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HIMNO A TOMELLOSO

lunes, 25 de septiembre de 2017

El Reinado de Witiza [Sabado] Plinio (Fº Garcia Pavón)



Como en Castilla no hay primavera, según dijo dos días antes don Lotario contemplando la plaza desde el balcón del Casino de San Fernando, aquella mañana amaneció ya cuajada de verano. Camino de «Miralagos», carretera adelante, Plinio y el veterinario hacían las reflexiones pertinentes sobre el tiempo. —Fogosico apunta el día. —Y el sastre sin terminarnos los uniformes de verano. Este paño azul es una «salamandra». Los pámpanos de las vides verdeaban tensos, casi translúcidos a uno y otro flanco de la carretera de Argamasilla. Enfilada la de Ruidera, a la derecha las choperas y alamedas del Guadiana. A la izquierda, el llano verde, las mieses doradas y las barbecheras pardas. El cielo, como una gran caída de luces inmirables. Unos kilómetros más allá, los hilos de viña trepaban prietos y simétricos por la barriga suave de rientes alcores. Aquella anchura de horizonte, aquel despeje de campos despiezados a sus anchas, daba a los ojos hondura y respiro al ánimo. La albarda del cielo caía en campana sobre el terreno sin lindes. Los suaves toques blancos de los pueblos lejanos flotaban como trasgos alegres y mañaneros sobre el lejano ribete del horizonte. Estaban próximos al pantano de Peñarroya y al castillo del mismo nombre. Castillo que, como en el de San Servando, nunca pasó nada digno de crónica. Plinio saludó con la mano a unos guardias civiles que estaban en la puerta de un barracón. Revinaba Plinio que las tierras nuevas, las mieses en sazón y los verdes viñedos otra vez logrados en aquella mañana, desmentían la historia de los hombres que fueron. Todo parecía como recién nacido. Aquella vieja geografía acababa de ser creada tras el mantillo purgativo de la noche. Las fábulas de sufrimientos y trabajos, de huesos enterrados y muías enloquecidas, de ruinas y fornicaciones, de explotadores y explotados las despejó la noche y el recambio de la naturaleza que es la primavera. Otra vez aparecía la mesa llana con mantel nuevo. Limpia la cristalera del cielo y zumosa la tierra. Los verdes jóvenes de la pampanería nada sabían de la vida que fue. Y aquellas mieses que quebraba la hoz o la maquinaria, eran símbolos de un morir repetido que la naturaleza no se paraba a considerar. El río siempre mozo y remozado, entre los álamos y chopos remecidos, pasaba ignorante de las viejas aceñas que se despatarraban desde siglos sobre él y de los batanes que calló la máquina. Eran algo ajeno que puenteó sobre él por pura anécdota de un tiempo. Tampoco se resentía el melindre Guadiana de los regantes y pantanos. Todo lo venció y vencería su porfía. Las viejas y suculentas historias quijotiles fueron las únicas letras que no se tragó el paisaje en su renacencia de cada día y de cada primavera. Porque las letras bien hechas viven más que las gestas verdaderas de los hombres con huesos mortales. Plinio sentía como si por vez primera transitara por aquellos parajes tan queridos, por aquellas hazas volteadas durante siglos con los brazos de tantos de los suyos. La naturaleza respira muy por encima de los hombres, de las bestias y de las máquinas. Trabaja con esquemas tan alzados que el bulto de lo humano y sus cosas carece de poder. Los hombres de un mismo pueblo — pensaba Plinio— son un manojo de cuerpos enredados por los cables de tantas muertes, de todas las muertes e historias comunes… Vidas e historias que se engulle la naturaleza cada primavera. Somos chinches inoperantes luchando con este imperio del cielo, con esta repisa de la tierra, que todo lo asimila y sobre todo triunfa en cada alborada.

Las vidas escritas y parladas; los hechos tristes y risueños; los amores de carnes tiernas y jugosas; los cánticos, sudores, explotaciones, espigas y uvas; partos húmedos y mortajas secas; reatas de muías nuevas y de aquellas otras históricas que al sol se calcinan… todo se lo entripa esta máquina silenciosa y suave al parecer, esta gran despectiva que es la naturaleza. Las trías que dejaron los coches de los muertos y los carros municipales, el más grande crimen y la más entrañable biografía, bastan unos días para que el campo los arrugue en el panteón infinito de sus aires azules. Sólo en los pueblos, donde hay casas, iglesias y muebles y fuentes, columnas y humilladeros, la vida de los hombres se muestra más remisa al borrador. Se engancha en cortinas y veletas, en nichos escritos, en callejones con tabernas, y permanece más. En los pueblos, las vidas pretéritas duran. Las casas tardan mucho en ser derribadas. En los muros traseros de las iglesias los hombres hacen aguas durante siglos y el cementerio tiene osarios tenaces. Entre tabiques y campanas la vida humana se hospeda mejor. Y el tiempo tarda más en hacer su agosto. Pasan primaveras y amaneceres sobre las torres y todo cambia muy despacio. Las sotanas de los curas muertos siguen en los arcones, el sable de la guerra de Cuba todavía duerme en el camarón, y el vino añejo bosteza en las pipas. La madre, de cuando en cuando, mira las ropillas de su niño muerto y baraja los retratos color sepia de los abuelos barbudos…

El coche entró en terreno más quebrado: curvas, cuestas, monte bajo de encinas canosas y carrizales vecinos. De vez en vez, manchas sanguinolentas donde se da el conejo albar, la perdiz color laurel y la rata chillona. Cruzaron la aldea de Ruidera. Remolques y camiones con mieses. Hombres en mangas de camisa, niños morenos y gritones, el borrón vertical de un cura sobre las cales, culos mañaneros de chicas en pantalones, y, en seguida, el agua verde-ojo de las Lagunas. A la izquierda de la carretera, piedras vivas, tierras rojas, chalets nuevos y bloques de apartamentos rompían la naturaleza con su asonante geometría. A la derecha de la ruta, aguas quietas, matriz del Guadiana. Aguas anchísimas que ni corren ni ondean. Ni mar ni río. Aguas que se sangran por el pie y conservan la cabeza lúcida. Los ríos cantan y la mar marea, pero el agua de laguna es melancolía. Sólo para mirarse la cara en sus espejos, ver marcharse la tarde paso a paso y recibir el amanecer en su bandeja. Las tardes junto a las lagunas son de añoranza… Tal vez las aguas no se hicieron para estar quietas, como ojos cansados. Una tras otra: la del Rey, la Colgada, la Tinajilla… Los bordes pardisuaves del monte enano que tapiza los oteros se copian en el agua verde. Un breve pinar. Fábricas de la luz, romero y tomillo a la par del camino. Un leve pescador blanco en la otra orilla. Don Quijote vio las lagunas con las linternas de sus ojos encendidas. «Regato, monte, pradera». Espejos de La Mancha. A la caída de la tarde parecen charcos de sangre parada. Por la mañana, de ámbar. Alguna vez, un viento leve, les pinta rizos, cosquillas de las aguas. Y, en seguida, quedan tersas. Por ellas viejas andanzas moriscas, Cervantes con su rumiar escéptico y consolador. Carlistas y liberales. Aquí cazó Prim. De vez en cuando un pintor, un poeta, cazadores y hombres con cañas, batanes. Luego fábricas de la luz, ahora chalets y hoteles. Es igual, ellas espejan siempre así. Cruzaron Ossa de Montiel y toda un largo camino hasta dar con la finca, cuya casa estaba cercada por un pinar muy tupido y antiguo. —Yo no sé por qué a esta casa la llamaron «Miralagos» —dijo don Lotario— pues desde aquí, salvo que yo esté ciego, no se columbra lago alguno. —Caprichos, digo yo. La casa desentonaba de las que suelen verse por aquellos contornos. Pórtico de columnas blancas, ventanales alargados en el primer piso, balcones en el segundo, tejado muy pino de pizarra, con mansardas y amplia escalera de balaustrada hasta la puerta principal. Se llegaba por un largo camino que rompía el pinar, y antes de topar con la fachada se abría en un jardín bajo, muy francés, con fuentecillas, cenadores y mármoles mitológicos. Luego de bajarse del «Seat» quedaron mirando el edificio. —Desde que era chico no he venido aquí. —Yo nunca —respondió Plinio—. Parece una de esas casas de campo que salen en las películas americanas. —Algo así. De la Guerra de Secesión, de Abraham Lincoln y ésos. —Desde el accidente famoso, aquí han venido contadas personas. —Y tan contadas. Era raro para estas tierras el tal don Ignacio — confirmó Plinio. —Es que, de verdad de verdad, no era de estas tierras. En Tomelloso nunca hubo escudos ni nobleza. Pueblo nuevo, vivió en perpetua democracia agrícola. «Aquí — solía decir Plinio— no hay cáscaras. El que no ha arao es que aró su padre. Y desde luego de abuelo candorro nadie se libra». Las más empinadas familias tomelloseras se criaron junto al sarmiento y la rastrojera. Nadie podía sacar pergaminos de la gaveta. Los reyes jamás se acordaron de aquel pueblo de pardillos, primero ganadero, luego vinatero y por fin alcoholero, que todo se lo hizo a golpe de azadón y madrugones. Apartado de las vías maestras de comunicación, vivió descuidado de políticas y tormentas. Rumiando a solas su mendrugo y haciéndose su labor sin levantar la frente de la besana. Nadie fue nunca más que nadie ni menos que el otro. Se consiguió un pueblo razonable, almacén de alcohol de los jereces, con su propia minerva y fatiga. Ni los ricos eran grandes, ni abundaban los pobres de solemnidad. Los nobles y órdenes militares que tenían predios y señoríos en su término, poco a poco fueron vendiendo picajos de tierra a los tercos tomelloseros, hasta que sus nombres y administradores desaparecieron de aquellos mapas.

Don Ignacio de la Cámara Martínez fue el último y tardío descendiente de los latifundistas fronteros que conservaron tierras e inmuebles en Tomelloso y su término. Sus antepasados, vascongados y con casa solar en Campo de Criptana, durante siglos señorearon en grandes extensiones de la Mancha oriental, que generación tras generación fueron enajenando. En los tiempos de la madre de don Ignacio —el padre murió muy joven— les quedaba en Tomelloso una casa grande en el centro, una bodega en las afueras y partidas de viña muy razonables, que antes fueron monte, en la provincia de Albacete, donde a principios de siglo alzaron la casa llamada «Miralagos». La madre de don Ignacio alguno que otro año venía al pueblo en el tiempo de ferias y vendimias. Era una señora espigada y grave, de corte muy vasco, que vestía de oscuro y se apoyaba en un bastón negro. Solía acompañarla en aquellos viajes a «Miralagos» y a Tomelloso su hijo Ignacio. Eran gente tan distinta de lo común del pueblo, que en sus breves estancias tenían trato con muy pocas personas. Don Ignacio —que de «don» le llamaban todos desde adolescente— era un verdadero señorito. Había estudiado largos años en Londres. Por su vestimenta, costumbres y buen físico se le miraba con especial respeto. Verdad es que él solía mostrarse muy corriente y campechano, pero en seguida se echaba de ver que pertenecía a otra clase y a otro mundo. Los señoritos del pueblo, sus amigos, se hacían lenguas de su conversación y modales. Junto a él se les notaba forzados y disminuidos. Sus trajes, automóviles, equipo para montar a caballo y sus alhajas; las bebidas que servían en su casa, los libros que leía y los periódicos que le llegaban de Inglaterra lo hacían un ser diferente. Apenas concluida la vendimia, madre e hijo marchaban a Madrid o a Bilbao. El año 1925 fue clave, trágicamente clave para la biografía de don Ignacio. Su madre murió en Bilbao en el mes de enero. Y él, a los pocos días, casó en Londres con Elizabeth, una chica inglesa que fue su novia desde sus tiempos de estudiante. Nunca habló de ella a sus amigos de Tomelloso. Parece que aquellos amores llegaron arriba contra la voluntad de la madre, y por acuerdo tácito eludían el tema. Lo cierto fue que Elizabeth y don Ignacio, después de largo viaje de novios, pasaron la primavera en «Miralagos». Luego de llegar avisaron a sus mejores amigos de Tomelloso. En diversas ocasiones y lugares presentó a Elizabeth, que según referencias de los contemporáneos, sin duda idealizados por su trágico final, era tan exquisita y exótica que deslumbró a todos. Hablaba español, montaba a caballo y fue la primera mujer que se vio conducir un automóvil por aquellos contornos. Entonces la Virgen de Peñarroya era Patrona, juntamente, de La Solana, Tomelloso y Argamasilla de Alba. Una gran parte del año la imagen permanecía en el castillo de Peñarroya. A la romería, que se celebraba al pie del castillo, concurrían gentes de ambos pueblos. Y eran sonadas las merendolas y diversiones que, pasada la función religiosa, se hacían en aquellos márgenes.

Don Ignacio y Elizabeth, aquel año 1925, asistieron a la romería. Plinio recordaba a la señora con un sombrero de paja muy complicado de gasas y cintas, vestido claro, una sombrilla y una máquina fotográfica. Merendaron con amigos de aquellos pueblos y a la caída de la tarde decidieron ir a Tomelloso. Parece ser que de camino, con los ánimos excitados por la bebida, entre los pocos automovilistas que entonces existían se organizó una competición desenfrenada. Conducía Elizabeth el coche de don Ignacio. Con ellos iban otras personas. Según las referencias de éstas, Elizabeth se empeñó en adelantar a todos, desobedeciendo las advertencias de su marido. Lo cierto es que, al adelantar a uno de ellos por la difícil carretera que entonces había, nutrida además de los carros, tartanas y bicicletas que regresaban, derrapó al tomar una curva y cayó por un terraplén. Elizabeth murió en el acto. Don Ignacio permaneció conmocionado unos días. Algunos de los amigos que los acompañaban sufrieron magullamientos y heridas de vario pronóstico. … Y en este punto empieza verdaderamente la misteriosa historia de don Ignacio de la Cámara Martínez. Plinio llamó a la puerta de la «Miralagos». Un carillón de largas melodías, impropio de casa de campo, sonó como respuesta. Nadie acudió en un largo tiempo. Después de repetir dos veces más, una mujer ya entrada en años, que sin duda había salido de la casa por una puerta lateral, llegó junto a ellos: —¿Que qué quieren ustés? — preguntó áspera. —Ver al señor administrador. —¿Que si es muy urgente? —añadió con ingenuidad. Plinio no pudo contener la sonrisa: —Sí; dígale usted que es muy urgente. Que soy el Jefe de la Guardia Municipal de Tomelloso. La mujer, sin decir más y un poco atemorizada, marchó por donde había venido. Todavía pasó un buen rato hasta que abrieron la puerta principal, la del carillón. Abrió la misma mujer. Entraron en un hall oscurísimo, que olía a cerrado, a maderas antiguas y aromosas. Plinio y el veterinario la siguieron a tientas hasta cierta puerta. La mujer tocó con los nudillos. —¡Adelante! —se oyó. La mujer abrió y dejó paso a los visitantes. Era un despacho muy grande, con largos anaqueles de librería, muebles ingleses, alfombras, tresillos tapizados con cuero rojo, gran lámpara de bronce, grabados de motivos ecuestres; y sobre caballete un gran retrato al óleo de Elizabeth, hecho por un pintor español, sin duda sobre una fotografía. Tras una mesa de líneas elegantes había un hombre cuarentón, algo lleno, rubia barba corta y boca sensual. Vestía americana color miel y suéter rojo de cuello alto. —Adelante —dijo sin moverse de donde estaba. Plinio y don Lotario pasaron un poco indecisos hasta el centro del estudio. —¿Ustedes dirán? —pidió el administrador sin la menor cortesía. Plinio, que empezaba a sentirse incómodo con aquel teatro amanerado, habló con sequedad. —¿Es usted el administrador de don Ignacio de la Cámara Martínez? —Sí. —Venimos de parte del señor Juez Municipal de Tomelloso a hacerle unas preguntas. —¿Qué preguntas? —¿Desea usted ofrecernos asiento o prefiere que nos acomodemos por nuestra cuenta? El administrador dudó un momento, pero en vez de decirles que se sentaran avanzó unos pasos hacia ellos. —Usted dirá. —¿Puede decirnos dónde está don Ignacio de la Cámara Martínez? —No sé. Plinio se rascó la patilla, carraspeó y dijo al fin: —Ya he terminado el interrogatorio. —¿Ah, sí? ¿Ya? —dijo el barbas con cierta burla. —Ya. Pero haga el favor de acompañarme al Juzgado de Tomelloso donde todo va a resultar mucho más fácil. —Esta finca pertenece a la provincia de Albacete —contestó con voz reticente.

—Ya lo sé. Por eso hemos venido hasta aquí. Pero las autoridades de Tomelloso necesitan ayuda… no otra cosa —silabeó Plinio— y usted debe facilitarla esté donde esté esta finca. El remitir esta gestión a las autoridades de su término municipal sólo la dilataría unas horas y me temo que saldría perdiendo. De modo que, bajo mi responsabilidad, haga el favor de acompañarnos. Tenemos coche. —Ya lo he visto —confirmó con suave cachondeo—. Usted me ha preguntado que dónde está don Ignacio de la Cámara y le he respondido la verdad, la auténtica verdad. No lo sé. Tomé la administración de esta casa en 1945, seis años después de haberse marchado el señor de la Cámara. Me procuró el cargo su anterior administrador, don Felipe Consuegra, con el que trabajé el último año que vivió. Entré como auxiliar suyo. No conozco al señor de la Cámara. No lo he visto en mi vida. Pasa largas temporadas en distintos países. Especialmente en Inglaterra. Un par de veces al año me manda instrucciones o evacua mis consultas, Pero nada más sé de él… Por Navidad me dijo desde París que iba a hacer un largo viaje por diversos lugares y que en el momento oportuno tendría noticias. Y hasta ahora. Esta manera de proceder es habitual en él. Es cuanto puedo decirle. ¿En qué más puedo… servirles? Habló con ambas manos en los bolsillos de la chaqueta, con la pierna derecha un poco flexionada, la nariz tensa, los ojos fijos y la voz recortada. Y así quedó después de su pregunta, con cierto aire de superioridad forzada, a la vez que ingenua. —Deseo ver fotografías de don Ignacio. —¿Fotografías? —Exactamente. Fotografías… Retratos —recalcó el Jefe. —Muy bien… Sólo los hay de cuando era joven… Comprenderá usted que a mí no me envía fotografías suyas —concluyó sonriendo con aquel extraño sarcasmo. —Lo comprendo perfectamente. Y luego de pensarlo un poco dijo: —Síganme, por favor. Volvieron al hall tenebroso. El administrador, adelantándose, los condujo, sin encender la luz por supuesto, a una habitación próxima. Pasó delante y abrió unas contraventanas. Era una pieza regular con gran chimenea, muebles muy confortables, gran mesa de caoba con un solo pie y vitrinas con porcelanas y bibelots. En la campana de la chimenea había una fotografía grande, hecha en Londres, en la que aparecían Elizabeth en traje de noche y don Ignacio de frac, ambos de pie. Plinio, sin decir nada, se acercó a la chimenea, tomó el retrato y fue con él hasta la ventana para verlo mejor. —Por favor, don Lotario, sosténgalo que me ponga las antiparras. El administrador, según su costumbre, estaba fijo junto a la chimenea. Manos en los bolsillos y pierna flexionada. El Jefe, caladas las gafas, examinó el retrato. Don Ignacio, más bien alto, cabello rubio oscuro y nariz aguileña, miraba a Elizabeth sonriéndole con elegancia. —¿Qué edad tendría aquí don Ignacio? —Exactamente veinticinco años. Elizabeth era delgada, casi tan alta como su esposo. La cara muy pequeña, los rasgos menudos, la nariz respingona, los brazos largos y en todo su cuerpo un sutil y elegante abandono. Plinio descansó la fotografía entre las manos de don Lotario y sacando del bolsillo las fotografías del muerto empezó a cotejarlas. El administrador, intrigado por aquel manejo, sin el menor disimulo se acercó a mirar las cartulinas que el guardia tenía entre manos. —¿Quién es? —preguntó poniendo desmayadamente el índice sobre la tristísima cara del muerto. —Ya lo ve. Un cadáver que nos han dejado los turistas en Tomelloso — contestó Plinio sin dejar su examen. —¿Y es que tiene que ver ese difunto con el señor de la Cámara? Plinio quedó mirándolo fijo por encima de sus gafas: —Alguien ha dicho que ese señor es don Ignacio. El administrador miró a los dos amigos, tratando de indagar si bromeaban. —¿Tendrá usted más fotografías a mano? —Sí, sí… —respondió verdaderamente interesado en el asunto —. Aguarden un momento. Y salió rápido. Plinio, mientras examinaba aquellas fotografías recordaba de nuevo la historia del «señor de la Cámara», como lo llamaba el badulaque aquel. Cuando don Ignacio recobró el conocimiento después del accidente, y en el momento oportuno fue enterado de la muerte de Elizabeth, se encerró en «Miralagos» negándose a tener la menor relación con nadie. Ninguno de sus amigos de Tomelloso volvió a verlo. Ni siquiera los trabajadores de la finca sabían de él. Ni contestó cartas ni recibía visitas. Su administrador, don Felipe y su chófer y criado inglés, Antony, que trajo con Elizabeth, eran las únicas personas que veía. Por el pueblo se corrieron historias fantásticas, al parecer. Que había enloquecido, que pasaba las noches llorando, que había decorado toda la casa con fotografías de su esposa, que robó del Cementerio de Argamasilla el cadáver de Elizabeth y lo había llevado a la casa de «Miralagos».

Con el tiempo, la gente se olvidó del pobre viudo que nadie volvió a ver. Así transcurrieron los años hasta 1939, cuando recién acabada la guerra civil se corrió la nueva de que don Ignacio, acompañado de Antony, y en el viejo y famoso coche del accidente de Peñarroya, había partido de La Mancha para un largo viaje. Luego se habló de que vivía en el extranjero… Por fin, todo quedó como una antigua leyenda saturada de romanticismo. Volvió el administrador con otras tres fotografías de buen tamaño, que puso sobre la mesa. En una de ellas aparecía don Ignacio con canottier y traje claro, sentado en la terraza de un café francés. Estaba dedicada a su madre y fechada en 1923. En otra, con la toga y birrete cuadrado de graduado inglés. Y en la última, la más interesante, estaba en traje de baño, en la playa de la Concha de San Sebastián. También dedicada a su madre. Plinio, después de mirar con mucho detenimiento la fotografía de la playa, dijo al administrador. —Ésta me la va a prestar usted unas horas para que la vea el forense. —Muy bien. —¿Usted cree que se parecen? —le preguntó Plinio a bocajarro. —No creo que tarden mucho en llegar noticias del señor de la Cámara… Todo esto me parecen fantasías, y ustedes perdonen —fue su respuesta. Plinio guardó la fotografía en el bolsillo. El administrador, de perfil ante la ventana, con los brazos cruzados en el pecho, había quedado otra vez serio e impenetrable. Los miraba con desprecio y lejanía. Como a algo que había muy detrás y por encima de ellos. Unas raras mariposas empezaron a revolar junto al cristal de la ventana. Parecía como si con los leves golpes de sus alas quisieran llamar la atención de aquel barbirrojo inmóvil que estaba tan pegado a los cristales. Un ambiente denso y dulzón flotaba en la biblioteca. Don Lotario miró a Plinio con cara de aprensión. Éste se pasó el índice por la tirilla de la guerrera. Y luego dijo con voz apenas audible. —Bueno, nos marchamos. El administrador no respondió. Echaron a andar lentamente sin dejar de mirar a aquel hombre como de cera. Llegaron a la puerta, miraron otra vez hacia atrás… ¿Por dónde habían entrado las mariposas? Ahora estaban dentro de la habitación, ante los cristales, y en mayor número. Formaban una especie de guirnalda en torno a la cabeza pelirroja del administrador, que seguía con los ojos perdidos. Salieron casi tropezando uno con otro al hall tenebroso. A los pocos pasos don Lotario topó con un mueble. —¡Leche! —gritó. —Siga usted. —Dame la mano, Manuel, que me escoño. Se tomaron de la mano. Caminaban a tientas. Llegaron a una puerta. Plinio palpó buscando la manivela. —No sé si es por aquí. —Abre a ver… ¡Qué nervioso me ha puesto este tío! Obligó la manivela. No cedía. Notó que había una llave. La giró. Abrió. Poca luz. Unas velas encendidas sobre un altar. Aquello parecía una capilla larga y estrecha. Ante el altar y en la penumbra se veían unos bancos. Tupidas cortinas velaban las vidrieras plomadas. Plinio avanzó hacia uno de los ventanales y poniéndose de puntillas corrió las cortinas de una de las vidrieras. Entró una luz discreta y agradable. —Una capilla —dijo don Lotario. Plinio, animado, corrió otra cortina. —Mira —gritó el veterinario, señalando a la derecha del altar. Era un hermoso sepulcro de mármol blanco, casi rosa. En letras doradas ponía: «A Elizabeth. Su amor». —Era verdad —musitó Plinio. —¿El qué? —Que se trajo el cadáver de su mujer. Tocaron los mármoles. Plinio probó a levantar la tapa del sepulcro. Naturalmente no pudo. —¿Pero qué haces, Manuel? ¿Qué piensas? —En esta casa lo piensa uno todo, don Lotario. Dieron una vuelta por toda la capilla. Volvieron. Plinio quedó mirando con fijeza unas cortinas blancas, finísimas, que había detrás del altar. Pasó tras el ara y las levantó. —¡No te digo! —y las corrió de un tirón. Todo el fondo de la pared estaba cubierto de fotografías grandes y pequeñas de Elizabeth. Fotos de niña, de mocita, de mayor. En una grande aparecía con una crencha rubia muy larga, con la cabeza inclinada miraba un crucifijo que tenía entre las manos. —Le digo a usted que están buenas algunas cabezas. Salieron al hall sin cerrar la puerta de la capilla. Así les fue fácil localizar la de la calle, la del carillón… Estaban seguros de que desde algún sitio los miraba el administrador. Al abrir la puerta de la calle quedaron deslumbrados. A las doce del día aproximadamente descabalgaron en un bar de Ossa de Montiel, famoso por las perdices escabechadas que en él se sirven. Desde «Miralagos» vinieron obsesionados con la idea de tomarse allí una perdicilla remojada con aloque del terreno. Sentados tras la mesa del bar ossano, con la jarra de vino a tiro de brazo y las presas de perdiz entre los dedos churretosos, ya tenían otro semblante. Especialmente don Lotario, comía y tentaba el líquido con un júbilo ostentoso. La luz del soletón no conseguía inundar al amplísimo local de la taberna, porque unos papelones azules velaban la cristalera de las puertas, dejando una umbría sedante. Las paredes estaban pintadas de verde rabioso. Las mesas, alineadas junto a ellas. Unos taburetes servían de asiento. En el extremo, frente a la entrada, un mostradorcillo ante un anaquel con viejo muestrario de botellas de aguardiente, anisados, marrasquinos y coñacs del terreno. En un hueco de pared, sobre una repisa, tres jaulas con codornices, que cuando se hacía silencio se solazaban con su «palpala», «palpala». Como aparte de ellos y los pájaros no había otro mortal que la mujer que cosía tras el mostrador, el ambiente era plácido y silencioso… A veces, cuando Plinio callaba, cantaban las codornices. Apuraron la perdiz, se chuparon los dedos a modo y cuando liaban pacienzudos sus cigarros, don Lotario, liberado y optimista, soltó: —¿Que qué me dices, Manuel? —¡Quite usted, hombre! Ésa es la casa de Frankestein… ¡Coño, qué apaño! —Y el administrador también está como una cabra. —Hombre, treinta años ahí no los aguanta cuerdo ningún mortal, aunque sea de la Ossa. ¿Vio usted cuando al final se quedó como una estatua? —Yo pensé que le había dado algún mal. —No sé, don Lotario, no sé. Lo cierto es que yo sentí un medio mareo. No miedo, a ver si me entiende usted, pero sí una basca… —¿Y las mariposas, Manuel? ¿Qué me dices de las mariposas? —Yo creo que fueron una cosa natural. Pero alucinados como estábamos con aquel tarasco de tío barbudo, nos parecieron cosa de magia. —Déjate de natural, que allí antes no había mariposas. Y luego aquel volar alrededor de su cabeza. —A lo mejor es que las tiene amaestradas. El hombre, digo yo, se aburre, y doma mariposas. —No, no lo eches a broma, que allí había su aquél. —Si había o no había hay que olvidarlo. Usted es un hombre de ciencia y sabe que si uno empieza a darle vueltas a esas cosas de misterios, pica. Y yo no pico. La vida es como es: agua, tierra, sol y aire; carne, huesos y ni más mariposas ni más na. —Bueno, bueno, eso lo dices tú para contentarte y contentarme, pero allí había su poco misterio. —Y dale. —Y claro que le doy. ¿A que no te atreves a contar en el casino lo que hemos visto… y lo que hemos sentido? —Yo hasta que no vuelva otra vez y vea y sienta lo mismo, no digo esta boca es mía, porque a veces las cabezas se ponen güeras. Y Plinio, como para cerciorarse del mundo concreto que gustaba, se palpó el bolsillo de la guerrera donde guardó la foto de don Ignacio en traje de baño. Le dieron otra acometida al vino y quedaron absorbidos en sus cavilaciones.

Plinio se desabrochó la guerrera, se rascó su media calva y dijo de pronto: —Querido don Lotario, ¿sabe lo que le digo? Que en este asunto del muerto anónimo que tenemos entre manos hay algo que no funciona. Debe ser que estamos viejos y ya no olemos la pescadilla a dos dedos de la nariz. Mucho me temo que nos están dando gato por liebre, pero a base de bien… En todas las inquisiciones que hemos hecho no tengo ni pizca de fe. Lo que se dice ni pizca. Si de todo esto saliese algo en claro, sería yo el primer sorprendido. Plinio, caldeado por el vino, hablaba con una energía y rotundidad impropias de su proverbial cautela, aunque su oyente fuera don Lotario. —Un muerto —continuó— embalsamado con todas las de la ley, como una momia de Egito; bien embalado en un cajón estupendo, cuidadosamente acuchillado —no sé si se habrá fijado usted—, para que no se aprecie la menor huella de procedencia… y metido en el camposanto. ¿Por dónde? Por una brecha abierta en la cerca durante unos días. ¡Qué casualidad! Y además, enterrado en un nicho vacío y abierto (cosa rara), propiedad de una familia conocida… En todo esto, venga de quien venga, hay mucho más cálculo del que parece… Le digo a usted que estamos tocando el tambor. Yo me dejo llevar, pero con más escamas que un besugo. —¿Qué supones, entonces? —Le confieso que no lo sé. Esto tiene pinta de ser asunto que excede las capacidades de un pobre Jefe de la Guardia Municipal de Tomelloso. —¿Pero qué dices, Manuel? Si tú eres el más grande. Nunca has fallado. —No diga usted esas cosas, por Dios y por su madre. Yo soy un pobre paleto que hasta ahora sólo ha trabajado en casos de paletos… Pero éstos son otros Garcías. A ver si me explico, don Lotario; para mí, este caso es como cuando uno lee un libro de esos que no entiende bien… ¿O es que usted ha sacado algo en claro? —¿Yo? ¡Pobre de mí, Manuel! Lo que ocurre es que tengo en ti toda la fe del mundo. Durante toda aquella mañana no dejó de allegarse gente al Cementerio. Especialmente chiquillería, viejos y mujeres haldoneras. Hasta las cuatro putas que por aquellos días apacentaba la Bernarda: Rosario la Pinta, Pepa Julepe, Carantoña Aguado y Salesa Rodríguez llegaron cogidas del bracete, los labios rojos y gran molineo de culos. Fueron también a guipar al muerto, por si un casual había sido parroquia y podían echarle una mano a la poli. También aprovechaban la ocasión para poner bando con miras a la sesión de la noche, porque, como decía la mismísima Bernarda, los hombres o andaban descuartaos o se habían pasado al bando hombrosexual. Yerro o neologismo éste de su invención, que cundió por todo aquel término de San Juan, cabalgó al de Montiel y, según noticias verísimas, tenía ya eco en el de Calatrava. Aquel puterío emparejado dio a la «Sala Depósito» tal aire de chunga y esperpento, que hasta al pobre muerto parecía escurrírsele el labio hacia el rincón de la risa. Maleza, que estaba de jefe sumo cuando la visita de las suripantas, tuvo sus titubeos en cuanto a si las daba soleta o no. Y optó por el no, a ver si daban mensaje o al menos animaban prudentemente la tiesura del desfile y cháchara a poca voz. Que nunca viene mal una risotada en velatorio sin fin. Más bien da respiro y recuerda que la vida sigue más allá de plantos y ciriales. En justicia, hay que decir que las cuatro «pililis» estuvieron muy ordenadas y circunspectas en el momento del examen y aun al remate se santiguaron e hicieron genuflexión al primer encuentro, miraron con ojos tristes el cuerpo después, y la Pepa Julepe hasta desgranó un Padrenuestro con gran propiedad y de acuerdo con los textos posconciliares. Y nunca descompusieron el ceremonial hasta la salida, cuando el Faraón les preguntó si «habían tenido trato con el pobre» o si les pintaba algo. Que nadie como ellas para conocer hombre tumbado aunque estuviera ya en el quiñón del «no volverás». Carantoña Aguado fue la primera en responder que las «prendas personales del difunto no le eran conocidas». Y como el Faraón le preguntase si había examinado al muerto hasta semejante prenda, para estar tan fija, las cuatro juníperas soltaron una risotada a coro que se debió oír en las eras vecinas y echó por tierra la discreción anterior. Maleza les echó el chito desde la puerta y algunas mujerucas les dijeron cosas muy feas de su profesión nocturna. Las chicas, un poco amedrentadas, encogieron el labio, y ya en voz confidente preguntaron al Faraón si iba a ir a hacerles tertulia a la casa de la Bernarda. Antonio les respondió que en cuanto le quitaran de en medio a aquel convidado de muerto y aliviara un poco el luto, iría con otros amigos, porque desde hacía algún tiempo estaban confeccionando un catálogo de tetas y querían ver si entre el personal nuevo había formas no registradas. Pepa Julepe le preguntó que cómo era un catálogo de tetas. Y el Faraón, llevándolas un poco más allá, fuera de la artillería de la cola, comenzó a recitar su catálogo de esta manera: Las de torta de Alcázar. Redondas, sin relieve y con el pezón sumido. Las agradecidas y sueltas, que, aunque duras, temblequean a cada golpe de tacón. Las de pera de agua, que empitonan el vestido y lo alzan por la parte delantera. Las mansas de corazón y a la buena de Dios, que se dejan caer sin perder su fortaleza y comen en la mano. Las satisfechas de la vida, que de puro hinchadas no dejan ver a la propietaria la parte baja de su propio cuerpo. Las lloronas, en forma de llamador, aunque tengan su miaja de vuelta hacia arriba para aspirar el aire del escote. Las de una paacá y otra paallá, como si estuvieran disgustadas o buscaran la salida por cada manga del vestido. Las arrejuntadas, que se buscan el pico. Las de alforja vacía, y casi, casi líquidas, que hay que enfrascarlas en calcetines especiales. Las de calabacín sin gracia y con el pezón entornado de pura vergüenza. Las de vieja decrépita, que se las sujetan a la cintura con el mandil para no volar. Las que fueron y sólo dejaron el lunar. Y por último, muy raras: Las desparejadas: una con pezón y la otra esfera lisa. O una gallete y la otra aburrida… Éstas suele decirse que las tienen las que fueron engendradas a pie derecho y en cuesta, sin el reposo y nivel de la cama. A cada una de estas figuras pecheras que decía Antonio el Faraón, las cuatro ye-yés del ramo de la ingle soltaban carcajadas, que enrabietaban a las visitantes y mironas. —Se habrá visto a las hijas de su madre juergueándose a la par del camposanto. —¿Y qué me dices de él? Menudo bribonazo, que toda su vida ha sido igual. —Para abuelo que va y siempre con pelanduscas. —Y sabes que se recata el africano este. —El tío tan campante. ¿Que le han metío un muerto en su nicho? Como si le hubieran dado el aguilando, que él no se apena por nadie en el mundo. —¿Y a ti cuáles tetas te gustan, Faraón? —le preguntó la Salesa. —¿A mí…? Las de pelota, que caben justico en la mano, con poco pezón y buen valle. Maleza, en ausencia del Jefe y de don Lotario, «que era como de la casa», dándose pisto, rastreaba las caras y dichos de los visitantes. Así estuvo el hombre hasta eso de la una, cuando llegó un coche que no se le despintó: —¡Atiza, «los secretas»! Se apeó un joven con gafas negras, muy bajito él y con cara de pocos amigos. Era de esos que siempre están aspirando por la nariz como si todo les oliera mal.

—Lo que faltaba —dijo para sí Maleza—; han mandado al único jilipollas del cuerpo, al agente Rovira. Se aproximó al guardia con un ABC bajo el brazo. —Buenos días —dijo seco—, soy el agente Rovira, de la Comisaría de Alcázar. —Ya, ya le conozco. A Rovira le cayó muy bien aquel asomo de popularidad. —¿Dónde está su Jefe? —Haciendo investigaciones. —Desde luego tienen ustedes unas costumbres que ya, ya. Nos ha llegado el aviso casi cuando la noticia en el ABC. —Eso dígaselo usted al señor Juez… Además, ayer vino en el «Lanza». —Encima eso. —Hombre, quiero decir que cuando se envió a «Lanza», seguro que avisaron el caso a la Comisaría… A ver si es que no han podido darle a usted el encargo hasta hoy o que usted ha tenido mucho quehacer. Rovira encogió la nariz con más aceleración que nunca, se estosió un poco y desvió el tema abriendo el diario por la hoja donde venía la crónica. Hizo como que releía el texto, que lo traía recuadrado con trazos de lápiz rojo. —¿Y qué? ¿Siguen ustedes sin saber quién es? —dijo sin dejar de leer o haciendo como que leía. —Nosotros nos limitamos a enseñárselo al pueblo por si es cara conocida. Y hasta ahora, que yo sepa, no han dado pista… Me parece que van a tener ustedes un trabajo fino. —Vamos a echarle una ojeada. —Aquí llega el Jefe —dijo Maleza jubiloso, al columbrar un coche por la carretera de Argamasilla. Rovira se volvió a estoser y perdió un poco el empaque supremo que tenía. Casi al pie de las cuatro bernardas y del Faraón, que seguían en su verde cháchara, aparcó don Lotario su «seiscientos». Nada más echar pie a tierra los viajeros, notó Maleza que Plinio había guipao a Rovira. Manuel, con su reposo de siempre, seguido del veterinario, y haciendo como que no reparaba en el «secreta», se detuvo con el Faraón y sus discípulas. Y después de echar una buena parrafada con mucha puntuación de risas y sonrisas, sin duda porque seguía la recitación del catálogo tedero, se enderezó hacia la «Sala Depósito», e hizo, de pronto, como que reconocía al de Alcázar. —¿Qué hay, muchacho? —le dijo afablemente. Don Lotario quedó a distancia reglamentaria y el agente Rovira, ahora muy fino y suavizado, extendió la mano a Plinio. —Enhorabuena, González —dijo—. Ya es usted famoso otra vez. —¿Yo? ¿Por qué? ¡Qué lástima! —Porque viene en el ABC. —No me diga. —Sí; usted y el señor Lotario —y señaló al veterinario, que al oír su nombre se le alumbraron los ojillos—. Mire —continuó desplegando el diario —, una crónica del corresponsal de Ciudad Real, que dice —y se puso a leer con gran énfasis—: «Manuel González —para los amigos Plinio—, ya famoso Jefe de la Guardia Municipal de Tomelloso, y conocido en todos los medios policiales de España por su raro talento para descubrir casos difíciles, ayudado por su inseparable amigo, el veterinario Municipal, don Lotario, ha comenzado a colaborar con las autoridades competentes para ver de resolver este enigma que tiene perpleja a la población de Tomelloso y a toda la provincia…». Don Lotario notó que la cara se le hinchaba con aquella sangre cálida y dulzona que solía ruborizarle en su lejana juventud. —Eso de que este enigma tiene perpleja a toda la provincia no deja de ser un poquito exagerao. ¿No le parece, don Lotario? —dijo Plinio. Y don Lotario, papando miel, coreó: —Tú lo dices, Manuel, un poquito, bastante, exagerao. —Ni que decir, González, que vengo sólo a «estar oficialmente en el caso» — dijo Rovira—, pues el señor Comisario, como siempre, tiene la más absoluta confianza en usted… Ya sabe usted que para todos los efectos es uno de nosotros… Mejor dicho, el maestro de todos. Plinio le esbozó una sonrisa cortés y, en pocas palabras y a su manera, puso a Rovira al corriente de cómo venían desarrollándose los acontecimientos. Pasaron luego al Depósito y vieron cómo seguía la ronda de vecinos, que giraba en torno a la piedra sin dejar de mirar al muerto por todos lados. Rovira, después de echar un vistazo al cuerpo, dijo al Jefe: —Aquí lo más escamante es que esté embalsamado tan a conciencia. —Ahí está el quid de la cuestión — replicó el guardia completamente en serio. —No creo que sea cosa local. —Ya veremos. Volvieron al porche y se encontraron con don Saturnino y Enriquito el de la fonda. Plinio les presentó al detective y preguntó al fondista si había averiguado el nombre del huésped. Enriquito, sin responder, con mucha pausa, se sacó un papel del bolsillo y se lo mostró a Manuel. Éste se caló las gafas y leyó en voz alta: «Fernando López de la Huerta. Nacido en Tomelloso en 1896. Procedente de Valladolid». Plinio quedó pensativo. —Según le dijo a Andújar el de las maletas, su padre había estado aquí muchos años de maestro de escuela. Y el hombre éste pasó aquí su niñez, y aquí enterraron a su madre. Él también era maestro en Valladolid. —¿Y cómo no viene Andújar a reconocer el cadáver? —Ya ha venido esta mañana y dice que puede ser, pero que no está seguro… Ya sabe usted que es un poco cegato… Y luego lo que pasa, que la muerte come mucho el físico de las personas. Plinio ofreció el papel al detective. —¿Podrían averiguar ustedes si este hombre está vivo? —Naturalmente. —¿Y usted, doctor, recuerda algo más de la enfermedad de este hombre? —No. No recuerdo más de lo que le dije. El agente miró al reloj y añadió que se volvía a Alcázar; que procuraría volver al día siguiente con la diligencia hecha. Enriquito añadió que también se volvía, si no lo necesitaban, porque ya iba siendo hora de servir la comida en la fonda. Cuando quedaron solos, Plinio sacó la fotografía de don Ignacio en traje de baño y se la mostró al forense. Don Saturnino miró la fotografía con ojos escépticos. —¿Quién es? —preguntó al fin. Don Ignacio de la Cámara Martínez, a los veinticinco años. —Bueno… cuando se quede el Depósito vacío destapamos el cuerpo y comparamos. ¿A usted le dice algo? Plinio se encogió de hombros. Se oyeron unas carcajadas. Eran de unos jóvenes que rodeaban al Faraón. Uno de ellos no podía contenerse y se doblaba con las manos sobre el estómago. —¡Que te va a dar algo, muchacho! —le gritó Plinio. El aludido se acercó al guardia sin dejar de reír. —¡Ay, Dios mío, y qué salvajes!… Nada, que el Faraón nos está contando las bromas que suelen gastarse él y sus amigos el Pianolo y Rufilanchas. —Son muy animales. Pero de toda la vida. —Ahora nos refería la de la Feria de Sevilla, que ha debido ser una de las últimas. ¿No la saben ustedes? Todos negaron con la cabeza. —Sí, hombre; parece que el año pasado fueron los tres a la Feria de Sevilla. Y una madrugada el Pianolo y él llegaron al hotel bastantico cargados, con idea de recoger unas cosillas y marcharse a Córdoba a pasar el resto de la noche con dos tremendonas que se dejaron abajo, porque el hotel era muy moral. Como al entrar en la habitación vieron al Rufilanchas que dormía a pierna suelta, se les ocurrió la idea de embarcarlo a base de bien. Le quitaron toda la ropa, las maletas y el dinero. Bajaron con todo su equipaje, pidieron la cuenta y se largaron con las «furcias» para no volver… El pobre Rufilanchas amaneció en cueros vivos a eso de mediodía, con una resaca magistral… Y venga buscar y buscar; y que no encontraba nada, contó luego. Él creía que la chispa todavía le duraba. Y miraba y remiraba el armario, se asomaba debajo de la cama. Llegó a pensar que se había equivocado de cuarto. Abrió la puerta con cuidado para que no lo vieran en pelota, y vio que no había error, que aquella habitación era la que habían alquilado. Allí estaba el número. Poco a poco, Rufilanchas se fue encalmando, empezó a revinar y cayó en la cuenta de lo que había pasado. Preguntó por teléfono a la Dirección, y efectivamente, le dijeron que el Faraón y Pianolo habían pagado la cuenta y marchado la noche anterior… A todo esto el hombre liado en una sábana porque ni calzoncillos le habían dejado… El Faraón, al ver que aquél repetía su broma ante los guardias, don Lotario y el médico, pausadamente y seguido de los que con él estaban, se vino riéndose y empalmó con la relación del otro: —Ni peine le dejamos al pobrecico… Como no podía moverse, ¿qué iba a hacer? Llamó otra vez a la Dirección y dijo lo que le pasaba. Subió el director y le preguntó: —¿Y qué va usted a hacer? —Pues lo que es hacer… Como no me tire por el balcón… En fin, el del hotel le aconsejó que pusiera una conferencia a su casa pidiendo dinero por giro telegráfico para poder comprar ropa y eso. Y así lo hizo mi bueno de Rufilanchas. Pero lo que pasa: el dinero, que no llegó hasta la noche, la ropa hecha que no le venía, como es tan raro… Total, que tuvo que estar cuatro días en cueros en la habitación hasta que un sastre le hizo el traje… que tuvo que tomarle medidas allí mismo; el camisero unas camisas, ropa interior y qué sé yo cuántas cosas. Y a todo esto, venga de divertirse la gente en la Feria… El pobre, más cabreao que un enano, le decía al director: «Si al menos tuviera usted por ahí una chilaba». Con este dicho se hizo famoso en el hotel y todos le decían «el de la chilaba». Al volver a oír lo de la chilaba, el mozo reanudó la risa. —Cuatro días con sus noches… ¿qué hacías?, le preguntamos luego. «Jurar venganza contra vosotros, venganza a muerte…». Claro, al hombre le subían el «Marca» todos los días. Pero como se lo leía al contao, pues otra vez a aburrirse. Menos mal que una de las criadas que era muy futbolista, compadecida de él, al segundo día le subió un montón de «Marcas» viejos. Y con ellos se entretuvo hasta que le acabaron el ajuar… Yo ya no me acuerdo de muchas menudencias. Pero cuando nos encontramos por primera vez en el Bar Alhambra y nos contó toda su odisea, es que nos meábamos… ¡Ay, Dios mío! Nos tenemos hechas muchas de ésas. Luego, el hombre se marchó a vivir a Barcelona y se acabaron aquellas juergas tan ricas. —Hombre, todavía le queda a usted el Pianolo para hacer salvajadas de ésas —dijo el médico. El Faraón titubeó un poco al oír lo de «salvajadas», que estaba dicho con toda intención… pero en seguida remontó el efecto: —Sí, pero con dos cunde menos. Las bromas requieren más acuerdos. —Bueno, a todo esto son las dos de la tarde —dijo Plinio consultando su reloj de bolsillo—. Habrá que irnos a comer, don Lotario, porque aquí no se vende una escoba… —Cuando tú quieras. —Maleza, ¿no hubo nada de particular por aquí esta mañana? —No, Jefe; alguna chuscada que otra. Poca cosa. —Hombre —saltó el Faraón—, hubo una muy buena. —¿Lo del carnicero? —preguntó Maleza. —No, lo de Pepe Lamuerte. —¡Ah, sí! —Pepe Lamuerte que llegó, como siempre, con una trompa como una cisterna, se plantó a los pies del pobre Witiza —que verá usted, don Lotario, que ya lo digo bien— y empezó a llorar como una magdalena llamándole Pedro Eugenio. «¡Ay, Pedro Eugenio mío, con lo que tú y yo hemos bebido juntos y que ahora te vea así! Anda, Pedro Eugenio, amigo, levántate y vamos a tomar una copa a casa de Felipe, aquí con el amigo Antonio, ya verás cómo se te arregla el cuerpo… Pedro Eugenio querido, ¿te acuerdas de aquel perro mieleño que tenías y que jugaba tanto conmigo…? Pues por la calle anda solico buscando tu huella…». —Y cuando le dije que no interrumpiera la cola —cortó Maleza— y que circulase, dejó de llorar, me miró muy serio, me hizo el saludo militar y marchó dando bandazos y discurseando solo.

—Bueno, entonces, oído lo del Pepe Lamuerte —repitió Plinio— nos vamos a comer. —Yo no puedo venir esta tarde, Manuel —dijo el médico. —¿No? —Se lo digo por si quiere, ahora que no hay gente, que hagamos esa diligencia. —De acuerdo —respondió Plinio cayendo en la cuenta—. Vamos un momento. Ambos, sin añadir palabra, se entraron en la «Sala Depósito», cerraron con llave y quitaron el sudario al cuerpo. En la gran habitación destinada para Sala resultaba muy canija la mesa de mármol donde estaba el cuerpo. Junto a las paredes se veían imágenes y cruces que allí depositaba el camposantero. Entraba una luz restallante por la ventana que hacía al muerto menos misterioso. Don Saturnino sacó la fotografía de don Ignacio en traje de baño y empezó a comparar. Plinio, con gafas puestas cuando miraba la foto por encima del hombro del médico y alzadas hasta la frente si miraba el cuerpo muerto, inspeccionaba también por su cuenta. —La anatomía en general, dentro de las diferencias de edad, podría ser — aventuró el médico—. También la forma de la cabeza. Pero las manos no parecen. —No; las del muerto son más grandes, de más esqueleto. Claro que los años deforman mucho… Las orejas tampoco se parecen. —Yo me fijo siempre en el esqueleto, que es lo que dura. Las partes blandas, Manuel, se deforman totalmente. De todas formas no me fío… Es un testimonio tan distante e imperfecto… ¿Por qué no manda usted que hagan una ampliación bien grande de las manos de esta foto? Cuando llegaron a la Plaza, bajo los soportales de la posada vieron un gran corro de gente. —¿Qué pasa ahí? —preguntó don Lotario. —El pueblo está alborotado con el dichoso muerto. —Alborotado y cachondo —afinó Maleza. —Anda tú, el de cachondo, acércate a ver qué ocurre. El cabo salió del «seiscientos» y fue hacia el grupo. Se abrió paso entre la gente hasta desaparecer. No tardó en emerger e hizo señas a los del coche para que se acercaran. Aproximaron el auto a los soportales y se apearon los tres. —Es Triguero el cantor, que le ha sacado unas coplas muy buenas al muerto. —¿No te digo? —comentó Plinio haciéndose sitio. Triguero, el cantor popular, gordo, con chaqueta azul de cuello cerrado y boina pequeñísima, junto a la carretilla que le servía para su trabajo, improvisaba con su buena voz: «Tomelloso, Tomelloso, qué suerte que te dio Dios con tener al Jefe Plinio como justicia mayor. Juntos, él y don Lotario Maleza y don Saturnino harán al muerto que hable y cuente su desatino. … El Faraón que esperaba pa siempre un nietecico, le echaron un muerto anónimo metido en un cajoncico». La gente aplaudía y le pedía más: —¡Echa otra, Triguero, que está aquí la justicia! El cantor, sin inmutarse, carraspeó, puso cara de pensar un poco, consciente de quienes ahora le escuchaban, y en seguida rompió con su voz de tenor y musiquilla caprichosa: «De los mil muertos que hay, mama, en nuestro Cementerio, ninguno ha armao tanto ruido desde tiempos de mi abuelo. Aunque te calles, difunto, y no traigas dirección, el gran Plinio, de seguro, te sabrá hacer el padrón». Plinio se despidió de Triguero alzándole la mano, cuando el cantor dijo: —¡Viva Plinio, el Jefe de la Guardia Municipal de Tomelloso! —y empezó a dar palmas. Todos le secundaron. El Jefe marchó rodeado de los suyos un poco confuso por tanta celebración. —¡Venga, muchachos, todos a una! —pidió Triguero jubiloso: «Aunque te calles, difunto, y no traigas dirección, el gran Plinio, de seguro, te sabrá hacer el padrón». Y todos coreaban verso a verso. —¡Coño, qué tío! ¿Y cómo se habrá enterado que mi hija pare en septiembre? —exclamó el Faraón—. Aquí le llevan a uno la cuenta de todo. Cuando Plinio y don Lotario tomaban café en el San Fernando aquella siesta, apareció Calixto, el escultor, con un bulto bajo el brazo. Venía eufórico, sonriéndole su cara de infeliz. El pelo abundante de su cabeza gordísima le onduleaba sobre la frente. Como siempre, iba en mangas de camisa y con la corbata de cinta. Sin decir palabra, puso el bulto sobre la mesa y quitó con mucho mimo el paño que lo cubría. Era, claro, la mascarilla del difunto. Calixto miraba su obra con ojos y sonrisa tierna, sin decir palabra. —Muy bien, Calixto, está muy bien —le alabó Plinio. Se acercaron algunos curiosos, entre ellos el Faraón. —Sí, señor, muy propio. —¿Verdad que sí? Esto parece muy fácil, pero tiene su técnica y si me apuran su arte, sí, señor, su arte. El Faraón la tomó y se la puso ante la cara, como careta: —Hu… Hu… Hu… —Oye, Calixto, ahora que veo a éste hacer esa gansada me acuerdo. ¿Te vio Cañizares? Me dijo que iba a hacer caretas. —Sí, me vio y ya tiene muchas hechas… Las está pintando. Pero está chalao… Si fuera carnaval. —Hu, hu, hu —seguía el Faraón—. ¡Que no me conoces, Moraleda! Manolo Perona, el otro camarero, se acercó con dos jóvenes. Uno con aparatos fotográficos en bandolera y otro con aire muy desenvuelto. —Manuel, estos dos señores periodistas que le buscan. Plinio se levantó a saludarles. El de la cámara hacía ya una fotografía al Faraón con la mascarilla del muerto puesta. Al lucir el flash, muchos socios se volvieron a ver qué pasaba. Se presentaron los recién llegados como redactores de «El Caso». —Venimos a hacer una información muy amplia —decía el desenvuelto—. Estaremos aquí el tiempo que haga falta. El señor Juez nos ha dicho que usted no tendrá inconveniente en ayudarnos. —No faltaba más —dijo Plinio a la vez que los presentaba a don Lotario, a Calixto y al Faraón. —Manolo, hijo, trae cafés y copas para todos —dijo don Lotario gozoso. Los periodistas lo enloquecían, pensando en su admirado Manuel, naturalmente. —Este muerto le va a costar a usted por lo menos mil duros —le dijo el Faraón por lo bajo. —Es igual, aunque me costara diez mil. Esto es vida. El «gráfico» hacía fotos a todos. Don Lotario se arrimaba a Plinio cuanto podía. A Calixto le hizo una contemplando su mascarilla con cara de muy artista. —¿Tiene usted alguna pista segura, Jefe? —Segura, ninguna. —¿No cree usted que puede tratarse de un caso de más importancia de lo que parece? —No tengo idea. Estamos, justamente, en los primeros pasos. El periodista utilizaba un magnetófono. Con una mano le aproximaba a Plinio el micro a la boca, mientras con la otra se tomaba el café. —¿Qué impresión le hizo, don Antonio, el saber que tenía un muerto en su nicho? —dijo el dinámico muchacho colocándole al Faraón el micrófono en la sotabarba. —… Pues… como yo estaba vivo y los de mi familia también, no me acongojé mucho, ésa es la verdad — respondió, mirando al chisme, casi bizco. —¿Y usted, don Lotario, qué opina del caso? —Yo soy amigo y colaborador oficioso del Jefe y no tengo opinión. —¿Pero como ciudadano particular de Tomelloso…? —Hombre, que es un caso muy complicado y excepcional. Los de «El Caso» siguieron preguntando a otros que había por allí. Cuando se disponían a irse llegó don José, el alcalde. Plinio le presentó a los periodistas. Naturalmente, le preguntaron lo que a todos. —¿Qué quiere que le diga? Éste es un pueblo muy tranquilo y no hay precedentes de este tipo. Luego, el alcalde llamó aparte a Plinio. —Oiga usted, han estado en mi casa una señora mayor, con dos hermanas, que vienen de Madrid. Parecen gente muy elegante, con un «Jaguar», chófer uniformado y qué sé yo. Dice la señora que el muerto es su esposo. —¡No me diga! —Y está muy cargada de razón. Y que viene a recogerlo. Que lo han reconocido por algunas fotos que aparecieron anoche en la prensa de Madrid. Plinio se rascó la patilla. —¡Atiza! —dijo—, hasta ahora sólo nos salieron locos del pueblo, pero con estas exhibiciones nos van a llegar de toda España. —No. Ésta no parece loca ni mucho menos. Habla con mucha seguridad y me ha enseñado fotos de su marido que se parecen bastante a las del muerto… Y digo a las fotos porque yo no lo he visto. Con el Juez hablé por teléfono y me ha dicho que desbroce usted el terreno. Así es que las he mandado para el Cementerio. —Le digo a usted, don José, que esto se está poniendo «tierno». —¿Ve usted alguna luz sobre el caso? —Hasta ahora no me fío de nada — dijo Plinio con cierta consternación—. A ver si se posa todo un poco. Y es que, como usted ha dicho muy bien a los periodiqueros de «El Caso», en principio, este asunto no parece propio del pueblo. Tiene otro estilo… Claro, ¡que vaya usted a saber! —Pues como no lo aclare usted pronto, Manuel, se lo advierto, van a empezar a meterse aquí gentes muy gordas. Esta mañana me llamó el gobernador. Y me ha hecho muchas preguntas cuya intención no veo clara. Tengo la impresión de que piensan algo que no quieren decir. Hay muchos follones por el mundo y por España pasan ahora muchos extranjeros. El alcalde quitó de pronto gravedad a sus palabras, puso cara de guasa, le dio una palmada en el hombro a manera de saludo y añadió: —Lo veo colaborando con la «Interpol». Va a tener usted ocasión de lucirse. —Yo no calzo tantos puntos… Y lo del señor gobernador, con todos los respetos, a lo mejor son «bacinerías». —A lo mejor. —¿De modo que esas señoras se fueron al Cementerio? —Allí las mandé. —Pues a ver si de verdad es su muerto y nos dan el trabajo hecho… A la «Interpol» y a mí. El alcalde se apartó riendo y añadió: —Que haya suerte. Ya me contará. A ver si esta tarde tengo tiempo y voy por allí. Cuando llegaron al Cementerio, Maleza, Anacleto el guardia y Matías que aguardaban vigilantes, se adelantaron hacia ellos. Los periodistas venían en otro coche. Un poco apartado estaba el «Jaguar» con chófer que dijo el alcalde. Plinio les chafó la noticia a los que llegaban corriendo. —¿Dónde están esas señoras? Maleza quedó con la boca abierta. Desmayó el ademán decidido que traía y contestó lánguido: —Ahí dentro, de rodillas rezando como fieras… Han preguntado qué sé yo las veces por usted. Llegó el coche de los periodistas. Se bajaron de él dejando las puertas abiertas y vinieron corriendo donde Plinio estaba con los demás. —¿Podemos entrar, Jefe? —Por favor, tengan la bondad de aguardar aquí hasta que yo les avise. El del magnetófono quedó un poco corrido. —¿Es que pasa algo? —Aguarden, por favor —añadió Plinio con severidad. Manuel, seguido de don Lotario, entró en el Depósito con cierto respeto. Como le había dicho Maleza, allí estaban las tres señoras, totalmente de luto, de rodillas ante la mesa de mármol para las autopsias. Rezaban un Rosario a tres voces bien altas y claras. Estaban solas. Plinio carraspeó por si no los habían oído entrar, ya que ellas estaban de espaldas a la puerta. La mayor de las señoras orantes, que estaba en el centro, volvió la cabeza sin dejar el recitado, miró de pies a cabeza a los intrusos con aire severísimo, y reviró hacia su muerto sin mostrar la menor prisa. Plinio y don Lotario se miraron entre sí con resignación y asombro, y en posición de «en su lugar descansen», decidieron tener paciencia hasta que acabasen la interminable oración, tan llena de estaciones, calderones, suspiros, réplicas y contrarréplicas latinadas. Plinio, mientras aguardaba, repasaba con los ojos una vez más los detalles de aquella enorme habitación destinada a Depósito. El tosco armario para el instrumental y la obsesionante mesa de mármol, estrechísima, con el collarín. Unas moscas tercas se paraban sobre la cara del pobre Witiza. Junto a ellos, al lado de la puerta, un angelote de marmolina con una cruz entre sus manos gordetas. Varias lápidas rotas. Unos bastidores de latón, cruces de piedra, un cristo metálico con orín, sin duda procedente de un ataúd podrido; y el cajón donde vino el cuerpo muerto. Más allá del bisbiseo cortante de las tres postradas llegaba el rumor de las conversaciones de los que aguardaban fuera. Y como contraste con aquel aparato fúnebre, entre la yedra que medio acortinaba de verde la ventana del Depósito que daba al patio del cementerio, dos pájaros se arrullaban con tierna alegría. Las tres señoras, después de largos minutos, concluyeron el Rosario con no sé cuántos postres y recomendaciones; se persignaron de manera enfática, y apoyándose un poco bastante la del centro, que era la mayor, en las que le hacían escolta, todas tres se pusieron en pie, con chusca unanimidad. Todavía, antes de dignarse mirar a los que esperaban, se sacudieron cumplidamente con la palma de la mano el polvo del suelo que quedó en sus negrísimos vestidos. La del centro guardó el Rosario en una bolsita pequeña que sacó de un bolso grande. La tornó a meter y a cerrar el bolso con seco chasquido metálico. En el momento que ya pareció que no les quedaba nada por hacer, la del centro, siempre la del centro, mujer de unos sesenta y cinco años, pelo gris, traje hechura sastre, ojos negros, nariz recta, boca fresca todavía y gesto mandón, preguntó con voz enérgica y sin más preámbulo: —¿Es usted el Jefe Manuel González? —Para servirla. —Yo soy Ángela Martínez Montorio y Rivas del Cid. —Mucho gusto. Aquí don Lotario Navarro, mi amigo y colaborador. Doña Ángela respondió a esta presentación con un leve movimiento de cabeza y añadió: —Mi hermana Paloma. La aludida, que tenía los mismos rasgos que la presentadora, pero como abocetados, sin fibra, también cabeceó. —Y mi hermana María Teresa. Era gordita, muy peluda, más que cuarentona. Y sonrió, alzando una gruesa verruga que le manchaba la mejilla. —Este cuerpo —continuó doña Ángela cuando concluyó las presentaciones, con voz solemne y grave como si estuviera haciendo la ofrenda a Santiago Apóstol— es del que fue mi esposo, el doctor Carlos Espinosa. Y quedó mirando fijamente al guardia para ver el efecto de su decreto. —Ya me ha dicho algo el señor alcalde… —Bien. Entonces sobran palabras. Deseo que me autoricen legalmente el traslado del cadáver. Pediré a Madrid un coche celular y lo enterraremos definitivamente en nuestro panteón familiar.

Plinio compuso el gesto como para responderle con mucho comedimiento, pero no le fue posible, porque antes que despegara los labios, doña Ángela Martínez, sacando de su gran bolso de mano varias fotografías, se las ofreció al Jefe estirando mucho el brazo donante. —Aquí tiene usted las pruebas irrecusables. Plinio, ya en el juego, la dejó así, con la mano extendida, mientras, con gran parsimonia, sacó las gafas de su estuche, reembolsó éste, destumbó las patillas y se las colgó en la nariz. Sólo entonces tomó las cartulinas. Y poniéndoselas de modo que pudiera verlas don Lotario, empezó a mirarlas y pasarlas con gran cuidado. En ellas aparecía, con distintas edades, pero no más de cincuenta años, un caballero alto, bien formado, de nariz algo aguilandera y boca grande. En la última de las fotos, sacada de una revista, el doctor Carlos Espinosa, como de unos sesenta años, tenía el pelo blanco. —Creo que no hay ninguna duda — dijo doña Ángela expeditiva. Iba Plinio a replicar cuando se abrió la puerta del Depósito y apareció don Saturnino con la cartera bajo el brazo, la frente perlada de sudor y el gesto desmayado. —Ya me ha explicado el alcalde en el casino y luego me llamó el Juez… Esta tarde que me pensaba ir al monte —dijo a manera de saludo. Plinio, sin más ceremonias, le largó las fotografías de doña Ángela. —¿Se puede saber quién es este señor? —preguntó la viuda a Plinio con aire de reproche. El médico levantó los ojos de las cartulinas con poca simpatía. —Don Saturnino Oropesa, el médico forense. —Ya. El aludido continuó su cotejo sin decir palabra y mal sosteniendo la carterilla bajo el brazo. —Algo se parece —musitó el forense. —¡Es! —Mire, señora —dijo el médico devolviéndole las fotografías y con muy mal café—; el identificar el cadáver de un señor que pudo haber muerto hace quince días, sin más testimonio que esas fotografías es muy difícil. —Entonces, dígame usted un medio más eficaz de identificación. —Que usted me mostrase fotografías de este señor a la edad que ha muerto. Su marido, según estas fotos que acabo de ver, representa muchísima menos edad que ese cuerpo. Yo no le niego que sea, pero no tengo base suficiente para certificar la verdad. —No lo comprendo. —Es muy fácil. Como su esposo que era, ¿puede usted indicarme alguna señal, cicatriz o deformación de su cuerpo que podamos verificar ahora mismo? Dígame. Doña Ángela quedó pensativa, mirando al suelo. —Otra manera, la verdaderamente legal de comprobar las cosas, es que usted nos demuestre con pruebas irrefutables que ese cuerpo es del doctor Carlos Espinosa —dijo Plinio. —¿Le parece prueba más irrefutable que lo diga yo, su esposa, y estas señoritas, sus cuñadas? —No basta… Vamos a ver. Admitamos que es su marido sin mayor examen. Primer punto a aclarar: ¿Cómo llegó aquí su cuerpo? —siguió Plinio. —No tengo la menor idea. —Pero… ¿Sí sabrá cuándo y dónde murió? —No. —¿No vivía con usted? —No. —¿Dónde vivía? —Es una historia muy larga. —Pero habrá que saberla. La señora respiró con profundidad y, como tomando una grave decisión, dijo: —Si no hay más remedio se la contaré a ustedes… Pero en otro lugar un poco más confortable. ¿No les parece? —Muy bien —dijo Plinio, animado al ver que doña Ángela se humanizaba —. ¿Dónde? —Supongo que habrá por aquí cerca algún sitio donde podamos estar tranquilos y libres de curiosos. María Teresa, la gordita, dijo algo casi al oído de su hermana. —María Teresa lleva razón. Podemos ir al Parador de Don Quijote, donde nos hemos hospedado, ahí en Argamasilla, si a ustedes no les importa salir de su pueblo. —De acuerdo. Pues vamos. Allí nos encontraremos —animó Plinio. Y sin más dilación salieron del Depósito. Ya había bastante gente aguardando para la visita. Los periodistas se acercaron al Jefe. —Ya pueden ustedes entrar —les dijo sin más explicaciones. Maleza y el Faraón estaban a la espera. Hicieron ademán de acercarse a Plinio, pero éste les contuvo. —Estamos en el Hostal de Argamasilla. Volveremos pronto. —Está buena la gordeta —dijo Anacleto al Faraón al ver salir a las tres señoras. —Hombre, ¡tanto como buena!, no sé qué te diga. Arrancó el «seiscientos» del veterinario con Plinio y el médico, que no quería perderse la historia. El «Jaguar», conducido por el chófer de uniforme, salió inmediatamente. —Sí, señor, está buena, y además se tima la jodía —insistió Maleza. —Tú sueñas, muchacho. Llegaron en cinco minutos a Argamasilla de Alba. Aparcaron los coches frente al Hostal. Y ocuparon sillas metálicas junto a una amplia mesa que había en la fresquísima glorieta pública que servía de terraza. Apenas había gente y la proximidad del Guadiana que cruza el pueblo, aunque con poquísimos ánimos, oreaba el ambiente. Las tres hermanas Martínez Montorio y Rivas del Cid se sentaron juntas, como en tribunal, presidido, naturalmente, por doña Ángela. El médico sin dejar la cartera, el veterinario sentado en el borde de la silla como siempre y Plinio sin atreverse a desabrocharse el cuello de la guerrera por aquello del respeto, aguardaban el importante y a buen seguro revelador discurso de la señora. María Teresa, la gordita, siempre parecía sonreír y una leve gota de sudor alumbraba sobre el lobanillo de la mejilla. Paloma, como un boceto sin nervio de su hermana Ángela, miraba inexpresiva. Acudió un camarero. Ellas pidieron cubalibres y ellos masagranes. Nombre éste que les hizo mirarse entre ellas como gente superdesarrollada ante congoleños. Se habló levemente del pueblo en que estaban y de su posible linaje quijotil y, por fin, doña Ángela, después de mirar con mucha curiosidad los masagranes, de encender un cigarrillo rubio con gran resolución, darle una chupada y expeler el humo por ambas narices con absoluta simetría, comenzó de esta manera: —Señores, van ustedes a escuchar una historia de familia, que me importaría mucho no trascendiera más allá de los puntos que resulten esenciales para la aclaración de este hecho tan insólito… Este favor espero de la cortesía y caballerosidad de todos ustedes. Acabado este solemne introito, miró a los ojos de todos y cada uno de sus oyentes masculinos buscando la aceptación de su ruego, y empezó su historia con este énfasis galdosiano: —El doctor Carlos Espinosa, aunque nació en Madrid, pertenecía a una ilustre familia valenciana. Le conocí hace… mucho tiempo en casa de unos amigos comunes. Ya en Madrid descollaba en su especialidad de enfermedades mentales. Había estado varios años por el extranjero y fue uno de los primeros médicos españoles que empezó a ocuparse seriamente del psicoanalismo. No duró un año nuestro noviazgo. Él era hijo único, tan apuesto, inteligente y educado, que a pesar de no pertenecer a nuestra clase me enamoré de él. Papá fue senador vitalicio, académico de la Real de Ciencias Morales y Políticas y barón consorte. Mamá fue la cuarta baronesa del Egido, título que hoy ostenta nuestro hermano. Durante unos años nuestro matrimonio fue una verdadera maravilla. Él trabajaba mucho, pero nos quedaba tiempo para viajar, asistir a fiestas, reuniones y espectáculos. Nuestra situación económica era más que holgada gracias a su capital, ganancias profesionales y las muchas atenciones que mis padres tenían con nosotros… A Plinio, aquella historia contada con tanto reposo le fatigaba bastante. Mejor dicho, le parecía impropia para ser escuchada por un policía en plena actividad. Ganas le daban de interrumpir a la antiquísima señora, acosarla con las preguntas escuetas que él creía eficaces, y a otra cosa mariposa. Sin embargo, la verdad sea dicha, no se atrevió. —Pero pronto empezaron las cosas a torcerse —continuó la casi baronesa —. El doctor, que me pareció siempre hombre muy indiferente para la política, al final de la Dictadura del general Primo de Rivera, de feliz memoria, comenzó a mostrarse peligrosamente inquieto. Devoraba los periódicos, cambió de amigos y tertulias, y surgieron las primeras divergencias conmigo y con los míos, que, como es natural, éramos… somos y seremos borbónicos, católicos, apostólicos y romanos hasta la hora de la muerte… Llegaba a casa a las tantas de la madrugada, recibía visitas de gente nada importante y viajaba con frecuencia. ¿A qué seguir? Culminó el proceso con una verdadera vergüenza para nuestra familia. Fue detenido y luego internado en la cárcel Modelo con otros personajillos que mejor es no recordar. María Teresa, la gorda, de cuando en cuando, bebía un traguito de cubalibre, se pasaba la lengua por los labios y quedaba apoyada en la silla con una plácida sonrisa. —Pocos días antes de la malhadada República —seguía impertérrita la dama — salió de la cárcel. Y a partir de aquel momento comenzó nuestra guerra a muerte. Dejamos de hablarnos. Convivíamos por guardar las apariencias, pero un muro nos separaba para siempre… Tal vez si hubiéramos tenido hijos se podría haber salvado algo. Pero Dios no lo quiso. Y, claro, inmediatamente de proclamarse la República comenzó su carrera… bueno, su carrerita política. Lo hicieron gobernador civil. ¡Fíjense ustedes! Él, un doctor famoso, de gobernador en no quiero recordar qué provincia subdesarrollada, como ahora se dice. Papá y yo le dimos el ultimátum. Si llegaba a tomar posesión del cargo, había terminado para nosotros. No hubo solución. Me señaló una renta más que decorosa —siempre fue hombre desprendido, eso sí— y marchó a su provincia a servir a la causa de la canalla… Después fue diputado socialista, ¡fíjense ustedes, socialista!, director general de no sé qué, subsecretario de no sé cuántos y luego de las elecciones de febrero del treinta y seis, lo sé de buena tinta, estuvo a punto de ser ministro… Antes de esto, en 1935, me ofreció el divorcio. Aunque me repugnaba, lo acepté. ¿Qué iba a hacer? Me dijo que no pensaba volver a casarse, que lo hacía por mí… Siempre un caballero, eso sí, para evitarme la humillación de recibir una renta mensual, me cedió una parte de su fortuna, que me ha permitido siempre vivir con gran holgura… Y llegó julio de 1936. Nosotros veraneábamos en San Sebastián y él, naturalmente, quedó en Madrid, con los suyos. Durante toda la guerra ocupó cargos de gran responsabilidad política en el Gobierno. Ni fue militar ni se manchó las manos de sangre, de eso estoy bien segura, pero se mantuvo en su puesto hasta última hora. »En abril de 1939 embarcó para Méjico. Cuando regresamos a Madrid, el notario me entregó un poder suyo por el que me nombraba administradora de todos sus bienes. Y una carta de despedida en la que me rogaba que aceptase esta administración hasta su «pronta vuelta». ¡Pobre iluso!, y le remitiera los fondos que necesitase a la dirección que en el momento oportuno me mandaría. »Y para resumir: en Méjico permaneció hasta hace un par de años. Yo, ni que decir tiene que le enviaba puntualmente las liquidaciones y estado de sus negocios. Él me asesoraba lo que convenía hacer y todo marchó perfectamente… Por cierto, que en Méjico en seguida se abrió camino como médico. Explicaba en la Universidad y publicó varios libros importantes… Como les decía, regresó hacer un par de años y se quedó a vivir en Valencia, la tierra de sus padres. No nos hemos visto. Ni él me lo pidió, ni yo lo consideré necesario. En este tiempo pasé por Valencia un par de veces, pero no lo busqué. Nuestra relación administrativa sobre sus bienes de Madrid (que la mayor parte los tiene en Valencia) continuaba… Pero desde hace algo más de un mes dejé de tener noticias suyas. Un amigo nuestro, valenciano, hizo indagaciones en su casa y no le supieron decir dónde estaba. El portero ignoraba si había salido de viaje. Una buena noche no fue a dormir, y se acabaron las noticias… —¿Qué cree usted que puede haberle pasado? —preguntó Plinio. —No tengo la menor idea —dijo la dama con aire meditativo. —¿De modo que lleva treinta años sin verle? —Treinta y uno, va a hacer. —¿Y cómo puede usted reconocer, señora, en un cadáver amojamado, al que no ve hace tanto tiempo? Doña Ángela no reaccionó. Sorprendida por la pregunta inesperada, se limitó a mirar al guardia con una fijeza zoológica, al tiempo que hinchaba las narices.

—Desde luego ese cadáver no es de Carlos —dijo de pronto María Teresa, la gordita vellosa, con voz lejana, que parecía salirle del subconsciente. Al oír esto, sí que reaccionó doña Ángela sacudiendo dos bofetadas sonorísimas a la pobre gordita, que empezó a llorar como un niño. Todos quedaron confusos. La misma doña Ángela parecía arrepentida de su arrebato. —Si yo no quería decir eso…, si yo no quería…, si yo lo que quería decir era —balbuceaba la Mariatereseta gordeta y peludilla. —¡Tú te callas…! ¡Pobre retrasada! A la otra hermana, boceto de la mayor, empezó a temblequearle el labio superior con tanto vaivén que parecía iba a caérsele. —Si yo no quería decir eso… — repetía la llorona. —¡Calla, aparvada…! Tú no puedes acordarte de cómo era mi marido. Volvió el silencio, aunque una hermana seguía con el labio vibrante y la otra con el sonlloro. Doña Ángela encendió otro cigarrillo y durante unos segundos, mirando al suelo, se dedicó a chupar y a largar humo con una energía desesperada. Por fin volvió a la carga con estas razones: —Señor Jefe de la Guardia Municipal de Tomelloso, yo, como católica, apostólica y romana, he sido mujer de un solo hombre en mi vida. ¿Está claro? Esto quiere decir, señor mío, que conservo en mi memoria… y en el fondo de mi alma, con tal fuerza la imagen de mi marido, que a pesar de los años, de la muerte, y de los mismos tizones del infierno que lo esperan, no puedo equivocarme. No lo dude ni un segundo, señor Jefe de la Guardia Municipal del Toboso. —De Tomelloso, señora —corrigió Plinio. —Es igual… El cadáver que hay en el Depósito Judicial de… Tomelloso, es el suyo. Y estoy dispuesta a recurrir a todas mis influencias, que son muchísimas y muy altas, para que se me haga justicia… Ya que no le basta mi palabra de señora. Plinio se pasó la mano por la boca, se rascó luego la cabeza con la misma mano que se alzaba un poco la gorra y dijo con palabras muy lentas y entonadas: —Comprenderá usted, señora, que los tomelloseros no tenemos el menor interés en quedarnos con ese cadáver. Muertos no nos faltan. Ahora bien, mientras yo corra con la responsabilidad de este caso, y según le dije antes en el Cementerio, hasta que no tenga pruebas definitivas de quién es ese caballero, no se lo entrego a nadie. Doña Ángela, sin contestar palabra, dio unas palmadas enérgicas. El camarero, que estaba sentado como un cliente más junto a una mesa no muy alejada y que había seguido con la mayor atención el episodio de las bofetadas a la gordeta, se acercó con mucha diligencia. —¿Llamaba, señora? —Sí. ¿Pueden pedirse desde aquí conferencias a Madrid? —Claro. —Pues haga el favor de pedirme este número. —Y sacando un carnet de direcciones buscó un número que apuntó en una servilleta de papel—. Tome, por favor. Pídala en seguida. —Está bien, señora —dijo el camarero mientras leía el número. —Verá usted como así todo lo arreglamos —remachó doña Ángela a Plinio con tono aparentemente amable. Plinio se puso en pie. Inmediatamente lo imitaron el médico y don Lotario. Y mientras se encajaba la gorra, dijo: —Si no tiene usted otra cosa que añadir nos marchamos, que tenemos quehacer. —¿Supongo —fue su respuesta— que no habrá inconveniente en que esta noche nos quedemos mis hermanas y yo velando el cadáver de mi esposo? —Lo consultaré con el señor Juez. —No creo que pueda negarse. —Él manda. Llámeme. Buenas tardes, señoras. —Hasta ahora —respondió seca. Sentados en el porche del Cementerio Católico aguardaban los dos periodistas, el Faraón, Matías, Maleza y Anacleto. —¿Trajo Albaladejo la ampliación de las manos? —dijo Plinio a manera de saludo. —Dijo que las llevaría al Ayuntamiento a última hora —le contestó el cabo. —¿Y a qué llama él última hora? —Supongo que a la de cenar. —Jefe, ¿alguna novedad? — preguntó el de «El Caso». —Ninguna hasta ahora. —¿Y esas señoras? —Una de ellas dice que el muerto es su marido. —¿Y usted qué piensa? —Hacen falta pruebas… No digo ni que sí ni que no. —Vaya kermés que hemos armado, maestro-comentó el Faraón. —Ya lo creo. ¿Hubo algo de particular? —preguntó Plinio a Maleza. —No. Jefe. Curiosones y bacines. —¿Queda alguien dentro? —Tres o cuatro… ya salen. En efecto, poniéndose las boinas salían tres hombres hablando entre sí. Plinio les echó un vistazo. Ellos saludaron con timidez. Manuel, al fijarse mejor, conoció que uno de ellos era Juaneque, el albañil diurno y acomodador del cine por la noche. Avanzó hacia ellos. —¿Qué hay, muchachos? Y luego de cambiar unas palabras de circunstancias, uno de ellos, el más joven y avispado, dijo: —Jefe, Juaneque creo que quiere decirle algo, pero está remiso. El aludido miraba al suelo un poco azorado. Plinio sacó el paquete de «Celtas» y ofreció a todos. Repartió lumbre y preguntó: —¿Qué quieres decirme, Juaneque? —Pues quería decirle, que estoy casi seguro que ese cajón donde venía embalao el muerto lo he visto yo antes. —¿Dónde? —En la puerta de una casa lo descargaba un camión. —¿Qué camión? —No sé. No me fijé. —¿En qué casa? —Pues eso les decía a éstos. Que no me acuerdo. La verdad es que no reparé mucho hasta después de los despueses. —¿Pero, tendrás una idea, pizca más o menos? —Hombre, sí. En mi calle no fue… Como tenemos obra en varios sitios. Fue, desde luego en una calle que yo no frecuento mucho. En la calle de Socuéllamos, tampoco, aunque fue por ahí. De eso estoy cierto. Por la de Oriente, San Luis o una de ésas, que últimamente siempre andamos por ese rodal. —¿Tú viste que lo entraban en una casa? —Yo vi que lo bajaban de un camión parado en la puerta de una casa… Y lo vi al paso, porque yo iba en la camioneta del maestro Asensio. —¿Adonde? —No sé cierto, porque aquellos días echamos muchos viajes repartiendo material. —¿Y cuándo fue, aproximadamente? —Pues la semana pasada, cuando volví a trabajar, dos días antes de ir a cerrar la cerca estuve en eso. —¿Y estás seguro que era el mismo cajón? —Hombre, seguro, seguro nunca se puede estar. Ya le digo a usted que íbamos de paso. Pero que los dos eran muy iguales de medidas, desde luego… Cajones así no son corrientes. Cuando llegó a este punto quedó callado. Juaneque y sus amigos miraban a Plinio. Éste, después de pensar un poco y con los pulgares de ambas manos engatillados en el cinto, dijo: —Mira, Juaneque, es muy importante lo que acabas de decirme. Ahora bien, conviene que tú… y vosotros que lo habéis oído, os deis un punto en la boca. —Por nosotros puede usted estar tranquilo —dijo el jovencillo avispado. —Y tú, Juaneque, no tienes más remedio que hacer memoria. Recorre todas esas calles por donde anduvisteis aquellos días con la camioneta. Que te ayude el que la guiaba, a ver si me localizáis la casa donde descargaban el cajón, que no sabes cuánto te lo voy a agradecer. —Muy bien. Yo lo que quiero es ayudarle. —De acuerdo, pues manos a la obra. —Esta noche tengo cine y no puedo, pero mañana que es domingo me pongo a la faena. —Y vosotros, chitón. —No, si vamos a ir con él —dijo el mocete. —Como queráis, pero no vayáis entre todos a armaros un taco… Ni a llamar la atención. —¡Qué va! Ahora aviso a Julián, el que hacía de chófer, y mañana al avío. Con lo que saque le aviso. —De acuerdo. Plinio, después de despedir a Juaneque y a los suyos, pidió por teléfono autorización al Juez para que velaran el cadáver «esas señoras». Al regresar del teléfono dio instrucciones a Maleza para que se lo comunicase a ellas y dejase un guardia de servicio toda la noche en el Depósito. Hechas estas diligencias, el médico se fue por su lado, los periodistas en busca del hotel y Plinio, el Faraón y don Lotario, antes de volver al pueblo, decidieron echar una parrafada al fresquito de la cueva de Braulio el filósofo. Cuando una hora después, animados por el vino de Braulio, llegaron a la Plaza, nada más descender del coche ante la puerta del Ayuntamiento, el guardia de puertas se acercó a Plinio. —Jefe, que llame en seguida a la Comisaría de Alcázar. El señor alcalde y el señor cura párroco también quieren verle.

—Vamos por partes, muchacho. —Vamos… —Primero. ¿Dónde está el alcalde? —En su despacho. —¿Y el párroco? —Allí —sentado—, paseando por la Glorieta… Está bastantico nervioso. —Entonces, primero voy a ver al alcalde, como mandan las ordenanzas. Mientras, tú me pides la conferencia a Alcázar y me la pasas al despacho de don José. Y por último le dices al señor cura que ya estoy aquí. Que dentro de un rato, si no le importa, lo veré en mi despacho. No quiero curiosones. —De acuerdo. —Bueno, Manuel, yo voy a casa, que no he aparecido en todo el día —le dijo don Lotario con pocas ganas de marchar, pero obligado por las circunstancias—. Ya sabes. Si me necesitas, «che, me tocas al teléfono», como decía aquel argentino que conocimos el año pasado. El señor alcalde, tras su mesa, leía el periódico de la provincia. —¿Da usted su permiso? —¿Qué hay, Manuel? —¿Me llamaba? —Vaya follón que han armado esas señoras. Me he tenido que venir a la Alcaldía porque me llaman por teléfono de todos sitios… El gobernador, el delegado de Hacienda, el director general de no se qué y no sé cuántos. Siéntese, Manuel. El Jefe se sentó en el sofá del tresillo que hay frente al famoso cuadro del hombre que hace gachas, pintado por el gran López Torres. —¿Quiere usted fumar? —el alcalde le ofreció un rubio. —No, ya sabe usted que el rubio no me va. —Como le he dicho, no dejan de llamarme en toda la tarde. —¿Y qué quieren? —Que atendamos muy bien a esa señora; que es una mujer muy importante; y que no va a decir una cosa por otra. Y que si nos hace falta gente… ¿Usted me entiende, no es verdad? —le preguntó el alcalde con intención. —Le entiendo muy bien. —Yo, claro está, les he dicho que todo está en muy buenas manos y que las señoras no habían hecho más que llegar. —Desde luego, esa señora, doña Ángela, importante o no, es de armas tomar. Si viera usted las dos guantás que le ha endilgao a su hermana la gorda. —¿Por qué? —Porque a la pobre, que debe ser más infeliz que un cubo, se le ha ocurrido decir que el difunto no es el marido de doña Ángela. —¡No me diga! —Sí, señor. Es todo un tío. De muy mala leche. Muy mandona… Y para aguantarla hace falta un temple… Sonó el teléfono. —Otro —dijo el alcalde cogiendo el auricular—. Diga. No… Espere. Es para usted. La Comisaría de Alcázar. Plinio tomó el auricular y escuchó con el cigarro en la comisura del labio. —… Sí… sí… Ya… ya. No me diga. Al señor alcalde lo tienen frito… Claro, cada cosa tiene su tiempo y no podemos aventurarnos sin pruebas definitivas… Ya pensaba llamarle a usted ahora para que pidiesen a Valencia noticias de este caballero… Tome nota (y le dio el nombre y dirección del marido de doña Ángela, que apuntó en la Glorieta de Argamasilla)… Sí, ella dice que él faltaba hace algún tiempo de casa. De acuerdo… Perdone, pero me reservo la opinión para dentro de unas horas. Para mañana… Oiga, ¿de Valladolid han sabido algo? Insistan, por favor, a ver si dejamos esto listo cuanto antes… Hasta mañana. —¿Qué pasa? —dijo el alcalde. —Lo mismo que usted. Han llamado de no sé cuántos sitios interesándose por doña Ángela. —Entonces, ¿no está usted seguro de que el difunto sea ese señor? —De seguro, nada. —Y si no es, ¿por qué tanta reclamación? —No sé… histerismo… o cuartos. —¿Cuartos? —A pesar de estar divorciada — claro que el divorcio ya no existe; que en este país se casa uno hasta morirse, aunque la contraria sea un sargento como doña Ángela—, es ella la que administra parte del capital del marido. Porque el de los cuartos es él… —Bueno, pero no va a pretender quedarse con el primer muerto que encuentre para heredar. —Hombre, no; pero movida por sus deseos, puede haberse sugestionado. Es a lo que más me inclino… También puede caber, ya en plan cara, que como su marido ha desaparecido otra vez — estaba muy metido en política—, ella, ante el relativo parecido con el muerto en subasta pública, se haya dicho: ésta es la mía… Los de Tomelloso serán unos paletos, a ver qué pasa… En fin, estas son sospechas mías que se las digo a usted en plan completamente particular y digamos amistoso. El asunto está en estudio. Seguidamente se entreabrió la puerta del despacho y alguien dijo: —¿Se puede? Antes de que el alcalde dijera «sí», se coló el párroco. Saludó muy fino y excusó su entrada diciendo que no podía esperar más; que sus obligaciones, etc. —Le buscaba, Manuel —dijo el párroco don Pío, hombre recio y decidido—, porque me han llamado del Obispado recomendándome a esa señora que ha venido a reclamar el cadáver. El alcalde se echó a reír. —¿Por qué se ríe usted? —Hombre, porque me están llamando de toda España para lo mismo. —Pues la señora debe ser de muchas campanillas porque me ha hablado personalmente el señor obispo. Y a él lo ha llamado, según me ha medio dicho, alguien muy importante de Madrid… ¿Cómo está ese caso, Manuel? —Confuso. —¿Usted no cree que es él? —Faltan pruebas. —Pero ¿y las fotografías que trae? —Son de un hombre vivo con veinte años menos. Tiene, es cierto, bastante aire con el muerto. Pero no basta. El médico opina lo mismo… Ella, además, hace treinta años que no ve a su marido… Estaban divorciados —añadió el guardia con intención. El párroco quedó pensativo, y pensativo encendió un cigarro. —¿Divorciados? —Sí. —¿Por quién? —Pues por los tribunales, en 1935. —Ah… Bueno, eso no vale. —Valga o no valga, no se ven hace treinta años. —Sí, eso sí… Yo por lo menos tengo que saludarla… y decir algo al señor obispo. —Espere usted a mañana a ver si se desvelan un poco las cosas. —¿Cómo podría saludarla esta misma noche? —volvió a preguntarle sin hacer caso. —En el Depósito estarán. Han pedido permiso para velar el cadáver y el señor Juez se lo ha concedido. —Cualquiera va ahora hasta allí — dijo mirando al alcalde con intención. —Si no piensa usted entretenerse mucho, que lo lleven en mi coche. El cura miró su reloj de pulsera, dudó un momento y dijo, decidido: —Pues sí. Me acerco ahora y me quedo descuidao. Muchas gracias. ¿Está abajo el chófer? —Sí —dijo el alcalde—, en el bar de Clemente se pasa la vida. —De acuerdo. Hasta mañana, señores. Plinio llegó a su casa derrengado por la fatiga del día. Su mujer le tenía preparada la cena, bajo el parral. Pero él, antes de sentarse, se quitó la guerrera y refrescó un poco la cara y las manos. —Creí que no venías a cenar. —Quita, mujer. Menudos líos. Salió la hija: —Padre, ya tiene usted ahí el uniforme nuevo. —Menos mal. Que llevo dos días con un chicharreo que pa qué. —¿Quieres verlo? —Tiempo tengo. Vamos a cenar. Se sentaron los tres en torno a una mesa baja y comieron con sosiego, mientras la mujer contaba a Manuel las incidencias del día. El hombre hacía que escuchaba, pero estaba a mil leguas de aquello y contestaba distraído. Después de cenar, se fumó un par de cigarros al fresco, y se metió en la cama. … Pero aquella noche no le iba a ser fácil descansar al Jefe de la Guardia Municipal de Tomelloso. Los acontecimientos, al menos de momento, tomaron ritmo acelerado.



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