Plinio, en su despacho de la G. M.
T., a falta de mayores ocupaciones, leía
a don Lotario el número de «El Caso»
donde se contaba con minucias el
hallazgo en Madrid del cuerpo muerto
de la María Luisa, dueña de los
inmuebles pecaminosos que regentaban
en el pueblo la Toledo y la Isabel. El
hombre leía con mucho reposo y
orquestación de voz, si bien a veces
hacía un alto para echar un reojo a las
fotos que ilustraban el reportaje o dar
una chupada al cigarro que se consumía
sobre el borde de la mesa. Así estaban
las cosas cuando el cabo Maleza entró
con cara de modorra:
—Jefe, ahí está el más mozo de los
Cucharones, que quiere hablar con
usted.
—A ver si te despabilas, hombre,
que más que guardia pareces un sereno.
—Es que estoy muy mal dormío,
jefe.
—Ya se nota, ya. Dile que pase.
José García Cucharones llevaba una
trinchera muy ceñida, boina perlada por
la lluvia, cigarrillo en el rincón del
labio y botas altas. El mozo no se hizo
rogar:
—Manuel, mi abuelo, que se está
muriendo y quiere hablar con usted.
—¿No será con el cura?
—No, ha dicho que con Plinio, el
jefe de la guardia municipal.
Desde que amañanó, llovía menudo.
Los sin paraguas echaban carrerillas con
la cabeza agachada. José García
Cucharones, con gabardina, boina y
botazas, andaba bien derecho, casi
despectivo. Plinio y don Lotario, bajo
un solo paraguas, fueron hasta el coche.
—¿Y qué le ha pasado a tu abuelo?
—Yo qué sé. Ha sido
una banca, al lado de la chimenea, en la
habitación más honda de la casa, que
toda la vida fue cocinilla de gañanes.
Pero desde que se trocaron mulas por
tractores y se vino a vivir con él el hijo,
la nuera se la apañó de alcoba al viejo.
Apoyado en una torre de almohadas,
en camisón y con la boina puesta,
respiraba con mucho son, los ojos
entornados y las manos cruzadas sobre
el pecho. Las llamas de la chimenea le
echaban reflejos en la cara
congestionada. La nuera, el hijo y unas
vecinas vestidas de oscuro, rodeaban al
enfermo.
—Ya está aquí Manuel Plinio —dijo
una.
—Dejadlo solo conmigo —pidió el
viejo mirando de ladillo.
Todos salieron remisos. Incluso don
Lotario, que esperaba ser admitido
como ayudante de Plinio.
—Manuel, siéntate en ese serijo —
le dijo cuando salió el personal y sin
abrir los ojos.
Alguien antes de salir había avivado
la lumbre, y unas llamas maestras
echaban oriflamas en las cales de la
cocinilla. Cucharones respiró hondo y
dijo con voz segura:
—Manuel, te he llamado para
confesarte que maté a un hombre y no
estoy arrepentido.
Plinio se pasó la mano por la cara,
como para ponerse en situación:
—Vamos a ver si nos entendemos.
¿Te das bien cuenta de lo que dices?
—Claro, hombre.
—Tú sabrás… ¿Cuándo lo mataste?
—Hace muchos años… Me pisó dos
veces la concejalía y luego se casó con
la que fue mi novia. Toda la vida me
hizo mal, Manuel.
—¿Cómo se llamaba?
—Polonio Torrija, el Andaluz.
Plinio no pudo evitar un mohín de
sorpresa y al viejo no le pasó
inadvertido.
—¿Es que no te lo crees, Manuel?
Plinio no respondió, porque en
aquel momento intentaba recordar si fue
el domingo cuando vio a Polonio por
última vez… o el sábado, cuando los
invitó Pepe Pérez a cervezas.
—Yo estaba muy harto de él,
¿sabes? Me pisó dos veces la concejalía
y luego se llevó a la Rosa, que me
gustaba mucho por el buen corte de cara
que tenía y aquel pelo tan renegro.
El viejo dio un suspiro hondo y con
el dorso de la mano se limpió el sudor
de la frente.
—Estoy muy malo, ¿sabes? El ahogo
este me mata. Pero antes que se me corte
el habla quería contártelo y quedarme
tranquilo… Sobrábamos uno de los dos.
En los pueblos los enemigos se hacen
mucho bulto. Durante largo tiempo
cavilé en cómo me lo quitaría de
encima.
—¿Y cuándo fue?
—Ya te digo que hace mucho
tiempo. Por el año quince. Estaba yo
acabado de salir de quintas.
Plinio ya estaba seguro de que la
última vez que vio a Polonio Torrijas
fue el sábado, cuando convidó Pepe
Pérez.
—¿Y cómo lo mataste?
—Manuel, si no te importa dame un
trago de ese vasete que hay en la
cornisa.
Plinio le puso junto a la boca un
vaso con cierto líquido amarillento.
—Como yo sabía que siempre, al ir
a su casa, pasaba por ese solar donde
están los camiones viejos —continuó
Cucharones—, ahí junto a la gasolinera,
una noche me aposté entre la chatarra, y
cuando vi que cruzaba silbandillo —
porque siempre iba silbandillo—, lo
llamé: «¡Eh, Polonio, un momento!». Se
paró en la oscuridad. No me distinguía
bien. Me acerqué, y antes de que se
apercibiese le di tres garrotazos en la
cabeza y lo dejé seco. Seco total.
—Pero amigo —le dijo Plinio,
pasándose los dedos por las comisuras
—, si en el año quince en el pueblo no
había camiones, ni Cristo que los fundó.
—Claro que había. Tú es que eres
muy joven y no sabes cómo se viajaba
en aquellos tiempos… Pues como te
decía, lo dejé seco total. A rastras lo
llevé donde tenía pensado y lo dejé bien
tapaico con la chatarra y las tablas de
los camiones viejos… No creas que me
he arrepentido un solo momento. Pero
ahora, al verme en las últimas, pensé:
voy a decírselo al Jefe, no sea que algún
día se descubra el cadáver y culpen a
algún inocente.
—¿Y en tantos años nadie vio nunca
el esqueleto?
—Qué va… Allí está, entre el orín
de los hierros camioneros.
Se derrumbó la hoguera y la
cocinilla quedó muy oscura. A la luz
garnacha de los tizones desparramados,
apenas se sacaba el perfil del viejo
Cucharones. Callaba. Tal vez dormía. Le
sonaban los bronquios a cocción. Plinio
salió sin hacer ruido.
Plinio y don Lotario, para poder
hablar tranquilos, se quedaron en el bar
«Gol», cerca de la casa de Polonio
Torrijas. Era temprano, y los chicos de
la barra preparaban las tapas.
—Pues sí, don Lotario, eso me ha
dicho. Que lo mató el año quince.
—Qué disparate, y cómo se ponen
las cabezas con los años. ¿Cuándo
estuvimos con Polonio tomando
copas…? Hace na.
—El sábado pasado, cuando invitó
Pepe Pérez en el casino.
Así que terminaron las cañas, Plinio
se puso polvos de talco en una manchita
que le cayó en el uniforme gris, casi a
estreno.
—Bueno, pues vamos para allá.
—¿Adónde, Manuel?
—Adónde va a ser, a casa de
Polonio Torrijas.
Don Lotario quedó mirándole a los
ojos con mucha gravedad.
—¿Pero es que piensas, Manuel,
que…?
—Sólo un asomo de pálpito, como
usted llama a mis ideas.
—¡Qué tío!
Hasta que llamaron por cuarta vez
no se oyó rebullir a nadie en la casa de
Polonio Torrijas. Por fin abrió una mujer
con muy buen corte de cara y el pelo,
todavía negro, recogido. Los entró hasta
la cocina, donde guisoteaba. Casi sin
hacerles caso volvió a sus sartenes.
—¿Está tu marido?
—No sé.
—¿Cómo que no sabes?
—¿Y yo que sé cuándo entra ni
cuándo sale mi marido?
—Pero ¿sabrás si vino a acostarse
anoche, por ejemplo?
—Pues no. Se acuesta a la hora que
quiere, como quiere y donde quiere.
—¿Desde cuándo no lo ves?
—No sé si hace dos días o dos
horas. Ya estoy muy vieja. A lo mejor
está todavía en la cama… o no se ha
acostao. Así anduvo toda su vida de
desmadrado.
—Anda, Rosa, mira a ver si está en
la alcoba.
Sin contestar, pasó ante ellos, cruzó
la habitación contigua, en la que había
una mesa camilla y una cómoda antigua,
y entreabrió la puerta del fondo.
—Ahí lo tienes. Durmiendo como un
lirón a las doce de la mañana.
Plinio se asomó sobre los hombros
de ella. De espaldas y con el embozo
hasta las orejas, estaba Polonio Torrijas.
—Ahora es capaz de quedarse en la
cama hasta mañana.
Don Lotario, por delicadeza, no hizo
ningún comentario. Como arreció la
llovizna, puso los limpiaparabrisas.
Plinio lió un «caldo» con aire muy
concentrado.
—¿Dónde vamos, Manuel?
—Al Ayuntamiento… Como verá
usted esto de los pálpitos a veces resulta
una estafa.
—No tiene importancia, Manuel.
En el portal del Ayuntamiento
Maleza charlaba con Nicomedes, el jefe
de los barrenderos municipales.
—Aquí Nicomedes, Jefe, que quería
decirle algo.
—¿Qué pasa?
—Que anoche, Jefe, cuando pasaba
junto al solar que hay frente a la
gasolinera, ahí donde están amontonados
los camiones viejos, oí un grito, vi cómo
dos hombres reñían. Mejor dicho, que
uno le pegaba al otro palos en la cabeza.
Como está tan oscuro, no los conocí.
—¿Y no los separaste?
—No, Jefe, me fui. No me quise
meter en líos.
—Ya… Vamos al coche, don
Lotario.
Nicomedes se quedó con la palabra
en la boca y Maleza con gesto imbécil.
Apenas les abrió la mujer de
Polonio Torrijas, con su cara de buen
corte y el pelo negro tan recogido,
Plinio, seguido del veterinario, entró a
toda prisa, sin decirle palabra.
—Pero ¡qué asuras son ésas!
Cruzaron la cocina, la habitación
con la camilla y la cómoda antigua, y de
un manotazo abrió Plinio el cuarto
donde dormía Polonio Torrijas.
Llegó la mujer con las manos en la
cadera:
—Pero ¿qué quieren ustedes otra
vez?
Plinio movió suavemente el cuerpo
de Polonio, que seguía en la misma
postura. En seguida levantó el embozo
con cuidado, le descubrió hasta medio
cuerpo. Estaba vestido. La cara
hinchada, la frente partida, manchas de
sangre y orín en todo su cuerpo. Lo tocó
don Lotario. Estaba totalmente frío.
Se apartaron para que la mujer del
pelo renegro pudiese ver a su marido.
Se quedó inexpresiva, con las manos
cruzadas y los ojos tristes.
—Oye, Manuel —le dijo don
Lotario en voz baja y misteriosa.
—¿Qué?
—No ves como tus pálpitos nunca
fallan.
—Gracias… Pero ¿por qué habrá
esperado a ser viejo para matarlo?
—… Todo lo que dura mucho
tiempo acaba siendo patético, Manuel.
—Se ve que el pobre tuvo fuerzas
para venir a morir en su cama.
—Lo que es la querencia, Manuel.
Por fin, Rosa, la viuda recientísima,
empezó a pistonear un llanto con mucha
lentitud.
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