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HIMNO A TOMELLOSO

domingo, 29 de abril de 2018

Plinio - Los nacionales (Suspense prostibulario)



Con el triunfo de los nacionales, la permanencia de los prostíbulos se puso en entredicho. La ola de beatería que emergió en los pueblos de la zona republicana, nada más recitar el último parte de guerra, acorraló de miedo la casa de la Carmen, la del Ciego, la de las Pichelas, y otros acostaderos y cuartillejos de menor entidad. 

Durante los últimos días de marzo, a las casas de regocijo no asomaba alma de varón. Las pobrecillas coimas, mal comidas, peor vestidas y nada fornicadas, andaban como trasgos por patios y cuartuchines. El organillo de casa de la Carmen dormía polvoriento en el salón de los pasodobles, sin consumición ni alterne, y las gaseosas olvidadas en sus cajones sin desbolar. Sólo se descorchaba alguna botella de vino para que las pupilas atenuasen la gazuza. En la casa del Ciego, gran jerarca de los pecados del bajo vientre, el tabladillo para la orquesta de cuerda, situado en el patio, bajo la parra, también estaba con las sillas solas y sin una bandurria apoyada en los respaldos. El Ciego paseaba junto a él, nervioso, garroteando y monologando impaciencias. 

Y las furcias, los brazos cruzados sobre el estómago vacío y las mamellas desilusionadas, iban y venían entre las cales, o de habitación en habitación, pensando en su posible futuro de «estrechas» por aquello de la Cruzada. Como el dos de abril las cosas del gremio todavía no estaban en claro, pues el pecado sexto, a juzgar por lo que decían «las arradios» tenía declarada la más espantosa guerra desde el púlpito, las poltronas civiles y militares y los tresillos de las respectivas esposas, los patronos y patronas de la putería local, decidieron reunirse en consejo de administración, presidido por el Ciego, para estudiar la política a seguir ante la nueva inquisición para el príapo, la figa y la copulación no legalizados por el santo matrimonio. 

La reunión del consejo del reino de la ingle se celebró en el saloncillo para alternes invernales de la casa del Ciego, junto a una estufilla de aserrín, que todavía venía bien, más que por la intemperie, por los estómagos ayunos y las sábanas sin faena. Sólo dejaron asistir a las encargadas y pupilas veteranas, o sea, con muchos años de ayes fingidos. Las otras, las de tropa, con menos de mil ocupaciones en su haber, en chancleta y con los escotes sin cerrar, fumando tabaco verde, rondaban cabreadas junto a las puertas y ventanas del salón, esperando decisiones. El Ciego, en la mecedora, junto a la estufilla, con la gorra de visera calada y la cabeza levantada hacia el techo que no veía, escuchaba a las señoras procuradoras: —Nosotras somos unas trabajadoras como las de cualquier otro ramo, que toda la vida de Dios hemos vivido de lo nuestro, y a estas alturas, aunque lo mande la cabeza mayor de la Cruzada, no podemos cambiar de oficio —dijo La Solera, con ademanes de mitin proletario, que ya sonaba fatal. —Que nos parece muy bien que hayan vencido los nacionales, pero que a cada cuala nos dejen trabajar en lo que sabemos, en lo que podemos dar mayor rendimiento. Eso sería señal de paz y de la justicia social que nos traen los míos —dijo La Reme, una veterana de derechas que oyó todos los partes de guerra franquistas en el aparatillo de radio que tenía sobre la mesilla, aunque estuviera en pleno orgasmo su cliente—. Que ningún oficio con la añejez del nuestro, y tan particularmente útil y fomentado por los señoritos que acaban de cautivar y vencer al ejército rojo. 

La Habanera, así llamada porque era cubana y tenía dos versecillos de una canción de su tierra tatuados en el pecho izquierdo, dijo con su música isleña: —Lo que pasa, mire, e que nos tienen envidia, porque trabajamos acostaítas. Nosotra no tenemo la curpa de que los demás oficiales trabajen de pie o a lo ma sentados. La Picazo —«culo loco» como la llamaban sus consumidores, sin aclarar la causa— dijo que no había por qué tener miedo. Que ella, aunque era de Brazatortas, estuvo en Oviedo durante los primeros meses de la ocupación franquista —luego pasó a Francia— y sabía que allí se echaron tantos polvines de pago como antes de la guerra y más si cabe. —Eso está bien traído —dijo el Ciego sin dejar de mirar al techo— pero ellos son los señores vencedores y no sería raro que quisieran castigarnos a los vencidos prohibiéndonos ese gusto de toda la vida. —Que no viejo, que no —volvió la cubana—, que los tiros irán por otra cuadra, pero con nuestras oficinas no hay quien pueda. —Esa esperanza me queda. 

Después de dos horas de sesión gremial, cuyos discursos no caben en libro —algunas hablaron subidas en la tarima de la orquesta para darle altura a sus razones—, se acordó delegar al Ciego, hombre de gran influencia en los estamentos señoritos y mucha mano para la negociación diplomática, para que tantease a las flamantes autoridades sobre el porvenir del negocio bajero, de acuerdo con la jurisprudencia establecida por el Alzamiento, si es que había alguna. El Ciego, clavados en el techo sus ojos de espejo sin azogue, y sin desarrimarse de la estufilla de aserrín que le calentaba el ángulo bien abierto de sus piernas, agradeció la confianza de la permanente, y se propuso atacar por el flanco de un teniente de alcalde, antiguo frecuentador del gremio, dicharachero y vividor, al que no se le caerían los anillos por tratar de semejante artesanía. 

Algunas pupilas de los varios centros, arrastradas por la moda parroquial y mientras aquello se arreglaba, decían que ellas eran de derechas de toda la vida de Dios, que tenían un primo falangista, que se santiguaban antes del acto, que estaba muy bien avenido con la España grande y libre. Dos o tres se atrevieron a ir muy enveladas y bracijuntas a una de las primeras misas, y por pocas las corren… Las corren a pescozones, se entiende. Sí, las beatas más recias y virgopotens, las denominaron con los nombres más recios de su oficio, e inclusive la hermana Petranca, que medía más de dos metros, echó de la iglesia a la Crescencia, alias la Cresce, dándole un patalón en las nalguillas y llamándola hereja… (Precisamente a la Cresce, putón desde la guerra del catorce, que según ella misma, se había pasado por los íjares a trece mil varones —algunos repetidos, claro— entre mocetes y longevos, pero que debía su constante clientela, más que a la calidad de la caricia o el calambre, a que durante la conjunción de ombligos, le cantaba a la oreja del actuante canciones de mucha picardía y erectismo). Pidió cita el Ciego al teniente de alcalde por teléfono, echándole un ¡arriba España! para abrirse portal, y a pesar de las ocupaciones del edil en momentos tan históricos, quedaron en un lugar discreto para el día siguiente. 

El puterío general del pueblo, sin franquicia en la Parroquia y ni siquiera en la capilla del Hospital Asilo, decidió hacer uso del Santo Rosario en privado, para que cuajasen las negociaciones del jefe. Y todo el día, en vez de los coloquios propios de su peritaje, se oyeron entre cama y cama, letanías, rosarios y trisagios. Antolín el barbero, bandurrista famoso del tablado del Ciego, que se acercó para saber cuándo se reanudaba el trabajo, se llevó el susto del siglo, porque nada más entrar y oír tanto rezo, creyó que la casa estaba siendo purificada por la cruzada de la decencia, y si no llega a ser porque el Ciego, que conocía a los hombres por sus pasos, le dio un vozarrón, habría salido de naja, según contó luego. La Mochuelo, famosa por sus eruptos musicales, sacó la estampilla del patrón de su pueblo que siempre tenía en la mesilla, y el retrato pajizo de su Manolito, que murió de tres años, apenas comenzada la guerra; y se pasó la mañana de rodillas y los brazos en cruz, rezando por la feliz solución de la crisis. Pero poco antes de mediodía, se llenó el pueblo de músicas triunfales de cornetas y tambores, y desde el Parque, después de bajarse de los camiones militares, hizo su entrada vigorosa la Bandera de Falange que venía a ocupar oficial y definitivamente la ciudad. 

El Ciego pasó más de dos horas esperando al teniente de alcalde, junto al campo de fútbol que estaba en el cercado de Evaristo «el Espalmao». Pero el edil no acudió, sin duda distraído por la llegada de las fuerzas liberadoras… Y cuando el pobre regresaba a su coimería, bastante meditabundo, guiado por su lazarillo de doce años y de nombre Lolito —que le miraba el reloj de la plaza, y le enumeraba quiénes cruzaban por la calle (Lolito fue hijo de la puta Bermeja que murió de mal parto el año treinta y seis, pero que como era tan rico y con tanta paciencia, el Ciego se lo quedó de lazarillo y contador de gaseosas a pesar de lo impropio del lugar. Pues dónde iba a estar mejor hasta que se aclarasen las cosas de la guerra)—, presintió con su instinto de can que aquel mismo día todo iba a cambiar en el pueblo para remedio de su negocio. Y por eso, al llegar a la puerta del lupanar, con la mano sobre el hombro de Lolito, llevaba una mueca sonriente como si se hubiera celebrado la entrevista edilicia, y resultado perfecta. El hijo de la Bermeja que lo vio reír sin venir a cuento, le preguntó la causa y el Ciego le dijo: —Pálpitos que tiene uno. A lo lejos se oían trompetas y tambores, vivas y canciones castrenses. Las pupilas que lo esperaban rezando, al sentirlo entrar, acudieron con los ojos astutos. —Maestro, ¿qué salió de la entrevista? —No hubo entrevista… Pero todo está arreglado. —Aclárese. —Haced oído. Y entreabrió la puerta para que oyesen los ecos marciales que sonaban en el centro del pueblo. En efecto, cuando llegada la noche y a todos los ocupantes les dieron suelta, la calle de las Isabeles y todo el mapa del puterío se vio inundado de grupos de soldados, que guiados por algún paisano adicto, llenaban las casas con gritos, abrazos, petición de vinos, bailes, músicas, alternes y ocupaciones furiosas. Al día siguiente estaban acabadas las reservas de bebida, las pupilas deslomadas, y los músicos de cuerda con las muñecas rotas de tanto darle a la puga. 

El Ciego, sobre una mesilla, se hacía contar —él los palpaba— la fresca billetería que entró en aquella casa en proporciones nunca vistas, y consideró que estaba muy bien traído el triunfo de los nacionales, que al fin y al cabo eran las gentes de cuartos y tronío que siempre honraron a España. La Picazo —«culo loco»— coreaba al jefe invidente. —Ya le dije yo, maestro, que por mucho que prohibiesen curas y monjetas, los nacionales cumplirían.



miércoles, 25 de abril de 2018

Plinio - Los nacionales (La boina colorada)



Fue don Tomás el primer paisano de la zona nacional que pisó el pueblo. El mismo día que dijo la radio que había acabado la guerra, aunque los nacionales apenas habían asomado por la provincia, apareció el hombre en la plaza con una boina encarnada. Era una boina muy revolona, de las que llaman los vascos chapelandis, y la llevaba un poco volcada hacia la sien derecha. Según se supo, llegó la noche anterior, montado en una moto grandísima, procedente de San Sebastián… Y por la mañana bien temprano, del día que digo, ya estaba plantado en la plaza, con un traje de paisano muy primaveral y la boina roja. 

Los amigos, porque no lo habían visto hacía casi tres años; y los curiosos por el color de la boina, hacían cola para saludarlo. Don Tomás abrazaba o echaba la mano a todos muy alegre porque no esperaba aquel recibimiento. —Antes de la guerra —comentaban en los corrillos de curiosos aparcados en la plaza— siempre llevaba sombrero de ala estrecha. Pero boina roja, nunca. —Algunas veces, cuando llovía, se ponía boina. —Pero una boina negra y muy chica. —Hombre, claro; no iba a ser colorada. —Desde luego. En este pueblo no hemos visto nunca boinas de ese color. —Ni en éste ni en ninguno. —Tanto no se puede decir, porque, mira, hay gustos para todo. Apenas corrió la noticia, acudió mucha gente a la plaza para ver a don Tomás con aquella boina tan rara. Que tal era la gana de novedades. Nosotros mismos, desde la esquina de la carnicería de los Paulones, lo veíamos con mucha curiosidad saludar a todos los que se acercaban mirándole a la boina. Pero ya digo, él se portaba tan natural, como si llevase una boina corriente. Al cabo de un rato llegó mi padre y dijo: —Anda, pues si es Tomás. Voy a saludarlo. Y nos fuimos con él. 

Por cierto que en el camino, se nos unió Angelito Soubriet. —Es raro que traiga boina de requeté —le dijo Angelito a mi padre—, si nunca fue carlista, ni monárquico, ni republicano, ni nada. Él, toda su vida, sólo fue criador de vinos y cazador. —A lo mejor es que en la zona nacional no se venden boinas de otro color. —No sé, no sé. Nos dejaron paso los contemplativos que le rodeaban, y mi padre y Angelito le dieron unos abrazos muy fuertes; se miraron mucho, sonriéndose de gusto por volverse a ver, y hablaron cosas de aquellos tres años. Pero ninguno de los dos —bien me acuerdo— le preguntó por la boina colorada, aunque tenían los ojos clavados en ella. Ya al despedirnos —como no podía ser menos— don Tomás se interesó por la situación de la cosecha y de si había habido mucha caza la temporada pasada… No me acuerdo tampoco qué le contestaron mi padre y Angelito. Las mujeres que iban a la compra y cruzaban la plaza con la cesta al brazo, también pasaban con la cara vuelta hacia don Tomás, cuya boina roja, entre tanta seta negra como había por allí, destacaba cual amapola en velorio. —Si es don Tomás. —Claro que es. —¿Pero qué lleva puesto en la cabeza? —Ya lo ves: una boina sanguina. —Y , ¿por qué? —Se llevará ahora. 

Cuando, por fin, aquella tarde llegó de Ciudad Real la orden de que pusieran inmediatamente un alcalde adicto, los caracterizados de la nueva situación dijeron de invitar al acto de entrega de poderes a don Tomás… Sin duda porque había pasado toda la guerra en la zona nacional, y, más todavía, si me apuras, por llevar aquella boina colorada, pues él había dicho bien claro desde que regresó, que de política nada. Y cuando llegó la hora, todos lo vimos subir la escalera del Ayuntamiento, arrastrando la mano por la barandilla y hablando con el secretario accidental, que bajó a llamarlo. Y los guardias municipales recién repuestos, todavía sin más distintivo que la placa de la G.M.T. (Guardia Municipal de Tomelloso) en la solapa de la chaqueta, al verlo pasar con la boina roja encasquetada, se llevaban la mano a la sien o alzaban el brazo. Ya en el salón de sesiones lo colocaron en la mesa grande, junto al señor alcalde a estrenar, que, nerviosísimo, entre vivas a lo nuevo y mueras a lo viejo, pronunció su primer discurso. Y todos los presentes estaban descubiertos, menos don Tomás, que — así se ve en aquellas fotografías históricas— miraba la toma de posesión en «su lugar descanso», con los ojos un poco distraídos. Y después de la breve ceremonia, que de momento fue muy íntima, le hicieron corro a don Tomás para preguntarle cómo funcionaban los Ayuntamientos en la zona nacional. 

Pero él dijo que no sabía. Que nunca había estado en un Ayuntamiento nacional; que sólo entró un par de veces en el Gobierno Civil de San Sebastián para arreglar su documentación, ya que la guerra le cogió allí en pleno veraneo. Luego le preguntó un concejal flamante, si había luchado en el frente nacional. Y dijo que tampoco; que él ya estaba fuera de quintas, como podía verse por las canas de las patillas. Sólo faltaba —se mascaba en el ambiente— que alguno le preguntara por qué llevaba la boina roja, siendo tan ajeno a la política… Pero nadie se atrevió. A la mañana siguiente, seguro, seguro, que llegaban de verdad los nacionales. Lo dijeron los altavoces del Ayuntamiento. Venía una Bandera nada menos. Y en seguida volvieron a avisar a don Tomás para que estuviera en la puerta para el recibimiento. 

Por lo visto las autoridades flamantes consideraban muy conveniente que los de la Bandera viesen que en el pueblo había un nacional con su boina y todo. Y , en efecto, a la hora que le dijeron, llegó don Tomás al Ayuntamiento, pero en vez de la boina colorada, traía su sombrero de ala estrecha de toda la vida. Al entrar en las Casas Consistoriales notó que le saludaba menos gente, y el señor alcalde novísimo, nada más verlo, torció el gesto bastante, pero no le dijo nada.

Y cuando avisaron que ya habían llegado los camiones con la Bandera al Parque, y que iban a entrar desfilando a pie por el centro del pueblo, todas las jerarquías se colocaron bien ordenadas en la puerta del Ayuntamiento… Pero a don Tomás, en vez de ponerlo al mismísimo lado del alcalde, como hicieron la tarde anterior, lo dejaron en la última fila, totalmente pegado a las ventanas del Ayuntamiento. Por eso, vamos, creo yo, antes que terminase el desfile, poquito a poco, según luego contó alguno en el casino, se fue escurriendo hasta perderse entre la gente que, atemorizada o contentísima, según los gustos, llenaba la plaza.



miércoles, 11 de abril de 2018

Plinio - Los nacionales (El muerto de la Loreta)



«No te creas que la ocurrencia de morirse unas horas antes de terminar la guerra». «Con un poco de paciencia se habría muerto con curas y entierro, como Dios manda». «Siete meses enfermo, siete meses como siete años, y justamente cuando están al entrar los buenos, que atina a morirse». «Eso, estando ya Dios, como quien dice, en las puertas del pueblo».

Así se expresaban poco más o menos las gentes, ya todas de derechas, que llegaban al velatorio del marido de la Loreta, una de las últimas noches del mes de marzo de 1939. El muerto estaba tan relimpio y estirado en una caja de chopo sin pintar. Amortajado con una sábana a estreno, y entre las manos un crucifijo muy grande de madera. Sí, un crucifijo de alcoba. No le calzaron botas, porque los muertos no andan, pero tampoco se determinó la Loreta a dejarlo a pie desnudo, que sería señal de mucho desamparo. 

De modo que le puso unos calcetines pajizos que no alcanzaba a cubrir la sábana. Que Lomas era bastantito alto y Dios sabe el trabajo que costó encontrar una caja a su medida en aquellos tiempos de carestía. Las gentes del duelo y la parentela entraban y salían con aire de desasosiego, pensando en otra cosa que en el pobre Lomas. Que no eran aquellos días para morirse. En la capilla ardiente, donde nada ardía, porque no había ni velas, estaba la caja a ras del suelo. Habían quitado los muebles y sólo dejaron una silla de peineta para que llorase la viuda. Los demás del duelo, de pie, con los ojos fijos en el ensabanado, comentaban en voz baja la radical disposición de la Loreta:
«Que tal y como estaban las cosas ya, a su marido no lo enterraban sin curas, cruz alzada, monaguillos y latines. Que ella esperaría lo que fuese con su Lomas allí, hasta que entrasen los nacionales y se pudiera enfosar a los muertos como toda la vida de Dios». 

Era inútil que parientes y vecinas trataran de convencerla: «Que no fuese loca, que a lo mejor los nacionales se descuidaban una semana y el pobre Lomas se iba a quedar muy desconocido». «… Y ni pensar que los curas del pueblo quisieran salir de su casa, al menos como tales curas, hasta que las cosas estuvieran muy en orden, porque nadie sabía cómo serían los últimos rabotazos». Pero la Loreta, muy terne en sus deseos y objeciones, sentada en la silla baja y agarrada con ambas manos al borde del ataúd, decía «que no y que no», al tiempo que lloraba cansina. Las vecinas viejas, ramaleando el rosario con disimulo entre los pliegues del mandil, intercalaban en los rezos este texto poco más o menos: —«Pero, hija mía, si es sabido que todos tenemos que acabar en la misma postura. Tu pobre Lomas cumplió su vida muy requetebién en lo respective a familiares y amigos. Que la muerte le llegó en su cama, sin asechanzas de opuestos. Que siempre fue buen cristiano y hasta cumplidor de los mandamientos. Que te deja los hijos colocados, y un buen pasar con la bodega llena y los pámpanos llorando…». 

Pero era inútil. La Loreta seguía con su otra letanía: —«Que no, que no, que no, que mi Lomas no sale de esta casa sin curas y responsos. Que después de haber vivido toda la vida en gracia de Dios, no iba a enterrarlo ahora como a un condenado». Al cumplirse cuarenta y ocho horas de presencia del cuerpo muerto de Lomas, la gente empezó a dejar de ir a la casa. Hasta las vecinas más viejas, y no digamos las nueras —que los hijos estaban en el frente— daban una asomadilla y se marchaban criticando la terquería de la Loreta. Al cuarto día no se podía parar en la casa. Alguien dijo que Lomas cansado de tan larga insepultura, había empezado a ciscarse en todos, incluida su propia esposa. El día sexto, la Loreta, que tampoco podía resistir, acodada en un ventanillo que daba a la trasera de la casa para poder respirar, miraba con severidad la calle vacía. Ya no estaba la cosa para que el Ayuntamiento y el Juzgado se ocuparan de semejantes capítulos. Algunos denunciaron aquel corpore insepulto que apestaba todo el barrio de El Canal, pero no hallaron concejal de recibo. Así las cosas, entraron por fin los vencedores. El sargento que mandaba el primer pelotón de soldados que inspeccionó aquella barriada, apenas estuvo a cien metros de la casa de Lomas, se atenazó la nariz, y dio un grito politizado que atemorizó mucho a los vecinos, que desde puertas y ventanas daban la bienvenida a los nacionales: —¡Pero esta calle huele a rojo! Antonio Pañales, hombre calmoso y de buen natural, que desde la esquina miraba a los soldados, con muchísimo respeto y medio alzándose la boina en señal de saludo, acercándose unos pasos le dijo: —Señor sargento, en este barrio no hay más rojos que los pimientos… 

A lo que huele… es a muerto. —Viene a ser lo mismo —respondió el sargento destapándose los caños de la nariz, para que no sonase su voz a clarinete. —No es lo mismo, señor sargento, Prudencio Lomas, el difunto, fue toda su vida un hombre de orden y muy sanantonero. —¿Dónde lo tienen? —En la primera casa, así que tuerza esa esquina color pimienta. Media hora después, entre los gritos de la Loreta y expectación del vecindario, seis soldados cubiertos con careta antigás, subieron el féretro de Prudencio Lomas en una vieja camioneta militar, color verde viejo; y con la viuda en la cabina, salieron a ciento por hora camino del Camposanto. Y sin más curas, parientes ni condolidos, dieron tierra para siempre al pobre Prudencio Lomas. —¡Quién me lo iba a decir! Son igualicos que los otros. Ni darle el último beso me dejaron… ¡Y con aquellas caretas de «pantasma»! Que Dios lo acoja en su seno, tal y como iba, porque yo hice lo que estaba en mi mano para salvarlo.



sábado, 7 de abril de 2018

Plinio - Los nacionales (La entrada de los nacionales)



En el pequeño círculo se supo que aquella noche llegarían los nacionales al mando del Teniente Coronel Lanuza, que era del pueblo. Sería hacia medianoche. Las calles estaban vacías, pero en casi todas las casas se veía luz entre persianas. Las puertas del Ayuntamiento, cerradas, sin guardias. Sólo estaban iluminados los balcones altos. Con la casa de la C.N.T., antes Casino de San Fernando, pasaba igual. Sólo rendijas de luz. Un viento marcero, fino y rasurante, limpiaba la plaza. Los quince o veinte amigos, chicos y chicas, llegaron en grupos. Bajo los árboles de la Glorieta paseaban nerviosos, con una euforia que se notaba en la manera de chupar los cigarros, de cogerse del brazo. Otra vez España cambiaba de rumbo. Todo desierto y callado, hecho el vacío, para empezar un nuevo camino. Cada no sé cuántos años aquí pasa eso. 

El colapso total. En otros sitios los cambios son licuados, casi se notan. Aquí, las viejas sangres cruzadas se confrontan cada temporada. Y la historia de España se parte por la mitad, con un crac seco. La soledad y el silencio de las primeras noches de la guerra y el de la que cuento, eran parejos. Chicos y chicas iban y venían por la Glorieta, frotándose las manos, haciendo planes. El reloj dio las doce para ellos solos. Del puerto de Alicante salían barcos cargados de hombres con los ojos puestos en las luces que se quedaban. Por la frontera de Francia, cuerpos con bultos al hombro. Por la de Portugal, no. Un soldado republicano, con grueso macuto al hombro y apoyado en un palo, llegó a la plaza. Andaba como borracho. Miró hacia un lado y otro, y sin poder más, se sentó en el bordillo de la acera. Los chicos y chicas que esperaban a los nacionales lo veían desde lejos, callados. Con gran trabajo se quitó las botas. Se acarició los pies con gesto doloroso. Bebió de una cantimplora. Por fin, apoyándose en el palo, se incorporó de nuevo, descalzo y con pasos muy suaves, recomenzó a andar, mirando cada trozo de suelo donde ponía el pie. Se le adivinaba la cara contraída por el dolor. Al llegar a la esquina de don Gerardo, no pudo más, se sentó otra vez en la acera. Lloraba, lloraba con mucho ruido en aquella noche que creía sola. 

De pronto se oyó un motor. Los chicos y chicas que paseaban por la Glorieta se olvidaron del soldado. Fueron hasta la esquina de la calle de Socuéllamos. Eran ellos, seguro. Le hicieron señas al camión. Más bien era una camioneta con toldo. Al verlos, se detuvo nada más entrar en la plaza. Alguno reconoció a Lanuza en la cabina: —¡Lanuza! ¡Lanuza! El Teniente Coronel, luego de examinar unos segundos a quienes estaban allí, sonrió y bajó eufórico. Sobre la guerrera asomaba el cuello de la camisa azul. Se cubría con un gorrete ladeado, con borla. —¡Lanuza! ¡Lanuza! Todos querían abrazarlo, echarle la mano. Él sonreía con su bigote negro y los dientes blanquísimos. Aunque con cara de sueño, parecía emocionado. Por si acaso llevaba desabrochada la funda del gran pistolón. —¡Lanuza! —Ya estamos aquí, Dios nuestro Señor lo ha querido. —Pero anda, que no os habéis hecho de esperar ni na. ¡Tres años! Casi todos los soldados, sentados dentro de la camioneta, dormitaban. Otros miraban al grupo con gesto de mucha fatiga. —Oye, perdona que te diga —dijo uno de los recipientarios señalando a los soldados—, pero los nacionales habéis hecho una entrada muy sosa en el pueblo. Esperándoos con tanta ilusión, y fíjate.
—Es verdad, nosotros soñábamos, qué sé yo —añadió una de las chicas—, con el no va más de alegría. —¿Cómo? ¿Nosotros sosos? —dijo el Teniente Coronel. Y asomándose a la carrocería de la camioneta, gritó: —Venga, muchachos, ánimo. Vamos a echar un «Cara al sol». «¡Cara al sol…!». Los soldados, recostados unos en otros o apoyados en los fusiles, empezaron con voces desacordes y desmayadas:
«Cara al sol con la camisa nueva…».

Los chicos y las chicas, firmes y con el brazo en alto, corearon con toda vibración. Era su primer grito público a favor de los vencedores. 
Con el brío del coro, los soldados se animaron un poco. Pero Lanuza no quedó contento, y cuando acabaron, dijo muy dispuesto a darle gusto a sus paisanos: —Venga, muchachos, y ahora, nuestro himno:

«¡Ardor guerrero,
vibra en nuestras voces
y de amor patrio henchido el
corazón…!».

Los del pueblo, que no se sabían la letra, sólo repetían alguna palabra, así como «honor»… «honor». Cuando acabó el himno, el Teniente Coronel Lanuza, dispuesto a satisfacer más a los amigos, dijo a los soldados: —Venga, muchachos, ahora un «carrasclás»… Los soldados lo miraban con mucha tristeza, como pidiendo una cama por compasión. Sólo uno con bigotillo inició el «carrasclás». Lanuza se dio cuenta y se disculpó: —Los pobres están desechos. Llevan unos días que no os podéis figurar. ¿Dónde habéis preparado alojamiento? —En el Asilo. —Bueno es. —Pero a ti te esperan en tu casa. —Ya lo sé. Primero voy a acomodar a éstos. —En el Asilo hay cuarenta camas. Unos camaradas os esperan. —Buenas son… Y mañana a las nueve en el Ayuntamiento, que empecemos a poner esto en orden. —Que falta hace… —Mañana o pasado vendrá una Bandera… Bueno, chicos, hasta mañana. ¡Arriba España! Todos lo saludaron con gritos, y la camioneta salió calle de la Feria adelante, camino del Asilo. Desde la cabina, Lanuza se despedía con la mano. 

Quedaron largo rato comentando la llegada y planeando para el día siguiente. Cuando ya se iban por la calle de la Independencia, a la altura de la farmacia de don Gerardo, vieron al soldado tumbado en la acera; dormido, con una respiración hondísima. Entre los calcetines gruesos y rotos se advertían los pies hinchados, cuajados de sangre. —El pobre no pudo más. Como pudieron, le quitaron la manta que llevaba terciada, y lo taparon. Lo arrimaron bien a la pared de la farmacia. —¿Sabéis quién es? —No. Parece de la quinta del saco. Será un rojazo. —Mañana se encontrará bien. 

Y siguieron calle adelante, frotándose las manos y haciendo planes. Al verlos marchar, alguien entreabrió uno de los balcones de la C.N.T. —Ya podemos —dijo hacia dentro. Poco después salieron cinco hombres con paquetes y maletas. Andaban premiosos, volviendo la cabeza hacia todos lados. Entraron por la calle de la Independencia, y al ver el bulto junto a la puerta de la farmacia, se pararon en seco. Esperaron unos segundos. Uno de ellos se adelantó casi de puntillas. Contempló el cuerpo y en seguida hizo señas a sus camaradas. Agachándose, le acercó a la cara el mechero encendido. —¿Quién es? —preguntó uno de los que permanecían de pie. —No lo sé. Parece de las quintas últimas. —Será un desertor. Un traidor más. Y siguieron calle adelante, doblados por el peso, y expectantes.



miércoles, 4 de abril de 2018

Plinio - Los nacionales (El dinero vencido)



El comedor de los abuelos era muy grande y sin otra luz que la que entraba por una lumbrera de cristal esmerilado y en forma de rueda que había en el techo, justo sobre la mesa familiar. A mediodía, quieras que no, llegaba una claridad muy consoladora. Pero al caer la tarde, cuando salían los operarios de la fábrica, el comedor quedaba muy sombrero y deprimente. Aunque pintaba abril aquel sábado, estaba encendida la chimenea de baldosas rojas. Y sentado en el borde de la cama turca, con la gorra y las gafas puestas, el abuelo tenía extendidas las manos hacia el rescoldo de un cepujo. La abuela, en una silla baja, también junto a la lumbre y tal vez amodorrada, de vez en cuando suspiraba aquel sonoro «¡Ay, Señor!» de toda la vida. El tío, junto al aparatillo de radio, con el guardapolvos puesto y la mano en la mejilla, escuchaba otra vez el último parte de guerra. Mi padre, con los brazos atrás y el cigarro entre los labios, paseaba lentamente junto al aparador alto y torneado.

Yo, desde el recibidor, sentado en una mecedora de madera curvada, veía aquella escena con la impresión de que algo muy nuevo sucedía. Sobre la mesa del comedor había una caja de madera llena de billetes republicanos… Después de comer los sacó el abuelo de no sé dónde, los contó, comprobó varías veces su numeración con una lista que tenía en la cartera, y con aire resignado acabó, finalmente, por dejarlos allí. El reloj de péndulo y musiquilla que había sobre la chimenea, seguía con sus compases, indiferente a todas las políticas que trajese la historia… Igual que ocho años antes, cuando llegó la república y todos los obreros se juntaron en el comedor para oír por la radio el discurso de Alcalá Zamora… Y que tres años atrás, cuando el mismo aparato que ahora tocaba himnos militares y marchas que cantaban jóvenes, dijo que el gobierno republicano acabaría en pocas horas con sus enemigos. El mismo reloj que — según contaba la abuela— la vio parir a horcajadas sobre dos sillas a su hijo Santiago, aquel que se llevó un noviembre de hacía milenta años. … Ahora, una voz de mujer ahogada por la emoción, decía por la radio cosas de la patria, de la bandera, del municipio, del sindicato y de la vuelta de la primavera. El abuelo —esto fue después de la comprobación con la lista— tuvo la caja de billetes en la mano mucho tiempo, mirándolos con fijeza, moviéndolos levemente, como si los cerniese. 

Sus ojos, tras las gafas —digo yo— que debían calcular lo que dejó de comprar con aquellos dineros. «No será porque la radio de Burgos no dijo mil veces los números de los billetes que iban a valer», como recordó la abuela. Pero el abuelo, sin hacerle caso, dijo que en su larga vida no había visto una cosa igual… a no ser aquello de los duros sevillanos, que total no fue nada. Dio el reloj antiguo las seis de aquel sábado de abril y muy lejos, casi en seguida, sonó la campana de la fábrica que anunciaba la salida de los operarios… Todos, la abuela suspirando «¡Ay, Señor!» y yo desde mi lejana mecedora de madera curvada, miramos hacia la caja de madera, llena de billetes, que entre sombras estaba sobre la mesa grande del comedor, justo debajo de la lumbrera de cristales esmerilados en forma de rueda. Allá en la nave de la fábrica, los obreros estarían quitándose los mandiles, sacudiéndose con ellos el aserrín de las botas, poniéndose las chaquetas y las gorras… Y dentro de nada, llegarían hasta el comedor a cobrar su semana. Seguro que ya vendrían por aquel ejido del patio con las cabezas bajas, el paso de sábado y las manos en los bolsillos. Segurísimo que Marcelo, el aprendiz, traería como siempre la boina calada y un taco de paloduz entre los dientes. La tía Antoñita, que entró en el comedor por la puerta que daba al pasillo, y no por la puerta del recibidor donde yo estaba sentado en la mecedora de madera curvada, dijo sorprendida: —¿Pero qué hacen ustedes con la luz apagada todavía? Y encendió la lámpara de tulipas que estaba sobre la mesa, justamente encima de la caja de madera de los billetes republicanos y debajo de la lumbrera de cristales esmerilados en forma de rueda. 

Como para despabilarse, el abuelo lió muy despacio, muy despacio, un cigarro de tabaco verde, y lo encendió con un ascua que pinzó con las tenazas. El tío seguía junto a la radio, con los ojos entornados. Mi padre, en sus paseos, siempre con el cigarro en la comisura. La abuela, que dio un breve respingo al encenderse la luz, en seguida volvió a sus suspiros y modorra. La tía, sentada en el borde de una silla, se puso a hacer ganchillo. Se abrió la puerta de la escalera y entraron los operarios en el recibidor. Como estaba a oscuras pasaron sin reparar en mí. Eran cinco. Viejos y muchachos, porque los otros: Antonio Arias, los hermanos Moya, Peláez, Benito, Franquelín y qué sé yo cuántos más, marcharon al frente durante aquellos años. Izquierdo, el más viejo de ellos, que iba en cabeza, se paró en la puerta. —¿Se puede, maestro? —preguntó con voz insegura. —Adelante —dijo el abuelo poniéndose de espaldas a la lumbre. Entraron muy despacio, pálidos, con la boina empolvada de aserrín entre las manos.

Desde mucho tiempo atrás, apenas había algo que hacer en la fábrica. Con la poca madera que llegaba, casi toda de chopo, fabricaban maletas para los soldados y cajas de muerto. Las funerarias no recibían material y había que hacer los ataúdes de chopo verde, todavía jugoso, con olor a río. Ataúdes blancos y espinosos, sin nogalina siquiera. En los corridos del patio de la fábrica, que siempre hubo ricas maderas apiladas, entonces estaban vacíos, si acaso con listones y retalillos. En el taller, a veces se encontraba un montón de ataúdes que imponía mucho respeto… Como decía la abuela: «Aquí que siempre se han hecho alcobas para novios alegres, y ahora mira». 

Casi todos los días llegaban hombres enlutados, que a cambio de algo de comer, el abuelo les daba una caja de chopo. Y se les veía ir calle arriba, con el cajoncillo siniestro a hombros. Los operarios, ahora, con cara de mal comidos, miraban la radio, creo yo que sin oírla, en espera de ver cómo les arreglaban la semana. El abuelo, bajó un poco el volumen del aparatillo de radio —porque el tío estaba enfoscado con las noticias— y acercándose a la mesa, tomó la caja de billetes y fue hacia los obreros. —Sólo tengo esto —dijo con voz opaca—. Supongo que el lunes, como los bancos siempre son tan rápidos para estas cosas, tendrán dineros buenos… De todas formas, si alguno cree que estos billetes pueden servirle para algo, que tome los que quiera. Y les ofreció la caja tímidamente. Pero ellos quedaron impasibles. Con los ojos tristes. Durante unos segundos, que también calló la radio, sólo se oyeron los chupetones que Marcelo le daba a su taco de paloduz. En seguida empezó otro discurso sobre los Reyes Católicos don Fernando y doña Isabel. El abuelo dejó la caja sobre la mesa y volvió junto a la chimenea, de espaldas a la lumbre. —A ver si nos fían por ahí estos días —casi suspiró Izquierdo. —… Si queréis podéis llevaros alguna caja de muerto. A lo mejor hacéis trato —añadió el abuelo. Los operarios se consultaron con la mirada. La abuela suspiró fuerte y ahora con las siguientes palabras: —¡Ay, Dios Santo! ¿Y qué nos quedará por ver…? Después de unos segundos de silencio, los operarios, saludaron en flojo, y salieron del comedor poniéndose las gorras. Como estaba oscuro el recibidor, pasaron ante mí sin verme. —Pues sólo faltaba eso —dijo Amador al abrir la puerta de la escalera
— presentarme en casa descuartao y con un féretro a cuestas.