Aunque faltaban unos minutos para las seis, hora de dejar la faena, los oficiales del taller habían parado las máquinas, y con disimulo se cambiaban las alpargatas, sacudían la boina y se guardaban el tabaco. De pronto, José Moya, que miraba por un ventanal, gritó a los compañeros más próximos: —¡Eh! ¡Eh, quién viene ahí! ¡Antonio! Con la capa azul aunque apenas hacía frío y la gorra de visera negra, avanzaba con aquel su aire telendo,
telendo de siempre. Mi padre y el abuelo, que andaban por allí con sus trajines, se asomaron a la puerta del taller con cara de sorpresa gustosa.
Antonio fue el encargado de la fábrica desde veinte años atrás, hasta que al acabar la guerra lo metieron en la cárcel por ser miembro de la C.N.T. —Pero si ayer hablé con su mujer y me dijo que seguía preso en Alcázar — dijo Peláez que se había acercado a mi padre y al abuelo sin quitarle los ojos a Antonio que ya estaba a pocos metros de la puerta roja de la fábrica. El abuelo, emocionado, salió hacia él, y sin dejarlo entrar ni decir palabra,
uno a uno lo abrazaron en la misma puerta. Por fin entró al taller y todos le hicieron corro. —¿Cuándo lo han soltado? —… Esta mañana. —Ayer hablé con su mujer y no sabía nada. —No… He llegado poco después de las tres… Yo tampoco lo supe hasta ayer tarde. —Lo que pasa es que viene usted a trabajar casi a la hora de irnos —le dijo mi padre bromeando. —No, no venía a trabajar. Venía a verles. —Pero mañana sí que empieza.
—Hombre, déjale que descanse unos días —comentó el abuelo. —No… No vendré a trabajar en mucho tiempo… El lunes lo más tarde, tengo faena… en otro sitio.
El abuelo guiñó los ojos como queriendo descifrar la causa de todo aquello. Bajo la capa se le veía a Antonio el traje de los domingos ya bastante brillante, y la camisa sin corbata. Estaba muy pálido, había adelgazado y la papada se le arrugaba apenas movía la cabeza. Después de haber dicho lo de «otro sitio», clavó los ojos con mucha amargura en el suelo envirotado.
—¿A otro sitio? —le preguntó Moya, también con el entrecejo investigador y al tiempo que comenzaba a desabrocharse el mono. —Sí… —¿Con quién? —Con el que todos sabéis. —¿Pero no te denunció él? —le preguntó mi padre sin comprender. —Sí… Pero ayer se presentó en la cárcel de Alcázar y dijo que retiraba la denuncia si me iba de encargado a su fábrica… Y claro, mejor se está en libertad aunque sea con ese bicho, que en la cárcel.
Y se quedó muy serio, con la boca apretada y mirando al abuelo, que lo
tenía enfrentico. Se hizo un silencio largo. Y Antonio, de pronto, empezó a llorar. Pero a llorar muy fuerte —nunca se me olvidará— sin bajar la cabeza, sin hacer ademán de quererse limpiar las lágrimas, con un son desgarrante. Todos los miraban fijamente, entre doloridos y asombrados por aquel llanto tan seco, tan de hombre. Con ambas manos agarradas a los embozos colorados de la capa, y dejando que las lágrimas rodasen hasta la cadena del reloj que le cruzaba el chaleco.
Cuando remitieron sus sollozos altísimos, y el silencio era total en el corro, sonaron las seis en el reloj negro,
que cubierto de aserrín y telarañas, estaba sobre la puerta del corralillo. El hermano Francisco, el decano de los obreros de la casa, que ya jubilado, iba todos los días para hacer cosas menudas, se apartó del corro y tocó la campana para avisar que había terminado la jornada. Sonó con menos fuerza que nunca y entre la indiferencia de todos… El hermano Francisco volvió al corro con paso inseguro y tocándose el ancho bigote blanco, como arrepentido de su diligencia campanera. De todas formas sus ojos azules no parecían atentos a lo que allí ocurría. Cuando Antonio se serenó un poco, se secó las lágrimas, y cada cual empezó
a ponerse la chaqueta y la boina. —No os marchéis que vamos a despedir a Antonio con unos vasos de vino —dijo el abuelo queriendo quitar tensión al trance.
—Voy a recoger la herramienta — dijo Antonio con voz de suspiro. Y se acercó a su banco, vacío desde que lo encarcelaron, que estaba junto al despacho, y desde el que dominaba todo el taller. Abrió con llave el armario de la herramienta, que estaba colgado encima del banco y fue sacando aquellos útiles, siempre tan cuidados, de su viejo oficio. El cepillo, los formones, el serrucho, el berbiquí, las barrenas… Todo lo colocó en la espuertilla que
utilizaban cuando iban a trabajar a la calle. Gabriel, el aprendiz de las piernas delgadísimas y que siempre estaba haciendo píldoras, se acercó: —Señor Antonio, si quiere se la llevo yo, como siempre. —Está bien, Gabrielillo. Y salieron todos unidos en grupo al patio de la fábrica. Mi padre y mi abuelo, ya sin los guardapolvos; Gabriel con el esportillo de la herramienta y Antonio contando las cosas de sus tristes semanas de encarcelado. —Si en vez de apuntarse usted a la C.N.T. se hubiese apuntado a la U.G.T. como le dijeron no lo habrían apresao.
Antonio sonrió con amargura: —Si te dijera lo que le han hecho a ciertos amigos de la U.G.T. A la abuela no le hizo ni pizca de gracia —como siempre que se trataba de convites— el tener que sacar el queso en aceite y media arroba de tinto para hacer la despedida de Antonio. Que a la gente también se la puede despedir sin darle na, digo yo. O a lo más un vaso de vino a secas. Pero fue un copeo poco hablado. Todos con el queso untado y verdón en una mano y el vaso en la otra, bebían, masticaban en silencio y miraban de reojo a Antonio.
La abuela y la tía Frasquita, bastante apartadas, junto a la escalera de hierro, sentadas frente a frente, y ocultando las manos bajo el mandil, seguro que rezaban el rosario con disimulo. Cuando dieron de mano con el queso, encendieron los cigarros, y siguió corriendo el vino, mientras Antonio contaba cosas de la cárcel y las astucias de su nuevo patrón. Sobre las hojas de parra que cubrían el patizuelo de cemento, calcaba el sol con sus últimos rojos.
Antonio, al echar la despedida final, puso otra vez la cara muy contrariada, pero no llegó a llorar. Se detuvo un poco con la abuela y la tía Frasquita, y luego
fueron todos tras él hasta la portada. —Así que pueda, si es que algún día se acaba esta tragedia, volveré a trabajar con ustedes. Adiós, maestro. ¡Salud, compañeros! —Y de pronto, echó a andar, seguido de Gabriel el aprendiz, el de las piernas finas, con la espuerta de la herramienta al hombro, mientras el abuelo, papá, el tío y los operarios quedaron en la portada comentando.
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