Al gran pintor Paco Arias,
que me contó parte de esta
historia.
El día 17 de diciembre enterraron a
Nicomedes Azpeitia, aquel vasco
grandón que fue tratante de mulas y hace
poco se compró un piso en Madrid.
Plinio, el jefe de la Guardia Municipal
de Tomelloso (G. M. T.) y su ayudante y
concorde, don Lotario, el veterinario,
estuvieron en el velatorio, aunque no
tenían con él amistad mayor. Pero
algunas tardes Nicomedes Azpeitia solía
caer por su tertulia del San Fernando.
Nicomedes Azpeitia no tenía amistad
continua y precisa con casi nadie, pero
todos se reían mucho con él. Siempre
tenía salidas que no eran del estilo del
pueblo, más bien vascas, pensaban los
contertulios, y por eso hacía más gracia.
Otras veces, muchas, se quedaba serio
sin venir a cuento. Ya digo, era hombre
que sorprendía mucho y gustaba a ratos.
El velatorio fue más bien aburrido
porque no hubo grandes lloros ni se
dijeron chistes. Mucho fumar y mucho
bostezo, pero sin especial aquél.
Cuando a las tres de la madrugada,
Plinio y don Lotario se dieron por
cumplidos, ya en la calle, lo único que
recordaban es que la caja del muerto era
muy grandona y estaba colocada, casi
empotrada, en una habitación más bien
mísera. No pobre, entiéndeme, sino
mísera de hechuras. Iba desde la misma
puerta hasta el tabique endomingado con
paños negros y un crucifijo muy
resobado. No había manera de entrar al
rezo del cadáver como no se saltase uno
los pies del féretro. Todos los del
velatorio pensaban extrañados por qué
habían puesto allí al muerto, ya que la
casa tenía otras habitaciones más
grandes.
Otra cosa que comentó don Lotario
fue que Nicomedes, así, muerto, no tenía
cara de vasco. La había perdido. Podía
pasar por uno de Villarrobledo, pongo
por caso.
—Claro que sin la boina de tanto
vuelo que siempre llevaba…
—Desengáñate, Manuel, y déjate de
boinas. Es que se le ha puesto la cara
muy corriente.
—Claro que tampoco estaba colorao
como solía cuando vivo. Con la última
pena se le fue el color.
—Tampoco es eso, Manuel. Yo creo
que Nicomedes, como llevaba muchos
años en el pueblo, estaba muy
amanchegao por dentro y no le ha
salido hasta la hora del acabóse.
Lo enterraron el día 17 de diciembre
y el 22, claro, fue el sorteo de la lotería
Plinio después de cenar iba a su tertulia
del Casino de San Fernando con el
cuello del capote bien subido, las manos
en los bolsillos y el pito en la boca, se
encontró dos hombres también muy
engabanados, justo en la esquina de la
calle de don Evaristo.
—Manuel, a su casa íbamos.
Plinio los miró a ras de visera.
—¿Pues qué pasa?
Eran los yernos de Nicomedes
Azpeitia, el que enterraron el día 17.
Los dos tomelloseros de medio pelo.
Las hijas de Nicomedes el bilbaíno
sobresalían mucho del demás hembraje
de Tomelloso. Altas, más bien delgadas.
Una sobre todo. Con los ojos azules,
rubiascas. Tirando a inglesas y con no sé
qué distinción natural. Miraban muy
serenas y aristocráticas. El día del
entierro, de luto completo, con aquellos
ojos clariones y el pelo color pulsera,
tan pálidas y enrosadas a la vez,
imponían mucho respeto. Respeto
extranjero, tú me entiendes. Junto a las
del pueblo, más bien culibajas,
pelioscuras y que manoteaban mucho al
hablar, las hijas de Nicomedes, tan altas
y lisas; tan rubias, azules y rosa, eran un
regalo a los ojos. Pero se casaron con
aquellos dos que no eran nada del otro
mundo. Morenos y corrientes que
andaban siempre con las manos metidas
en los bolsillos del pantalón.
Los yernos de Nicomedes, por
aquello del luto, no querían pasar a
ningún bar ni casino, de modo que
Plinio los llevó a su despacho de la G.
M. T. en el Ayuntamiento, que a aquellas
horas siempre estaba destempladillo.
Los yernos del vasco no sabían cómo
empezar. Perifraseaban mucho
pasándose las manos por la boca y
mirando a los rincones. Uno sobre todo,
que el otro miraba al suelo más bien y
tenía ambas manos entre las ingles.
Plinio, sin apearse el capote ni la gorra,
inclinado sobre la mesa y con los brazos
cruzados sobre la carpeta, esperaba el
«caso». Los miraba fijo. El yerno mayor,
Lorenzo, el de las manos en las ingles,
sacó un cigarro con mucho compás de
actitudes. El yerno menor, Ceferino,
encontró remedio en prender el pito.
Plinio pensaba en su tertulia del San
Fernando. Don Lotario estaría
impaciente y seguro que lo llamaba por
teléfono. Plinio decidió no preguntar a
los yernos de Nicomedes. Ya soltarían
ellos. Sabía que era preferible dejar a
los denunciantes que se friesen en su
propio aceite. Plinio preguntaba luego
por sorpresa, ya en el curso de la
denuncia.
Cuando Plinio llegó al San Fernando
una hora después de su costumbre, don
Lotario quedó mirándole con
interrogatoria suspensión. El jefe se
quitó el capote, se sentó entre el
veterinario y Justo Espinosa y se limpió
la ceniza de un cigarro antiguo que le
quedaba sobre la pechera de la guerrera
azul. En la tertulia no había
conversación de mayor porte. Justo
Espinosa dijo un par de veces que hacía
bastante fresco. Ángel García se limpió
las gafas con un pañuelo muy blanco y
don Isidoro Márquez, bien despatarrado
sobre su asiento, un codo sobre la mesa
y el otro en vuelo, hojeaba un periódico
de la noche. Manolo Perona trajo el café
al jefe y le dijo como siempre:
—¿Qué tal, Manuel?
Plinio no le contestó porque pensaba
en las hijas de Nicomedes Azpeitia.
Él,
que propendía a las mujeres prietas y
morenas y si era preciso con pelos
negros en las piernas, siempre sintió
raros pálpitos cuando veía a aquellas
claridades altas, con los ojos tan
miraderos y pausados, tan suaves y
lejanos. Seguro que ellas, sobre todo
una, por su estatura, debían abrazar con
mucho poder, con mucho dominio del
terreno. Abrazo femenino se entiende,
pero cubridor, abarcador, remontado.
Mujeres de culo liso, piernas largas y el
cutis con el colorcillo de la rosa.
Mujeres trigales y serias, de caricia
silenciosa y larga… Plinio sintió un
culebreo en el espinazo con aquellas
imaginaciones y para despabilarse, se
estosió y tomó un trago de café. Mujeres
trigales en la puesta del sol… junto a las
aguas del viejo Atajadero, entre el
tomillo. Tan calladas. Con la caricia
larga y musitada. Coño. Tomó otro trago
de café.
A la una casi, como siempre,
deshicieron la tertulia. Plinio y don
Lotario se quedaron rezagados.
—¿Qué pasa?
—Que en este pueblo ocurre lo que
en ningún otro sitio.
Resulta que
Nicomedes Azpeitia, el ex muletero,
estaba apuntado a un número de lotería.
Todos los sorteos, desde qué sé yo los
años, jugaba al mismo. Se lo mandaban
de una administración de Bilbao… Y
encima. ¡La leche! ¿Y están ciertos?
—Parece que sí. Nicomedes tenía la
costumbre de toda su vida de meterse la
lotería en el bolsillo interior del chaleco
que llevaba puesto. Como no aparece en
ningún chaleco, suponen que llegó un día
de fiesta, que estaba majo y en el traje
nuevo que se quedó. Y es un montón de
millones.
—¿Y qué van a hacer?
—Hombre, les he dicho que pidan
permiso para sacar el cadáver. Es lo
propio. No van a dejar que los gusanos
se almuercen ese capital.
—¿Y tú qué pito tocabas en ese
entierro?
—Ya sabe usted. Como todos me
consultan a mí.
—Ya.
—Pero no conviene decirlo. Ya sabe
usted cómo es la gente. Haremos la cosa
muy en secreto… Aunque claro que
acabará sabiéndose.
—Eso es seguro.
A las nueve de la mañana del día 24
de diciembre, las hijas, los yernos de
Nicomedes, el secretario del Juzgado,
Plinio y don Lotario, se personaron en
el cementerio. Los dos últimos, como
muy bien se sabían ellos, estaban allí
por puritica bacinería, que ninguna
pesquisición del oficio venía al caso.
El camposantero, apartándoselo
mucho de los ojos, leyó el papel que le
entregó el secretario.
—¿Pues qué pasa?
—Nada, que parece que el pobre
difunto llevaba algo en el bolsillo —
aclaró el secretario.
—Cuando veo un amortajao con
traje, siempre lo digo. ¿Le han registrao
bien? Pero si quieres. La gente, con las
asuras, no repara en eso… Y a uno de
Valdepeñas, hará cosa de seis años, lo
enterraron con el testamento en el
bolsillo.
—Pero bueno, el notario tendría otro
—aclaró el secretario que era muy
comedido.
—No, señor, no había más que ése,
que era de carta.
—Ológrafo.
—Eso, de carta.
Y sin más prólogos, tomó la escalera
de mano y la picola y se fueron todos
hacia la galería donde estaba el nicho de
Nicomedes.
A las dos hijas, cubiertas con los
mantos negros, les resaltaba más la
estatura, el claror del pelo y el espejo
marino de sus ojos. Andaban con las
cabezas un poco inclinadas y se oía
mucho su taconeo sobre las baldosas de
la galería. «Así, de negro, están más
buenas todavía, más distintas. Y se
adivina mejor ese compás de piernas tan
esbelto. A estas jaras les va muy
requetebién el cementerio». Don
Lotario, que iba junto a ellas, apenas les
llegaba al hombro. Los yernos, las
manos en los bolsillos del abrigo, iban
en silencio y emparejados. Se les notaba
que las corbatas negras iban a estreno.
«Éstos son tan brutos que no saben lo
que tienen en casa».
El enterrador, subido en la escalera
—el nicho estaba a unos dos metros de
altura— comenzó a golpear con la
picola sobre las rasillas, todavía sin
cobertura de lápida. En aquel silencio
de mañana y camposanto, se oía el
golpeteo de la picola y el ruido que
hacían los trozos de rasilla al caer sobre
el enlosado. Pronto apareció la cabecera
de la caja color caoba. Descubierto el
portillo, el camposantero quedó mirando
el féretro para ver la manera de sacarlo
sin mayor deterioro.
—Vosotros, buenos mozos —dijo al
fin a los yernos— poner los brazos en
alto para recibirla que yo tiro de ella.
En la mañana transparente, el
cementerio no parecía cementerio.
Había sobre sus mármoles y cruces no
sé qué alegría de mucho y claro cielo,
del sol clarión y fino, que todo lo
superaba y hacía jubiloso. Hasta los
cipreses, civilones, tenían aire
abandonón y acariciante. Una mujer
limpioteaba una tumba bajera. Ramos de
pájaros piadores cruzaban el espacio.
Otros, saltarines, picaban entre fosas y
lápidas tumbarias. Un asomo de la
primavera se notaba en cierta
desmaterialización de las cosas, en no
sé qué sombras delgadas y flexibles,
rizadas por el viento cariciero. Pusieron
la caja en el suelo con gran esfuerzo y
quedaron todos un poco irresolutos.
Todos menos el enterrador, que
pasándose la mano por la frente
preguntó:
—¿Os habéis traído la llave?
La más alta de las rubias la sacó del
bolso con su mano larga. El airecillo
maganto le encenizó los labios
dejándoselos de la gama de los ojos
claros. Plinio suspiró.
El camposantero, puesto en cuclillas
—la blusa azul perdido la arrastraba
ahora por el suelo— abrió con tiento las
dos cerraduras y levantó la tapa
tomándola del cabezal. Una peste espesa
echó el cuerpo muerto. Todos hicieron
un guiño de náuseas y alguno dio un
paso atrás… Las rubias, no. Erguidas,
las narices prietas y el gesto parado.
—Esperen que se airee un poco —
dijo el tumbario medio empantallado
con la tapa de la caja del catafalco.
El muerto tenía el rostro más
aplastado, más yeso, verdoso, menos
vasco. Y la barriga bombiza. Las dos
manos cruzadas sobre el pecho parecían
una sola pieza por lo bien acuñadas y
amarillas.
«Ya no parece absolutamente nada
vasco, Nicomedes. Cómo come el
terreno. Cómo iguala toda ponderación y
divergencia. Cómo todo lo hace materia
pareja. De idéntico origen y
fenecimiento».
El aire leve le meneaba el pelo, el
mechón de pelo que le quedó de
siempre. Vinoso y ralo. Borlilla suave.
Única movición de su tiesura, de su
estar material.
La hija más alta se puso de rodillas
y rezó corto. Seguido, con cierto
respeto, intentó entrar la mano por la
pechera del chaleco de su padre. Pero
sólo pudo introducir las yemas de los
dedos. Tenía Nicomedes las manos
cruzadas con tal obstinación sobre el
pecho, que no había forma.
Volvió sus
claros ojos hacia los otros, como
pidiendo consejo.
El marido se reclinó e intentó meter
la mano, apretando mucho, enclavijando
los dientes, pero tampoco pudo. El
muerto estaba muy fraguado.
—Eso ya lo sabía yo —dijo el
camposantero—. Los muertos se cierran
mucho en banda.
La hija intentó entonces meter la
mano por la parte baja del chaleco. Pero
no llegaba tampoco al bolsillo.
—La carne fría es muy terca. Pero
que muy terca. Ya lo sabía yo.
Los dos yernos se miraron como si
coincidiesen sus pensamientos.
—Venga —dijo el más cetrino.
Y cada uno, con ambas manos,
agarraron a Nicomedes por la barra que
formaban los brazos cruzados… Pero
tampoco conseguían nada. Levantaban
todo el cuerpo a la vez.
—Eso también lo sabía yo. No hay
más remedio que tirar de los brazos
hacia abajo, hasta romper el tirante que
forman. Venga, yo sujeto el cuerpo por
el pecho y vosotros tirar de los brazos
hasta que casquen. —El enterrador,
dejándose caer al peso, puso ambas
manos sobre el rodal del esternón del
muerto y los dos hombres, como si
tirasen de un carro, empezaron a tirar
hacia sí de las manos cruzadas.
Plinio se volvió de espaldas con el
pretexto de echar un cigarro.
—¡Tirar más, coño!
Se oyó un crujido y luego una
especie de pistonazo, blando, fofo.
—Ya está.
Sintió que las dos mujeres se
aproximaban a la caja.
—Aquí, aquí está, míralo.
—Echa la llave.
—No hace falta.
Cuando Plinio se volvió, entre los
yernos y el hombre del cementerio,
volvían la caja a su sitial.
La rubia más
alta, de un sobre azul muy combado,
había sacado un décimo de lotería que
todos miraban. A ella le caía una
crencha rubia sobre la frente,
desmandada por el esfuerzo. A las dos,
leyendo el décimo, se les inflamaba la
nariz aristocrática. Y apretaban los
labios.
Plinio y don Lotario se quedaron
zagueros. Las dos rubias y los yernos,
emparejados, se adelantaron a buen paso
por las largas galerías. El camposantero
quedó amasando yeso para recerrar el
nicho. El secretario se fue a rezar a un
propio.
Plinio miraba con una rúbrica
amarga de sus labios las esbelteces
rubias que, allá lejos, taconeaban sobre
las baldosas. Los pájaros seguían su
cantata rauda.
—Qué leche de vida.
—Iremos a la bodega de Braulio a
que nos dé un trago para acabar de pasar
la mañana —propuso el veterinario.
—Sí, vamos.
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