Plinio, con las manos en la espalda
y el cigarro entre los labios, miraba a la
plaza por el ventanal de su despacho.
Cuando estaba ocioso o esperaba algo,
le gustaba mucho observar a los que
iban, venían o perneaban. Mejor dicho,
le gustaba pensar, echando ojeos
distraídos a los placeros… Salvo, claro
está, que ocurriese algo muy llamativo
como al solespones de aquella tarde de
octubre.
Y fue que vio venir en total
derechura al Ayuntamiento a Meliana
Quiralte, aquélla que le dio un cierzo
años pasados y creía ver el retrato de su
pobre padre en el embozo de la cama las
noches que daba cumplimiento a su
deber matrimonial. También aseguraba
tener avisos ultraterrenos en las horas
graves. Y para mayor gracia, afirmaba
que las muelas se le caían sin dolor.
«Estoy comiendo, fíjese usted, y salen
solicas».
Pero cuando Meliana Quiralte
estuvo a metro y medio de la puerta del
Ayuntamiento, miró con fijeza el portal
donde cigarreaban los guardias, y dando
media vuelta, súbita desanduvo lo
hecho, y desapareció calle de la
Independencia adelante…
A los quince minutos recruzó la
plaza telenda, todo exactamente igual
que antes. Y a la tercera vez que operó
de aquella forma tan obsesa, Plinio,
asomándose a la ventana, le dijo:
—Meliana, ¿quieres algo?
Quedó transmutada, como si le
hablara la cara de su padre retratada en
el embozo. Y con el rostro un poco
vuelto y los ojos revirados, se acercó a
la reja por donde asomaba el jefe.
—Que si querías algo, Meliana.
—Sí… —dijo, echando mucho la
cabeza atrás como si algún invisible
quisiera cogerla del cuello por la
empuñadura de la nuez—, quiero de
—Pasa, pasa y explícate.
—No, no paso ni me explico. Que
mi marido ha cometido un suicidio, y ya
está.
—¿Pero cómo?
—Dándose un navajazo en el
comedio del cuerpo y dejándose caer
luego por las escaleras de la cueva.
—¿Y qué motivos tenía para
suicidarse?
—Los que todos tenemos. Ya estaba
harto de ver caras.
Meliana Quiralte, aunque
cincuentona, conservaba suntuoso el
arranque de la cadera, y las piernas muy
bien concebidas. Le amortiguaban la
cara las arrugas naturales de la edad,
pero todavía entornaba los ojos
parpadeando promesas y hablaba con
los labios muy ensalivados.
—Espera, que voy contigo.
Bajó Plinio ciñéndose bien el
cinturón de la pistola y emparejado con
la Quiralte echaron por la calle de la
Independencia, camino de la del Monte,
donde ella vivía. Iban a buen paso.
Meliana, aldeando resoluta. Plinio, con
la malicia presta.
—Y se ha empeñao en matarse
justamente el último día de la vendimia.
No creas que… En las vísperas de coger
los cuartos. Cuando acabamos de comer,
se fue a la cueva a ver si fermentaba la
última tinaja. Y según la cuenta no llegó
a bajar. Se metió la navaja en el bajo
vientre. ¡No creas que el rodal que fue a
escoger! Y cayó rodando por los
escalones.
—¿Y a qué hora coméis vosotros?
—A la una o así.
—¿Y cómo vienes a dar parte a las
ocho?
—¿Eh…? ¿Qué más da? El caso es
que he venido. ¿O no?
—Sí, pero algo tarde.
—Pobre Arnaldo. ¡Con las cosas
que me tenía hechas…! Sin estar lo que
se dice gordo, era muy redondo de lomo
y tenía el pescuezo un poquillo
amoratao. Era buen hombre, no creas,
pero seco de palabra, cosero y sin un
entrecejo para el dolor ajeno.
La gente se volvía para mirarlos: a
la Meliana, con los ojos tan abiertos y el
gesto ido. Y a Plinio, sin quitarle el ojo
y con el semblante rebinatorio.
Al pasar junto a la casa de don
Lotario, a Plinio le hubiese gustado
darle un aviso, pero como la Meliana
daba cada vez pasos más acelerones, no
encontró manera.
—¡Pobre Arnaldo! El pobre se ha
quedao mucho más feo que fue sie
fue fea desde la primera cuna. Pero él
era el más feo de todos. El más feo y el
más mulo. ¿Tú sabes, Manuel, lo triste
que es pasarse toda la vida junto a un
Panizo? Abrías los ojos por la mañana y
te encontrabas con el Panizo. A todas las
horas del día con el Panizo delante,
enseñándote los dientes amarillos, y
aquellas canillas de sarmiento que le
salían bajo los zaragüelles… Todas las
noches junto al Panizo, sintiéndole los
ronquíos y el zurrar de las tripas.
Ahora, Meliana se reía sola. Se reía
sola y alto. Mayormente al pasar junto a
las portadas de Bolós dio una carcajada
bastísima.
—De verdad, Manuel, que llegó un
momento en que estaba harta de Panizos
y todas las mañanas me subía al
caballete del tejado para sentir el aire y
ver otras cosas y otras personas que no
fueran Panizos. Pobre Arnaldo. Cuando
me casé con él, hace treinta años, tenía
unos ademanes muy mocetes y contaba
las cosas muy de prisa. Creí que iba a
ser así toda la vida. Siempre lo quise a
mi manera, ¿sabes?
Cuando llegaron ante la casa,
Meliana calló. Cambió el gesto, y
sacando la llave grande del bolsillo del
mandil abrió la portada. Ya dentro del
corral perdió el brío y se movía remisa.
De pronto dijo como en soliloquio:
—El pobre, al sentir el hierro en las
entrañas, puso la cara muy dolorida,
pero en seguida se le deshizo el gesto,
porque cayó redondo por la escalera.
—¿Y dónde estabas tú, Meliana,
cuando cometió el suicidio tu marido?
—¿Yo…? Fue una suerte, no te
creas. Porque las puñaladas en esa parte
no siempre matan al contao. Pero a éste
no le duró el aliento más que el grito
primero. Rápido, cayó difunto…, ya
digo, por las escaleras abajo.
—¿Que dónde estabas tú, Meliana,
cuando se mató tu hombre, para verlo
con tanto detalle?
—¿Yo…? ¡Ay, y qué Manuel éste…!
Y cayó mismamente como dando
pingotas, sonándole la cabeza sobre
cada escalón, como un mazo: zas, zas,
zas. Yo estaba allí, Manuel. Yo estaba en
la cocina cuando él se tiró. Yo estaba,
sabes, recogiendo las cosas y quitando
las migas…
Plinio, sin decir palabra, fue hacia
la cueva. Junto a la piquera abierta, con
las cales manchadas de mosto, se veía el
remolque que trajo las últimas uvas de
aquella vendimia de los Panizos.
Plinio desentornó la puerta de la
cueva. Se notaba un leve aliento a tufo.
Bajó con una cerilla encendida, por si
había peligro. En casi todos los
escalones, gotas de sangre. Como la
escalera era muy pina y de bordes
agudos, el cuerpo de Arnaldo debía
estar muy maltrecho. Plinio bajaba muy
despacio, mirando la llama de la cerilla
y las gotas de sangre.
Abajo, bastante apartado de la
escalera, junto al pie del empotre,
estaba Arnaldo, boca abajo, en una
postura caprichosa y arrugada. La
navaja se había salido de la herida justo
al llegar al último escalón. Plinio, por
hacer algo, le puso los dedos en la
frente. Estaba ya completamente frío.
Meliana, muy lentamente, empezó a
descender. Se la veía a contraluz, con
los hombros alzados, pensando cada
escalón. Plinio la aguardaba con toda la
cara hecha puchero de tristeza
contenida. Ella se detuvo tres o cuatro
escalones antes.
—Pobre Arnaldo. Era un buen
hombre. Y fue un buen marido. Créeme,
Manuel. Un marido cabal.
—Ya lo sé, pero tienes que
acompañarme al Juzgado, Meliana.
—¿Para qué, Manuel? ¿Qué culpa
tengo yo de que haya cometido un
suicidio?
—Anda, vente y allí hablaremos…
Se lo tienes que contar al juez.
—Tú no sabes, Manuel, lo que era
vivir con un Panizo toda la vida. Toda la
vida, de día y de noche… con aquellas
canillas tan finas y los dientes
amarillos… Los que somos viejos,
Manuel, morimos mucho antes del día de
nuestro entierro… ¿Lo sabías?
—Sí… Y también sé que
envejecemos mucho antes de caer en la
cuenta de que hemos envejecido.
—Mi marido estaba muerto hace
muchos años, Manuel…, y yo te doy mi
palabra de que estaba en la cocina
recogiendo las cosas y quitando las
migas cuando él…
Ahora subían lentamente por la
escalera. Con la luz del crepúsculo
sobre las caras.
Abajo, tras el último escalón, entre
las sombras quedaba el cuerpo de
Arnaldo Panizo.
—Tú no sabes lo que era vivir con
un Panizo… Pero yo estaba recogiendo
las migas cuando él…
Entre las sombras del anochecido
desanduvieron el camino sin hablar.
Cuando llegaron a la puerta del Juzgado
ya los acompañaba un grupo muy
numeroso de placeros bacines.
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