El comedor de los abuelos era muy grande y sin otra luz que la que entraba por una lumbrera de cristal esmerilado y en forma de rueda que había en el techo, justo sobre la mesa familiar. A mediodía, quieras que no, llegaba una claridad muy consoladora. Pero al caer la tarde, cuando salían los operarios de la fábrica, el comedor quedaba muy sombrero y deprimente. Aunque pintaba abril aquel sábado,
estaba encendida la chimenea de baldosas rojas. Y sentado en el borde de la cama turca, con la gorra y las gafas puestas, el abuelo tenía extendidas las manos hacia el rescoldo de un cepujo. La abuela, en una silla baja, también junto a la lumbre y tal vez amodorrada, de vez en cuando suspiraba aquel sonoro «¡Ay, Señor!» de toda la vida. El tío, junto al aparatillo de radio, con el guardapolvos puesto y la mano en la mejilla, escuchaba otra vez el último parte de guerra. Mi padre, con los brazos atrás y el cigarro entre los labios, paseaba lentamente junto al aparador alto y torneado.
Yo, desde el recibidor, sentado en una mecedora de madera curvada, veía aquella escena con la impresión de que algo muy nuevo sucedía. Sobre la mesa del comedor había una caja de madera llena de billetes republicanos… Después de comer los sacó el abuelo de no sé dónde, los contó, comprobó varías veces su numeración con una lista que tenía en la cartera, y con aire resignado acabó, finalmente, por dejarlos allí. El reloj de péndulo y musiquilla que había sobre la chimenea, seguía con sus compases, indiferente a todas las políticas que trajese la historia… Igual que ocho años antes, cuando llegó la
república y todos los obreros se juntaron en el comedor para oír por la radio el discurso de Alcalá Zamora… Y que tres años atrás, cuando el mismo aparato que ahora tocaba himnos militares y marchas que cantaban jóvenes, dijo que el gobierno republicano acabaría en pocas horas con sus enemigos. El mismo reloj que — según contaba la abuela— la vio parir a horcajadas sobre dos sillas a su hijo Santiago, aquel que se llevó un noviembre de hacía milenta años. … Ahora, una voz de mujer ahogada por la emoción, decía por la radio cosas de la patria, de la bandera, del municipio, del sindicato y de la vuelta
de la primavera. El abuelo —esto fue después de la comprobación con la lista— tuvo la caja de billetes en la mano mucho tiempo, mirándolos con fijeza, moviéndolos levemente, como si los cerniese.
Sus ojos, tras las gafas —digo yo— que debían calcular lo que dejó de comprar con aquellos dineros. «No será porque la radio de Burgos no dijo mil veces los números de los billetes que iban a valer», como recordó la abuela. Pero el abuelo, sin hacerle caso, dijo que en su larga vida no había visto una cosa igual… a no ser aquello de los duros sevillanos, que total no fue nada. Dio el reloj antiguo las seis de aquel
sábado de abril y muy lejos, casi en seguida, sonó la campana de la fábrica que anunciaba la salida de los operarios… Todos, la abuela suspirando «¡Ay, Señor!» y yo desde mi lejana mecedora de madera curvada, miramos hacia la caja de madera, llena de billetes, que entre sombras estaba sobre la mesa grande del comedor, justo debajo de la lumbrera de cristales esmerilados en forma de rueda. Allá en la nave de la fábrica, los obreros estarían quitándose los mandiles, sacudiéndose con ellos el aserrín de las botas, poniéndose las chaquetas y las gorras… Y dentro de nada, llegarían hasta el comedor a
cobrar su semana. Seguro que ya vendrían por aquel ejido del patio con las cabezas bajas, el paso de sábado y las manos en los bolsillos. Segurísimo que Marcelo, el aprendiz, traería como siempre la boina calada y un taco de paloduz entre los dientes. La tía Antoñita, que entró en el comedor por la puerta que daba al pasillo, y no por la puerta del recibidor donde yo estaba sentado en la mecedora de madera curvada, dijo sorprendida: —¿Pero qué hacen ustedes con la luz apagada todavía? Y encendió la lámpara de tulipas que estaba sobre la mesa, justamente encima
de la caja de madera de los billetes republicanos y debajo de la lumbrera de cristales esmerilados en forma de rueda.
Como para despabilarse, el abuelo lió muy despacio, muy despacio, un cigarro de tabaco verde, y lo encendió con un ascua que pinzó con las tenazas. El tío seguía junto a la radio, con los ojos entornados. Mi padre, en sus paseos, siempre con el cigarro en la comisura. La abuela, que dio un breve respingo al encenderse la luz, en seguida volvió a sus suspiros y modorra. La tía, sentada en el borde de una silla, se puso a hacer ganchillo. Se abrió la puerta de la escalera y
entraron los operarios en el recibidor. Como estaba a oscuras pasaron sin reparar en mí. Eran cinco. Viejos y muchachos, porque los otros: Antonio Arias, los hermanos Moya, Peláez, Benito, Franquelín y qué sé yo cuántos más, marcharon al frente durante aquellos años. Izquierdo, el más viejo de ellos, que iba en cabeza, se paró en la puerta. —¿Se puede, maestro? —preguntó con voz insegura. —Adelante —dijo el abuelo poniéndose de espaldas a la lumbre. Entraron muy despacio, pálidos, con la boina empolvada de aserrín entre las manos.
Desde mucho tiempo atrás, apenas había algo que hacer en la fábrica. Con la poca madera que llegaba, casi toda de chopo, fabricaban maletas para los soldados y cajas de muerto. Las funerarias no recibían material y había que hacer los ataúdes de chopo verde, todavía jugoso, con olor a río. Ataúdes blancos y espinosos, sin nogalina siquiera. En los corridos del patio de la fábrica, que siempre hubo ricas maderas apiladas, entonces estaban vacíos, si acaso con listones y retalillos. En el taller, a veces se encontraba un montón de ataúdes que imponía mucho respeto… Como decía la abuela: «Aquí que siempre se han hecho alcobas para
novios alegres, y ahora mira».
Casi todos los días llegaban hombres enlutados, que a cambio de algo de comer, el abuelo les daba una caja de chopo. Y se les veía ir calle arriba, con el cajoncillo siniestro a hombros. Los operarios, ahora, con cara de mal comidos, miraban la radio, creo yo que sin oírla, en espera de ver cómo les arreglaban la semana. El abuelo, bajó un poco el volumen del aparatillo de radio —porque el tío estaba enfoscado con las noticias— y acercándose a la mesa, tomó la caja de billetes y fue hacia los obreros. —Sólo tengo esto —dijo con voz opaca—. Supongo que el lunes, como
los bancos siempre son tan rápidos para estas cosas, tendrán dineros buenos… De todas formas, si alguno cree que estos billetes pueden servirle para algo, que tome los que quiera. Y les ofreció la caja tímidamente. Pero ellos quedaron impasibles. Con los ojos tristes. Durante unos segundos, que también calló la radio, sólo se oyeron los chupetones que Marcelo le daba a su taco de paloduz. En seguida empezó otro discurso sobre los Reyes Católicos don Fernando y doña Isabel. El abuelo dejó la caja sobre la mesa y volvió junto a la chimenea, de espaldas a la lumbre. —A ver si nos fían por ahí estos
días —casi suspiró Izquierdo. —… Si queréis podéis llevaros alguna caja de muerto. A lo mejor hacéis trato —añadió el abuelo. Los operarios se consultaron con la mirada. La abuela suspiró fuerte y ahora con las siguientes palabras: —¡Ay, Dios Santo! ¿Y qué nos quedará por ver…? Después de unos segundos de silencio, los operarios, saludaron en flojo, y salieron del comedor poniéndose las gorras. Como estaba oscuro el recibidor, pasaron ante mí sin verme. —Pues sólo faltaba eso —dijo Amador al abrir la puerta de la escalera
— presentarme en casa descuartao y con un féretro a cuestas.
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