A la una menos diez, Dolores, sin
encender la luz, abrió con mucho pulso
el pestillo de la puerta de la calle. Subió
la escalera, y como todos los sábados a
aquella hora, se colocó tras la persiana
echada del balcón del comedor. No
pasaba nadie. De vez en cuando el ruido
de algún motor lejano. Pero el coche de
Julián todavía no había llegado. Tenía
espacio suficiente para aparcar en la
calle frontera a la casa de Dolores.
Cuando se veía obligado a hacerlo en
otro lado, todo se complicaba mucho. Si
Julián no fuese tan puntual y
organizado, hubiera sido imposible
llevar esto adelante. Pero es un hombre
como hay pocos. Con las puertas del
balcón entreabiertas, y envuelta en un
chal de lana gris, miraba por las
rendijas de la persiana. Ahora se oía la
lejana música de un aparato de radio, el
de Blas, el paralítico que vivía unas
casas más arriba, y tenía la radio puesta
toda la noche. Algunos momentos —le
ocurría todos los sábados a aquella hora
— a Dolores se le iba la imaginación a
Madrid. Pensaba en sus dos hijas, en la
habitación que tenían en la residencia de
estudiantes, allá en Argüelles. Claro que
siendo sábado —se repetía
invariablemente—, lo más seguro es
que esta noche estén en un baile o vaya
usted a saber… Lo que nos quedará
por ver. Y al decirse estas últimas
palabras caía en la cuenta de lo que
esperaba ella en aquel momento y
deseaba que ocurriese unos minutos
después… Y siempre hacía igual: se
humedecía los labios con la lengua y se
embozaba más prietamente con el chal
de lana gris. Claro que lo que ella debía
haber hecho era irse a vivir a Madrid.
¿Qué hacía en el pueblo, sola, con las
dos hijas estudiando en la capital?
Incluso para sus relaciones con Julián
todo habría sido más fácil… Pero
nunca le gustó vivir fuera del pueblo,
alejada de sus intereses, tierras, amigos
y parientes. Menuda pereza tener que
venir todos los fines de semana —como
hacía Julián— a pagarle a los
trabajadores y ver cómo iban las cosas.
Y lo de poner un encargado, ni hablar.
Ella en Madrid se encontraría muy
sola, sin casi conocer a nadie. La
verdad es que pensó irse cuando murió
su padre, pero luego no se determinó.
Seguía dándole vueltas. Tal vez el curso
próximo. Al fin y al cabo a la
Y además, que muchas veces, cuando
mejor se está en la vida, es cuando
hace una lo que no debe, lo que no es
lógico, lo contrario a lo que todo el
mundo dice. Yo me encuentro muy
ricamente viviendo en el pueblo y en mi
casa. Viene la asistenta hasta las siete
de la tarde y luego solica, tan a gusto.
Ahora mismo, aquí en el balcón, tan
bien lavada de pies a cabeza, envuelta
en mi chal gris, espiando tras la
persiana, sintiendo el fresquito de la
noche y esperando que llegue el coche
de Julián, pues que me siento tan a
gusto. Y las dos cosas, el vivir sola y
esperar a su amante, eran contrarias a lo
que solía hacer todo el mundo.
Por la calle ancha que desembocaba
enfrente del balcón, avanzaba un coche
muy despacio. Como buscando donde
aparcar. Era Julián, seguro. Se detuvo
en la esquina. Así, de un salto estaba en
la puerta. Paró el motor dando antes el
acelerón de siempre. Apagó los faros y
quedó dentro. Dolores miró bien a uno y
otro lado de la calle por si venía
alguien. Julián hacía lo mismo en la
calle donde esperaba. Todo seguía
silencioso, sin más ruido que el de la
lejana radio del inválido. Dolores se
puso en la boca el cigarrillo que tenía
preparado en el bolsillo de la bata, y
encendió calmosa con el mechero de oro
que le regalaron sus hijas en el último
día de su santo. Aquel encendido era la
señal para que Julián atravesara la calle.
Y él, todos los viernes hacía igual:
salía cauteloso, miraba hacía atrás y
cerraba la puerta del coche con un
portazo que no sabía evitar. Llegaba a la
esquina con la caja de bombones en la
mano, y con el aire del que no hace
nada, miraba a uno y otro lado de la
calle de Dolores, y cerciorado de que no
pasaba nadie, cruzaba con paso
tranquilo. Y ya sin mirar ni detenerse,
entraba, y cerraba la puerta suavemente.
Subía a tientas. Ella lo esperaba en el
primer descansillo de la escalera. Allí
se besaban por primera vez en la noche.
Él sin soltar la caja de bombones.
Dolores la notaba rozándole el trasero
mientras duraba el abrazo. Después de
aquel primer encuentro subían el
segundo tramo cogidos por la cadera,
preguntándose cosas. Pasaban
directamente a la alcoba. Para qué más
ceremonia si ya sabemos lo que
queremos los dos. Él dejaba la caja de
bombones sobre el tocador. Dolores
volvía a abrazarlo. Sobre la mesilla de
noche ya estaba el whisky servido con
mucho hielo. Apenas Julián se había
quitado la corbata, Dolores ya estaba
desnuda. Sacando la lengua, encogiendo
la nariz, y pisando de puntillas, se
acercaba al tocador, abría la caja de
bombones con muchos ruidos de
papeles, y se llevaba a la boca el primer
bombón de la semana, que para ella
empezaba la noche del sábado. ¡Ay qué
rico! Cada vez te los hacen más ricos
Julián. Con la caja de bombones en la
mano se iba a la cama. La dejaba sobre
la mesilla. Se echaba, se tapaba, ¡ay que
frío!, e iba tomándoselos uno a uno.
Cuando Julián acababa de desnudarse y
dejaba bien colocada su ropa sobre la
silla descalzadora, con la cajetilla de
cigarrillos rubios y el mechero en una
sola mano, se metía en la cama. Tomaba
el vaso de whisky de la mesilla, lo
miraba al trasluz, se echaba un buen
trago. Después, encendía el pitillo, y ya
con la cabeza en la almohada, mirando
al techo, fumaba y hablaba. «Venga
cuéntame cosas» le decía ella sin dejar
de comer bombones. Y mientras él,
lentamente, iba contándole las
pequeñísimas incidencias de su vida
durante la semana, ella sólo pensaba en
lo mismo: «la verdad es que no hay
nada que se pueda comparar con lo que
viene luego, pero hay que reconocer,
que este rato de antes, aquí los dos en
la camica; él con su whisky y yo con
mis bombones, tampoco tiene
desperdicio… Tal vez estaría mejor
para después esto que hacemos ahora,
pero como este hombre se queda
completamente roque así que me cubre,
pues que no hay manera. Y debe ser
cosa muy de hombre. A Pepe, mi pobre
marido, le pasaba igual. Después de
funcionar se quedaba vencío para toda
la noche. Pero en fin, qué vamos a
hacer. Mientras él ronca, yo me como
algún bomboncillo que otro».
Julián hablaba mirando al techo y
fumando. Cuando quería echarse un
trago, tomaba el vaso de la mesilla, se
incorporaba un poco clavando el codo
en la cama, y ¡hala! A Dolores, muchas
veces le daba por pensar si Julián, allí
en Madrid, haría lo mismo con su mujer.
Si le hablaría con el mismo tono cuando
estaban en la cama, antes de hacer lo
que fuere. Y si tomaría whisky. Desde
luego, lo seguro es que no harían uso del
matrimonio todas las noches. Y lo de
regalarle cajas de bombones cada
semana ni hablar… También pensaba si
parecido ceremonial lo haría Julián con
otra que no fuese ella, ni su mujer. Y
siempre acababa por encogerse de
hombros. En el fondo le daba igual. Ella
se conformaba con que cada sábado le
trajera sus bombones y sus abrazos. Ya
no estaba en situación de exigir
virguerías. No se le puede pedir a la
vida más de lo que da en cada
circunstancia. Julián no empezaba a
acariciarla poco a poco. Cuando
acababa el whisky y el pitillo, a lo
mejor seguía hablando un ratillo con
aquella voz monótona que tenía, hasta
que de pronto, daba una media vuelta, y
empezaba a besarla con toda la furia.
Era así de brusco. La verdad que todo
aquello, esperado durante ocho días,
resultaba muy corto. En junto no
llegaba a dos horas. Desde que se
apeaba del coche, cruzaba la calle, me
daba el primer apretón y los bombones
en el descansillo de la escalera;
contando cigarrillo, whisky, cosas de la
semana, asalto final, sueño, despierte,
y marcha a su casa… De verdad que no
llegaba a dos horas. Porque Julián la
montaba sólo una vez. Lo hacía muy
bien, ésa es la verdad, pero no repetía.
A ella muchas noches le hubiese gustado
una propinilla. Pero no había forma. El
tío se quedaba dormido y al cabo de
media hora se despertaba como
sobresaltado. Se vestía con prisa. Le
daba el último abrazo en el descansillo
de la escalera y dejaba que ella se
asomara a la puerta. Cuando Dolores le
decía que no venía nadie, le daba paso,
y Julián cruzaba rápido hasta el coche…
Julián terminó el pitillo y se bebió el
último trago de whisky. Ella oyó sonar
el hielo en el vaso vacío. Y, sin mediar
una palabra más, se dio la vuelta y
empezó a besarla con aquella furia que
él se gastaba. Dolores, sin dejar la
faena, buscando con un ojo la perilla de
la luz, extendió el brazo y apagó. No me
extrañaría que le pegue al pobre
alguna bocera de bombones, pero no
me da tiempo ni a limpiarme. Qué
furia.
Cuando acabó el asalto, Julián,
como siempre, quedó roncando. Y ella,
sin pizca de sueño, alargó la mano sobre
la cabeza de él, cogió un pitillo y lo
encendió. La luz que entraba por las
rendijas del balcón dejaba entrever el
bulto que Julián hacía bajo las sábanas.
Tampoco se está mal así, dormido él,
oyéndole roncar a tu lado y fumando el
cigarrillo tan tranquila después del
trajín… Pero precisamente cuando le
daba la última chupada y se disponía a
dejar la punta en el cenicero, notó algo
que le extrañó. Julián roncaba como
nunca. No con los ronquidos largos y
suaves de toda la vida. Lo hacía ahora
con ronquidos cortos, secos y en
crescendo. Alarmada lo movió un poco:
—Julián, Julián…
Pero con el cambio de postura, los
ronquidos se hicieron más trabajosos,
ahogadores y patéticos. Encendió la luz.
Julián con la boca abierta del todo, los
ojos cerrados y gesto descompuesto, no
roncaba. Respiraba de aquella manera.
Dolores, completamente desnuda, se
levantó y empezó a moverlo.
—Julián, Julián.
Era inútil. En cualquier posición que
lo colocase, seguía aquel estertor.
Dolores, con el pelo en la cara y los
brazos sobre el pecho desnudo, lo
miraba aterrada. Record
respiración de boca a boca. Con gesto
entre miedoso y de asco, puso su boca
sobre la de Julián y empezó a soplar
según su saber. Pero era inútil. Las
espiraciones de él eran mucho más
fuertes que sus intentos de insuflarle
aire. Todo iba a ser muy rápido. Mira
que si se me muere aquí este hombre
¡Dios mío! Lo que me faltaba. Si tengo
la negra. Pero qué hago… Le puso la
mano sobre la frente. Luego intentó darle
masaje en el corazón. Nada lo mejoraba.
Mi deber es llamar a un médico y que
sea lo que Dios quiera. De pronto bajó
el tono de aquel jadeo que antes le
parecieron ronquidos. Dolores puso
cierto gesto de esperanza. Sí, el jadeo
disminuía, pero tenía la cara cada vez
más descompuesta. Un sudor frío le
rociaba la frente. Y él, tan moreno,
parecía completamente blanco… Ya
apenas se oía ronquido, jadeo, ni nada.
Todavía respiraba, pero muy de cuando
en cuando, y abriendo mucho la boca.
Por fin la abrió desesperadamente,
apretó los ojos como si lo ahogase una
mano invisible y en seguida, después de
un ronquido final, dobló la cabeza en el
hoyo de la almohada… Un brazo le
colgaba a lo largo del cabecero de la
cama.
Dolores, inclinada, con las manos
apoyadas en sus muslos y los pechos
colgando, lo miraba, esperando todavía
una resurrección de aquellos suspiros.
Le tomó el pulso. Le puso luego el oído
sobre el lado del corazón. Por fin cayó
de rodillas en el suelo y con la cara
entre los brazos y sobre la cama,
empezó a llorar sordamente. Sobre la
mesilla, el vaso de whisky vacío, los
ceniceros y el reloj de pulsera de él.
Arriba el Cristo crucificado que
presidía la cama. Después de un rato,
con movimientos muy lentos, empezó a
vestirse las ropas que dejó sin orden
sobre la descalzadora. Con la mirada en
el suelo hablaba en voz baja. Mis hijas.
Ellas allí, en la Residencia de Madrid,
durmiendo tan tranquilas, y yo mira…
O aunque no duerman y estén
churreteando por ahí. Es igual. Por
ellas hay que tener redaños y acabar
esto bien acabado… Si no fuera tan
alto y tan fuerte… si no pesara tanto.
Pero hay que probar. Hay que
conseguirlo, no hay más remedio.
Amanece el muerto en mi casa y salgo
en coplas para toda la vida… Es que
donde pongo el ojo cae la desgracia,
sobre todo con los hombres. Mi marido
murió a los ocho años de casados.
Aquel otro que conocí en Madrid, al
año se ahogó en Guardamar. Y éste
fíjate. No llevábamos un año así y
mira.
Ya cubierta, intentó vestirlo a él. La
cosa no era fácil. Tal vez por estar
muerto le parecía pesar mucho más que
en los momentos amorosos. Decidió
ponerle los pantalones solos, sin
calzoncillos… Huuuu. Mecagüen su
padre…, ay no, perdón, pero esto así no
hay quien lo entre. Fíjate ahí se le ha
quedao la minga muerta para toda la
vida. Que no creo yo que esto de joder,
que tanto lo necesita el cuerpo, sea tan
malo como dicen. Se casa una a los
veintipocos… Ya parece que le he
entrao esta pernera. A los treinta, como
quien dice en la flor de la edad, te
quedas viuda y a pedir por Dios. No, de
seguro que no es tan pecado como
dicen, siempre que una lo haga sin
escándalo y sin perjudicar a las hijas…
Digo yo. Tan sano y fuertón como
parecía. La leche que le dieron.
Cuando por fin, después de estirar
desde todos los lados y en todas las
posiciones le calzó los pantalones al
muerto, pensó que había hecho mal. Al
verlo sin calzoncillos, pensarían con
razón, que no se había muerto dentro del
coche. Pero es igual, mecagüen la
puñeta, lo primero es sacarlo de aquí.
No iba a desatacarle otra vez los
pantalones para entrarle los
calzoncillos y volverle a poner los
pantalones para que pensasen que se
había muerto en el coche. Ponerle la
camisa y la camiseta era mucho más
difícil todavía. De rodillas en la cama,
tras él, sintiendo la cabeza y los
hombros de Julián sobre su pecho,
intentaba entrarle una manga. El brazo,
sólo el brazo, ya pesaba lo suyo. Se caía
apenas aflojabas. Sudaba. Se sentó en la
cama a descansar un poco. Qué cosa
más cosa es la muerte. Tan ágil y
meneante cuando vivo, y míralo ahora
qué dejao. Como lo pongas, se deja y te
aplasta. Además se va quedando de un
frío blando y pegajoso. Quién lo iba a
decir, si hace na, tan brioso. Tumbado
otra vez, le fue abrochando la camisa. El
cuello no hubo forma. Se le quedó la
cabeza así hacia atrás y con la nuez tan
salida, que era imposible abrocharle el
cuello. Imposible, imposible. Cuánto te
gustaba que me pusiera encima. Venga,
jineta, me decías. Yo no lo había hecho
antes con nadie. Para descansar un poco
le calzó los calcetines y los zapatos. Ya
eran casi las tres. Menos mal que
todavía las noches son muy largas, que
si no me pillaba la amanecida
apañando al pobre. No creo que esta
noche el polvo haya sido más fuerte
que otras como para que le diese esto.
Recordaba cuando amortajó a su padre
hacía dos años. Pero todo fue más
sencillo. Primero lo hicieron entre su
prima Narcisa y ella, y luego que no fue
más que ponerle una túnica sin más
camiseta ni más na. Julián fue muy
bueno pero que muy bueno conmigo.
Todo lo que se diga es poco. Pero lo
que se dice quererle no lo quería. Me
gustaba, pero no lo quería. A él le
pasaba igual. Estaba segura. Él era
muy macho y le gustaba tener mujeres
para acostarse. Seguro que en Madrid
tenía más de una. Con sus cuarenta y
muchos años seguía siendo un
hombretón a la hora de la cama, que a
ella era lo único que le importaba. No
iba a andarse ahora con amoríos
románticos. Cuando se hablaba de
otras cosas de hombres: de políticos,
sabios, futbolistas, e incluso
negociantes, a Julián se notaba que no
le daban envidia. Él llevaba bien las
cosas de su casa y nada más. Lo único
que le importaba como hombre era
tener mujeres con quien acostarse y en
paz. Ella tampoco quería más.
Cuando acabó de calzarlo —las
piernas del muerto colgaban de la cama
— bebió agua con hielo del jarro que
había sobre la mesilla para el whisky de
Julián. Ella no pudo nunca tomar
bebidas alcohólicas. Me saben muy
mal, y fíjate lo que son las cosas, eso sí
que me parece pecao. Quieta, antes de
continuar la faena, lo miraba con
muchísima tristeza. Pobre mío. Pero
claro que a éste lo saco yo de aquí
como sea, aunque tenga que
arrastrarlo. Antes de empezar con la
faena de ponerle la chaqueta se comió
un bombón, pero ciertamente, sin pensar
muy bien lo que hacía. Anda, que estoy
yo buena, comiendo bombones en este
trance. Cogiéndolo de la nuca intentó
volver a sentarlo. Ahora costaba más
trabajo que al ponerle la camisa.
Cuando lo tuvo sentado, la cabeza del
muerto se le clavaba en el pecho. Ella
estaba de rodillas sobre la cama,
sirviéndole de respaldo. Y empezó la
faena. Así que se descuidaba se le
doblaba la cabeza al pobre Julián. Era
muy difícil, con su mano izquierda, alzar
la manga izquierda de la chaqueta, y con
su mano derecha coger la mano
izquierda de él, y enfundarla en la manga
vacía. Hubo un momento en el que se
escurrió un poco el cuerpo de Julián y
sus pelos le tapaban la boca. ¡Ay, leche!
Y el brazo izquierdo se había quedado
ya tan poco flexible, que no había forma
de que le alcanzase la manga. Impotente,
lo dejó tumbado boca arriba sobre la
cama. Y después de secarse el sudor y
unas lágrimas más de rabia que de dolor,
pensó que sería mejor rular el cuerpo y
ponerlo boca abajo. Así alzándole los
brazos hacia atrás, sería más fácil
ponerle la chaqueta. Tomando las
posturas más barrocas y descompuestas,
aunque la chaqueta —a lo mejor el forro
— se rompió por algún lado —ella no
supo por donde— consiguió encajársela
de manera bastante torcida. Bebió otro
trago de agua fría. Así tumbado boca
abajo, con los pies muy juntos y los
brazos abiertos, parecía que hubiese
caído volando desde mucha altura.
Ahora hay que entrar el coche de
Julián en el corral. Le buscó la llave.
Bajó sin encender la luz del patio. Ya en
el portal se acordó que no llevaba la
llave de la portada. Antes de volver a
bajar, apagó la luz de la alcoba y miró
por el balcón. La calle seguía desierta.
Sólo se oía leve la radio de Blas el
paralítico. Bajó rápida, abrió la puerta
de la calle y cerró tras de sí. Cruzó la
calle. Puso el coche en marcha y dio la
vuelta a la manzana, porque las portadas
de su casa estaban completamente
detrás. Abrió con la llave el postigo de
las portadas, entró y luego las abrió de
par en par. Volvió al coche. Lo entró.
Cerró la portada. A través de un pasillo
—siempre sin encender más luces—
llegó al patio. Subió la escalera. Abrió
las puertas de ésta con la luz apagada.
No era cosa de que alguien pasara por la
calle y la viera encendida a aquella
hora. Con el resplandor de la luz de la
alcoba, que volvió a encender, a través
de la puerta, bastaba. Ahora venía lo
más difícil: bajar el cadáver. Un
cadáver recién jodido. Remate poco
frecuente. Mientras estudiaba la
operación, con aire distraído, tomó otro
bombón y le colocó el reloj de pulsera
que estaba sobre la mesilla.
Masticándolo, miraba el cuerpo
atravesado sobre la cama, boca abajo y
con la chaqueta tan malísimamente
puesta. Ánimo chata, que la noche es
larga. Tomándolo de los sobacos con
ambas manos fue tirando de él hasta que
los pies zapatearon sobre el suelo. Le
dio la vuelta. Boca arriba le parecía
mejor posición para arrastrarlo. Pesaba
como el demonio. Antes de acabar la
galería para llegar a la escalera, tuvo
que descansar. Al cabo de un respiro
volvió a arrastrarlo de la misma forma.
Tiraba de él andando hacia atrás y con
la cabeza vuelta para no tropezar. En la
misma postura empezó a bajar. Aunque
iba despacio la maniobra era muy
difícil. Con la escalera tan pina, temía
caer arrollada por el empuje del cuerpo.
Además no había forma de descansar. Si
lo soltaba caería rodando solo por las
escaleras. Pronto se dio cuenta que
aquello era superior a sus fuerzas. Al
mediar el primer tramo no podía más.
Ella no aflojó las manos, se le aflojaron
solas, como dormidas, y el cuerpo cayó
rodando de escalón en escalón, con unos
ruidos alternados y secos de coscorrón y
zapato, hasta el descansillo, donde ya no
llegaba la luz de arriba. No tuvo más
remedio que encender la del patio. Que
sea lo que Dios quiera. Allí estaba
cuadrado, abierto de pies y manos como
las aspas de un molino… Despeinado,
pero con el mismo gesto. Como si no se
hubiese enterado del descarrile. No,
desde luego no se sentía con fuerzas
para bajarlo el otro tramo, que era el
más largo. Pesaba tanto y la escalera
tenía los escalones tan altos, que podía
matarse ella y de eso nada monada,
que tenía dos hijas en Madrid, y que
no, vaya que no. Tampoco era cosa de
llamar a nadie a que le echase una
mano… Así es que lo agarró de un
brazo, tiró de él con todas sus fuerzas
hasta ponerlo al borde del
descansillo…, y una vez así, cerrando
los ojos, le empujó con el pie. Otra vez
aquellos ruidos secos y patéticos. Ahora
se oían más los cabezazos que los
zapatazos sobre los escalones de
mármol blanco, que ella tenía siempre
tan limpicos. Ya estaba el cuerpo en el
patio, acurrucado, como durmiendo al
lado del primer escalón. Lo puso boca
arriba, para agarrarlo de los brazos y
tirar de él hasta el corral próximo. Pero
algo le llamó la atención en la pajiza
cara del muerto. Estaba cosida de
desolladuras y de alguna manaba sangre
rosácea, casi agua. Jolín y cómo se ha
quedao el pobre. Lo que puede pasar en
una hora. Lo último que dijo en su vida
fueron esas borriquerías que siempre le
salían cuando le daba el gustazo.
Después el silencio total. Bien puede
decirse que ha tenido una hora corta.
Agarrándole de los sobacos otra vez,
tiró de él hasta el corral. Abrió la puerta
izquierda delantera del coche. Sudó
hasta, desde dentro, apoyarle la espalda
en el estribo. Inclinada, no podía apenas
moverse por el volante, la palanca y el
freno. Valiente tonta, podía haberlo
metido detrás, si total va a ser igual.
Tiró todo lo que pudo, pero quedó
inmovilizado cuando le tuvo medio
cuerpo dentro. Atascado en el asiento no
tenía fuerzas para sentarlo. Se secó el
sudor con el brazo.
Mecagüenlalechequemeandao, y bien
empleao me está por puta. Se bajó por
la portezuela del volante y rodeó hasta
el cuerpo a medio entrar, con los riñones
apoyados en el estribo. No había otra
solución. Lo cogió de los pies, y
alzándolos con todas sus fuerzas, le dio
una pingota hacia atrás. Como pudo
cerró la portezuela. Pero de sentarlo
como pensó al principio, ni hablar. Se
había quedado con los hombros, los
brazos y la cabeza sobre el asiento, y las
piernas hacia arriba, caídas entre el
respaldo y el cristal. Dolores, con los
pelos en la cara y la bata desabrochada,
respiraba a toda boca. Se miró las
manos. Fue con pasos vacilantes a
apagar la luz del patio. Volvió. Se
asomó por ver si venía alguien. Nada.
Abrió la portada de par en par. Arrancó
el coche. Lo sacó. Se volvió a bajar
para cerrar la portada. Arrancó. Siguió
calle adelante sin encender las luces. A
su lado, el cuerpo de Julián, en posición
de pingota, con los pies hacia arriba
botaba y vacilaba sobre el asiento. A
veces las puntas de los pies rozaban el
parabrisas. Dolores, con una mano los
empujaba como podía. Mira que como
me parase ahora un guardia civil…
Cuando salió a la vereda, encendió las
luces largas. Si lo pudiera dejar en
marcha, en primera y bajarme para que
pareciese un accidente, sería mejor,
pero no me atrevo. No me vaya a
romper algo después de tanto trabajo, y
sea todo peor. Que sea lo que Dios
quiera. Lo único que puedo hacer para
despistar un poco, es dejar el motor en
marcha. Apagó la luz, se persignó, echó
un último vistazo a aquel cuerpo tan
derecho hacía unas horas, y ahora tan
averiado, cerró la portezuela y echó a
andar. No sé para qué dejé el motor en
marcha. Es inútil.
A campo traviesa, tropezando,
hablando sola, llegó a la primera calle
del pueblo. Apenas había luces. Aunque
no veía a nadie andaba pegada a la
pared. Cada vez que iba a cambiar de
calle acechaba desde las esquinas. En su
misma calle dos trasnochadores —
seguro que no venían de jugar una
partida— hablaban moviendo mucho los
brazos y riéndose. Esperó un buen rato y
no se iban. Decidió al fin marcharse por
la calle paralela, más abajo, y entrar por
donde salió, por las portadas. Entró con
cuidado. Cerró por dentro. Y cuando ya
subía, lo pensó mejor. Encendió las
luces del corral y miró el suelo con
cuidado. Enseguida encontró unas
monedas. Revisó bien la escalera. En
los escalones encontró la cartera de
Julián con el carnet de identidad y más
monedas. La misma búsqueda hizo en el
pasillo de la alcoba. Todo lo
encontrado, incluidos los calzoncillos
que dejó sobre la cama, lo guardó bajo
llave en un cajón del comodín. Mañana
será otro día. Se descalzó, y vestida
como estaba —no podía más— se metió
en la cama. Apagó la luz, se abrazó a la
almohada y enseguida se oyó un leve
ronquido. Como no había cerrado las
contraventanas, la luz de la calle se
colaba en la alcoba hasta los pies de la
cama.
***
Cuando Manuel González alias
Plinio, Jefe de la G. M. T., o sea la
Guardia Municipal de Tomelloso, hubo
tomado el cafetillo de choque y se
disponía a salir de casa para desayunar
en forma en la buñolería de la Rocío,
sonó el teléfono:
—Padre, que le llama Maleza.
—Coño, ¿a estas horas? ¿Qué hay
Maleza, tan de mañana y en domingo?
Volvió del teléfono con las cejas en
posición pensativa.
—¿Qué pasa, padre?
—Que han encontrado a Julián
Quiralte muerto en su coche.
—¿En dónde?
—En la vereda de Socuéllamos.
—¿Por accidente?
—Parece que no.
—Pero ¿no vive en Madrid?
—Sí, pero viene todos los fines de
semana. Voy a ver.
—¿No llama usted a don Lotario?
—Ya estará en la buñolería.
Fue todo el camino, no muy deprisa,
con las manos en la espalda y el cigarro
en el rincón del labio. Siempre que
moría violentamente algún conocido,
antes de saber detalles, le gustaba
rehacer en su memoria el historial del
muerto, con los datos que sobre él y
familia acumuló durante toda la vida.
Julián Quiralte era uno de esos
hombres que hablaba poco y siempre
sonreía. Parecía que le daba mucho
gusto vivir…, y también podía ocurrir
que le daba igual lo que pasaba a su
alrededor, y para disimular se
disfrazaba con aquella sonrisa que
siempre tenía. Cuando chupaba el
cigarro, jugaba la partida, saludaba por
la calle o hacía aguas en el servicio del
Casino —Plinio se acordaba
perfectamente— sonreía. Como hombre
de sonrisa y no de risotada, nunca dio
ruidos mayores. Su vida transcurrió
suavona, sin capítulos memorables.
Siempre daba la sensación de que lo
esperaban en otro lado, o de que se
escapaba de cualquier intimidad o
compromiso, echando la cortina de su
sonrisa. Un día, hacía ya bastantes años,
se dijo que se casaba con una de
Madrid. Así fue y al poco se fue a vivir
allí. Venía los fines de semana, solo. Y
luego, en la feria, con toda la familia, se
pasaban en el pueblo hasta el remate de
vendimia. No fue nunca hombre de
grandes amigos, de grandes juergas,
escándalos o negocios. Ni de grandes
abrazos ni de grandes berrinches. Nunca
estaba en el centro de la plaza, siempre
entre barreras y burladeros, sonriendo.
Pensaba Plinio si sería así aquello
porque se quedó muy chico huérfano de
padre y se crió bajo la férula de la
madre, también muy sonrisosa y
diplomática, como hija de una de las
familias hidalgonas del pueblo. A Julián,
desde mozo, se le veía tan fortachón, tan
sano, pero jamás traspasando el balcón
de la sonrisa. Plinio había hablado muy
pocas veces con él, y siempre fueron
chaspases de conversación.
La buñolería estaba llena de gente y
tuvo que hablar con don Lotario de mala
manera, en un rincón, entre codazos y
voces. La Rocío sólo pudo echarles una
sonrisa al ponerles el servicio. Así que
encendieron los «caldos», don Lotario
se fue al herradero a recoger su «Seat»
seiscientos, y Plinio al Ayuntamiento.
Maleza, sentado en su mesa y
rodeado de guardias con cascos blancos
y silbatos, despachaba papeles con
mucha gravedad. A pesar de que hacía
años que dejó el campo, todavía, cuando
se quitaba la gorra de visera, como
ahora, se le notaba la frontera entre el
cacho de cara que se soleó entre cepas,
y la frente que le preservó la boina o el
pañuelo de hierbas.
—¿Quién dijiste que trajo el parte?
—Francisco el Cordelero, que
pasaba por allí con su tractor.
—¿Lo comunicaste al Juzgado?
—Pues no hace na. Y a la
ambulancia.
—¿Que Julián está boca abajo, en el
asiento delantero del coche?
—Eso dije.
—¿Han avisado ya a su familia de
Madrid?
—No, acabo de mandarle recado a
su primo Ricardo, que está ahí en la
finca de Záncara.
Sonó el claxon del coche de don
Lotario. Plinio se rascó la cabeza y
encogió el gesto, con aire de pensar si
olvidaba algo.
—¿Se lleva usted algún número,
Jefe?
Plinio volvió a quedar pensativo.
—No…
Don Lotario le tenía la puerta
abierta.
—En la vereda de Socuéllamos,
pero ¿muy lejos, Manuel?
—No, casi a la misma entrada del
pueblo.
Las gentes iban y venían en coches,
motos y bicicletas. Como hacía tan buen
domingo, en todas las calles trepidaban
motores. Aquella salida del pueblo
estaba tan mal de pavimento que había
que ir a paso de tortuga.
—No sé cuando van a arreglar esta
calle.
—Ésta y cincuenta más, querrás
decir.
—No me explico qué puede haberle
ocurrido a Julián Quiralte —dijo Plinio
como para sí—, siempre fueron los
Quiralte, y especialmente él, gentes muy
poco llamativas.
—Vaya usted a saber.
—Esta semana, no. Pero la pasada sí
que lo vi en el casino.
—Estábamos juntos, Manuel. Nos
saludó desde lejos con esa riseja que
siempre tenía.
Estaba fina aquella mañana. Con un
sol muy alto y traslúcido que ponía de
verde marinero las pámpanas de las
viñas.
—Mira Manuel, allí está… Y con un
buen corro de mirones.
Entre el terraguerío que rodeaba el
coche, un grupo de emboinados, con la
cabeza agachada, curioseaba por las
ventanillas. Abandonados en distintos
sitios los vehículos de los mirones.
Cuando éstos vieron a Plinio y a don
Lotario apearse del «Seat», disimularon
un poco su bacinería.
El Jefe se adelantó sin saludar por el
callejoncillo que le hicieron los
espectadores. Y haciéndose sombra con
las manos sobre la frente, se inclinó
para mirar por la ventanilla. A través de
los cristales empolvados sólo se
distinguían las rodillas del muerto,
dobladas sobre el respaldo del asiento
que va junto al volante. La cara,
boquiabierta —aunque es curioso— con
amago de sonrisa, se entreveía abajo,
doblada de muy mala manera sobre el
asiento y medio cubierta por los
pliegues de la americana.
—El caso es que el motor todavía
está caliente —dijo uno con la mano
sobre el capot.
Don Lotario se adelantó a tocar:
—Es verdad, Manuel.
—Pero si hace más de media hora
que Francisco, el Cordelero, lo encontró
y dio parte. Aunque el coche estuviese
recién parado, ha tenido tiempo de
enfriarse. ¿No, don Lotario?
—Pues claro.
—No es por eso —saltó uno con
casco rojo de motorista y levantando el
dedo como pidiendo la palabra—. Yo,
que vine el primero de tos los que están
aquí, noté que el motor estaba en
marcha. Y se paró al ratillo de llegar. Se
conoce que se le acabó la gasolina.
Plinio examinó el coche con mucha
curiosidad, seguido por los ojos de
todos los espectadores. De pronto le
señaló a don Lotario con disimulo la
parte baja de la portezuela derecha
delantera. Don Lotario se fijó bien.
Todos miraron con astucia.
—Na, que al cerrar la puerta, le
cogieron un pellizco de chaqueta —dijo
uno con boina y voz suficiente, como si
acabara él de descubrir el detalle.
—Está visto, Manuel, que lo han
echao en el auto de mala manera una vez
bien muerto. Eso está más claro que el
agua —dijo uno muy alto con voz de
predicador.
A Plinio siempre le hacía gracia ver
como cuando investigaba algún caso,
muchos se creían policías, y le iban con
observaciones.
Los pocos vehículos que pasaban
por la vereda, ya poco transitada, se
detenían al ver el corro. Entre el
terraguerío, se acercaban los curiosos
con el semblante astuto y los pasos
calmos. Al ver a Plinio, observaban y
callaban un rato. Luego se hacían
preguntas en voz baja.
En la lejanía de la llanura viñera y
sin bordes, la evaporación se alzaba
rielando el horizonte.
Sí, tardaban los del Juzgado, sí.
Plinio, en vista de que aumentaba la
audiencia, y cada vez hacían más
cábalas sobre cómo fue la muerte de
Quiralte, guiñó un ojo a don Lotario
para avisarle de la broma y, con cara de
mucha astucia, se inclinó delante del
coche y señaló a don Lotario hacia los
ejes de las ruedas delanteras. El
veterinario se inclinó también, y después
de mirar unos segundos, movió la
cabeza con gravedad. Plinio, pausado,
volvió a señalar. Luego se incorporaron
los dos con cara de mutuo acuerdo… En
seguida, algunos de los curiosos que
rodeaban el coche, se agacharon para
ver lo que pasaba entre las ruedas
delanteras. Plinio y don Lotario,
mientras liaban un «caldo», se
entremiraban con burla… Siempre, en
las esperas del Juzgado, pasaban cosas
de comedia.
Un coche venía del pueblo
levantando mucho polvo. En seguida se
dieron cuenta que no eran los del
Juzgado. Era Ricardo Quiralte, el primo
hermano del muerto. Sería cinco o seis
años más viejo; y con aire más rústico y
almorchón. Lo acompañaba su hijo
mayor, un chaval de diecinueve años con
amago de melena. Sin hablar con nadie
se aproximaron al coche y miraron por
la ventanilla. Para ver mejor, Ricardo
apoyó la frente en el cristal. Al retirarse
estaba muy pálido, con cara de mareo.
El hijo lo tomó del brazo.
—¿No se puede abrir la portezuela,
Manuel? —dijo con voz seca.
—Hasta que venga el Juzgado, no.
—Esto es muy raro, pero que muy
raro —dijo ronqueando y con meneos
infantiles de cabeza.
A pesar de su palidez y trance de
mareo, daba la sensación de que
Ricardo exageraba su sentir. Su hijo
miraba al suelo con cara de teatro.
—Ya vienen —anunció alguno.
Del pueblo venía un taxi seguido de
la ambulancia de Ribas. Bajó
primeramente el Juez, con gafas
ahumadas muy grandes y cara de recién
levantado. Luego don Saturnino, el
forense, con aquel aire de desgana que
siempre sacaba. Y, por fin, el Secretario,
que muy joven, parecía que era al único
que le daba gusto todo aquello. Fueron
en grupo hacia el coche del muerto
apingotado. Plinio le monosilabeaba al
Juez unas explicaciones. Éste se quitó
las gafas negras y se asomó al coche
haciéndose pantalla con la mano:
—Parece que lo han cargado como
una mercancía —comentó.
Plinio se fijaba otra vez en el trozo
de chaqueta cogido con la puerta.
—Cuando quiera, Saturnino.
El forense abrió con pulso la
portezuela. Empezó a mirar el cuerpo de
Julián con mucha detención.
El público, poco a poco apretaba el
corro alrededor de las autoridades.
—Por favor —les dijo Plinio—,
abrirse que no nos dejan.
El médico apartó el pico de la
chaqueta que tapaba, sobre el asiento, la
cara del muerto. Con ademanes de puro
formulario le puso la mano en la frente y
le tocó el pulso.
El Juez se asomó a mirarle la cara:
—Pobre Julián —musitó—
estudiamos juntos el bachillerato.
—Tiene la cara llena de hematomas.
Plinio se asomó con curiosidad:
—¿Palos, don Saturnino?
—No sé… Ya veremos.
—Venga, sáquenlo.
Trajeron la camilla junto al coche.
Ribas retrocedió el asiento para que
quedase más espacio, y ayudado por
otro mozo que venía con él, intentaron
sacar el cuerpo. Plinio y el forense les
echaron una mano. Hecho un cuatro,
como estaba, era muy difícil sacarlo.
Las manos y las rodillas se enganchaban
en todos sitios. Al fin lo depositaron en
la camilla. Estaba completamente rígido
en aquella postura, que recordaba la de
un pingotero en el momento más difícil.
Los brazos cruzados sobre la cabeza y
las rodillas rozándole las narices. Ahora
se le veían mejor los desgarrones de la
piel de la frente y de la nariz sobre todo.
Junto al asiento del coche había un
bolígrafo y un llavero.
—Se le debió caer de los bolsillos
al meterlo aquí.
Puesto así en la camilla, hecho un
ocho, cubierto con traje gris claro, todos
los curiosos miraban asombrados, en
silencio total.
—Se conoce que lo arrastraron por
el suelo, se nota en lo empolvao que
está, Manuel.
—Y en este chicle mascao que tiene
en el pantalón, don Lotario.
—Y en este roto de la chaqueta —
dijo el Juez.
El forense, sin comentario, dio con
el codo a Plinio y al Juez y señaló los
pantalones algo entreabiertos, sin que
ninguna otra prenda velase la carne y el
vello.
Pero el corro de curiosos, que no
perdía una, cazó la señal, y a coro dijo:
—Si, está descalzoncillado.
—¿Qué pasa, qué pasa? —dijo el
primo Ricardo rompiendo el corro.
—Nada, nada, que parece que lo han
arrastrado por el suelo —dijo el Juez.
El Juez ordenó que entrasen la
camilla en la ambulancia. Antes lo
cubrieron con una manta.
—El coche, que no lo toque nadie, y
que venga la grúa a por él. Bueno, será
mejor, don Lotario, que vaya usted a
avisar a la grúa, y yo espero aquí, no
vaya a enredar algún bacín.
—Vale.
El primo Ricardo y su hijo,
confusos, y sin saber muy bien qué hacer
ni qué decir, se fueron también tras la
ambulancia.
Apenas marchó la ambulancia y el
coche de los legales, desaparecieron los
curiosos. Plinio y don Lotario dieron
otro repaso al coche. Sólo encontraron
un cortauñas bajo el asiento.
—¿Sabes lo que te digo, Manuel?
—¿Qué?
—Que éste sí que es caso de huellas
digitales.
—Ya…, por eso he dicho que se
lleven el coche con la grúa.
Marchó don Lotario y Plinio se
quedó solo, dando paseíllos y echando
cigarros junto al coche y su sombra, que
se dibujaba sobre los cibantos de la
vereda.
Cuando dejaron el coche de Julián
Quiralte encerrado en sitio seguro, dijo
Plinio de pronto:
—Vaya, don Lotario, vamos a la
casa del muerto.
—Si no hay nadie.
—Estará la asistenta, su caporal, o
qué sé yo. Alguien habrá, y a ver qué
nos dicen.
—Como quieras. ¿Y a ti a que te
huele esto?
—No sé que le diga… Aunque eso
de que no lleve calzoncillos, me ha
hecho pensar en un caso de bragueta.
—¿Crees que no le dio tiempo a
ponérselos?
—Yo qué sé. O que los perdió en el
trance. La apariencia es que se vistió, o
lo vistieron, de mala manera. Ya ha visto
usted cómo llevaba la corbata, y el
cuello de la camisa, sin abrochar. Un
calcetín del revés, el faldón izquierdo
de la camisa salido y la camiseta con la
trasera delante.
—Joder, pues sí que te has fijado tú
en cosas. Yo me quedé en los
calzoncillos.
—Usted es que tiene muy pocas
aspiraciones, don Lotario.
—Eso será.
La casa de Julián Quiralte, que tuvo
siempre una puerta de madera barnizada,
muy típica de los años veinte, le habían
puesto ahora, según costumbre, una de
hierro muy fea. Entreabierta, en aquel
momento salían dos vecinas con aire de
bacinería misteriosa. Al ver llegar a
Plinio y a don Lotario, hicieron
ademanes de arrepentirse, de volver a
entrar, pero ante la cara tan seria de
Plinio no se atrevieron. Ellos entraron
sin aviso ninguno y cerraron dejando a
las vecinas en la acera. Dieron unos
pasos en el portal oscuro. El patio,
antiguo, tenía un toldo azul totalmente
corrido, que hacía una penumbra muy
rigurosa. Recuadrada en la puerta del
fondo que daba al corral, había una
mujer con las manos cruzadas a la altura
de la cintura. Al ver entrar a los de la
policía, cerró la puerta del corral,
quedándose ella en completa tiniebla.
—Buenos días. ¿Tú eres ahora la
criada de don Julián?
—Ahora y hace diez años. Desde
que estaba moza. Pero siéntense, si
vienen de asiento.
Y les ofreció unas butacas de
mimbre que hacían corro a un sofá.
—Siéntate tú también.
—Lo que usted mande.
Y se sentó justo en el centro del
sofá.
No tendría cuarenta años, pero sus
visajes eran de vieja. Escuchaba con la
boca entreabierta, e inclinando un poco
la cabeza, como si sordeara.
—¿Qué día venía de Madrid tu
señorito?
—Todos los viernes, al caer la
tarde.
—¿Qué hacía?
—Yo me voy siempre a las cinco. Le
dejaba la cena preparada. Por la mañana
sí que vengo trempanico, le limpiaba la
casa, preparaba el desayuno y le hacía
el cuarto.
—¿Y el sábado?
—Lo mismo, lo mismo.
—¿Y el domingo?
—Los domingos yo no acudo,
porque, sabe usted, viene mi hombre del
campo. Pero él se iba a comer a
Madrid…
—¿Ayer hizo algo o dijo algo que se
saliera de lo corriente?
—¿Que se saliera de lo corriente?
—Quiero decir algo que te
extrañase.
—No…
—¿Tuvo alguna visita?
—No…; bueno la gente y el caporal,
que claro, vinieron a cobrar… Y alguna
factura. O de los bancos. Lo de siempre,
ya le digo a usted.
—¿No discutió con alguien?
—Mire usted, yo no oí nadica.
—¿Qué cree usted que puede
haberle pasado?
—Yo qué sé, mire usted.
Don Lotario miró a Plinio con cara
de «de ésta no sacamos nada».
Sonaron en la puerta unos llamotazos
muy fuertes.
—Ves a ver quién es con esas prisas.
En el cuadro claro de la puerta
abierta se vio un hombre de campo
endomingado, con la blusa negra y la
boina nueva relucía.
—Es el caporal.
Como remoloneaba hablando con la
mujer en la puerta misma, Plinio le hizo
un venir con la mano.
—Pasa, haz el favor.
Entró quitándose la boina y
hablando:
—Es que me han dicho en la plaza lo
del amo y me he dicho voy a ver…
—¿Cuántos años llevas en la casa?
—Va pa quince.
—¿Conocías bien al amo?
—Hombre, bien, lo que se dice
bien…
—¿Qué crees que puede haberle
pasado?
—Yo, mire usted, cualquiera sabe.
—¿Tú últimamente le has notado
algo especial?
—Ca, no señor.
De pronto, el Jefe miró a la criada:
—¿Solía traer pistola en la maleta?
—Que yo sepa, no.
—¿Y tú, Pedro, le has visto alguna
vez con armas?
—No.
—En la maleta, lo único así rarillo
que traía, era una caja de bombones.
—Bueno pero eso…
—Ya lo sé, pero todas las semanas,
no fallaba, una caja de bombones.
—¿Para quién?
—Ah, yo qué sé, mire usted. El
domingo ya no estaba.
—Se las traería a las hijas de su
primo.
—No creo, se pasaba las semanas
enteras sin verlas.
—O se los comería él.
—Tampoco. Él, de galgo, nadica.
—¿Ayer mañana también viste la
caja?
—Claro. Como la de todos los
sábados, grande, color rosa, con las
letras encarnás y un lazo muy grande
también encarnao. Todo encarnao. No
marraba.
—¿Y no viste nunca dársela a
alguien?
—No. Seguro que la sacaba de
noche.
Plinio y don Lotario se miraron con
parpadeos de listeza.
—Anda, enséñame tú su habitación.
Subieron la escale
entre tanto mármol, y metal dorado del
pasamanos.
La habitación era grande, de techo
alto, y la cama de matrimonio entre los
dos balcones.
Plinio echó un vistazo a los cajones
de la mesilla. Al armario grande y
ancho.
—¿Dónde está la maleta que traía de
Madrid?
—Aquí, mire usted —dijo
descorriendo las cortinas estrechas y
claras que tapaban un especie de
vestidor. Ésa que está sobre la silla.
Era un maletín de los llamados fin
de semana, imitando piel de cocodrilo y
con los cierres dorados.
Plinio lo abrió. Estaba vacío.
—En cuanto llega saca todas las
cosas menos la caja de bombones.
Plinio y don Lotario husmearon por
toda la alcoba y otras habitaciones sin
encontrar nada especial. En las enormes
lunas del armario se les veía el ir y
venir.
—¿Usted sabe si el señorito Julián
usaba siempre calzoncillos?
La criada quedó con la cara un poco
transida, no sabiendo si la pregunta iba
en broma o en serio.
—Venga, dime.
—Sí señor, yo se los lavaba todas
las semanas.
Otra vez en el patio, Plinio y don
Lotario se apartaron un poco con el
caporal:
—¿Últimamente tenía jaleos con
alguien por cosas del campo?
—Que yo sepa, no. A él le iba todo
muy bien. Pues poco que ha ganado este
año con el precio que ha tenido el
vino… Y con los piensos, no digamos.
—¿Últimamente no ha comprado
tierras?
—No, tiene de sobra.
Volvieron al coche con los gestos
caídos. No había dado tiempo a hacerle
la autopsia al cuerpo, ni a llegar toda la
familia de Julián. De modo que
decidieron irse a tomar unos cafés.
En seguida se les acercó Perona, el
camarero de Plinio, con ojos de recién
levantado.
—Ya me han dicho lo del pobre
Julián Quiralte.
—Oye, Manolo, ¿quiénes eran sus
amigos últimamente?
—Bueno, venía por aquí muy poco.
Más bien iba al otro casino, donde tiene
partida, pero solía verlo alguna vez con
José Roso y Pepito Perdices.
—No sabía que tenía allí partida.
Entonces nos hemos equivocado de
casino, don Lotario —dijo en broma.
—Hombre, Manuel, no sea usted así,
tómense aquí el café y después van allí a
tomar otro… Además, seguro que
Pascual no ha llegado todavía a aquel
casino.
—Lleva razón Perona, Manuel, las
cosas son como son.
—Ea, pues tráete los cafetillos.
—Me estoy acordando, Manuel —
ahora que lo veo entrar— que era muy
amigo de Federico, el sobrino de aquí
de don Lotario. Creo incluso que
estudiaron juntos.
—¡Eh!, Federico —le llamó don
Lotario.
—Qué pasa, jefes.
—Siéntate, si vienes de asiento.
—De regular asiento, porque estoy
de guardia en la Casa de Socorro.
—Pues anda, haz un esfuerzo, que
tenemos que interrogarte.
—¿Qué toma el doctor Federico? —
le preguntó Perona sonriendo.
—Tráeme un café.
Federico se sentó y miró sobre las
gafas con sus ojos cariñosos a don
Lotario y a Plinio, al tiempo que empezó
a vibrar la pierna derecha. Y don
Lotario, que estaba con la pierna queda,
se le contagió rápido y empezó también
el temblequeo, pero con la izquierda.
Perona, al llegar con el café, le guiñó el
ojo a Plinio, señalándole las piernas
parientas en plena vibración. Éste echó
una media sonrisa, le puso a cada cual
una mano sobre el muslo moviente, y
dijo:
—Alto ahí, que se van a quedar sin
energías para seguir la investigación del
caso Quiralte.
Los dos frenaron, y sonrieron.
—Nada Federico —le dijo Plinio—
que queríamos que nos contases algo de
tu amigo Julián.
—Ya me han dicho lo que ha pasado.
Qué raro.
—¿Por qué crees tú que puede haber
sido?
—No sé, él era hombre ordenado en
todas sus cosas y bastante listo.
—¿Tú sabes, Federico, si tenía por
aquí algo de mujeres?
Federico encogió las narices y se
apretó las gafas:
—No… que yo sepa, no. Y viviendo
en Madrid, si le apetecía algo, no iba a
venir aquí… vamos, digo yo.
—Bueno, pero cuando ocurren estas
cosas, la lógica no vale para nada.
Federico chupó el cigarro y empezó
a darle otra vez a la pierna.
—Ya entiendo. Yo estudié con él y
vivimos en la misma pensión algún
tiempo, pero ahora nos veíamos de tarde
en tarde, cambiábamos alguna palabra
sobre la familia y nada más. Le gustaba
contar cosas de cuando estudiábamos.
Ya digo, me ha extrañado mucho.
Federico, apenas apuró el café, se
puso de pie con la impaciencia de
siempre. Y los miraba callado por si le
preguntaban más.
—¿Quieren ustedes algo más de mí?
—Gracias Federico. Recuerdos a
Encarnita.
—Gracias, tío Lotario.
Y se marchó rápido, mirando al
suelo como solía hacer siempre.
En el otro casino, el de Tomelloso,
vacío a aquellas horas, hablaron con
Pascual el camarero y Lucio Chaqueta,
el corredor de vinos. Los cuatro en torno
al mármol cuadrado y blanco de una
mesa. Lucio inauguraba la mañana
fumando un puro que de vez en cuando
miraba con mucha satisfacción y le
apretaba la punta.
—Qué lástima de don Julián —decía
Pascual con la mano en la frente.
—¿Qué días y a qué horas venía por
aquí, Pascual?
—Viernes y sábados, hasta la
medianoche, a echar una partida, entre
otros, aquí con don Lucio. Anoche
mismo estuvo aquí.
—Es verdad.
—Pero ¿a qué horas exactamente?
—Verá usted, el viernes y el sábado
hasta las doce de la noche. No fallaba. Y
el sábado, ademá, después de comer
hasta las cinco.
—¿Y el domingo, no?
—No, el domingo se iba por la
mañana.
—¿Vosotros le oísteis hablar de algo
difícil o sospechoso que tuviese por
aquí?
—Eso aquí, don Lucio. Yo, claro,
me limitaba a servirle y nunca oí…
—No, él era un hombre de buen
natural y risueño, que pocas veces
contaba cosas de su vida privada. Le
gustaba hablar poco, y cuando lo hacía,
muy en general… ¿Es verdad que lo han
matado? —preguntó Lucio con aire
misterioso y chupando el puro.
—No se sabe nada hasta que le
hagan la autopsia.
Hacia las doce, avisaron a Plinio la
llegada de la familia de Julián Quiralte.
Pero decidió no visitarla hasta que se
hicieran un poco a la situación.
Don Saturnino también le mandó
recado de que la autopsia estaría lista a
última hora de la tarde.
En su despacho del Ayuntamiento, y
con don Lotario sentado en su rincón de
siempre, paseaba Plinio con las manos
atrás y el entrecejo rebinativo.
—¿Sabe usted lo que le digo, don
Lotario?
—¿Qué, Manuel?
—Que hasta ahora, desde las ocho
de la mañana que empezamos la
inquisición —y va a dar la una— sólo
tenemos una pista curiosa.
—¿Curiosa o gustosa, Manuel?
—Lleva usted razón, gustosa… Los
dos hemos pensado en la caja de
bombones.
—Sí señor.
—En la caja de bombones que trae
cada viernes y desaparece cada
domingo… ¿Para quién será?
—Misterio.
—Ah, amigo… posiblemente ahí
esté la clave de la muerte y arrastre de
Julián Quiralte.
—Pues no me extrañaría.
Plinio tocó el timbre y sacó el
paquete de los «caldos» con mucha
prosopopeya:
—Ahí va un «caldo», don Lotario.
Apareció un número:
—Llamaba, Jefe.
—Sí, que venga Maleza… Sí, don
Lotario, una caja de bombones todas las
semanas. Una caja de bombones
bastantico grande.
—Una caja de bombones grande
color rosa, con letras y el lazo rojo
también.
Entró Maleza sin llamar:
—Buenos días, Jefe. ¿Cómo va ese
muerto?
—Oye, ¿a qué hora salen a recoger
las basuras?
—A eso de las siete de la mañana.
—Bueno, pues me vas a reunir a
todos los encargados para esta noche a
las nueve.
—¿Es que se ha perdido algo, Jefe?
—Ya sabes, me los reúnes en el
cuarto de guardia.
—Sí, señor.
—Y no les digas para qué. ¡Ale!
—Si no lo sé… cómo se lo voy a
decir… a la orden.
—Yo creo, don Lotario, que si
alguien echa todas las semanas a la
basura una caja grande, color de rosa,
no le habrá pasado inadvertida a los de
la limpieza.
—Esperemos… Aunque las cajas de
bombones muchas veces las guardan las
mujeres para meter hilos o qué sé yo.
—Si, ya lo sé, pero guardar una caja
a la semana es mucho guardar… De
modo que las guardan «las mujeres»…
dice usted.
—Sí, eso he dicho. Los hombres no
acostumbramos.
—Ya.
A las siete de la tarde, cuando
calcularon que don Saturnino estaría
dando de mano a la autopsia, Plinio y
don Lotario se fueron al cementerio.
Pararon en la gasolinera que hay por
allí, y les sorprendió ver coches parados
en las proximidades del camposanto, sin
entierro a la vista.
Dejaron su coche junto a los otros.
En el portal había varias personas, que
los miraron entrar con expectación. Con
aire bastante tranquilo, aunque con los
ojos enrojecidos, estaba la viuda. Y
junto a ella, con suéter rojo, el hijo, de
unos veinte años. Luego, los primos y
otros familiares de segunda y tercera.
Plinio y don Lotario les dieron el
pésame. Ella, de momento no les
preguntó, pero no les desclavaba los
ojos implorantes. Sus paisanos, tenían
tanta fe en Plinio que, desde el primer
momento lo creían en el secreto de todos
los casos… Y en lo tocante al de Julián
Quiralte, pensaba él: Bien sabe Dios
que aparte de los bombones, y algún
detalle como la falta de calzoncillos,
no sé más que cualquiera de éstos.
Por fin la viuda se determinó, y
aprovechando que Plinio quedó solo un
momento liando un cigarro, se le
aproximó con aire muy cortés:
—¿Qué me dice usted, Manuel?
Y empezó a llorar, de manera muy
comprimida y elegante. Las lágrimas le
caían por aquellos pechos, famosos
cuando llegó al pueblo años atrás, y
todavía con cierta altozanía llamativa.
—Esperemos qué dice el forense.
—¿Pero usted no sospecha nada ni
de nadie?
—De momento no… ¿Y usted?
—¿De quién voy a sospechar yo? Ha
debido ser algo muy raro, Manuel.
—Una pregunta, señora: ¿Qué solía
echar los viernes en la maleta su marido
cuando se venía al pueblo?
—… No sé, el pijama, las
zapatillas, alguna muda… Las cosas de
aseo.
Plinio quedó pensativo.
—¿Qué quiere usted saber?
—No sé… Por si acostumbraba a
traer alguna otra cosa, un libro… una
caja de algo… una pistola.
—¿Una pistola?
—Es un decir.
—No, él no tiene pistola. Y libros…
no leía. ¿Y cajas de algo?
—Le he hecho la pregunta, porque
muchas veces, cualquier detalle, sirve
para dar una pista.
—Ya…
—¿Usted habló por teléfono con él?
—¿Cuándo?
—En este último viaje.
—No, como no hubiera alguna cosa
muy especial nunca hablábamos. Él lo
tenía todo muy bien organizado…
Por un momento le pareció a Plinio
que la señora hablaba de otro, de un
ajeno total. Lo hacía con gesto
indiferente y sacudiéndose algo de la
solapa del traje azul hechura sastre. Al
reclinar la cabeza se la hacía una poca
papada, pero todavía se conservaba
tersa y refrescona.
—Él no tenía negocios difíciles ni
nada grave… No me explico por qué
razón pueden haberlo matado.
—No es seguro que lo hayan
matado.
—¿Que no?
En aquel momento, don Saturnino, el
forense, salía del Depósito seguido del
practicante. Ambos, ya vestidas sus
americanas, lavados y perfumados. Fue
el médico directamente hacia Plinio y
Rosa.
—Ha muerto de infarto —dijo de
sopetón.
—¿Entonces esas heridas?
—Como pensé en el primer
momento son superficiales y…
posiblemente hechas después de muerto.
—Pero ¿cómo le iban a pegar
después de muerto? —preguntó Rosa
muy asombrada.
—Si no es que le pegasen, Rosa. Se
pudo caer de algún sitio. Ya te habrán
contado que estaba cabeza abajo en el
asiento del coche.
Plinio asintió meditabundo.
Como se habían acercado curiosos,
el forense se calló.
Llegaron los de la funeraria y
empezaron los preparativos para
trasladar el cadáver a la casa mortuoria,
porque así lo habían autorizado. Rosa se
apartó de ellos, pero no entró en el
Depósito. Quedó muy pegada a su hijo.
—Cuenta más cosas, Saturnino —le
pidió don Lotario al forense.
—Si ya está todo contado. Como
dijimos, se ve que lo vistieron a
empellones después de muerto. Aparte
de no llevar calzoncillos, tiene los
calcetines al revés y la camisa
abrochada coja… En fin un desastre.
—Total; que murió en cama ajena…
—Lo más fácil. Y toda la ropa llena
de polvo y refregones.
—Ya, ya.
—Y que la muerte fue por infarto, no
hay duda.
—Y digo yo, no pudieron apalearlo,
por ejemplo, y morir mientras de infarto
—dijo Plinio.
El médico torció la cabeza.
—Serían muchas coincidencias.
Pero sobre todo, Manuel, esos
hematomas no son de palos, son
rozaduras.
—¿Y no podrá haberle ocurrido el
percance en una casa de fulanas?
—Si hubiese sido así, don Lotario,
¿para qué lo iban a ocultar? Con dar
parte todo arreglado.
—No, Manuel, pero…
—No creo, ya digo, pero de todas
formas, preguntaremos a los chivatos,
frecuentadores y encargadas.
—En una casa de fulanas lo habrían
tratado mejor.
—Hombre, Saturnino, nunca se sabe
cómo ocurren las cosas.
Sacaban el ataúd entre dos de la
funeraria, el primo de Julián y su amigo
Claudio.
Fueron hacia los coches. Rosa miró
a Plinio con los ojos tristes.
—Va a ser éste un muerto muy
tranquilo y poco llorado, a pesar de las
circunstancias —dijo don Lotario como
para sí.
—Es que Rosa todavía no ha
acabado de darse cuenta de lo que pasa.
No ha reaccionado.
—Don Saturnino, hay mujeres que
no reaccionan nunca.
—No diga usted esas cosas, Manuel,
que luego le llaman «machista», en los
escritos profesorales.
—No, hombres y mujeres. Los hay y
las hay que no sienten ni padecen, que
son puro barro de tejera.
Se quedaron ultimeros en el
Camposanto. El practicante marchó en
bicicleta y don Saturnino aguardó para
venirse con los justicias.
Por la carretera lindera pasaban
unos camiones larguísimos y azules, que
eclipsaban por segundos el sol
rojiponiente.
—Que cada persona es un mundo,
Manuel.
—Sí, señor. Un mundo chiquitejo y
pedorrón, como decía mi abuela.
—Antes de irnos al pueblo para
seguir con estas muerterías, podíamos
acercarnos al bar ese de la carretera, al
Palomar, y echarnos unos refrescantes.
—Vale, don Lotario. Usted siempre
tan gustativo.
Enfocaron el coche hacia
Argamasilla. La llanura parecía un
braserón de luces despidientes.
—Conque chiquitejo y pedorrón,
Manuel. Eso está bien. Nunca te lo había
oído.
—Chiquitejo y pedorrón, porque
aunque no salga la cuenta, hay más
panzas y culos que cabezas.
—Infinito es el número de gilipollas,
decía la Biblia.
—De necios, Lotario —corrigió el
forense.
—Pues desde entonces acá la cosa
sigue igual. No menguó el porcentaje.
A las nueve, le pasó a Plinio recado
el cabo Maleza de que habían llegado
los encargados de la recogida de las
basuras.
—Sólo falta uno, Antolín el
Prohijado, y ha mandado al sobrino que
le ayuda.
—Está bien.
Plinio fue hacia el cuerpo de
guardia. Entre chóferes de los tractores
y basureadores propiamente eran cinco,
contando al sobrino. Estaban sentados
muy juntos. Y miraban a Plinio con cara
interrogativa y temerosa.
Plinio, con la mano que tenía en el
bolsillo del pantalón, se rascó los
inguinales sin disimulo.
—Aquí nos tiene usted, Jefe —dijo
el más decidido forzando un sonreír.
Plinio se puso diplomático para
tranquilizarlos:
—Quiero ante todo daros las gracias
por haber venido.
El segundo de ellos, según el orden
que tenían en el banco, en señal de
confianza sacó la cajetilla. La luz del
cuarto de guardia les daba en la espalda,
y los cuatro buscabasuras parecían
siluetas de película. El que sacó los
pitos ofrecía ahora lumbre, con una
cerilla que separaba mucho de los
cigarros, de manera que todos tenían que
alargar el pescuezo detrás de la llamilla.
Plinio, después de encender el suyo,
les dijo su deseo:
—Quiero que recordéis bien, si
alguno, en su sector, encuentra con
frecuencia unas cajas bajas, anchas y
largas, color de rosa, con letras rojas.
Cajas que fueron de bombones. ¿Me
explico?
Todos se entremiraron con cara sosa.
Plinio se quedó con las manos en el
aire, señalando el tamaño aproximado
de las cajas.
—No sabe usted, Jefe, pizca más o
menos por qué parte del pueblo.
—No… Sólo sé que a Tomelloso
llega una caja de ésas todas las semanas,
y naturalmente, en alguna parte tendrán
que tirarlas.
—Eso es verdad —dijo uno muy
razonable.
—¿El qué es verdad? —le preguntó
otro con aire agresivo.
—Que en alguna parte tendrán que
tirarlas.
—O no. Las cajas de bombones si
son hermosas no se tiran, las dejan para
guardar cosillas las mujeres.
—Eso es verdad.
—Ya, ya, pero puede ocurrir que si
se juntan muchas las tiren. Entonces mi
pregunta es si alguien ha visto alguna
caja así en las basuras de su barrio.
Uno, el más gordo, que hasta ahora
no había dicho nada y respiraba con la
boca entreabierta, un poco sonoramente
como roncando, alzó respetuosamente el
dedo como si quisiera hacer «pis».
—Jefe, un servidor, ha visto alguna
vez una de esas cajas rosas.
—¿Cada cuánto tiempo?
—No sé, cada largo. Las suelen tirar
ya rotas o casi rotas… Sólo una vez
cacé una entera.
—¿Dónde?
—Ya sabe usted, hago toda la parte
esa que va desde la calle de la Feria
hasta doña Crisanta. Y claro, son
muchos cubos.
—¿Pero no recuerdas al menos la
calle?
—Más bien no… y el caso es que la
tengo en la punta del recuerdo, pero no
cae. —Y hablaba de pronto casi
transfigurado, mirando al vacío, como si
estuviese esperando de un momento a
otro la aparición de la caja rosa.
Todos lo miraron extrañados, pero el
hombre, rápido, recobró su natural de
gordo ingenuo.
—… Cuando encontré esa entera
que le digo, como era tan hermosa se la
di a mi chica para que metiera
crometes… Pero seguro que de aquí a
pocos días cae otra.
Plinio bajó los ojos un poco
decepcionado:
—Pon mucha atención estos días y si
aparece fíjate bien en la casa.
—Sí señor, vaya si me fijaré.
—Y vosotros, los demás, ¿seguro
que no habéis visto nada?
—Seguro, Jefe. Seguro, seguro.
—Yo le diré el mandao a mi tío —
dijo el sobrino de Antolín el Prohijado.
Después de cenar fueron un rato al
velorio de Julián. Plinio y don Lotario
se sentaron, un poco apartados, en un
comedorcillo de verano en el que había
muchas revistas. Un reloj de cuco
sonaba muy enérgico. Y, en un rincón,
dormitaban dos viejos. Uno, el más
gordo, con unos cabeceos y reacciones
casi epilépticos. Cada vez que cerraba
el ronquido y hacía alguno de aquellos
aspavientos, Plinio y don Lotario lo
miraban con visajes de asombro. El
otro, que era sordo, siempre miraba al
cigarro que tenía en la mano.
La asistenta pasó por allí mirando a
todos lados. Al ver a los justicias,
sonrió.
Don Lotario salió al patio y volvió
al rato:
—Me ha preguntado Rosa que dónde
estábamos, dice que quiere hablar con
nosotros. He ido a echar un vistazo al
ataúd que le habían puesto, que en el
cementerio no me pude fijar.
—¿Para qué?
—Hombre, como el pobre muerto
tiene una posición tan rara, así con las
rodillas dobladas…
—Ya.
—Pero no sé cómo se las han
arreglado que han podido meterlo en una
caja corriente.
Como anunció don Lotario, llegó
Rosa. Ya llevaba traje negro y una triste
fatiga en la cara. Se sentó frente a
Plinio, y quedó mirándolo con sus ojos
oscuros de párpados tan grandes y
pañosos. Todavía recordaba Plinio
cuando la trajo Julián al pueblo, hacía
veinte años, con aquella risa de dientes
tan blancos que ahora sólo se le veían en
algún descuido de los labios. La
recordaba paseando por la calle de la
Feria, con aquellos gestos y ademanes
de alegría que se gastaba… ahora tan
amainados. Sólo en el pecho conservaba
cierto respingo altanero.
—Manuel, ¿por qué me preguntó
usted qué echaba Julián en el maletín
cuando venía?
—Por nada concreto… En estos
casos hay que tener en cuenta todos los
detalles.
—Usted quería saber si yo estaba
enterada de lo de las cajas de
bombones.
Plinio rizó un poco la boca, sin
replicar.
—Ya me ha contado la asistenta, que
todos los viajes se traía una caja de
bombones color rosa… ¿Para quién,
Manuel?
—No tengo idea… A lo mejor era un
poco galgo, y usted no lo sabía.
—No estoy para bromas, Manuel.
—… Lo grave es que ha muerto su
marido… Todo lo demás ya no tiene
importancia.
—Para mí sí la tiene, y quiero que se
averigüe todo bien averiguado. Todo,
Manuel. Quiero que me descubra usted
hasta el último paso que daba en el
pueblo desde que llegaba el viernes
hasta la tarde del domingo.
Plinio se pasó la mano por la cara y
bajó los ojos.
Rosa miraba ahora fija a la
bombilla, con los ojos llorosos.
Pensó Plinio si aquellas lágrimas
serían más de celos que de dolor.
—No puedo explicarme a quién le
traía bombones.
—No piense usted más en eso.
—¿No? Pues, ¿en qué voy a pensar,
Manuel? Ahora empiezo a entender
algunas cosas.
Plinio la miró.
—¿Qué cosas? ¿Se pueden saber?
—No nada. Son cosas mías. Ahora,
que así que llegue a Madrid, me voy a
enterar bien fijo de lo de la caja de
bombones. Porque sé seguro dónde los
compraba. En casa de su amigo
Loheches, en una confitería que se llama
«La Regencia».
Cuando callaba, quedaba con la
mirada fija en la luz.
Durante cuatro días —precisamente
los que Rosa estuvo en el pueblo— las
investigaciones sobre el caso Quiralte
quedaron estacionadas. Fue el velatorio,
fue el entierro y no fueron los rosarios
reglamentarios, porque Rosa tenía cosas
muy urgentes en Madrid. Pero no
apareció ningún dato nuevo que alentase
a los justicias. Plinio, caidón como
pocas veces en su vida, paseaba por el
Paseo de la Estación con su amiguísimo
y cooperito don Lotario. Casi a oscuras,
por la parquedad y distancia de las
luces, pisaban sobre las hojas secas que
chascaban bajo los pies. En algún que
otro banco, entre sombras, se entreveían
parejas de novios enganchadas por el
cuello. Plinio, desde hacia media hora
larga, con las manos en la espalda y el
cigarro pegado al labio, caminaba sin
soltar razón. Don Lotario, sin poder
aguantar más tanto silencio, cuando iban
ya a la altura de la bodega de Cuesta,
dijo:
—Desde luego, Manuel, que cuando
las cosas no van a tu gusto, te coges unos
cabreos catrales.
—¿Qué quiere usted, que me ponga a
cantar pasodobles? Desde hace unos
días no veo luces por ningún recodo.
Todas las gentes a quienes hemos
preguntado, amigos y parientes del
muerto, no nos han dado la menor razón
aprovechable. Lo que hacía Julián
después de las doce de la noche, no lo
sabe nadie. La única novedad que nos
proporcionó Patricio, su vecino, es que
hasta las tres o las cuatro no se
acostaba. Que muchas madrugadas oía
llegar el coche. ¿Dónde estaba desde las
doce hasta las tres o las cuatro de la
mañana? Ni pum. Misterio total. En las
casas de putas, desde luego no. Ningún
chivato, puta, frecuentador, chulo ni
vecino lo ha visto por allí. Cosa natural,
por otra parte, en un señor que tiene
dinero y vive en Madrid, donde, como
es natural, tienen representaciones
puteriles, con candidatos buenísimos,
todas las capitales y pueblos de
España… O sea, que a las doce de la
noche, Julián Quiralte se dejaba la
partida del Casino de Tomelloso, cogía
su coche, que también sabemos que lo
aparcaba allí cerca, y salía de pira.
¿Dónde…? Parece mentira, eh, que en
un pueblo, con tanto bacín y desocupado
merodeante como hay, nadie haya visto
dónde iba el Quiralte después de la
partida.
—Desengáñate, Manuel, que lo tiene
que haber visto alguien.
—¿Qué quiere usted decir?
—Pues quiero decir que hay que
seguir la investigación hasta el
agotamiento.
—Es decir, irle preguntando a todo
quisque que nos encontremos por la
calle: ¿ha visto usted alguna noche a
Julián Quiralte después de las doce?
—¿Tú, entonces qué piensas?
—Hombre yo pienso lo que usted…
que éste tenía un apañete por aquí y
después de las doce se metía bajo su
misma sábana. Y es natural que siendo
casado y de gente tan conocida,
cometiese el adulterio con las mayores
reservas.
—Pues un tío que adultera un día por
semana aquí y con una decente, si es que
ha ocurrido alguna vez, se le pilla
presto. Porque hasta las persianas, si
ven algo de eso, empiezan a vibrar hasta
despertar a sus amas.
—Ya, ya. Pero que hemos tenido
mala suerte y ya está… o que somos más
tontos que Abundio.
—De tontos nada, eso probado. La
culpa de todo es la televisión.
—No entiendo.
—Pues está muy claro. Antes de la
televisión, la gente era más curiosa, más
bacina. La calle era el escenario más
pintado, y la ventana, el balcón o la
puerta la mejor butaca. Usted se
acordará de cómo, hace nada, así que
templaba el tiempo, había gente sentada
en todas las puertas. Las terrazas de los
casinos y bares estaban hasta arriba. Por
las calles había paseantes y fisgones
hasta el amanecer, y todo el día y toda la
noche no había calle sin asomicas en
ventanas y balcones. La gente buscaba el
espectáculo en los otros… Ahora en la
televisión.
—Pues es mejor que no haya tantos
curiosos de vidas ajenas. ¿No crees?
—Hombre, hasta cierto punto sí,
pero que de momento a nosotros no nos
conviene.
—De todas formas hay que tener
esperanzas, Manuel. Siempre habrá
gente que le interese más saber si su
vecina se acuesta con uno, que el final
de la Liga.
—Pero a nosotros hasta ahora nos ha
fallado. Todo el mundo a ver al hombre
del tiempo. Estamos en ridículo, don
Lotario.
—Nada de ridículo. Estamos a la
espera. Más tarde o más temprano
saltará el dato o te vendrá el pálpito
revelador, y se jodió el ridículo.
—Está usted apañado con los
pálpitos. No sé quién habrá inventado
esa estupidez. Pálpitos ni pálpitas, a mí
lo único que me dan son dolores de
muelas.
El mismo día que Rosa y sus hijos se
volvieron a Madrid (sin cumplir los
nueve rosarios, como le criticó mucha
gente), que hay que ver qué tiempos
éstos hija mía, y es que la gente de
Madrid es de lo que no hay, Colchero,
el recogedor de basura, se presentó en el
despacho de Plinio con algo bajo el
brazo muy bien envuelto en papel de
periódico. El hombre venía con
ademanes y gestos de mucho misterio.
Cuando cerró la puerta y se cercioró que
Plinio estaba solo, sin decir nada, y con
cara ahora de mucha suficiencia, pero
siempre en silencio, puso lo que traía
sobre la mesa y lo descubrió con
ademanes de prestimano… un poco
basto, pero prestimano.
—¡Eh!
Allí estaba. Algo deteriorada. Una
caja de bombones grande, color rosa y
con dibujos rojos. Con las manos en
jarras, sonreía satisfecho de la atención
con que Plinio examinaba la caja.
—¿Dónde la has encontrado?
—Entre la basura de una casa
bastante conocida.
—¿Qué casa?
—La de Mateo Matías.
Plinio quedó con la mirada perdida,
y el pulgar colgado del cinto, pero sin
hacer comentario.
—¿Qué le parece, Jefe?
—Nada, Colchero, que te lo
agradezco mucho y debes hacerme otro
favor.
—¿Cuál, maestro?
—… Callarte el encuentro y el
encontradero.
—Eso está hecho. A mí lo que me
gusta, Manuel, es hacerle a usted
servicios y favores… Y claro, he caído
en la cuenta de que en esa misma casa
me encontraba cachos de caja o cajas
enteras muy a menudo.
—Muy bien y muchas gracias. Pero
tú callao, Colchero.
—Ya le he dicho que eso está hecho.
Cuando a la una se presentó don
Lotario en el despacho de Plinio, éste le
dijo con una sonrisa de muy mala uva:
—Don Lotario, le tengo preparado
un lío de familia.
—Pues ¿qué pasa?
Y Plinio sacó la caja color de rosa y
medio rota del armario del despacho.
—Aquí la tiene usted. Una de las
que traía el pobre Julián todos los
viernes.
—Vaya, vaya… No ves como
siempre hay que tener esperanza y no
coger esos cabreos que tú te gastas… ¿Y
por qué dices lo del lío de familia?
—… La han encontrado en el cubo
de la basura de la casa de su primo
Mateo Matías.
—¡Atiza manco…! Pero a mi primo,
con casi ochenta años, y medio gagá, no
creo que nadie le regale bombones…
¡Ay coño!, ahora que caigo.
—Exactamente. A él no, pero a su
hija Felisa, la solterona guapísima,
todavía sí que es posible.
—Mi sobrina siempre me pareció de
una estrechez claustral. Como que
pienso que por eso se ha quedado
soltera.
—No se fíe usted de las apariencias.
—Ha consagrado toda su vida al
padre. Tan mayor y con poca salud…
Ella nació ya muy tardía.
—Comprenda don Lotario que siento
mucho aventurar juicios tratándose de su
familia, pero…
—Ya, ya… Adelante. Claro que
también todo puede ser una casualidad.
No me suena mi sobrina metida en
juegos de ingle nocturna… y con un
casado.
—Eso es muy fácil que lo averigüe
usted mismo.
—¿Yo?
—Sí, dejándose caer en el casino
junto a su primo Mateo Matías, y
preguntándole si su hija Felisa le da
bombones a menudo.
—Joder, Manuel, eres el mismísimo
Satanás.
—¿A que le ha gustado esta delicada
manera de hacer la pesquisición?
—Hombre, por lo menos es fácil e
inofensiva. Claro que a lo mejor ella se
los come todos y no le da ni uno al
pobre viejo…
—No creo que sea tan hambrona. El
padre y ella solos en la casa, ¿cómo no
va a darle algún bomboncillo…? Los
viejos son muy galguzos.
—Pero a los viejos los bombones
les sientan fatal.
—Uno de vez en cuando, no hace
daño.
—Ahora que hablamos de ellos,
pienso que mi sobrina Felisa fue
siempre muy suya, de mucho carácter.
—Ve usted. Ya va entrando en mi
sospecha.
—Pero a cachonda no me huele.
Toda esa familia de los Mateos, y
máxime por parte de madre, fue siempre
muy poco colchonera.
—Si el Julián se colaba ahí todos
los sábados, con una caja de bombones
bajo el brazo, no iba a ser para hablar
de la adoración nocturna.
—Hombre, es de suponer.
—Bombones, medianoche y mujer
sola, ensabanamiento fijísimo.
—Nunca llega uno a conocer a la
gente.
—A lo mejor soy cima, pero
siempre me sorprende cuando se queda
preñada o se averigua fornicación de
una moza de Tomelloso de buena
familia.
—En todas partes cuecen habas,
Manuel.
—Hombre, ya, pero aquí siempre
hubo muy pocas sorpresas de ese tipo.
Las mujeres de este terreno, si no se
casan o enviudan, suelen aguantarse las
ganas de mover el eje hasta el recuadro
del nicho.
—Bueno, siempre hubo excepciones,
y ya estamos en otros tiempos. De unos
años a esta parte, en la católica España
se quedan embarazadas las hijas de las
mejores familias.
Siguiendo las indicaciones de
Plinio, don Lotario esperó en el casino
hasta la media tarde, que apareciera su
primo Mateo Matías. El hombre, ya muy
viejo y apoyado en dos garrotes, solía
sentarse junto al mismo ventanal con
otros socios de su edad. Allí pasaba las
trasnochadas hasta la hora de cenar, que
venía su hija a recogerle.
Apenas entró se lo apropió el
veterinario. Mateo Matías, sorprendido
de que se le acercase su primo Lotario
con tanto interés, lo miraba muy
fijamente tras los cristales de sus gafas
gordísimas, a la vez que enseñaba
mucho los dientes, con gesto como de
dolerle algo.
—¿Cómo va esa vida, Mateo?
—Biennnnnnn.
—¿Y tu hija, está bien?
—Biennnnnnn.
Mateo Matías alguna vez se rascaba
la rodilla.
—¿Te pasa algo en la rodilla?
—No, los cambios de tiempoooooo.
Don Lotario intentaba hilar
conversación, pero no le era fácil.
Por fin se acordó que a Mateo
Matías le gustaba mucho contar cosas de
cuando fue teniente de alcalde… y por
allí tiró:
—Aquella disposición de ponerle
multas gordas a los que se meaban en las
espaldas de la iglesia, estuvo muy bien
traída, Mateo.
—Ah, claro. Muy biennn. Y mandé
poner un guardia que vigilase escondido
en el Pretil. Y a to el que se meaba, zas,
dos duros de multa. Pusimos hasta
treinta multas. Sesenta duros, Lotario.
Tú fíjate lo que eran en aquellos tiempos
sesenta duros. Total que la gente le tomó
tal miedo a desaguarse detrás de la
iglesia, que se secaron todas las hierbas
que había por allí, y no hubo necesidad
de que continuase el guardia… Que por
el menester que tenía le llamaban
«mirapijas». Ay qué tiempos aquellos.
—Y también fue buena aquella
corrida que tú presidías, cuando se
escapó el toro de la plaza y se vino
corriendo toda la calle de don Víctor
adelante.
—Es verdad. Fue una feria muy
sonada. Además un cohete prendió fuego
el cercao de Perales, y cuando Marcial,
el que era teniente alcalde conmigo, iba
con su auto a avisar a los bomberos —
vamos, al bombero, que entonces sólo
había uno, Pirracas—, atropelló a un
muchacho. La que se armó, mi
madreeeee.
—Oye, Matías, a los concejales de
aquellos tiempos os regalaban muchos
bombones.
—¿Bombones? Ni siquiá uno. Nos
regalaban gallinas, kilos de carne y
paquetes de puros. Entonces se estilaban
muy poco los bombones.
—¿Y ahora?
—Ahora mucho más.
—¿Tú comes ahora bombones?
—Alguna vez.
—¿Es que compras?
—No, que me los da mi chica…
También me acuerdo de otra feria que se
presentó el señor gobernador sin
esperarlo…
Don Lotario respiró entre contento y
preocupado.
—¿Es que a la Felisa le gustan
mucho?
—¿Eh? Pues sí, deben gustarle, sí,
porque tiene a menudo… Y como te iba
diciendo, llegó el señor gobernador…
Don Lotario volvió a suspirar.
—¿Y de qué color son las cajas de
bombones que compra Felisa?
—¿Que de qué color? Color
tomate… Bueno y a ti qué más te da…
—Eso digo yo. Mera bacinería.
Don Lotario, con muy pocas ganas,
ésa es la pura verdad, que de su familia
se trataba, fue al anochecer a la oficina
de Plinio para informarle de la
conversación con su primo Mateo
Matías. Plinio, como convenía a su fino
natural, lo escuchó sin hacer el menor
comentario, gesto de crítica o
suficiencia.
Luego quedaron mirando al tablero
de la mesa con morrillo de contrariedad.
—¿Y qué vas a hacer, Manuel?
—No puedo hacer más que una cosa,
don Lotario. Y es hablar con ella.
—¡Atiza manco!
—Ni manco, ni cojo. Dígame usted
si no el camino.
—Pues que ella, si hace lo que tú
supones, no te lo va a decir. Es más, se
pondrá como una fiera. Menuda es.
—Ya, ya, pero cuando las personas
se ponen como fieras, es cuando dicen y
hacen lo que no hacen ni dicen cuando
están como un guante.
—No sé por qué me parece, Manuel,
que te regodea la idea del frente a frente
con mi sobrina Felisa.
—Basta que sea su sobrina, aunque
sobrina segunda, para que me preocupe
la manera de hacer esta diligencia sin
que se entere absolutamente nadie…
—Bueno, pero tú me cuentas a mí lo
que pase.
—Naturalmente.
Pasaron unos minutos de silencio,
sin mayores ruidos que el de los coches
que pasaban por la plaza, las voces, los
taconeos del pasillo del Ayuntamiento y
las campanadas del reloj de la iglesia
que cayeron calderonas y aburridas.
Por fin, Plinio y don Lotario, con las
manos sobre el anaquel del trasero, muy
despacio y con cara de pensares,
cruzaron hacia la terraza del casino de
San Fernando. Un guardia de circulación
con casco blanco y camisa gris les hizo
un saludo militar.
Plinio no hizo tarde. A las diez de la
mañana estaba en la casa de Felisa
Matías. Le abrió una criada y quedó
mirándolo como si no lo conociera de
nada. Por fin lo dejó pasar siguiéndolo
con monosílabos nasales. Seguro que el
uniforme le impuso. Y lo pasó a un
cuarto de estar que olía a cerrado. La
criada subió la escalera aldeando y se
oyeron palabras recortadas en una
habitación alta de la galería. Plinio,
sentado en un sillón tapizado de rojo,
aguardó pacienzudo. Estaba seguro de
que Felisa no bajaría así como así.
La criada bajaba ahora la escalera
sin quitarle los ojos a través de la puerta
entreabierta. Y Plinio, obstinado en sus
fijaciones, salió hasta el patio y la
detuvo:
—¿A mí? —dijo con aire medroso.
—Oye, ¿de qué marca es el coche de
la señorita Felisa?
—No sé… Es uno chiquitejo y
colorao.
Plinio le hizo un gesto de
complacencia y se volvió al sillón del
cuarto de estar. La criada marchó con la
cabeza vuelta hacia él.
Solo en aquel cuarto, encendió un
cigarro y empezó a mirar con calma las
antiguas fotografías familiares que había
colgadas por allí.
Casi media hora tardó Felisa en
asomar con una bata casi mini, el pelo
muy retocado y sonrisa forzada (de
pocos dientes vistos y mucha fijeza de
ojos).
—¿Qué tal, Manuel? ¿A qué
debo…?
Se sentó en el sillón frontero, y con
las manos al cuido de que no se le
subiera la falda, esperó lo que fuere.
Pero Plinio, cuando iba a tirar por lo
derecho, como un policía cualquiera, de
pronto, como buen pueblerino, se acordó
de toda la familia de Felisa Matías y
empezó a preguntarle por tías, primos y
otros parientes poco vistos. Ella, una
pizca confiada con esta requisitoria
consanguínea, ablandó la sonrisa
primera.
—A su tía Narcisa sí que hace años
que no la veo. Siempre recuerdo aquella
gracia que tenía contando sucedidos.
—La pobre vive en Barcelona,
porque destinaron allí al marido. Ya
sabe contar chistes en catalán y todo.
Lo que nunca entendió bien Plinio,
ni el pueblo en general, era por qué se
quedó Felisa soltera. No le faltaba de
nada para ser apetecible. Tenía dinero y
disfrutó de varios novios, pero no se
sabía por qué a todos acabó dándoles
rabotazo. La versión más corrida es que
era demasiado lista. Que acababa
riéndose de sus novios, o lo que es
igual, que ellos se creían reídos. Felisa
tenía el humor cortante y un ingenio
crudo, muy tomellosero, que decían
acababa por dejar a los novios en
camisa. Pero también es verdad que ella
no dio nunca que hablar por caliente ni
calzoncillera. Siempre, sus relaciones y
juegos con hombres estuvieron a la
vista. Y la mujer tendría sus
acaloramientos como todas, pero los
llevaba muy en el sobre, sin
descomponer nunca su conducta y
comportamiento.
—También recuerdo un día que fui
con su padre a los toros de Manzanares.
Yo era muy mocete. Nos reímos mucho.
Plinio siguió un buen rato con sus
recuerdos matiecos, hasta que Felisa se
sonrió, y torciendo un poco la boca, le
soltó el comprimido:
—Bueno, Manuel, no me diga que ha
venido a hablarme de toda mi familia.
Porque usted nunca fue hombre de
cumplidos.
Plinio empezó a reír con gana. Y
ella lo coreó con el mismo son y meneo
de cabeza. Manuel sospechó que lo
estaba remedando. Que lo hacía todo
igual que él, aunque con mucho
disimulo… Y pensó, muy de paso, si por
hacer remedos como aquél, a Felisa
acabaron dejándola todos sus novios.
Por fin Plinio, frenó en seco sus risas y
comentarios. Ella hizo igual, mirándole
fijamente, con un pucherete de risa
todavía, y los ojos algo guiñados.
—Perdone, Felisa, pero vengo a
hablarle de un asunto muy delicado y no
sabía por dónde empezar —dijo Plinio
echando los ojos al suelo como para
pensar mejor.
—Usted dirá, Manuel qué
delicadezas son ésas.
A Felisa, de pronto —lo notó
Manuel— se le secaron los labios, y
afinó el brillo de los ojos.
—… Usted se habrá enterado de la
muerte de Julián Quiralte.
Ella afirmó brevemente con la
cabeza sin despegar los labios.
—Usted me perdonará la pregunta…
—Diga.
—¿Tenía usted algún trato con él?
Sin mover los párpados entornados:
—¿Yo…? No.
—¿Seguro?
—Seguro.
—¿Seguro que usted no recibía de su
parte todas las semanas una caja de
bombones grande, color rosa, con letras
rojas?
—No.
—Los que recogen la basura han
visto varias veces cajas así en el cubo
de su casa.
—Yo, naturalmente, compro o me
regalan bombones de vez en cuando,
pero las cajas no tienen el mismo color.
—Color rosa…, siempre eran de
color rosa, con las letras rojas.
—No le puedo decir.
—Precisamente ayer encontraron la
última caja aquí.
—A ver si era de otra casa próxima.
Hace bastantes días que no tenemos
bombones en casa.
—Su padre dice que algunas veces
usted le daba bombones.
—Mi padre ya no sabe lo que dice.
—Pero sí sabe lo que come.
—Como usted quiera, Manuel.
—No; como yo quiera no, que bien
sabe Dios el trabajo que me ha costado
dar este paso siendo usted quién es… Lo
cierto es que en el equipaje de Julián
Quiralte, los sábados por la mañana
aparecía una caja de bombones grande,
color rosa, con las letras rojas, que el
domingo ya había desaparecido porque
venía directamente a parar a esta casa.
Plinio notó en seguida que al
puntualizar de aquella manera los días
de la semana que llegaban y
desaparecían las cajas de bombones, el
entrecejo de Felisa se apretó
súbitamente.
—¿Dice usted que el sábado por la
mañana? —preguntó ya sin disimulo.
—Sí… Exactamente el sábado… Y
dos o tres días después, la caja vacía, la
caja color de rosa con letras rojas,
pasaba a su cubo de la basura.
Ahora, Felisa, parecía
completamente distraída de las palabras
de Plinio.
—Si usted Felisa me cuenta toda la
verdad, habrá algún modo de evitar el
escándalo, ya que Julián, aunque
maltratado posteriormente, murió de mal
natural. Pero si se obstina en negar,
tendré que dar cuenta al juzgado de mis
pruebas para obrar con todas las
consecuencias.
Felisa, con aire distraído, se levantó
sin responder, fue hasta un armarito
librería que había en un testero del
cuarto, bajo las fotografías familiares, y
de un estuche sacó un pitillo que
encendió con un mechero muy gordo.
Aspiró, echó el humo por las narices, y
volvió a su sitio, sin cuidarse ahora si la
«mini» le quedaba demasiado alta.
—¿Está usted seguro, Manuel —
volvió a preguntarle con insistencia—
que la caja de bombones color rosa y
letras rojas la veía la asistenta de Julián
Quiralte el sábado por la mañana y
desaparecía la mañana del domingo?
—Exactamente.
—Entonces ha estado usted muy
cerca de dar en el blanco. Pero ha
marrado.
—No entiendo.
Felisa, con una mano en la cadera y
envuelta en la humareda azul de su
cigarrillo, le habló con aquella guasa
durísima que se gastaba:
—Tendrá usted que buscar otra
pista, Manuel… que le permita
averiguar a qué manos iba a parar esa
caja de bombones que la asistenta de
Julián veía los sábados por la mañana…
Porque la mía… me la entregaba la
noche del viernes al sábado.
Y enfocó al Jefe de la G. M. T. con
una sonrisa friísima. Plinio, a su vez,
ingenuamente sorprendido, quedó con el
cigarro caidón en la comisura. Por fin
reaccionó:
—… ¿Quiere usted decir que traía
dos cajas?
—Por lo que usted cuenta, sí.
Y apretó la boca, ya sin disimulo,
con rúbrica de malísima leche.
—¿Y cómo la asistenta no veía más
que una caja?
—Muy sencillo. Julián llegaba a
última hora de la tarde del viernes, y la
asistenta, que le dejaba todo preparado,
no aparecía por la casa hasta el sábado
por la mañana. La caja destinada a mí
nunca la veía.
—Ya, ya caigo.
—Le he sido franca, Manuel. Mi
palabra de honor. Yo nunca pude
imaginar que hubiera otra… caja de
bombones. Usted me lo ha revelado…
Ni que decir que, ya que no tengo nada
que ver con la muerte de Julián, espero
su más absoluta discreción sobre esta
cana al aire de la solterona Felisa… Mi
padre, mi familia. En fin, qué voy a
decirle.
—Ya.
—Tendrá usted que insistir con los
hombres de la basura… a ver si
averiguamos a quién iba a parar la otra
caja de bombones grande, color rosa y
con las letras coloradas —concluyó,
apagando la punta del cigarro con rabia.
—¿Y usted, Felisa, no tiene la
mínima sospecha de quién pueda ser la
destinataria de esa segunda caja?
—Ya le he dicho que ni idea…
Nunca creí que Julián… fuera capaz…
de regalar dos cajas de bombones cada
fin de semana.
A Plinio le salió un bigotillo de risa.
—Pues descuide usted, Felisa, que
de ser las cosas como dice, nadie sabrá
una palabra de esto. Pero si se entera de
algo no deje de decírmelo.
—Seguro, Manuel.
—Una última pregunta. ¿Este viernes
también hubo caja para usted?
—… Sí, pero él salió por su pie,
Manuel. Se lo juro.
Plinio entró en el Ayuntamiento sin
saludar a nadie, o saludando a
destiempo, y se encerró en su despacho.
Dejó la gorra de visera. Se sentó, y
empezó a frotarse la cara con ambas
manos. Luego, se quedó mirando a la
ventana entre distraído y caviloso.
Cuando pasados unos minutos empezaba
a reaccionar de sus confusiones, y
parecía dispuesto a reliar un «caldo»,
sonó el teléfono:
Era conferencia de Madrid:
—Manuel ya hablé con el dueño de
La Regencia. —Rosa, la viuda de Julián
Quiralte al aparato.
—¿Ah, sí? Perdone, Rosa. ¿Qué es
La Regencia?, que ahora no caigo.
—La confitería donde compraba mi
marido las cajas de bombones.
—Ya… ¿Y qué le dicen en La
Regencia?
—Algo que me ha puesto mucho más
triste todavía.
—¿Y es?
—Que mi marido, todos los viernes
por la tarde, cuando se iba al pueblo, no
compraba una caja de bombones,
Manuel, sino dos. Dos nada menos, y
exactamente iguales. Se conoce que
estaba encaprichado del color rosa.
—¿Dice que dos?
—Sí señor. Usted se imagina qué
podía hacer en un pueblo vinatero como
ése, con dos cajas de bombones cada fin
de semana.
—Sí, son bastanticos bombones, sí.
—¡Ay, Manuel, qué desgracia más
grande! ¿Quién podía pensar que en un
pueblo así…?
Nada más colgar llegó don Lotario
impacientísimo por saber qué había
resultado de la conversación con su
sobrina Felisa. Por cierto que cuando el
veterinario entró, estaba Plinio tan
ensimismado, y al tiempo tan impaciente
por contarle lo sucedido, que comenzó
el discurso justamente por el epílogo.
—… Le aseguro a usted, don
Lotario, que salí convencido de que su
sobrina Felisa me había engañado.
Como es tan astuta, pensé yo: ésta no
puede negarme que el Julián le traía una
caja de bombones todas las semanas…
No, de ninguna manera podía negarlo,
porque teníamos todas las pruebas…
Pero lo que sí podía negar era que murió
Julián en su casa y que lo sacó o lo
sacaron, a la vereda de la manera que
sabemos. Entonces, va la tía y me dice
que sí, que a ella Julián le daba una
caja, pero los viernes por la noche y no
el sábado… La coartada, don Lotario,
era estupenda… Cómo comprobar ahora
—me dije— si Julián traía de verdad
dos cajas de bombones en vez de una
que decía la asistenta… Así es, ya le
digo a usted, que me vine convencido de
que me había dado gato por liebre. De
que no le importaba que yo supiese que
se acostaba con él, usted me entiende,
pero quedando claro que no murió la
noche que estuvo con ella. Por ahí se
conoce que temía el escándalo y no por
las sábanas… Menos mal que nada más
llegar aquí —ahora mismo acabo de
colgar— me telefoneó la viuda de
Quiralte, Rosa, para decirme que en una
confitería que se llama La Regencia, le
han asegurado que Quiralte,
efectivamente, compraba allí todos los
viernes dos cajas de bombones
igualicas… Eso me ha quitado un peso
de encima, porque Felisa, claro, me ha
dicho la verdad, aunque ahora, se
replantea la investigación desde cero.
¿No le parece? ¿Quién recibía la otra
caja de bombones el sábado por la
noche, por la tarde… o cuando fuese?
Ahí está el problema, don Lotario…
Plinio quedó mirando muy astuto a
don Lotario, conformado todo su cuerpo
y expresión como una interrogación,
mientras el veterinario, confusísimo, con
la boca apretada, levantó los brazos
como si fuese a dirigir el pianísimo a
una orquesta y le dijo:
—Querido Manuel, perdona que te
diga que no he entendido ni una sola
palabra de lo que me acabas de decir.
Tú, que eres siempre un hombre
tranquilón, te encuentro esta mañana
hecho un manojo de nervios. Tanto, que
me parece que has empezado a contarme
la historia por el final, y comprenderás,
que tratándose de mi sobrina, me
interesa mucho conocerla punto por
punto.
—Coño, que lleva usted mucha
razón, don Lotario. No sé por qué
despiste creí que ya nos habíamos visto
esta mañana, y que le había contado el
encuentro con Felisa… Pero no se
apure, que empiezo ahora mismo, hasta
empalmar con lo que acabo de
resumirle.
—Vamos a ver…
—Pues verá usted. Llegué y me hizo
esperar lo menos media hora. Por fin
bajó con una bata muy cortilla y cara de
ráfita…
Cuando Plinio acabó su historia
completa, don Lotario quedó algo
melancólico.
—Dichosas mujeres —dijo al fin.
—Pero que esto quede entre
nosotros. Que cada uno es cada uno.
—Querrás decir que cada una es
cada una. ¿Y doña Rosa, la viuda, qué
ha dicho al saber lo de las dos cajas?
—Me da la impresión de que en su
ya larga vida de matrimonio, no ha
conseguido tener ni puñetera idea de
cómo era su marido.
—Eso le pasa a cada vecino y a
cada vecina. ¿Qué sabe cada uno cómo
es el cada otro?
—Y la pobre no se explica muy
bien, cómo podía Julián con dos cajas
de bombones nada menos, cada semana.
—¿Tan pobre idea tenía de su
marido? A lo mejor, también tenía ella
por ahí su bombonería, y él ni saberlo.
—¿Y ahora qué hacemos, don
Lotario?
—Muy sencillo, Manuel —parece
mentira que me lo preguntes— averiguar
a qué casa llevaba Julián la otra caja de
bombones los sábados por la noche.
—Ya, ya. Está usted muy ocurrente.
—Para ti eso está tirao. Un pueblo
como éste, no puede guardar todas las
semanas dos cajas de bombones,
grandes, color rosa, con las letras rojas,
y lazos colorados sin que al cabo de un
tiempo no se entere todo el gallinero.
—Si los de la basura, según nos
dijeron, no han visto más cajas de
bombones que las que nos dijeron, no
vamos a ir de casa en casa a ver si las
tienen colocadas en rimero en el armario
empotrado del cuarto de la chica.
—Ah, eso ya no es cosa de mi
modesta cabeza. Yo soy un veterinario
sin trabajo, y tu humilde amigo y
auxiliar. Y tú nada menos que el Jefe de
la G. M. T. De manera y modo, que una
vez agotadas todas las pesquisiciones
lógicas, sólo se impone el dictado casi
divinal de tus pálpitos.
—¡De mis leches! —maldijo Plinio
vuelto de espaldas a la ventana
entreabierta—. Yo no tengo más
pálpitos…
Y en aquel momento se oyó, muy
cerca, un fuerte choquetazo.
—Coño.
Se asomaron. En la esquina de la
calle del Campo, un remolque de las
basuras, al hacer una marcha atrás mal
calculada, había chocado con el alto
bordillo de la acera, y un buen volumen
de basuras, compuesta de plásticos,
cáscaras de naranja y papeles, estaba en
el suelo. El recogedor le voceaba al
chófer que hizo la maniobra.
Por la ventana abierta, Plinio y don
Lotario miraban el estropicio.
Ahora, a puñados, por falta de
herramienta, basurero y conductor
recogían lo volcado, lanzando
maldiciones.
—Oiga usted, don Lotario, ese
bollagas que va en el remolque, Antolín
el Prohijado, no vino cuando reunimos a
todos los basureros municipales en el
cuerpo de guardia.
—Manuel, hijo, yo qué sé, si no
estuve en la reunión.
Plinio y don Lotario vieron como el
cabo Maleza, con su cachaza
acostumbrada, aguardaba a que Antolín
y el conductor del tractor acabaran de
recoger las basuras.
Cuando estuvo todo en orden, el
cabo abordó al Prohijado. Éste le hizo
ademanes de que aguardara. Subió a la
cabina del tractor y volvió enseguida
con una caja rosa en la mano. Se la
enseñó a Maleza con mucho regodeo.
Por fin, los dos hombres vinieron hacia
la puerta del Ayuntamiento, mientras el
chófer aparcaba debidamente el
remolque de las basuras.
Antolín el Prohijado entró en el
despacho del Jefe enseñando a manera
de saludo la caja rosa con letras rojas,
ya algo descolorida.
—¿Era este cartonaje el que
buscaba, Jefe?
Plinio lo tomó con presura.
—Así que me dijo el sobrino lo que
les pidió usted en la reunión municipal,
me acordé que en estos últimos meses
había visto algunas de este color, estoy
seguro que en la calle Marchena… Y es
más, que una vez me encontré una tan
enterica, ésta, que se la di a mi
muchacha para los hilos.
—¿En qué casa de la calle Marchena
la encontraste?
—A eso ya no alcanzo, Jefe. Nunca
reparé, o se me olvidó. Además, como
muchas veces es mi sobrino quien
recoge los cubos y yo los vacío… Hace
ya bastantes semanas que vi los últimos
cartones.
—No estaría de más que te forzaras
en recordar.
—Haré el esfuerzo, pero no creo.
—Muchas gracias de todas formas,
Antolín. Me has hecho un gran favor.
—No hay de qué. No faltaba más.
—Y si recordases…
—Hombre, eso ni se cita. Vengo
volao.
—Y sigue al tanto por si esta noche
o mañana dieras con alguna más.
—Descuide que aunque sea un trozo
como un rompe me percato.
—Pues, gracias otra vez.
Plinio dejó la caja sobre la mesa del
despacho y la miraba con gusto.
—¿La calle Marchena? ¿Usted
recuerda, don Lotario, quién vive allí
con hechuras para que el señorito Julián
pudiera regalarle una caja de bombones
todos los sábados?
—Así de pronto, no. Es una calle
más larga que la puñeta.
—Es verdad. Lo que vamos a hacer
esta tarde es darnos un paseo lentorro
por allí para ir recordando la vecindad.
—Eso me parece muy bien, Manuel.
Bien pasada la hora del café, cuando
los chicos venían de los colegios, las
mujeres se asomaban a las puertas con
las faenas ya hechas y tardeaba el cielo
con luz de despedida, Plinio y don
Lotario salieron del casino rodeados de
nubecillas tabaqueras. Tenían la
sensación de que ahora el aire fresco,
bajo los árboles nuevos de la plaza,
junto al son de la fuente, les limpiaba el
cuerpo y los sentires de tantos dichos
oídos, de tanto fumeteo, de tanto gesto
antiguo y tanto fichoteo de dominoses y
ajedreces. Unas cisternas gigantes
rodeaban la plaza para entrar por la
calle de la Independencia, y el guardia
que mandaba la circulación con su casco
y correaje blanco movía los brazos
distraidísimo.
A aquellas horas los bares estaban
solos. En sus cocinas preparaban los
aperitivos para la anochecida y todos
los vasos limpios, boca abajo,
esperaban su turno de labios bebedores.
Antiguamente, cuando los cabreros iban
a las casas, aquélla era la hora que por
todas las calles se oían las esquilas. Por
medio de la calzada, sin miedo a los
coches, caminaban los ganadillos
encabezados por el cabrero con las
manos húmedas y lisas de tanto tocar
ubres lechesísimas. Las mujeres
aguardaban en las puertas así que oían el
tintín de los cencerros, con los cazos en
la mano. El cabrero detenía su
menguado ganado junto a cada puerta,
elegía la cabra que convenía vaciar, se
ponía en cuclillas, con la izquierda
sostenía la medida de hojalata o estaño
del medio cuartillo, y con la derecha
ordeñaba la ubre caidona con
escurrizones de mano muy apuradores.
Algunos cabreros llevaban un cabrerillo
para que arrepretase el cabrío mientras
él ordeñaba y departía con la parroquia.
A la nochecida, por todas las calles del
pueblo se oían las esquilas de las cabras
que volvían a sus corrales antes que se
hiciese de noche total.
Don Lotario recordaba estas cosas
mientras esperaban que el guardia de
circulación les dejase cruzar hasta la
acera de enfrente.
—A mi casa llevaba siempre la
leche Julián Andújar, que era muy buen
hombre.
—Y eso, ¿a cuento de qué viene
ahora?
—Que me iba acordando de cuando
iban los cabreros con las cabras por las
calles.
—Es verdad. Y por la noche, todas
las aceras estaban llenas de cagarrutas.
—Pero la leche era un rato más
pura.
—Hombre, claro. Era leche. Y ahora
ustedes los sanitarios sabrán lo que
tomamos.
—Es cierto lo de las cagarrutas, ya
no me acordaba.
—Entre los cajones de mula y las
cagarrutas de cabra, el pueblo era una
hermosura.
—No creas que ahora con los autos
va la cosa mejor.
—Pero es menos asqueroso.
—A mí te advierto que las cosas de
los animales nunca me dieron asco.
Aunque fueran las de semejante parte.
—Para eso es usted veterinario.
—Pero, es que todo en los animales
huele a inocencia, hasta eso. Mientras
que en los hombres, todo tiene siete
gatos en la barriga.
Llegaron al principio de la calle de
Marchena.
—Ahora a recordar bien, don
Lotario, quién vive en cada casa.
—Hombre, tanto como en cada…
—Digo de mujeres que por la edad
puedan haber recibido los bombones del
sábado.
—Ya, ya… La hermana María, que
vive ahí en el cinco, no creo que esté
para bombones.
—La pobre, me la encontré hace
unos días y me dijo que los soldados
llevábamos ahora unos uniformes muy
hermosos. Creía que yo estaba haciendo
la mili.
—De joven era muy guapa y alegre.
Alegre en el buen sentido. Pero luego se
le murió el marido, los hijos emigraron
y se quedó sola en su casa, siempre
barriendo entre las macetas del patio,
siempre recorriéndose las cuadras
vacías y llamando por su nombre a las
mulas que tuvieron en los buenos
tiempos.
Pasaban ante las fachadas relimpias,
con puertas de hierro flamantes, pintadas
de verde y de las ventanas de purpurina.
Todavía quedaba alguna portada antigua
de madera, con los clavos grandes y un
llamador monumental. Y, sobre todos los
tejados de aquellas casas de una o dos
plantas, las antenas de televisión,
formando la gran red que apresa a todos
los ciudadanos del mundo.
—No dirás que la que vive aquí es
fea.
—Qué va a ser. Se refiere usted a la
de José.
—Claro.
—Esa imposible, está tan acompañá
con el marido que al pobre no lo deja ni
para persignarse. El tío coge la moto y
ella deja lo que tenga entre manos y se
la monta en el porta. No puede dar un
paso sin ella.
—Pero él lleva la cosa con mucha
resignación.
—A ver qué va a hacer.
—Desde luego que una mujer así
mata a un satán.
—Por lo visto es algo de
enfermedad. Cree que si sale solo no va
a volver, o se va a casar con otra.
—Claro que es enfermedad. Una
persona sana necesita muchas curas de
soledad.
A pesar de ser una calle de segundo
orden había automóviles en casi todas
las puertas. Una mujer, ayudada por dos
chicos, lavoteaba el «Seat» con mucha
minucia, como pieza de vajilla.
—Desde luego, por las aceras estas
hay que andar con cuidado.
—De pavimentación, se lo tengo
dicho a todos los alcaldes, andamos
jodíamente.
—Es que este pueblo tiene mucho
suelo.
—Pero tendremos que arreglarlo, no
van a venderlo.
—¿Qué reflejo es ése que nos ha
dado ya en la cara dos veces?
—Ya me he fijado, ya. Parece como
si nos estuviera alguien enchufando con
un espejo.
—Será algún muchacho.
—Vamos a ir alerta de todas
maneras.
—Oye, ahí detrás nos hemos dejado
la casa de Matilde, la que se vino de
Barcelona.
—Ya… Pero vive mucha gente en
esa casa para que le sea fácil recibir
bombones.
—Hombre, a lo mejor los recibe en
otro sitio.
—Eso sí.
—Claro, Manuel, que el querer
sacar así por adivinación qué mujer se
acuesta de extranjis, es un trabajo
bastante penoso. Porque ésa es afición
que nunca está sometida a lógica… Me
acuerdo que, cuando yo era estudiante,
iba mucho al Café del Gato Negro, aquél
que había en el Teatro de la Comedia. Y
acudía allí todos los días un tío con su
querida, que no te exagero, Manuel, era
la mujer más fea del globo… Nadie
podía pensar que aquella mujer encelase
a nadie. Pero oye, una vez vamos a
tomar café los amiguetes y vemos al
mismo con una guapísima. Pero así
como a la fea —que le llamábamos entre
nosotros la «cara de gorrina»— no
paraba de hablarle y hacerle mamolas, a
la guapa no le dijo ni «vamos», cuando
se marcharon. Intrigados le preguntamos
al camarero… ¿Sabes quién era la
guapísima?
—Su mujer.
—Coño, ¿cómo lo has adivinado?
—Hombre estaba tirao… Si el que
se enamora nunca lo hace de lo que ve,
sino de lo que cree que ve.
—Otra vez el espejo.
—Ya. Ha salido de la ventana más
alta de aquella casa de dos pisos.
—Sí, hombre, la de Blas Mosquera,
el paralítico.
—Es verdad.
—Habrá abierto el hombre la
vidriera y habrá reflejado.
—No. Ha asomado un espejo, que lo
he visto yo.
—Bueno pero a lo mejor no tiene
nada que ver con nosotros. No va a
ponerse a jugar así.
—Vamos a pasar ante su casa sin
mirar, como si no nos hubiésemos dado
cuenta.
—Vale… Ésta de aquí, la Laurencia,
si no estuviese la pobre tan gorda, podía
pensarse.
—Ésa con comer tiene harto.
Pasaron ante la casa de Blas sin ni
siquiera mirar al balcón.
Treinta o cuarenta metros más allá,
al pasar ante la puerta de Dolores,
Plinio dijo a don Lotario en voz muy
baja:
—¿Y ésta?
—Dolores. Hombre… Manuel.
Siempre fueron gente muy seria. Viuda
ya tantos años. Con las hijas casaderas.
Esa mujer tiene mucho sentido de la
responsabilidad. Hay que ver con qué
talento ha llevado adelante las cosas de
su padre y de su marido después de
faltar éste… No creo Manuel.
—Don Lotario, no se ponga usted
así, que yo no hago más que
preguntarme. Y ya ha visto usted lo de su
sobrina, también serísima.
—Coño, es verdad.
—Otra vez el espejo.
—Coño, ya me he hartado. Vamos a
ver qué cachondeo se trae con nosotros
el Blas este.
—Vale, Manuel, pero volvamos
despacio, como que no vamos a eso.
—Ya, ya.
Cuando llegaron frente a la casa, se
pararon en el borde de la acera. Por la
ventana abierta de par en par, sin sacar
el busto, Blas, sentado en su butaca, les
sonreía.
Plinio fue a decirle algo pero se le
adelantó Blas:
—Suban, por favor. La puerta está
abierta.
Plinio y don Lotario se miraron, y
sin decir comentario fueron hacia la
puerta.
Subieron la escalera deslucida, con
muchos desconchones, hasta un
recibidor muy cuidado. Plinio puso
gesto de grata sorpresa al ver el
recibidor.
—Es que en la parte baja vive sola
la hermana Crisanta.
Salió la madre de Blas, muy
delgadita y consumida, y los pasó hasta
el tallercito de su hijo.
Junto a la ventana, sentado en una
silla con el asiento muy alto, como de
niño, los esperaba Blas. Sonriente, con
aquella boca que le llegaba de oreja a
oreja y el labio superior anchísimo. De
los brazos cortos y gruesos, le salían
como racimos de dedos gordos, casi sin
palma, las manos. Sentado de espaldas a
la ventana hurgaba con sus herramientas
en un aparato de televisión. La
anchísima mesa y varios estantes
próximos estaban llenos de televisores,
transistores y tocadiscos. Plinio se fijó
enseguida en un espejo ovalado, con
mango, que tenía también sobre la mesa,
entre las herramientas.
—¿Vienen de asiento?
—Eso tú sabrás, que nos han
llamado —dijo Plinio sonriendo.
—Pues entonces sentarse, que mejor
se oye con el culo quieto.
Blas decía todo sin dejar de trabajar
y con aquella sonrisa que le
semicirculaba la cara.
—A mí no me gusta denunciar a
nadie —siguió con gesto de estar
convencido—, pero como he visto que
ya están ustedes sobre las trías, a lo
mejor les puedo ahorrar trabajo. Al fin y
al cabo se trata de aclarar la muerte de
un hombre y ustedes son de la justicia y
no de la mafia… ¿Estoy equivocado o
iban ustedes a tiro hecho?
—Aclárate, Blas.
—¿Que si saben bien de qué casa de
esta calle salió muerto Julián Quiralte o
sólo están a la olisma? Lo digo porque
los he visto ir y venir y mirar por todos
sitios con caras masticativas. Porque yo
con este espejo, saben ustedes, me
entero de todo lo que pasa en la calle…
Yo trabajo aquí desde antes de las nueve
de la mañana hasta las tantas de la
noche. Y cada poco, saco el periscopio,
como yo digo, a ver qué pasa.
Y tomando el espejo, con unos
meneos muy rápidos y expertos, se
inclinaba un poco hacia atrás y lo ponía
a distintas alturas mirando a ambos
lados de la calle.
—Ya ven, lo manejo de tal manera
que no me pierdo ratón que cruce por las
carrilás. Ahora, Manuel, que yo lo que
quería es que usted influyese para que
me den el permiso municipal para tener
este taller, que desde hace qué sé yo los
años estoy sin permiso y ahora parece
que han echado tras de mí.
—Entonces nos has llamado para
eso.
—Hombre Jefe, yo les he llamado
por si les puedo ayudar un algo y al
paso…
Y quedó riéndose con labios
cobardes.
—Venga di lo que sepas —le pidió
Plinio con los ojos duros.
—… ¿Pero saben la casa o no? —y
volvió a sonreír.
—No. Sólo sabemos que fue en esta
calle.
—¿Me permite una pregunta
indiscreta, Manuel?
—Si es indiscreta…
—Usted lo verá.
—¿Cómo averiguó lo de la calle?
—Si… siempre que venía…
—Todos los sábados —interrumpió
el televisero.
—Le traía a quien fuera una caja de
bombones color rosa. Los recogedores
de basura han encontrado en esta calle
trozos de esas cajas.
—Ya, de modo —dijo entornando
los ojos— que era una caja de
bombones lo que siempre llevaba en la
mano… A esta distancia, y de noche,
dudaba si era una revista, una carpeta, u
otra cosa así de aparente, pero no una
caja de bombones.
—¿Y desde cuando Quiralte venía a
esa casa que tú sabes?
Blas se rascó el remolino de pelo
rubio del cogote, con la mano estrecha
de dedos cortos y gordos.
—Sí, hará año y medio. Al menos
desde que lo calé… ¿Y sabe usted cómo
lo calé?… Porque todos los sábados
poco después de las doce sonaba el
portazo de un coche. Acabó por
llamarme la atención aquella
puntualidad del golpe, que se oía muy
bien porque a esas horas y más en
invierno no pasa un alma. Hasta que ya
me puse al acecho y pude ver con el
periscopio, cómo a esa hora, enseguida
del portazo, cruzaba esta calle un
hombre con algo debajo del brazo. Pero
como está un poquillo retirado, y las
luces son tan pajizas en ésta, por más
que sacaba el espejo, no lograba saber
quién era el del portazo. Del portazo y
del acelerón… Que entrando donde
entraba, y a esas horas, me intrigaba
tanto, que un sábado le dije a un
amiguete que se fijase en la cédula a ver
de quién era el auto.
—Entonces dejaba parado el coche
en la esquina. Daba el acelerón. Cerraba
la puerta con el portazo que dices, y
cruzaba la calle hasta entrar en la casa
de…
—Está tirao, Manuel.
—¿De Dolores, la viuda?
—Equilicuatre.
—Y la noche de la muerte, ¿qué
viste?
—Lo de siempre. Lo único, que no
le oí salir.
—¿Qué le parece, don Lotario?
—Que me he quedao de piedra. Está
visto, que en este mundo ya no se puede
uno fiar de nadie, absolutamente de
nadie.
—Pues sí que se ha dao usted cuenta
tarde, señor veterinario —dijo el
inválido ensanchando más la boca.
Y mecánicamente dejó de trabajar,
tomó el espejo, se echó un poco hacia la
ventana, y lo colocó hacia poniente,
hasta localizar algo.
—Ahora mismo acaba de llegar.
Debe ser de la bodega. No falla a esta
hora. Se conoce que va por allí a ver
cómo van las cosas y a despachar el
correo.
—Muchas gracias, Blas… ¿Y a qué
hora salía Quiralte de casa de Dolores?
—A las tres poco más o menos…
Acelerón y portazo. Eso lo oía ya desde
la cama, menos la otra noche, ya digo.
—Gracias otra vez Blas.
—De nada, pero a ver Jefe, si podía
influir para eso de la licencia.
Bajaron las escaleras desconchadas
con pasos tranquilos.
—Jo, don Lotario. Vaya papeletón.
—Lo comprendo tan bien, que te
ruego, Manuel, que disculpes que no te
acompañe.
—Disculpado.
—Ha sido siempre una familia muy
querida de mi casa.
—La verdad es que ha tenido usted
mala suerte en este caso. Las dos planes
del Julián, le tocaban algo.
—No te creas que no es
casualidad… ¿Vas a entrar ahora?
—Sí.
—Entonces te espero en el casino.
—De acuerdo.
Plinio, con la cabeza agachada, el
cigarro entre labios y las manos atrás,
fue hacia la casa de la viuda. Golpeó
con el llamador. Miró hacia la ventana
de Blas, mientras esperaba. El punto
brillante del espejo oscilaba junto a la
jamba de la ventana.
—Mecagüen la puñeta —dijo en
voz baja—, y qué oficio más cabrito.
Por el portal de la casa de la viuda
se oían los pasos de quien venía a
abrirle la puerta. Plinio tiró la colilla y
se estiró un poco la guerrera.
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