Aquel día de septiembre de 1939, el rápido de Andalucía, que camino de Madrid, debía pasar por Cinco Casas a las ocho de la mañana, llegó después de la una. Delfín y yo nos refugiamos en el barecillo de la Manuela: cuatro mesas de mármol, y detrás del mostrador, un anaquel con botellas. La Manuela era muy alta, con el pelo blanco y la cara de pocos amigos. Como andaba dando zancadas muy largas, a cada nada le
chocaba el muslo con los picos de las mesas. Cuando la Manuela no tenía nada que hacer, liaba un cigarro y se lo fumaba de codos sobre el mostrador con gesto de muchísima ausencia… Fue la primera mujer que vi fumar en mi vida. Aquel día de septiembre, el rápido de Andalucía salió de Cinco Casas, camino de Madrid, a las tres de la tarde pasadas. Estuvo más de dos horas parado en una vía muerta, con la locomotora sollozando muy malamente, y los ferroviarios mirándola con cara de muchísima tristeza.
Y no hubo forma de reanudar el viaje hasta que llegó de Alcázar de San Juan otra locomotora de parecido pelaje, pero que sollozaba y
echaba los vapores de manera más avenida. Hasta entonces, Delfín y yo, cansados del barecillo de la Manuela, paseamos a lo largo de la vía, mirando a los viajeros de Argamasilla y Tomelloso, que dormitaban en el andén, entre las maletas. Detrás del casutín de la estación se veía la chimenea de una fábrica de alcohol. Ya bastante tarde pasó el correo que bajaba hacia Andalucía con un vagón lleno de soldados que cantaban cosas nacionales, asomados a las ventanillas. Aquel día de septiembre, tardamos desde Cinco Casas a Madrid doce horas, porque en Alcázar de San Juan
estuvimos hasta las once de la noche, pues no sé cuántos trenes militares tenían interceptadas las vías. Al menos eso dijeron.
Los coches iban atestados de gentes con cestas y maletas de cartón. Tuvimos que hacer todo el viaje en el pasillo. Algunos soldados decían chistes a ratos y bebían vino de una bota muy grande. También iban hombres pálidos, con la boina en el entrecejo; y mujeres con los pañuelos de la cabeza muy ceñidos, se meneaban cansinas al compás del traqueteo y echaban reojos a los soldados bromistas. Desde el metro de Sevilla, hasta la «Pensión La once» de la calle de
Echegaray donde teníamos camas reservadas, fuimos con las maletas a cuestas. A pesar de la hora se veían por aquel barrio jóvenes con bigotillo o vestidos de militares, que entraban y salían a las tabernas diciendo varoneces o cantando sones de las trincheras. También se veían busconas con cara de hambre, una flor en el pelo, y badajeando sonrisas y molletes. Nos abrió la puerta de la pensión un hombre en pijama y con el pelo blanco. —Ya creí que no venían —nos dijo cuando supo quiénes éramos. —¿No habrá algo de cenar? —¡Qué va! A estas horas. Fuimos tras él por un pasillo muy
largo, casi en tinieblas. Al fondo estaba nuestra habitación. —Os advierto que tenéis compañero. —¿Cómo? Ni contestó. Abrió la puerta de mala manera y encendió la luz del cuarto. —Ahí están las dos camas vacías. Cerró con un portazo y marchó sin más, arrastrando las zapatillas.
Era una habitación muy grande, con tres arcos, sobre dos columnas delgadísimas con cortinas. La cama más próxima al balcón, estaba ocupada por alguien tapado hasta la cabeza. Debía estar despierto por la manera que tenía de rebullirse.
—No deshacemos las maletas —me dijo Delfín en voz baja— porque si mañana no nos dan habitación para nosotros solos, marchamos. Sentados en las camas cenamos pan y chocolate. Mientras masticábamos mirábamos las paredes sucias, un armario de luna con ladeo de naufragio, y el bulto de aquella persona que ocupaba la última cama.
Caímos como serranos. Pero no llevaríamos una hora de sueño, cuando abrieron la puerta del cuarto de un empujón violento y encendieron la luz. Me desperté soliviantado. El hombre del pijama y el pelo blanco venía con otros dos.
—Es el de la última cama —señaló. Y los dos recién llegados avanzaron con las manos en los bolsillos de las gabardinas. Uno, al verme algo incorporado, y seguro que con cara de susto, me dijo: —¡Tú, a dormir! Me escurrí entre las ropas en la posición que estaba, mirando hacia la puerta. Delfín, sí que podía mirar entre las sábanas hacia la última cama, según me contó luego. —¡Eh, tú, venga sal de ahí! —gritó uno de la gabardina al de la última cama. —¡Venga! —Sonó un golpe seco. —Déjalo ahora —dijo el otro.
Yo, entre las sábanas, veía al patrón clavado en la puerta, con las manos en los bolsillos del pijama y una sonrisa turbia. —Vístete rápido. Desde entonces sólo oí resollar, roces de ropas, de zapatos. —¿Es ésta tu maleta? —¡Ábrela! Ruidos de cosas que caían al suelo, crujir de papeles. —No hay nada. —Venga, marchando. Lo vi de espaldas, cuando salía entre los otros. Era muy alto e iba despelunchado, sin nada en la cabeza. Salieron. El patrón cerró con la
fuerza de siempre, pero no apagó la luz. Delfín y yo nos miramos sobre los embozos. En el suelo, al pie del armario había ropas, zapatos y una brocha de afeitar. Otras prendas asomaban por la maleta abierta y tirada en el suelo. Enseguida volvieron a abrir la puerta de un empujón. Era el patrón, claro.
Sin mirarnos, recogió de mala manera todo lo que había en el suelo, lo metió en la maleta, sacó una gabardina del armario y registró todos los cajones. Cargado con todo, pasó delante de las columnas finísimas. Ahora sí apagó la luz, y como siempre, cerró a lo bestia. La poca luz de la calle Echegaray se filtraba por las rendijas del balcón, y
dejaba entrever la cama vacía. Hablamos en voz muy baja Delfín y yo. Al poco se oyó un coche que arrancaba debajo mismo del balcón.
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