió a quedarse callado mirando al suelo. Todos esperaron por si decía algo más. Y cuando parecía que no, resultó que sí: —… Con el que hablaba bastante y lo acompañaba a veces era con Andújar, el de las maletas. —También vale. De nuevo esperaron por si volvía a hablar, pero resultó que no. El hombre sacó un cigarrillo, lo encendió, y puso cara de haberse despreocupado del asunto. —Pues muchas gracias a todos por haber venido —dijo Plinio a los fondistas. Y luego, dirigiéndose a Maleza: —Búscame a Matías. La gente entraba y salía de la «Sala Depósito». —Pase usted, don Lotario, a oír qué dicen. Yo voy con Matías a ver por dónde pudieron entrar el cajón dichoso. —Está bien, Manuel. Ya me contarás. Llegaba Matías, sacudiéndose las manos: —¿Qué se le tercia? —¿Estabas trabajando? —No corre prisa. —Vamos a dar un paseo por el Cementerio. Quiero que hablemos. Matías miró con suspicacia al guardia. —Como usted quiera. —Espéranos aquí, Antonio. —No faltaba más. Voy a hacerle una visitica al pobre, a ver si ha cambiado de postura. Entraron en el Cementerio Viejo. Plinio aprovechó para desabrocharse la guerrera del uniforme azul de invierno, que ya resultaba molesto. —¿A qué hora os acostáis, Matías? —¿Que a qué hora nos acostamos? —Eso es lo que pregunto. —Hombre, pues cuando acaba la televisión. A las doce poco más o menos. —¿Y cierras las puertas del Cementerio? —Claro, eso ni se pregunta. —¿Todas las noches? —Todas. Antes de entrarnos a cenar. —¿Y tus hijos no salen de noche? —Los sábados van al cine… O donde sea. —¿Y cómo abren? —Tienen la llave de la puerta de mi casa y para nada tienen que entrar al camposanto… Bueno y puedo yo preguntarle ¿y to esto a qué viene, Jefe? —dijo, parándose y pasándose la mano por la cara con barba de una semana. —¿Cómo crees tú entonces que pudieron pasar el cajón hasta el nicho de la familia del Faraón? —dijo Plinio por toda respuesta. —No sé. Los candaos de las otras puertas y las cadenas estaban sin tocar. Y las paredes del cementerio son muy altas como para poder maniobrar con ese cajonaco. Sería menester una grúa. —Es que la cosa es grave para ti, Matías. —¿Para un servidor? —Hombre, claro. ¿Qué puede pensarse de un camposantero al que le pasan los muertos y se los entierran delante de las narices sin enterarse? —… Pueden pensar lo que quieran, pero yo le juro que no sé nadica. —Si yo no dudo de ti, a ver si me entiendes. Lo que deseo es que entre los dos saquemos una conclusión —le dijo para tranquilizarlo. —Ya, ya, pero que yo no concluyo nada en dos días que llevo dándole al magín. —Vamos a dar un paseo por todo el perímetro, anda. Echaron a andar al filo de aquel huerto sombrío, sin hablar. Casi en todos los muros había adosadas galerías de nichos, y en el Cementerio Viejo, muros altos y encalados, difíciles de saltar. —Ésta —dijo Matías ante un muro sin encalar— es la parte nueva, la que acordó el Ayuntamiento después de tantos líos… que usted se acordará. —Sí… El muro estaba hecho de tapial, según es allí costumbre, y todavía parecía húmedo. —¿Cuándo acabaron este muro? —¿Cuándo? —Sí, ¿cuándo? —¡Coño!, ahora que dice usted. Pues acabarlo, acabarlo, sería hace más de un mes, pero… Venga usted. Y sin rematar la frase echó a andar a toda pierna. Plinio le seguía con dificultad entre las sepulturas, algunas abiertas, con cardos borriqueros o tablas de viejos ataúdes en la sima. «Verás tú, éste me entierra a mí también», se decía mientras caminaba, triscaba entre aquellas muerterías. Por fin se detuvo el huesero, no sin cierta fatiga, frente a una parte del muro que todavía rezumaba agua. —Digo…, decía-y de verdad que lo decía, aunque entre resuellos —que este trozo, como bien se ve, lo cerraron bastantico después… Hará, qué sé yo. Como una semana. Creo que porque se puso el oficial malo… por falta de piedra, para sacar materiales o no sé qué. —¿Qué maestro hizo la cerca? —Asensio el Nuevo. —Claro que… —¿Qué? —Que de aquí al nicho del Faraón hay mucho camino para ir con un cajón a cuestas… y muchos nichos y sepulturas vacías, más a mano, para dejar el muerto sin necesidad de hacer tanto camino. —Ésa es la puritica verdad — asintió Matías, ya con mejor respiro—. Como en este pueblo la gente se compra el nicho antes que la dote, los hay vacíos a manta… Y además tabicados. Así se puede meter el mandao, volverlo a tabicar y no se entera nadie… Ahora, y usted perdone que yo piense por mi cuenta, pero está claro como el agua que venían al nicho del Faraón a tiro hecho. Plinio miró y remiró aquella parte y, sin decir nada, sacó los «Celtas». —¿Qué, Jefe?, ¿no le convence? —Ni me convence, ni me deja de convencer… ¿No hay otro sitio de fácil acceso? —¿Cómo? —… Por donde se pueda entrar bien. —No. —Vamos ahora al nicho del Faraón. —Por aquí se va mejor. Cuando llegaron a la galería de San Juan, donde estuvo el cajón, Plinio quedó mirando los nichos que rodeaban al de marras. —Por lo que veo no queda libre más que el del Faraón y aquel otro, en este rodal. ¿Y estos tres que están sin lápida? —Los ocuparon hace poco… Si esto me lo sé yo como la cartilla. —Que sí, hombre… Pero sigue haciendo memoria, porque hace media hora no se te alcanzaba por dónde podían haber pasado el contrabando, y hasta ahora mismo no has caído en lo del hueco que dejaron los albañiles en la tapia. —Hombre, es que uno tiene muchas cosas en la cabeza. —O ninguna. —Coño, Jefe, no se ponga usted así. Que uno es un pobre rompetoscas… —Anda, no te inflames, que las cosas hay que tomarlas como vienen. Cuando regresaron al porche había más animación. El Faraón se acercó y le dijo casi al oído: —Ahí sigue el Aurelio con su matraca de que el muerto es don Ignacio. Dice que así que se ha enfrentado con el cadáver, que está más fijo que la vista que es él.

Plinio no contestó. Se levantó la gorra y con la misma mano se rascó la cabeza. —Y lleva una hora —continuó— contando a todo el que quiere oírle la historia de aquella familia, y no sé cuántas antiguallas del pueblo. —Algo habrá dicho entonces de don José María Cepeda, de don Antonio Criado y don Melequíades Álvarez — apuntó Plinio con guasa. —Vaya, sí. A todos los ha citado ya. Y a Vicente Pueblas, y la Revolución de los Consumos, el año del cólera y la historia del pantano. —No te digo. Sabe más historia que don Paco Pérez. Don Lotario apareció con el bloc en la mano y enjugándose el sudor de la frente. —¿Qué, don Lotario, han dicho algo de particular? —Poca cosa. —Hombre, no diga usted eso si está ahí Aurelio contando la lista de los reyes godos. —¡Oscuro y tormentoso se presentaba el reinado de Titiza! — exclamó el Faraón al oír lo de godos. —¡De Witiza, ignorante…! Menudo Titiza estás tú hecho —respondió el veterinario. —Usted disimule, que uno es lego. —… Si está hablando el hombre. Sabe más de muertos que de vivos. —¡Bah!, y mienta a Aparicio y a Quiralte, los fundadores del lugar, como si hubiera almorzao con ellos —añadió el Faraón. —Lo que sí ha habido —continuó el albéitar— es una inválida que han traído en una silla de ruedas, porque quería saber si el muerto era su hombre que desapareció en la guerra. —¿Y era? —preguntó Plinio con guasa. —No. —¡Qué lástima! —dijo el Faraón—. De haber sido, habíamos matado dos pájaros con un cartucho. —Y luego, como no era, le ha dicho a Maleza que si le podían dar el cajón, y que es muy aparente para sembrar perejil en él. —¿No se lo habrá dado? —No, hombre no… Ha dicho el muy bruto que no se lo podía dar porque era el cuerpo del delito. Plinio se rió de buena gana. —Decía —siguió don Lotario— que su marido era menos hombre que éste. —¡Cuando ella lo dice! —saltó el corredor de vinos. —También hay dentro otra vieja que declara que el muerto es un tal Perea que marchó a América. —¿Perea el camarero? —preguntó el Faraón. —Creo que sí. —Quite usted, hombre, si Perea cuando se marchó debía pasar de los sesenta años. —Mira, ésa es la mujer —dijo el veterinario señalando a una que salía. Todos miraron hacia ella. Era una anciana muy estirada, con el pelo blanco hecho moño y los ojos azules. Alguien le avisó que estaba allí Plinio y se volvió hacia él muy decidida. —¡Ése es Perea Gomarra, el camarero! ¡Como hay Dios! El que se fue a las Américas el año del hambre. —¡Pero qué va! Si Perea vive tendrá ochenta y tantos años —respondió el Faraón. —¡No! —No seas terca, mujer. Perea me llevaba a mí por lo menos treinta años. Era yo un muchacho y él hombre hecho y derecho. Lo conocí muy bien y lo traté siempre. La vieja, de momento quedó un poco parada por la cuenta, pero reaccionó en seguida: —¡Ése es Perea Gomarra! —y volviéndose con brío, echó a andar imperativa, con el mentón bien alto y sin hacer caso de una mocosilla que la seguía corriendillo. No la habían perdido de vista ni dejado de comentar su tozudez, cuando salió Aurelio rodeado de un grupo de oyentes. Al ver a Plinio se cuadró ante él y mientras se calaba el sombrero, sentenció con voz gravísima: —Nada, Manuel, lo dicho… Y bien que me certifico. Es don Ignacio de la Cámara Martínez. Hacia las ocho de la tarde dieron por acabada la audiencia. Matías cerró la «Sala Depósito» con dos vueltas de la gran llave que pendía con otras de una cadena más que mediana, y volvieron al pueblo. Plinio decidió aprovechar la anochecida hasta la hora de la cena, y marcharon a casa de don Saturnino el forense. Lo hallaron sentado en el patio. Patio tirando a andaluz, con una fuente de azulejos en el centro, cuyo chorrillo, en los ratos de silencio, dejaba escuchar su «copla cantora». Cómodo en una butaca de mimbre, en mangas de camisa y bajo un farol de forja, el médico leía el periódico. Quedó un poco sorprendido al ver entrar en su casa a Plinio y a don Lotario a aquellas horas. —Adelante, señores, y tomen asiento —dijo, cuando reaccionó, que fue en seguida. Lo hicieron en sillas también de paja y empezaron con los cigarros que ofreció el médico. Al ruido acudió su mujer. —Buenas noches, Manuel y don Lotario. No se muevan —dijo al ver que ellos guiñaban un alzarse del asiento. —Anda, Maruja, saca unas cervezas —dijo el médico con su aire melancólico y cortado. —¿Qué pasa con ese muerto, Manuel? ¿Sigue el anónimo? —preguntó Maruja, retardando lo de las cervezas. —Ya lo creo que sigue. —Qué cosas, ¿eh? Que a un pueblo tan tranquilo como éste manden una cosa así. —Tal vez lo han mandado porque es tranquilo precisamente —dijo don Saturnino. —Pero usted lo aclarará todo, Manuel. —Que Dios la oiga y pronto. —Pronto, no, que se aburren — añadió el forense con media sonrisa. Plinio también sonrió sin decir nada, porque en el fondo lo estaba pasando bomba, dijera lo que dijera. Él medía su vida por «casos», como el escritor por libros, el pintor por cuadros y el torero por corridas. Todo lo demás son cronologías vanas. —Estaba leyendo el periódico de Ciudad Real, que trae la foto y el aviso. Mire usted. Y le enseñó la página donde venían los dos retratos de Albaladejo, con una larga información en la que se hablaba mucho de Plinio. Éste tomó el papel, se caló las gafas y empezó a leerlo. Maruja marchó por las cervezas. Cuando acabó se lo pasó a don Lotario. —Veremos si sale algo de esto — comentó. Apareció una criada muy pizpireta, con mandil blanco y una bandeja con cervezas y berenjenas de Almagro. —A usted, el «Lanza» lo pone muy bien, Manuel. —No me pone mal, no. Demasiao… Ya tiene mi hija papeles para recortar. Luego de los primeros sorbos y berenjenas, que venían bien prietas de vinagre y enseñaban a través del hinojo las lenguas rojas y feroces de la guindilla, pensó Plinio entrar en materia. Pero tuvo que esperar porque el médico saltó de pronto: —A propósito, don Lotario, he mirado en un manual de historia que estudió Pepito qué dice de Witiza, ese rey que a usted le gusta tanto. —¿Y qué dice? —Pues una frase que también tiene gracia. Mire usted, aquí la tengo apuntada. Y sacó el recetario del bolsillo de la americana que estaba colgada en una silla próxima, y leyó con énfasis: —«Discutida y enigmática es la figura de Witiza». ¿Eh, qué le parece? —Sí está bien traída, sí. —Ese rey dio mucho que hablar — añadió Plinio. —De hablar y mal hablar, sobre todo al Faraón, que le llama «Titiza». En el patio se estaba muy fresquito y a gusto, cantaba la fuente, la cerveza se dejaba beber y el picante de las berenjenas no era tan decidido como prometía la ferocidad de sus lenguas pimentorras. Luego que dieron un par de repasos a Witiza, Plinio resumió al médico en pocas palabras lo que había dicho Anastasio, el guarda jurado, acerca del solitario paseante de la feria anterior; y su conversación posterior con Enriquito el de la Fonda de Marcelino, sobre la enfermedad del que resultó ser su huésped y atendió don Saturnino. —Yo quiero saber si usted recuerda algo de este hombre. El médico entornó los ojos para presionar el recordadero y maquinalmente volvió a sacar el «Caldo de gallina», a ofrecer a los visitantes, a encender, a chupar, a expeler, a dar una tosida y por fin: —… Tengo una vaga idea… Fue en la siesta… Recuerdo que estaba abajo, en el Casino de Tomelloso, tomando café, y bajaron a llamarme… Él estaba en cama con un pijama listado… Muy pálido. Me parece que tenía un cosa alérgica. Lo que no consigo es reconocer su cara. —¿Ni si tenía el pelo blanco? El médico, como respuesta, volvió a abrir el periódico y a mirar las fotos de Albaladejo. —Yo le hice una sola visita… Visita de médico —añadió sonriendo, sin abrir la boca como solía—. Tampoco soy buen fisonomista. Tengo la vaga idea de un cabello desordenado. Pero no podría decir si era blanco… tan blanco como el del muerto, porque el hombre sí que era mayor.

Plinio se encontraba a gusto en aquel patio tan fresco. Siempre le gustaron las casas de los señoritos. No podía remediarlo. Se arrellanó en el asiento y aguardó a que el médico concluyese el debilísimo hilo de sus memorias. —Tal vez convendría —dijo don Lotario, que sentado en el borde del sofá estaba deseando meter baza— que tú, Saturnino, hablaras con Enriquito. Quizás entre los dos podáis caldear mejor el recuerdo. —Dices bien. Esta misma noche cuando vaya al casino me subo un momento y echo una parrafada con él y con Dominguín… Claro que estas cosas, ya se sabe. De no reconocerlo al primer golpe, luego todo son operaciones mentales de poco valor. —La intención especial de nuestra visita era por si usted vio en él algo que pudiera reconocerse ahora… Qué sé yo, una cicatriz… cualquier cosa. —Si le hubiera visitado más veces tendría una imagen más fiel. Pero así, un enfermo forastero que ves cinco minutos… Ya se sabe. Al salir de la casa del médico, bien bebidos y bien fumados, dijo el Jefe a su amigo, como por inspiración súbita: —Vamos a casa de Asensio el Nuevo, el maestro de obras. Cuando se sentaron en el coche, don Lotario preguntó: —Asensio… el que me parece que vive en la calle de los Carros, ¿no? —Sí; hacia la mitad. Estaba la puerta de la calle bien atrancada. Llamaron, y mientras esperaban, pasó un tractor con remolque, armando un ruido muy grande y tan pegado a la acera, que casi roza el «seiscientos». —Éstos de los tractores —comentó el veterinario— todavía creen que van en carros y que detrás, en vez de remolque, llevan un perrete. Plinio se rió: —Es que ha sío muy rápido el paso de las ramaleras al volante. Abrió un mocete de unos quince años, que, al ver la visita, luego de un momento de sorpresa, sin más fórmulas se entró diciendo con voz alarmada: —¡Padre, la poli! Plinio acabó de abrir la puerta y entró seguido de don Lotario. Después de un portalillo, y tras el telón de una cortina recia, el patio descubierto. Allí, alrededor de una mesa baja, cenaba toda la familia casi a tientas, porque no tenían los ojos en el plato ni en la cuchara, sino en la televisión. El padre, tres hijos y la mujer comían cuchareando todos en la fuente central que no miraban. Cuando entraron los visitantes y después de la voz del muchacho, los que cenaban miraban a la puerta con cierto recelo. —¡Pero qué muchacho éste! —entró diciendo Plinio—. Policía soy, pero no vengo a llevarme a nadie. Buenas noches y que aproveche. —Adelante, Manuel y compañía — dijo Asensio, poniéndose de pie—. Si es que estos chicos están enloquecidos con las películas de bandidos. Por todos sitios ven sangres y prisiones. Con las televisiones nos van a hacer a todos la cabeza agua. Después del «¿quieren ustés cenar?», del «tomen asiento» y demás cortesías, Plinio declaró: —Es sólo un momentico para hacerle una pregunta, Asensio. —Usted dirá. —¿Usted ha hecho el trozo nuevo de la cerca del Cementerio? —Sí, señor. —Me ha dicho Matías que antes de cerrarlo del todo dejaron una brecha para sacar materiales. —Así fue. —¿Se acuerda usted cuándo acabaron de cerrar el muro? —Cosa de seis u ocho días. —¿Me lo podría decir con exactitud? —Sí, al contao. Entró en la cocina a buscar algo. Aquella familia, sin quitar los ojos de encima al guardia, comían muy despacio. Asensio salió en seguida con una libretilla entre las manos. La hojeó, arrimándose a la única bombilla que iluminaba el patio.

Un perro caneloso husmeaba junto al pozo, y bajo la parra se veían herramientas y materiales del oficio. —El veintiséis de este mes dimos de mano. —Es decir, hace cinco días. —Eso es. —Pero según Matías la brecha estuvo sin cerrarse bastante tiempo. —Sí; se puso malo uno de los chicos que iba a hacerlo y como yo tenía a toda la gente en la obra de los Peláez, hubo que esperar. —¿Como cuánto? —¿Como cuántos días estaría malo Juaneque? —preguntó a su mujer. Ella quedó pensando. Los dos chicos y la chica, casi una niña, seguían masticando sin dejar de mirar al guardia, ausentes de la televisión. —Pues sí, estaría un mes. Ya sabes que se levantó y tuvo que acostarse al otro día… De los bronquios que está el pobre muy echao a perder, ¿sabe usted? —De modo —puntualizó Plinio— que estuvo abierto el muro medio mes de mayo y casi medio de junio. —Pues una cosa así. —Otra pregunta: ¿no recuerda si vieron por allí algo anormal… como de haber pasado alguien…? —Si le digo a usted la verdad, yo no volví por allí. El Juaneque y un peón liquidaron aquello solos… Pregúntele usted a él por si se acuerda de alguna huella o de lo que ustedes busquen. —¿Dónde encontraríamos ahora al Juaneque? —En el cine de verano de don Isidoro está de acomodador. Desde casa de Asensio el Nuevo marcharon al «Cine Avenida». —Hacemos esta diligencia y nos vamos a cenar tranquilos —dijo Plinio a su amigo. Todavía faltaba tiempo para empezar la función de la noche. El cine estaba en el gran patio de una casa particular, antes bodega. Se atravesaba un portal anchuroso, luego un breve jardín, y aparecía el patio muy iluminado, con sillas plegables de madera colocadas en filas y dejando pasillos. Los acomodadores, esperando la hora del NO-DO, hacían corro, algunos sentados en la fuentecilla del jardín. Al ver entrar al Jefe y al veterinario interrumpieron su parla. —¿Qué hay, muchachos? —dijo Plinio en tono campechano para quitar importancia a la visita. Luego de unas palabras de ambientación sobre la noche tan buena que hacía, y otras nonadas, Plinio preguntó sin énfasis: —¿Cuál de vosotros es Juaneque? —Un servidor respondió con cierto reparo un chico solidote, de poco cuello y cara avispada. Todos quedaron mirando hacia él. —Se trata de unas preguntas sin importancia. Vamos a ver. ¿Tú has estado trabajando en la cerca nueva del Cementerio? —Sí, señor. —Nos ha dicho tu maestro que estuviste enfermo casi un mes y que luego fuiste con un peón a cerrar la tapia que habíais dejado abierta. —Así fue. —¿Recuerdas si cuando volviste a dar de mano a la obra visteis algo raro? —¿Algo raro? —Sí… Alguna cosa que te llamara la atención. —No caigo en lo que usted quiere decir —replicó al fin. —Vamos a ver si te oriento… Tú sabes, como todo el pueblo, el jaleo en que andamos con ese muerto metido en un cajón que dejaron en el nicho de Antonio el Faraón. —Sí, señor. —Bien, pues pensamos que lo más fácil es que lo entraran por esa parte de la cerca que estaba por concluir. —Ya lo entiendo. Usted quiere saber si yo vi huellas o cosa así. —Quiquilicuatre. Huellas de pie, de ruedas…, yo qué sé. Algo. —No, señor. Mejor dicho, sí, señor. Huellas sí que había y muchas, pero no era cosa de reparar en ellas. Allí fue muchas veces el camión que llevaba los materiales… y pisábamos muchos. Otra cosa no vi, no, señor… De haber estado alerta, usted me entiende, a lo mejor habría columbrado algo raro, pero así sin malicia, no vi cosa mayor. Empezaban a llegar al cine los madrugadores, y algunos, al ver allí al Jefe y a don Lotario, se sumaban al corro. —¿Y cómo es el cajón donde venía el muerto, Jefe?… si puede saberse — preguntó Juaneque de pronto. —Sí, hombre. Un cajón de casi dos metros de largo y medio de alto y ancho. —¿Blanco?… quiero decir de pino. —Sí… ¿Por qué me lo preguntas? —Por na… Por hacerme una idea. —Otra pregunta y es la última: ¿Tú crees que un cajón así podrían haberlo pasado por otro sitio del cementerio? —No sé qué le diga. Yo no conozco bien más que aquella parte. —Bueno, pues hala, a trabajar, que ya llega el personal. Apenas salieron preguntó don Lotario a Plinio: —Oye, Manuel, ¿no te ha extrañado esa pregunta que ha hecho de cómo es el cajón? —Sí… pero ya sabe usted cómo es la gente, en seguida quieren ser policías por su cuenta. Ya le daremos otro toque si viene al caso. Y hablando de otra cosa: mañana temprano, si usted puede, quería yo que fuésemos a «Miralagos», la casa de don Ignacio, a ver qué saben de él y a darle gusto al amigo Carnicero. —Naturalmente que puedo, Manuel. ¿A qué hora nos vemos en casa de la Rocío? —A las ocho.

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