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HIMNO A TOMELLOSO

viernes, 23 de marzo de 2018

El hospital de los dormidos - El último dormido... por ahora



Plinio ahora, solo en su despacho, miraba por la ventana, abierta por el calor, a pesar de andar ya el sol por detrás de los caballetes. Y miraba a la puerta del Juzgado, como podía mirar a la de la ferretería de Peinado, cuando vio que llegaban corriendillo un sacristán y el padre García, seguido de tres mujeres lloriqueando y haciendo ausiones muy de tablado. Al llegar el grupo ante la puerta del Juzgado metió Plinio la cara entre las rejas de su ventana, pero no consiguió entender de qué se lamentaban. Decidió esperar a ver lo que pasaba, pero a los pocos segundos Maleza abrió la puerta del despacho con mucho brío. —¡Jefe! —¿Qué pasa, Maleza? —Que se ha muerto don Manuel, el cura.
—¿Ahora mismo? —Sí, confesando… ¿Qué le habrán dicho? —¿A quién confesaba? —A María Rosa, la de Ignacio. —¿Ésa tan beatilla y tan hermosa de ojos? —Ésa misma, la que tiene los ojos tan tristes, pero tan hermosos y negros como usted dice. —Menudo susto se habrá llevado la pobre. —Por lo visto, ella venga decirle pecados y más pecados y como don Manuel ni suspiraba, se escamó, metió la cara por el ventanillo donde confiesan los machos y lo vio con la cabeza apoyada en el respaldo del confesionario, las manos juntas sobre el pecho y la boca abierta de par en par. —Se pasaba las tardes que no tenía faena espiritual dando paseíllos ahí, en la glorieta. Nunca lo olvidaré. Iba y venía bajo los árboles con pasos de reloj, siempre iguales. —Y con la calva tan gorda y brillante, inclinada, siempre mirando al suelo, como a ver si encontraba algo o en espera de que le cagase un pájaro. ¿No va usted a verlo? —Esperaré que pase primero el Juzgado, no vayan a pensarse que me meto donde no me llaman. —Imagínese usted que lo ha matao la María Rosa de un pecadazo que le ha soltao por la rejilla… O como es tan ucedista, que le ha dicho que Suárez ha presentado la dimisión, según me han dicho hace un momento. —También lo he oído yo… Y podría ser eso. Porque la María Rosa un pecadazo… ¡Pobrecilla! Ésa es de las que duermen con los brazos en cruz por si se le acerca un mosquito perverso. —Ya salen, jefe. Venga. Plinio se caló la gorra del uniforme y salieron a la plaza. Debía haber mucha gente dentro de la iglesia, porque entraban personas y personas. Esperaron a que los del Juzgado cruzaran la plaza. A ver si entraban muy delante de ellos. Dentro de la iglesia no había tanta gente como esperaban. Y todos estaban en la nave que da al Pretil, rodeando un confesionario que hay muy cerca de la puerta de aquella parte. El forense entró casi junto a Plinio. Debía venir del Casino y se adelantó a toda prisa para emparejarse con los del Juzgado. Plinio oyó llorar. Miró. Era María Rosa, sentada en el pico del asiento de un banco, con la cara entre las manos y rodeada de unas cuantas mujeres. Todas las luces de aquella nave estaban encendidas. El juez, después de abrir la compuerta y de asomarse un momento al confesionario, cedió el sitio al médico. De pronto se vio mucha luz dentro del confesionario, porque el alguacil, por orden del médico, había encendido una linterna y enchufaba al muerto. Como la gente, al alumbrar, abrió paso a Plinio, éste, casi sin darse cuenta, se vio junto al juez y al secretario, en la misma entrada del mueble depositario de pecados. Allí estaba el padre Manuel, con la cabeza recostada en el fondo del confesionario. Colgándole un poco la calva color ébano, la boca y los ojos muy abiertos y las manos bien cruzadas sobre el pecho, como si las hubiera juntado en el momento del dolor. El médico lo auscultaba aunque no cabía duda de su muerte… Sobre la sotana negra, ya parecían sus manos blanquísimas y frías. Plinio se fijó en el diente de oro del cura, que brillaba mucho a la luz temblona de la linterna. Después de cambiar unas palabras el médico y el juez, éste pidió al alguacil y a otros religiosos que había allí, que sacaran el cuerpo muerto de don Manuel del confesionario. El padre García tuvo la buena idea de que lo sacaran en silleta, de modo que, ya fuera del confesionario, seguía con la cabeza hacia atrás y las manos apretadas contra el pecho. Intentaron entre el alguacil y el sacristán llevarlo en vilo hasta la sacristía, pero pesaba demasiado. Era imposible, lo sentaron en el banco en que estaba María Rosa y el juez mandó que le trajeran una camilla de la Cruz Roja, que está tan próxima. Así las cosas, entraron llorando las dos hermanas de don Manuel, a quienes llegó la triste noticia estando de compras. Y deslumbradas al entrar por tantas luces, a las que estaban desacostumbradas, de momento no dieron en que fuera su hermano el que estaba sentado entre la gente y se fueron derechas al confesionario. 

Ya junto al muerto, cada una a su lado, empezaron a besarle las manos fijas, blancas y cruzadas, con lloros tan recios que jamás se habrían oído en aquella primera parroquia del pueblo. El juez, con pasos lentos y seguido de Maleza y de Plinio, se aproximó a María Rosa, que seguía en la punta del banco, tapándose la cara con ambas manos y con las rodillas muy juntas, para no dejar el menor resquicio, por si había algún ojo indiscreto. Sí, ahora la gente hacía tres corros: uno alrededor del muerto, otro de sus hermanas plañendo y el confesionario vacío, y el tercero, en torno a María Rosa. —María Rosa —le dijo el juez—, vaya susto que te habrás llevado. La chica se destapó la cara y le llegaron las luces vivas de la nave hasta los ojos negros, cuajados de lágrimas. —Lo de menos es el susto. ¡Qué lástima! Pobre padre. —Perdóname la pregunta, pero no tengo más remedio —dijo el juez. —Dígame, dígame. —¿Se confesó alguien con él antes que tú? —No. Lo esperé sentada en este mismo banco hasta que llegó a las cinco en punto. —¿Y te pareció normal? —Del todo. Empezó la confesión como siempre, con su voz y bondad de toda la vida. —¿Y luego qué notaste? —Oí un golpe, pero pensé que distraído se hubiera dado un codazo o un rodillazo con el confesionario. Ni se me pasó por la cabeza otra cosa. Ni siquiera abrí los ojos. —¿Cómo? —Sí… Cosas mías. Siempre confieso con los ojos cerrados… Para concentrarme más… Luego me di cuenta que aunque los hubiera abierto era igual. Como esta nave está siempre tan oscura y por la tarde, sin velas, apenas se ve nada… Lo que ya me extrañó un poco es que pasé un buen rato hablando, sin que me hiciera preguntas o diera consejos… Que él era muy consejero. Y tuve la sensación, ¿sabe usted?, de que mi voz sonaba a hueco. —¿Y qué hiciste? —Como no lo veía ni notaba que se moviera dentro del confesionario, acerqué mucho el oído a la celosía y lo llamé: «¡Padre Manuel! ¡Padre Manuel!», cada vez con más fuerza, pero seguía sin contestarme. Fue entonces cuando me levanté, me asomé a la parte de los hombres y lo vi como dormido sobre el fondo. «¡Padre Manuel! ¡Padre Manuel!». Y ya, nerviosa de verdad, como tampoco me contestaba, metí la mano para moverle el brazo y noté que lo tenía duro…, y la mano, echando frío. María Rosa comenzó a llorar otra vez, tapándose la cara, sin olvidarse de cerrar mucho las piernas. El alguacil y Maleza llegaron con la camilla de la Cruz Roja. María Rosa se destapó un poco los ojos, a ver qué pasaba. Entre varios, y con mucho cuidado, pusieron al muerto pegado a la camilla y empezaron a volcar poco a poco el cuerpo ensotanado de don Manuel para que no cayera de golpe. Por fin, así de lado, con las piernas dobladas, de sentado, y las manos cruzadas sobre el pecho, quedó sobre la camilla con la falda de la sotana —que don Manuel fue el último sotanista de pueblo— colgando por ambos lados. Las dos hermanas se arrodillaron a cada lado y llorandillo competían en darle besos sobre las manos frías y cruzadas. María Rosa se acercó ahora a la camilla y continuó su llanto junto a las dos hermanas, como si fuera una más. Suavemente, el párroco las apartó, y entre cuatro se llevaron la camilla con el cuerpo, nave adelante, camino de la sacristía y detrás fue todo el personal, como a velatorio. Dos horas después estaba instalada la capilla ardiente en el mismo altar mayor, por cierto que el pobre don Manuel quedó en la caja en una postura muy fea, ya que no pudieron estirarle las piernas y hubo que ponerlo de perfil en una caja anchísima, como en cuclillas; las manos empuñándose el pecho, como quedó cuando le dio el infarto. Y la cabeza muy echada hacia atrás. Durante toda la tarde desfiló ante el muerto medio pueblo, más por bacinear que por amor, y luego, hasta las tres o las cuatro de la mañana, velatorio más o menos bostezado.

***

La hora se sabía muy bien Manuel González, alias Plinio, porque cuando sonó el teléfono de su casa eran las cinco en punto de la mañana en el reloj de su mesilla de noche. Estaba Plinio en el mejor de los sueños, junto a la Gregoria… aunque separados como buenos jubilados matrimoniales, en las horas nocturnas. (Luego contó Plinio que cuando sonó el teléfono estaba soñando con que Justo el Navajero tocaba el clarinete, tan bien como lo tocaba, pegado a su oreja). —¡Manuel! ¡Manuel! —le gritó la Gregoria. Desde que Manuel, sobresaltado, se sentó en la cama, hasta que supo que la causa de aquel corte de sueño fue por el timbre del teléfono y no por el clarinete del Navajero, pasó un buen rato. Manuel se abrochó el pantalón del pijama para no llegar al auricular con el cuerpo bajo al aire, se calzó las zapatillas sin talón y echó hacia el pasillo donde estaba el aparato negro y quieto, pero sonando como una pancilla metálica. —¿Quién es? —gritó casi agresivo y sujetándose con la mano izquierda el pantalón. —Manuel, soy el número Ramiro, Ramiro el bajo, que siempre hago guardia de noche, porque de día vendo en la plaza… —Ya. Sigue.
—Sigo, ¡leche!…, ¿por dónde iba? … Que le llamo porque acaban de denunciar que ha aparecido uno de esos dormidos que a usted le gustan tanto, pero depositado en el mismo portalillo de la puerta de la iglesia que da al Pretil. Sí, tumbado todo lo largo que es sobre el poyete de piedra y con la bragueta completamente abierta y abultadísima, con perdón. —No me digas. ¿Cuándo? —Hace un rato que ha venido a decírmelo Tomás Torres. Cuando el hombre, después de acompañar un rato al padre muerto, salía para su casa por aquella puerta para llegar antes, usted me entiende, y cuando ya no quedaba casi nadie de velatorio, notó que pisaba una cosa alta y blanda, así como una barriga, usted me entiende, y le echó el mechero a la cosa, pensando si sería otro muerto, que hay días que mueren dos o más, y se encontró con el hijo mayor de Bocasebo, que dormía sonriente al tiempo que se metía el dedo como jugando a buscar el bicho, por los pantalones desabotonados. —¿Cuál es el hijo mayor de Bocasebo, que tiene siete? —El que se casó con la Repizcá, el de las pecas en el cuello. —Ya sé quién dices, aunque nunca me fijé en sus pecas en semejante parte. —… Y como sé que usted anda muy aplicado en este caso de los dormidos, me he dicho: aunque le despierte se lo digo. ¿A que he hecho bien, jefe? —Gracias, Ramiro, te lo agradezco mucho. Y voy en seguida para allá a ver si le descubro en el cuello las pecas que dices. —Es que son en el cuello de atrás, jefe, en la garganta nada. Y no tiene nada que agradecerme, bien sabe Dios que lo he hecho con mucho gusto. —¿Lo habéis movido? —No, señor jefe, allí sigue en su poyete de piedra. Espero sus órdenes.
—¿Lo ha visto gente? —Muy poca. Ya ve usted las horas. Todo el mundo está dormido en su cama y no en las piedras… El pueblo entero está en el ronquío. —Pues que te echen una mano los compañeros. Pídele de mi parte permiso al párroco y metedlo ahí en la sacristía. Voy rápido. —… Pero una pregunta: ¿le abrochamos la bragueta para que no se le vea el bulto? Lo digo como estamos en la iglesia y demás… —Sí, abróchasela antes de entrarlo. —En un descuido haré eso que no hice nunca. ¿Avisamos a la familia o a alguien? —No… Ya irá él solo cuando se despierte. Hasta ahora mismo entonces. Lo que tarde en echarme agua en los ojos. Plinio colgó el auricular y volvió a la alcoba rápido sin soltarse la cintura de los pantalones del pijama, que le venían tan anchos, con ambas manos. Y mientras se vestía el uniforme le contó a la Gregoria lo del nuevo dormido. La Gregoria, que ya impacientá estaba sentada en la cama, lo escuchó haciendo guiños de despabilada mientras se recogía el pelo y dijo al fin: —Te hago corriendo el café.
—Eres muy buena, Gregoria. —A buenas horas, mangas verdes. Ya con todas las prendas encima, se tomó la taza de tres tragos, encendió el pito y se echó a la calle, todavía nochera, y, aunque preñada de agosto, sintió refrior. —Que lo despiertes bien, Manuel. —Y que yo no me duerma. Eso de que así que hay un acontecimiento «sonao» pongan al dormido cerca del lugar, como cuando las bodas falladas, por no folladas, del ingeniero…, iba pensando Plinio con ambas manos en los bolsillos del pantalón, y mirando al suelo con mucho cuidado para no tropezar con tantos altos y bajos como hay ante cada portada para el paso de los tractores, y con tan poca luz. Por la calle de Socuéllamos no se veía una sombra, ni boina, ni raja de luz tras las ventanas.

Sólo la sombra de Plinio bajo las luces altas y el ascua de su cigarro nervioseado. Esperando en la esquina de la plaza, frente a la relojería y fotografería de Isaac Vega, estaba Ramiro, el guardia, esperándolo también, con morrete de fresquillo y los párpados medio plegados. —Coño, no me levantaba a estas horas desde que se puso de parto mi hija Alfonsa —le dijo Plinio con tonillo de saludo. —Ni yo, aunque haga tantas guardias, desde que me dolió la apéndice. Estaba la plaza sola total, el cielo con su chisporroteo de estrellas y algún meneo de las ramas de los árboles por la inquietud de los pajarillos. Sin más decires, Plinio y Ramiro echaron hacia el Pretil, con el taconeo que les devolvía el cemento en aquel silencio. Pasaron ante el Casino de San Fernando y la puerta principal de la parroquia, doblaron el Pretil y ya estaban en la entradilla, entre la puerta de la calle y las laterales que daban paso a la iglesia. Cuidado, jefe, no lo pise, que lo he dejado aquí. He preferido no entrarlo hasta que viniera usted —dijo Ramiro echándole la linterna al hijo de Bocasebo—. Y el tío no deja de sonreírse, como si le hicieran cosquillejas. —¿Y eso de la bragueta que decías? —Se la he abrochado con mucho tiento para evitar alzadas y toqueteo. A Tomás Torres, que seguía allí para ayudar a lo que fuera, le dijo Plinio: —¿Llegaste a pisarlo, Tomás? —Poco, pero si estiro un poco más el pinrel lo desbarrigo o me habría roto el casco. —Bueno, ¿por qué no lo habéis llevado a la sacristía, Ramiro? —Y Plinio clavó al dormido los ojos en las pecas del cuello para recordarlas. —Por dos artículos: primero porque ya se habían llevado la camilla de la Cruz Roja y no podíamos con él; y segundo, porque como no pasaba ya nadie por aquí a estas horas, pensé que era mejor que lo viera usted en su estado. —Bueno, vamos con él a la sacristía a ver si se despierta. —¿Se le ha caído algo de los bolsillos? —Nada caído, jefe. —Pues llama al otro que está de guardia para que nos ayude a meterlo en la sacristía hasta que amanezca, a ver si se aclara algo. Cuando vinieron los policías, y con la ayuda de Tomás Torres, lo cogieron en brazos y por la nave de la derecha, muy pegados a las capillas y confesionarios, lo llevaron hasta la sacristía, sin que los vieran las pocas personas que allí había, entre ellas María Rosa, que rezaban sobre los reclinatorios muy pegados al catafalco del cura. Ya en la sacristía dejaron al dormido sobre un sofá ancho. —A éste lo ha dormido alguien dándole por la embocadura, jefe —dijo Tomás Torres. —¿Por la embocadura? —Sí, digo dándole de beber algo. —Sepa Dios qué, porque ahora, fíjate, está besando esa estola colgada en la cajonería, como llaman los curas a ese armario donde cuelgan todas las investiduras, y que le estaba rozando la mano. —Es verdad, y antes también ha besado mi mano y sonreído como si le diera gustillo. —Qué raro es todo esto, Santo Dios… Pero marchaos, que yo me quedaré con él, a ver si despierta y dice algo. —A la orden, jefe. Y Plinio se sentó en el único banco de madera vacío, pues en el otro, puesto ahora no sabía por qué junto a la cajonería, dormía el Bocasebo con aquel gesto tan apañado. 

Plinio, ya solo, echó un vistazo a las puertas de la sacristía: la de la izquierda que lleva a la nave central y que también conduce a los servicios, en el más puro sentido del plural; la de la derecha, que lleva al altar mayor, y la del archivo. Y todavía la puerta que sale a la calle de Veracruz. Se fijó en la fotografía grande de una imagen de la Virgen, en el armario empotrado y en la mesa de despacho del centro, todo bajo una sola luz, pobrilla, pobrilla. Cuando transcurrió un rato sin novedad y Plinio ya se sabía la sacristía, se le ocurrió acercarse al sofá y pasarle la mano por el pelo a Bocasebo, a ver si se le notaba algo de bandolina, pues con tan poca luz no se le advertía brillo alguno. Pero Bocasebo, al sentir la mano sobre la cabeza, se la tomó a Plinio y se la llevó a la boca —y lo que fue peor— también sobre las narices, un tanto goteronas y empezó a besársela con un hambre que Plinio se sintió como atacado por un maricón. Después de breve forcejeo, le quitó la mano como pudo, se secó las babas y los mocos y quedó con los ojos fijísimos en el pecoso Bocasebo, que sí mostraba brillos de bandolina y que le parecía estar más inquieto que los demás dormidos de los días anteriores. Poca gente debía estar velando al cadáver de don Manuel ya a aquellas horas, porque en la sacristía no aparecía nadie. Como en su vida había hecho Manuel un servicio en semejante lugar, se echó una sonrisa a sí mismo y se dio unas vueltas por todo lo largo de la sacristía para ver de cerca tantos aparejos de iglesia. Se paró ante un cuadro muy grande de Cristo pintado al óleo, que estaba pasada la puerta del archivo. Mirándolo estaba sin apenas poder distinguir nada por la poca luz que allí había, cuando oyó que se abría la puerta. Volvió la cabeza y la gran sorpresa: era el Bocasebo, ya levantado, que miraba hacia uno y otro lado, confundido de encontrarse en semejante parte, como les pasaba a todos los dormidos cuando conseguían hacerse vivos. El pecoso ni reparó en el guardia y lo miraba todo rascándose el pelo; por cierto que algo debió notarse en él, puesto que después se miró y se olió las yemas de los dedos. Como para mejor comprobar el recién despierto que estaba en su ser, se buscó el paquete de cigarrillos, encendió, chupó con gustísimo, echó el humo por todos los agujeros y le asomó en la cara un regusto muy grande, según el parecer de Plinio. Había una tranquilidad en sus ojos, como si siguiese adormilado… Y el caso era que la viveza con que chupaba el cigarro, no estaba a tono con el aire un tanto traspuesto que digo. Por fin, Bocasebo se puso de pie con ese ritmo un poco sonámbulo, dejó caer el cigarrillo sobre una escupidera y echó a andar con cautela hacia la puerta por donde salen los curas a decir misa. Se asomó con cuidado, hizo un gesto de lenta extrañeza al ver el catafalco de don Manuel allí entre velas y, después de mirarse el reloj de pulsera, pasó cerca del cadáver sin mirarlo, con aquel aire sonámbulo, y sin mirar a la María Rosa, a dos monjas y a un cura que rezaban en reclinatorios próximos. Bajó la escalerilla mirando mucho los escalones del altar como si temiera caerse y marchó hacia la puerta de la iglesia donde lo depositaron, o se depositó él, la del Pretil. Plinio, cuando lo vio ir hacia la calle, cruzó también el altar mayor, aunque muy pegado a un lateral, ante la sorpresa de los rezadores, y fue a la misma puerta del Pretil. Desde el poyete de piedra, Plinio lo vio avanzar hacia la plaza y no apareció en ella hasta que el despertado se cruzó a la esquina de los Paulones. Tendría ya Bocasebo unos cuarenta años de edad, pero a Plinio le parecía mucho más joven, por el corte de cuerpo y el aire de sus pasos, aunque de medio dormido. No cabía duda que iba calle de la Feria adelante. Plinio lo siguió desde lejos, pues no era fácil que se le perdiera, porque todo estaba solitario. Siempre tan prudente, prefirió no seguirlo por la misma acera, y se cruzó dándole vuelta a la plaza, sin perderlo de vista, a la acera de correos y sin despegarse de la pared, pues tenía la sensación de que Bocasebo, el pecoso, andaba no muy seguro de saber hacia dónde iba, aunque no a su casa, porque todos los Bocasebos vivieron siempre en la Carrera de San Jerónimo (de Tomelloso, se entiende).

Plinio tanto quería no ser notado, que a pesar de las ganas de refumar, no encendió. Además se quitó la gorra de plato y se la pegó con ambas manos en la riñonera para ofrecer menos su perfil, si al pecoso le daba por torcer el cuello. Todavía le faltaba a Plinio un buen trecho para llegar a casa de Castillo, cuando vio que su seguido se cruzaba de acera, justo al llegar frente a la calle Mayor. Al verlo sintió un pálpito muy grande y tanto miedo de ser visto que se pegó a la pared cuanto pudo. Bocasebo, de pronto, como despabilado, había acelerado el paso. De modo que hasta que el dormido o medio dormido quedó en palillo de sombra, Plinio avanzaba con pasos de pisapunto y sin arrastrar los pies… «Éste va a la colonia de las ingles, tan fijo como hay gargueros», se dijo el guardia. Ya por el final de la calle Mayor, las luces quedaban muy separadas. «… Mal sitio. Por aquí, como me descuide, se lo traga la tiniebla». Aceleró el paso. Ya en la parte misma de la gitanería, la oscuridad era piconera. Menos mal que en seguida, en las casas prohibidas, tan relimpias y renuevas, sí que había una luz sobre cada puerta, para que el que llegase cachondo pudiese apuntar bien con los ojos, no equivocarse y dejarse el ansia en el Canal del Príncipe. Durante unos segundos, Bocasebo se lo tragaron del todo las sombras de las casas gitanas, pero pronto reapareció tan telendo, con menos aire de dormitado, y empezó a desfilar ante las puertas de las casas, como si supiera muy bien a la que iba. Y así pasó ante las puertas de la Toledo, de la Olga, de las Pichelas, de la Leónides, de la Mari Paz, hasta que se clavó delante de una de las últimas, la de la Mora y, levantando el brazo con mucha cansinería, como si otra vez estuviera adormiscado —Plinio se fijó muy bien—, apretó el botón del timbre. Amañanar, lo que se dice amañanar, no, pero el cielo empezaba a empavonarse un poco. Se veían los bultos más cerca y con más perfiles. Las putimozas que no estuvieran de dormida con el macho de la noche, y sintiendo los pelos de los muslos en las nalgas, estarían dormidas de verdad por su cuenta y el culo más frío, porque el del cuello pecoso, después de esperar dos buenos ratos, tuvo que timbrear por vez tercera y tan sostenida que el repique del timbre, aunque encerrado, y bastante lejos, lo oyó Plinio. Abrieron al fin, pero el Bocasebo no entró. La que le abrió ¿sería la misma Mora? y en camisón azul, que bien se la veía por la puerta entornada discutir con el trasnochador. A lo mejor a aquellas horas, aunque es raro en tales sitios, no querían abrir. Plinio aguardó, y hasta le llegaron recortes de voces. A ver qué pasaba…, y pasara lo que pasara, sin saber qué camino tomar, o con qué pretexto dar él la gorra a aquellas horas en semejante sitio. Y en aquel momento —Plinio se había acercado mucho más— vio perfectamente que el ex dormido se sacaba la cartera del bolsillo interior y ofrecía un montón de papeles verdes a la Mora y que después de unas palabras más y una sonrisa de raja, tomó la oferta y lo dejó pasar. Fue ahora Cuando Plinio, ya sin temor de ser visto, sacó el «caldo» tan deseado en aquella larga madrugada y empezó a chupetear y a echar humo, con toda el alma, mientras pensaba de esta manera: «… A éste, la Mora no lo dejaba pasar a hacer uso del colgante, porque no hay ninguna con las ingles desalquiladas. Pero como se ha puesto tan terco y ha soltado hojas, le va a procurar lo que pueda o lo que quiera.

Depende de los billetazos que haya liberado. De modo que uno lo que va hacer, hasta que consuma el “caldo”, es aguardar aquí tranquilo y cuando haya pasado tiempo de bragueta suficiente, llamar, entrar y empezar las averiguaciones». Por el comienzo de la colilla del cigarro estaba, que brillaba en la noche como pizca de estrella, cuando observó por una ventana que se encendían las luces de la habitación de la izquierda del chaletito. Estuvo así como cuatro o cinco minutos encendida, hasta que las rejas de la ventana volvieron a quedar negras.
«Ya se han ensabanado, seguro. Pues voy antes que se vuelva a dormir la del camisón, sea la Mora o la lugarteniente, y empiece el trabajo riñonero». Tiró el cigarro, lo pisó. Notó que pasó un cuervo siseando, con la sombra de sus alas más negras que el cielo, algo clarioncillo ya, se cruzó hacia la puerta de la casa de la Mora, y cuando llevaba el índice al botón del timbre, Plinio con la otra mano se rascó la nuca, a la vez que pensaba: «A ver qué digo yo ahora». Sonó el timbre muy en lo hondo de la casa y esperó: «Supongo que no le habrá dado tiempo de quitarse el camisón, a la que abrió la puerta». Y aguardó. Pero nada, ni paso. Con el dedo más decidido volvió a tocar dos minutos después. —¿Quién es? —oyó que le gritaban tras una persiana. Manuel iba a contestar desde la puerta, pero fue hacia la persiana sin decir palabra, y con paso bien aplomado. Asomó por fin la cabeza de la mujer que antes abrió al pecoso, como supuso Plinio. Lo reconoció en seguida la Mora, y con voz melosa: —Buenas noches…, quiero decir buenos días tenga usted, Manuel. ¿Le puedo servir en algo? —Ábreme y ya lo sabrás. —¿Pues qué pasa? —Nada grave. Abre. —No faltaba más. Un momentico. Plinio volvió hasta enfrentarse con la puerta de la calle. En seguida vio por las rendijas que habían encendido las luces… Y a poco le abrió la puerta, pero con una bata color sangre de toro y no azul como antes. —Adelante, Manuel. Pasó hasta un entre medio-patio y medio-recibidor, también muy bien puesto, con fotografías grandes y enmarcadas de artistas del baile y del cante y cada cual debajo de unas lámparas con bombillas en forma de zanahoria. —Siéntese aquí, Manuel, si viene de asiento —le dijo la Mora señalándole un sofá largo y muy bien tapizado con terciopelo color celeste, de colcha. —Muchas gracias, que sí vengo de asiento. Y se dejó caer en el sofá, mientras la Mora lo miraba intentando adivinar. —¿Quiere usted un café, Manuel? —Muchas gracias. —Pues usted dirá… a estas horas. —Siéntate aquí, a mi lado. —No faltaba más.
—Y perdona si te he despertado. —Me había despertado otro que llegó un momento antes que usted. —¿Quién? —El hijo de Bocasebo. —¿El de las pecas en el cuello? —En el cuello y en todo el cuerpo, oiga usted, porque me han dicho las chicas, que conforme le caen cuerpo abajo, se le amontonan las pecas de tal manera al llegar a semejante parte, usted me entiende, que todo se convierte en peca sola. Es decir, todos sus bajos tienen el color de nuez de las pecas. —¿Por los muslos y piernas también? —No, por lo visto traspasadas las ingles ya empiezan sus carnes a clarearse de nuevo. —Qué cosa más rara. ¿Y a qué ha venido a estas horas Bocasebo? —Pues ya se puede usted imaginar. —¿De dormida? —No sé si de dormida o de ocupación. No creo que tenga fuerzas para lo último, pero debe estar con el eje nervioso, porque hoy es la segunda vez que viene. —¿Y a qué hora estuvo la primera? —preguntó Plinio eufórico. —A la caída de la tarde o así. —¿Y a qué hora se fue? —¡Ah!, no sé. No lo vi salir. —¿Y varía mucho de hembra? —Suele cambiar bastante. Pero hoy lo está haciendo por segunda vez con la misma. —¿Y quién es ella? —¿Tanto le interesa? —Sí. —Con la Remedios, una catalana que está muy buena. —¿Una catalana aquí? Eso no es corriente. —Pero, Manuel, putas hay en todos los estados autonómicos. —Sí, pero como pilla tan lejos… —Ésta, según cuenta ella misma, es que no para muchos meses en ninguna parte de España. —¿Por qué? —Debe ser porque le gusta mucho cambiar. —¿Tardará en salir? —No creo. Ella estaba muerta de sueño y lo largará en cuanto pueda. ¿Quiere que le traiga ya un cafetillo para suavizarle la espera? —¿Y por qué sabes tú que voy a esperarlo? —Hombre, Manuel, eso está tirao. —Pues tráeme el cafetillo, pero mediado de leche. —¿Como se los pone la Rocío? —¿Cómo sabes tú que me los pone así? —Hombre, eso lo sabe toda la provincia. ¿Le hacen unas magdalenas? —Unas soletillas mejor. —Tengo por casualidad. —Pero a ver lo que me cobras. —Pues nada, Manuel. No faltaba más. Esta casa es suya. Plinio, solo bajo la lamparilla, comenzaba a cabecear con buenos golpes de barbilla, cuando llegó la Mora con café y las soletillas. 

Y ya cuando estaba comisqueando a gusto le preguntó: —¿Me permite usted, Manuel, una pregunta? —Según la que sea. —¿Por qué busca usted a Bocasebo, el de los cojones de peca, como le llaman aquí? ¿Es que ha hecho algo malo? —Eso es cosa mía. —Usted disimule… Si quiere usted que llame a alguna chica para que lo distraiga mientras acaban ésos… —No, que las pobres estarán durmiendo. Acuéstate tú, si quieres, que yo espero solo tan a gusto. —No faltaba más, Manuel, que yo ésta no me la pierdo. —¿Nuestros ocupados están en la alcoba particular de la Reme esa o en una para el trabajo? —Están en la alcoba donde la Reme duerme de verdad. —Entonces a ver si se van a dormir de verdad los dos y me tienen aquí hasta la hora de ir a la escuela. —No creo. La Reme no duerme con los de pago. De todas formas voy a hacer oído. Y sin añadir palabra se levantó telenda, fue hacia la última puerta del pasillo de enfrente y puso la cara bien pegada a la madera. Al ratillo volvió con la cara de extrañeza. —No se oye quejido, colchonear, ni suspiros. —¿No te digo? Se habrán dormido. —¿Y qué hacemos? —Vamos a esperar un poquillo. Y si tardan, actúo. —Yo no puedo estar aquí hasta que amañane, Manuel. —Pues vamos ya a echar un ojeo. —Hombre, Manuel, parece feo. Y a lo mejor han cerrado por dentro. —Claro, Mora, para que no los sorprendan pecando. Qué cosas dices. Bueno, me echo otro pito…, en el buen sentido, y si no salen, actúo. —Como usted quiera, que al fin y al cabo es la autoridad.

Entre los últimos tragos, chupadas y algún paseíllo, pasó una media hora hasta que Plinio dijo, ya impaciente: —Vamos a ver qué pasa. Ya ha estado bien —y echó a andar por el pasillo seguido de la Mora. Ya ante la puerta, Plinio le cedió la manivela: —Abre a ver. La Mora se adelantó, tomó la manivela y la ladeó con mucho tiento. Se asomaron. La habitación estaba a oscuras total. Plinio echó de menos la linterna de don Lotario y encendió su mechero. Sobre la cama de matrimonio, ancha y elegantona, le pareció que sólo dormía la Reme hecha un burujo. Movió el mechero de un lado para otro. No había duda de que sólo estaba la mujer. La Mora, por su cuenta, encendió la lámpara de la mesilla, dorada y con pájaros surrealistas pintados en la pantalla. —¿Pero dónde está Bocasebo? —le preguntó a la Mora Plinio extrañadísimo. —¡Ah! —dijo (mejor expresado, no dijo, sino que aparentó decir, encogiéndose de hombros). La Reme, al oír hablar, más que al encenderse la luz, empezó a despertarse con cien parpadeos. Por fin abrió los ojos del todo y al ver a quienes la contemplaban, y sobre todo a Plinio, de un salto de culo se incorporó en la cama. —¿Pero qué pasa? —¿Dónde está tu pareja? —le preguntó Plinio con gesto muy severo. —¿Mi pareja? —Sí, mujer, el último, el de las pecas. —¡Ah! Yo qué sé. Cuando cumplió se fue a su casa. —¿Que se fue? —dijo Plinio extrañadísimo—. Acababa de entrar cuando llegué yo. Y no le he visto salir.

Como no lo haya hecho por la ventana del cuarto… —No, claro que no… Salió por esta puerta. —Que te digo que no y ya ha estado bien. Y levántate, que hablemos en serio. La Reme, con poquísimas ganas, se sentó en la cama, se echó encima la bata que tenía sobre la colcha y, al ponerse de pie, Plinio, sin poderlo remediar, sintió una nerviada por toda la espalda y parte de sus vueltas. Aquella talla de cuerpo, y sobre todo aquel culo, almohadón magistral, rítmico de curvas, de honduras y seguro que de gestos verdes y pedos luminosos, era el que le había descrito Salustio con aquella encendida expresión de ojos, de manos volatinas y como pellizcadoras de molletes etéreos. ¡Qué buenísimo apaño de culo y de cintura! Y la Reme, levantada, hasta en el momento simplón de ponerse la bata, movió el cuerpo de aquella manera tan rica. —¿Tú saliste a despedirle, Reme? —le preguntó la Mora. —No, jefa, yo estaba caída de sueño y le dije adiós a medio labio. —¿Pues no has dicho que lo viste salir por esta puerta? —casi le gritó Plinio, aunque sin quitarle los ojos. —No sentí que saliera por otro sitio. Y le oí casi entre sueños. A lo mejor, al verlo a usted, si vino siguiéndolo, como parece, salió escondiéndose —dijo ella muy inclinada ahora sobre sus muslos mientras se calzaba las zapatillas. —Oye, Mora, enciende la luz del techo —sólo estaba encendida la de la mesilla. —Sí, Manuel. Y con cara de no saber por qué le mandaban aquello fue al interruptor que estaba junto a la puerta. Cuando encendió la luz de neón, que dejó el dormitorio de un azul clarísimo, Plinio, con una rigidez inesperada se acercó a la Reme y empezó a mirarle la melena. Ella le sacaba la cabeza de alta al jefe de la G. M. T. —Agacha un poco la cabeza que te vea mejor el pelo. —¿Pero qué pasa? —¿Qué te echas en el pelo, Reme? —Qué cosas, jefe, ¿usted qué cree? —Bandolina, como las antiguas. —Qué vista, jefe. Pero muy poquita. Así con la punta de los dedos. No quiero que se me ponga duro el moño como a nuestras abuelas. —¿El moño…, hermosísima? —se le escapó a Plinio.
—Es un decir. —¿Es que en Cataluña también se echaban antiguamente bandolina? —Claro. Como en todos sitios, al menos las de mi familia. —Vaya, vaya. ¿Y dónde la tienes? —¿El qué? —La bandolina. —Aquí, jefe, en el tocador. ¿Dónde la voy a tener? —¿Y a quién más le echas bandolina? La Reme quedó mirando fijamente a los ojos de Plinio. Se puso muy seria y poco a poco, arruga a arruga, empezó a llorar. Y luego, así llorando como desesperada, se tiró sobre la cama boca abajo. En cada gimoteo Plinio sentía como si aquel culo, nalgas arriba, en un rock gratísimo lo incitara, y hubo un momento en el que tuvo que contener la respiración para no hacer una cosa fea, y de un cabezazo brusco quitó los ojos de aquellos dos lugares medioluneros, que también besaba el aire al compás del gimoteo. 

La Mora, con cara de vencida al ver el llanto y la derrota de la Reme, tomó a Plinio de un brazo y le dijo: —Venga usted aquí fuera, que hablemos un momento. Plinio la miró sin comprender del todo, al menos de momento, y agachada la cabeza se fue tras ella, que apagó las luces y tiró de la puerta dejando a la Reme en su llanto boca abajo. La Mora, sin soltar el brazo de Plinio lo llevó hasta el sofá de fuera, donde antes estuvieron. —¿Qué pasa? —¡Ay, señor! Unos por mucho y otros por poco… Aquí al revés, mejor dicho, que la pobre Reme es muy desgraciada… En ninguna parte la quieren… No calienta el nido en ningún pueblo o capital. A los pocos meses tiene que salir pitando. Por eso siendo catalana cayó aquí y ahora está para marcharse a Sevilla. —¿Tan buena como está? —Tal vez por eso. —Pero será una mina. —No lo sabe usted bien. Hay tíos, como hoy Bocasebo, que vienen dos veces en un día. Pero el trabajo que me da y los líos que me trae no se los puede usted imaginar. —Ya… ¿Y por qué se echa bandolina? —¡Ah!, rarezas de ella… Que buena está, ¡pero rara también! —Pero bueno, ¿qué es lo que pasa de verdad? —Yo no se lo puedo explicar bien, porque ella tampoco lo sabe a ciencia cierta… estoy segura… Pero raro es el día que no tengo que acompañarla en su coche para dejar por ahí a «sus muertos», como ella les llama. —Un momento —dijo Plinio levantándose impetuoso y yendo otra vez a la habitación donde estaba la Reme. Abrió con su llave. La Reme había vuelto a encender la luz de la mesilla y, aunque con quejidos más bajos y ya tapada, seguía llorando. La Mora, sin encomendarse a nadie entró, corrió una cortina que había muy pegada a la pared, frente a la cama, y apareció una puerta. La Mora tiró de la manivela y abrió de golpe. Encendió una luz interior que había tras la cortina, se vio una especie de armario empotrado, mejor diría de habitación pequeñísima, porque toda era de tabiques, y sobre uno de los tres divanes estrechos que dentro había, cubierto con una manta, que en aquel momento besuqueaba entre sueños, estaba Bocasebo, vestido muy malamente, sin corbata, despeinado y sin brillantina en el pelo, descalzo y solo, con los calcetines torcidos. Plinio lo miró y remiró muy bien, sin cara de alegría ni de sorpresa. —Y dentro de un rato, si no hubiera venido usted, entre las dos, en el coche de ella, lo hubiéramos tenido que llevar por ahí para no almacenar aquí «muertos de gusto». —¿Pero eso le pasa a todos los que la montan? —No. Sólo a uno de cada ocho o diez. —¿Y los que aparecen así dormidos de gusto en otros pueblos de la provincia? —Pues que nos enteramos que son de allí, por su documentación o la de su coche, y los llevamos para no amontonar en Tomelloso demasiados dormíos. —¿En el suyo o en el coche de ella? —Vamos en los dos, cada una en uno, para luego podernos volver. —Ya. —Pero bueno, Manuel, esto ya está terminado. La Reme se largará mañana o pasado. Esto ya ha estado bien. —Explícame más detalles. —Si no hay nada más. —Ya lo sé, pero tengo mucha curiosidad por conocer esto bien, pues nunca he visto nada igual. —Pues que se lo explique ella, que le gusta mucho explicarlo. —¿Cuándo? —Ahora. Si está despierta nos está escuchando y seguro que viendo. —¿Y a éste lo dejáis aquí toda la noche liado en la manta? —¡Ea! Ya hasta mañana no podemos hacer la excursión… Además, sabiéndolo usted ya… La Mora corrió las cortinas, echaron una ojeada hacia la Reme, que aparentaba dormidísima, apagó la luz, salieron y cerró la puerta con mucho cuidado. —Ni hablar de dormida —le dijo la Mora a Plinio cuando salieron—. Me la conozco como si la hubiera dormido toda la vida en mis brazos. —Venga…, cuéntame, por favor. —¿Pero qué quiere usted que le cuente? —Por ejemplo, ¿cuándo llegó? —No hace un año todavía. El mes que viene lo hará. Sí. —¿Me das otro café si no te importa? —dijo Plinio con la boca seca. —Al contao. —¿Y cuál fue el primero en caer y que te dio la pista? —Espere usted que le traiga el café. Ya clareaba por los cristales del montante y las ventanas, y Plinio sintió el primer refrior de aquel largo verano. Tardó un buen rato la Mora en traer el café, tanto que Plinio volvió a tener tiempo de dar otras cabezadas, aunque sin olvidar al Bocasebo entre la manta y metido en aquel cuchitril. Cuando ya Plinio, sentado otra vez junto a la Mora comenzaba a cabecear, de pronto se abrió la puerta de la alcoba de trabajo y apareció la Reme muy arreglada y con un maletón en la mano. —¿Pero dónde vas? —Me voy a mi nuevo destino, a Sevilla. Después de lo de esta noche no aguanto más aquí. Me ha llegado la hora. Como en todos los sitios. —Pues anda…, Manuel es un hombre discreto que no va a ir diciendo nada por ahí. —Me es igual. —Venga, mujer, siéntate un momento y cuéntamelo todo. —¿Para hacer una ficha? —O una novela. Quién sabe. Al dejar la maleta y sentarse en el sofá, Plinio volvió a admirarse del rítmico curveteo de todas sus circunferencias. —Venga, pregunte. —Los dejo solos para que puedan hablar a sus anchas —dijo la Mora levantándose. Plinio miró hacia la Mora, como consultándole. Y ella le meneó la cabeza carigrafiándole que a la Reme le parecía muy bien que se fuera. —Gracias, Mora, por su fineza —le dijo Manuel a la encargada mirándole la espalda de la bata color sangre de toro. Y luego a la Reme: —Cuéntame, hermosura. —Cuento. Y las que va a escuchar serán las últimas palabras que diga en Tomelloso. Dentro de un rato lo borro del mapa. La Reme, como pensando por dónde empezar, quedó mirándose las dos manos casi juntas sobre las cuestas parejas de sus muslos subidos. Plinio esperó, cuchereó el café de la taza y volvió a raspearle todo el cuerpo con los ojos. —… Todas mis desgracias, Manuel —empezó la Reme mirando muy fijamente al guardia a los ojos—, vienen de una cosa que da risa. —Venga, dime qué cosa, que no me río. —¡Ay!, que no. Verá cómo sí se ríe. —Todas tus desgracias vienen… —De que yo les doy demasiado gusto a los hombres. —No me jodas. —Pues jodido queda. —¿Porque estás muy buena… como puede verse? —No lo sé, le prometo que no lo sé. —¿Entonces, porque eres cachondísima? —Tampoco. 

Yo, la mayor parte de las veces lo hago, como todas las del oficio, por deber, echándole teatro a la cosa y sin pizca de gusto. Poniendo las posiciones, las caras y dando los gritillos que pone y da uno cuando se corre de verdad… Eso sí, palabra que lo hago tan bien, que raro es el jinete que sabe cuándo me muero de gusto o me muero de aburrimiento… Ahora mismo me acosté con Bocasebo, como me podía haber acostado con una caja de esponjas a estreno… y él lo pasó como en la gloria. —¿Entonces les basta verte en cueros para sentir tanto gusto? —Le doy mi palabra, guardia, que no lo sé. Llevó veinte años, que se dice pronto, intentando averiguar por qué se lo pasan tan bien conmigo… y no lo sé porque cada vez creo que es por una cosa. Mejor dicho, he podido experimentar que es por todas, según como les pille el cuerpo. —Bueno —le preguntó Plinio, ahora poniendo cara como de que ya sabía lo que le iba a contestar—, ¿qué les pasa cuando les da tanto gusto a tus parroquianos? —Nada, que les noto yo que les da mucho, mucho, muchísimo gusto. —¿Nada más? —Déjeme acabar… Tanto gusto que algunos se me quedan dormidos por cuatro o cinco horas… o más, y tengo que quitármelos de en medio como sea, porque hubo días que junté tres tíos dormidos bajo la cama, o en el armariete que usted ha visto, que ya me preparan en todos sitios. Y , claro, con razón las dueñas o las encargadas se cabrean mucho… En fin, «los dormidos», que según sé, usted ya ha visto varios… —¿Y se te quedan dormidos nada más acabar el acto? —No Plinio, y perdón por decirle el apodo, a mí, nada más acabar el acto se me quedan dormidos casi todos, por no decir todos, todos, pero a los diez, quince o veinte minutos resucitan. Pero hay otros, afortunadamente los menos, que usted sabe, que sin saber por qué, no se hacen vivos en un cuarto de día. —¿Y dices que no es porque les hagas algo especial? —Les hago lo que a todos poco más o menos… No, no es cuestión de caricia alta o baja, larga o corta, es cuestión de cómo les pille el cuerpo o pillen el mío, que también pudiera ser… Que clientes tengo a pares que, haciéndome o haciéndoles lo mismo, unas veces duermen cinco minutos y otros toda una siesta. —¿Quiénes se duermen más, los jóvenes o los mayores? —Ya jóvenes vienen pocos a estos sitios. Casi siempre madurones y viejos ansiosos… Aunque yo no sé nada de medicina, no sé si consistirá algo en la edad de la vejiga, de los chilindrines o de los capullos a punto de jubilación… Por eso, jefe, cuando se despiertan por ahí, todos se callan, porque son casados, padres y hasta abuelos. Y nadie, por gilitortas que sea, va a contar por ahí que se ha dormido encima del vientre de una…, si es que lo ha hecho al estilo cartaginés. Y que lo han tenido que dejar dormido en una era. —Otra pregunta antes de seguir: ¿y por qué luego dejas a los dormidos en sitios tan llamativos? —Eso, si es de noche, para que los encuentren en seguida y no se mueran al sereno de frío o atropellados por algún auto… Anoche, sin ir más lejos, nos enteramos que en la iglesia había un cura de cuerpo presente, pues dejándolo allí seguro que encontraban al pobre Bocasebo al contao, y no le daba tiempo ni al resfriado. —Otra pregunta. —Venga, jefe. —¿Y luego por qué los peinas con bandolina? —Sabía que me lo iba a preguntar usted —y empezó a reír culeando con mucho campaneo sobre el sofá, hasta el punto que Plinio creyó un momento que sus manos, aunque en situación de reserva, se le iban sin poderlo remediar a aquellos cibantos tan vivos y balagueros—. Es que, Manuel, me da lástima dejar a mis dormidos tirados por ahí, con el pelo suelto, con las crenchas hasta la boca. Comprendo que es una manía, pero no lo puedo remediar, y antes de depositarlos en la cama dura del campo o de la calle, saco el frasco de la bandolina, que siempre lo cojo cuando llevo «muerto» y ya en el suelo lo peino y lo repeino. —¿Y por qué con bandolina precisamente? —Pues ¿qué quiere que le diga? Porque le tengo afición. Mi madre y mi abuela siempre se la echaron y me parece que no puede haber peinado perfecto sin bandolina… Yo misma, aunque muy poquita, ésa es la verdad, por no parecer carroza, siempre me echo unas gotillas, como le he dicho. —¿Sólo en el pelo de la cabeza? — preguntó el guardia con astucia de pálpito. —Claro. ¿Dónde quiere usted que me la eche también?, ¿en las barbas del horcate, como dicen aquí en su pueblo? —Pensaba —dijo Manuel un poco corrido— si podría ser la bandolina echada en cualquier parte la causante del sueño. —Qué imaginación, Manuel. Con razón dicen que es usted el más listo de la provincia. Mis machos —dijo ahora con orgullo— no se duermen por lamer, oler o tentar bandolina. Se duermen por el calambre real o fabricado de este cuerpo que Dios me dio. Y se pegó una manotada en la nalga lateral derecha, la que miraba al guardia, a la vez que le echó unos ojos aguanosos y tan brillantísimos, que eran más pinzadores que sus nalgas de cielo. Plinio, por fin, sacudiendo la cabeza, se deshizo de la mirada y del objetivo nalga y, como cabreado consigo mismo, de un tirón se sacó el paquete de «caldos», relió y prendió el cigarro. —¿Qué hora es ya? —dijo mirándose al reloj—. Más de las ocho. ¿Dónde está el teléfono en este hotel de tantas estrellas? —Ahí a la vuelta del pasillo, a la derecha. ¿Alguna urgencia? —Sí, algo del servicio. —¿No irá usted a detenerme por dormir a casados honrados? Plinio, riéndose, fue hacia el teléfono al tiempo que le decía: —Lo tuyo no es delito. Es gusto. Y esto todavía no se castiga. Plinio llamó a don Lotario, que tardó muy poco en ponerse al teléfono y le pidió por favor que viniese por él. Que tenía muchas cosas que contarle y además se encontraba en un gracioso peligro. Cuando volvió al tresillo, la Reme, ya de pie y mirándose a un espejo de mano, se coloreaba la cara y meneaba el cuerpo al son de una cancioncilla. —Yo me voy para Sevilla, Manuel, a dormir andaluces. Si quiere usted lo llevo hacia el centro. —Muchas gracias. Márchate si quieres, si has ajustado las cuentas con el ama, que yo espero a alguien para otra cosa. —Nada de ajuste. Todas las cuentas están en orden. Aquí no hay fallo, señor que pasa, salario al bolsillo… Me ha sido usted siempre muy simpático, por lo poco que le he visto y lo mucho que he oído decir de usted. Déjeme que me despida con un abrazo —dijo casi abalanzándose a Plinio con los dos brazos abiertos y los ojos hechos soles. A Plinio mal le dio tiempo a apartar el cigarro para no quemarla, y se sintió de pronto abrazadísimo de aquella estatura, con la cara metida entre sus dos pechos morenos y casi suspirantes. Luego notó que le apretaba mucho mucho en los riñones, hasta pegarlo totalmente a su coraza de carne dura, valiente y caliente, y empezó a sentirse besado y chupado por toda la cara y toda la boca, los ojos, las orejas y los abajos del cuello.

***

Cuando sonó el timbrazo enérgico y sostenido de la puerta y abrió los ojos, le costó unos segundos darse cuenta que estaba tumbado sobre el sofá del tresillo, y la Mora, riéndose, pasaba ante él, camino de la puerta de la calle, cuyo timbre volvía a sonar con campanilla histérica. Reaccionó rápido. Se puso bien derecho. Se miró si habían desabrochado y se palpó el pelo rápido por si tenía bandolina debajo de la gorra… Pero no, estaban bien secos los aladares y no digamos la calva. —Aquí tiene usted a su amigo don Lotario —dijo la Mora al entrar junto a don Lotario mal disimulando la risa. —A tus órdenes, Manuel, ¿pasa algo? —No, que hiciese usted el favor de venir a por mí como le dije. No me encuentro con ganas de ir a pie hasta la plaza. Y al tiempo le cuento completa la historia de los dormidos. —Que ahora ya la sabe como nadie… porque la Reme se la ha contado toda. —Es verdad. ¿Se marchó ya a su Sevilla? —Sí, hace lo menos una hora. —¿Una hora?… —Como lo oye. —Muy bien, Mora. Pues muchas gracias por todo. Has sido muy amable.
—No faltaba más. El amable ha sido usted. —Buenos días. ¿Vamos, don Lotario, o prefiere usted un café? —No, lo tomamos ya en casa de la Rocío. Cuando pusieron el coche en marcha, don Lotario miró a Plinio como diciéndole: «Venga, empieza a soltar». Pero Plinio se hizo el ausente, y ya un ratillo después de arrancar el coche, calle de Mayor abajo, dijo Manuel: —Luego hablaremos de eso. Ahora lo que me apetece es que hagamos la apuesta prometida de ver quién sabe más palabras de cosas de carros. —¡Ay, qué Manuel este, con las que me sale ahora! Pues venga, empieza tú. —Ceño, bocín, arquillos… Siga usted, que haga memoria. —Cubo, escalera, gatos, galga… —Pues sí que empieza usted bien. —¿Por qué? —Por lo de la galga, y sé lo que me digo. Sigo yo: laíllos, mozos, limones, palometa, la puente… y… —Pero hombre, Manuel, ¿ya te cortas?: pezón, pezonera. —Joder, otra vez. ¡Vaya mañana! —¿Pero qué te pasa? —Nada. Sigo: riostra, rodete, seras. —Ya todo eso está tirao: tendales, varales, villorta. —Claro, y galera, visera y tablillas…



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