Plinio, los domingos por la mañana,
solía tomar el aperitivo en el bar
Alhambra. A eso de la una y media
sentía el arregosto de aquel viejo bar
que está en la plaza, junto a la casa de
Luis Marín, y la que fue alpargatería de
la hermana Asunción, aquélla que curó
el doctor Asuero con el «trigémino».
Sentía el arregosto, digo, y se
plantificaba en la «barra» con un codo
sobre la tabla de plástico y un pie, el
derecho, sobre el tubo de hierro que está
allá abajo para eso, para servir de
pedal. Le ponían una caña de cerveza
para regar la plaza o quitarse la sed
gorda —la sed fina se apaga con vino—,
le daba el primer trago y mientras
reliaba el «caldo», no fallaba, llegaban
sus contertulios domingueros, que, salvo
aditamentos ocasionales, solían ser
Pepito Pérez, Manolo Noblejas, don
Lotario por supuesto, y, a lo mejor,
Antonio Calderas, el que inventó, según
él, el portaequipajes para las bicicletas.
Porque Tomelloso, dicho sea de paso,
por ser pueblo de término llano y de
cortes lontanos, siempre fue bicicletero.
Ahora es más bien motero.
Aquel domingo, el primero en llegar
junto a Plinio fue Manolo, endomingado
y moviendo mucho los brazos según su
habitual mecánica, que
pedir una caña, por no sé qué mezcla de
cabreo y de regocijo que traía, recitó sin
venir a cuento:
Las hijas de Manuel Tulas
han estrenado corsé,
pa que les diga la gente
qué buen tipo tiene usted.
—Coño, Manolo, ¿a cuento de qué
viene ese cantar tan antiguo? Si ya no se
lleva corsé. Si ahora se va a talle suelto.
—No sé. Se lo he oído cantar a mi
madre. ¿Quién era ese Manuel Tulas?
—Un médico que hubo aquí hace
años, que le chillaban mucho los
bronquios de tanto fumar.
—¡Qué tío!
—Y se hacía apuestas con Rosauro,
el practicante, a ver a cuál de los dos le
chillaba más el pecho. Cerraban la boca
y respiraban muy fuerte por las narices.
Casi siempre ganaba Tulas.
—Parece mentira que siendo médico
apostase eso.
—Pues no era muy bruto, no creas.
Es que le dio esa manía.
Pepito Pérez y don Lotario llegaron
juntos. Y Manolo, que seguía
cantaorcillo, les echó otra seguidilla de
su estilo:
Veinticinco mujeres.
Cincuenta tetas.
Y si son de Terrinches
ciento cincuenta.
Plinio, a pesar de que era poco
reidor, no pudo evitar la risotada con la
última seguidilla y le dijo:
—¿Y ésa también te la ha echao tu
madre?
—No, la aprendí en la última
romería. La iban cantando unas mozas
muy aparentes de poatrine.
Así estaban las cosas de amenas y
folklóricas y la barra ya bastante
apretada de aperitiveros domingueros,
cuando llegó a la tertulia un inesperado.
Enriquito, el de la fonda de Marcelino,
que entró con ciertas asuras, como
buscando a alguien, pero que al ver a
Plinio se le tranquilizó el rostro. Se
llegó al corro, saludó y se quedó
callado. Como no era asiduo ni
temporero, todos lo miraron con cierta
extrañeza, pero con educación.
—¿Quieres una caña, Enrique? —le
preguntó don Lotario. Aunque se veía a
las claras que quería preguntarle: «¿Y tú
qué haces aquí?».
—Bueno.
Plinio, que conocía a Enriquito muy
bien, pues trabajaba en el Ayuntamiento,
sospechó enseguida que no había caído
por allí por casualidad y le echó un ojeo
pesquisitivo. Pero ya es sabido que
Enriquito, antes de decir algo, siempre
silenciaba mucho.
Le pusieron la caña. Plinio se la
colocó en la mano para darle pasillo, y
Enriquito, cuando parecía que iba a
beber, no bebió y se quedó con la
espuma del vaso a la altura del labio…
—Manuel.
—¿Qué?
—Que venía a buscarle.
Y entonces, bebió.
—Pues aquí me tienes —respondió
satisfecho el jefe de la G. M. T. Las
cosas marchaban.
—Que en la habitación número
cinco de la fonda —dijo ahora de
corrido— ha aparecido un huésped esta
mañana.
Plinio lo miró sin comprender. Su
uniforme azul estaba recién planchado y
todavía no le había caído ceniza del
cigarro sobre la guerrera. Y, al cabo de
un segundo, reaccionó como debía
reaccionar:
—Explícate con más frases.
Enriquito lo miró, se pasó la lengua
por el labio recién mojado y pareció que
iba a hablar, pero antes de hablar, él era
así, bebió otra vez y dejó con mucha
pausa el vaso sobre el mostrador.
—Claro, si lo hospedasteis anoche,
ha amanecido esta mañana en la
habitación —aclaró Noblejas.
—No… no lo hospedamos anoche.
Ése es el caso —añadió inexpresivo.
—Anda, narices —saltó don
Lotario, el veterinario, ayudante
honorario del jefe de la G. M. T.,
tirándose del ala del sombrero y
entornando los ojos como el que ve
«caso» en el horizonte.
—Entonces ¿quién lo hospedó? —
inquirió Plinio.
—Él solo, según las cuentas… Ya
sabe usted que tenemos una cuerda en la
puerta de la escalera para que cada
huésped se abra solo.
—¿Y se fue derecho al cinco?
—Ése es el caso.
—¿Cómo sabía que estaba vacío? —
preguntó don Lotario.
—Claro, porque si llega a haber en
la cama una de Terrinches… —aclaró
Manolo.
—Sí, estaba vacío.
—Y el hombre, ¿qué explicación ha
dado esta mañana?
—Dice que como no había nadie y
tenía sueño se metió en la habitación que
encontró vacía.
—¿Qué edad tiene?
—Unos setenta años.
—Yo no veo el misterio. Llegó como
tú dices, no vio a nadie, tenía sueño y se
metió en un cuarto vacío.
—Sí hay misterio, sí, porque el
hombre es muy raro. Allí está sentado en
la cama, mirando a un lado y a otro y no
habla. A lo mejor se ríe un poco, pero
no habla. Y me ha dicho mi hermano
Dominguín: «Pues vete a buscar a
Manuel a ver cómo aclaramos esto».
—Bueno, pues vamos para allá.
—¿Y a nosotros nos dejas aquí con
la miel en los labios? —dijo Manolo.
—Os tendremos al tanto de todo —
dijo don Lotario sumándose a los que se
iban.
Fueron calle de la Feria adelante.
Como era domingo, la gente se
arremolinaba en las aceras, hacía corros
y a veces los transeúntes tenían que
caminar por la calzada y sortear los
coches como podían. En la puerta del
casino de Tomelloso, la aglomeración
de endomingados era mayor. Subieron
las escaleras de la fonda. Plinio delante,
detrás don Lotario y por último,
resoplando bastante, Enriquito.
Su hermano Dominguín, con la
chaquetilla blanca y las gafas en medio
de la nariz, sentado junto a la mesa
camilla, leía el periódico mañanero con
cara distraída. Después de nuevas
explicaciones, que confirmaron las de
Enriquito, se fueron todos a la
habitación número cinco. La única
novedad es que Dominguín estaba
mucho más indignado que su hermano.
Abrió sin pedir permiso. Junto al lavabo
un hombre vestido de marrón se
peinaba, arrimándose mucho al espejo,
sus escasos cabellos todavía oscuros. Al
verlos entrar se volvió calmo con el
batidor en la mano. Aunque era de
esqueleto ancho, un poco encorvado ya
por la edad, tenía cierto corte aquilino.
Con descuido, pero vestía buena ropa.
Sus ojos parecían cansados y, de cuando
en cuando, ausentes.
Plinio lo contempló sin decir nada,
como si intentase su clasificación
biológica. El hombre soportaba el
examen con absoluta indiferencia.
—Haría usted el favor de enseñarme
su documentación.
Lento, pero sin titubear, sacó una
gran cartera del bolsillo de la americana
que tenía colgada en la percha y de ella
el carnet de identidad y un billete de mil
pesetas, que ofreció a Dominguín.
—¿Por qué entró usted anoche en la
fonda sin inscribirse? —preguntó
después de mirar la tarjeta.
—No había nadie —dijo con voz
apenas audible.
—Alguien le abriría la puerta.
—Ya he dicho antes que estaba
abierta. Tenía mucho sueño y me metí en
la primera habitación que vi vacía y sin
maletas.
—¿A qué hora llegó?
—A eso de las tres de la madrugada.
—¿En qué?
—En mi coche.
—¿Ha venido usted otras veces a
Tomelloso?
—Sí… Hace muchos años.
—Y es usted agente teatral, por lo
que veo.
—Sí… ya retirado.
Plinio puso cara de considerar el
caso resuelto, de ser excesiva la alarma
de los fondistas y empezó a liar un
«caldo». Todos callaban. El hombre
dejó el peine sobre el lavabo. Se puso la
americana, se la abrochó con mucha
pausa y dijo a media voz:
—Estaré aquí algunos días, si es
posible…
Volvió a ofrecer el billete de mil
pesetas a Dominguín.
—Deje, deje, ya ajustaremos cuentas
—rechazó con timidez.
Y el hombre —que por cierto se
llamaba don Celestino—, ya vestido,
abrió el balcón de par en par y de codos
sobre la baranda empezó a mirar la calle
con jeta melancólica. También, a su
manera, daba por terminada la entrevista
con la policía.
Salieron justicias y hosteleros al
zaguán de la fonda, cambiaron algunas
impresiones sobre el caso, y Plinio, que
pareció no darle importancia al
sucedido, recomendó a Dominguín que
lo tuviese al tanto si notaba alguna
irregularidad.
De nuevo en la calle de la Feria,
Plinio alzó la cabeza hacia el balcón de
la fonda. Allí seguía don Celestino de
codos, con su cara de pájaro triste; triste
y durísimo. Anduvieron unos pasos y al
llegar a la calle de Belén, don Lotario
preguntó al jefe:
—¿Qué piensas de este hombre,
Manuel?
Plinio, que en aquel momento,
parado en la esquina se pasaba la mano
por la cureña con gesto investigativo,
respondió transcendente:
—No pienso, don Lotario, siento.
—¿Y qué sientes?
—¿No ha reparado usted en los
nudillos tan gordos que tiene ese don
Celestino?
—No he reparado; pero ¿eso qué
tiene que ver?
—Son monstruosos —continuó con
su tocata—. No es que tenga los dedos
finos, que son más bien recios; pero
luego los nudillos son
desproporcionados, como articulaciones
de madera, cuadrados.
—Bueno, ¿y qué? —insistió don
Lotario, regateando entre la gente que se
agolpaba en la acera, con las manos
atrás y el pitillo en la comisura.
—Y me parece, me parece, que los
pies deben ser también mazacotes de
materia… Y los hombres que tienen esas
sorpresas en los huesos, siempre son
raros.
—Te aseguro, Manuel, que no
entiendo esta clase de pálpito que me
estás declarando…
Plinio, parándose de cuando en
cuando y con los ojos perdidos entre los
corros de hombres que se apretaban a la
sombra de la calle de la Feria, siguió
como pensando en voz alta:
—Yo tengo muy malas impresiones
de los hombres que tienen tan recios los
huesos de los nudillos.
—Cítame un caso —insistió don
Lotario, que aquella mañana se
encontraba muy cartesiano.
—… Me imagino que en el cerebro
les debe pasar igual, que tienen en él un
hueso gordo como cabeza de garrón,
apretándoles los sesos y las pasiones.
—Pero no me citas un caso, leñe.
—Vamos a dar la vuelta —dijo de
pronto Plinio tirando hacia la acera de
enfrente. Por cierto que tuvo que sortear
con mucha ligereza un «seiscientos».
—Cuidao, Manuel.
Plinio siguió sin hacer caso hasta la
altura del Quintanar.
—Vamos por aquí, despacio, hacia
la fonda.
El sol calcaba en aquella acera, por
ello casi vacía. Avanzaron hasta tener
otra vez a la vista el balcón de la fonda.
—O yo no veo bien o ya no está.
—No, no está. Se habrá entrado a
comer.
—Haga usted el favor de entrar ahí
en el bar Juanito y preguntarle a
Dominguín por teléfono si ha salido. Yo,
mientras, vigilo desde aquí.
Plinio aguardó liando un «caldo»
bajo la solanera. En el bar Juanito
entraban y salían ramos de mozos con la
cara ancha de los domingos.
—Que acaba de salir. Debe estar
bajando la escalera —dijo don Lotario
excitado por la carrera y la suspensión
que le había metido en el cuerpo Plinio
con sus misterios.
—Vamos hasta el callejón del teatro
a ver si lo columbramos.
Llegaron a buen paso hasta el pasaje
de Toledo y con disimulo se apostaron
en la esquina de los Beldas.
—Aguce usted los ojos no se nos
pierda entre tanta gente.
—Pero tú no me citas un «caso» de
nudillos gordos.
—Mire, es ése que viene por esta
misma acera con el sombrero marrón.
—Sí, señor; ¿qué hacemos? Aquí
nos va a ver.
—Nos metemos en el teatro hasta
que cruce.
Y sin disimulo echaron una
carrerilla hasta ocultarse tras las puertas
metálicas del teatro Principal y bodegas
de Ignacio Moreno.
Cuando don Celestino, con las
manos atrás y sus pasos lentos, cruzó
ante el pasaje, salieron cautelosos hasta
la calle de la Feria.
El forastero llegó a la plaza, la
cruzó, se detuvo en la esquina de la
carnicería de los Paulones y quedó
mirando, pensativo, a toda aquella
anchura.
Los justicias lo observaban desde
los soportales de la posada. Plinio se
sentía molesto. Con la calina de mayo le
pesaba el uniforme de paño azul, y a
veces se levantaba la gorra de plato un
momento para recibir el aire.
Don Celestino, después de quince
minutos largos de contemplación, echó
calle de la Independencia adelante.
Cuando los justicias cruzaban la plaza,
oyeron la voz de Manolo:
—Pero coño, Manuel; que os hemos
estado esperando a ver qué pasaba con
el huésped de la habitación número
cinco y por pocas nos chispamos.
—Ya te contaré. Estamos en ello.
—Bueno, bueno.
Por la calle de la Independencia
tenían poco cobijo los de la justicia. A
nada que volviese la cabeza don
Celestino, pues que los veía. De modo
que tuvieron que quedarse en la esquina
de la farmacia de don Gerardo. Don
Celestino se detuvo en las cuatro
esquinas primeras, junto a la de don
Antonio Menchén y como antes en la
plaza, quedó fijo mirando aquella cruz
de calles, que poco tenían que ver a
simple vista.
—¿Qué mirará? —dijo don Lotario.
—Pienso que mira recuerdos…
Don Celestino, luego de la larga
contemplación de aquel lugar,
lentamente se fue calle de Belén arriba.
Lo siguieron desde lejos, hasta que
volvió por sus pasos a la fonda de
Marcelino.
—Tiene gracia —dijo don Lotario—
esto de que haya salido de la fonda para
mirar la plaza y estas cuatro esquinas.
—Habrá salido para dar un paseíllo
y hacer ganas de comer.
—Corto paseíllo. Y a mí no me
vengas con líos que a ti te queda otra.
—No, no me que
—Como quieras. Pero no creo que
la cosa sea para tanto… Total por unos
nudillos.
—Pero si no tenemos otra faena que
hacer.
—Eso es verdad.
—Que no es cosa mayor, pues hemos
echado la tarde y en paz.
—¿Y qué puede recordar un hombre
en las cuatro esquinas de la calle de la
Independencia?
—Yo… el loro de Compte.
—¿Y en la plaza?
—En la plaza, toda la historia del
pueblo.
A aquellas horas en el Alhambra
remitían los del aperitivo. La «barra» se
iba quedando espaciosa y sólo
permanecían algunos tercos de la
cerveza, que ya más que pintados,
voceaban mucho entre humos, espumas y
platos de fritanga. Con estos remisos de
la caña y el vino, empalmaban los
tempraneros del café y el faria. Entre los
rezagados del vino, que no de la caña,
quedaban Rafael García, el joyero, que
era de Valdepeñas, y por eso tomaba
tinto, y Antonio, el secretario del
Juzgado, que por ser de Córdoba bebía
vino andaluz con mucha delicadeza de
dedos y elegancia en el ademán para no
mancharse el traje. Cada pueblo tiene su
ceremonial a la hora del vino. Los
andaluces, como el Secre, beben como
si besasen la mano de una marquesa de
Jerez; los de Valdepeñas, más a lo llano,
con giros de cantaor; y los de
Tomelloso, más llanos todavía, beben la
cerveza o el vino, da igual, como agua,
sin protocolo visible.
Plinio y don Lotario se sentaron en
una mesa algo arrinconada y pidieron
tortilla de patatas, chuletas de choto con
vino claro y ensalada del tiempo para
los entreactos. Previamente llamaron a
Dominguín para que les diese noticias
de los movimientos del huésped de la
habitación número cinco.
Al pie de la «barra» se amontonaban
las valvas de las almejas, huesos de
aceitunas, restos de mariscos y puntas de
cigarro. A aquellas horas de la comida
la plaza estaba solitaria, sin corros y
casi sin coches. Su redondel parecía
descansar en una breve siesta de
ausencias.
Plinio y don Lotario comieron sin
mucha gana, pero cumplieron y
remataron con café solo y faria, según su
costumbre de tantos años. El Secre y
Rafael García salieron por fin muy
enzarzados en no se sabía bien qué tema;
y los cafeteros, con las caras
satisfechas, iban inundando el bar.
—A mí el bar no me gusta a estas
horas. ¿Y si nos fuésemos al San
Fernando? —apuntó don Lotario con
tonillo infantil.
—Déjese usted, qué más da. Entre
cansinería y cansinería da lo mismo.
Plinio, con la cara entre las manos y
el puro apretado con los dientes,
soportaba una especie de modorra o
meditación bastante prolongadas. Don
Lotario, como siempre, no podía estarse
quieto… A eso de las cinco, sonó el
teléfono.
—Acaba de bajar y está poniendo el
coche en marcha. Es un Seat
«ochocientos», color gris claro,
matrícula de Madrid. Arranca hacia la
plaza —dijo Dominguín.
Plinio y don Lotario se echaron a la
calle y montaron en el «seiscientos»,
que estaba aparcado junto al
Ayuntamiento. Lo pusieron en marcha y
aguardaron unos segundos. En seguida
apareció don Celestino que, a
tranquilísima marcha, tiró hacia la calle
del Campo. Le dejaron ventaja y
echaron detrás. Tomó la carretera del
Cementerio y no torció para Argamasilla
ni para el este, sino que se apareó en los
arrabales del camposanto. Y vieron
cómo lentamente descendía del coche y
le echaba la llave.
—Tire usted al Palomar a toda
marcha.
El Palomar es un bar de carretera,
grandón, nuevo, con restaurante, situado
entre Argamasilla y Tomelloso. Apenas
llegaron, Plinio se lanzó al teléfono y
llamó al camposantero. Se puso su hija.
—Soy Manuel, el jefe. Que se ponga
tu padre.
—Está por ahí con un señor.
—¿Qué señor?
—Un forastero, creo.
—Mira, atiende bien lo que te digo.
Llámalo en un aparte y dile que se fije
bien en lo que hace y dice ese señor que
va con él. ¿Me entiendes? Y enseguida
que se quede libre, que me llame aquí al
Palomar. ¿Te has enterado bien?
—Sí, señor.
—Pues obra con astucia.
En la «barra» pidieron otro café con
una copa de coñac Peinado.
—Que sea viejo de cien años —
gritó don Lotario, que se había excitado
mucho con la proximidad del cementerio
—. «Es que a Plinio —pensaba— los
casos más cicutrinos, siempre le pintan
en el cementerio».
En el Palomar había unos
jovenzuelos de Argamasilla que jugaban
al futbolín y unos turistas de medio pelo
—dos hombres y tres mujeres—, una de
ellas muy hombruna, con botas de
bombero, que bebían carajillos a manta
y reían en francés.
Hasta media hora larga no llamó el
camposantero.
—¿Qué hay? —dijo Plinio.
—Eso digo yo.
—¿Qué quería ese hombre?
—Ver su nicho.
—¿Cómo su nicho?
—Sí, resulta que tiene aquí un nicho
comprao desde hace muchos años.
—Pero si no es del pueblo.
—Sí, pero qué quiere usted que le
diga. Lo tiene y quería saber dónde
estaba.
—Y ahora ¿qué hace?
—Allí se ha quedado mirándolo y
dando vueltas.
—¿Tú lo conoces de algo?
—Yo no. Según dice lo compró
alguien en su nombre hace más de treinta
años.
—¿Te ha dao alguna explicación?
—Ni jota. Es un tío serio.
—Bueno, tú vigílalo que así que
salga vamos por ahí. Pagaron y
volvieron al coche.
—Vamos a toda marcha a la bodega
de Jonás Torres. Desde allí lo veremos
pasar.
El coche de don Celestino seguía
aparcado, junto al cementerio. Entraron
por la portada de la bodega de Torres.
Estaban quemando y por la alta
chimenea alcoholera salía un humo
despacioso y negro que nubeaba con
muchísima pausa el cielo clarión de la
tarde. Se quedaron apostados en la
portada. El vientecillo traía olor a
vinazas suaves. Entre los árboles del
paseo del cementerio los pájaros hacían
sus vuelos pequeños, y voces de chicos
que jugaban al fútbol en las eras lejanas
llegaban intermitentes, como olas
cansadas. En el jardín de la fábrica,
hacían reverencias los mirasoles; y entre
verdes oscuros y verdes aguas, de vez
en cuando, asomaba una rosa.
—¡El coche del forastero! —dijo
don Lotario, que había asomado la
cabeza por la portada.
En seguida pasó con sus despacios
de antes. Subieron en el «seiscientos» y
echaron tras él. Don Celestino se detuvo
ante el teatro Principal con gran
sorpresa de los justicias.
—Juraría que nos ha visto y se ha
hecho el sueco —de la
bodega del cine. Habló con un portero
que fumaba un cigarro esperando la
hora. Se asomó con él al patio de
butacas. Los justicias lo veían desde la
acera de enfrente. Habló otro rato con el
portero. Le ofreció un cigarro. Salió
hasta la taquilla. Compró una entrada.
Miró el reloj. Se veía a la legua que don
Celestino se sentía observado aunque lo
disimulaba. Salió, montó en el coche.
Todo parecía importarle poco. Arrancó
con dificultad entre la multitud de
paseantes. Plinio y don Lotario echaron
tras él. Don Celestino se detuvo ante la
fonda de Marcelino. Se bajó. Cruzó
hasta el teatro Cervantes que estaba
cerrado. Lo miró con el mismo
detenimiento que durante la mañana
miró la plaza y las cuatro calles.
Después de un largo rato se cruzó hasta
la fonda y subió la escalera. Plinio y
don Lotario retrocedieron hasta el teatro
Principal. Llamaron por teléfono a
Dominguín.
—Vigila lo que hace. Te llamaré por
teléfono de vez en cuando. Estaremos
cerca.
Preguntaron a la taquillera por la
localidad que había dado a don
Celestino. Luego hablaron con el
portero:
—¿Qué quería ese forastero que te
dio el cigarrillo y miró el patio de
butacas?
—Ver el cine. Él le llama teatro.
Dice que estuvo por aquí hace muchos
años y que quería recordarlo.
—Bien —dijo Plinio a don Lotario
mirando el reloj—, tenemos tiempo
todavía hasta la hora del cine. Vamos al
cementerio.
Los paseos estaban solitarios. Sólo
dos mujeres con ramos de flores
encontraron en el camino.
El camposantero, sentado en la
puerta del Cementerio Municipal, con el
pito en la boca y un porrón a la par de
sus pies, hacía pleita a la luz de la tarde.
Al ver bajar del coche a los de la
policía guiñó los ojos para reconocerlos
porque, como él decía, de tanto mirar
muertos se estaba quedando ciego.
—Pues anda, la que traen ustés con
ese hombre —dijo, cuando los tuvo a
ojo.
—Enséñanos enseguida el nicho que
tiene comprado.
Con paso desganado los guió por el
cementerio viejo hasta una de las
galerías más antiguas del nuevo. Por fin
se detuvo y quedó señalando con el
dedo.
—Ése es.
Era un nicho destapado, lleno de
telarañas y hierbajos. Los próximos
tenían nombres y fechas de los años
treinta. Plinio y don Lotario recordaron
a algunos de los que allí dormían.
Debajo justamente del nicho comprado
por don Celestino había otro, tapado, es
decir, ocupado, pero sin lápida, sólo
cubierto por rasilla y yeso.
—¿Y éste de quién es? —preguntó el
jefe de la Guardia Municipal de
Tomelloso.
—Pues no lo sé. Habrá que mirarlo
si es su gusto.
Volvieron despacio hacia la salida.
Plinio con la cabeza baja y el «caldo»
en la comisura, mientras don Lotario
explicaba al camposantero la extraña
manera que tuvo don Celestino de
hacerse huésped de la habitación
número cinco de la fonda de Marcelino.
—Oye, mira al contao, en el
registro, quién es el propietario de ese
nicho que no tiene lápida.
—Debe ser de gente de fuera,
porque no recuerdo haberlo visto
visitado.
El libro registro lo tenía el
camposantero en la cocina, uno de cuyos
rincones, con libros y papeles, parecía
un remiendo de oficina. Tomó con manos
torpes uno de los libros que estaban
fechados con los años 1930-1940 y con
ojos cegatos empezó a buscar. La
operación se hacía interminable. Se veía
que el hombre manejaba mejor la pleita
y la picola que los papeles. Plinio se
puso las gafas y le echó una mano. Al
cabo de un buen rato el del cementerio
puso su dedo romo sobre un renglón.
—Éste es.
Plinio leyó:
—Cecilia González Armentería,
alias la Flor de Montmaitre. Murió en
Tomelloso el 15 de febrero de 1935.
(Asesinada).
Plinio levantó la cabeza del folio y
con los ojos entornados quedó mirando
por la ventanilla de la cocina.
—La Flor de Montmaitre… Coño,
coño. ¿No se acuerda usted, don Lotario,
de la Flor de Montmaitre, aquella
animadora que vino con la orquesta de
negros, la primera animadora que vino
al pueblo, que apareció ahogada en su
camerino del teatro Cervantes?
—Ahora caigo, sí, señor… Le
hicieron romances y todo. Por cierto que
fue uno de los pocos casos que te
quedaron sin solución… Claro que yo,
entonces, no trabajaba contigo todavía.
Plinio sonrió bonachón y dijo con
aire lejano:
—Yo entonces era principiante.
Actué de comparsa. Todo lo llevó la
Guardia Civil y un policía de Ciudad
Real… Parece que la chica estaba liada
con un negro de la orquesta… Las
diligencias que se hicieron fueron muy
apresuradas y no pudo sacarse nada en
limpio. Con más paciencia todo habría
quedado claro… Ella era muy guapa.
Pero que muy guapa. Todo el pueblo se
la comía con los ojos. El carnaval
siguiente, el del año 36, volvió
Chacarra, el de la trompeta, con otra
orquesta, ésta de blancos, y me dijo que
la dichosa Flor era bastantico zorra.
Enamoraba a todos con una facilidad
grande y luego se los dejaba tiraos. La
mayor parte de las zorras están mal de la
cabeza. En eso se parecen a los maricas.
Y la Flor de Montmaitre parece que así
que se cansaba, se dejaba a los clientes
aunque le ofreciesen el oro y el moro.
Lo que le interesaba era cantar, animar,
no parar con nadie ni en ningún sitio.
Pobre mujer. Mientras se miraba en el
espejillo del camerino alguien la
engarfió por el cuello y la dejó tiesa.
Debió verlo reflejado en la luna… Y
verse morir ella misma. La encontramos
con la lengua fuera, de bruces sobre sus
apechusques de tocador. Aprovechando
el momento de más animación del baile,
en un descanso de ella, alguien se coló,
seguramente vestido de máscara, y se
vengó de lo que fuera.
Plinio, de pronto, se quedó callado y
con los ojos otra vez hacia la ventanilla
de la cocina del camposantero. Y
cerrando en seco el libro se quitó las
gafas, se puso la gorra y sacó la voz de
órdenes:
—Vamos, don Lotario… Gracias,
amigo.
Apenas montaron en el «Seat» y
antes de que el veterinario lo pusiera en
marcha, Plinio sacó un «celta», a
propósito para viajes.
—Supongo, Manuel —le dijo don
Lotario mientras le encendía y se
encendía y con cara de muchísima
sabiduría— que el asunto del huésped
de la habitación número cinco te estará
oliendo a carnaval 1935… De no ser
así, me defraudarías un poco. Por
muchas cosas fue aquél un carnaval muy
sonado.
—Huele que apesta, maestro. Sobre
todo porque hay un detalle que no sabe
usted, porque entonces no tenía la suerte
de estar a mi lado y que yo recuerdo
perfectamente, y es que la Flor de
Montmaitre se hospedaba exactamente
en la habitación número cinco de la
fonda de Marcelino que entonces
llevaba el padre de Dominguín.
—Eso no lo sabía, llevas razón,
pero tú fíjate que el tal don Celestino, en
su primer paseo de la mañana, se paró
en la plaza y en las cuatro esquinas,
donde solían detenerse las carrozas de
carnaval a representar aquellos
teatrillos bárbaros que tenían tanta
gracia. Y luego fue al teatro Cervantes.
—Y después al cementerio a ver…
su nicho, que justamente está encima del
de la pobre Flor… Sí, señor. ¿Qué clase
de recuerdos o de amores perdidos
viene buscando don Celestino a
Tomelloso después de treinta y cinco
años…? Venga, tire usted hacia el teatro
Principal.
Y por el camino fueron recordando
aquellas comedias, tan cargadas de
intención social. Juntaban dos carros,
ponían un tablero entre ellos, corrían las
cortinas y salían hombres solos,
vestidos con sábanas y mantas, con las
caras pintarrajeadas, hablando de
muertes de mulas, de los malos amos, de
cosas de celos y honra, con recio humor
y palabras chusquísimas.
—Yo todavía me acuerdo de algunos
versecillos —dijo don Lotario
sonriendo:
Oye, tú, mala presona;
me paices algo hablanchín.
Te via a echar al otro mundo
que estará mejor que aquí.
Y el tío le pegaba una puñalada con
el mayor desprecio, así al desgaire,
mirando al público.
—Yo también me acuerdo de otro
que al referirse a los sábados, cuando se
volvían al pueblo desde las quinterías,
decía:
Unos van con sus borricos
y otros van con sus carretes.
Y van por esos caminos
más derechos que cobetes.
Desde la misma taquilla del cine
llamaron a Dominguín. Don Celestino
había salido hacía rato. Después de ver
el plano del patio de butacas que tiene
don Isidoro en el despacho, eligieron
unas plazas de gallinero desde las que
se pudiera ver la butaca de don
Celestino. Pero cuando entraron, el cine
había empezado. El fallo de la
operación consistió en Ramona, la
taquillera, que no dijo que le había dado
a don Celestino una butaca de pasillo
lateral a petición propia. No se la dio al
azar, la pidió él, y Ramona olvidó de
darle el mensaje a Plinio. Con las
prisas, pasan esas cosas. Claro que a
Plinio tampoco se le ocurrió preguntar
«el porqué» de aquella localidad… Y
esta omisión, tan insignificante,
cambiaría el rumbo de todo. Y para
colmo de desgracias, desde su posición
del gallinero los de la justicia no
columbraban la butaca de don Celestino.
Estaba demasiado lejos y demasiado
oscuro. Sólo cabía esperar a que los
acomodadores, cuando entraban con
alguien por aquella parte, diesen un
linternazo hacia el forastero; pero
tampoco hubo suerte. A los quince
minutos, Plinio, impacientísimo, decidió
bajar. Le encargaron a un acomodador
que mirase si don Celestino estaba en su
butaca. Y, mientras, recordó a los tres
negros de la orquesta del carnaval de
1935, tan altos, tan lustrosos, paseando
por la calle con la Flor de Montmaitre,
entre la expectación de todo el pueblo.
Buenos muslos tenía la dama. Buenos
muslos, altos pechos y fresquita la boca.
Los que bailaban, mayormente si eran
casados, por encima del hombro de la
pareja solían echar reojos a la
animadora, que se movía muy gachona al
son de la música. Los negros cantaban
entre serpentinas. Chacarra trompeteaba
a todo quirio y ella, chacachá, chacachá,
jugando con la cadera y la voz… El
acomodador dijo que no estaba el
forastero en su butaca. Plinio y don
Lotario se miraron entre sí con el aire
más escéptico del mundo. Pensativos, se
acercaron a la «barra» del cine y
pensativos pidieron un café y liaron un
«caldo».
—Lo de sacar una entrada para este
cine ha sido una coartada que nos ha
hecho el viejo.
—¿Coartada para qué?
—Hombre, si lo supiera, todo estaba
claro… Pensándolo bien, don Celestino
no tenía por qué venir a este cine. El
Principal no tiene nada que ver con el
carnaval de 1935. Los bailes, el crimen,
los negros, Chacarra y la Flor de
Montmaitre estaban en el teatro
Cervantes.
—De acuerdo, pero el teatro
Cervantes está cerrado. Hoy no hay
función.
—Y tú, Manuel, ¿qué crees que tiene
que ver este hombre con aquel crimen?
—No sé. Tras eso andamos.
—¿Y lo de los nudillos gordos que
decías?
—Entre las diligencias que hicimos
el día del crimen, me encargaron echar
un vistazo a los forasteros que había en
todas las pensiones y fondas del pueblo.
A lo mejor fue entonces cuando vi yo
esos nudillos… o después. Quién sabe.
Yo sólo conservo la imagen de ellos. No
de la cara… Y no es él sólo el que tiene
los nudillos de lazo.
—Lo de encargarse un nicho sobre
el de la Flor es muy significante.
—Todo en él es un camino de
recuerdos… Estamos idiotas, don
Lotario, completamente idiotas —dijo
Plinio echando una moneda sobre la
«barra»—. ¿No recuerda usted que este
teatro, ahora cine, se comunica con el
otro? Se entra por el patio de éste y se
sale al escenario de aquél. Y el
forastero estuvo esta tarde en el patio de
este teatro para ver si continuaba la
comunicación. Ésa fue la coartada que
hizo cuando vio que le seguíamos. Sacar
la entrada y aprovechar luego una
ocasión para pasarse desde aquí al
teatro cerrado.
—Ya sabes, Manuel que siempre
creí en tus pálpitos. Pero ¿no irás
demasiado ligero en esta ocasión?
Plinio ya no lo escuchaba. Salió
delante hasta el patio y ya en él se
acercó a la puerta pequeña que desde él
llevaba al Cervantes. Tomaron un
pasillo largo, enjalbegado, húmedo.
Todas sus luces estaban encendidas.
Cruzaron el escenario completamente
oscuro y bajaron a los diminutos
camerinos. Una de las puertas,
estrechas, de madera mal pintada, estaba
entreabierta. Dentro, una luz de bombilla
pequeña. Hicieron oído. El silencio era
completo. Con cautela empujó la puerta
sin asomar la cara. Luego avanzó la
cabeza poco a poco. A Plinio le notó
don Lotario, que tan bien lo conocía, una
ligera contracción de su rostro.
Contracción que para otro que no fuese
él habría pasado inadvertida. En
seguida, ya sin prisas, se plantó ante la
puerta. Don Lotario se asomó tras él…
Don Celestino estaba correctamente
colgado con una cuerda de un tubo de la
calefacción que casi rozaba el techo y
uno de los tabiques. Como la habitación
era baja, los pies del ahorcado apenas
distaban una cuarta del suelo. La lengua
le asomaba con un cuelgue bastante
natural y poco patético. Las manos, con
aquellos nudillos de taba, le caían
inertes, algo separadas del cuerpo.
Sobre una mesa pequeña con espejo,
sobre la que encontraron ahogada a la
Flor de Montmaitre hacía treinta y
cinco años, había unos billetes de mil
pesetas y una cuartilla escrita. Decía
así: «Señor jefe de la Policía
Municipal:
»Siento de verdad haberle ganado
otra vez la partida. Pero como es buena
persona, estoy seguro que se servirá
cumplir mi encargo. Pague la fonda y
ponga una lápida en el nicho de “ella”,
que usted ha conocido esta tarde, en la
que diga: “Aquí yace Cecilia González
Armentería. Recuerdo del que nunca la
olvidó. Descanse en paz”… En la lápida
que coloque en mi nicho, el de arriba,
escriba lo que quiera. Espero de sus
influencias que consiga enterrarme en él.
Maté y me mato por amor. Nada más que
por eso. Gracias».
Y luego una postdata con letra muy
nerviosa:
«Hay mujeres que pasan por nuestra
vida como por un hotel y otras que se
nos quedan toda la vida y toda la muerte.
He sufrido mucho. Perdón por las
molestias».
—Qué tío —dijo don Lotario casi
emocionado—. Toda la vida habrá
románticos.
Plinio, con mucho cuidado, levantó
una pernera del pantalón y palpó la
rótula.
—Llevaba usted razón, don Lotario.
Las tiene recias como los nudillos.
—Bueno, ¿y qué…? A mí me da
mucha lástima.
—Y a mí también. Vamos a avisar al
juez.
Cuando volvían por el pasillo
estrecho, don Lotario soltó una de las
suyas:
—Más tira pelo de hembra que
cable de cabrestante, como dicen los
marineros.
—Ahora caigo —dijo Plinio
dándose un manotazo en la frente.
—¿En qué?
—En donde vi por primera vez en
mi vida esos nudillos gordos.
—¿En dónde?
—En las manos de un joven muy
serio que se hospedó en la pensión
Marquina los días del carnaval de
1935… A mí no podían despintárseme
unas manos así.
—Bien, coño, bien… Nunca fallas,
Manuel. Eres muy grande.
-Se hace lo que se puede.
Otros blogs que te pueden interesar.
0 comentarios:
Publicar un comentario