En el mes de Agosto los pájaros que duermen o velan entre las hojas de los chopos del Casino de San Fernando, parece que defecan muchísimo más, aunque según los entendidos en culos ornitológicos, sólo cagan más que pían en marzo. Lo que ocurre es que la gente en agosto anda más despacio, se sienta más tiempo en la terraza y tiene más
ocasiones de recibir en el traje, en el sombrero y hasta en el caballete de la nariz, las mierdecillas grises-blancas. Plinio y don Lotario, sentados en la terraza del Casino, con las gafas de sol puestas, se contaban las pajaritadas que en las dos horas que llevaban allí de sobremesa les moteaban el uniforme gris, y al veterinario la chaqueta mil rayas. —Yo salgo a unas cincuenta caquillas pajareras por día, según dice mi mujer cada mañana, cuando con un trapillo empapado en agua caliente me vuelve la chaqueta a su ser. —Mi mujer no las cuenta, don
Lotario, las cuento yo. —¡Coño, Manuel! ¿Entonces tú coges la guerrera cada mañana y vas enumerando las diarreíllas, que también las hay…? La mía distingue muy bien las cagaditas normales de las diarreas. Hace falta vista, ¿eh? —Decía que mi mujer, cuando de suyo, cada mañana me limpia la guerrera, va enumerando en voz alta, cada vez más alta: «Otra, otra, anda, otra: ¡¡pero otra aquí!!». Y yo desde la cama, mientras me toco los sonrosados o descabezo el último sueño, cuento «las otras» que grita. —¿Y qué media te sale?
—La verdad es que no paso de treinta. —Como eres el jefe, se conoce que los culos pajareros te tienen más respeto y apuntan para otros cuerpos y escotes sin autoridad. —¿Y escotes? —Rara es la mujer de Tomelloso que no se acuesta cada noche con las tetas moteadas de gris claro o chorretones, si son pájaros con rayo de vientre. —Y por mucho que madrugue uno para venir al Casino, cuando llega a la terraza no quedan rodales sin techo de ramas, ni rama sin pájara. De modo que
te pongas donde te pongas, con blusa, chaqueta, guerrera o escote palpitante, inodoro de pájaros te haces. —… La otra noche, Manuel, y no me salgo del tema, soñé que el novio ingeniero, el que estaba en huelga de novio caído, amaneció, la mañana que se le llevaron, tan cubierto de excrementillos voladores, que no se le veía… Y el pobre, al despertar, se creyó ya tan muerto, aunque con mortaja suave, húmeda y gris clara, que empezó a corretear por todo el pueblo, gritando: ¡Perdóname, señor, perdóname! —¡Ay!, qué don Lotario este: cuanto mayor, más imaginación tiene.
—Déjate de imaginación. Son sueños… Cuando uno no está consciente es cuando ve las cosas buenas… Yo, como tú, nunca pude pensar que la Narcisa Romero tenía el culo bonito, porque era horrible, ovalado y con caídas, hasta que se lo soñé: Cuando se lo soñé, dos o tres siestas, no sé por qué me pareció precioso, de nalgarrosas, de nalgaprieta, de nalgadura, de nalgatiento, de mollete cumplido, de ojetebeso. —Don Lotario, si no fuese por usted, con sus cosas y cariño, me moriría de tristeza… Todos los días aquí en la terraza de San Fernando, desayunando
en la buñolería de la Rocío, viéndole las corvas a tantos concejales como he visto subir las escalerillas del Ayuntamiento, tomando las mismas cervezas y escuchando el mismo reloj…; es pesadísimo. —Hasta que te mueres. —Y estás toda la muerte viendo la tapa de la caja por dentro, y luego la bovedilla del nicho, y luego la calavera del tonto del pueblo que te toque encima, o el fémur del cura, en castigo por no haberte confesado nunca, encima de tus dientes amarillos, toda la eternidad. —Joder. Luego dices que yo le echo
imaginación a la cosa. Pero anda que tú… Muerto, con el fémur verdoso de un cura encima de tus dientes secos, toda la vida… Hombre, Manuel, Tomelloso no es tan pesado. —No Tomelloso, la vida, aunque sea en Torremolinos. Y amigos como usted la alivian, le dan un algo. —Lo mismo digo, Manuel.
Que yo, como dices, le echo imaginación a las cosas por sacarte la risa. —Y yo, don Lotario. —Si no nos hacemos nosotros solos nuestras risas, a base de cosquillas en el cerebro, con dichos e imágenes, ¿quién nos las va a hacer?
—La gente tiende mucho a la pesadez, a lo igual, al nicho en la vida. —Nosotros, por lo menos, tenemos imaginación y buen humor y nos lo pasamos todo por el ombligo, o le instalamos altares, según nos venga… Por cierto, que yo sólo había dicho el fémur de un cura muerto…, muerto…, que ya es bastante, no fémur verdoso. —Es que los fémures enterrados mucho tiempo se ponen muy overos. Dos jóvenes con pantalones vaqueros y las barbas como alquiladas se reían mucho en la puerta del Casino. Se unieron con ellos dos chicas con el suéter atado alrededor del culo,
cigarrillos, sonrisas americanas, y empezaron a carcajearse con ellos. Luego alguno debió advertir algo, y todos miraron hacia Plinio y don Lotario. Como puestos de acuerdo se aproximaron unos pasos. —Manuel y don Lotario —dijo el de las gafas—, ¿quieren venirse con nosotros a pasar un rato bueno? —¿Con qué? —Con Pepe Tachuelas, El Roncador. —¿Pero ha vuelto? —Sí, Manuel. Se le ha muerto la mujer y la nuera no quiere vivir con él. En Madrid lo han echado de no sé
cuántas pensiones por roncar, y se ha venido a su casa de la calle de la Azucena. Vive solo y duerme en el piso alto para que se le oiga menos. —Pero se le oye igual —dijo una de las chicas del culo abrigado. —Y está desfilando por allí el pueblo entero para oírle sus solos de garguero. —Debíamos hacerle una grabación. Se vendería muy bien. —Usted, Manuel, ¿conoce al Tachuelas? —Claro que lo conozco. Si fue a la escuela conmigo. —¿Y ya roncaba así?
—Por lo visto roncaba así desde que nació. La profesora en partos, doña Consuelo, ya temió que hubiera nacido con algo malo en la garganta. —Pero los ronquidos de recién nacido… —Lleva razón, Manuel —dijo don Lotario—. No eran, claro, de barco, como los de luego, pero de gargajulo, sí. Ya de mozo le fui a escuchar muchas veces. Desde recién casados, la mujer se metía algodones en los oídos, y en seguida durmieron en camas separadas, porque ronca con tantas ganas que nadie se acostumbra a sus dianas… Después del acto, la noche que le tocaba, ella se
iba a una alcobilla de la otra punta de la galería. —Pues vénganse ustedes a recordar tiempos mejores —dijo el de la barba. —¿Vamos, Manuel? —Pues venga, vamos. Que más vale oír roncar que ser bacinilla de pajaretes… Y lo que me extraña es que vosotros, tan mozos, tengáis noticia del Tachuelas. —Tenemos noticia porque nuestros padres lo han nombrado muchas veces, y porque desde que llegó empezaron a oírse sus ronquidos por todo el barrio… —Roncando así, Manuel —dijo la moza de las gafas—, se hace uno famoso
en seguida. —Sobre todo roncando sólo de noche. Si roncara de día pasaría más inadvertido, pero de noche, cuando casi todos los coches están en el pesebre, las televisiones ya con el oscuro echado, y las vecinas desunidas, sin contarse las veces que orinaron sus hijas, pues el ronquido de Tachuelas es como trueno que cruza las esquinas zumbando en todos los oídos de la parroquia —dijo el de la barba, muy redicho él y con ademanes de estar echando un sermón en guasa. Empezaron a andar y don Lotario preguntó a Plinio a media voz:
—¿Te ríes, Manuel, de la jacularcia del barbas? —No, pensaba que el pobre Tachuelas habrá decidido echar los últimos rugidos en su pueblo, donde siempre serán mejor acogidos que en otro sitio. —Desde luego, Manuel, que unos ronquidos así, tan calderones y potentes, son para enorgullecer a un pueblo y recordarlos toda la historia. —Y mire usted que para que en estos tiempos de tanta moto con escape abierto llame la atención un concertista de ronquidos, ya hace falta echarle respiración.
Subieron por la calle de la Feria hasta la de la Azucena y don Lotario, en broma, empezó a hacer oído. —No se oye. —No, don Lotario. Si es más allá. Pasada la calle de la Palma. —Pues vamos hasta la calle de la Palma… Calle de la Azucena, calle de la Palma, son los nombres de calles más bien traídos del pueblo. —Y no se olvide usted: la de al lado, de la Paloma. —Debió ponerles estos nombres — Azucena, Palma y Paloma— algún alcalde muy tierno. —Y el que la calle de la Paloma se
llame ahora del pintor López Torres tampoco desentona, Manuel, porque Antonio tiene la sonrisa, la barba y la bata, blancas como las palomas y como las azucenas de al lado. —Ahora está usted romántico, don Lotario —le dijo el guardia en voz baja. Al llegar a la calle de la Palma, los jóvenes empezaron a hacer oído con cabeceos caninos. —Si estuviera roncando, ya lo habríamos oído desde la Camas Blas. Menudos bombardinazos suelta. —Pues es raro, porque a estas horas siempre está haciendo el solo. —Se habrá levantado a hacer aguas
o a enjuagarse la garganta, que cada hora de ronquidos —según dice él mismo— se le queda más seca que un canalón en agosto. —Mira, Manuel, en esa casa de las ventanillas altas. —Ya, ya lo sé. —Y las luces están apagadas. Acostado está, seguro, pero a lo mejor en muy buena postura, cuando no ronca. —¿Y cuál es esa buena postura para evitarnos el concierto? —Digo yo que boca abajo, mordiendo la almohada, para cortarse el tono. —¿Venís a oírlo? —les preguntó uno
desde el balcón oscuro que estaba sobre ellos frente al de Tachuelas—… Pues habéis escogido bien, porque menuda noche lleva. —¿Y ahora por qué está callado, Ramón? —preguntó don Lotario al del balcón. —No sé… Estará poniéndose lengüeta nueva, digo yo… Mira que estamos acostumbrados, pero esta noche es que no he podido pegar ojo. Hasta las bombillas se meneaban. —Venga, Manuel, vamos a sentarnos en este poyete tan altico, no sea que el silencio se alargue. Se sentaron, sacaron cigarros y
después de hablar un ratillo en voz baja, los cinco jóvenes empezaron a simular como un concierto de ronquidos cachondos. Así andaban las cosas, bajo las risas memeas del que estaba en el balcón oscuro, y las suaves de los mozos, cuando, de pronto, sin amago ni introito, cargó El Tachuelas con una aspiración tan tronada y dramática, como si le estuvieran metiendo una reja hecha ascua por semejante parte, y en vez de gritar se tragase el aire con boca de agonizante… Pero muchísimo aire y en mucho tiempo, hasta el infle total. —¡Jodo!, tiemblan hasta los
caballetes de los tejados.
Tampoco la espiración fue tibia. Después de unos segundos de silencio, durante los que todos aguardaron con suspense de terremoto. La espiración, también con ruido de viento estremecido, que hacía vibrar las orejas y los pelos. Acabada la vuelta del aire entre pulmones y muelas —y tal vez los intestinos, y compañones canosos del dormido— pasaron unos segundos sobre los gestos temerosos de algunos oyentes y los oídos tapados de otros, hasta que volvió a la carga, mucho más grave, si cabe, y ahora con un son triste-negro, de avión en túnel o de leones en cisterna.
—Te aseguro, Manuel, que en mi vida había oído algo así, y mira que soy veterinario. Y se me estremecen los huesos como si fuese de viaje en una apisonadora. —A mí donde me molesta es en el estómago, fíjese usted, como si se mediase con el oído. Empezaron a abrirse ventanas y balcones, y las gentes subían y bajaban desde las calles del Monte y la de la Feria. Gentes con caras entre de gusto y miedo. El mastín que traía un feriante rubio, al oír el ronquido más fuerte de la noche, con los ojos tristísimos y
asustado se arrimó a una portada verde. —Mira, Manuel, ésa pone cara de gusto —dijo don Lotario señalando a una moza, que con los ojos medio en blanco asomaba la cara rubia entre los hierros de una ventana. —Es que hay gustos para todo. Y mire usted, a aquélla le dio el histérico —y señaló al balcón desde el que una en camisón y con los brazos en alto gritaba: —¡No hay derecho! ¡No hay derecho!… a interrumpir la intimidad de la familia. —Ésta es su noche más sonada, Manuel —dijo el otro del balcón oscuro —, desde que volvió al pueblo. Debe
ser la calina del agosto, que le seca las cuerdas. Y conforme seguían y se abroncaban los resuellos artilleros de El Tachuelas, se encendían más luces, se despertaban más pájaros y se escuchaban más ausiones, gritos y risotadas. Siempre que El Tachuelas se tomaba algún respiro, nunca mejor dicho, se iba alguna gente y cerraban vidrieras, pero algunos que parecían haber decidido marcharse dos segundos antes de volver la redondez inacabable del ronquido, permanecían con la boca entreabierta y los ojos guiñados hasta que tornaba el silencio.
Plinio y don Lotario tardaron más en marcharse, porque el de las barbas había ido a por un cassette, y estuvieron un buen rato grabando los «rebuznos de almohada», como dijo uno. Luego, entre risas, pasaron la cinta y, aunque un poco alejados, como resollados dos pisos más arriba, resonaban un tanto misteriosos y aislados, pues mirando a la cinta dando vueltas, parecía imposible que de ella salieran. Cuando al fin marcharon, todavía quedaban morosos sentados en los bordillos de las aceras. —Nadie todavía en el mundo habrá dejado de herencia el son de sus
ronquidos. —Desde ahora en adelante, de las familias muertas nos quedará todo. —Cassetes de ronquidos, de partos bien gritados y de las últimas pedorretas de los hombres más ilustres. —Qué cosas tienes, Manuel… Y radiografías de calcañares… ¿Te imaginas una guerra civil de ronquidos y desde todas las puertas y balcones las gentes vomitando ronquidos al vecino? —Don Lotario, conforme va usted siendo más viejo, le echa más imaginación a todo, le repito. —¿Más que tú? —Más que yo. E imaginación
tomellosera… Y en el cementerio, por la noche, todas las tumbas burbujeando ronquidos, pero muy hondos, a nivel de tosca. —No le digo. —Sí, Manuel, eso de que no haya ningún caso que llevarse a la boca y que nos aburramos tantísimo, de casa al Casino y del Casino a casa, para compensar creo que se me acelera la imaginación y por todos lados veo profesores de francés, ronquidos, pubis afeitados y lobas tuertas. —¿Profesores de francés y lobas tuertas? ¿Pero qué le pasa a usted hoy? —Nada, Manuel. Nada.
Y se echó a reír con unos respingos y gemidos que nunca le había notado. Salieron a la calle de la Feria, solitaria en la noche ya un poco fresquita. —Las mismas luces de siempre, Manuel. En fila, solas y sin esperar nada, alumbrando para nadie —decía don Lotario en medio de la calle con brazoteos de maestro de música y señalando a las luces del centro. Plinio lo miraba con una mano en el mentón y la otra en la rodilla. —Perdona, Manuel —dijo al fin poniéndose formal—. Vamos a echar el último «caldo», el último de la noche —
y le ofreció el paquete azul, con cara entre pensativa y sonriente. Plinio, ya serio, tomó el cigarro, reliaron ambos, se dieron la llama y echaron a andar como siempre, con las manos atrás y mirando al suelo.
***
Hacia las siete de la tarde del día siguiente, cuando Plinio, de vuelta del Casino, leía la última hoja del periódico de la mañana, que decía lo mismo que ya había oído en la televisión, entró Maleza en el despacho
a decirle: —Jefe, que el hijo del hermano Rufo quiere hablarle. —… El hermano Rufo. ¿De qué tiempos me hablas? ¿El hermano Rufo, el de Las Labores de San Juan? —Su hijo, jefe. —Ya. Que pase. —Manuel, perdona la visita —dijo el viejo enseñando mucho los dientes—. Traigo ahí en el remolque dos hombres… Que de verdad no sabía si traerlos aquí o al ambulatorio, pero como al fin y al cabo, les pase lo que les pase, me los han echado ilegalmente en el remolque, he creído que lo primero
era que lo supieras tú… No, no me interrumpas hasta que lo cuente todo. Estaba yo en la viñeja echando ojeás a las uvas, a ver si es verdad, como dicen algunos, que la cosecha va a ser tan buena, cuando me dio el rayo de vientre ése que me da algunas tardes, y sobre todo cuando anda el verano… Yo había dejado el tractor con el remolque medio cargado de melones en la carretera de Argamasilla, mientras me corría la viña, cuando al levantarme, después del rayo, allí en la otra punta de la viña, que estará como a tres fanegas de la carretera, me pareció que arrancaban dos coches que habían estado parados
junto al remolque, o, a ver si me entiendes, que los coches pasaban muy despacio y pegados a mi remolque… Bueno, pues no hice caso, como es propio. Me subí en el tractor, lo puse en marcha y, antes de arrancarlo, como debe hacerse, miré hacia atrás por si venía alguien, que ya sabes cómo está ahora esa carretera, y vi sobre los melones de agua dos tíos tumbaos, como lo oyes. Dos tíos que no conocía. Pensé lo peor, que estaban muertos. Lleno de miedo me bajé y subí en el remolque. ¿Tú me entiendes? Y toqué a los tíos y no, de verdad que estaban… y están calientes… y hasta con cara de gusto.
No sabes cómo me tranquilicé. Y en paz, los miré y remiré a ver si sus caras me decían algo, pero ni ésa… Deben de ser forasteros. Los meneé bien sobre los melones, pero ni intentar despertarse. Al revés, parece que uno dormía con más gusto. Total, que fue cuando me dije: «Pues se los llevo a Plinio, a ver qué dice que debo hacer con ellos», que ahí siguen como troncos, pero como troncos contentos. Y aquí estoy. —¿Les has echao agua? —Agua, no, pero como he dicho, los he meneao por todos sitios y hasta les he hecho mamolas, y que si quieres, una poca risa, como para decir «quita,
tonto» y na más. Plinio se sonrió y se rascó la patilla. —¿Y te quedas así, tan llano? —¿Qué quiere usted que haga? Con estos dos ya llevo vistos cuatro modorros reidores… Y no te creas que en seis u ocho horas vuelven en sí. —¡No me digas! Y cuando vuelven ¿qué explican que les ha pasado? —Mut, como dicen los valencianos. —Pero ¿mut, mut, mut? —Mut. —Será que se chispan con algún vino dulzón. —Si fuera eso no tenían por qué callarlo.
—Eso sí. O que toman alguna droga de ésas de contrabando, que atontilan y, según dicen, te hacen ver todos los cacharros dorados. —¿Los cacharros? —Bueno, todo lo que se ve o se sueña. Y por eso se ríen. —Vamos a verlos. —Tengo el tractor ahí pegado a la Posada del Rincón. Al salir, Plinio se arrimó a Maleza: —Acércate a la farmacia de don Luis Menchen, y al laboratorio de don Federico Martínez y Siles que hagan el favor de venir, que tengo aquí «dos cuerpos presentes», dos dormidos de los
que les dije. —¿Dormidos? —Sí. —¿Pero dónde? —En aquel remolque ¡cansino! —Desde luego, jefe, cada tres o cuatro años, lo entiendo menos. —Para que veas lo inteligente que soy. —O lo tontorro que soy yo. —Tanto no, Maleza. Pero miope, una legua. —Será. Voy. —Desde el tractor —dijo el hijo del hermano Rufo— los veremos mejor y así no armamos teatro.
—Venga, subamos. —Como tú digas, que has sido el transportista. —Tienen pinta de ricotes de algún pueblo de al lado —dijo Rufo pensativo. —O de Badalona, porque hoy todo el mundo viste igual. ¿Y qué edad aparentan? —Están alrededor de los sesenta, Manuel —dijo mientras se acercaban. —Los sesenta son diez, de modo que según dices, lo mismo pueden ser sesenta que setenta. Se subió cada uno a una rueda del remolque.
—No, los setenta, no. Sobre todo éste del traje a rayas —dijo Rufo, agarrado a la carrocería— todavía tiene poca papadilla… Pero lo que yo te digo, Manuel. ¿A que parecen dormidos tan a gusto, con esa risilla de bigote, como si tuvieran a Tip y Coll debajo de la oreja? Desde la rueda de enfrente, Plinio le decía que sí cabeceando, sin dejar de mirar la risilla de los dormidos. —Que los doctores vienen supinos —dijo Maleza apescándose en la carrocería para subir también al remolque. —¿Supinos, Maleza? Cada vez tienes un palabrerío más de domingo.
Y al cabo empezó a reírse, como siempre que su jefe le hacía chistes. —¡Eh! Ya llegan los dos doctores a la vez —señaló Maleza—. La curiosidad no perdona ni a los que se pasan el día mirando la vida por el microscopio. Primero cruzó la calle de Socuéllamos hacia ellos el boticario Luis Menchen, con la bata blanca y el cogote muy pegado a la espalda. Y en seguida, desde la glorieta, también con la bata blanca como el pelo, gafas y mirando al suelo, Federico. Ambos se quedaron junto al tractor. —Es mejor que suban ustedes por
esta escalerilla que tengo aquí —saltó Rufo muy diligente— …Yo, como ya no puedo subir por las ruedas como los mozos —añadió señalando a Plinio y a don Lotario que estaban tan derechos sobre las ruedas de atrás. Muchos de los que boineaban en la glorieta de la Plaza haciéndole corro al aire y hablando lo de toda la vida, miraban ya hacia la Posada del Rincón. Abierto el remolque, médico y boticario, agarrándose uno a otro con mucho cuidado, subieron por la llamada escalerilla. Rufo los siguió. Maleza, desde el suelo, intentaba ver por entre las piernas de todos. Procurando no
pisar los melones que había en el remolque, todos contemplaban a los durmientes tumbados de mala manera y como haciendo uve sobre la parte más colocada del montón de melones. —Tienen pinta de haber estado de boda o cosa así, por lo majetes que van —dijo Plinio. Federico y Menchen pulseaban y movían las cabezas de los caídos, que se sonreían más a cada meneo, como si en vez de tocarles la cara o los hombros les cosquilleasen las ingles. —¿Ustedes tampoco los conocen? —preguntó Plinio a los sanitarios. —No. Ahora que no he visto en mi
vida una cosa igual. ¿Y tú, Federico? Los borrachos, si los mueves, se despiertan más o menos conscientes, según el grado que tengan —dijo Menchen. —Éstos —añadió el doctor Federico—, al revés, cuanto más los mueves, más se acucunan y con más gustillo. —Podríamos reconocerlos con cuidado a ver si se aprecia algo. —Muy bien, Federico. Ahora los arrimamos ahí a la farmacia y los ojeamos bien… La gente de la plaza se había ido arrimando y algunos ya estaban
abocicados entre los melones del remolque. —O si no, Federico, los llevamos a tu clínica, que es más grande, y ahí podemos mirarlos a gusto sin tanto espectador. Aparte de que esto es cosa de médicos, como tú, y no de boticarios como uno. —Qué listo eres. —Nada de listo, Federico. Lo digo en serio. ¿Y si les da por dormir hasta mañana? —Se los traemos a Plinio. —Hala, sí, venga, que esto se pone imposible: hagan el favor de apartarse.
Haciendo equilibrios se bajaron
todos por la escalerilla. Cerraron la carrocería. Guardias y sanitarios se fueron a pie y Rufo arrancó el remolque entre los comentarios del personal. —Oye, Maleza, tráete cuatro números para ayudar a bajar a los dormidos. —¿Y dice usted, Manuel, que los casos que conoce como éstos se están así durmiendo ocho o diez horas? —Sí, don Federico. —Pues estamos aviados si tienen que estar ese tiempo dormidos en casa. Menchen echó una risotada. —No se preocupe usted, doctor —le dijo Plinio a Federico—, que si después
de reconocerles no consiguen despertarles, nos los traemos al Ayuntamiento. —O se les lleva al Ambulatorio, que es lo suyo. Los curiosos, al ver maniobrar al remolque, se fueron hacia el laboratorio de don Federico Martínez Arias. El tractor de Rufo, después de hacer la maniobra ante la portada de la Posada del Rincón, tiró hacia la calle de la Independencia. —Verás tú Encarnita, cómo se va a poner cuando vea todo este jaleo que me has armado, Luis. —Encima que te brindo la
clientela… Comprende que no me lo podía llevar yo a mi farmacia, sin espacio y para entorpecerme las ventas. —Ya, ya…, las ventas, licenciado. —Claro, las cosas como son, doctor. Las ventanas y balcones de la calle de doña Crisanta estaban repletos de cuerpos y caras. El remolque paró frente a la portada de doña Luisa y los cuatro números, como si lo hubieran hecho adrede, llegaron uno detrás de otro y hasta marcando un poco el paso. —Venga, bajad a los dormilones y dejadlos ahí, donde esperan los que tienen hora. —De acuerdo, jefe.
—Lo que todavía no sabemos, Manuel, es de dónde son. —En eso estaba pensando. Voy a ver si llevan documentación. —Pesan un rato —dijo uno de los guardias al bajar al del traje de rayas. —Sentadlos ahí en las sillas esas de enfrente. Plinio metió la mano en el bolsillo interior de la chaqueta de cuadros al de las piernas tan gordas, al tiempo que le palpaba el pelo. —Sí tiene —y sacó la cartera. —¿Y fijador también, Manuel? —También. Plinio se puso las gafas y empezó a
rebuscar en ella. Por fin sacó un documento nacional de identidad y apartándoselo mucho de los ojos leyó: —¿De dónde es, Manuel? —De Villarrobledo. —¿De Villarrobledo? Federico, el pueblo de tu familia. —Pues no me suenan sus caras. —A ver éste. Manuel le sacó una cartera estrecha y muy larga, llena de tarjetas de bingo y empezó a mirarlas, apartándoselas mucho de los ojos. —Éste no tiene nada más que tarjetas de bingo… Ah, y el carnet de conducir… También de Villarrobledo.
—Vamos a quitarles las chaquetas… Así. Y ahora a éste. —¿Qué quieres ver, Luis? —A ver si tienen señal de pinchazos. —No tienen pinta de drogados, ni de bebidos, como dijimos. —No, de droga, no. Son de otros tiempos. Al sacarle las mangas de la chaqueta al de las piernas gordas, se le quedó la cara embarbillada sobre el pecho, pero sonriendo mucho. —Se ríe como si le hubieras hecho cosquillas. —Pues no. No sé qué le da tanto
gusto.
Le arremangó bien los dos brazos y luego las piernas y se las examinó acercándole mucho los ojos. —Nada, de pinchazos nada. —A ver si les dieron algún golpe en la cabeza. —No les iban a dar un golpe a cada villarrobledeño, y los dos iguales… Además, si estuvieran obnubilados no se reirían, digo yo. —A ver si les ha picado la mosca del tse-tsé. Los de Villarrobledo, ahora deschaquetados, cada cual en su silla, el gordo con la cabeza caída y el otro con
la nuca sobre el respaldo parecía como, si a la vez, les diese mucho gusto todo lo que decían los guardias, don Lotario, los sanitarios, Rufo y Federico Huertas, que había bajado con la bata llena de pintura. —¿Y si estuvieran hipnotizados, Federico? —Ya he pensado en ello, Lotario, pero no creo que en el pueblo haya nadie que se dedique a eso. —Claro, porque si alguien supiera hacerlo se ganaría la vida con ello y no dejaría a sus dormidos en los barbechos, a la orilla del río seco, junto a los novios dejados o echados en los
remolques —dijo Plinio. Maleza llegó corriendillo y se abrió paso: —Con permiso, jefe. —¿Qué pasa? —Que Rivas, el taxista, acaba de contarme que ayer, cuando iba a Manzanares, se encontró tumbado en una cuneta a otro dormido y que lo dejó en Argamasilla porque de Argamasilla era, él lo conocía. —¿Y se reía también? —Sí, que se medio reía y suspiraba mucho. —¿No pudo sacarle algo? —No, lo dejó en su casa y siguió
hacia Manzanares. —No entiendo nada, Maleza. —Ni nadie, jefe, no se preocupe. —Ya hablaré yo con Rivas. Dale las gracias. —Dentro de nada se me llena esto —dijo Federico moviendo la cabeza. —No se preocupe usted, como tenemos la dirección llamaré por teléfono a las familias para que vengan por ellos, o me los llevo al Ayuntamiento, como quedamos —dijo Plinio. —Muy bien, puede usted utilizar ese teléfono. —¿Y a ti, Federico, que tienes tanta
familia en Villarrobledo, no te dicen nada estas caras? —Yo voy muy poco a Villarrobledo, y cada día conozco menos gentes. Sobre todo a éstos, que ya son más jóvenes que uno… Como casi todo el mundo. —Podéis volver al Ayuntamiento — dijo Plinio a los guardias—. Yo voy al teléfono a ver si localizo a sus familias. —Y salió rápido. —Yo también doy por agotada mi sabiduría y marcho —dijo Menchen—. ¡Eh, eh!, qué cara de regusto que pone éste. ¿Pero qué verán estos tíos? A ver si es que han puesto por ahí una lechería de Dios sabe qué.
—Ya no ponen lecherías. Sólo discotecas. —Pero éstos, don Lotario, no tienen ya pinta de discotecos.
De pronto, el del traje a rayas, se puso un poco de costado sobre el respaldo de la silla y empezó a darle besetes a la tapicería de plástico. —Atiza, manco, ¿con quién estará soñando este villarrobledeño? —soltó Menchen en el momento de arrancar. —A lo mejor con Suárez, porque algunos de UCD, y éste tenía ahí el carnet, quieren a Suárez como a su chico —dijo entre risillas el médico Federico. Don Lotario se hizo eco de aquellas
risas y añadió: —Desde luego, con tanta televisión, el que sea feo o viejo nada tiene qué hacer en política. En la pantalla los tipos, las caras y las sonrisillas a lo americano valen más que los programas. Reapareció Plinio: —Avisados. Qué alegría se han llevado. Estaban muy intranquilas las señoras de ambos, porque salieron ayer hacia acá a las doce de la mañana a no sé cuántos negocios. Cada uno por su lado y hasta ahora estaban sin noticias y que uno y otro habían quedado en volver a cenar… Que antes de una hora estarán aquí a recogerlos. Al decirles que
estaban dormidos se han alarmado un poco, pero las he tranquilizado echando la cosa a broma. —Bueno, señores, si no me tienen que preguntar más cosas, yo me largo — dijo Rufo, el del tractor. —Gracias, Rufo, y estáte atento por si te llamamos. —No faltaba más. Aquí al contao… —Y tú, Federico, vete al micro, que Manuel y yo nos quedamos aquí con los vencidos hasta que vengan las familias. —Bueno… Y ya ha dejado ése de besuquear la tapicería. Como Plinio puso la cara rara, siguió Federico.
—Sí, hombre, que éste del traje de rayas, cuando usted estaba telefoneando, volvió la cabeza hacia el respaldo del sillón y empezó a darle besetes a la tela con cara de mucho solaz. —¡Coño!, este caso de los adormilados no tendrá nada que ver con el delito y la policía, como parece bien claro, pero me tiene desarmao… Será por mi bacinería, pero me tiene… —Es que es para tenerte. Tu misión como guardia es averiguar los hechos que causan grandes males… Pero nuestro gusto como hombres listos y humanistas es descubrir todos los casos, aunque sean de sueños y de risas.
—Desde luego, que puede ser más interesante saber por qué se duerme un tío que por qué lo matan. —Muy bien, Manuel. Antes se le daba amoniaco a los borrachos. Voy ahí a la farmacia a que me dejen un frasquete para hacérselo oler. ¿Qué te parece? —Por cierto, que no me ha dicho nada del fijador. —Está claro. Se ve a la legua. Si lo he dicho… Voy a por el amoniaco. Sin hacer ruido entró la sustituta de la enfermera y, sentada junto a una mesita, miraba a los barrigotas de Villarrobledo y se pellizcaba la boca
para que no se le derramase la risa. El más gordo, sin perder su gesto, ahora de durmiente serio, empezó a rascarse una ingle con menudo nerviosismo, y la enfermera por fin reía del todo con sollozos gritones y moviendo las piernas, como ciclista. Plinio, también cómico, pero con sonrisa más formal, traía y llevaba sus ojos desde la chica de blanco que perneaba en el aire, al panzón que con el índice en forma de gatillo se hurgaba a todo lo largo de la curva de la ingle. Volvió don Lotario con el frasco en la mano: —Aquí está el amoniaco.
—Trae. Federico, una vez destapado el frasco, se lo arrimó a las narices al que besó el plástico y llevaba tanto fijador. Pero nada más llegarle al olfato, volvió la cabeza rápido. —No se anima. A ver este otro engomillado. Le enchufó en las narices al otro, que, al sentir el cristal, respiró fuerte hasta entreabrir los ojos, pero volvió a su quedada mohína. —Por lo menos reaccionan —dijo Federico— más que con el agua o con las cosquillas. Algo es algo. Estoy dentro, que tengo mucha faena.
Y repitió don Lotario el paso del frasquillo por las dos narices, sin que hubiera mayor señal de animación. Plinio y don Lotario quedaron solos y junto a los dormidos, en espera de los familiares de Villarrobledo, mientras la enfermera empezó a pasarle enfermos a don Federico. —Yo no he estado así, con ajenos durmiendo tan a mi lado desde la guerra. —Es verdad, Manuel… Y ni entonces. De pronto, el de las piernas gordas, al cambiarse de lado, soltó un pedo gordísimo y luego una serie de pedetes juguetones.
La enfermera provisional —pues la de siempre estaba enferma, según dijo Federico—, metiéndose la cabeza entre las manos volvió a reírse, a la vez que, como antes, movía los pies en el aire, pedaleando. —Lo que faltaba, Manuel, que éstos nos den el concierto de rondalla. —Seguro, porque tantas horas durmiendo, tendrán los ojetes muy relajados. Al oírlo, la enfermerilla volvió a pedalear en el aire. Cada vez que cruzaba la habitación un enfermo con el frasco de orina entre los dedos, Plinio arrugaba las narices.
Habló don Lotario: —El día que se invente la manera de aprovechar la energía urinaria, tanta como se desperdicia cada día… Bien pasada la hora y media sonó el timbre y entraron cuatro mujeres de Villarrobledo. Sin saludar, ni cosa parecida, la más pequeña, que iba delante de todas, comenzó a ausionear: —¡Todavía dormidos, santo cielo!, pues ¿qué tila les han dado? Sin reparar en el guardia, que se había puesto de pie para recibirlas, las cuatro, encanadas en los dormidos, empezaron a tocarles las caras, a
extrañarse por la pegatina, a subirles los párpados de arriba y a preguntarle a Plinio sin mirarlo: —¿Y dice usted que tiraos en un remolque, y así ya adormiscaos? —¿Y sin faltarles nada? —¿Y así nada menos que cuatro horas? —¿Y que al remolque los echaron desde unos coches en la carretera? —¿Y que en el pueblo ya se han dao otros dormíos así? Al oír aquel pregunteo se asomó Federico y la enfermera provisional, con la boca entreabierta y muy despaciosamente, inició el pedaleo.
Ahora, de las cuatro de Villarrobledo, cada dos miraban a su dormido, echando los culos al resto del personal. —¡Ay, señor! —dijo una—, que esto me huele a maricas y porculancias, que a mi hombre nunca lo veía tan repeinado y pegajoso. —Vaya usted a saber. Si los habrán violado por salva sea la parte… Y tu padre se ríe un poco —dijo la baja a la joven que estaba junto a ella—. ¿Es que nos habrá oído? —No, se ríen de vez en cuando, aunque no oigan a nadie —dijo don Lotario—. Y le dan besos muy amorosos
a los respaldos. Las cuatro de Villarrobledo miraron muy fijas al veterinario. —¿A quién le dan los besos? —A los respaldos de los sofás, no vaya usted a pensar en inmoralidades. —¿A estos respaldos de plástico negro? —Sí. Se quedaron tan contritas, que otra vez pedaleó la enfermera. —¿Cómo mi marido va a besuquear a un plástico? —dijo la bajita—, si fuera una plástica, todavía… —Nunca se sabe —dijo la gorda con música silenciosa— a lo que es capaz
de llegar un marido. —Eso. Será el mío. Y el tuyo, trisagios. —Venga, madre. Federico se encogió de hombros y volvió a su laboratorio. Al contado entró un vejete con un frasco grandísimo de orina. Al tomarlo la auxiliar, don Lotario le hizo un gesto alzando la barbilla, y ella, con el frasco entre manos y los ojos cerrados, le dio muchas vueltas locas a la cabeza, que era lo que hacía cuando no podía pedalear. —¡Ay, mi Julián, mi Julián! Si ya despierta.
Y todos los ojos se fueron hacia Julián, el de las piernas gordas. Y todos los labios quedaron quietos, incluso los de la enfermera, abrazada al frascazo de orines, que el viejo contemplaba con miedo. Plinio miró de reojo. Julián parpadeaba muy serio. Sin risas ni besetes como antes. Julián dejó de parpadear y quedó con los ojos bien abiertos, pero se notaba que todavía no estaba del todo consciente. Federico, sin decir nada, tomó el frasco de amoniaco que estaba sobre la mesilla de la auxiliar y se lo acercó a
las narices, muy bien apretado, al pernigordo, que reaccionó con gesto de desprecio. Y empezó a mirar a unos y a otros, luego a sí mismo, y al dormido con el traje de rayas, como no sabiendo dónde estaba. —¿Pero qué pasa? —dijo al fin con voz desentonada. —No sé, Julián. Eso esperamos que nos lo expliques tú. De pronto se tocó el pecho, el pecho de la chaqueta. —¡Mi cartera! —No se preocupe —le dijo Plinio con mucho compás—, la tengo yo aquí.
Tómela. El hombre le echó mano, sin quitarle los ojos al guardia y como preguntándose en sus honduras. —¿Qué os ha pasado, Julián? — volvió la mujer bajita. —De verdad que no lo sé. ¿De dónde nos han traído aquí? —Alguien, en la carretera de Cinco Casas, os descargó de un coche y os echó en un remolque. Julián se miró el polvo que le quedaba en varias partes del traje. —¿A qué vinisteis a Tomelloso los dos juntos? —volvió su esposa. —No vinimos juntos… Yo acabo de
saber ahora mismo que éste, Mateo, estaba en Tomelloso. —¡Anda con Dios! —saltó la otra esposa. —Yo, como te dije, con miras a la vendimia, vine a unas cosas de la Cooperativa, solo, en mi coche. —Lo mismo me dijo a mí Mateo — dijo la otra con los ojos entornados—, y también vino en nuestro coche. —¿Y dónde está mi coche? — preguntó al oírlo Julián, al policía. —¡Ah! Ni idea. ¿Entonces usted fue a la Cooperativa a sus cosas? —Sí… —¿Sí o síííííííí?
—Sí. Lo que pasa es que no estaba el que yo buscaba, y marché en seguida para volver esta tarde. —Ya. ¿Y qué hizo mientras? —Pues comí en el Bar Alhambra, tomé café y, luego, para hacer hora, me eché un poco la siesta en el coche, que lo tenía aparcado en una calle de al lado, que no sé cómo se llama. —¿Y luego? —preguntó su mujer. —Pues ya ves —dijo él mirando al suelo. Plinio, Federico y don Lotario se ojearon. —Póngale usted también el frasco a mi padre en las narices —dijo la otra
chica, hija del dormido del traje a rayas, a Federico. —Ya se está despertando también.
Pero parece que el amoniaco acelera un poco. Se lo aplico. —Y destapando el frasquillo se lo acercó a las narices. El hombre debió notar como picor y empuñándose las narices empezó a moverlas y, en seguida, se le puso el gesto más vivo. Pasados unos segundos, el hombre bostezó, como si se desperezase, se rascó en varios rincones. La auxiliar, meneando los pies sonreía. Y por fin abrió los ojos del todo y
quedó mirando al médico, sólo a él. —¿Tú eres hijo de don Luis Martínez Acebal, el boticario de mi pueblo? —Sí… Boticario de aquí. —Cuánto me alegro de verte. ¿Y en qué puedo servirte? —A mí en nada. Yo soy el que quiere ayudarte a ti. Volvió la cabeza rápido. —¡Atiza, un guardia!… Y la familia… ¿Y estos paisanos? Y se sonreía, como ante la cosa más natural. —¿Pues qué pasa? ¿Dónde estoy? —En Tomelloso.
—Ah, sí, jefe. Ahora recuerdo que vine una mañana. ¿Ésta? —Sí. ¿Y dónde fue primero? —¿Es que he hecho algo malo? —¿Por qué? —Como me pregunta usted, un guardia… —Es que queremos ayudarles. Saber qué les ha pasado. —¿A éste…, a Julián también? —También. —Pues lo veo ahora por primera vez desde hace tres o cuatro días. Yo vine a la Cooperativa y he estado allí lo menos una hora hablando de un vino. —Y yo también.
—Pues no te vi. —No estaba el que buscaba… —¿Y allí os echaron el fijador en el pelo a los dos? —dijo la esposa bajita con los puños en la cadera. El hombre se tocó los pelos mientras miraba los del amigo. Hizo un gesto de extrañeza. —¿Y después de la Cooperativa que hizo usted? —siguió Plinio sin reparar en lo de la gomina. —Comí con dos de la Cooperativa en un restaurante muy majo que se llama El Molino y que está cerca de Argamasilla. —¿Y después?
—Después los traje al pueblo, tomamos café en el Casino de Tomelloso y, como estaba muy amodorrado, antes de coger el volante para irme a Villarrobledo me metí en el coche a dar unas cabezadillas. —¿Y después? —Y después —dijo encogiendo los hombros de manera muy artificiosa— hasta ahora. —¿Qué misterio tendrán en este pueblo las siestas en los coches? —dijo una de las mozas. Y todos dieron un avance de sonrisa, menos la enfermera, que soltó un gritillo y pedaleó muchísimo.
—¡Niña! —le gritó Federico. —… Pues os echasteis la siesta cada cual en su coche —dijo la bajita— pero aparecisteis juntos, acostados en un remolque… bastante sucio por cierto, con los pelos engominados a lo marica y sin saber dónde tenéis los coches. —Si les parece, decidme las marcas y matrículas de sus coches para que los busquemos —les preguntó Plinio sacando el lápiz.
Ambos, de manera muy paralela, volvieron a tocarse el pelo y quedaron como pensando lo mismo. —Seat 127 Madrid…, amarillo — dijo uno de los mozos.
—Y Renault 7, Albacete…, verde claro —coreó el otro. —Entonces os quedasteis dormidos en vuestros coches respectivos y no os habéis despertado… hasta que en mi laboratorio… —Eso… —Claro… Mal contestaron los dos rascándose las narices por los efectos del amoniaco. —Eso no se lo cree ni el Papa, que parece que se lo cree todo —saltó la esposa alta por primera vez, con la cara durísima y los ojos espejos. —Pues yo te juro, por lo más sagrado, Rosario, que desde hace días,
que me lo encontré en el pueblo, no he visto a éste. —Y yo igual. —¿Serán los de la Cooperativa de este pueblo los que entontecen de esta manera? —preguntó la pequeña. Plinio meneó la cabeza. —Dejad a ver qué quiere decir Manuel —pidió don Lotario. —Digo que lo más seguro es que la Cooperativa no tiene nada que ver con esto. Días pasados ya aparecieron así otros dormidos sin que dijeran qué los durmió. —¿Y dónde aparecieron, Manuel? —siguió Menchen.
—Uno junto al ex Guadiana, y el otro en la misma plaza, junto a la iglesia, y a las dos de la madrugada. —¿Y con fijador en los pelos los dos? —insistió la baja. —Sí —cabeceó Plinio. —Desde luego, en este pueblo siempre han pasado unas cosas muy raras… —Hasta hubo carnavales en los tiempos de Franco… —dijo la más joven de Villarrobledo. —Rarísimas; mira, tan raras como que le echan mosto a una tinaja por arriba y, al cabo de unos días, se hace vino.
—Hombre, Manuel, no se pique usted, pero como sale tanto en los periódicos… —Bueno, dejemos eso. —Sale —saltó Federico— porque Plinio y don Lotario descubren todo lo que en otros pueblos queda en la oscuridad. Por ejemplo, ¿a ver en qué pueblo de España hay un guardia como Plinio y un hombre de carrera como don Lotario, que se dediquen a averiguar por qué aparecen unos tíos dormidos junto a ríos o carreteras? —Eso sí —reconvino la más joven. —Venga, jefe, siga usted preguntándoles a los zorros estos —
encizañó la baja— a ver dónde cogieron tales chispas. —De chispa nada, esposa del corazón. —Eso es cosa de ellos. No es un delito. —No me diga que no le gustaría saberlo, Manuel. —Como gusto y bacinería, claro — dijo Manuel—, pues nunca he visto nada parecido… Y máxime si la racha sigue. —Venga, a cantar, señores —dijo Federico en tono de broma. —Ya lo tengo todo cantado. Me dormí en el coche y hasta aquí. —Y yo lo mismo.
—¿No te digo?, será el clima de este pueblo —repitió la baja. —Eso, este clima tan diferente al de Villarrobledo —corearon varios. —Bueno, señores —dijo Federico por cuarta o quinta vez—, perdónenme, pero tengo aquí mucha tarea. —Doctor, perdone usted, nos vamos todos… —dijo Plinio con ademanes de mando para que todos vaciasen la clínica del doctor Martínez Arias.
***
Plinio había oído días antes
que por lo único que merecía la pena vivir en Madrid, tan lleno de gentes y motores, es porque el día que te lo propones podías hacer vida diferente, sin ver a los de siempre, ni pasar ante las puertas de todos los días. Y aprovechando que don Lotario estaba en Alicante, y que no tenía especial ocupación ni despacho, se dijo pues hoy voy a hacer una vida diferente, como si estuviera en Madrid. Y vestido de paisano, después de tomarse el café y saber que el nieto estaba mejor de sus pedorretas, según le contó su mujer, pensó hacer su desayuno fuerte en El Mesón del Vino, que está en
la avenida de Antonio Huertas. Y pillando vuelta por la calle de doña Crisanta, que como tiene las aceras muy anchas te permiten el hacerte el alejado del otro, siempre que lo veas a tiempo, dobló por la calle del Pintor Francisco Carretero hasta la de la Independencia, tomó la de Santa Rita y con mucho y muy buen sosiego de nervios y cabeza, las manos atrás y los ojos en el suelo, para no saludar a nadie, llegó al mesón, casi vacío, se sentó en la mesa más rinconera y pidió café y tortas de Alcázar, que buñuelos no había, a un camarerillo de pies ligeros y ojos muy alzados, que no parecía conocerlo. En lo que iba de
mañana no había saludado a nadie, y en aquel bar casi nuevo, que nunca había pisado, se sentía como en otro pueblo, donde podía mirarlo todo sin que le vinieran con sonecillos. A ratos entrepensaba que la vida estaba buena. El nieto había dormido a gusto y ya miraría alegre los cristales de la ventana; su hija estaría haciendo la cama sin echarle la espalda al crío; y su mujer a punto de ir a verlos, sobre todo al niño, para hablarle con los labios en forma de beso… Y él allí, tan bien aculado, sintiendo que el tiempo pasaba muy despacio, al compás de aquel viejo que cruzaba el paseo, o del aire calmo,
que quería hojear los árboles. Así podría estar horas.
Sin pasado ni presente achuchantes, sólo entreviendo como puntos de risa las caras de los hombres dormidos, junto al Guadiana seco, del ingeniero vestido y sin novia o los del remolque del hermano Rufo. Lo único que no le iba es que en El Mesón del Vino sólo hubiera mesas bajas, en las que hay que agacharse mucho para atinar con la taza y no meter la cucharilla en el cenicero. Casi enfrente tenía la calle de Santa Quiteria, larga, ancha, mal pavimentada y con tractores sobre las que debían ser aceras. Siempre que pasaba por allí
recordaba que en ella, de niño, vio la primera mula muerta en su vida. Estaba en medio de un corralazo, con las patas muy abiertas y un puñado de moscas negras comiéndole la panza. Cuando pasan los años recordamos que en cada calle del pueblo nos quedó un capitulillo de nuestra vida. En la calle de La Concordia, también cercana, muy niño vio cómo uno de los señoritos más respetables del pueblo, creyéndose solo, alzó mucho la pierna y soltó un pedo infernal… Estaba todo tan quieto, cosa rara, que se sintió como dormido, pero con los ojos abiertos, y el humo del cigarro,
alzándose vago, cachondo, ante el cristal de la ventana. A lo mejor el humo de los cigarros también tiene sus ratillos felices, sobre todo si sale de la boca de una chavala con sabor a beso. Metido en lo suyo… no reaccionó hasta que entraron tres hombres y dos mujeres, y desde la puerta vinieron derechos a él. Y recordó que al poco de llegar al Mesón del Vino un hombrecillo con las gafas muy gordas y los zaragüelles culerones, después de mirarle muy fijo marchó rápido, sin tomar nada. —Manuel, perdone que le
molestemos, estando de domingo como parece que está, pero no podemos callarlo más… Hemos ido al Ayuntamiento y nos han dicho que estaba libre… —¿Y quién os ha dicho que estaba aquí? —Antonio, el churrero. —¿El de las gafas gordas? —Ése. Se veía que los hombres, ya bien mayores, venían un poco a rastras de aquellos dos marimachos, sobre todo la que hablaba con ademanes como de empujarle a uno. La otra, en delgado, sin medias y con las canillas muy finas,
decía que sí a todo lo que hablaba la marimacho grande. «Ésta debe tener la piel del culo muy dura, no por vieja, sino por bragá» —pensó Plinio. —Bueno, ¿y qué pasa? —Asómbrese usted, Manuel — exclamó la jarocha alzando mucho el labio de arriba…—, que hace tres noches que no sentimos roncar al Tachuelas. ¿Qué me dice usted? —¿Es posible? —dijo Plinio alarmado. —Sí, Manuel —dijo la otra arrecía de las canillas sarmentosas— …, ni respirar. —Habrá cambiado de alcoba.
—Ése, en la parte de la casa que duerma, aunque sea en la cueva, deja oír sus rebuznos del sueño en todo el distrito. —Eso es verdad —confirmó Plinio cabeceando—. ¿Y hace su vida diaria? —Ahí puede estar el misterio, jefe —dijo la marimacho con los dos brazos fuertemente cruzados sobre las dos tetas —. Nadie lo ha visto entrar, salir, asomarse o sentarse en la puerta, como hacía en las anochecías. —A ver si le ha pasado algo al pobre… —Por eso lo buscamos con tantas ansias, Manuel. Porque para el barrio
sería una paz enorme que el pobre dejara de roncar todas las noches, pero da mucha pena, tan solo, tan sin quién le arremeta la manta o le dé el yogur si se pone malo. —¿Entonces vosotras pensáis que puede ya haber cerrado la boca para no roncar más? —Sí, jefe, eso… —Bueno, pues vais al Juzgado… —Ya sabía yo que iba usted a decir eso —dijo uno con el perfil resabio y los ojos chicos. —¡Ea!, qué voy a decir. —Mira, Manuel, como la gavillera del corral de éste y la suya están a
media vara lo más una de otra —dijo la marimacho señalando al cara de listo—, si usted quiere vamos todos y saltamos a ver qué ocurre. Si pasa algo malo lo decimos a la autoridad del Juzgado y, si no, todo se queda entre nosotros. —Total, un rato de bacinería…, pero por amor al prójimo —dijo otro que había sido monaguillo, luego sastre y ahora muy binguero. —¿Y todavía tenéis gavillera? — preguntó Plinio extrañado. —Yo sí, para que le dé sombra a mi corralillo —dijo la macha. —¿Y el Tachuelas? —Ése, el pobre, se quedó en el año
que mataron al cura, y tiene de todo lo viejo. Plinio, antes de contestar relió otro pito y al fin arrancó. —¿Y decís que tres noches sin roncar? —Sin roncar y con la puerta cerrá. —¿Y la ventanilla de su alcoba? —Entreabierta, como acostumbra. —El miércoles roncó como siempre o más… y digo más —habló la delgada — porque un mastín que cayó por allí, lleno de amor propio le estuvo contestanto toda la noche, sin poderlo vencer… Y el jueves silencio total, sin verlo ni oírlo.
—Bueno, pues vamos a ver qué pasa —dijo Plinio algo animado, al tiempo que llamaba al camarero con un «ven» de mano. «Está visto —pensaba mientras— que en Tomelloso no se puede hacer vida distinta, como en Madrid… Aunque lo de subirse a una gavillera en estos tiempos no deja de ser bastante raro…». Y echaron paseo adelante, sin prisa, sin formar fila ni hilera, cada cual con su aire y braceo. A Plinio le daba muchísima tristeza el culo estrechísimo de la delgada. Como además llevaba la bata muy ceñida y corta, el culo le quedaba
patético encima, además, de aquella resequez de piernas. —«… Qué cadena perpetua — pensaba el guardia— debe ser tener que acostarse todas las noches con un culillo así tan enterrador, tan fino y con unos molletes como de goma de pelota vieja en diciembre…». La marimacho, como si fuese ella la autora de todo, caminaba un poco delante con el entrecejo muy satisfecho. Como Plinio iba de paisano, la gente no reparaba mucho en el grupo, que caminaba entre el aire claro como si fueran de paseo gustoso. Al llegar a la calle de la Azucena,
Plinio pensaba más en las gavilleras que en el roncador callado. Al entrar en la casa de La Cidoncha, como llamaban a la mandona, y abrir la puerta del corral, allí al fondo, el recuadro de luz tan vivo, todo lo dejó en perfiles… Plinio quiso mirar al lloroncísimo culo de la enhiesta, pero así, al contraluz, su cuerpo era un jirón de sombra, sólo con luz en la cabeza.
Ya en el corral antiguo, en contraste con el resto de la casa, muy horteramente modernizada, con parrales, gallinero, un tinajón y la gavillera, parecía que se estaba en los tiempos del general Aguilera. La diferencia de
alturas entre la gavillera de La Cidoncha y la del Roncador no llegaba a un metro. Los sarmientos de una y de otra eran viejísimos, negros, y las gavillas atadas con tomizas, ya podridas. La Cidoncha, con sus ademanes de boxeador por lo menos, ofreció a Plinio la escalerilla de madera y, haciendo un doblaje tremendo de espalda cada vez que avanzaba un escalón, Plinio subió con cuidado para no empolvarse el traje. Ya encima de las gavillas, los sarmientos, tan negros por hielos y veranos, crujían, se tronchaban y hundían por algunas partes.
—No, no podemos estar todos juntos sobre la gavillera. Venga, salta tú a la del Tachuelas. La Cidoncha avanzó como pudo sobre los sarmientos podridos, que se rompían, hasta la gavillera vecina, la más alta. Se apoyó en ella con ambas manos y dio salto y culá. Luego se volvió y a gatas sobre los cuatro miembros se puso de pie un poco tambaleante. —Estos sarmientos dieron las uvas de la guerra —se lamentó Plinio mientras avanzaba con mucho pulso de pies. La del culo luteño se quedó en la
escalera con la cabeza sobre las gavillas sin atreverse a subir del todo. La Cidoncha ya estaba asomada al corral del Tachuelas. —¿Hay escalerilla para bajar a ese corral? —Sí, Manuel. Más bien escaleraza. —Menos mal. Venga, sigue y baja. Casi a gatas y uno a uno llegaron al borde de la gavillera vecina y bajaron por la escaleraza. El corral del Tachuelas estaba abandonado muchos años. El empedrado cubierto de hojas de parra caídas de varios otoños, de macetas sin plantas y hierbajos por todos lados y, claro, las
paredes tan antaño encaladas, ahora color barro de distintos oscuros y amarillos. —A este corral no ha entrado nadie desde que se marcharon del pueblo. —Hasta huele a corral antiguo, de aquéllos con retretes de tapas y basuras —dijo Plinio. En su vida había visto en el pueblo un corral así… —Claro que si el pobre vive solo no va a ponerse a deshierbajar esto. —Ni a enterrar gatos muertos —dijo Plinio señalando con la punta del pie el esqueleto cañizo de un gato, junto a un tino de madera, verde por el incesante
goteo del grifo. Cuando estuvieron todos junto al portalón del corral que daba a la cocina de abajo: —Verás como esté cerrá con llave o el cerrojo echado por dentro —dijo La Cidoncha mirando a la puerta que fue azul claro y con clavos de cabezas de boina ya oxidados. Puso luego las dos manos sobre el portón: —Por lo menos encajaílla está. —Quita a ver —dijo Plinio dando un patadón. —Otra un poquito más fuerte, que va. El portón, que chillaba a cada
patada, poco a poco cedió, dejando a la vista un fogón antiguo, con pesebre aliado. —Esta parte de dentro ya está como toda la vida, antigua, pero sin podrir. Entre telarañas, y sobre las baldosas llenas de polvo, llegaron al patio. Ya en él se notaba que habían andado manos últimamente. La del culo agudo tocó el respaldo de unas sillas y se miró la yema. —Está visto que el viejo con la escoba sólo llegó hasta el patio. —¿Es que no viene nadie a limpiarle la casa? —preguntó Plinio. —Que sepamos, nadie —dijo La
Cidoncha a sus vecinas. Subieron al otro piso, limpio ya total, si cabe. Se asomaron a la cocina, al comerdorcillo y todo estaba en relativo orden. —¡Ah!… ¡Ah!, Manuel, aquí no se puede abrir —dijo el mozo empujando una puerta. —¿Qué pasa? —No sé, Manuel. Parece que hay algo detrás de la puerta. Por los dos o tres dedos de rendija que dejó la puerta al empujarla el mozo con todas sus fuerzas, se veían escombros.
—Vamos a por ella —dijo Plinio apoyando el hombro y empujando con toda su ansia. Todos le ayudaron. Cuando consiguieron abrirla como dos cuartas, Plinio asomó la cabeza. —¡Atiza, manco! Y entró de perfil, muy estrechamente, casi arrancándose los botones de la chaqueta. Los demás lo siguieron por la raja. Para ello La Cidoncha tuvo que ponerse las manos encima de las tetas y apretárselas para que las puertas no se las arrancaran. Todos, malteniéndose sobre la escombrera que cubría todo el suelo y
parte del armario, miraban a la cama de matrimonio donde debía dormir el Tachuelas. Se veía la punta de un pie entre la sábana cubierta de cachos de techo muy gordos, color azul claro. —Al pobre se le hundió el techo encima —dijo la del culillo, mirando al agujero que había en el techo por donde se veían las vigas de aire del camarón. —A lo mejor, de un ronquío — añadió La Cidoncha, con cara de lista y señalando como comediante. Plinio, sin decir palabra, comenzó a quitarle escombros de sobre la cabeza. —Está bien cubierto, pero que muy bien.
Todos ayudaban. La Cidoncha encogía las narices: —¡Cómo huele! Apareció más blanco todavía el pelo del Tachuelas, por el yeso que lo cubría… y algo que sobrecogió a todos: en la boca entreabierta, entre los malos y escasos dientes del pobre, como si le hubiera sido completamente imposible tragárselo, tenía encajado un escombro triangular con pajillas que entresalían del yeso. Aparte de tener así la boca tan abierta, el gesto del muerto parecía sin susto, tranquilo. —Lo que yo le decía, Manuel, en el
mismo momento del ronquido le cayó el terrón en la boca tan abierta, que no pudo con él. Plinio no pudo evitar un amago de risa. Todos miraban extasiados. —El pobre —dijo la fina, desenterrándole la barba— tiene la barbeja más blanca todavía por tanto yeso viejo. —Y qué bien apretados tiene los ojos. —Los ojos son más rápidos que la boca. —A lo mejor es que cuando se está en el momento más bovedoso del
ronquido no se puede cerrar la boca aunque le caiga a uno un rayo. —Pobre, fijaos —dijo Plinio—, estaba el techo muy viejo y con sus ruidos tan seguidos de todas las noches se lo cargó… Y venga, vamos a trabajar que estamos de muerto. Y empezaron todos a quitarle escombros de sobre el cuerpo tieso, duro y frío. —Y vamos rápidos, no vaya a caérsenos el poco techo que queda encima. Todos miraron hacia arriba, a las vigas y carrizos de aquella albañilería arcaica.
Plinio de pronto pensó en don Lotario, junto a las aguas del mar y a aquella hora, seguro que tomando una cervecilla fresca, mientras él, allí, junto a aquel tomellosero primero de su historia que se mató de un ronquido, según parecía.
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