Fue don Tomás el primer paisano de la zona nacional que pisó el pueblo. El mismo día que dijo la radio que había acabado la guerra, aunque los nacionales apenas habían asomado por la provincia, apareció el hombre en la plaza con una boina encarnada. Era una boina muy revolona, de las que llaman los vascos chapelandis, y la llevaba un poco volcada hacia la sien derecha. Según se supo, llegó la noche anterior, montado en una moto grandísima, procedente de San Sebastián… Y por la mañana bien temprano, del día que digo,
ya estaba plantado en la plaza, con un traje de paisano muy primaveral y la boina roja.
Los amigos, porque no lo habían visto hacía casi tres años; y los curiosos por el color de la boina, hacían cola para saludarlo. Don Tomás abrazaba o echaba la mano a todos muy alegre porque no esperaba aquel recibimiento. —Antes de la guerra —comentaban en los corrillos de curiosos aparcados en la plaza— siempre llevaba sombrero de ala estrecha. Pero boina roja, nunca. —Algunas veces, cuando llovía, se ponía boina. —Pero una boina negra y muy chica. —Hombre, claro; no iba a ser
colorada. —Desde luego. En este pueblo no hemos visto nunca boinas de ese color. —Ni en éste ni en ninguno. —Tanto no se puede decir, porque, mira, hay gustos para todo. Apenas corrió la noticia, acudió mucha gente a la plaza para ver a don Tomás con aquella boina tan rara. Que tal era la gana de novedades. Nosotros mismos, desde la esquina de la carnicería de los Paulones, lo veíamos con mucha curiosidad saludar a todos los que se acercaban mirándole a la boina. Pero ya digo, él se portaba tan natural, como si llevase una boina corriente. Al cabo de un rato llegó mi
padre y dijo: —Anda, pues si es Tomás. Voy a saludarlo. Y nos fuimos con él.
Por cierto que en el camino, se nos unió Angelito Soubriet. —Es raro que traiga boina de requeté —le dijo Angelito a mi padre—, si nunca fue carlista, ni monárquico, ni republicano, ni nada. Él, toda su vida, sólo fue criador de vinos y cazador. —A lo mejor es que en la zona nacional no se venden boinas de otro color. —No sé, no sé. Nos dejaron paso los contemplativos que le rodeaban, y mi padre y Angelito
le dieron unos abrazos muy fuertes; se miraron mucho, sonriéndose de gusto por volverse a ver, y hablaron cosas de aquellos tres años. Pero ninguno de los dos —bien me acuerdo— le preguntó por la boina colorada, aunque tenían los ojos clavados en ella. Ya al despedirnos —como no podía ser menos— don Tomás se interesó por la situación de la cosecha y de si había habido mucha caza la temporada pasada… No me acuerdo tampoco qué le contestaron mi padre y Angelito. Las mujeres que iban a la compra y cruzaban la plaza con la cesta al brazo, también pasaban con la cara vuelta hacia don Tomás, cuya boina roja, entre tanta
seta negra como había por allí, destacaba cual amapola en velorio. —Si es don Tomás. —Claro que es. —¿Pero qué lleva puesto en la cabeza? —Ya lo ves: una boina sanguina. —Y , ¿por qué? —Se llevará ahora.
Cuando, por fin, aquella tarde llegó de Ciudad Real la orden de que pusieran inmediatamente un alcalde adicto, los caracterizados de la nueva situación dijeron de invitar al acto de entrega de poderes a don Tomás… Sin duda porque había pasado toda la guerra en la zona
nacional, y, más todavía, si me apuras, por llevar aquella boina colorada, pues él había dicho bien claro desde que regresó, que de política nada. Y cuando llegó la hora, todos lo vimos subir la escalera del Ayuntamiento, arrastrando la mano por la barandilla y hablando con el secretario accidental, que bajó a llamarlo. Y los guardias municipales recién repuestos, todavía sin más distintivo que la placa de la G.M.T. (Guardia Municipal de Tomelloso) en la solapa de la chaqueta, al verlo pasar con la boina roja encasquetada, se llevaban la mano a la sien o alzaban el brazo. Ya en el salón de sesiones lo
colocaron en la mesa grande, junto al señor alcalde a estrenar, que, nerviosísimo, entre vivas a lo nuevo y mueras a lo viejo, pronunció su primer discurso. Y todos los presentes estaban descubiertos, menos don Tomás, que — así se ve en aquellas fotografías históricas— miraba la toma de posesión en «su lugar descanso», con los ojos un poco distraídos. Y después de la breve ceremonia, que de momento fue muy íntima, le hicieron corro a don Tomás para preguntarle cómo funcionaban los Ayuntamientos en la zona nacional.
Pero él dijo que no sabía. Que nunca había estado en un Ayuntamiento nacional; que sólo entró un par de veces en el
Gobierno Civil de San Sebastián para arreglar su documentación, ya que la guerra le cogió allí en pleno veraneo. Luego le preguntó un concejal flamante, si había luchado en el frente nacional. Y dijo que tampoco; que él ya estaba fuera de quintas, como podía verse por las canas de las patillas. Sólo faltaba —se mascaba en el ambiente— que alguno le preguntara por qué llevaba la boina roja, siendo tan ajeno a la política… Pero nadie se atrevió. A la mañana siguiente, seguro, seguro, que llegaban de verdad los nacionales. Lo dijeron los altavoces del
Ayuntamiento. Venía una Bandera nada menos. Y en seguida volvieron a avisar a don Tomás para que estuviera en la puerta para el recibimiento.
Por lo visto las autoridades flamantes consideraban muy conveniente que los de la Bandera viesen que en el pueblo había un nacional con su boina y todo. Y , en efecto, a la hora que le dijeron, llegó don Tomás al Ayuntamiento, pero en vez de la boina colorada, traía su sombrero de ala estrecha de toda la vida. Al entrar en las Casas Consistoriales notó que le saludaba menos gente, y el señor alcalde novísimo, nada más verlo, torció el gesto bastante, pero no le dijo nada.
Y
cuando avisaron que ya habían llegado los camiones con la Bandera al Parque, y que iban a entrar desfilando a pie por el centro del pueblo, todas las jerarquías se colocaron bien ordenadas en la puerta del Ayuntamiento… Pero a don Tomás, en vez de ponerlo al mismísimo lado del alcalde, como hicieron la tarde anterior, lo dejaron en la última fila, totalmente pegado a las ventanas del Ayuntamiento. Por eso, vamos, creo yo, antes que terminase el desfile, poquito a poco, según luego contó alguno en el casino, se fue escurriendo hasta perderse entre la gente que, atemorizada o contentísima, según los gustos, llenaba la plaza.
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