En el pequeño círculo se supo que aquella noche llegarían los nacionales al mando del Teniente Coronel Lanuza, que era del pueblo. Sería hacia medianoche. Las calles estaban vacías, pero en casi todas las casas se veía luz entre persianas. Las puertas del Ayuntamiento, cerradas, sin guardias. Sólo estaban iluminados los balcones altos. Con la casa de la C.N.T., antes Casino de San Fernando, pasaba igual. Sólo rendijas de luz. Un viento marcero, fino y rasurante,
limpiaba la plaza. Los quince o veinte amigos, chicos y chicas, llegaron en grupos. Bajo los árboles de la Glorieta paseaban nerviosos, con una euforia que se notaba en la manera de chupar los cigarros, de cogerse del brazo. Otra vez España cambiaba de rumbo. Todo desierto y callado, hecho el vacío, para empezar un nuevo camino. Cada no sé cuántos años aquí pasa eso.
El colapso total. En otros sitios los cambios son licuados, casi se notan. Aquí, las viejas sangres cruzadas se confrontan cada temporada. Y la historia de España se parte por la mitad, con un crac seco. La soledad y el silencio de las primeras noches de la guerra y el de la que
cuento, eran parejos. Chicos y chicas iban y venían por la Glorieta, frotándose las manos, haciendo planes. El reloj dio las doce para ellos solos. Del puerto de Alicante salían barcos cargados de hombres con los ojos puestos en las luces que se quedaban. Por la frontera de Francia, cuerpos con bultos al hombro. Por la de Portugal, no. Un soldado republicano, con grueso macuto al hombro y apoyado en un palo, llegó a la plaza. Andaba como borracho. Miró hacia un lado y otro, y sin poder más, se sentó en el bordillo de la acera. Los chicos y chicas que esperaban a los nacionales lo veían desde lejos,
callados. Con gran trabajo se quitó las botas. Se acarició los pies con gesto doloroso. Bebió de una cantimplora. Por fin, apoyándose en el palo, se incorporó de nuevo, descalzo y con pasos muy suaves, recomenzó a andar, mirando cada trozo de suelo donde ponía el pie. Se le adivinaba la cara contraída por el dolor. Al llegar a la esquina de don Gerardo, no pudo más, se sentó otra vez en la acera. Lloraba, lloraba con mucho ruido en aquella noche que creía sola.
De pronto se oyó un motor. Los chicos y chicas que paseaban por la Glorieta se olvidaron del soldado. Fueron hasta la esquina de la calle de
Socuéllamos. Eran ellos, seguro. Le hicieron señas al camión. Más bien era una camioneta con toldo. Al verlos, se detuvo nada más entrar en la plaza. Alguno reconoció a Lanuza en la cabina: —¡Lanuza! ¡Lanuza! El Teniente Coronel, luego de examinar unos segundos a quienes estaban allí, sonrió y bajó eufórico. Sobre la guerrera asomaba el cuello de la camisa azul. Se cubría con un gorrete ladeado, con borla. —¡Lanuza! ¡Lanuza! Todos querían abrazarlo, echarle la mano. Él sonreía con su bigote negro y los dientes blanquísimos. Aunque con cara de sueño, parecía emocionado. Por
si acaso llevaba desabrochada la funda del gran pistolón. —¡Lanuza! —Ya estamos aquí, Dios nuestro Señor lo ha querido. —Pero anda, que no os habéis hecho de esperar ni na. ¡Tres años! Casi todos los soldados, sentados dentro de la camioneta, dormitaban. Otros miraban al grupo con gesto de mucha fatiga. —Oye, perdona que te diga —dijo uno de los recipientarios señalando a los soldados—, pero los nacionales habéis hecho una entrada muy sosa en el pueblo. Esperándoos con tanta ilusión, y fíjate.
—Es verdad, nosotros soñábamos, qué sé yo —añadió una de las chicas—, con el no va más de alegría. —¿Cómo? ¿Nosotros sosos? —dijo el Teniente Coronel. Y asomándose a la carrocería de la camioneta, gritó: —Venga, muchachos, ánimo. Vamos a echar un «Cara al sol». «¡Cara al sol…!». Los soldados, recostados unos en otros o apoyados en los fusiles, empezaron con voces desacordes y desmayadas:
«Cara al sol con la camisa nueva…».
Los chicos y las chicas, firmes y con el brazo en alto, corearon con toda vibración. Era su primer grito público a favor de los vencedores.
Con el brío del coro, los soldados se animaron un poco. Pero Lanuza no quedó contento, y cuando acabaron, dijo muy dispuesto a darle gusto a sus paisanos: —Venga, muchachos, y ahora, nuestro himno:
«¡Ardor guerrero,
vibra en nuestras voces
y de amor patrio henchido el
corazón…!».
Los del pueblo, que no se sabían la letra, sólo repetían alguna palabra, así como «honor»… «honor». Cuando acabó el himno, el Teniente Coronel Lanuza, dispuesto a satisfacer más a los amigos, dijo a los soldados: —Venga, muchachos, ahora un «carrasclás»… Los soldados lo miraban con mucha tristeza, como pidiendo una cama por compasión. Sólo uno con bigotillo inició el «carrasclás». Lanuza se dio cuenta y se disculpó: —Los pobres están desechos. Llevan unos días que no os podéis
figurar. ¿Dónde habéis preparado alojamiento? —En el Asilo. —Bueno es. —Pero a ti te esperan en tu casa. —Ya lo sé. Primero voy a acomodar a éstos. —En el Asilo hay cuarenta camas. Unos camaradas os esperan. —Buenas son… Y mañana a las nueve en el Ayuntamiento, que empecemos a poner esto en orden. —Que falta hace… —Mañana o pasado vendrá una Bandera… Bueno, chicos, hasta mañana. ¡Arriba España! Todos lo saludaron con gritos, y la
camioneta salió calle de la Feria adelante, camino del Asilo. Desde la cabina, Lanuza se despedía con la mano.
Quedaron largo rato comentando la llegada y planeando para el día siguiente. Cuando ya se iban por la calle de la Independencia, a la altura de la farmacia de don Gerardo, vieron al soldado tumbado en la acera; dormido, con una respiración hondísima. Entre los calcetines gruesos y rotos se advertían los pies hinchados, cuajados de sangre. —El pobre no pudo más. Como pudieron, le quitaron la manta que llevaba terciada, y lo taparon. Lo arrimaron bien a la pared de la
farmacia. —¿Sabéis quién es? —No. Parece de la quinta del saco. Será un rojazo. —Mañana se encontrará bien.
Y siguieron calle adelante, frotándose las manos y haciendo planes. Al verlos marchar, alguien entreabrió uno de los balcones de la C.N.T. —Ya podemos —dijo hacia dentro. Poco después salieron cinco hombres con paquetes y maletas. Andaban premiosos, volviendo la cabeza hacia todos lados. Entraron por la calle de la
Independencia, y al ver el bulto junto a la puerta de la farmacia, se pararon en seco. Esperaron unos segundos. Uno de ellos se adelantó casi de puntillas. Contempló el cuerpo y en seguida hizo señas a sus camaradas. Agachándose, le acercó a la cara el mechero encendido. —¿Quién es? —preguntó uno de los que permanecían de pie. —No lo sé. Parece de las quintas últimas. —Será un desertor. Un traidor más. Y siguieron calle adelante, doblados por el peso, y expectantes.
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