Por la mañana nos dimos cuenta que la habitación no tenía tres camas, como creímos la noche anterior, sino cuatro. Las tres que estaban pegadas a los arcos, entre las columnas; y la cuarta, de matrimonio, detrás de las cortinas… Por eso la segunda noche fue peor si cabe. Cuando volvimos del cine, en la cama que dejó vacía el detenido, había un cura. En el perchero de árbol estaba colgada la sotana, algo brillante y casi
rozando el suelo.
La teja, en la silla, sobre los pantalones muy bien doblados. Al cura apenas se le veía la cabeza, pues como es propio en una habitación con extraños, se tapaba hasta la coronilla para no ver ni ser visto… Y cuando Delfín y yo estábamos en ese momento de desnudarse que consiste en sacarse la camiseta por la cabeza, se abrió la puerta del pasillo a lo bestia, y el patrón, con el pijama azul y el pelo blanco despeinado, hizo pasar entre las cortinas a una mujer que nos miró de reojo, y a un guardia civil con una maleta muy grande. Así que nos acostamos, apagamos la luz, que se manejaba con la perilla, y
claro, sólo quedó encendida la luz de la cuarta cama transluciéndose por las cortinas.
Por los ruidetes de zapatos y roces de ropas, se notaba que el guardia civil y la señora se estaban desnudando. También se oyó abrir una maleta, y el de unas monedas que cayeron al suelo. Por las rendijas de nuestro balcón se veían las tristes luces de siempre… El cura ni se rebullía ni roncaba. Y enseguida se oyó cuando primero un cuerpo y enseguida el otro, se dejaron caer sobre la cama que estaba detrás de las cortinas. Noté que el somier sonaba a cada meneo de los acostados.
Apagaron la luz y se pusieron a hablar en voz muy
baja. —Mira que como sean recién casados, Quico —me dijo Delfín de cama a cama con voz casi de suspiro. De la calle llegaban palmadas y ruidos de chuzos… Y dentro hubo un momento que se oyeron risitas nerviosas, pero como pasaron minutos sin otra cosa especial, me debí quedar transpuesto, hasta que la señora del guardia civil dio un gritito muy ganoso acompañado de unos gruñidos intraducibles de él. Abrí los ojos y vi que los balcones estaban entreabiertos, y el señor cura fuera, de bruces sobre la baranda, con la sotana puesta sin abrochar y fumándose un cigarrillo.
Como noté que Delfín se rebullía, alargué la cabeza hacia su cama y en voz de aliento le pregunté. —¿Qué pasa? —¡Qué nochecita! ¡Es la segunda vez!… Tú como no te enteras de nada. —¿Y el cura qué hace en el balcón? —Ya puedes imaginarte. Lleva ahí lo menos una hora. A través de las cortinas se vio la luz de una cerilla, y enseguida el relumbre de un cigarro. Por lo visto el guardia civil fumaba tan satisfecho sobre el embozo, mientras ella le hablaba entre risitas. —No hay derecho a esto —dijo Delfín— sobre todo por el cura.
Poco después dejó de verse la luz del cigarro, y enseguida sonó el ronquido leve del guardia civil. Se entreabrió la vidriera del balcón, el cura hizo oído unos segundos y al comprobar que todo estaba en paz, tiró el cigarro a la calle, y entró friolento, frotándose las manos. Colgó la sotana en el perchero y se metió en la cama con discretos gruñidos de placer. —… Desde luego mañana nos vamos de aquí aunque sea a la posada —me dijo Delfín.
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