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miércoles, 11 de abril de 2018

Plinio - Los nacionales (El muerto de la Loreta)



«No te creas que la ocurrencia de morirse unas horas antes de terminar la guerra». «Con un poco de paciencia se habría muerto con curas y entierro, como Dios manda». «Siete meses enfermo, siete meses como siete años, y justamente cuando están al entrar los buenos, que atina a morirse». «Eso, estando ya Dios, como quien dice, en las puertas del pueblo».

Así se expresaban poco más o menos las gentes, ya todas de derechas, que llegaban al velatorio del marido de la Loreta, una de las últimas noches del mes de marzo de 1939. El muerto estaba tan relimpio y estirado en una caja de chopo sin pintar. Amortajado con una sábana a estreno, y entre las manos un crucifijo muy grande de madera. Sí, un crucifijo de alcoba. No le calzaron botas, porque los muertos no andan, pero tampoco se determinó la Loreta a dejarlo a pie desnudo, que sería señal de mucho desamparo. 

De modo que le puso unos calcetines pajizos que no alcanzaba a cubrir la sábana. Que Lomas era bastantito alto y Dios sabe el trabajo que costó encontrar una caja a su medida en aquellos tiempos de carestía. Las gentes del duelo y la parentela entraban y salían con aire de desasosiego, pensando en otra cosa que en el pobre Lomas. Que no eran aquellos días para morirse. En la capilla ardiente, donde nada ardía, porque no había ni velas, estaba la caja a ras del suelo. Habían quitado los muebles y sólo dejaron una silla de peineta para que llorase la viuda. Los demás del duelo, de pie, con los ojos fijos en el ensabanado, comentaban en voz baja la radical disposición de la Loreta:
«Que tal y como estaban las cosas ya, a su marido no lo enterraban sin curas, cruz alzada, monaguillos y latines. Que ella esperaría lo que fuese con su Lomas allí, hasta que entrasen los nacionales y se pudiera enfosar a los muertos como toda la vida de Dios». 

Era inútil que parientes y vecinas trataran de convencerla: «Que no fuese loca, que a lo mejor los nacionales se descuidaban una semana y el pobre Lomas se iba a quedar muy desconocido». «… Y ni pensar que los curas del pueblo quisieran salir de su casa, al menos como tales curas, hasta que las cosas estuvieran muy en orden, porque nadie sabía cómo serían los últimos rabotazos». Pero la Loreta, muy terne en sus deseos y objeciones, sentada en la silla baja y agarrada con ambas manos al borde del ataúd, decía «que no y que no», al tiempo que lloraba cansina. Las vecinas viejas, ramaleando el rosario con disimulo entre los pliegues del mandil, intercalaban en los rezos este texto poco más o menos: —«Pero, hija mía, si es sabido que todos tenemos que acabar en la misma postura. Tu pobre Lomas cumplió su vida muy requetebién en lo respective a familiares y amigos. Que la muerte le llegó en su cama, sin asechanzas de opuestos. Que siempre fue buen cristiano y hasta cumplidor de los mandamientos. Que te deja los hijos colocados, y un buen pasar con la bodega llena y los pámpanos llorando…». 

Pero era inútil. La Loreta seguía con su otra letanía: —«Que no, que no, que no, que mi Lomas no sale de esta casa sin curas y responsos. Que después de haber vivido toda la vida en gracia de Dios, no iba a enterrarlo ahora como a un condenado». Al cumplirse cuarenta y ocho horas de presencia del cuerpo muerto de Lomas, la gente empezó a dejar de ir a la casa. Hasta las vecinas más viejas, y no digamos las nueras —que los hijos estaban en el frente— daban una asomadilla y se marchaban criticando la terquería de la Loreta. Al cuarto día no se podía parar en la casa. Alguien dijo que Lomas cansado de tan larga insepultura, había empezado a ciscarse en todos, incluida su propia esposa. El día sexto, la Loreta, que tampoco podía resistir, acodada en un ventanillo que daba a la trasera de la casa para poder respirar, miraba con severidad la calle vacía. Ya no estaba la cosa para que el Ayuntamiento y el Juzgado se ocuparan de semejantes capítulos. Algunos denunciaron aquel corpore insepulto que apestaba todo el barrio de El Canal, pero no hallaron concejal de recibo. Así las cosas, entraron por fin los vencedores. El sargento que mandaba el primer pelotón de soldados que inspeccionó aquella barriada, apenas estuvo a cien metros de la casa de Lomas, se atenazó la nariz, y dio un grito politizado que atemorizó mucho a los vecinos, que desde puertas y ventanas daban la bienvenida a los nacionales: —¡Pero esta calle huele a rojo! Antonio Pañales, hombre calmoso y de buen natural, que desde la esquina miraba a los soldados, con muchísimo respeto y medio alzándose la boina en señal de saludo, acercándose unos pasos le dijo: —Señor sargento, en este barrio no hay más rojos que los pimientos… 

A lo que huele… es a muerto. —Viene a ser lo mismo —respondió el sargento destapándose los caños de la nariz, para que no sonase su voz a clarinete. —No es lo mismo, señor sargento, Prudencio Lomas, el difunto, fue toda su vida un hombre de orden y muy sanantonero. —¿Dónde lo tienen? —En la primera casa, así que tuerza esa esquina color pimienta. Media hora después, entre los gritos de la Loreta y expectación del vecindario, seis soldados cubiertos con careta antigás, subieron el féretro de Prudencio Lomas en una vieja camioneta militar, color verde viejo; y con la viuda en la cabina, salieron a ciento por hora camino del Camposanto. Y sin más curas, parientes ni condolidos, dieron tierra para siempre al pobre Prudencio Lomas. —¡Quién me lo iba a decir! Son igualicos que los otros. Ni darle el último beso me dejaron… ¡Y con aquellas caretas de «pantasma»! Que Dios lo acoja en su seno, tal y como iba, porque yo hice lo que estaba en mi mano para salvarlo.



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