Plinio y don Lotario se fueron
aquella tarde al Parque Nuevo.
—¿Y cómo es que van allí? —se
extrañó el cabo Maleza.
—Queremos hablar con Canuto, que
pasa allí las tardes en su silla de ruedas.
En el pueblo hay dos parques: el
Viejo, que está al final de la calle de
Socuéllamos, y lo hizo don Urbano
Martínez, el primer alcalde de la
República; y el Nuevo, que está entre
las Casas Baratas y el Campo de
Deportes, y lo plantaron después de la
guerra. El Viejo, por republicano, está
como condenado al olvido. El Nuevo
está hecho una hermosura de setos,
evónimos, árboles nuevos pero muy
cuidados y pradecillos que apenas
regados, redrojan valientísimos.
Plinio y don Lotario, como hacía tan
buen tiempo, después de hablar con
Canuto, decidieron consumir la
anochecida, hasta la hora de la cerveza,
paseando calmosísimos entre aquella
ordenación de verdes y de luces, que les
concedían unas sombras muy bien
silueteadas y renegras. Los paseos,
como fueron regados a la hora debida,
enviaban un frescor muy placentero para
las pantorrillas por las bocas de los
pantalones.
Al pasar junto al quiosco de los
helados, que está de espaldas a las
Casas Baratas, le dijo el guarda:
—Manuel, ¿no han encontrado
ustedes a una mujer con los andares muy
largos?
—No. Ni con los andares cortos.
Sólo parejas de novios sentados en los
bancos con los ijares muy juntos.
—Los buscaba porque le dijeron en
el Ayuntamiento que estaban ustedes por
aquí de asueto.
—¿Y qué quiere?
—No sé. Debe ser algo de justicia.
La he visto dos veces:
banco por si vuelve.
—Sí volverá, sí, porque llevaba un
entrecejo muy obstinado.
Reliaron «caldos» y sentados con
los muslos bastante separados,
aguardaron el rodeo de la de los andares
largos que dijo el guarda.
Estaba la atardecida tan calma, que
el aroma de las flores y verduras
preñaba mucho el ambiente. Alrededor
de las luces revolaban insectos
jubilosos. Y de cuando en cuando se oía
una risa juvenil, un gritillo lejano, o el
sordo chasquido de un beso entre los
evónimos.
—Aquélla debe ser la que dijo el
guarda.
Plinio miró donde señalaba el dedo
del veterinario. Una mujer con bata de
medio luto avanzaba sin prisa, pero
dando los pasos con mucha abertura.
—¿Quién es, don Lotario? No caigo.
—Es la Arcana. La mujer de Jesús
Braga. El que riñó con el presidente del
casino.
A todo esto ya tenían a la Arcana
frente a ellos, con los brazos muy bien
dejados de caer a lo largo del cuerpo, la
nariz muy señorita y un mechón canoso
meneándose en la frente.
—Buenas tardes, Manuel y la
compaña. ¿Puedo hablar con ustedes?
—Claro que sí, Arcana. Y siéntate si
vienes de asiento.
Nada más sentarse, se puso las
manos juntadas entre los muslos e
inclinó un poco la cabeza como
pensando severamente.
—¿Qué se te tercia, Arcana?
Miró a Plinio muy fijamente durante
unos segundos, y por fin rompió con
ademanes recordativos:
—Siempre pensé, Manuel, que
cuando ocurriese lo que ha ocurrido, me
entregaría a usted. No al juez, ni a la
Guardia Civil. Por eso lo buscaba.
Volvió a callar y enmorró un poco
como si besara el aire.
—¿Tú eres la hija mayor de
Nochenuevo, no?
—Claro —dijo distraída. Y
enseguida, rehaciéndose, siguió—: Cada
cual tenemos nuestras querencias, y yo
siempre pensé decírselo a usted.
—¿El qué?
—Lo que estaba escrito hace
cuarenta años.
—¿El qué?
—Que mataría a Jesús Braga.
—¿A tu marido?
—Eso.
Plinio y don Lotario se miraron
corriendo mucho un ojo al lado de la
sien, como dudando.
—¿Por qué?
Y empezó a contar con tono muy
seguro, y dándose de vez en cuando en
el rizo canoso que le moneaba sobre la
frente:
—No ha sido un pronto, Manuel, no
ha sido un pronto, ni mucho menos.
Desde que me pegó la primera vez a los
pocos días de casarme, que ayer por
cierto hizo cuarenta años, rebino la idea.
Sabía que en el momento menos
pensado, cogería lo que fuese ¡y zas!, a
criar malvas bajo la bovedilla.
—¿Te era contrario?
—Contrario total. Toda la vida fui
para él como una estera que se pisa sin
mirar. No alcanzo a saber por qué me
tomó tanta rabia después de la boda. No
me lo dijo nunca… Pienso muchas
veces, Manuel, y a lo mejor son cosas
mías, que Braga no se conoció a sí
mismo hasta que se casó conmigo.
—No entiendo.
—Sí, que no se dio cuenta de cómo
era hasta que se miró en mí. Y por eso, a
cada instante quería romper el espejo a
palos…
—¿Es que tú eres tan buena?
—No es eso, Manuel. Es que hay
mucha gente que no conoce su miseria
hasta que no se la ve en los ojos de otro.
—Ya. ¿Y el noviazgo fue bueno?
—Sí. Todo empezó cuando se
conocieron los cuerpos. Los cuerpos
cuando se rozan, Manuel, descubren
hasta las entretelas del corazón… La
gente cree que sólo conocemos con los
ojos y los oídos, por los decires y los
haceres. No saben que la hechura
verdadera de un prójimo, puede llegar
por los coladores más escondidos del
cuerpo. ¿Me expreso?
—Sí, algo. ¿Y tú, después de la boda
le odiabas también?
—No, a lo primero, cuando le vi el
acurrucamiento de ánimo, me daba
mucha lástima. No lo odié hasta que me
odió él… Qué vida la mía en aquella
casona con cuatro cocinas, las cuatro
vacías. Un jaraiz lleno de serones viejos
y sin más compañía que el transistor y
los retratos de todos mis muertos
colgados en el cuarto donde hacemos…
donde hago la vida. Él, apenas se
levantaba (ahora dormía en la alcoba de
su padre, la que da a la calle Cervantes)
se iba. Sólo asomaba a la hora de las
comidas. Llevo cuarenta años sola,
subiendo y bajando por las dos
escaleras, barriendo las cuatro cocinas,
mirando por las ventanas las fachadas
de enfrente. Estaba ya muy harta,
Manuel, de verme en los mismos sitios,
en la misma forma y con el mismo odio
todos los días… Y este mediodía,
cuando acabé de servirle la mesa, me
quedé mirándole la nuca, la boina y la
espalda. Todavía estaba dando las
últimas mascás. Le veía mover las
quijadas debajo de las orejas…
Más que contarlo a los justicias,
parecía que se lo contaba a ella misma,
y con el mayor gusto del mundo, por la
manera que tenía de entornar los
párpados, de accionar con los dedos y
de vocalizar.
—Y sin pensarlo, bien sabe Dios
que sin pensarlo, se me fueron los ojos a
la escopeta que toda la vida estuvo
colgada sobre la banca, entre las jaulas
de las codornices y el chinero. Y se me
llenó el cuerpo de gusto porque
comprendí que había llegado el
momento, el momento acunado durante
casi toda mi vida. Y tranquila, tranquila,
sabiendo muy requetebién lo que hacía,
cogí los cartuchos de la canana que está
en el chinero, descolgué la escopeta y la
cargué. Él nunca volvía la cabeza para
donde yo estaba, y digo esto, porque
aunque debió oír algún ruidete, ni se
estremeció. Ya estaba postreando con la
naranja. Sólo se oía el lengüeteo de su
comer. Me eché la escopeta a la cara.
Me la apreté muy requetebién en el
hombro. Le apunté a gusto. Y, cuando
todo estuvo como yo quería, sin
despegar la cara de la culata ni
desguiñar el ojo de la puntería, le chisté
tres veces: chis, chis, chis. Como no
estaba acostumbrado a semejante
llamada, no falló. Miró. Y al verme
apuntándole, entornó los ojos, abrió las
narices y dejó de masticar. Se puso muy
blanco, eso sí. Parece que lo estoy
viendo debajo de la boina. No dijo ni
palabra. Se dio cuenta de que no tenía
remedio…
Plinio tuvo la sensación de que ya
era noche muy cerrada. De que la
Arcana llevaba muchas horas
contándoles aquello. Miró a don
Lotario, que sólo tenía ojos para la
mujer que hablaba tan segura, tan cierta,
tan respetuosa con su propio discurso.
—Cuando le disparé los dos tiros
seguidos, no piensen que se cayó de
repente. Se quedó todavía cara a mí, con
los ojos cerrados del todo, la boca muy
rota y saliéndole sangre por muchos
agujeros a la vez. Luego, poco a poco,
volvió la cara, y se dejó caer sobre la
mesa, derribando el plato con la naranja.
Seguí así, sin moverme, por si se
estremecía, pero ca. Me acerqué por fin.
Estaba bien muerto.
»Así que pasó un rato y no acudió
nadie, cerré la cocina, me lavé, me
peiné a mis anchas, me vestí, eché a la
puerta de la casa dos vueltas de llave, y
me fui al Ayuntamiento a entregarme a
usted. Tan tranquila, bien lo sabe Dios.
Para estar en la cárcel tan a gusto,
Manuel, con otras gentes que me echen
risas y decires. Entre otros ojos, y sin
cocinas ni escaleras solitarias. Sin él…,
sin recochura, Manuel, sin recochura.
Palabra.
Y se quedó con los ojos muy alzados
hacia el Jefe de la G. M. T. Éste, por fin,
con una mueca de sonrisa, se pasó la
mano por la cara:
—Date presa, Arcana.
—Ya estoy dada, Manuel —ecoicó
ella también con un pespunte de risa.
—Pues vamos.
—Una cosa: como no tengo quien me
la lleve, ¿podría, al paso, recoger una
maleta con el ajuar de la cárcel…? Y
además, así puedes tomar posesión del
muerto.
—Vale.
Fueron en el «seilla» de don Lotario,
entre los bares llenos, y los comercios
que echaban los cierres.
Mientras ella hacía la maleta en las
honduras de la casa, Plinio y don
Lotario abrieron la puerta de la cocina.
Encendieron la luz. Como contó, de
bruces sobre la mesa, con el pelo y las
manos custridos de sangre, estaba el
muerto Braga. Tenía la cara muy bien
pegada al tablero. La media naranja
pelada y el plato entre las patas de la
silla. Todo coincidía con el relato.
—Pensé un momento que sería
mentira. Que estaba loca.
—Es curioso. Yo también.
—Pero, ahí está, don Lotario. No le
dio tiempo a hacer su última digestión.
Al cabo de un ratillo, ella sin
asomarse, dijo desde la puerta:
—Cuando quieran, jefes.
—Por favor, don Lotario, quédese
aquí hasta que venga el Juzgado.
—¿Y vas a llevarla a pie?
—Sí.
Salieron a la calle. Plinio dudó un
momento si debía llevarle la maleta a la
Arcana. Como hombre, debía hacerlo,
pero como guardia, no. Y no la tomó.
La verdad es que ella iba tan
telenda, con sus andares un poco
abiertos, la cabeza alta y braceando con
el remo libre.
Cuando ya cruzaban la plaza, le dijo
ella, echándole media cara y media
sonrisa:
—Me siento libre, Manuel.
—Ya, ya.
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