Aunque el sol estaba ya a ras de chimeneas, y rojizo, en la terraza del casino la gente se pañueleaba el sudor y tomaba refrescos. Plinio y don Lotario,
sentados, aguardaban a los novios, con ojos desilusos para sumarse al personal invitado, que ya rodeaba los árboles mirándose los trajes y el brillo de los zapatos. En los balcones de la plaza, tras persianas y cristales, bullían ojos, labios y manos. —No sé por qué se casa la gente con estos calores. —Sí, Manuel… —El pasarse la noche de bodas sudando, no convida. —A lo mejor en cueros, con la ventana abierta y la luna a estreno… —Perdón, don Lotario, pero no sé
qué tenga que ver la luna, aunque tiene color de frío, con la temperatura. Unos pájaros repentinos volaban en redondones sobre los árboles y las invitadas que echaban sonrisas al aire. —¿Te acuerdas? Hasta los años treinta o así hubo un sacristán, Paco, que llevaba cuenta de todas las bodas que se habían celebrado en la parroquia desde su fundación. —También de los bautizos y entierros. —Ya, ya. Llevaba al día las sumas de los archivos parroquiales. A pesar del calor y por ello tanto paisano ausente, había curiosidad en el
pueblo por aquel matrimonio. Pues el novio, José Lorenzo, aunque hijo y oriundo de allí, vivía fuera desde que estudió; y ella era de Oviedo, nada menos. Contaban que José Lorenzo había hecho cuestión de honra casarse y enterrarse donde nació. Se lo puso por condición a la asturiana y ella tragó porque entre la soltería y Tomelloso prefirió éste. Pero después de darle este primer gusto, nada. Ya veréis. Que uno siempre acaba siendo de la tierra de su mujer, comentaban los listos. —También contaba Paco el sacristán que como en aquellos tiempos las bodas
duraban bastante, a algunos novios, por los nervios del ceremonial, les daba el rayo líquido, y era de verlos vibrandillo la pierna con disimulo para contener la fuente durante las bendiciones. —Es verdad, tanto rato de pie, entre curas, suegros y novia debe alterarse mucho la espita. —¿A ti te la alteraron, Manuel? —¡Quién se acuerda! Pero yo siempre fui bastante tranquilo de piernas y muslo, y no como el doctor Federico. —Debía ser gracioso, Manuel, que en el momento de preguntarle a uno si quería a la Milibia por esposa, a la vez que el «sí» a la boca le llegase el
chorrete calentón por la pernera. —Qué imaginaciones tiene usted, don Lotario. —Las que no cuenta nadie y a todos nos llegan en los ratos mohínos. Los mejores… Que siempre estamos diciendo ecos. El coro de los pájaros echaba sus píos agudísimos contra las piedras doradas de la iglesia. Y de pronto, sin saber de quién, sonó una carcajada ruda y aspirante. —Hay carcajadas que matan, Manuel —dijo don Lotario mientras con una mano se hacía aire con el periódico y, con la izquierda, muy finamente, se
rascaba los testimonios. —Son carcajás de ésas que se llevan embutidas mucho tiempo y, a lo mejor, por un luto, por una boda o por esta calina que nos agosta, salen rompiendo el aire. —Dirás la calina que nos juliea, que todavía no llegó el de «frío el rostro». Ya está ahí el novio, ya está ahí el novio, comenzó a oírse. Muchos se pusieron de puntillas, y algunas mujeres se subieron en los bancos. —Las boinas no dejan ver al novio —dijo un panza que había junto a ellos, subido en una silla de hierro y casi
tapando el asiento con sus pies grandísimos. —Pero si va de uniforme —les voceó a Plinio y a don Lotario. —¿Con uniforme de qué? — preguntó desde abajo uno que tenía voz de sordo. —De ingeniero, de lo que es. —Pues ¿sabe lo que le digo, Manuel?, que igual que embaularon las sotanas debieran hacer con los uniformes de civiles. —Eso está bien, las cosas como son —coreó don Lotario, guiñándole el ojo a Plinio y pellizcándole el uniforme. —Yo soy municipal, no civil —dijo
Plinio. —Pues sí que trae el novio acompañamiento —proclamó el panza desde su altura. —Acompañamiento de bacines será, porque él, aquí, de familia, poca.
Sólo le quedan dos hermanos: Felipe el de la Agencia, casado con la Recinta; y la Rosa, que lleva treinta años diciendo que va a ser monja, pero de las dos misas diarias y de confesarse con todos los curas cada vez que abren el armariete no pasa. —¡Ay!, qué don Lotario este —dijo el de los piezacos y la panza, sin dejar de mirar al público— y qué leche más
bailona tiene. Plinio cabeceó gracioso por lo de la «leche bailona» y el veterinario encogió los hombros como satisfecho de que el dicho le hubiera gustado a Plinio. Cada momento estaba la glorieta de la plaza más repleta de convidados con corbata, sudorcillos de tetas y sequedades de boca. —Quién tuviera tanta vista como para ver cuándo se convierte un pelo en cana… Porque muchos se convierten de repente, seguido, sin pasar por el gris de entre tiempo.
Ahora mismo, entre todos los que estamos aquí, seguro que nacen cinco canas por minuto —dijo el panza
sin venir a cuento, mientras se tocaba las dos sienes con las manos. —Y las que salen en otras partes del cuerpo que no se ven —añadió Antonio Pacheco, que acababa de llegar y escuchaba apoyado en su bastón. Sin decir nada, y como si tuviera mucha urgencia en estar con ellos, Rodríguez —don Reprimido Rodríguez, como le llamaba Menchen, el boticario número cuatro—, vestido majo para la boda, se arrimó a los justicias. —¿Qué cuenta el señor Rodríguez? —Nada, Lotario, ¿qué quieres que se pueda contar en esta vida rodeada de nichos por todas partes, menos por la de los panteones? —Venga, hombre, anímate un poquillo, que por algunos lados hay bodas, como bien dice tu traje. —¡De boda! Después de traerlo al mundo, el peor engaño que puede hacérsele a un antropo es casarlo. —¿Pues qué hay de malo en las bodas, Rodríguez? —¿De malo? Las mujeres, Manuel, las mujeres. Que después de los sermones es lo más pesado que puede mentar boca, lo más acibo que llegó al mundo de los hombres. Hombres pesados hay, ya lo creo, pero no todos. Y las mujeres, sí. Plomo total. Ni una
alígera, así que las oyes dos horas, incluidas las del acueste —acabó, sentándose, poniéndose su cara delgadilla entre las dos manos y mirando al vacío con aquellos ojos negros, grandes y casi lagrimosos que ponía cuando despotricaba contra el mundo. Siempre. —Hoy le ha dao por las mujeres. «Las de la raja», «los aquí yace», «los curas» «y las bodas» es lo suyo —dijo don Lotario a medio tono. —Manuel —saltó Rodríguez sin apartarse de lo suyo ni dejar de mirar hacia la Posada del Rincón—, todo el día estoy pensando: ¿a dónde habrán ido
a parar los vestidos de novia de todas las que se casaron en este pueblo? —¿Pero desde los tiempos de Aparicio y Quiralte? —Por lo menos… —Hombre, Rodríguez, el problema se las trae —dijo el guardia con la barbilla entre dos dedos y los ojos entornados—. ¿Verdad, don Lotario? —Cierto, seguro. —Debe haber todavía baúles y cómodas antiguas con trajes de novia de los tiempos de don Pedro Quintín Araque, alguacil mayor de esta villa, entre bolas de la polilla y flores secas. —¿Y en los camisones de las noches
de boda no has pensado, Rodríguez? —Ésas acababan gastándolos, Lotario. Los primeros años sólo se los ponían en los partos o cuando tenían enfermedades bien vistas, como los catarros, pero así que pasaba el tiempo, se acostaban con ellos todas las noches hasta hacerlos hilas… Deben ser pocas las que guarden los camisones de la noche grande, sin haberles lavado las gotas de sangre del desvirgue oficial. … Y calló en seco, mientras Plinio, don Lotario y todo el personal, sorprendidos por la salida, a pesar de conocerlo tanto, lo miraban, cada cual con su gesto más sinaco.
Pero Rodríguez, después de bizquear un momento con aquellos ojazos tan hombrones, siguió premioso: —Los talones desnudos son las partes más tristes del cuerpo (más, incluso, que las criadillas de viejo miradas por detrás, en el trance del despatarre)… Pero desde hace algún tiempo ya no pienso en ellos. Ni me los miro en el espejo. Ya no le digo a mi mujer que apague la luz para descalzarse. Ya no sueño con todos los tomelloseros desfilando con los talones en cueros y sucios. —Pero, Rodríguez, mucha gente se lava.
—No hay talón totalmente limpio, Manuel, ni sin arrugas… Pero ya digo que se me pasan muchas noches sin pensar en ellos. —Menos mal. Rodríguez, después de un minuto de silencio, entró pirado en el casino. —Ya va a mirarse los talones. —O las criadillas por detrás. —Qué vida esta más amena ¿eh? — le dijo Manolo Perona sonriendo, que en aquel momento llegó con la bandeja en el aire. —Es verdad, Manolo —parleó don Lotario—, esta tarde todo me parece dicho en idioma que no sé dónde se
habla. —En Tomelloso, don Lotario, en Tomelloso —y siguió haciendo regates con la bandeja. —El novio no deja de saludar gente —dijo el panza visereándose con la mano. —Claro, como vive fuera… Si a su abuelo, el que fue tonelero, le llegan a decir que tendría un nieto ingeniero, con uniforme y todo, Manuel. —Es verdad, don Lotario. —Con esta calina la gente está bebiendo más cerveza que en la feria. —Pues así que lleguen los invitados al salón de la boda, rápido van a dejar
los vidrios lavaos. —Hace mucho tiempo que pasó aquella floración de los uniformes que nos llegó aquí al acabar la guerra. Entonces todo el mundo quería ir de color —monologó el panza. —Ya está éste otra vez con los uniformes ¿o no fue él? —dijo don Lotario a Plinio en voz baja. —Además de con los talones, sueño muchas noches con orejas grandes — dijo Rodríguez el reprimido, ya de vuelta. —Pues vaya día que llevas hoy — dijo don Lotario volviéndose hacia él— de los talones a las orejas.
Perona, que volvía, se carcajeó sin disimulo. Y Plinio: —Explícate, por favor. ¿Por qué sólo sueñas con los que tienen las orejas grandes y no con los que las tienen normales? —No sé… Y siempre los veo por detrás, a contra sol, con las orejas casi transparentes… Como estamos tan acostumbrados a ver orejas no reparamos en lo feas que son, sobre todo las grandes, tan salientes, como retales acrílicos: como paravientos o paraluces de cartulina gorda… Sí, muchas mañanas, antes de despertarme del todo, veo pasar docenas y docenas de
hombres con las orejas de a cuarta, abaniqueando a los prójimos; docenas y docenas de mujeres con las orejas larguísimas que se les salen de las melenas y se las meten por el escote. —Talones amarillos, orejas bajo el sujetador… Qué sueños más cenizos. —Y otras cosas flojas del hombre que no digo, Manuel, para no evocar más miserias. —Pero tú todavía eres joven. —Si no lo digo precisamente por mí, que todavía amanezco más ancho de lo que soy, sino por lo que sueño: las flaccideces de los de la cuarta edad, tan dejadas entre la oscuridad de los
pantalones… ¿Os imagináis las de los Reyes Magos? —Pero si los Reyes Magos no llevaban pantalones. —… Peor todavía, badajeando entre las faldas. —¡Qué mundo el de este hombre! — saltó don Lotario—. Qué mundo de muertos tronchados de risas. —¡Y con las ingles canosas! —saltó Plinio. Lo dijo tan fuerte, cosa rara en él, que los rodeantes soltaron la risa y se volvieron muchas boinas. —Y menos mal que se las traga la tierra.
—¿El qué, Rodríguez, las orejas o lo otro? —Las orejas, don Lotario. —¿Os imagináis, si no fuera así, las tumbas comunes, llenas de orejas vivas haciendo oído a todo lo que se dice ahora? —Cuándo empezará la boda —dijo don Lotario a Plinio en voz baja—, a ver si deja este bombardino de contar alegrías. Seguía el calor, ahora con mariposas. Mariposas color zócalo verde, paradas en los bordes de los vasos. —¿Y qué hace todo el mundo
mirándose el reloj? —preguntó el Bocazas. —Pues que la boda era a las siete, ya es la media y la novia sin venir. —Es verdad, Manuel —dijo Rodríguez mirando su reloj—, a lo mejor se ha arrepentido, o que a la hora de poner los talones en la calle a la pobre novia le dio la apretura y estará lavándose las dos medias lunas y las canales maestras. —Desde luego, Rodríguez, eres más siniestro que la almohadilla morada de un ataúd. —¡Del suyo! Y déjese de siniestreces. A una asturiana comiendo
gachas, bebiendo vino de tantos grados y con esta calina que hace sudar los meñiques, le puede llegar cualquier flojera. —Y mejor es que le dé el rayo ahora que en plena noche de bodas. —El novio ya está nervioso y no escucha a nadie —dijo alguien. Se pusieron en pie los contertulios de Plinio.
Desde el borde de la acera miraba el novio hacia la calle de la Independencia, con las manos cruzadas sobre la cola del uniforme. —A lo mejor la novia, como no conoce el pueblo, se ha perdido y está en el puerto de Pajares. —Todos los balcones se han llenado de mujeres. —Les llegó la noticia y salen a medio peinar. —Sin acabar de darle de mamar a los niños, que se han quedado con las boquillas al aire. —Huecas. —Qué más da. —Las mujeres tienen mucha antena para cosas de ingles y de altares. —Como que nuestra religión es la historia de un parto. —Pero sin romperlo ni mancharlo. —Las mujeres han hecho el mundo
por dentro. —Los hombres sólo hemos sido los albañiles. —Vivimos en un mundo de coños abiertos soltando bacines… —… Que siempre lo verán todo desde ahí. —No tenemos remedio: todos los hombres somos niños cubiertos de coño —coronó la coral el Deprimido, con voz ronca y los ojos como ceniceros. Ahora el cura, con traje de ir a jugar al golf, junto al novio, miraba también hacia la calle de la Independencia. Ramoncito Serrano volvía de junto a la puerta de la iglesia, con visaje de no
entender. —¿Qué dicen, Ramón? —Pues nada, que los Romero, los primos del novio, fueron a ver qué pasaba y todavía no han vuelto… Ahora ha ido Benito, el sacristán. —¡Qué raro! A la boda propia es al único sitio que las mujeres no llegan tarde. —Lleva razón Manuel —dijo el veterinario. —Se habrá puesto mala. —… O se habrá ido con Pepe el Romano —dijo Perona, que volvió. —¿Pepe el Romano? ¿Quién es ése? —preguntó Pacheco.
—Que este Manolo es muy leído. Se sabe a Lorca y todo —dijo don Lotario. Llegaban gentes de todos lados con los ojos clavados en la puerta de la parroquia. Gentes con los ojos altos y la boca de gusto. —Acaba de ir Rosa, la hermana del novio, la que piensa ser monja, a ver. Verás cómo ésa se entera en seguida — dijo una mujer vieja acercándose mucho a Plinio. —Yo quiero ver la función un poco más de cerca. ¿Te vienes, Manuel? — dijo don Lotario. Plinio puso cara de aburrida conformidad y se levantó sacudiéndose
cenizas. Perona no se decidió a alejarse hasta la puerta de la iglesia. —Ahora el Deprimido a mirarnos las orejas por detrás —dijo don Lotario. —Yo no las tengo muy grandes, pero las de mi padre eran dos paipays. —No me acuerdo, Manuel, de las orejas de tu padre… Las mías también son grandotas. Y se las puñeó bajo el sombrero. —Y además siempre están más frías que el resto del cuerpo. —Es que el Deprimido, Manuel, siempre habla de temperaturas extremas: de lo más frío y de lo más caliente del cuerpo.
—Pues él en el cerebro debe de tener tempanillos. —Más bien gusanos por cómo lo ve todo. El novio estaba allí en el mismo borde de la acera anchísima, con la cara de piedra y junto al cura. Los dos mirando hacia la izquierda. La gente se agolpaba tras ellos; y lo que se dice en la misma puerta de la iglesia, sólo quedaba un monaguillo metiéndose muy distraído el dedo hasta lo más hondo de las narices; y una mujer con muletas. El público de invitados y curiosos, al ver a los justicias, les hizo lado, y hasta les empujaban hacia el novio
impar, a ver si sacaban algo en claro. Llegaron al borde de la acera, casi en volandas. El cura les hizo un meneo de ojos muy dubitativo, y el novio ni los saludó, de lo palo que estaba. —¿Para qué coño hemos venido aquí? —preguntó Plinio en voz baja a don Lotario, al verse en la presidencia. —… No hemos venido, Manuel, nos han traído… Las orejas del novio tampoco son estrechas. —Pronto se ha contagiado usted de Rodríguez. —Es que distrae mucho. Un grupo de gentes —delante los hombres— subía a buen paso por la
calle de la Independencia como a traer nuevas. Pero antes de llegar al Colegio de las Monjas, se les adelantó una moto a todo gas, que pegó el frenazo en seco junto a los pies del novio. El que la conducía, que tapado con casco colorado y gafas, no se le conocía, dijo muy deprisa, muy deprisa: —La novia no está en la casa, no está, no está. —¿Quién lo ha dicho? —le gritó el cura casi increpante. —Yo. Se ha ido, se ha ido. Y arrancó la moto. Llegaba el grupo de hombres y mujeres.
—Se ha ido. —Con el ramo en la mano. —Dijo que iba al retrete. —Y no volvió. —Con el ramo en la mano. Y hasta ahora. Unos a otros se quitaban las voces con caras y ojos de muchísimo gusto. —Así que pasó un rato y no salía, fue el padre a ver qué pasaba. —Si le había dado el cólico. —O a ponerse el paño. —¿Y no la encontró? —preguntó el cura. —Voló la asturiana. —¿Y no faltaba nada?
—Una maleta por lo visto. —¿Y el coche de ellos? —No. —Ni hay ninguna puerta descerrajada, sólo la portada del corral abierta. —Pero estuvo así toda la tarde. El novio, muy tieso y muy blanco dentro de lo moreno, mirando a los canalones, no parecía oír nada. Y el cura lo contemplaba con la cara compasiva de su oficio. Luego le hizo un gesto a Plinio para que fuese a la casa donde estuvo la novia, a ver qué pasaba de cierto. Plinio se rascó el cuello con mano
de duda, pero el novio lo animó con un codazo. Luego el cura, con mucha suavidad preguntó al ingeniero: —¿Le parece mal, José Lorenzo, que vayamos a ver qué pasa? Y José Lorenzo se limitó a negar con la cabeza. —¡Pero qué pintamos aquí! —dijo un familiar al novio—. ¡Vámonos! Y otra vez el novio, seco y mirando a la pared de enfrente, negó con la cabeza. Plinio y don Lotario se cruzaron a la acera de los Paulones y echaron a andar calle arriba.
—Yo creo que el cura tiene razón. Vamos a ver qué pasa allí. —Si es que pase lo que pase, don Lotario, es cosa de ellos… Si hubiese aparecido algo sospechoso… —A lo mejor, el algo está allí y no lo ha visto nadie. Nosotros tenemos más costumbre de buscar. —Bueno, bueno, vamos a echar un ojeo. Para lo que tenemos que hacer. Pero me huele que esto es cosa de faldas o calzones. Unas gentes hechas corro hablaban rápido, disparándose manoteos y salivas. Otros miraban al novio con la boca abierta. Muchos, y sobre todo
muchas, cogidos del bracete, echaron tras Plinio y don Lotario. —Qué cara de estatua se le ha quedado al novio. —Y sin querer moverse de la puerta de la iglesia, como seguro de que ha ocurrido lo que temía. —Ahora vas un poco deprisa, Manuel. —A lo mejor, pero como hay confianza digo lo que siento. —El pálpito. Lo que se me ha quedado muy grabado es que la asturiana se haya largado con el ramo en la mano. —A lo mejor para dárselo a otro.
—No recuerdo que haya ocurrido aquí algo así desde que hay iglesia. —Eso lo sabría Paco el sacristán. —Que algún novio se escuquillase ante la verdad, sí que hubo casos, pero nunca a la hora misma de la boda (Lotario). —Sí, hombre, el hijo del hermano Bufandas, el que se hizo el enfermo gravísimo durante cinco meses y vomitaba y todo cada vez que lo visitaba la familia de la novia… Pero una mujer aquí jamás dejó de ir a su boda aunque sospechase que el matrimonio no llegaría a la noche. ¿O usted recuerda alguno?
—El matrimonio que menos duró aquí, según contaba mi madre, fue el de una tal Castra, que dejó al marido a la media hora de acostarse con él la primera noche. —¿Y qué pasó? —Que era un tío deforme, con los culos trabucaos. —Explíquese, don Lotario. —Sí, hombre, que el culo, culo, lo tenía debajo de la barriga; y la minina detrás, como rabo cuando la tenía floja; y paralela a la espalda si se le empinaba. —En mi vida he oído cosa igual, don Lotario.
—Y claro, ella, así que vio que su hombre la atacaba dándole culás, dio un grito que se oyó en todas las cuevas del barrio, y se fue en camisón por las calles oscuras. —Y usted que es veterinario ¿cree que puede haber hombres con las vergüenzas en la espalda? —La naturaleza, tan loca como los hombres mismos, cría de todo; mancos antes de nacer, chicos con un huevo grande y dos pequeños en el otro lado; mujeres con las tetas totalmente cubiertas de pelo; sujetos o sujetas, según se mire, con coño y picha a la vez, y hasta tías que les gusta acostarse con
mastines. Comprenderás que al lado de esas monstruosidades y otras mil que ignoro, el que las vergüenzas colgantes se hayan quedado rezagadas no es cosa mayor. Era seguro que cuantos iban y venían por la calle de la Independencia hablaban de la boda que no fue.
A pesar de que ellos caminaban con aire maganto, como si aquello no fuese con ellos, todos miraban a Plinio y a su amigo; y algunos, disimulando, los seguían desde la acera de enfrente. Aunque la puerta de la casa donde estaba la familia de la novia parecía cerrada, un corro bastante nutrido de
vecinos la miraba desde cerca, como en espera de que sus llamadores, tallas de flores y laúdes modernistas o la misma cerradura inglesa, pudieran dar de un momento a otro la clave de la desaparición de Covadonga. Allí vivía Felipe, el hermano del novio, con su mujer, la Recinta y los hijos pequeños. Pues el ingeniero, las pocas veces que venía al pueblo, vivía con su hermana Rosa allá en la calle de La Concordia. Al ver que llegaban los del Ayuntamiento se abrió el corro y Plinio, con aire indeciso, dio un par de llamatazos muy secos. Pasaron largos momentos; no abrían. Plinio repitió la
llamada y por fin abrió el hermano del novio, Felipe, que los dejó entrar con gusto, aunque cerró la puerta rápido. La familia asturiana, padres y hermanos pequeños de la novia, estaban sentados, muy juntos, en el sofá del tresillo. Felipe y su mujer Recinta, de pie en el centro del patio. Todos elegantes y con las caras que mandaban las circunstancias. Daba la sensación de que habían largado de la casa a amigos, vecinos y curiosos. Los asturianos echaron unos ojeos despectivos al jefe de la G. M. T. y al veterinario. El padre, coloradillo, tenía pinta de paisano ricote. La madre, cincuentona, parecía
más clara, más de ciudad, y los dos hijos, como de dieciséis y dieciocho años, con aire de estudiantinos. —Veo que sin novedad —dijo Plinio a Felipe. —Sin novedad. Sentaos. Aquí, los padres y hermanos de Covadonga. Movieron todos un poco la cabeza. —Para que estuvieran más frescos los acomodamos en este piso bajo. Y quedó callado. No sabiendo cómo continuar. Los padres bajaron los ojos. —Bueno, pues estábamos ya preparados… —continuó Felipe decidido— para así que nos dijeran que la novia estaba lista, coger el coche y
salir para la iglesia… Pero pasó la hora y como no llamaban bajé a ver qué ocurría, y me encontré a estos señores muy asurados porque no veían a la novia por ningún lado. Calló Felipe y Plinio quedó mirando al señor López, el asturiano bajito, que al hablar siempre sonreía un poco: —Sí —dijo con mucho acento asturiano—, arreglóse, ayudada por su madre, ahí en la alcoba donde está el armario grande con lunas —señaló a la puerta que estaba detrás de Plinio—… Y tan arregladina. Con decirle que llevaba el ramo en la mano. Y cuando me disponía a subir para llamar a estos
señores —señaló a Felipe— díjome ella: «Espérate un momentín, papá, que voy al baño». Entróse. Y hasta ahora… Pero mi mujer dice más… Plinio quedó mirándola: —Pues nada, señor, que un ratín antes, víla entrar en su alcoba, en aquélla del rincón, y sacar el maletín que metió en el cuarto de baño. —¿Y qué tenía en él? —Cosinas, las pocas joyas y el dinero que le hemos regalado para el viaje de novios. —Entonces, a ver si me aclaro, ¿antes de entrar con el ramo en el cuarto de baño había pasado el maletín? —Sí, señor. —¿Mucho tiempo antes? —Unos diez minutines. —¿Y cuando entró con el ramo cerró por dentro? —No. —¿Y el cuarto de baño no tiene otra puerta? —No, Manuel —dijo Felipe. —¿Entonces por dónde salió? —Seguro que por la ventana. Plinio, sin decir palabra fue hacia el cuarto de baño que tantas veces había mentado y señalado, abrió la puerta y miró sin entrar. Don Lotario en seguida estuvo a su lado.
Al fondo, como a un metro del suelo, estaba la ventana bastante grande. Debajo de la ventana, un armarito. Plinio entró, miró con atención la superficie del armarito blanco, pero ni en él ni en los alrededores vio nada que le llamase la atención. —¿La ventana estaba cerrada cuando usted pasó, señor López? —Cerrada, pero sin echar el pasador. Plinio la abrió. Se asomó al corral. Era grande. Había dos coches, uno con matrícula de Oviedo y, al fondo, bajo los porches, un tractor con remolque. —¿No falta ningún coche?
—No… Como no lo hubieran entrado un ratillo antes… —dijo Felipe. —¿Y la portada estaba abierta? —Sí, la dejé abierta para poder sacar el coche con mayor rapidez y traerlo ahí, frente a la puerta principal, una vez que la novia estuviera dispuesta… La abrí una media hora antes. —¿Y el abrir con tanto tiempo se te ocurrió a ti o te lo apuntó alguien? —Ya he pensado en eso, Manuel… Fue cosa mía, porque Covadonga dijo que le gustaría que todo fuese rápido y que la miraran lo menos posible los vecinos, que llevaban la tarde entera
fisgando. —¿Y por la calle donde da la portada, a la de Serna, no?… ¿Nadie vio salir un coche con ella dentro y con quien fuera? —Parece que no. Por esa calle vive poca gente. —Eso de fugarse con el vestido de novia y con el ramo en la mano es un poco fuerte —dijo don Lotario de pronto y como para sí, aunque le oyeron todos. Plinio no pudo evitar un hilo de sonrisa. —¿Y ustedes qué piensan? —dijo Plinio en seguida mirando a los padres. —Nada —se encogió de hombros el
señor López—, sólo sabemos lo que dije. —¿Pero presiente con quién puede haberse ido, por qué puede haberlo hecho? —Nada, señor guardia. Somos los primeros sorprendidos —dijo el señor López, mientras su mujer se limitó a asentir. —¿Iban a emprender hoy mismo el viaje? —Sí señor, nada más terminar la merienda. —¿Y no sonó el teléfono poco antes? —preguntó Plinio mirándolos por turno.
El asturiano se encogió de hombros. —Hasta que empezaron a llamar preguntando por qué no llegaba la novia a la iglesia. Yo tampoco lo oí —dijo Felipe. —¿Y cuando sonó para eso, estaba puesto aquí abajo? —dijo Plinio señalando la clavija del aparato, que estaba a su lado. —Sí —dijo Felipe. —… De modo que sólo se llevó el maletín. —Sí, señor. La maleta grande está ahí, en su cuarto. Si quiere verla… Plinio, con don Lotario, salieron al corral, dieron una vuelta alrededor de
los coches y el tractor, y abrieron la portada que daba a la calle de Serna. —La verdad es que si aprovechan un momento como éste, en el que no pasa nadie, en una calle como ésta hacen lo que quieran. —Es decir, Manuel, que me apuntas que todo fue planeado. —Las señas son mortales. Lo raro es que lo hiciera a la misma hora de la boda como quien dice. —Eso sí es verdad, pero vaya usted a saber qué circunstancias jugaron en la fuga. —Hombre, ahí está el asunto. Pero sean las que fueren, hace falta cara.
—¿Y tú crees que los padres podrían estar en el ajo? —Lo he pensado, pero ¡cualquiera sabe! Plinio echó delante y volvieron hasta la puerta que daba al patio, en la que les aguardaban Felipe y su mujer. —Oye, Felipe, ¿a qué hora viste por última vez a la Covadonga? —Comimos juntos, arriba, las dos familias, y a eso de las cuatro bajaron los asturianos, para que se fuera preparando la novia. —¿Y tú? —le preguntó a la mujer de Felipe. —Yo igual. Luego nos echamos un
ratillo. —Entonces, después de la comida no volvisteis a verla. —No. Cuando llegaron al centro del patio, la familia asturiana seguía en sus asientos. Durante unos momentos el silencio fue completo. Los asturianos miraban al suelo. Plinio y don Lotario a los asturianos, sobre todo a los jóvenes, por su cara de casi risa, y Felipe y su mujer a unos y a otros como sin saber muy bien qué pasaba allí. —Bueno, señores, nuestra misión ha terminado. Veo que lo ocurrido es cosa
puramente familiar en la que las autoridades no entramos ni salimos… Ahora, Felipe, creo que debes ir a por tu hermano para que no siga en la puerta de la iglesia haciendo el número. —Sí… Me voy con ustedes. —Mejor será que vayas con el coche. —Claro. —Mucho gusto, señores —dijo Plinio a los asturianos. Don Lotario, sin decir nada, les meneó la cabeza. Y ya en la calle: —¿Y tú, Manuel, qué crees de verdad que puede haber pasado?
—No sé. Lo más probable es que esta mañana, si no ha sido después mismo de comer, a la novia le llegó algo, noticia o persona, que la decidió a dejar la boda sin ella. —¿… De acuerdo con sus padres? —Todo puede ser. Según de lo que se tratase. —¿Y no hubiera sido mejor plantear la cosa cara a cara, que esa fuga infantil, con toda la comedia del cuarto de baño, el ramo y el maletín? —Don Lotario, cada uno es cada uno. —¿Y qué noticia o persona puede haberle llegado?
—Ay, qué don Lotario este. Ni idea. —¿Y cómo crees tú que se habrá ido? —Yo qué sé. En un coche alquilado, en otro que le trajo ese alguien o en el coche de línea. —¿Pero vestida de novia? —O con pantalones vaqueros, sombrero ancho y pegatinas en las nalgas. Les adelantó el coche de Felipe. Por la calle de la Independencia la gente iba y venía, como antes. Todos miraban hacia ellos. —¡Manuel y don Lotario a su edad y buscando novia! —les voceó Clavete,
que pasó en bicicleta. —El Clavete este, hasta el día de la caja va a estar haciendo chistes. —Es que es verdad que estamos buscando una novia, Manuel. —Me refería al buen humor de Clavete. Qué envidia. —No te fíes, que hay mucha gente que siempre anda de risas ante los demás y luego se pasa las soledades dándose cabezazos contra la pared. —No, éste no.
Éste se ríe hasta cuando tira de la cadena. La glorieta de la plaza seguía llena de gentes. La suspensión por el raro final interesaba al vecindario e
invitados más que la boda misma. El novio no estaba ya en la acera, como lo dejaron. —¿Se fue ya el novio? —No, Manuel, es que no se ve desde ahí. Está en la misma puerta de la iglesia. —Su hermano, que acaba de llegar, el cura y medio pueblo están a ver si lo convencen para que se vaya a su casa. —¿Es que sigue sin querer irse? —Por lo visto. Terco, terco, y sin mirar a nadie. —Ha dicho que no se va hasta que vuelva ella. —Pues va fresco —dijo don
Lotario. Y unos pasos más allá voceó Porras: —¿Qué, don Lotario, sabe usted ya por qué se ha ido la del Sporting de Gijón? Parece mentira que sea usted el subsecretario de Plinio y no lo sepa. —Hombre, es que don Lotario no está especializado en penes —dijo un barbas con pipa, melena, gafas y maricona. —Cómo no lo va a ser si es veterinario y sabe mucho más de largos y cortos que la Toledo. —Ya están con las tontás de siempre. Toda la vida pensando en las mismas partes —dijo don Lotario en voz
baja. —Déjese usted de tontás. —Si te lo he dicho guiñándote el ojo, Manuel. Es que no te has dado cuenta. En la terraza del Casino no había mesas ni sillas libres. Al cabo de un momento, Perona les sacó mesa y dos sillas de la «reserva especial». —Ya me han dicho que se fugó la novia sin que lo supieran ni sus padres. —Sí, eso han dicho. ¿Y por qué te ríes, Manolo? —le preguntó Plinio al ver que el camarero apretaba la boca. —Me río «por lo de eso dicen»… Por aquí nadie se cree que no lo
supieran los padres. —Ya. —Y dan las versiones más chuscas. —Por ejemplo… —Que las señoritas del norte de España se creen demasiado importantes como para casarse con un manchego, aunque sea ingeniero, y a última hora ha dado marcha atrás, de acuerdo con su familia. —No sabía yo que las del norte… —Sí, Manuel. —¿Pero es que la Covadonga no ha sabido hasta hoy que su novio era de Tomelloso? —Es un decir.
—Por aquí viene Moraleda de traerle un vaso de agua al novio. Antonio Moraleda, el camarero, venía sudoroso, con la calva colorada y muy nervioso, haciéndose lado con la bandeja. —¿Qué pasa, Antonio? —Hola, don Lotario… Que no les había visto… Nada, que dice que no se mueve de ahí hasta que no venga la novia. —Pues la asturiana, si marchó hacia el norte como es su deber, a estas horas ya debe andar por Aranjuez. Aunque los alrededores de la puerta de la iglesia seguían muy cargados de
gente, los más orillados empezaban a relajarse, a dar paseíllos cortos e incluso a apartarse hasta el casino. —¿Y qué creerá el novio que va a ganar quedándose ahí haciendo el espantapájaros? —Cualquiera sabe, don Lotario, lo que pasa por la cabeza de un hombre en esas condiciones. —Si a mí me hubieran dado una ocasión así para no casarme, Manuel, de un salto de gusto ya me había sentado en el coche y a estas horas cruzaba el Guadalete —soltó uno que emigró a Alemania y fumaba un puro muy gordo. —El señor cura, el bajo de las
gafas, está venga de machacarle al novio para que se vaya, pero el ingeniero, con la cabeza alta, sigue mirando a lo lejos, como si la asturiana fuese a arrepentirse y a volver volando por la carretera de Záncara —comentó uno al entrar rápido, camino del servicio.
* * *
Cuando salieron del cerveceo, la cosa seguía más o menos lo mismo. Y hacia las once de la noche, cuando Plinio y don Lotario volvieron al Casino a tomar su último café, el novio
ingeniero, solo con su hermano Felipe y otros familiares, estaba ante la puerta de la iglesia. Ya pocos curiosos oteaban desde esquinas y balcones. —¿El cura ya marchó? —Ea, Manuel, el hombre se habrá dado por vencido, máxime al llegar la hora de la cena. —Vamos dentro, Manuel, que parece que se ha levantado fresco. Se sentaron cómodamente, pidieron café, y dijo Plinio: —Don Lotario, a ver si nos las arreglamos para no tener que hablar más de la boda. Que vaya día. —Descuida, Manuel, que ya lo había
pensado… Lo malo de los pueblos es que cuando ocurre algo sonado a alguien, hasta que no consiguen que a su manera les ocurra parte a todos los habitantes del lugar, no paran. —Es que usted debía haber nacido en una ciudad grande. —Es igual, después de la Comunión me habría venido al pueblo… Mira, Manuel, quién está ahí —y señaló con la barbilla. En una mesa próxima, jugando a las cartas, estaba el dormido y meado de San Juan, Manuel García El Toledano. Manuel se volvió un poco para mirarle.
—El que está de espaldas. —No le veo nada más que la calva. —Siendo quien eres debías conocer a los hombres por las calvas. —Hombre, tanto como eso… —dijo calándose las gafas—. ¡Ah! El Toledano. Si me hubiese usted dicho el de la calva meada o cosa así… —Hombre ya eran bastantes datos… Nunca entederé lo que pasó. —No se preocupe usted, que yo tampoco… Éste ha sido otro caso mudo. —Eso de los casos mudos ya está muy visto en nuestra historia. Le llamaremos el caso mingitado. —¿Mingitar… es lo mismo que lo
otro? —Sí, que orinado. —Bueno, le llamaremos así que suena más limpio. Y sonriendo empezaron a cucharear el café. Pasadas las doce, se les acercó Perona, bastante apartado aquella noche, porque le tocaba servir en el salón del bingo. —¿Han visto ustedes al novio? —Sí, al entrar. —No, si digo ahora. —¿Qué pasa? —Que está sentado en un sillón muy cómodo que le han traído de su casa.
—Pero ¿se ha vuelto loco? —O que le habrá llegado, Manuel, vaya usted a saber por qué, el momento de montar el gran número de su vida. —Eso sí es verdad, Manolo, que hay mucha gente que se pasa la existencia buscando la manera de hacerse el distinto. —Y fíjese usted, don Lotario, qué ocasión, que lo dejen a uno plantado y sin novia en la plaza de su pueblo. —Pero el número de verdad es estarse ahí toda la noche de bodas durmiendo en el sillón. —Eso pasará ya a la historia de Tomelloso como la revolución de los
consumos. —Ay qué Manuel este… Me voy corriendo, que los del bingo estarán con la boca seca. —Buena noche, Manolo. —Qué gentío en el bingo, Manuel. —Todo lo que requiere la cooperación de aburridos siempre tiene mucha clientela. Cuando ya casi a las dos se pusieron de pie los justicias, Manuel García El Toledano seguía en su partida, con la calva rosa bajo la luz. Ya en la glorieta de la plaza miraron hacia la iglesia. En la puerta seguía José Lorenzo el ingeniero, en un sillón
confortable, como dijo Manolo. Sin nadie alrededor, dormía con la barbilla clavada en el pecho. Se acercaron con cuidado. El sillón tenía la tapicería color verde oscuro. A José Lorenzo alguien le había echado un mantoncillo fino sobre todo el cuerpo, pues llegaba a cubrirle las piernas, para aguantar la amanecida. —¿Quién le iba a decir que pasaría así esta noche? —A lo mejor tenía tragada alguna soledad parecida. —Veo, Manuel, que te inclinas a los que piensan peor. —No, los que piensan peor creen
que la asturiana tenía un amante que se la llevó en el último momento. Se acercaron despacio. El ingeniero, con su uniforme y las manos sobre la barriga, dormía con la boca abierta y echando de vez en cuando, que bien se oía, hacia el campanario de la iglesia, un ronquido. —Se quedó el pobre completamente solo. —Es que, Manuel, acompañar a un loco los primeros ratos de su enfermedad distrae mucho, pero luego, y sobre todo a estas horas, debe pesar. —Nunca pensé que uno pudiera volverse loco en un momento.
Las cosas vienen de largo, pero encauzadas y luego, cuando menos se piensa, o hay un estímulo especial, dan la cara, llega el momento. ¿Te parece? —Sí, desde luego… Todos tenemos nuestro tren loco, que va por el túnel del disimulo, hasta que un día, por cualquier cosa, le entra la luz, y nos lo ve todo el mundo. —Yo le dije a su hermano que le dieran un valium y así que estuviera roque se le llevaran a casa. Pero él debió olérselo y no ha querido tomar ni agua. —Menos mal que no hace ni pizca
de frío… Ni lo va a hacer… Voy a mirarle a ver si lleva cuartos encima. Plinio lo registró, pero no llevaba nada. Sólo las llaves y un pañuelo. El hombre ni notó que lo registraban. —Vamos a decirle al guardia de puerta que no lo pierda de vista. —Vaya noche de boda, Manuel… Y después, a descansar un rato, que nos lo tenemos merecido… Que cada uno es el dueño de su propio destino. —El dueño, pero con un poco de ayuda, Manuel. Después de hablar con el guardia de puerta, y ya en la esquina de la calle de Socuéllamos, volvieron la cabeza.
Como don Lotario no trajo el coche, cada cual se fue andando a su redil por las calles totalmente solitarias.
* * *
Apenas había empezado a clarear cuando sonó el teléfono seco, escandaloso, rompiendo todos los silencios de la casa de Manuel González, alias Plinio. Él, como hacía sólo un par de horas que se había acostado, ni oírlo. Fue su mujer, la que chancleando con las zapatillas mal puestas y agarrándose a los muebles,
salió entre los ondeos del camisón. —¿Quién? ¿Quién? ¿Quién? Estuvo escuchando unos momentos y dijo al fin: —¡Que no hará dos horas que se acostó, el pobre! Espera. Volvió con su chancleo. No quiso encender la luz de la alcoba. Sólo alumbró el patio y el cuartejo de la «tele». Se acercó a los pies de la cama. Lo llamó con voz suave: —Manuel… Manuel… Pero Manuel no respondía. Se decidió a moverle un hombro. —Manuel… Manuel…
—¿Qué?… ¿Qué?… —dijo al fin, puñeándose sobre los ojos. —Que te llaman por teléfono. —¿Quién? —Cerezo, el cabo de guardia. —¿Y qué te ha dicho? —A mí nada. Vaya éste. Te lo quiere decir a ti, su jefe. Manuel se sentó en la cama. —¿Qué hora es? —Las cuatro —y le arrimó las zapatillas. Y salió pasillo adelante rascándose la cabeza. —Sí… ¿Qué hay, Cerezo? —Nada, jefe, que me he acercao al
novio dormío y he visto a otro dormío a su lado. —¿A otro dormido? —Sí… O mareado, lo que sea, porque el tío, por más que lo meneo, no se despierta. —¿Y se sonríe? —Más bien sí, como si le diera gusto algo por dentro. —¿Y el ingeniero? —Sigue roque. —¿Se ha acercado algún coche por allí últimamente? —No. El de puertas no ha visto nada. —¿Entonces lo habrán llevado a
cuestas? —Lo que haya sido ha debido ser en un segundo y con mucho disimulo. —¿Y quién es? —No lo conocemos. —¿Y está arrimado al ingeniero? —Animadísimo, al pie del sillón donde está el chalado. —Bueno, bueno, voy para allá, en seguida… Sí que voy, me interesa mucho. Hasta dentro de un ratillo.
* * *
A Plini, ya en la calle —ni el
cigarro le apetecía—, con las manos cruzadas en la espalda, la cabeza inclinada y muy mal sabor de boca, iba medio pensando, hasta qué punto era necesario haberse levantado. «Claro que mejor es hacer esto, aunque me sepa tan mal la boca, que hacer todos los días lo mismo». Cuando desembocó en la plaza se fue derecho para la iglesia. Junto al ingeniero, que dormido seguía, ahora con ambas manos en la entrepierna, estaba Cerezo, don Lotario y, claro, el otro dormido, el forastero. —¿Pero bueno, don Lotario? —Ya ves —dijo restregándose los
ojos. —Como sé que le gusta tanto acompañarle, me tomé la libertad de despertarlo también, jefe. —Has hecho bien, Cerezo —dijo Plinio sin quitar los ojos del dormido tumbado en el suelo, todo lo largo que era, pegado al sillón del novio y con la sonrisa de regusto y muy parecido a la que sacaba Manuel García El Toledano cuando recibió las aguas de don Lotario en San Juan. Éste, aunque ya maduro para esa vestimenta, llevaba pantalones vaqueros, zapatillas azules y un chándal azul oscuro. —Tiene pinta de camionero —dijo
Cerezo. —Demasiado fino para eso. Va con trazas de eso, pero mírele usted las manos que tiene tan finas. ¿Habéis visto si lleva documento de identidad? —No hemos querido mirar nada hasta que viniese usted, jefe. —Sois muy finos. —El hospital de los dormidos, Manuel. —Usted siempre poniéndole motes a los casos. —Anda, Cerezo, regístrale, que a mí me da no sé qué meterle la mano en esos bolsillos tan ceñidos de los pantalones vaqueros.
—Desde luego es usted más mirado… que aquella monja que cuando iba a orinar abría un paraguas y se lo ponía delante. —No compares; entre el hábito de monja y pantalones vaqueros, me quedo con el hábito. —Hombre, se sobrentiende. —Es que no sé qué tiene que ver una cosa con la otra. —Sí lo ha entendido, jefe. Digo que es usted tan púdico como la monja. —Bueno. No nos liemos… Aquí no hay más que un pañuelo, éste; un llavero, éste; unas monedas, éstas; unos billetes, éstos… Ah, bueno, y esta caja de
pastillas. —¿Y desde la puerta del Ayuntamiento os disteis cuenta de que lo habían tumbado aquí? —Qué va.
Me acerqué por aquí con el guardia Porras para ver cómo iba el novio y encontramos aquí a éste, dormido también, todo lo largo que es. —¿Y al divorciado, como tú dices, no ha vuelto a verlo nadie… de la familia? —Desde las dos o así, nadie que yo haya visto. —¿Y por qué te ha parecido interesante el que hayan dejado aquí el cuerpo de este dormido?
—¿Que me pareció interesante? —Hombre, cuando nos has despertado a don Lotario y a mí, será por eso. —Bueno, eso de dejarlo aquí, junto al otro dormido, el ingeniero, me pareció… ¿Qué es interesante? —Anda éste con las que salta. Éste es el segundo tío dormido tirado que encontramos en pocos días. El otro fue cerca del ex molino de San Juan. —Anda, coño. —Venga, don Lotario. Reconózcalo usted un poco. —No hace falta. Se ve a las claras… Pero ya que lo dices, veamos.
Y agachándose un poco le abrió el brazo cogido por la muñeca. —Normal… El pulso, como un caballo. —Don Lotario todavía se acuerda de sus enfermos de antaño —dijo Cerezo. —¿Qué vas a hacer, Manuel, con este dormido recién llegado? —Llevarlo al Ayuntamiento. Anda, Cerezo, llama a un compañero y os lleváis a éste a mi despacho. Cuando vio don Lotario que Cerezo se había alejado con aquel nerviosismo de piernas que se gastaba, le hizo su pregunta de cada caso. —¿Que qué me dices, Manuel?
—Lo que usted. Que lo entiendo todo menos «la problemática del contexto», como decía aquel notario amigo suyo. —Ha pasado más de media hora y el tío sigue sin estremecerse, creo que es igual al de San Juan. —Esto de averiguar por qué se duerme la gente no se le ha presentado a ningún detective del mundo… A ver qué dice éste cuando se despierte. —Mira que como se calle también… ¿Y por qué lo habrán puesto aquí al lado de éste, el espectáculo del día? —¿Habrá sido para que lo veamos pronto?… A lo mejor anda por ahí algún
paisanín, como decían los asturianos, que se dedica a adormecer gente para divertirse. —Y para tomarnos el pelo a nosotros dos. —Hombre, Manuel, no seas tan suspicaz. —¿A que no sabe usted, don Lotario, qué tiene este dormido igual que el otro, el de San Juan, El Toledano? Don Lotario, después de examinarlos con detenimiento, dijo: —No caigo, Manuel. —En que éste, como aquél, va muy repeinado y lleva fijador. —¡En qué cosas caes, Manuel!
El ingeniero, al oír reír a los guardias abrió un poco los ojos…, pero en seguida dobló la cabeza y se durmió, o se hizo otra vez el dormido, como sospechó Plinio. —Venga con él. —No lo llevéis tan abierto de piernas, no se le vaya a caer algo de la «entre» —dijo el cabo. Los guardias volvieron a reír, pero el ingeniero ni se estremeció. —Como éste siga empeñado en no moverse de aquí los días que vienen, le acabarán dejando al lado… o encima, Dios sabe qué. Detrás de los cuatro guardias que
llevaban entre carcajadas al dormido número dos, con los brazos y las piernas bien abiertas, iban Plinio y don Lotario, dándole entre guiños de amargura, chupadas a los primeros cigarros de aquel día sin empezar. —Dejadlo sobre el sofá de mi despacho. —Sí, jefe. A su sofá…, digo a sus órdenes. —Ha amanecido gracioso hoy este cabo —dijo don Lotario. —Es que los Cerezos amanecen así, don Lotario… Todavía no son las cinco de la mañana, Manuel. —Fíjese usted, hasta que llegue la
hora de las cervezas ¿qué no habremos visto si siguen así las cosas?… Un novio en huelga de hambre y un dormido durante ocho horas a su lado. Entraron en el despacho. Plinio se sentó en su sillón y don Lotario en la silla de enfrente. —Oye, a lo mejor podíamos echarnos un sueñecillo hasta las nueve, la hora de la Rocío, y de despertarse éste, poco más o menos, si lleva en el cuerpo el mismo bebedizo que el otro. —Pues probemos. Cierre un poco la ventana, y ¡hale! —Es curioso, Manuel, pero así que Cerezo me explicó por teléfono lo de
este dormido, pensé en el de San Juan. —Y yo. Por eso vine tan rápido…, pero sin idea de que se repitiese el fijador. —Estuve seguro que tú venías y pensando en lo mismo… menos en el fijador. —Venga, a ver si dormimos, pero sin bebedizos, como usted dice.
Don Lotario con cara de querer roncar y Plinio de bruces sobre la mesa, junto al dormido forastero, hecho un burujo en el sofá, estuvieron un buen rato. A aquella hora ya no les cuajaba nada más que la idea de desayunar en la buñolería, que todavía estaba cerrada.
De modo que después de media hora de silencios y cierres de ojos forzados, se levantaron, le echaron otro vistazo al forastero que llamaron «camionero elegante», que seguía igual, dormidísimo, hecho un cuatro, y con la sonrisa, y salieron a la puerta del Ayuntamiento. El policía de guardia dormitaba en el banco del portal y estaba encendida la luz del cuarto de guardia, donde también dormitaban el cabo Cerezo y los otros hasta la hora que sería el relevo. —Y el novio ingeniero sigue «en el puesto que tiene allí»… Pero oye, Manuel, parece que lo han tapado. Fíjate
tú que tienes mejores ojos que yo. Plinio entornó los ojos y miró hacia la iglesia, cuyas piedras ya clareaba la prima mañana. —Sí, parece que le han echado algo. Vamos a acercarnos un momento. —¿No se despertará el otro? —Qué va, Manuel. Todavía le falta. Venga. Cruzaron la plaza a buen paso. —Qué buen invento fue el de dormir por la mañana temprano con el frío que hace, Manuel. —Y… en las siestas con el calor. —Vaya… El ingeniero seguía sobre el sillón,
igual de dormido y doblado que antes, pero cubierto con una gabardina. —Alguna de la vecindad, que le ha dado lástima. —Apenas cuaje la mañana esto se vuelve a llenar de gente para ver el espectáculo. Poco a poco empezaron a pasar coches, camiones, motocicletas y tractores. —Digan lo que quieran, en estos tiempos los bares y las buñolerías las abren a unas horas muy señoritas —dijo don Lotario con boca reseca. —Todo tira más hacia la discoteca que hacia la buñolería… ¿Y con qué
habrá soñado este pobre hombre en su noche de no boda? —A lo mejor ha soñado que dormía tan tranquilo como está durmiendo, porque al fin ha ocurrido lo que toda su vida temió que ocurriría cuando llegase la hora. —Manuel, de pronto dices cosas que lo dejan a uno turulato… Como si fueses todavía más listo de lo que eres. Plinio no pudo contener la sonrisa. —Es un decir, porque como usted, no sé lo que ha pasado. Así estaban las cosas cuando se detuvo un coche frente al casino. De él se bajó Felipe, el hermano del
ingeniero, su hermana, su cuñado y Juan, el vecino de toda la vida. Como satisfechos de ver a Plinio y don Lotario, junto al novio dormido, avanzaron muy despacio hacia la puerta de la iglesia. El sol ya asomaba por la calle de Socuéllamos a ras de suelo y ruedas. —Buenos días, Manuel y don Lotario… ¿Sigue dormido? —Ya veis. —Se habrá tomado la pastilla, como todas las noches de su vida —dijo la que no llegó a ser monja. —Ya me extrañaba a mí. —Sí, don Lotario. Nunca estuvo
enfermo, pero la pastilla para dormir… —¿Le trajisteis vosotros la gabardina? —Sí, se la traje yo, Manuel —dijo Rosa, la hermana. —¿Y ahora qué plan traéis? —¡Qué plan vamos a traer, Manuel! Ver la manera de que se vaya, sea como sea. No puede hacer hoy otro circo aquí… Ahí tiene el coche con todo el equipaje… Nos lo llevamos por las buenas o por las malas, que si no hoy aparece hasta en la televisión. —¿Y la familia de la novia? Se miraron entre sí los de la parte del novio y al fin dijo Felipe:
—Se han marchado hace un rato, ¿qué iban a hacer aquí? —¿Y se han despedido? —preguntó Plinio tímidamente. —Sí, anoche. —¿Y adónde han ido? —Ellos han dicho que a su tierra. —¿Y tan tranquilos? —Sí, Manuel. Muy tranquilos. Todo estaba preparado entre ellos más que una Semana Santa. —¿Desde cuándo? —Yo calculo que desde después de comer. —Ya, ya. —¡José!, ¡José! —empezó a
vocearle Felipe, al tiempo que lo zarandeaba. —¿Qué?, ¿qué? —dijo el ingeniero abriendo mucho los ojos y mirando en redondo. Ya había algunas gentes paradas entre la iglesia y el casino, con buñuelos y cestos en la mano. —¿Ha vuelto? ¿Ha vuelto? —dijo el novio, reaccionando al fin. —No…, José —dijo la hermana—. No ha vuelto, ni volverá. —Venga, ahí tienes el coche con todo preparado. Callado y mirando al suelo, movió la cabeza echando «noes».
—Te marchas, José. No es posible que sigas aquí. Volvió a negar con la cabeza. —Por la memoria de nuestros padres, te lo pido… Por ti, por tu misma carrera, por el espectáculo que vas a dar en toda España. —No, no y no. —Pues si no quieres por las buenas, por las malas. Venga, ¡ayudadme! —dijo cogiéndolo de un brazo y animando a sus familiares. —Pero vamos a ver, José — intervino Plinio. —No tenemos que ver nada. Usted a lo suyo… Le juro que no me voy de aquí
hasta que no vuelva Covadonga. —No te vas a ir, pero te vamos a llevar. ¡Venga! ¡A lo dicho! Y entre los cuatro lo sujetaron y, cuando estuvo inmóvil de pies y manos, Felipe sacó una cuerda que llevaba debajo de la chaqueta y le metió la lazada por la cabeza hasta atarle los brazos… —Que no, que no, que no… Se notaba que los cuatro familiares y amigos llevaban la operación bien pensada, porque sin decirse nada fueron atándolo de pies a cabeza hasta quedar el novio hecho un verdadero paquete. Y ya había un corro bastante nutrido
de gentes contemplando sorprendidas y en el fondo aprobando la operación, aunque sin la menor risotada o comentario. José, bien ceñido por las cuerdas, totalmente inmóvil, parecía otro y como con la cabeza en otra parte, resignado. —¡Listos! Vamos con él al coche — dijo Felipe. Y alzándolo entre los cuatro, en posición de sentado, por el pasillo que les abría el personal fueron hacia el coche. Rosa, que se adelantó, abrió la puerta trasera. Lo tumbaron sobre aquel asiento. En el borde, junto al atado, se sentaron el cuñado y el vecino. Y
delante, Felipe y la hermana. —No ha habido más remedio, Manuel —le dijo Rosa—, compréndelo. —¿Y por qué no lo despertasteis entonces? —Por si se podía hacer todo por las buenas. Nos quedaba alguna esperanza… Él siempre fue un hombre muy normal, pensábamos.
Pero no sé qué ha pasado. Todo ha sido de golpe, como un ataque. Arrancó el coche y echó por la calle de Socuéllamos. —A ver dónde meto yo ahora el sillón este —dijo Recinta a Plinio, como pidiéndole ayuda.
—Déjalo aquí en el Ayuntamiento hasta que puedas mandar a por él. —Muchas gracias, Manuel. Menos mal que todo ha salido como pensamos. Cogieron el sillón entre Plinio y don Lotario y echaron plaza adelante, mientras Recinta se iba con la gabardina colgada del brazo. —Haced el favor, dejad este sillón ahí en el cuarto pequeño hasta que manden por él… ¿Dónde está Cerezo? —Jefe, Cerezo marchó. Ya hemos hecho el relevo. Plinio, como movido por un presentimiento, se lanzó hacia su despacho, abrió la puerta y sin entrar,
miró. —¿Se ha despertado ya, Manuel? — dijo don Lotario, que estaba tras él sin poder ver lo que pasaba. —Sí…, despertó y se largó. —¡No me digas! —A la vista está. Entre sueños, relevos e ingenieros empaquetados, el camionero se pudo ir a sus anchas, si es que le apetecía, o aburrido de que nadie le hiciera caso. —Vaya mañana… —Vaya dos días enteros, querrá usted decir… para no hacer nada útil ni dormir. —¿Y qué hacemos, Manuel?
—Qué quiere usted que hagamos, callarnos, como difuntos… e irnos a desayunar a la Rocío, que ésa no falla. —Y que lo digas. ¿Pero por qué habrá huido el camionero? —… Por lo mismo que se calló El Toledano… Despertarse en el despacho del jefe de la Policía Municipal, sin nadie que te vigile, sin que nadie te conozca y seguro que sin ganas de contar lo que te ha sucedido, como lo ocurrido al de San Juan, pues tirado. —Es verdad. ¿Y por qué se te ocurre a ti que no quieren hablar estos dormidos? —Ah, sé tan poco de eso como del
Arribatasuna. —Venga, que te conozco las ganas de comer churros y de echar el primer cigarro con el estómago lleno. —Eso, que ya sabremos por qué se callan… Aunque más difícil es saber por qué se calla la gente, que por qué larga.
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