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HIMNO A TOMELLOSO

domingo, 11 de febrero de 2018

El caso mudo y otras historias de Plinio - Las desilusiones de Plinio.



Al gran pintor Paco Arias, que me contó parte de esta historia.

El día 17 de diciembre enterraron a Nicomedes Azpeitia, aquel vasco grandón que fue tratante de mulas y hace poco se compró un piso en Madrid. Plinio, el jefe de la Guardia Municipal de Tomelloso (G. M. T.) y su ayudante y concorde, don Lotario, el veterinario, estuvieron en el velatorio, aunque no tenían con él amistad mayor. Pero algunas tardes Nicomedes Azpeitia solía caer por su tertulia del San Fernando. Nicomedes Azpeitia no tenía amistad continua y precisa con casi nadie, pero todos se reían mucho con él. Siempre tenía salidas que no eran del estilo del pueblo, más bien vascas, pensaban los contertulios, y por eso hacía más gracia. Otras veces, muchas, se quedaba serio sin venir a cuento. Ya digo, era hombre que sorprendía mucho y gustaba a ratos. El velatorio fue más bien aburrido porque no hubo grandes lloros ni se dijeron chistes. Mucho fumar y mucho bostezo, pero sin especial aquél.

Cuando a las tres de la madrugada, Plinio y don Lotario se dieron por cumplidos, ya en la calle, lo único que recordaban es que la caja del muerto era muy grandona y estaba colocada, casi empotrada, en una habitación más bien mísera. No pobre, entiéndeme, sino mísera de hechuras. Iba desde la misma puerta hasta el tabique endomingado con paños negros y un crucifijo muy resobado. No había manera de entrar al rezo del cadáver como no se saltase uno los pies del féretro. Todos los del velatorio pensaban extrañados por qué habían puesto allí al muerto, ya que la casa tenía otras habitaciones más grandes.

Otra cosa que comentó don Lotario fue que Nicomedes, así, muerto, no tenía cara de vasco. La había perdido. Podía pasar por uno de Villarrobledo, pongo por caso. —Claro que sin la boina de tanto vuelo que siempre llevaba… —Desengáñate, Manuel, y déjate de boinas. Es que se le ha puesto la cara muy corriente. —Claro que tampoco estaba colorao como solía cuando vivo. Con la última pena se le fue el color. —Tampoco es eso, Manuel. Yo creo que Nicomedes, como llevaba muchos años en el pueblo, estaba muy amanchegao por dentro y no le ha salido hasta la hora del acabóse. Lo enterraron el día 17 de diciembre y el 22, claro, fue el sorteo de la lotería Plinio después de cenar iba a su tertulia del Casino de San Fernando con el cuello del capote bien subido, las manos en los bolsillos y el pito en la boca, se encontró dos hombres también muy engabanados, justo en la esquina de la calle de don Evaristo. —Manuel, a su casa íbamos. Plinio los miró a ras de visera. —¿Pues qué pasa?
Eran los yernos de Nicomedes Azpeitia, el que enterraron el día 17. 

Los dos tomelloseros de medio pelo. Las hijas de Nicomedes el bilbaíno sobresalían mucho del demás hembraje de Tomelloso. Altas, más bien delgadas. Una sobre todo. Con los ojos azules, rubiascas. Tirando a inglesas y con no sé qué distinción natural. Miraban muy serenas y aristocráticas. El día del entierro, de luto completo, con aquellos ojos clariones y el pelo color pulsera, tan pálidas y enrosadas a la vez, imponían mucho respeto. Respeto extranjero, tú me entiendes. Junto a las del pueblo, más bien culibajas, pelioscuras y que manoteaban mucho al hablar, las hijas de Nicomedes, tan altas y lisas; tan rubias, azules y rosa, eran un regalo a los ojos. Pero se casaron con aquellos dos que no eran nada del otro mundo. Morenos y corrientes que andaban siempre con las manos metidas en los bolsillos del pantalón.

Los yernos de Nicomedes, por aquello del luto, no querían pasar a ningún bar ni casino, de modo que Plinio los llevó a su despacho de la G. M. T. en el Ayuntamiento, que a aquellas horas siempre estaba destempladillo. Los yernos del vasco no sabían cómo empezar. Perifraseaban mucho pasándose las manos por la boca y mirando a los rincones. Uno sobre todo, que el otro miraba al suelo más bien y tenía ambas manos entre las ingles. Plinio, sin apearse el capote ni la gorra, inclinado sobre la mesa y con los brazos cruzados sobre la carpeta, esperaba el «caso». Los miraba fijo. El yerno mayor, Lorenzo, el de las manos en las ingles, sacó un cigarro con mucho compás de actitudes. El yerno menor, Ceferino, encontró remedio en prender el pito. Plinio pensaba en su tertulia del San Fernando. Don Lotario estaría impaciente y seguro que lo llamaba por teléfono. Plinio decidió no preguntar a los yernos de Nicomedes. Ya soltarían ellos. Sabía que era preferible dejar a los denunciantes que se friesen en su propio aceite. Plinio preguntaba luego por sorpresa, ya en el curso de la denuncia.

Cuando Plinio llegó al San Fernando una hora después de su costumbre, don Lotario quedó mirándole con interrogatoria suspensión. El jefe se quitó el capote, se sentó entre el veterinario y Justo Espinosa y se limpió la ceniza de un cigarro antiguo que le quedaba sobre la pechera de la guerrera azul. En la tertulia no había conversación de mayor porte. Justo Espinosa dijo un par de veces que hacía bastante fresco. Ángel García se limpió las gafas con un pañuelo muy blanco y don Isidoro Márquez, bien despatarrado sobre su asiento, un codo sobre la mesa y el otro en vuelo, hojeaba un periódico de la noche. Manolo Perona trajo el café al jefe y le dijo como siempre:
—¿Qué tal, Manuel?
Plinio no le contestó porque pensaba en las hijas de Nicomedes Azpeitia. 

Él, que propendía a las mujeres prietas y morenas y si era preciso con pelos negros en las piernas, siempre sintió raros pálpitos cuando veía a aquellas claridades altas, con los ojos tan miraderos y pausados, tan suaves y lejanos. Seguro que ellas, sobre todo una, por su estatura, debían abrazar con mucho poder, con mucho dominio del terreno. Abrazo femenino se entiende, pero cubridor, abarcador, remontado. Mujeres de culo liso, piernas largas y el cutis con el colorcillo de la rosa. Mujeres trigales y serias, de caricia silenciosa y larga… Plinio sintió un culebreo en el espinazo con aquellas imaginaciones y para despabilarse, se estosió y tomó un trago de café. Mujeres trigales en la puesta del sol… junto a las aguas del viejo Atajadero, entre el tomillo. Tan calladas. Con la caricia larga y musitada. Coño. Tomó otro trago de café.

A la una casi, como siempre, deshicieron la tertulia. Plinio y don Lotario se quedaron rezagados.
—¿Qué pasa?
—Que en este pueblo ocurre lo que en ningún otro sitio. 
Resulta que Nicomedes Azpeitia, el ex muletero, estaba apuntado a un número de lotería. 
Todos los sorteos, desde qué sé yo los años, jugaba al mismo. Se lo mandaban de una administración de Bilbao… Y encima. ¡La leche! ¿Y están ciertos? —Parece que sí. Nicomedes tenía la costumbre de toda su vida de meterse la lotería en el bolsillo interior del chaleco que llevaba puesto. Como no aparece en ningún chaleco, suponen que llegó un día de fiesta, que estaba majo y en el traje nuevo que se quedó. Y es un montón de millones.
—¿Y qué van a hacer?
—Hombre, les he dicho que pidan permiso para sacar el cadáver. Es lo propio. No van a dejar que los gusanos se almuercen ese capital.
—¿Y tú qué pito tocabas en ese entierro?
—Ya sabe usted. Como todos me consultan a mí.
—Ya.
—Pero no conviene decirlo. Ya sabe usted cómo es la gente. Haremos la cosa muy en secreto… Aunque claro que acabará sabiéndose.
—Eso es seguro.

A las nueve de la mañana del día 24 de diciembre, las hijas, los yernos de Nicomedes, el secretario del Juzgado, Plinio y don Lotario, se personaron en el cementerio. Los dos últimos, como muy bien se sabían ellos, estaban allí por puritica bacinería, que ninguna pesquisición del oficio venía al caso. El camposantero, apartándoselo mucho de los ojos, leyó el papel que le entregó el secretario.
—¿Pues qué pasa?
—Nada, que parece que el pobre difunto llevaba algo en el bolsillo — aclaró el secretario. —Cuando veo un amortajao con traje, siempre lo digo. ¿Le han registrao bien? Pero si quieres. La gente, con las asuras, no repara en eso… Y a uno de Valdepeñas, hará cosa de seis años, lo enterraron con el testamento en el bolsillo.
—Pero bueno, el notario tendría otro —aclaró el secretario que era muy comedido.
—No, señor, no había más que ése, que era de carta.
—Ológrafo.
—Eso, de carta.
Y sin más prólogos, tomó la escalera de mano y la picola y se fueron todos hacia la galería donde estaba el nicho de Nicomedes.

A las dos hijas, cubiertas con los mantos negros, les resaltaba más la estatura, el claror del pelo y el espejo marino de sus ojos. Andaban con las cabezas un poco inclinadas y se oía mucho su taconeo sobre las baldosas de la galería. «Así, de negro, están más buenas todavía, más distintas. Y se adivina mejor ese compás de piernas tan esbelto. A estas jaras les va muy requetebién el cementerio». Don Lotario, que iba junto a ellas, apenas les llegaba al hombro. Los yernos, las manos en los bolsillos del abrigo, iban en silencio y emparejados. Se les notaba que las corbatas negras iban a estreno. «Éstos son tan brutos que no saben lo que tienen en casa».

El enterrador, subido en la escalera —el nicho estaba a unos dos metros de altura— comenzó a golpear con la picola sobre las rasillas, todavía sin cobertura de lápida. En aquel silencio de mañana y camposanto, se oía el golpeteo de la picola y el ruido que hacían los trozos de rasilla al caer sobre el enlosado. Pronto apareció la cabecera de la caja color caoba. Descubierto el portillo, el camposantero quedó mirando el féretro para ver la manera de sacarlo sin mayor deterioro. —Vosotros, buenos mozos —dijo al fin a los yernos— poner los brazos en alto para recibirla que yo tiro de ella. En la mañana transparente, el cementerio no parecía cementerio. Había sobre sus mármoles y cruces no sé qué alegría de mucho y claro cielo, del sol clarión y fino, que todo lo superaba y hacía jubiloso. Hasta los cipreses, civilones, tenían aire abandonón y acariciante. Una mujer limpioteaba una tumba bajera. Ramos de pájaros piadores cruzaban el espacio. Otros, saltarines, picaban entre fosas y lápidas tumbarias. Un asomo de la primavera se notaba en cierta desmaterialización de las cosas, en no sé qué sombras delgadas y flexibles, rizadas por el viento cariciero. Pusieron la caja en el suelo con gran esfuerzo y quedaron todos un poco irresolutos. Todos menos el enterrador, que pasándose la mano por la frente preguntó:

—¿Os habéis traído la llave?
La más alta de las rubias la sacó del
bolso con su mano larga. El airecillo
maganto le encenizó los labios
dejándoselos de la gama de los ojos
claros. Plinio suspiró.

El camposantero, puesto en cuclillas —la blusa azul perdido la arrastraba ahora por el suelo— abrió con tiento las dos cerraduras y levantó la tapa tomándola del cabezal. Una peste espesa echó el cuerpo muerto. Todos hicieron un guiño de náuseas y alguno dio un paso atrás… Las rubias, no. Erguidas, las narices prietas y el gesto parado. —Esperen que se airee un poco — dijo el tumbario medio empantallado con la tapa de la caja del catafalco. El muerto tenía el rostro más aplastado, más yeso, verdoso, menos vasco. Y la barriga bombiza. Las dos manos cruzadas sobre el pecho parecían una sola pieza por lo bien acuñadas y amarillas. «Ya no parece absolutamente nada vasco, Nicomedes. Cómo come el terreno. Cómo iguala toda ponderación y divergencia. Cómo todo lo hace materia pareja. De idéntico origen y fenecimiento».

El aire leve le meneaba el pelo, el mechón de pelo que le quedó de siempre. Vinoso y ralo. Borlilla suave. Única movición de su tiesura, de su estar material. La hija más alta se puso de rodillas y rezó corto. Seguido, con cierto respeto, intentó entrar la mano por la pechera del chaleco de su padre. Pero sólo pudo introducir las yemas de los dedos. Tenía Nicomedes las manos cruzadas con tal obstinación sobre el pecho, que no había forma. 

Volvió sus claros ojos hacia los otros, como pidiendo consejo. El marido se reclinó e intentó meter la mano, apretando mucho, enclavijando los dientes, pero tampoco pudo. El muerto estaba muy fraguado. —Eso ya lo sabía yo —dijo el camposantero—. Los muertos se cierran mucho en banda. La hija intentó entonces meter la mano por la parte baja del chaleco. Pero no llegaba tampoco al bolsillo. —La carne fría es muy terca. Pero que muy terca. Ya lo sabía yo. Los dos yernos se miraron como si coincidiesen sus pensamientos. —Venga —dijo el más cetrino. Y cada uno, con ambas manos, agarraron a Nicomedes por la barra que formaban los brazos cruzados… Pero tampoco conseguían nada. Levantaban todo el cuerpo a la vez. —Eso también lo sabía yo. No hay más remedio que tirar de los brazos hacia abajo, hasta romper el tirante que forman. Venga, yo sujeto el cuerpo por el pecho y vosotros tirar de los brazos hasta que casquen. —El enterrador, dejándose caer al peso, puso ambas manos sobre el rodal del esternón del muerto y los dos hombres, como si tirasen de un carro, empezaron a tirar hacia sí de las manos cruzadas. Plinio se volvió de espaldas con el pretexto de echar un cigarro.
—¡Tirar más, coño!
Se oyó un crujido y luego una especie de pistonazo, blando, fofo. —Ya está.

Sintió que las dos mujeres se aproximaban a la caja.
—Aquí, aquí está, míralo.
—Echa la llave.
—No hace falta.
Cuando Plinio se volvió, entre los yernos y el hombre del cementerio, volvían la caja a su sitial. 

La rubia más alta, de un sobre azul muy combado, había sacado un décimo de lotería que todos miraban. A ella le caía una crencha rubia sobre la frente, desmandada por el esfuerzo. A las dos, leyendo el décimo, se les inflamaba la nariz aristocrática. Y apretaban los labios.
Plinio y don Lotario se quedaron zagueros. Las dos rubias y los yernos, emparejados, se adelantaron a buen paso por las largas galerías. El camposantero quedó amasando yeso para recerrar el nicho. El secretario se fue a rezar a un propio.
Plinio miraba con una rúbrica amarga de sus labios las esbelteces rubias que, allá lejos, taconeaban sobre las baldosas. Los pájaros seguían su cantata rauda.
—Qué leche de vida.
—Iremos a la bodega de Braulio a que nos dé un trago para acabar de pasar la mañana —propuso el veterinario.
—Sí, vamos.



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