Aquel convento de los años cuarenta olía a cocido frío. En el anchísimo patio sólo había tres o cuatro árboles resecos y doblados, como si les doliera el riñón. Y en el portal, casi siempre se encontraba a un frailecillo tímido, que andaba muy deprisa, hacía reverencias a todo el que entraba, pero no se detenía con nadie. Sobre el descanso de la escalera que llevaba a la clausura, encima del cuadro de la Virgen, había una luz naranja que no se apagaba jamás. Por la puerta entreabierta del refectorio, se veía a
todas horas la mesa larguísima, con servilletas azules enrolladas dentro de los vasos. Y en la celda del padre paralítico, sonaba la radio hasta la madrugada. Se celebraba el santo del Prior en la galería de los ventanales altos, que daban al corral.
Allí colocaban muchas sillas en fila, como en las iglesias, para que se acomodaran los felicitadores que venían de asiento. Y el padre Prior, como era tan sencillo, en vez de sentarse en un solemne sillón que había al fondo, andaba de un lado para otro, con el cigarro en la boca y la sonrisa inapeable, recogiendo las felicitaciones y regalos que le traían las señoras y
señoritas del pueblo. A las horas punta del santo día del Prior, las mujeres que llevaban presentes modestos esperaban cohibidas en los rincones, con el paquetillo o la perdiz muerta clavada en el pecho, hasta que la ricachona de turno entregase al padre la caja grande, envuelta en papeles de seda, que le porteaba la criada. Y las que no traían más regalo que su felicitación y el beso para el escapulario, con la sonrisa mendigante, aguardaban sentadas en la última fila a que el homenajeado las mirase y les diera turno. El padre Prior, sin apearse aquella sonrisa de santo complacido, recibía los
presentes —que en seguida pasaba a un lego encorvado— alzando los brazos, si el donante era de mucha amistad; echándole la mano, si sólo era señor conocido; y ofreciendo el escapulario a las mujeronas que zureaban sumisas.
Para demostrar que cuanto le decían le hacía muchísima gracia, sacaba una risa con pedorretas, y meneo de cabeza muy expresivo. Y creyéndole de verdad tan contento como parecía, siempre comentaba alguna: «Qué alegre es el padre. Un verdadero bendito de Dios». Así que la regaladora le ponía la tarta delante de los ojos para que se enterase de su tamaño y composición, él juntaba las manos gozosísimo, como si
fuese la primera tarta que veía en su vida, y comenzaba el mismo paso con escasas variaciones: —¡Hija mía! Muchísimas gracias por esta tarta tan magnífica. Promete estar suculenta. —No tiene importancia, padre. Que los tenga muy felices, que es lo que yo deseo. —¡Que Dios se lo pague! —Ya estoy pagada, padre, con su presencia. —Gracias, hija, gracias y siéntese a tomar una copita. —Muchísimas gracias, padre, pero yo sólo bebo agua. —Pues siéntese y tome una copita de
agua… —Muchísimas gracias, padre. Sólo un momentico, porque quiero llegar a tiempo a la novena.
En aquellos tiempos heroicos, un jamón era lo mejor que se podía regalar incluso a los frailes. —Ay, doña Rosa, que Dios le pague ese jamón tan suculento. —Que usted se lo tome con salud, padre. —Muy amable, pero la salud me la dará él. —La tiene usted muy buena, gracias a Dios, padre. —Qué cosas dice, doña Rosa… Por favor, Fray Julián, llévese este
estupendo jamón de doña Rosa, y métalo en la despensa. (Qué cosas tiene el padre. Y que lo meta en la despensa. Pues no lo voy a meter en el cuarto de la plancha —se iba rezongando el lego con el jamón puesto como en bandeja para que no le rozase el hábito). —Qué preciosidad de regalo, doña Jacinta, una cabeza de cerdo, con esa envoltura tan señora. Debe haberle costado una fortuna. —No tiene importancia, padre. Usted se lo merece todo. —Sí la tiene, hija mía, sí la tiene para unos pobres como nosotros. —Le digo y le repito que usted se
merece todos los dones celestiales. —No tanto, no tanto.
Que nunca es tan bonito el jardín como lo pintan. —… Ande, Fray Julián, llévese esta magnífica cabeza de cerdo a la despensa. —A mí me enternece mucho esta gente tan sencilla del pueblo. De verdad se lo digo, don José. —Muchas gracias, Osoria, por ese pollo tan gordico. Es usted un ángel. —No tiene importancia, padre, que le sirva de compañía en este día de su santo. —Muy reconocido, Osoria… Tome, Fray Julián, póngalo en el gallinero. (Claro, pues si le parece lo voy a
poner en la despensa. Te digo que). Al final de la mañana y al final de la tarde de su día —menos mal que la siesta remediaba mucho— el padre Prior se sentía cansado, la sonrisa perenne le quedaba bastante desdibujada, y a lo mejor le daba a besar el escapulario a la misma señora por segunda vez. La mayor parte de las felicitadoras, después de la efusión, se sentaban en las sillas de la galería, y como en el teatro, se dedicaban a contemplar al Padre, a las otras y los otros; y claro, a contar los jamones que llevaba Fray Julián a la despensa. Los hombres solían permanecer de
pie, haciendo corrillos, esperando que el lego les diese la copita.
Don Antonio, que tenía muchísima confianza con todos los frailes del convento, les gastaba bromas atrevidas. —«Ay qué don Antonio este» —le replicaban. Fray Ambrosio, que nunca miraba de frente y tenía las cejas muy chocadas y peludas, era el encargado de repartir las copitas que llenaba con los licores que acababan de regalar al Prior. Las cajas de puros no se las entregaba el padre Prior a Fray Julián, y formaban rimero detrás de una maceta, sobre el velador de la galería.
Las señoras de mucho pote que le
traían regalos especiales, los desenvolvían ellas mismas para que los viese el público en general. A primera hora de la mañana, llegaban las hermanitas con las caras sonrientes, palidísimas y muy alujeras. Y siempre le llevaban de regalo una medalla chiquitita, que el padre Prior la alababa mucho cabeceando y mordiéndose el labio de abajo. —Sois muy buenas, hermanas. Es un detalle precioso el traerme una medalla con la imagen de mi patrona castellonera la Virgen de Lidón. —Fray Julián, por favor, ponga usted esta preciosidad en sitio preferente.
—No faltaba más, padre (… Sitio preferente en el baúl de los cadáveres como yo le digo. A que le han regalado más de doscientas medallas con estuche desde que es Prior.
Qué disparate). Las hermanas no tomaban copita, pero se quedaban un rato echando risitas entre las tocas almidonadas. Casi a la hora de comer llegaba el señor Alcalde con algunos concejales, que saludaban muy respetuosos al Prior, pero no traían regalo alguno. Sin embargo, éste, en seguida les ofrecía personalmente copas y cigarros de una de las cajas regaladas que tenía tan bien apiladas en el velador de la galería,
detrás de la maceta. Y luego se acercaba a ellos don Antonio, el señor que tenía tanta amistad con los frailes, porque era como de la casa, y contaba chistes que Alcalde y concejales, escuchaban sonriendo y con la copa en el aire.
Cuando se aproximaba la hora de comer, los legos recogedores de regalos y repartidores de copitas, no podían ocultar su impaciencia. Hasta que don Antonio decía en voz alta y de manera muy simpática: —Habrá que empezar la retirada, porque los padres querrán comer y descansar un poquito. Todos se daban por enterados, y empezaban los despidos, aunque
siempre quedaba alguna señora rezagada que le decía al Prior alguna cosa al oído. Él la escuchaba con gesto grave, que enseguida endulzaba, a la vez que le hacía una recomendación batiendo la mano derecha con el índice alzado. En el portal, se encontraba uno con el frailecito tímido, que iba muy deprisa hacia el refectorio, haciendo reverencias a todos y sin detenerse con nadie.
Por el pasillo del fondo, el lego barrigudo y con los ojos tan juntos, empujaba el carrillo del padre paralítico. Los únicos que permanecían rezagados en la galería eran el señor Alcalde, don Antonio, y algún íntimo
más, invitados a comer en el convento. Antes de entrar en el refectorio, el padre Prior, con la pila de cajas de puros bajo el brazo, iba un momento a su celda.
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