Plinio, un poco despatarrado, las
manos en los bolsillos del pantalón, la
visera de la gorra azul bastante alzada
sobre la nariz y el cigarro entre labios,
aguantaba el refrío de aquella mañana
nubosa de primavera castellana sin
desclavar los ojos del cerrajero, que
intentaba abrir la puerta de la calle de la
casa de Pedro Ropero.
—A estas cerraduras inglesas, es
muy difícil meterles la ganzúa, o como
se llame eso con que le hurga —dijo
Antonio Guerrero, el cuñado de Pedro,
que Plinio tenía a su derecha.
Plinio, ni monosilabeó.
Y como un cassette, pero con voz
tabaquera, Josesillo Chapuzas, el
tractorista, empezó a contar otra vez —
ahora a un vecino amigo— lo que ya
Plinio le había oído por lo menos tres.
La primera, claro, cuando se lo contó a
él en su despacho:
—Tos los años por este mes me
contrataba como eventual, y yo como
soy tan serio (las otras veces dijo:
«como soy tan formal» —rebinó Plinio
—), a las ocho de la mañana del lunes
de la primera semana me tenías arando
en La Moscaloca. Y el sábado, claro, es
lo suyo, a las siete en punto de la tarde,
es mi hora, me presenté aquí a cobrar la
semana y, naturalmente, la cobré.
Josesillo calló. Plinio lo miró de
reojo. Tenía cara como de haber
olvidado lo que seguía, o de estar
pensando en otra cosa. Plinio, para
aprovechar el silencio, ladeó el reojo
hacia Antonio Guerrero, el cuñado, que
continuaba absorto en el trabajo del
cerrajero… Todo lo absorto
azul, adelantó la cabeza, simuló un golpe
de tos, y la ceniza cayó sola hasta
desmenuzarse sobre el cemento de la
acera.
Por fin Josesillo recuperó el habla:
—El sábado pasado vine dos veces,
una a las siete y otra a la hora de cenar,
y que no me abrieron. Ya puedes
imaginarte lo que pensé: «Se habrán ido
de viaje por alguna urgencia». El sábado
que viene… («o sea, anteayer» —esperó
Plinio—), o sea, el pasado («coño,
fallé»), vuelvo. Total, que volví, y a la
misma: cerrado total.
El cerrajero, agachado por lo baja
que estaba la cerradura, parecía nervios,
y de espaldas como estaba, se le veía
mover mucho el culo por la raja de la
gabardina.
Así las cosas, llegó don Lotario en
su «Seat 850», que frenó pegado al
bordillo de la acera, rozando a algunos
de los que miraban al cerrajero.
—Buenos días a todos. Me ha dicho
el cabo Maleza que estabais aquí. ¿Qué
pasa?
Plinio llevaba la mano camino de la
boca para quitarse el cigarro y echar a
hablar, pero se le adelantó Antonio
Guerrero, el hermano, cuñado y tío,
según la sangre, de los cinco
desaparecidos.
Plinio se volvió la mano al bolsillo
del pantalón, y mientras Guerrero hacía
la relación a don Lotario, quiso recordar
cuál fue la última vez que vio a Pedro
Ropero… Pero no acertaba. Lo
entreveía tras los visillos de su
memoria, como toda la vida, pero en
ningún sitio fijo. A las gentes que no
frecuentamos, casi siempre las
recordamos bajo el mismo dintel, pero
Plinio sólo veía a Pedro alto, fino, con
el traje oscuro, aquel sombrero
encasquetado que le dejaba la cara tan
sometida, y las patillas canosas
apretadas, ante un fondo neutro. Pedro
Ropero nunca fue hombre de tertulias ni
visitas. Solía vérsele solo o con alguien
de la familia; su mujer, Juliana
Guerrero, o alguna de las tres hijas.
De él se contaban cosas raras. Una,
que desde que su padre, después de
ponerle una inyección, murió
desesperado, tirándose contra las
paredes y dando brincos, con los ojos en
blanco, Pedro no volvió a llamar a un
médico. Su mujer e hijas, si se sentían
mal, iban solas a la consulta, sin
decírselo. Otra, que el coche que le tocó
en una rifa de la Caja de Ahorros, diez o
doce años atrás, lo tenía intacto y
cubierto con un plástico en el jaraiz, ya
inutilizado, de la casa.
Aunque algunas veces —según le
contó ahora Antonio Guerrero— Pedro
se animaba, levantaba el plástico, se
sentaba al volante, y lo giraba como
jugando; imitaba con pedorretas de boca
el pistoneo del motor, encendía y
apagaba los faros, tocaba el claxon unas
cuantas veces y, ya satisfecho, volvía a
taparlo hasta que le tornara la tentación.
Tal vez, la imagen más fija que
Plinio tenía de Pedro, era cuando
muchos años atrás coincidieron en el
trenillo de Cinco Casas-Tomelloso, y
Pedro le habló mucho y muy mal de un
abogado de Madrid.
Antonio Guerrero seguía contándole
el caso a don Lotario.
—Nosotros, don Lotario, no es que
nos llevemos mal, pero como nos
pasamos meses y meses sin vernos —los
de esta familia las gastamos así—, no
sabíamos nada de nada, hasta que vino
el tractorista… Y claro, nos ha
extrañado mucho, porque ellos no viajan
ni para muertos ni bodas. Y si hubieran
tenido que salir, así todos juntos, a no sé
qué, era de esperar que nos lo hubiesen
dicho porque somos su única familia
cercana, para atenderles las urgencias,
como ésta del tractorista. Total, que
decidimos aguardar a la mañana de hoy
lunes, y si no había novedades, como no
las hubo, contárselo a ustedes los
justicias, para descerrajar la puerta y
ver qué pasa dentro.
Don Lotario miró a Plinio para
cerciorarse de que era cierto lo que
acababa de decirle Antonio Guerrero, y
como el jefe bajó un poco los párpados
en señal de «sí», con aire pensativo, y
en pago a tan rauda y eficaz explicación,
les ofreció cigarrillos. Plinio dio una
chupada inútil a la colilla ya apagada
que conservaba en el rincón derecho de
la boca, y tomó el que le ofrecía el
veterinario con cierto regusto,
expresado en la tierna manera que tuvo
de pinzar los dedos al hacerse de él.
Así estaban las cosas, cuando el
cerrajero, con leve patada, entre
despectiva y jubilosa, abrió la hoja
derecha de la puerta de la casa de Pedro
Ropero, y con la mano izquierda en los
riñones y al aire la que empuñaba la
herramienta, les brindó la entrada.
Plinio, con cara de suspense, se
adelantó. Sobre el poyete, miró hacia el
portal con los ojos entornados y las
narices algo abiertas, y entró con pasos
calmos. Mirando a uno y otro lado llegó
al patio con zócalo de azulejos
andaluces, que olía a cerrado. Pasó el
dedo por el borde de una silla y se miró
la yema.
No había trastos. Todo en su sitio.
De pronto, sin romper el silencio y entre
las piernas de cuantos ya había en el
portal, entró corriendo un perro blanco y
negro, como terrier.
—Es Cipion, el perro de mis
sobrinas… Flacucho está el pobre.
—Cipion, Cipion. Ven aquí, Cipion.
Cipion daba vueltas por el patio,
oliendo las puertas.
—Si no llega a ser por nosotros, los
vecinos —dijo una gorda—, se habría
tenido que desterrar. Andaba por estas
calles —y nunca mejor dicho— como
perro sin amo y sin hueso que llevarse a
la boca.
Plinio, con precaución, comenzó a
abrir puertas, y por todas entraba
Cipion. Las persianas estaban echadas.
—Aquí abajo sólo vivían los
veranos —dijo el cuñado.
Y después de intentar abrir por las
buenas la puerta del corral, le dio un
patadón. Cipion volvió a adelantarse y
ya correteaba, olismeando, entre las
ruedas del remolque, las macetas medio
secas y el tronco de la parra que
bordeaba las vigas del porche.
—Mire, Manuel, aquí en el jaraiz
está el coche que le tocó a mi cuñado en
la rifa.
Se asomó Plinio por los empolvados
cristales de la ventana, y entrevió el
«Renault», cubierto con una funda de
plástico gris.
—No tenga usted cargo, Manuel, que
en el coche no se iban a ir…, si es que
se fueron por su pie —dijo una.
—Pues ¿por cuál pie entonces? —
coreó otra con aire pensativo—, vamos,
digo yo.
Con Plinio y Cipion delante, a paso
lento y en silencio, como si el jefe
temiera que en el piso alto podían
encontrar lo peor, subieron la escalera.
El pasamanos barnizado también estaba
cubierto de polvo, y la cortina azul que
cubría la ventanilla del descanso, medio
caída. Ayudándose con las dos manos,
abrió. Todo estaba tan silente, oscuro y
empolvado como abajo. Antonio
Guerrero abrió la puerta que le quedaba
más a mano:
—Mira, mira, ésta es la alcoba de
Aurorita, la changá… De la
minusválida, como le dicen ahora.
Plinio señaló a don Lotario bajo los
pies de la cama. Medio tapada por los
flecos de la colcha, asomaba la cabeza
de una guitarra.
Antonio Guerrero tiró de ella.
Estaba rota. El mástil, más all
—¿Es que tocaba? —preguntó don
Lotario con extrañeza.
—A manotazos. Mejor dicho, a
dedazos… Na. Ruidos.
—Parece como si al dar un palo con
ella se hubiera tronchado.
Plinio, en cuclillas, sin tocarla, la
miró despacio. Luego, al levantarse,
separó levemente la colcha.
—La cama está cubierta con la
colcha, pero no hecha —dijo señalando
la almohada y las sábanas arrugadas.
Plinio recordaba a Aurora, desde
niña, siempre cogida al brazo de su
madre, con la boca entreabierta y
caminando muy inclinada hacia adelante.
Antonio Guerrero, imponiéndose
como guía, impaciente, abrió la próxima
puerta. Los sillones del comedor estaban
cubiertos con fundas blancas. En el
cuarto de estar, aunque con las cortinas
echadas, también todo parecía normal.
Sobre uno de los radiadores de la
calefacción, asepiada por el vapor,
había una fotografía grande de toda la
familia Ropero. La mujer, muy de frente,
sonreía con aquella papada que le
tapaba los collares.
A pesar de tanta ventana cerrada y
cortina corrida, la casa conservaba
cierta alegría de paredes blancas y
retratos sonrientes, que no cuadraban
con la imagen siempre seria y evasiva
de Pedro, con el sombrero
encasquetado… El coche cubierto y
cerrado en el viejo jaraiz era tal vez lo
único que evocaba la imagen
pesamenera del amo.
De las tres hijas, la que estaba en el
centro de la fotografía, con la cara
blanquísima, fue unos años monja en
Toledo. Y el día menos pensado
apareció de civil, sin amaneramiento ni
bajadas de párpados, y empezó a entrar
y salir como si tal cosa. Pero la guapa
de verdad, era la pequeña, la que
estudiaba en el Instituto, y tenía un novio
en Manzanares, que venía a Tomelloso
las vísperas de fiesta.
El despacho de Pedro era tan
pequeño, que el cerrajero tuvo que
quedarse en la puerta; Josesillo pegado
a la ventana y los demás sin entrar.
Sobre el sillón, un retrato grande,
demasiado grande para tan poca pared,
del padre de Pedro Ropero.
—¿En qué banco tenía Pedro su
cuenta corriente? —le preguntó Plinio
de pronto.
—Como no hubiera cambiado mucho
a última hora, él nunca fue hombre de
cuentas corrientes. Todo lo cobraba y
pagaba a mano.
—¿Quieres decir, Antonio, que todo
el dinero lo guardaba en esa caja fuerte
que hay junto a la ventana?
—Ni idea. Vaya usted a saber. Con
lo secretero que ha sido toda su vida.
—Cuando te pagaba a ti, Josesillo,
la semana del tractor, ¿de dónde sacaba
el dinero?
—No sé, jefe. Yo le esperaba en el
patio, y allí me lo bajaba.
Plinio probó a abrir los cajones de
la mesa del despacho y las puertas del
armario, pero todo estaba con llave. No
se veía un libro, ni un periódico.
Plinio miró hacia don Lotario con
aquella cara tan alargada que ponía
cuando no entendía, y abrió por su
cuenta la habitación del piso alto que
faltaba por ver: la alcoba del
matrimonio Ropero. Todo parecía
igualmente en orden. Plinio, con cierta
timidez, alzó por la cabecera un pico de
la colcha. La cama ancha también estaba
cubierta, sin hacer.
Guerrero abrió el armario de tres
cuerpos.
—Mira, Manuel dijo señalándole
unas perchas vacías.
—Sí, parece que se han llevado
algo… pero nada más que algo, porque
todo está repleto. ¿Y tú sabes dónde
guardan las maletas?
—Ni idea. Pero no creo que tengan
muchas. En los años que yo recuerdo, de
esta familia sólo salió de viaje la que
fue monja.
Bajaron la escalera. Ya el patio
estaba lleno de vecinos. Plinio, desde el
segundo escalón, quedó mirándolos.
Como le notaron ganas de hablar, todos
callaron.
—Oídme —dijo alzando la voz por
los ruidos que llegaban de la calle, pero
con tono de conversación, y no de
policía—: ¿Alguno de vosotros vio
marchar a esta familia, o sabe por qué
no están aquí?
Enseguida saltó la vecina que decía
cuidarse del perro Cipion:
—Ya sabe usted. Manuel, que no era
gente habladora de sus cosas.
—Para mí, que se fueron por no
votar —dijo una pavisosa con voz de
monólogo.
—Como si les importaran a ellos las
elecciones y los ministerios.
—Segurico, que si están vivos,
vuelven antes de la vendimia. Menudo
es él —saltó otro, medio tapándose la
risa con la mano.
—Desde luego, Manuel, éste es el
mayor misterio que ha ocurrido en el
pueblo desde la aparición del muerto de
Witiza.
—Y es que hay mucho malo por ahí.
Sepa Dios lo que hayan hecho con ellos,
mayormente si eran violadores.
—Pues no serían tan malos —dijo
un viejo con voz ronca—. Si les dejaron
hacer las camas y correr las cortinas
antes de violarlas.
—Eso, de violarlas, porque lo que
es a él…
—Y de robar, ni el coche, que sigue
ahí tan flamante, como cuando se lo
trajeron de la rifa.
—O que se fueron para llevarse el
dinero al extranjero, porque con esto de
haber salido un comunista Alcalde de
Argamasilla, nadie sabe lo que puede
pasar… Y Pedro, seguro que medio
millón de pesetas en cuartos sí que tenía
—soltó uno, que cuando joven vendió
lotería.
Plinio se pasó la mano por la boca
para maltaparse la risa, y volvió a
preguntar:
—¿Alguno de vosotros sabe cómo se
llama el novio que tiene en Manzanares
la hija más chica?
—Yo sé que se llama Ezequiel.
—Y yo Pacheco, porque hizo la
«mili» con mi hijo.
—Yo, que trabaja en un banco.
—Muchas gracias —concluyó el
jefe—, y si alguno se entera de cualquier
cosa que pueda servirnos, ya sabe dónde
estamos.
—Jefe Plinio —se adelantó una
chica con pantalones vaqueros—, la
última noche que debieron pasarla en
casa, yo vi ahí en la puerta, a la Aurora
madre.
—¿Y qué te dijo?
—Nada, ni la saludé, porque al
pasar yo, ella miraba al cielo.
Y quedó la chica así, con cara de
boba.
—Bueno. Antonio —dijo Plinio a
Guerrero, ya en voz baja—, hasta que se
sepa algo, creo que debes hacerte cargo
de todo.
—¿Del perro también?
—Digo yo.
—Pues, menuda me ha caído, pero
lo que haga falta. Mi hermana es, al fin y
al cabo.
A la luz, ya casi del mediodía, que
se filtraba por el techo de cristales del
patio bajo, se veían aquellas caras
alzadas hacia Plinio. Su uniforme azul
oscuro estaba ahora iluminado por un
sol repentino, así como la mano que
movía en el aire para redondear la frase
de despedida ante la cara de don
Lotario, que, como siempre, lo
escuchaba con el entrecejo meditador.
Ya en el coche, rodeados todavía de
vecinos, mientras ponía el motor en
marcha, le preguntó el veterinario:
—¿Que qué me dices, Manuel?
—Que éste es el caso mudo, don
Lotario. El caso mudo.
Camino del Ayuntamiento, fue Plinio
el que preguntó:
—¿Cuándo vio usted por última vez
a Pedro Ropero?
—Eso he intentado recordar unas
cuantas veces esta mañana, pero no he
dado con el sitio ni el día.
—Igual me pasa a mí.
—Siempre me viene como lo vi,
hace muchos años, un día de feria,
paseando al anochecer con toda la
familia, entre los puestos de turrón y las
orzas de berenjenas.
—Yo fui con él a la escuela.
Siempre se sentaba en los últimos
bancos, y te miraba como si no te viera
o te viera muy chiquitín.
—Sí. Manuel, él siempre parecía
lejano.
A media tarde se detuvo en la puerta
del Ayuntamiento una moto muy grande,
y enseguida pasó al despacho del jefe
Ezequiel Pacheco, el manzanareño novio
de la hija de Pedro Ropero. Con
cazadora de cuero y pantalón vaquero,
su cuerpo tenía un aire ágil y deportivo,
que no entonaba con su cara caidona.
—Pacheco, muchas gracias por
haber venido tan pronto. ¿Cuándo
supiste que se había ido?
—Yo no supe que se había ido. Me
enteré que no estaba —puntualizó—.
Según teníamos acordado, yo venía
todos los sábados por la tarde, si no le
avisaba a su vecina Rosita por teléfono
pues ya sabe usted que en su casa no
tienen aparato—… O ella me
telefoneaba a mí desde donde fuese. De
modo que, aquel sábado, a las siete de
la tarde me planté ante la puerta de su
casa, como siempre. Esperé. Luego, lo
que no hice nunca, llamé a la puerta, y
nada. Por fin, me fui a casa de Rosita, y
me dijo que llevaba dos días sin verla.
—¿Y no se le ocurrió preguntarle a
su tío, Antonio Guerrero?
—No lo conozco, ni sé dónde vive.
¿Es que su tío Guerrero sabe algo?
—No.
—Y nada, un día sí y otro también
llamaba a Rosita, pero ni noticia. Hasta
que acordamos que ella me telefonearía
cuando tuviera noticias.
—¿Tú la oíste decir palabra que
pudiera tener relación con esta historia?
—Ya he hecho memoria, porque
sabía que usted me lo iba a preguntar,
pero no.
—¿No notaste si temían algo, o
esperaban a alguien? ¿Si les
inquietaba…, qué sé yo?
—No, señor. El último sábado que
estuve con ella, tan contenta. Estuvimos
en el «pub» nuevo, el que ha puesto el
hijo de Castellanos, y a eso de las diez,
como siempre, la dejé en su casa…
Pues, en cuestión de horarios, su padre
no transigía.
Pacheco, cada vez que acababa una
frase, bajaba sus ojos tristes al suelo.
—¿Qué pensaba ella de su padre?
—Sólo decía que era muy antiguo.
—¿Tenían muchas complicaciones
con la retrasada?
—No, las corrientes, ya estaban
resignados.
—¿Y con la que fue monja?
—Decía que era la más alegre de la
familia, que no se le había pegado nada
del convento y tenía muchas ganas de
novio.
Durante los quince o veinte días
siguientes, Plinio, unas veces con don
Lotario y otras solo, no dejó de
preguntar a vecinos y conocidos de
Ropero. De dar vueltas por la calle, de
ir a los bancos, a Correos, y llamar a
Ezequiel a Manzanares, por si le llegó
alguna noticia. Pero nada más logró
saber de lo que oyó el primer día. La
guitarra rota de la anormal, las camas
sólo cubiertas con las colchas, pero sin
hacer, y el perro Cipion en la calle, eran
los únicos detalles llamativos que
encontró en la casa abandonada.
… Hasta que poco a poco, como
nada hay que con el tiempo pueda, la
desaparición de los Ropero se postergó
en las conversaciones de los
tomelloseros, para sólo aflorar cuando
pasaban ante su casa, o salía el apellido
a relucir.
Llegó setiembre, Plinio tuvo el
primer nieto, que su hija se empeñó en
llamarle Manuel, como él, y no Rodrigo
como su padre; pasó la Feria, maduraron
las uvas y, una mañana, cuando Plinio,
solo en su despacho, hacía mil gestiones
para ver la manera de conseguir el
personal que necesitaba para que le
vendimiaran las pocas fanegas de viña
que tenía, sonó el teléfono.
—¿Sí?
—Manuel, soy Pacheco.
—¿Qué Pacheco?
—Ezequiel Pacheco, de Manzanares,
el que fue novio de Julianita, la hija de
Pedro Ropero.
—Sí, hombre, sí. Perdona el
despiste. ¿Qué pasa?
—Pasa, que hace unos minutos he
visto a toda la familia de Pedro Ropero
subir en el coche de línea que va a
Tomelloso.
—¿En el de Manzanares?
—Sí.
—¿A todos?
—A todos.
—¿Y qué te han dicho?
—… Nada. No he hablado con
ellos.
—¿Y eso?
—… Cosas de la vida. Ahora tengo
una novia aquí, en Manzanares.
Plinio llamó a don Lotario, que
llegó rápido, y los dos, metidos en el
«Seat», para disimular, aguardaron
frente a la esquina donde paraba el
coche de línea de Manzanares.
Sobre las calles blancas, el vinoso
sol casi otoñal y cierto prearoma de
vendimia.
Apenas parado el motor, don Lotario
dejó salir una sonrisa dulzona.
—¿Por qué se sonríe usted con esa
cara de guasa santa?
—¿No recuerdas, Manuel, que el día
que estuvimos en la casa de Pedro
descerrajando la puerta, alguien dijo,
poco más o menos: «Estén donde estén,
adonde los tengan, veréis como así que
esté cerca la vendimia, acuden»?
—Sí, me acuerdo, sí; pero a lo
mejor es una casualidad. Podían haberse
venido un poco antes, porque no les va a
dar tiempo a buscar vendimiadoras.
Menudo está el año.
—Yo creo. Manuel, que los
tomelloseros acudimos a la vendimia
aunque estemos en el otro barrio.
—A lo mejor. Y no los espera nadie.
Entre bromas y miradas de reloj,
llegó la hora enseguida y apareció el
autocar.
—Ahí está, ahí está, Manuel.
Frenó junto a la portada ancha y azul
de la que fue posada de los Galiano.
Plinio y don Lotario, ahora
calladísimos, miraban fijos.
El chófer bajó ligerísimo, abrió las
puertas de los maleteros, y empezó a
sacar bultos, dejándolos a lo largo del
coche. Los viajeros, conforme bajaban,
antes de saludar a nadie iban a buscar
sus maletas.
—Mucho vendimiador viene ahí.
—¡Míralos!
Pedro, con su sombrero de siempre
encajado hasta las patillas blancas, y
por lo delgado, con aire de ser mucho
más joven, dio tres pasos y se clavó
junto a las maletas. Lo primero que
recogió fue el estuche de una guitarra
nueva.
—Se ve, Manuel, que le han
comprado otra guitarra a la anormalilla.
—Ya veo, ya.
—Ya están ahí las tres hijas.
—Y Aurora, la madre.
La minusválida, gozosamente
sorprendida, con la boca entreabierta y
las manos como para aplaudir, paseaba
los ojos por la plaza. Las otras dos hijas
y la madre —Plinio lo observó bien—,
miraban con cautela a su alrededor.
Enseguida, Pedro acercó al corro
familiar el equipaje. Se le notaba que
tampoco quería levantar la cabeza.
Rápido, tomó las dos maletas mayores; y
las mujeres, menos la enferma que sólo
tomó la guitarra, se repartieron lo
demás. Camino de la calle de
Socuéllamos pasaron junto al
Ayuntamiento. Cuando les pareció que
había transcurrido un tiempo discreto,
don Lotario arrancó el coche, le dio la
vuelta a la plaza y los siguieron a
prudentísima distancia.
Pedro iba delante de ellas con los
brazos estiradísimos por el peso de las
maletas, y las mujeres, de dos en dos y
como antes, haciéndose las distraídas.
Ya a la altura de la manzana anterior
a la que estaba la casa de Ropero,
Plinio le pidió a don Lotario que la
rodease, para salir otra vez a la calle de
Socuéllamos, pero bastante más allá.
—Deje usted el coche aquí y vamos
ahora para allá a pie, como si
viniésemos del Parque Viejo.
Cuando ellos estaban ya a unos cien
metros de la casa, la familia llegaba ante
su fachada. Pedro dejó las maletas en el
suelo con gran placer. Se restregó las
manos sobre la chaqueta, sacó un
llavero, e intentó abrir la puerta. Daba
vueltas y vueltas a la llave con
nerviosismo, rodeado de sus mujeres.
Ya a los ojos de ellas, Plinio y don
Lotario se hicieron los sorprendidos.
—Hombre, por fin volvió esta
familieja.
Pedro se incorporó, pero no dijo
nada. Ni ellas.
—¿Qué tal?
—Bien… Manuel. Aquí, intentando
abrir la puerta.
—Pues no te empeñes, que con esa
llave no vas a poder. Como no se sabía
de vosotros, hubo de descerrajar para
ver qué pasaba, y luego, claro, poner
una cerradura nueva. Tu cuñado Antonio
tiene la llave.
Pedro quedó pensativo. La
minusválida quiso cogerle el llavero. Él
lo retiró bruscamente.
—Niña, estate quieta —le gritó la
madre.
—¿Y también descerrajasteis la
portada? —preguntó seco.
—Que yo sepa, no.
Y, sin añadir palabra, tomó una
antigua cartera de cuero que estaba en el
suelo, junto a las maletas, y sacó varias
llaves grandes. Con una, bien tiesa en la
mano, fue hacia la portada.
Varias vecinas observaban ya desde
puertas y ventanas. Pero al ver a Plinio,
calladas, esperaban a ver cómo acababa
aquello.
Pedro metió la llave, y después de
un buen esfuerzo, consiguió abrir, con
dos vueltas chirriantes el postigo de la
portada.
—Venga. chicas.
—Pues sí, hombre —le dijo Plinio
acercándose más al postigo abierto—, tu
cuñado estaba muy preocupado por
vuestra ausencia.
—¿Por qué? —preguntó, mientras
ofrecía paso a las mujeres cargadas de
maletas.
—Hombre, porque como os fuisteis
así, sin decir palabra…
—Ah, ya —replicó como para hacer
tiempo.
Y pisándoles los talones a sus
mujeres, tomó la maleta grande, y sin
levantar cabeza, dijo seco:
—Buenos días, Manuel y don
Lotario.
Y después de cerrar con discreto
portazo, dio dos vueltas de llave.
Hubo un instante en el que de los
ojos de Plinio saltó una chispa
malauvera, infrecuente en su pacífico
mirar… Pero. rápido, su amigo don
Lotario le ofreció un «caldo», y las
cosas volvieron a su estar.
Ya camino del coche, dando las
primeras chupadas, entre las miradas
interrogantes de los vecinos y vecinas
que no se atrevían a abordar al jefe, con
voz opaca, rompió:
—El caso mudo, como usted decía,
don Lotario.
—Vaya, sí, Manuel. Pero todo
acabará por saberse.
—O no.
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