Como en Castilla no hay primavera,
según dijo dos días antes don Lotario
contemplando la plaza desde el balcón
del Casino de San Fernando, aquella
mañana amaneció ya cuajada de verano.
Camino de «Miralagos», carretera
adelante, Plinio y el veterinario hacían
las reflexiones pertinentes sobre el
tiempo.
—Fogosico apunta el día.
—Y el sastre sin terminarnos los
uniformes de verano. Este paño azul es
una «salamandra».
Los pámpanos de las vides
verdeaban tensos, casi translúcidos a
uno y otro flanco de la carretera de
Argamasilla. Enfilada la de Ruidera, a
la derecha las choperas y alamedas del
Guadiana. A la izquierda, el llano verde,
las mieses doradas y las barbecheras
pardas. El cielo, como una gran caída de
luces inmirables. Unos kilómetros más
allá, los hilos de viña trepaban prietos y
simétricos por la barriga suave de
rientes alcores. Aquella anchura de
horizonte, aquel despeje de campos
despiezados a sus anchas, daba a los
ojos hondura y respiro al ánimo. La
albarda del cielo caía en campana sobre
el terreno sin lindes. Los suaves toques
blancos de los pueblos lejanos flotaban
como trasgos alegres y mañaneros sobre
el lejano ribete del horizonte. Estaban
próximos al pantano de Peñarroya y al
castillo del mismo nombre. Castillo que,
como en el de San Servando, nunca pasó
nada digno de crónica. Plinio saludó
con la mano a unos guardias civiles que
estaban en la puerta de un barracón.
Revinaba Plinio que las tierras
nuevas, las mieses en sazón y los verdes
viñedos otra vez logrados en aquella
mañana, desmentían la historia de los
hombres que fueron. Todo parecía como
recién nacido. Aquella vieja geografía
acababa de ser creada tras el mantillo
purgativo de la noche. Las fábulas de
sufrimientos y trabajos, de huesos
enterrados y muías enloquecidas, de
ruinas y fornicaciones, de explotadores
y explotados las despejó la noche y el
recambio de la naturaleza que es la
primavera. Otra vez aparecía la mesa
llana con mantel nuevo. Limpia la
cristalera del cielo y zumosa la tierra.
Los verdes jóvenes de la pampanería
nada sabían de la vida que fue. Y
aquellas mieses que quebraba la hoz o la
maquinaria, eran símbolos de un morir
repetido que la naturaleza no se paraba a
considerar.
El río siempre mozo y remozado,
entre los álamos y chopos remecidos,
pasaba ignorante de las viejas aceñas
que se despatarraban desde siglos sobre
él y de los batanes que calló la máquina.
Eran algo ajeno que puenteó sobre él
por pura anécdota de un tiempo.
Tampoco se resentía el melindre
Guadiana de los regantes y pantanos.
Todo lo venció y vencería su porfía.
Las viejas y suculentas historias
quijotiles fueron las únicas letras que no
se tragó el paisaje en su renacencia de
cada día y de cada primavera. Porque
las letras bien hechas viven más que las
gestas verdaderas de los hombres con
huesos mortales.
Plinio sentía como si por vez
primera transitara por aquellos parajes
tan queridos, por aquellas hazas
volteadas durante siglos con los brazos
de tantos de los suyos. La naturaleza
respira muy por encima de los hombres,
de las bestias y de las máquinas. Trabaja
con esquemas tan alzados que el bulto
de lo humano y sus cosas carece de
poder.
Los hombres de un mismo pueblo —
pensaba Plinio— son un manojo de
cuerpos enredados por los cables de
tantas muertes, de todas las muertes e
historias comunes… Vidas e historias
que se engulle la naturaleza cada
primavera. Somos chinches inoperantes
luchando con este imperio del cielo, con
esta repisa de la tierra, que todo lo
asimila y sobre todo triunfa en cada
alborada.
Las vidas escritas y parladas; los
hechos tristes y risueños; los amores de
carnes tiernas y jugosas; los cánticos,
sudores, explotaciones, espigas y uvas;
partos húmedos y mortajas secas; reatas
de muías nuevas y de aquellas otras
históricas que al sol se calcinan… todo
se lo entripa esta máquina silenciosa y
suave al parecer, esta gran despectiva
que es la naturaleza.
Las trías que dejaron los coches de
los muertos y los carros municipales, el
más grande crimen y la más entrañable
biografía, bastan unos días para que el
campo los arrugue en el panteón infinito
de sus aires azules.
Sólo en los pueblos, donde hay
casas, iglesias y muebles y fuentes,
columnas y humilladeros, la vida de los
hombres se muestra más remisa al
borrador. Se engancha en cortinas y
veletas, en nichos escritos, en callejones
con tabernas, y permanece más.
En los pueblos, las vidas pretéritas
duran. Las casas tardan mucho en ser
derribadas. En los muros traseros de las
iglesias los hombres hacen aguas
durante siglos y el cementerio tiene
osarios tenaces. Entre tabiques y
campanas la vida humana se hospeda
mejor. Y el tiempo tarda más en hacer su
agosto. Pasan primaveras y amaneceres
sobre las torres y todo cambia muy
despacio. Las sotanas de los curas
muertos siguen en los arcones, el sable
de la guerra de Cuba todavía duerme en
el camarón, y el vino añejo bosteza en
las pipas. La madre, de cuando en
cuando, mira las ropillas de su niño
muerto y baraja los retratos color sepia
de los abuelos barbudos…
El coche entró en terreno más
quebrado: curvas, cuestas, monte bajo
de encinas canosas y carrizales vecinos.
De vez en vez, manchas sanguinolentas
donde se da el conejo albar, la perdiz
color laurel y la rata chillona.
Cruzaron la aldea de Ruidera.
Remolques y camiones con mieses.
Hombres en mangas de camisa, niños
morenos y gritones, el borrón vertical de
un cura sobre las cales, culos mañaneros
de chicas en pantalones, y, en seguida, el
agua verde-ojo de las Lagunas.
A la izquierda de la carretera,
piedras vivas, tierras rojas, chalets
nuevos y bloques de apartamentos
rompían la naturaleza con su asonante
geometría.
A la derecha de la ruta, aguas
quietas, matriz del Guadiana. Aguas
anchísimas que ni corren ni ondean. Ni
mar ni río. Aguas que se sangran por el
pie y conservan la cabeza lúcida. Los
ríos cantan y la mar marea, pero el agua
de laguna es melancolía. Sólo para
mirarse la cara en sus espejos, ver
marcharse la tarde paso a paso y recibir
el amanecer en su bandeja. Las tardes
junto a las lagunas son de añoranza…
Tal vez las aguas no se hicieron para
estar quietas, como ojos cansados.
Una tras otra: la del Rey, la Colgada,
la Tinajilla…
Los bordes pardisuaves del monte
enano que tapiza los oteros se copian en
el agua verde. Un breve pinar. Fábricas
de la luz, romero y tomillo a la par del
camino. Un leve pescador blanco en la
otra orilla. Don Quijote vio las lagunas
con las linternas de sus ojos encendidas.
«Regato, monte, pradera». Espejos de
La Mancha. A la caída de la tarde
parecen charcos de sangre parada. Por
la mañana, de ámbar. Alguna vez, un
viento leve, les pinta rizos, cosquillas
de las aguas. Y, en seguida, quedan
tersas. Por ellas viejas andanzas
moriscas, Cervantes con su rumiar
escéptico y consolador. Carlistas y
liberales. Aquí cazó Prim. De vez en
cuando un pintor, un poeta, cazadores y
hombres con cañas, batanes. Luego
fábricas de la luz, ahora chalets y
hoteles. Es igual, ellas espejan siempre
así.
Cruzaron Ossa de Montiel y toda un
largo camino hasta dar con la finca, cuya
casa estaba cercada por un pinar muy
tupido y antiguo.
—Yo no sé por qué a esta casa la
llamaron «Miralagos» —dijo don
Lotario— pues desde aquí, salvo que yo
esté ciego, no se columbra lago alguno.
—Caprichos, digo yo.
La casa desentonaba de las que
suelen verse por aquellos contornos.
Pórtico de columnas blancas, ventanales
alargados en el primer piso, balcones en
el segundo, tejado muy pino de pizarra,
con mansardas y amplia escalera de
balaustrada hasta la puerta principal. Se
llegaba por un largo camino que rompía
el pinar, y antes de topar con la fachada
se abría en un jardín bajo, muy francés,
con fuentecillas, cenadores y mármoles
mitológicos.
Luego de bajarse del «Seat»
quedaron mirando el edificio.
—Desde que era chico no he venido
aquí.
—Yo nunca —respondió Plinio—.
Parece una de esas casas de campo que
salen en las películas americanas.
—Algo así. De la Guerra de
Secesión, de Abraham Lincoln y ésos.
—Desde el accidente famoso, aquí
han venido contadas personas.
—Y tan contadas. Era raro para
estas tierras el tal don Ignacio —
confirmó Plinio.
—Es que, de verdad de verdad, no
era de estas tierras.
En Tomelloso nunca hubo escudos ni
nobleza. Pueblo nuevo, vivió en
perpetua democracia agrícola. «Aquí —
solía decir Plinio— no hay cáscaras. El
que no ha arao es que aró su padre. Y
desde luego de abuelo candorro nadie se
libra». Las más empinadas familias
tomelloseras se criaron junto al
sarmiento y la rastrojera. Nadie podía
sacar pergaminos de la gaveta. Los
reyes jamás se acordaron de aquel
pueblo de pardillos, primero ganadero,
luego vinatero y por fin alcoholero, que
todo se lo hizo a golpe de azadón y
madrugones. Apartado de las vías
maestras de comunicación, vivió
descuidado de políticas y tormentas.
Rumiando a solas su mendrugo y
haciéndose su labor sin levantar la
frente de la besana. Nadie fue nunca más
que nadie ni menos que el otro. Se
consiguió un pueblo razonable, almacén
de alcohol de los jereces, con su propia
minerva y fatiga. Ni los ricos eran
grandes, ni abundaban los pobres de
solemnidad. Los nobles y órdenes
militares que tenían predios y señoríos
en su término, poco a poco fueron
vendiendo picajos de tierra a los tercos
tomelloseros, hasta que sus nombres y
administradores desaparecieron de
aquellos mapas.
Don Ignacio de la Cámara Martínez
fue el último y tardío descendiente de
los latifundistas fronteros que
conservaron tierras e inmuebles en
Tomelloso y su término. Sus
antepasados, vascongados y con casa
solar en Campo de Criptana, durante
siglos señorearon en grandes
extensiones de la Mancha oriental, que
generación tras generación fueron
enajenando. En los tiempos de la madre
de don Ignacio —el padre murió muy
joven— les quedaba en Tomelloso una
casa grande en el centro, una bodega en
las afueras y partidas de viña muy
razonables, que antes fueron monte, en la
provincia de Albacete, donde a
principios de siglo alzaron la casa
llamada «Miralagos».
La madre de don Ignacio alguno que
otro año venía al pueblo en el tiempo de
ferias y vendimias. Era una señora
espigada y grave, de corte muy vasco,
que vestía de oscuro y se apoyaba en un
bastón negro. Solía acompañarla en
aquellos viajes a «Miralagos» y a
Tomelloso su hijo Ignacio. Eran gente
tan distinta de lo común del pueblo, que
en sus breves estancias tenían trato con
muy pocas personas.
Don Ignacio —que de «don» le
llamaban todos desde adolescente— era
un verdadero señorito. Había estudiado
largos años en Londres. Por su
vestimenta, costumbres y buen físico se
le miraba con especial respeto. Verdad
es que él solía mostrarse muy corriente y
campechano, pero en seguida se echaba
de ver que pertenecía a otra clase y a
otro mundo. Los señoritos del pueblo,
sus amigos, se hacían lenguas de su
conversación y modales. Junto a él se
les notaba forzados y disminuidos. Sus
trajes, automóviles, equipo para montar
a caballo y sus alhajas; las bebidas que
servían en su casa, los libros que leía y
los periódicos que le llegaban de
Inglaterra lo hacían un ser diferente.
Apenas concluida la vendimia,
madre e hijo marchaban a Madrid o a
Bilbao.
El año 1925 fue clave, trágicamente
clave para la biografía de don Ignacio.
Su madre murió en Bilbao en el mes de
enero. Y él, a los pocos días, casó en
Londres con Elizabeth, una chica inglesa
que fue su novia desde sus tiempos de
estudiante.
Nunca habló de ella a sus amigos de
Tomelloso. Parece que aquellos amores
llegaron arriba contra la voluntad de la
madre, y por acuerdo tácito eludían el
tema.
Lo cierto fue que Elizabeth y don
Ignacio, después de largo viaje de
novios, pasaron la primavera en
«Miralagos». Luego de llegar avisaron a
sus mejores amigos de Tomelloso.
En diversas ocasiones y lugares
presentó a Elizabeth, que según
referencias de los contemporáneos, sin
duda idealizados por su trágico final,
era tan exquisita y exótica que
deslumbró a todos. Hablaba español,
montaba a caballo y fue la primera
mujer que se vio conducir un automóvil
por aquellos contornos.
Entonces la Virgen de Peñarroya era
Patrona, juntamente, de La Solana,
Tomelloso y Argamasilla de Alba. Una
gran parte del año la imagen permanecía
en el castillo de Peñarroya. A la
romería, que se celebraba al pie del
castillo, concurrían gentes de ambos
pueblos. Y eran sonadas las merendolas
y diversiones que, pasada la función
religiosa, se hacían en aquellos
márgenes.
Don Ignacio y Elizabeth, aquel año
1925, asistieron a la romería.
Plinio recordaba a la señora con un
sombrero de paja muy complicado de
gasas y cintas, vestido claro, una
sombrilla y una máquina fotográfica.
Merendaron con amigos de aquellos
pueblos y a la caída de la tarde
decidieron ir a Tomelloso. Parece ser
que de camino, con los ánimos excitados
por la bebida, entre los pocos
automovilistas que entonces existían se
organizó una competición desenfrenada.
Conducía Elizabeth el coche de don
Ignacio. Con ellos iban otras personas.
Según las referencias de éstas, Elizabeth
se empeñó en adelantar a todos,
desobedeciendo las advertencias de su
marido. Lo cierto es que, al adelantar a
uno de ellos por la difícil carretera que
entonces había, nutrida además de los
carros, tartanas y bicicletas que
regresaban, derrapó al tomar una curva y
cayó por un terraplén.
Elizabeth murió en el acto. Don
Ignacio permaneció conmocionado unos
días. Algunos de los amigos que los
acompañaban sufrieron magullamientos
y heridas de vario pronóstico.
… Y en este punto empieza
verdaderamente la misteriosa historia de
don Ignacio de la Cámara Martínez.
Plinio llamó a la puerta de la
«Miralagos». Un carillón de largas
melodías, impropio de casa de campo,
sonó como respuesta. Nadie acudió en
un largo tiempo. Después de repetir dos
veces más, una mujer ya entrada en
años, que sin duda había salido de la
casa por una puerta lateral, llegó junto a
ellos:
—¿Que qué quieren ustés? —
preguntó áspera.
—Ver al señor administrador.
—¿Que si es muy urgente? —añadió
con ingenuidad.
Plinio no pudo contener la sonrisa:
—Sí; dígale usted que es muy
urgente. Que soy el Jefe de la Guardia
Municipal de Tomelloso.
La mujer, sin decir más y un poco
atemorizada, marchó por donde había
venido.
Todavía pasó un buen rato hasta que
abrieron la puerta principal, la del
carillón. Abrió la misma mujer. Entraron
en un hall oscurísimo, que olía a
cerrado, a maderas antiguas y aromosas.
Plinio y el veterinario la siguieron a
tientas hasta cierta puerta. La mujer tocó
con los nudillos.
—¡Adelante! —se oyó.
La mujer abrió y dejó paso a los
visitantes.
Era un despacho muy grande, con
largos anaqueles de librería, muebles
ingleses, alfombras, tresillos tapizados
con cuero rojo, gran lámpara de bronce,
grabados de motivos ecuestres; y sobre
caballete un gran retrato al óleo de
Elizabeth, hecho por un pintor español,
sin duda sobre una fotografía.
Tras una mesa de líneas elegantes
había un hombre cuarentón, algo lleno,
rubia barba corta y boca sensual. Vestía
americana color miel y suéter rojo de
cuello alto.
—Adelante —dijo sin moverse de
donde estaba.
Plinio y don Lotario pasaron un
poco indecisos hasta el centro del
estudio.
—¿Ustedes dirán? —pidió el
administrador sin la menor cortesía.
Plinio, que empezaba a sentirse
incómodo con aquel teatro amanerado,
habló con sequedad.
—¿Es usted el administrador de don
Ignacio de la Cámara Martínez?
—Sí.
—Venimos de parte del señor Juez
Municipal de Tomelloso a hacerle unas
preguntas.
—¿Qué preguntas?
—¿Desea usted ofrecernos asiento o
prefiere que nos acomodemos por
nuestra cuenta?
El administrador dudó un momento,
pero en vez de decirles que se sentaran
avanzó unos pasos hacia ellos.
—Usted dirá.
—¿Puede decirnos dónde está don
Ignacio de la Cámara Martínez?
—No sé.
Plinio se rascó la patilla, carraspeó
y dijo al fin:
—Ya he terminado el interrogatorio.
—¿Ah, sí? ¿Ya? —dijo el barbas
con cierta burla.
—Ya. Pero haga el favor de
acompañarme al Juzgado de Tomelloso
donde todo va a resultar mucho más
fácil.
—Esta finca pertenece a la
provincia de Albacete —contestó con
voz reticente.
—Ya lo sé. Por eso hemos venido
hasta aquí. Pero las autoridades de
Tomelloso necesitan ayuda… no otra
cosa —silabeó Plinio— y usted debe
facilitarla esté donde esté esta finca. El
remitir esta gestión a las autoridades de
su término municipal sólo la dilataría
unas horas y me temo que saldría
perdiendo. De modo que, bajo mi
responsabilidad, haga el favor de
acompañarnos. Tenemos coche.
—Ya lo he visto —confirmó con
suave cachondeo—. Usted me ha
preguntado que dónde está don Ignacio
de la Cámara y le he respondido la
verdad, la auténtica verdad. No lo sé.
Tomé la administración de esta casa en
1945, seis años después de haberse
marchado el señor de la Cámara. Me
procuró el cargo su anterior
administrador, don Felipe Consuegra,
con el que trabajé el último año que
vivió. Entré como auxiliar suyo. No
conozco al señor de la Cámara. No lo he
visto en mi vida. Pasa largas temporadas
en distintos países. Especialmente en
Inglaterra. Un par de veces al año me
manda instrucciones o evacua mis
consultas, Pero nada más sé de él… Por
Navidad me dijo desde París que iba a
hacer un largo viaje por diversos
lugares y que en el momento oportuno
tendría noticias. Y hasta ahora. Esta
manera de proceder es habitual en él. Es
cuanto puedo decirle. ¿En qué más
puedo… servirles?
Habló con ambas manos en los
bolsillos de la chaqueta, con la pierna
derecha un poco flexionada, la nariz
tensa, los ojos fijos y la voz recortada.
Y así quedó después de su pregunta, con
cierto aire de superioridad forzada, a la
vez que ingenua.
—Deseo ver fotografías de don
Ignacio.
—¿Fotografías?
—Exactamente. Fotografías…
Retratos —recalcó el Jefe.
—Muy bien… Sólo los hay de
cuando era joven… Comprenderá usted
que a mí no me envía fotografías suyas
—concluyó sonriendo con aquel extraño
sarcasmo.
—Lo comprendo perfectamente.
Y luego de pensarlo un poco dijo:
—Síganme, por favor.
Volvieron al hall tenebroso. El
administrador, adelantándose, los
condujo, sin encender la luz por
supuesto, a una habitación próxima.
Pasó delante y abrió unas
contraventanas. Era una pieza regular
con gran chimenea, muebles muy
confortables, gran mesa de caoba con un
solo pie y vitrinas con porcelanas y
bibelots. En la campana de la chimenea
había una fotografía grande, hecha en
Londres, en la que aparecían Elizabeth
en traje de noche y don Ignacio de frac,
ambos de pie.
Plinio, sin decir nada, se acercó a la
chimenea, tomó el retrato y fue con él
hasta la ventana para verlo mejor.
—Por favor, don Lotario, sosténgalo
que me ponga las antiparras.
El administrador, según su
costumbre, estaba fijo junto a la
chimenea. Manos en los bolsillos y
pierna flexionada.
El Jefe, caladas las gafas, examinó
el retrato. Don Ignacio, más bien alto,
cabello rubio oscuro y nariz aguileña,
miraba a Elizabeth sonriéndole con
elegancia.
—¿Qué edad tendría aquí don
Ignacio?
—Exactamente veinticinco años.
Elizabeth era delgada, casi tan alta
como su esposo. La cara muy pequeña,
los rasgos menudos, la nariz respingona,
los brazos largos y en todo su cuerpo un
sutil y elegante abandono.
Plinio descansó la fotografía entre
las manos de don Lotario y sacando del
bolsillo las fotografías del muerto
empezó a cotejarlas.
El administrador, intrigado por aquel
manejo, sin el menor disimulo se acercó
a mirar las cartulinas que el guardia
tenía entre manos.
—¿Quién es? —preguntó poniendo
desmayadamente el índice sobre la
tristísima cara del muerto.
—Ya lo ve. Un cadáver que nos han
dejado los turistas en Tomelloso —
contestó Plinio sin dejar su examen.
—¿Y es que tiene que ver ese
difunto con el señor de la Cámara?
Plinio quedó mirándolo fijo por
encima de sus gafas:
—Alguien ha dicho que ese señor es
don Ignacio.
El administrador miró a los dos
amigos, tratando de indagar si
bromeaban.
—¿Tendrá usted más fotografías a
mano?
—Sí, sí… —respondió
verdaderamente interesado en el asunto
—. Aguarden un momento.
Y salió rápido.
Plinio, mientras examinaba aquellas
fotografías recordaba de nuevo la
historia del «señor de la Cámara», como
lo llamaba el badulaque aquel.
Cuando don Ignacio recobró el
conocimiento después del accidente, y
en el momento oportuno fue enterado de
la muerte de Elizabeth, se encerró en
«Miralagos» negándose a tener la menor
relación con nadie. Ninguno de sus
amigos de Tomelloso volvió a verlo. Ni
siquiera los trabajadores de la finca
sabían de él. Ni contestó cartas ni
recibía visitas. Su administrador, don
Felipe y su chófer y criado inglés,
Antony, que trajo con Elizabeth, eran las
únicas personas que veía.
Por el pueblo se corrieron historias
fantásticas, al parecer. Que había
enloquecido, que pasaba las noches
llorando, que había decorado toda la
casa con fotografías de su esposa, que
robó del Cementerio de Argamasilla el
cadáver de Elizabeth y lo había llevado
a la casa de «Miralagos».
Con el tiempo, la gente se olvidó del
pobre viudo que nadie volvió a ver.
Así transcurrieron los años hasta
1939, cuando recién acabada la guerra
civil se corrió la nueva de que don
Ignacio, acompañado de Antony, y en el
viejo y famoso coche del accidente de
Peñarroya, había partido de La Mancha
para un largo viaje. Luego se habló de
que vivía en el extranjero… Por fin,
todo quedó como una antigua leyenda
saturada de romanticismo.
Volvió el administrador con otras
tres fotografías de buen tamaño, que
puso sobre la mesa. En una de ellas
aparecía don Ignacio con canottier y
traje claro, sentado en la terraza de un
café francés. Estaba dedicada a su
madre y fechada en 1923. En otra, con la
toga y birrete cuadrado de graduado
inglés. Y en la última, la más
interesante, estaba en traje de baño, en
la playa de la Concha de San Sebastián.
También dedicada a su madre.
Plinio, después de mirar con mucho
detenimiento la fotografía de la playa,
dijo al administrador.
—Ésta me la va a prestar usted unas
horas para que la vea el forense.
—Muy bien.
—¿Usted cree que se parecen? —le
preguntó Plinio a bocajarro.
—No creo que tarden mucho en
llegar noticias del señor de la Cámara…
Todo esto me parecen fantasías, y
ustedes perdonen —fue su respuesta.
Plinio guardó la fotografía en el
bolsillo.
El administrador, de perfil ante la
ventana, con los brazos cruzados en el
pecho, había quedado otra vez serio e
impenetrable. Los miraba con desprecio
y lejanía. Como a algo que había muy
detrás y por encima de ellos. Unas raras
mariposas empezaron a revolar junto al
cristal de la ventana. Parecía como si
con los leves golpes de sus alas
quisieran llamar la atención de aquel
barbirrojo inmóvil que estaba tan
pegado a los cristales. Un ambiente
denso y dulzón flotaba en la biblioteca.
Don Lotario miró a Plinio con cara de
aprensión. Éste se pasó el índice por la
tirilla de la guerrera. Y luego dijo con
voz apenas audible.
—Bueno, nos marchamos.
El administrador no respondió.
Echaron a andar lentamente sin dejar de
mirar a aquel hombre como de cera.
Llegaron a la puerta, miraron otra vez
hacia atrás… ¿Por dónde habían entrado
las mariposas? Ahora estaban dentro de
la habitación, ante los cristales, y en
mayor número. Formaban una especie de
guirnalda en torno a la cabeza pelirroja
del administrador, que seguía con los
ojos perdidos.
Salieron casi tropezando uno con
otro al hall tenebroso. A los pocos
pasos don Lotario topó con un mueble.
—¡Leche! —gritó.
—Siga usted.
—Dame la mano, Manuel, que me
escoño.
Se tomaron de la mano. Caminaban a
tientas. Llegaron a una puerta. Plinio
palpó buscando la manivela.
—No sé si es por aquí.
—Abre a ver… ¡Qué nervioso me ha
puesto este tío!
Obligó la manivela. No cedía. Notó
que había una llave. La giró. Abrió.
Poca luz. Unas velas encendidas sobre
un altar. Aquello parecía una capilla
larga y estrecha. Ante el altar y en la
penumbra se veían unos bancos. Tupidas
cortinas velaban las vidrieras plomadas.
Plinio avanzó hacia uno de los
ventanales y poniéndose de puntillas
corrió las cortinas de una de las
vidrieras. Entró una luz discreta y
agradable.
—Una capilla —dijo don Lotario.
Plinio, animado, corrió otra cortina.
—Mira —gritó el veterinario,
señalando a la derecha del altar.
Era un hermoso sepulcro de mármol
blanco, casi rosa. En letras doradas
ponía: «A Elizabeth. Su amor».
—Era verdad —musitó Plinio.
—¿El qué?
—Que se trajo el cadáver de su
mujer.
Tocaron los mármoles. Plinio probó
a levantar la tapa del sepulcro.
Naturalmente no pudo.
—¿Pero qué haces, Manuel? ¿Qué
piensas?
—En esta casa lo piensa uno todo,
don Lotario.
Dieron una vuelta por toda la
capilla. Volvieron. Plinio quedó
mirando con fijeza unas cortinas
blancas, finísimas, que había detrás del
altar. Pasó tras el ara y las levantó.
—¡No te digo! —y las corrió de un
tirón.
Todo el fondo de la pared estaba
cubierto de fotografías grandes y
pequeñas de Elizabeth. Fotos de niña, de
mocita, de mayor. En una grande
aparecía con una crencha rubia muy
larga, con la cabeza inclinada miraba un
crucifijo que tenía entre las manos.
—Le digo a usted que están buenas
algunas cabezas.
Salieron al hall sin cerrar la puerta
de la capilla. Así les fue fácil localizar
la de la calle, la del carillón… Estaban
seguros de que desde algún sitio los
miraba el administrador. Al abrir la
puerta de la calle quedaron
deslumbrados.
A las doce del día aproximadamente
descabalgaron en un bar de Ossa de
Montiel, famoso por las perdices
escabechadas que en él se sirven. Desde
«Miralagos» vinieron obsesionados con
la idea de tomarse allí una perdicilla
remojada con aloque del terreno.
Sentados tras la mesa del bar ossano,
con la jarra de vino a tiro de brazo y las
presas de perdiz entre los dedos
churretosos, ya tenían otro semblante.
Especialmente don Lotario, comía y
tentaba el líquido con un júbilo
ostentoso.
La luz del soletón no conseguía
inundar al amplísimo local de la
taberna, porque unos papelones azules
velaban la cristalera de las puertas,
dejando una umbría sedante. Las
paredes estaban pintadas de verde
rabioso. Las mesas, alineadas junto a
ellas. Unos taburetes servían de asiento.
En el extremo, frente a la entrada, un
mostradorcillo ante un anaquel con viejo
muestrario de botellas de aguardiente,
anisados, marrasquinos y coñacs del
terreno. En un hueco de pared, sobre una
repisa, tres jaulas con codornices, que
cuando se hacía silencio se solazaban
con su «palpala», «palpala». Como
aparte de ellos y los pájaros no había
otro mortal que la mujer que cosía tras
el mostrador, el ambiente era plácido y
silencioso… A veces, cuando Plinio
callaba, cantaban las codornices.
Apuraron la perdiz, se chuparon los
dedos a modo y cuando liaban
pacienzudos sus cigarros, don Lotario,
liberado y optimista, soltó:
—¿Que qué me dices, Manuel?
—¡Quite usted, hombre! Ésa es la
casa de Frankestein… ¡Coño, qué
apaño!
—Y el administrador también está
como una cabra.
—Hombre, treinta años ahí no los
aguanta cuerdo ningún mortal, aunque
sea de la Ossa. ¿Vio usted cuando al
final se quedó como una estatua?
—Yo pensé que le había dado algún
mal.
—No sé, don Lotario, no sé. Lo
cierto es que yo sentí un medio mareo.
No miedo, a ver si me entiende usted,
pero sí una basca…
—¿Y las mariposas, Manuel? ¿Qué
me dices de las mariposas?
—Yo creo que fueron una cosa
natural. Pero alucinados como
estábamos con aquel tarasco de tío
barbudo, nos parecieron cosa de magia.
—Déjate de natural, que allí antes
no había mariposas. Y luego aquel volar
alrededor de su cabeza.
—A lo mejor es que las tiene
amaestradas. El hombre, digo yo, se
aburre, y doma mariposas.
—No, no lo eches a broma, que allí
había su aquél.
—Si había o no había hay que
olvidarlo. Usted es un hombre de
ciencia y sabe que si uno empieza a
darle vueltas a esas cosas de misterios,
pica. Y yo no pico. La vida es como es:
agua, tierra, sol y aire; carne, huesos y ni
más mariposas ni más na.
—Bueno, bueno, eso lo dices tú para
contentarte y contentarme, pero allí
había su poco misterio.
—Y dale.
—Y claro que le doy. ¿A que no te
atreves a contar en el casino lo que
hemos visto… y lo que hemos sentido?
—Yo hasta que no vuelva otra vez y
vea y sienta lo mismo, no digo esta boca
es mía, porque a veces las cabezas se
ponen güeras.
Y Plinio, como para cerciorarse del
mundo concreto que gustaba, se palpó el
bolsillo de la guerrera donde guardó la
foto de don Ignacio en traje de baño.
Le dieron otra acometida al vino y
quedaron absorbidos en sus
cavilaciones.
Plinio se desabrochó la guerrera, se
rascó su media calva y dijo de pronto:
—Querido don Lotario, ¿sabe lo que
le digo? Que en este asunto del muerto
anónimo que tenemos entre manos hay
algo que no funciona. Debe ser que
estamos viejos y ya no olemos la
pescadilla a dos dedos de la nariz.
Mucho me temo que nos están dando
gato por liebre, pero a base de bien…
En todas las inquisiciones que hemos
hecho no tengo ni pizca de fe. Lo que se
dice ni pizca. Si de todo esto saliese
algo en claro, sería yo el primer
sorprendido.
Plinio, caldeado por el vino,
hablaba con una energía y rotundidad
impropias de su proverbial cautela,
aunque su oyente fuera don Lotario.
—Un muerto —continuó—
embalsamado con todas las de la ley,
como una momia de Egito; bien
embalado en un cajón estupendo,
cuidadosamente acuchillado —no sé si
se habrá fijado usted—, para que no se
aprecie la menor huella de
procedencia… y metido en el
camposanto. ¿Por dónde? Por una
brecha abierta en la cerca durante unos
días. ¡Qué casualidad! Y además,
enterrado en un nicho vacío y abierto
(cosa rara), propiedad de una familia
conocida… En todo esto, venga de quien
venga, hay mucho más cálculo del que
parece… Le digo a usted que estamos
tocando el tambor. Yo me dejo llevar,
pero con más escamas que un besugo.
—¿Qué supones, entonces?
—Le confieso que no lo sé. Esto
tiene pinta de ser asunto que excede las
capacidades de un pobre Jefe de la
Guardia Municipal de Tomelloso.
—¿Pero qué dices, Manuel? Si tú
eres el más grande. Nunca has fallado.
—No diga usted esas cosas, por
Dios y por su madre. Yo soy un pobre
paleto que hasta ahora sólo ha trabajado
en casos de paletos… Pero éstos son
otros Garcías. A ver si me explico, don
Lotario; para mí, este caso es como
cuando uno lee un libro de esos que no
entiende bien… ¿O es que usted ha
sacado algo en claro?
—¿Yo? ¡Pobre de mí, Manuel! Lo
que ocurre es que tengo en ti toda la fe
del mundo.
Durante toda aquella mañana no dejó
de allegarse gente al Cementerio.
Especialmente chiquillería, viejos y
mujeres haldoneras. Hasta las cuatro
putas que por aquellos días apacentaba
la Bernarda: Rosario la Pinta, Pepa
Julepe, Carantoña Aguado y Salesa
Rodríguez llegaron cogidas del bracete,
los labios rojos y gran molineo de culos.
Fueron también a guipar al muerto, por
si un casual había sido parroquia y
podían echarle una mano a la poli.
También aprovechaban la ocasión para
poner bando con miras a la sesión de la
noche, porque, como decía la mismísima
Bernarda, los hombres o andaban
descuartaos o se habían pasado al
bando hombrosexual. Yerro o
neologismo éste de su invención, que
cundió por todo aquel término de San
Juan, cabalgó al de Montiel y, según
noticias verísimas, tenía ya eco en el de
Calatrava.
Aquel puterío emparejado dio a la
«Sala Depósito» tal aire de chunga y
esperpento, que hasta al pobre muerto
parecía escurrírsele el labio hacia el
rincón de la risa.
Maleza, que estaba de jefe sumo
cuando la visita de las suripantas, tuvo
sus titubeos en cuanto a si las daba
soleta o no. Y optó por el no, a ver si
daban mensaje o al menos animaban
prudentemente la tiesura del desfile y
cháchara a poca voz. Que nunca viene
mal una risotada en velatorio sin fin.
Más bien da respiro y recuerda que la
vida sigue más allá de plantos y ciriales.
En justicia, hay que decir que las
cuatro «pililis» estuvieron muy
ordenadas y circunspectas en el
momento del examen y aun al remate se
santiguaron e hicieron genuflexión al
primer encuentro, miraron con ojos
tristes el cuerpo después, y la Pepa
Julepe hasta desgranó un Padrenuestro
con gran propiedad y de acuerdo con los
textos posconciliares. Y nunca
descompusieron el ceremonial hasta la
salida, cuando el Faraón les preguntó si
«habían tenido trato con el pobre» o si
les pintaba algo. Que nadie como ellas
para conocer hombre tumbado aunque
estuviera ya en el quiñón del «no
volverás».
Carantoña Aguado fue la primera en
responder que las «prendas personales
del difunto no le eran conocidas». Y
como el Faraón le preguntase si había
examinado al muerto hasta semejante
prenda, para estar tan fija, las cuatro
juníperas soltaron una risotada a coro
que se debió oír en las eras vecinas y
echó por tierra la discreción anterior.
Maleza les echó el chito desde la
puerta y algunas mujerucas les dijeron
cosas muy feas de su profesión nocturna.
Las chicas, un poco amedrentadas,
encogieron el labio, y ya en voz
confidente preguntaron al Faraón si iba
a ir a hacerles tertulia a la casa de la
Bernarda.
Antonio les respondió que en cuanto
le quitaran de en medio a aquel
convidado de muerto y aliviara un poco
el luto, iría con otros amigos, porque
desde hacía algún tiempo estaban
confeccionando un catálogo de tetas y
querían ver si entre el personal nuevo
había formas no registradas.
Pepa Julepe le preguntó que cómo
era un catálogo de tetas. Y el Faraón,
llevándolas un poco más allá, fuera de
la artillería de la cola, comenzó a recitar
su catálogo de esta manera:
Las de torta de Alcázar. Redondas,
sin relieve y con el pezón sumido.
Las agradecidas y sueltas, que,
aunque duras, temblequean a cada golpe
de tacón.
Las de pera de agua, que empitonan
el vestido y lo alzan por la parte
delantera.
Las mansas de corazón y a la buena
de Dios, que se dejan caer sin perder su
fortaleza y comen en la mano.
Las satisfechas de la vida, que de
puro hinchadas no dejan ver a la
propietaria la parte baja de su propio
cuerpo.
Las lloronas, en forma de llamador,
aunque tengan su miaja de vuelta hacia
arriba para aspirar el aire del escote.
Las de una paacá y otra paallá,
como si estuvieran disgustadas o
buscaran la salida por cada manga del
vestido.
Las arrejuntadas, que se buscan el
pico.
Las de alforja vacía, y casi, casi
líquidas, que hay que enfrascarlas en
calcetines especiales.
Las de calabacín sin gracia y con el
pezón entornado de pura vergüenza.
Las de vieja decrépita, que se las
sujetan a la cintura con el mandil para
no volar.
Las que fueron y sólo dejaron el
lunar.
Y por último, muy raras:
Las desparejadas: una con pezón y la
otra esfera lisa. O una gallete y la otra
aburrida… Éstas suele decirse que las
tienen las que fueron engendradas a pie
derecho y en cuesta, sin el reposo y
nivel de la cama.
A cada una de estas figuras pecheras
que decía Antonio el Faraón, las cuatro
ye-yés del ramo de la ingle soltaban
carcajadas, que enrabietaban a las
visitantes y mironas.
—Se habrá visto a las hijas de su
madre juergueándose a la par del
camposanto.
—¿Y qué me dices de él? Menudo
bribonazo, que toda su vida ha sido
igual.
—Para abuelo que va y siempre con
pelanduscas.
—Y sabes que se recata el africano
este.
—El tío tan campante. ¿Que le han
metío un muerto en su nicho? Como si le
hubieran dado el aguilando, que él no se
apena por nadie en el mundo.
—¿Y a ti cuáles tetas te gustan,
Faraón? —le preguntó la Salesa.
—¿A mí…? Las de pelota, que
caben justico en la mano, con poco
pezón y buen valle.
Maleza, en ausencia del Jefe y de
don Lotario, «que era como de la casa»,
dándose pisto, rastreaba las caras y
dichos de los visitantes. Así estuvo el
hombre hasta eso de la una, cuando llegó
un coche que no se le despintó:
—¡Atiza, «los secretas»!
Se apeó un joven con gafas negras,
muy bajito él y con cara de pocos
amigos. Era de esos que siempre están
aspirando por la nariz como si todo les
oliera mal.
—Lo que faltaba —dijo para sí
Maleza—; han mandado al único
jilipollas del cuerpo, al agente Rovira.
Se aproximó al guardia con un ABC
bajo el brazo.
—Buenos días —dijo seco—, soy el
agente Rovira, de la Comisaría de
Alcázar.
—Ya, ya le conozco.
A Rovira le cayó muy bien aquel
asomo de popularidad.
—¿Dónde está su Jefe?
—Haciendo investigaciones.
—Desde luego tienen ustedes unas
costumbres que ya, ya. Nos ha llegado el
aviso casi cuando la noticia en el ABC.
—Eso dígaselo usted al señor
Juez… Además, ayer vino en el
«Lanza».
—Encima eso.
—Hombre, quiero decir que cuando
se envió a «Lanza», seguro que avisaron
el caso a la Comisaría… A ver si es que
no han podido darle a usted el encargo
hasta hoy o que usted ha tenido mucho
quehacer.
Rovira encogió la nariz con más
aceleración que nunca, se estosió un
poco y desvió el tema abriendo el diario
por la hoja donde venía la crónica. Hizo
como que releía el texto, que lo traía
recuadrado con trazos de lápiz rojo.
—¿Y qué? ¿Siguen ustedes sin saber
quién es? —dijo sin dejar de leer o
haciendo como que leía.
—Nosotros nos limitamos a
enseñárselo al pueblo por si es cara
conocida. Y hasta ahora, que yo sepa, no
han dado pista… Me parece que van a
tener ustedes un trabajo fino.
—Vamos a echarle una ojeada.
—Aquí llega el Jefe —dijo Maleza
jubiloso, al columbrar un coche por la
carretera de Argamasilla.
Rovira se volvió a estoser y perdió
un poco el empaque supremo que tenía.
Casi al pie de las cuatro bernardas y
del Faraón, que seguían en su verde
cháchara, aparcó don Lotario su
«seiscientos». Nada más echar pie a
tierra los viajeros, notó Maleza que
Plinio había guipao a Rovira.
Manuel, con su reposo de siempre,
seguido del veterinario, y haciendo
como que no reparaba en el «secreta»,
se detuvo con el Faraón y sus
discípulas. Y después de echar una
buena parrafada con mucha puntuación
de risas y sonrisas, sin duda porque
seguía la recitación del catálogo tedero,
se enderezó hacia la «Sala Depósito», e
hizo, de pronto, como que reconocía al
de Alcázar.
—¿Qué hay, muchacho? —le dijo
afablemente.
Don Lotario quedó a distancia
reglamentaria y el agente Rovira, ahora
muy fino y suavizado, extendió la mano
a Plinio.
—Enhorabuena, González —dijo—.
Ya es usted famoso otra vez.
—¿Yo? ¿Por qué? ¡Qué lástima!
—Porque viene en el ABC.
—No me diga.
—Sí; usted y el señor Lotario —y
señaló al veterinario, que al oír su
nombre se le alumbraron los ojillos—.
Mire —continuó desplegando el diario
—, una crónica del corresponsal de
Ciudad Real, que dice —y se puso a
leer con gran énfasis—: «Manuel
González —para los amigos Plinio—,
ya famoso Jefe de la Guardia Municipal
de Tomelloso, y conocido en todos los
medios policiales de España por su raro
talento para descubrir casos difíciles,
ayudado por su inseparable amigo, el
veterinario Municipal, don Lotario, ha
comenzado a colaborar con las
autoridades competentes para ver de
resolver este enigma que tiene perpleja
a la población de Tomelloso y a toda la
provincia…».
Don Lotario notó que la cara se le
hinchaba con aquella sangre cálida y
dulzona que solía ruborizarle en su
lejana juventud.
—Eso de que este enigma tiene
perpleja a toda la provincia no deja de
ser un poquito exagerao. ¿No le parece,
don Lotario? —dijo Plinio.
Y don Lotario, papando miel, coreó:
—Tú lo dices, Manuel, un poquito,
bastante, exagerao.
—Ni que decir, González, que vengo
sólo a «estar oficialmente en el caso» —
dijo Rovira—, pues el señor Comisario,
como siempre, tiene la más absoluta
confianza en usted… Ya sabe usted que
para todos los efectos es uno de
nosotros… Mejor dicho, el maestro de
todos.
Plinio le esbozó una sonrisa cortés
y, en pocas palabras y a su manera, puso
a Rovira al corriente de cómo venían
desarrollándose los acontecimientos.
Pasaron luego al Depósito y vieron
cómo seguía la ronda de vecinos, que
giraba en torno a la piedra sin dejar de
mirar al muerto por todos lados.
Rovira, después de echar un vistazo
al cuerpo, dijo al Jefe:
—Aquí lo más escamante es que esté
embalsamado tan a conciencia.
—Ahí está el quid de la cuestión —
replicó el guardia completamente en
serio.
—No creo que sea cosa local.
—Ya veremos.
Volvieron al porche y se encontraron
con don Saturnino y Enriquito el de la
fonda. Plinio les presentó al detective y
preguntó al fondista si había averiguado
el nombre del huésped.
Enriquito, sin responder, con mucha
pausa, se sacó un papel del bolsillo y se
lo mostró a Manuel. Éste se caló las
gafas y leyó en voz alta: «Fernando
López de la Huerta. Nacido en
Tomelloso en 1896. Procedente de
Valladolid».
Plinio quedó pensativo.
—Según le dijo a Andújar el de las
maletas, su padre había estado aquí
muchos años de maestro de escuela. Y el
hombre éste pasó aquí su niñez, y aquí
enterraron a su madre. Él también era
maestro en Valladolid.
—¿Y cómo no viene Andújar a
reconocer el cadáver?
—Ya ha venido esta mañana y dice
que puede ser, pero que no está
seguro… Ya sabe usted que es un poco
cegato… Y luego lo que pasa, que la
muerte come mucho el físico de las
personas.
Plinio ofreció el papel al detective.
—¿Podrían averiguar ustedes si este
hombre está vivo?
—Naturalmente.
—¿Y usted, doctor, recuerda algo
más de la enfermedad de este hombre?
—No. No recuerdo más de lo que le
dije.
El agente miró al reloj y añadió que
se volvía a Alcázar; que procuraría
volver al día siguiente con la diligencia
hecha.
Enriquito añadió que también se
volvía, si no lo necesitaban, porque ya
iba siendo hora de servir la comida en
la fonda.
Cuando quedaron solos, Plinio sacó
la fotografía de don Ignacio en traje de
baño y se la mostró al forense.
Don Saturnino miró la fotografía con
ojos escépticos.
—¿Quién es? —preguntó al fin.
Don Ignacio de la Cámara Martínez,
a los veinticinco años.
—Bueno… cuando se quede el
Depósito vacío destapamos el cuerpo y
comparamos. ¿A usted le dice algo?
Plinio se encogió de hombros.
Se oyeron unas carcajadas. Eran de
unos jóvenes que rodeaban al Faraón.
Uno de ellos no podía contenerse y se
doblaba con las manos sobre el
estómago.
—¡Que te va a dar algo, muchacho!
—le gritó Plinio.
El aludido se acercó al guardia sin
dejar de reír.
—¡Ay, Dios mío, y qué salvajes!…
Nada, que el Faraón nos está contando
las bromas que suelen gastarse él y sus
amigos el Pianolo y Rufilanchas.
—Son muy animales. Pero de toda la
vida.
—Ahora nos refería la de la Feria
de Sevilla, que ha debido ser una de las
últimas. ¿No la saben ustedes?
Todos negaron con la cabeza.
—Sí, hombre; parece que el año
pasado fueron los tres a la Feria de
Sevilla. Y una madrugada el Pianolo y
él llegaron al hotel bastantico cargados,
con idea de recoger unas cosillas y
marcharse a Córdoba a pasar el resto de
la noche con dos tremendonas que se
dejaron abajo, porque el hotel era muy
moral. Como al entrar en la habitación
vieron al Rufilanchas que dormía a
pierna suelta, se les ocurrió la idea de
embarcarlo a base de bien. Le quitaron
toda la ropa, las maletas y el dinero.
Bajaron con todo su equipaje, pidieron
la cuenta y se largaron con las «furcias»
para no volver… El pobre Rufilanchas
amaneció en cueros vivos a eso de
mediodía, con una resaca magistral… Y
venga buscar y buscar; y que no
encontraba nada, contó luego. Él creía
que la chispa todavía le duraba. Y
miraba y remiraba el armario, se
asomaba debajo de la cama. Llegó a
pensar que se había equivocado de
cuarto. Abrió la puerta con cuidado para
que no lo vieran en pelota, y vio que no
había error, que aquella habitación era
la que habían alquilado. Allí estaba el
número. Poco a poco, Rufilanchas se
fue encalmando, empezó a revinar y
cayó en la cuenta de lo que había
pasado. Preguntó por teléfono a la
Dirección, y efectivamente, le dijeron
que el Faraón y Pianolo habían pagado
la cuenta y marchado la noche
anterior… A todo esto el hombre liado
en una sábana porque ni calzoncillos le
habían dejado…
El Faraón, al ver que aquél repetía
su broma ante los guardias, don Lotario
y el médico, pausadamente y seguido de
los que con él estaban, se vino riéndose
y empalmó con la relación del otro:
—Ni peine le dejamos al
pobrecico… Como no podía moverse,
¿qué iba a hacer? Llamó otra vez a la
Dirección y dijo lo que le pasaba. Subió
el director y le preguntó:
—¿Y qué va usted a hacer?
—Pues lo que es hacer… Como no
me tire por el balcón…
En fin, el del hotel le aconsejó que
pusiera una conferencia a su casa
pidiendo dinero por giro telegráfico
para poder comprar ropa y eso. Y así lo
hizo mi bueno de Rufilanchas. Pero lo
que pasa: el dinero, que no llegó hasta la
noche, la ropa hecha que no le venía,
como es tan raro… Total, que tuvo que
estar cuatro días en cueros en la
habitación hasta que un sastre le hizo el
traje… que tuvo que tomarle medidas
allí mismo; el camisero unas camisas,
ropa interior y qué sé yo cuántas cosas.
Y a todo esto, venga de divertirse la
gente en la Feria… El pobre, más
cabreao que un enano, le decía al
director: «Si al menos tuviera usted por
ahí una chilaba». Con este dicho se hizo
famoso en el hotel y todos le decían «el
de la chilaba».
Al volver a oír lo de la chilaba, el
mozo reanudó la risa.
—Cuatro días con sus noches…
¿qué hacías?, le preguntamos luego.
«Jurar venganza contra vosotros,
venganza a muerte…». Claro, al hombre
le subían el «Marca» todos los días.
Pero como se lo leía al contao, pues
otra vez a aburrirse. Menos mal que una
de las criadas que era muy futbolista,
compadecida de él, al segundo día le
subió un montón de «Marcas» viejos. Y
con ellos se entretuvo hasta que le
acabaron el ajuar… Yo ya no me
acuerdo de muchas menudencias. Pero
cuando nos encontramos por primera vez
en el Bar Alhambra y nos contó toda su
odisea, es que nos meábamos… ¡Ay,
Dios mío! Nos tenemos hechas muchas
de ésas. Luego, el hombre se marchó a
vivir a Barcelona y se acabaron aquellas
juergas tan ricas.
—Hombre, todavía le queda a usted
el Pianolo para hacer salvajadas de
ésas —dijo el médico.
El Faraón titubeó un poco al oír lo
de «salvajadas», que estaba dicho con
toda intención… pero en seguida
remontó el efecto:
—Sí, pero con dos cunde menos. Las
bromas requieren más acuerdos.
—Bueno, a todo esto son las dos de
la tarde —dijo Plinio consultando su
reloj de bolsillo—. Habrá que irnos a
comer, don Lotario, porque aquí no se
vende una escoba…
—Cuando tú quieras.
—Maleza, ¿no hubo nada de
particular por aquí esta mañana?
—No, Jefe; alguna chuscada que
otra. Poca cosa.
—Hombre —saltó el Faraón—,
hubo una muy buena.
—¿Lo del carnicero? —preguntó
Maleza.
—No, lo de Pepe Lamuerte.
—¡Ah, sí!
—Pepe Lamuerte que llegó, como
siempre, con una trompa como una
cisterna, se plantó a los pies del pobre
Witiza —que verá usted, don Lotario,
que ya lo digo bien— y empezó a llorar
como una magdalena llamándole Pedro
Eugenio. «¡Ay, Pedro Eugenio mío, con
lo que tú y yo hemos bebido juntos y que
ahora te vea así! Anda, Pedro Eugenio,
amigo, levántate y vamos a tomar una
copa a casa de Felipe, aquí con el amigo
Antonio, ya verás cómo se te arregla el
cuerpo… Pedro Eugenio querido, ¿te
acuerdas de aquel perro mieleño que
tenías y que jugaba tanto conmigo…?
Pues por la calle anda solico buscando
tu huella…».
—Y cuando le dije que no
interrumpiera la cola —cortó Maleza—
y que circulase, dejó de llorar, me miró
muy serio, me hizo el saludo militar y
marchó dando bandazos y discurseando
solo.
—Bueno, entonces, oído lo del Pepe
Lamuerte —repitió Plinio— nos vamos
a comer.
—Yo no puedo venir esta tarde,
Manuel —dijo el médico.
—¿No?
—Se lo digo por si quiere, ahora
que no hay gente, que hagamos esa
diligencia.
—De acuerdo —respondió Plinio
cayendo en la cuenta—. Vamos un
momento.
Ambos, sin añadir palabra, se
entraron en la «Sala Depósito», cerraron
con llave y quitaron el sudario al
cuerpo.
En la gran habitación destinada para
Sala resultaba muy canija la mesa de
mármol donde estaba el cuerpo. Junto a
las paredes se veían imágenes y cruces
que allí depositaba el camposantero.
Entraba una luz restallante por la
ventana que hacía al muerto menos
misterioso.
Don Saturnino sacó la fotografía de
don Ignacio en traje de baño y empezó a
comparar. Plinio, con gafas puestas
cuando miraba la foto por encima del
hombro del médico y alzadas hasta la
frente si miraba el cuerpo muerto,
inspeccionaba también por su cuenta.
—La anatomía en general, dentro de
las diferencias de edad, podría ser —
aventuró el médico—. También la forma
de la cabeza. Pero las manos no
parecen.
—No; las del muerto son más
grandes, de más esqueleto. Claro que los
años deforman mucho… Las orejas
tampoco se parecen.
—Yo me fijo siempre en el
esqueleto, que es lo que dura. Las partes
blandas, Manuel, se deforman
totalmente. De todas formas no me fío…
Es un testimonio tan distante e
imperfecto… ¿Por qué no manda usted
que hagan una ampliación bien grande
de las manos de esta foto?
Cuando llegaron a la Plaza, bajo los
soportales de la posada vieron un gran
corro de gente.
—¿Qué pasa ahí? —preguntó don
Lotario.
—El pueblo está alborotado con el
dichoso muerto.
—Alborotado y cachondo —afinó
Maleza.
—Anda tú, el de cachondo, acércate
a ver qué ocurre.
El cabo salió del «seiscientos» y fue
hacia el grupo. Se abrió paso entre la
gente hasta desaparecer. No tardó en
emerger e hizo señas a los del coche
para que se acercaran.
Aproximaron el auto a los soportales
y se apearon los tres.
—Es Triguero el cantor, que le ha
sacado unas coplas muy buenas al
muerto.
—¿No te digo? —comentó Plinio
haciéndose sitio.
Triguero, el cantor popular, gordo,
con chaqueta azul de cuello cerrado y
boina pequeñísima, junto a la carretilla
que le servía para su trabajo,
improvisaba con su buena voz:
«Tomelloso, Tomelloso,
qué suerte que te dio Dios
con tener al Jefe Plinio
como justicia mayor.
Juntos, él y don Lotario
Maleza y don Saturnino
harán al muerto que hable
y cuente su desatino.
… El Faraón que esperaba
pa siempre un nietecico,
le echaron un muerto anónimo
metido en un cajoncico».
La gente aplaudía y le pedía más:
—¡Echa otra, Triguero, que está
aquí la justicia!
El cantor, sin inmutarse, carraspeó,
puso cara de pensar un poco, consciente
de quienes ahora le escuchaban, y en
seguida rompió con su voz de tenor y
musiquilla caprichosa:
«De los mil muertos que hay,
mama, en nuestro Cementerio,
ninguno ha armao tanto ruido
desde tiempos de mi abuelo.
Aunque te calles, difunto,
y no traigas dirección,
el gran Plinio, de seguro,
te sabrá hacer el padrón».
Plinio se despidió de Triguero
alzándole la mano, cuando el cantor
dijo:
—¡Viva Plinio, el Jefe de la Guardia
Municipal de Tomelloso! —y empezó a
dar palmas. Todos le secundaron.
El Jefe marchó rodeado de los suyos
un poco confuso por tanta celebración.
—¡Venga, muchachos, todos a una!
—pidió Triguero jubiloso:
«Aunque te calles, difunto,
y no traigas dirección,
el gran Plinio, de seguro,
te sabrá hacer el padrón».
Y todos coreaban verso a verso.
—¡Coño, qué tío! ¿Y cómo se habrá
enterado que mi hija pare en
septiembre? —exclamó el Faraón—.
Aquí le llevan a uno la cuenta de todo.
Cuando Plinio y don Lotario
tomaban café en el San Fernando aquella
siesta, apareció Calixto, el escultor, con
un bulto bajo el brazo. Venía eufórico,
sonriéndole su cara de infeliz. El pelo
abundante de su cabeza gordísima le
onduleaba sobre la frente. Como
siempre, iba en mangas de camisa y con
la corbata de cinta.
Sin decir palabra, puso el bulto
sobre la mesa y quitó con mucho mimo
el paño que lo cubría. Era, claro, la
mascarilla del difunto.
Calixto miraba su obra con ojos y
sonrisa tierna, sin decir palabra.
—Muy bien, Calixto, está muy bien
—le alabó Plinio.
Se acercaron algunos curiosos, entre
ellos el Faraón.
—Sí, señor, muy propio.
—¿Verdad que sí? Esto parece muy
fácil, pero tiene su técnica y si me
apuran su arte, sí, señor, su arte.
El Faraón la tomó y se la puso ante
la cara, como careta:
—Hu… Hu… Hu…
—Oye, Calixto, ahora que veo a éste
hacer esa gansada me acuerdo. ¿Te vio
Cañizares? Me dijo que iba a hacer
caretas.
—Sí, me vio y ya tiene muchas
hechas… Las está pintando. Pero está
chalao… Si fuera carnaval.
—Hu, hu, hu —seguía el Faraón—.
¡Que no me conoces, Moraleda!
Manolo Perona, el otro camarero, se
acercó con dos jóvenes. Uno con
aparatos fotográficos en bandolera y
otro con aire muy desenvuelto.
—Manuel, estos dos señores
periodistas que le buscan.
Plinio se levantó a saludarles. El de
la cámara hacía ya una fotografía al
Faraón con la mascarilla del muerto
puesta. Al lucir el flash, muchos socios
se volvieron a ver qué pasaba.
Se presentaron los recién llegados
como redactores de «El Caso».
—Venimos a hacer una información
muy amplia —decía el desenvuelto—.
Estaremos aquí el tiempo que haga falta.
El señor Juez nos ha dicho que usted no
tendrá inconveniente en ayudarnos.
—No faltaba más —dijo Plinio a la
vez que los presentaba a don Lotario, a
Calixto y al Faraón.
—Manolo, hijo, trae cafés y copas
para todos —dijo don Lotario gozoso.
Los periodistas lo enloquecían,
pensando en su admirado Manuel,
naturalmente.
—Este muerto le va a costar a usted
por lo menos mil duros —le dijo el
Faraón por lo bajo.
—Es igual, aunque me costara diez
mil. Esto es vida.
El «gráfico» hacía fotos a todos.
Don Lotario se arrimaba a Plinio cuanto
podía.
A Calixto le hizo una contemplando
su mascarilla con cara de muy artista.
—¿Tiene usted alguna pista segura,
Jefe?
—Segura, ninguna.
—¿No cree usted que puede tratarse
de un caso de más importancia de lo que
parece?
—No tengo idea. Estamos,
justamente, en los primeros pasos.
El periodista utilizaba un
magnetófono. Con una mano le
aproximaba a Plinio el micro a la boca,
mientras con la otra se tomaba el café.
—¿Qué impresión le hizo, don
Antonio, el saber que tenía un muerto en
su nicho? —dijo el dinámico muchacho
colocándole al Faraón el micrófono en
la sotabarba.
—… Pues… como yo estaba vivo y
los de mi familia también, no me
acongojé mucho, ésa es la verdad —
respondió, mirando al chisme, casi
bizco.
—¿Y usted, don Lotario, qué opina
del caso?
—Yo soy amigo y colaborador
oficioso del Jefe y no tengo opinión.
—¿Pero como ciudadano particular
de Tomelloso…?
—Hombre, que es un caso muy
complicado y excepcional.
Los de «El Caso» siguieron
preguntando a otros que había por allí.
Cuando se disponían a irse llegó don
José, el alcalde. Plinio le presentó a los
periodistas. Naturalmente, le
preguntaron lo que a todos.
—¿Qué quiere que le diga? Éste es
un pueblo muy tranquilo y no hay
precedentes de este tipo.
Luego, el alcalde llamó aparte a
Plinio.
—Oiga usted, han estado en mi casa
una señora mayor, con dos hermanas,
que vienen de Madrid. Parecen gente
muy elegante, con un «Jaguar», chófer
uniformado y qué sé yo. Dice la señora
que el muerto es su esposo.
—¡No me diga!
—Y está muy cargada de razón. Y
que viene a recogerlo. Que lo han
reconocido por algunas fotos que
aparecieron anoche en la prensa de
Madrid.
Plinio se rascó la patilla.
—¡Atiza! —dijo—, hasta ahora sólo
nos salieron locos del pueblo, pero con
estas exhibiciones nos van a llegar de
toda España.
—No. Ésta no parece loca ni mucho
menos. Habla con mucha seguridad y me
ha enseñado fotos de su marido que se
parecen bastante a las del muerto… Y
digo a las fotos porque yo no lo he visto.
Con el Juez hablé por teléfono y me ha
dicho que desbroce usted el terreno. Así
es que las he mandado para el
Cementerio.
—Le digo a usted, don José, que
esto se está poniendo «tierno».
—¿Ve usted alguna luz sobre el
caso?
—Hasta ahora no me fío de nada —
dijo Plinio con cierta consternación—.
A ver si se posa todo un poco.
Y es que, como usted ha dicho muy
bien a los periodiqueros de «El Caso»,
en principio, este asunto no parece
propio del pueblo. Tiene otro estilo…
Claro, ¡que vaya usted a saber!
—Pues como no lo aclare usted
pronto, Manuel, se lo advierto, van a
empezar a meterse aquí gentes muy
gordas. Esta mañana me llamó el
gobernador.
Y me ha hecho muchas preguntas
cuya intención no veo clara. Tengo la
impresión de que piensan algo que no
quieren decir. Hay muchos follones por
el mundo y por España pasan ahora
muchos extranjeros.
El alcalde quitó de pronto gravedad
a sus palabras, puso cara de guasa, le
dio una palmada en el hombro a manera
de saludo y añadió:
—Lo veo colaborando con la
«Interpol». Va a tener usted ocasión de
lucirse.
—Yo no calzo tantos puntos… Y lo
del señor gobernador, con todos los
respetos, a lo mejor son «bacinerías».
—A lo mejor.
—¿De modo que esas señoras se
fueron al Cementerio?
—Allí las mandé.
—Pues a ver si de verdad es su
muerto y nos dan el trabajo hecho… A la
«Interpol» y a mí.
El alcalde se apartó riendo y añadió:
—Que haya suerte. Ya me contará. A
ver si esta tarde tengo tiempo y voy por
allí.
Cuando llegaron al Cementerio,
Maleza, Anacleto el guardia y Matías
que aguardaban vigilantes, se
adelantaron hacia ellos. Los periodistas
venían en otro coche. Un poco apartado
estaba el «Jaguar» con chófer que dijo
el alcalde.
Plinio les chafó la noticia a los que
llegaban corriendo.
—¿Dónde están esas señoras?
Maleza quedó con la boca abierta.
Desmayó el ademán decidido que traía y
contestó lánguido:
—Ahí dentro, de rodillas rezando
como fieras… Han preguntado qué sé yo
las veces por usted.
Llegó el coche de los periodistas. Se
bajaron de él dejando las puertas
abiertas y vinieron corriendo donde
Plinio estaba con los demás.
—¿Podemos entrar, Jefe?
—Por favor, tengan la bondad de
aguardar aquí hasta que yo les avise.
El del magnetófono quedó un poco
corrido.
—¿Es que pasa algo?
—Aguarden, por favor —añadió
Plinio con severidad.
Manuel, seguido de don Lotario,
entró en el Depósito con cierto respeto.
Como le había dicho Maleza, allí
estaban las tres señoras, totalmente de
luto, de rodillas ante la mesa de mármol
para las autopsias. Rezaban un Rosario
a tres voces bien altas y claras. Estaban
solas.
Plinio carraspeó por si no los
habían oído entrar, ya que ellas estaban
de espaldas a la puerta.
La mayor de las señoras orantes, que
estaba en el centro, volvió la cabeza sin
dejar el recitado, miró de pies a cabeza
a los intrusos con aire severísimo, y
reviró hacia su muerto sin mostrar la
menor prisa.
Plinio y don Lotario se miraron
entre sí con resignación y asombro, y en
posición de «en su lugar descansen»,
decidieron tener paciencia hasta que
acabasen la interminable oración, tan
llena de estaciones, calderones,
suspiros, réplicas y contrarréplicas
latinadas.
Plinio, mientras aguardaba,
repasaba con los ojos una vez más los
detalles de aquella enorme habitación
destinada a Depósito. El tosco armario
para el instrumental y la obsesionante
mesa de mármol, estrechísima, con el
collarín. Unas moscas tercas se paraban
sobre la cara del pobre Witiza. Junto a
ellos, al lado de la puerta, un angelote
de marmolina con una cruz entre sus
manos gordetas. Varias lápidas rotas.
Unos bastidores de latón, cruces de
piedra, un cristo metálico con orín, sin
duda procedente de un ataúd podrido; y
el cajón donde vino el cuerpo muerto.
Más allá del bisbiseo cortante de las
tres postradas llegaba el rumor de las
conversaciones de los que aguardaban
fuera.
Y como contraste con aquel aparato
fúnebre, entre la yedra que medio
acortinaba de verde la ventana del
Depósito que daba al patio del
cementerio, dos pájaros se arrullaban
con tierna alegría.
Las tres señoras, después de largos
minutos, concluyeron el Rosario con no
sé cuántos postres y recomendaciones;
se persignaron de manera enfática, y
apoyándose un poco bastante la del
centro, que era la mayor, en las que le
hacían escolta, todas tres se pusieron en
pie, con chusca unanimidad. Todavía,
antes de dignarse mirar a los que
esperaban, se sacudieron cumplidamente
con la palma de la mano el polvo del
suelo que quedó en sus negrísimos
vestidos. La del centro guardó el
Rosario en una bolsita pequeña que sacó
de un bolso grande. La tornó a meter y a
cerrar el bolso con seco chasquido
metálico.
En el momento que ya pareció que
no les quedaba nada por hacer, la del
centro, siempre la del centro, mujer de
unos sesenta y cinco años, pelo gris,
traje hechura sastre, ojos negros, nariz
recta, boca fresca todavía y gesto
mandón, preguntó con voz enérgica y sin
más preámbulo:
—¿Es usted el Jefe Manuel
González?
—Para servirla.
—Yo soy Ángela Martínez Montorio
y Rivas del Cid.
—Mucho gusto. Aquí don Lotario
Navarro, mi amigo y colaborador.
Doña Ángela respondió a esta
presentación con un leve movimiento de
cabeza y añadió:
—Mi hermana Paloma.
La aludida, que tenía los mismos
rasgos que la presentadora, pero como
abocetados, sin fibra, también cabeceó.
—Y mi hermana María Teresa.
Era gordita, muy peluda, más que
cuarentona. Y sonrió, alzando una gruesa
verruga que le manchaba la mejilla.
—Este cuerpo —continuó doña
Ángela cuando concluyó las
presentaciones, con voz solemne y grave
como si estuviera haciendo la ofrenda a
Santiago Apóstol— es del que fue mi
esposo, el doctor Carlos Espinosa.
Y quedó mirando fijamente al
guardia para ver el efecto de su decreto.
—Ya me ha dicho algo el señor
alcalde…
—Bien. Entonces sobran palabras.
Deseo que me autoricen legalmente el
traslado del cadáver. Pediré a Madrid
un coche celular y lo enterraremos
definitivamente en nuestro panteón
familiar.
Plinio compuso el gesto como para
responderle con mucho comedimiento,
pero no le fue posible, porque antes que
despegara los labios, doña Ángela
Martínez, sacando de su gran bolso de
mano varias fotografías, se las ofreció al
Jefe estirando mucho el brazo donante.
—Aquí tiene usted las pruebas
irrecusables.
Plinio, ya en el juego, la dejó así,
con la mano extendida, mientras, con
gran parsimonia, sacó las gafas de su
estuche, reembolsó éste, destumbó las
patillas y se las colgó en la nariz. Sólo
entonces tomó las cartulinas. Y
poniéndoselas de modo que pudiera
verlas don Lotario, empezó a mirarlas y
pasarlas con gran cuidado.
En ellas aparecía, con distintas
edades, pero no más de cincuenta años,
un caballero alto, bien formado, de nariz
algo aguilandera y boca grande. En la
última de las fotos, sacada de una
revista, el doctor Carlos Espinosa, como
de unos sesenta años, tenía el pelo
blanco.
—Creo que no hay ninguna duda —
dijo doña Ángela expeditiva.
Iba Plinio a replicar cuando se abrió
la puerta del Depósito y apareció don
Saturnino con la cartera bajo el brazo, la
frente perlada de sudor y el gesto
desmayado.
—Ya me ha explicado el alcalde en
el casino y luego me llamó el Juez…
Esta tarde que me pensaba ir al monte
—dijo a manera de saludo.
Plinio, sin más ceremonias, le largó
las fotografías de doña Ángela.
—¿Se puede saber quién es este
señor? —preguntó la viuda a Plinio con
aire de reproche.
El médico levantó los ojos de las
cartulinas con poca simpatía.
—Don Saturnino Oropesa, el médico
forense.
—Ya.
El aludido continuó su cotejo sin
decir palabra y mal sosteniendo la
carterilla bajo el brazo.
—Algo se parece —musitó el
forense.
—¡Es!
—Mire, señora —dijo el médico
devolviéndole las fotografías y con muy
mal café—; el identificar el cadáver de
un señor que pudo haber muerto hace
quince días, sin más testimonio que esas
fotografías es muy difícil.
—Entonces, dígame usted un medio
más eficaz de identificación.
—Que usted me mostrase fotografías
de este señor a la edad que ha muerto.
Su marido, según estas fotos que acabo
de ver, representa muchísima menos
edad que ese cuerpo. Yo no le niego que
sea, pero no tengo base suficiente para
certificar la verdad.
—No lo comprendo.
—Es muy fácil. Como su esposo que
era, ¿puede usted indicarme alguna
señal, cicatriz o deformación de su
cuerpo que podamos verificar ahora
mismo? Dígame.
Doña Ángela quedó pensativa,
mirando al suelo.
—Otra manera, la verdaderamente
legal de comprobar las cosas, es que
usted nos demuestre con pruebas
irrefutables que ese cuerpo es del doctor
Carlos Espinosa —dijo Plinio.
—¿Le parece prueba más irrefutable
que lo diga yo, su esposa, y estas
señoritas, sus cuñadas?
—No basta… Vamos a ver.
Admitamos que es su marido sin mayor
examen. Primer punto a aclarar: ¿Cómo
llegó aquí su cuerpo? —siguió Plinio.
—No tengo la menor idea.
—Pero… ¿Sí sabrá cuándo y dónde
murió?
—No.
—¿No vivía con usted?
—No.
—¿Dónde vivía?
—Es una historia muy larga.
—Pero habrá que saberla.
La señora respiró con profundidad y,
como tomando una grave decisión, dijo:
—Si no hay más remedio se la
contaré a ustedes… Pero en otro lugar
un poco más confortable. ¿No les
parece?
—Muy bien —dijo Plinio, animado
al ver que doña Ángela se humanizaba
—. ¿Dónde?
—Supongo que habrá por aquí cerca
algún sitio donde podamos estar
tranquilos y libres de curiosos.
María Teresa, la gordita, dijo algo
casi al oído de su hermana.
—María Teresa lleva razón.
Podemos ir al Parador de Don Quijote,
donde nos hemos hospedado, ahí en
Argamasilla, si a ustedes no les importa
salir de su pueblo.
—De acuerdo. Pues vamos. Allí nos
encontraremos —animó Plinio.
Y sin más dilación salieron del
Depósito. Ya había bastante gente
aguardando para la visita. Los
periodistas se acercaron al Jefe.
—Ya pueden ustedes entrar —les
dijo sin más explicaciones.
Maleza y el Faraón estaban a la
espera. Hicieron ademán de acercarse a
Plinio, pero éste les contuvo.
—Estamos en el Hostal de
Argamasilla. Volveremos pronto.
—Está buena la gordeta —dijo
Anacleto al Faraón al ver salir a las
tres señoras.
—Hombre, ¡tanto como buena!, no
sé qué te diga.
Arrancó el «seiscientos» del
veterinario con Plinio y el médico, que
no quería perderse la historia. El
«Jaguar», conducido por el chófer de
uniforme, salió inmediatamente.
—Sí, señor, está buena, y además se
tima la jodía —insistió Maleza.
—Tú sueñas, muchacho.
Llegaron en cinco minutos a
Argamasilla de Alba. Aparcaron los
coches frente al Hostal. Y ocuparon
sillas metálicas junto a una amplia mesa
que había en la fresquísima glorieta
pública que servía de terraza. Apenas
había gente y la proximidad del
Guadiana que cruza el pueblo, aunque
con poquísimos ánimos, oreaba el
ambiente.
Las tres hermanas Martínez
Montorio y Rivas del Cid se sentaron
juntas, como en tribunal, presidido,
naturalmente, por doña Ángela.
El médico sin dejar la cartera, el
veterinario sentado en el borde de la
silla como siempre y Plinio sin
atreverse a desabrocharse el cuello de
la guerrera por aquello del respeto,
aguardaban el importante y a buen
seguro revelador discurso de la señora.
María Teresa, la gordita, siempre
parecía sonreír y una leve gota de sudor
alumbraba sobre el lobanillo de la
mejilla. Paloma, como un boceto sin
nervio de su hermana Ángela, miraba
inexpresiva.
Acudió un camarero. Ellas pidieron
cubalibres y ellos masagranes. Nombre
éste que les hizo mirarse entre ellas
como gente superdesarrollada ante
congoleños.
Se habló levemente del pueblo en
que estaban y de su posible linaje
quijotil y, por fin, doña Ángela, después
de mirar con mucha curiosidad los
masagranes, de encender un cigarrillo
rubio con gran resolución, darle una
chupada y expeler el humo por ambas
narices con absoluta simetría, comenzó
de esta manera:
—Señores, van ustedes a escuchar
una historia de familia, que me
importaría mucho no trascendiera más
allá de los puntos que resulten
esenciales para la aclaración de este
hecho tan insólito… Este favor espero
de la cortesía y caballerosidad de todos
ustedes.
Acabado este solemne introito, miró
a los ojos de todos y cada uno de sus
oyentes masculinos buscando la
aceptación de su ruego, y empezó su
historia con este énfasis galdosiano:
—El doctor Carlos Espinosa,
aunque nació en Madrid, pertenecía a
una ilustre familia valenciana. Le conocí
hace… mucho tiempo en casa de unos
amigos comunes. Ya en Madrid
descollaba en su especialidad de
enfermedades mentales. Había estado
varios años por el extranjero y fue uno
de los primeros médicos españoles que
empezó a ocuparse seriamente del
psicoanalismo. No duró un año nuestro
noviazgo. Él era hijo único, tan apuesto,
inteligente y educado, que a pesar de no
pertenecer a nuestra clase me enamoré
de él. Papá fue senador vitalicio,
académico de la Real de Ciencias
Morales y Políticas y barón consorte.
Mamá fue la cuarta baronesa del Egido,
título que hoy ostenta nuestro hermano.
Durante unos años nuestro matrimonio
fue una verdadera maravilla. Él
trabajaba mucho, pero nos quedaba
tiempo para viajar, asistir a fiestas,
reuniones y espectáculos. Nuestra
situación económica era más que
holgada gracias a su capital, ganancias
profesionales y las muchas atenciones
que mis padres tenían con nosotros…
A Plinio, aquella historia contada
con tanto reposo le fatigaba bastante.
Mejor dicho, le parecía impropia para
ser escuchada por un policía en plena
actividad. Ganas le daban de interrumpir
a la antiquísima señora, acosarla con las
preguntas escuetas que él creía eficaces,
y a otra cosa mariposa. Sin embargo, la
verdad sea dicha, no se atrevió.
—Pero pronto empezaron las cosas
a torcerse —continuó la casi baronesa
—. El doctor, que me pareció siempre
hombre muy indiferente para la política,
al final de la Dictadura del general
Primo de Rivera, de feliz memoria,
comenzó a mostrarse peligrosamente
inquieto. Devoraba los periódicos,
cambió de amigos y tertulias, y
surgieron las primeras divergencias
conmigo y con los míos, que, como es
natural, éramos… somos y seremos
borbónicos, católicos, apostólicos y
romanos hasta la hora de la muerte…
Llegaba a casa a las tantas de la
madrugada, recibía visitas de gente nada
importante y viajaba con frecuencia. ¿A
qué seguir? Culminó el proceso con una
verdadera vergüenza para nuestra
familia. Fue detenido y luego internado
en la cárcel Modelo con otros
personajillos que mejor es no recordar.
María Teresa, la gorda, de cuando en
cuando, bebía un traguito de cubalibre,
se pasaba la lengua por los labios y
quedaba apoyada en la silla con una
plácida sonrisa.
—Pocos días antes de la malhadada
República —seguía impertérrita la dama
— salió de la cárcel. Y a partir de aquel
momento comenzó nuestra guerra a
muerte. Dejamos de hablarnos.
Convivíamos por guardar las
apariencias, pero un muro nos separaba
para siempre… Tal vez si hubiéramos
tenido hijos se podría haber salvado
algo. Pero Dios no lo quiso. Y, claro,
inmediatamente de proclamarse la
República comenzó su carrera… bueno,
su carrerita política. Lo hicieron
gobernador civil. ¡Fíjense ustedes! Él,
un doctor famoso, de gobernador en no
quiero recordar qué provincia
subdesarrollada, como ahora se dice.
Papá y yo le dimos el ultimátum. Si
llegaba a tomar posesión del cargo,
había terminado para nosotros. No hubo
solución. Me señaló una renta más que
decorosa —siempre fue hombre
desprendido, eso sí— y marchó a su
provincia a servir a la causa de la
canalla… Después fue diputado
socialista, ¡fíjense ustedes, socialista!,
director general de no sé qué,
subsecretario de no sé cuántos y luego
de las elecciones de febrero del treinta y
seis, lo sé de buena tinta, estuvo a punto
de ser ministro… Antes de esto, en
1935, me ofreció el divorcio. Aunque
me repugnaba, lo acepté. ¿Qué iba a
hacer? Me dijo que no pensaba volver a
casarse, que lo hacía por mí… Siempre
un caballero, eso sí, para evitarme la
humillación de recibir una renta
mensual, me cedió una parte de su
fortuna, que me ha permitido siempre
vivir con gran holgura… Y llegó julio
de 1936. Nosotros veraneábamos en San
Sebastián y él, naturalmente, quedó en
Madrid, con los suyos. Durante toda la
guerra ocupó cargos de gran
responsabilidad política en el Gobierno.
Ni fue militar ni se manchó las manos de
sangre, de eso estoy bien segura, pero se
mantuvo en su puesto hasta última hora.
»En abril de 1939 embarcó para
Méjico. Cuando regresamos a Madrid,
el notario me entregó un poder suyo por
el que me nombraba administradora de
todos sus bienes. Y una carta de
despedida en la que me rogaba que
aceptase esta administración hasta su
«pronta vuelta». ¡Pobre iluso!, y le
remitiera los fondos que necesitase a la
dirección que en el momento oportuno
me mandaría.
»Y para resumir: en Méjico
permaneció hasta hace un par de años.
Yo, ni que decir tiene que le enviaba
puntualmente las liquidaciones y estado
de sus negocios. Él me asesoraba lo que
convenía hacer y todo marchó
perfectamente… Por cierto, que en
Méjico en seguida se abrió camino
como médico. Explicaba en la
Universidad y publicó varios libros
importantes… Como les decía, regresó
hacer un par de años y se quedó a vivir
en Valencia, la tierra de sus padres. No
nos hemos visto. Ni él me lo pidió, ni yo
lo consideré necesario. En este tiempo
pasé por Valencia un par de veces, pero
no lo busqué. Nuestra relación
administrativa sobre sus bienes de
Madrid (que la mayor parte los tiene en
Valencia) continuaba… Pero desde hace
algo más de un mes dejé de tener
noticias suyas. Un amigo nuestro,
valenciano, hizo indagaciones en su casa
y no le supieron decir dónde estaba. El
portero ignoraba si había salido de
viaje. Una buena noche no fue a dormir,
y se acabaron las noticias…
—¿Qué cree usted que puede
haberle pasado? —preguntó Plinio.
—No tengo la menor idea —dijo la
dama con aire meditativo.
—¿De modo que lleva treinta años
sin verle?
—Treinta y uno, va a hacer.
—¿Y cómo puede usted reconocer,
señora, en un cadáver amojamado, al
que no ve hace tanto tiempo?
Doña Ángela no reaccionó.
Sorprendida por la pregunta inesperada,
se limitó a mirar al guardia con una
fijeza zoológica, al tiempo que hinchaba
las narices.
—Desde luego ese cadáver no es de
Carlos —dijo de pronto María Teresa,
la gordita vellosa, con voz lejana, que
parecía salirle del subconsciente.
Al oír esto, sí que reaccionó doña
Ángela sacudiendo dos bofetadas
sonorísimas a la pobre gordita, que
empezó a llorar como un niño.
Todos quedaron confusos. La misma
doña Ángela parecía arrepentida de su
arrebato.
—Si yo no quería decir eso…, si yo
no quería…, si yo lo que quería decir
era —balbuceaba la Mariatereseta
gordeta y peludilla.
—¡Tú te callas…! ¡Pobre retrasada!
A la otra hermana, boceto de la
mayor, empezó a temblequearle el labio
superior con tanto vaivén que parecía
iba a caérsele.
—Si yo no quería decir eso… —
repetía la llorona.
—¡Calla, aparvada…! Tú no puedes
acordarte de cómo era mi marido.
Volvió el silencio, aunque una
hermana seguía con el labio vibrante y
la otra con el sonlloro. Doña Ángela
encendió otro cigarrillo y durante unos
segundos, mirando al suelo, se dedicó a
chupar y a largar humo con una energía
desesperada. Por fin volvió a la carga
con estas razones:
—Señor Jefe de la Guardia
Municipal de Tomelloso, yo, como
católica, apostólica y romana, he sido
mujer de un solo hombre en mi vida.
¿Está claro? Esto quiere decir, señor
mío, que conservo en mi memoria… y
en el fondo de mi alma, con tal fuerza la
imagen de mi marido, que a pesar de los
años, de la muerte, y de los mismos
tizones del infierno que lo esperan, no
puedo equivocarme. No lo dude ni un
segundo, señor Jefe de la Guardia
Municipal del Toboso.
—De Tomelloso, señora —corrigió
Plinio.
—Es igual… El cadáver que hay en
el Depósito Judicial de… Tomelloso, es
el suyo. Y estoy dispuesta a recurrir a
todas mis influencias, que son
muchísimas y muy altas, para que se me
haga justicia… Ya que no le basta mi
palabra de señora.
Plinio se pasó la mano por la boca,
se rascó luego la cabeza con la misma
mano que se alzaba un poco la gorra y
dijo con palabras muy lentas y
entonadas:
—Comprenderá usted, señora, que
los tomelloseros no tenemos el menor
interés en quedarnos con ese cadáver.
Muertos no nos faltan. Ahora bien,
mientras yo corra con la responsabilidad
de este caso, y según le dije antes en el
Cementerio, hasta que no tenga pruebas
definitivas de quién es ese caballero, no
se lo entrego a nadie.
Doña Ángela, sin contestar palabra,
dio unas palmadas enérgicas.
El camarero, que estaba sentado
como un cliente más junto a una mesa no
muy alejada y que había seguido con la
mayor atención el episodio de las
bofetadas a la gordeta, se acercó con
mucha diligencia.
—¿Llamaba, señora?
—Sí. ¿Pueden pedirse desde aquí
conferencias a Madrid?
—Claro.
—Pues haga el favor de pedirme
este número. —Y sacando un carnet de
direcciones buscó un número que apuntó
en una servilleta de papel—. Tome, por
favor. Pídala en seguida.
—Está bien, señora —dijo el
camarero mientras leía el número.
—Verá usted como así todo lo
arreglamos —remachó doña Ángela a
Plinio con tono aparentemente amable.
Plinio se puso en pie.
Inmediatamente lo imitaron el médico y
don Lotario. Y mientras se encajaba la
gorra, dijo:
—Si no tiene usted otra cosa que
añadir nos marchamos, que tenemos
quehacer.
—¿Supongo —fue su respuesta—
que no habrá inconveniente en que esta
noche nos quedemos mis hermanas y yo
velando el cadáver de mi esposo?
—Lo consultaré con el señor Juez.
—No creo que pueda negarse.
—Él manda. Llámeme. Buenas
tardes, señoras.
—Hasta ahora —respondió seca.
Sentados en el porche del
Cementerio Católico aguardaban los dos
periodistas, el Faraón, Matías, Maleza
y Anacleto.
—¿Trajo Albaladejo la ampliación
de las manos? —dijo Plinio a manera de
saludo.
—Dijo que las llevaría al
Ayuntamiento a última hora —le
contestó el cabo.
—¿Y a qué llama él última hora?
—Supongo que a la de cenar.
—Jefe, ¿alguna novedad? —
preguntó el de «El Caso».
—Ninguna hasta ahora.
—¿Y esas señoras?
—Una de ellas dice que el muerto es
su marido.
—¿Y usted qué piensa?
—Hacen falta pruebas… No digo ni
que sí ni que no.
—Vaya kermés que hemos armado,
maestro-comentó el Faraón.
—Ya lo creo. ¿Hubo algo de
particular? —preguntó Plinio a Maleza.
—No. Jefe. Curiosones y bacines.
—¿Queda alguien dentro?
—Tres o cuatro… ya salen.
En efecto, poniéndose las boinas
salían tres hombres hablando entre sí.
Plinio les echó un vistazo. Ellos
saludaron con timidez.
Manuel, al fijarse mejor, conoció
que uno de ellos era Juaneque, el albañil
diurno y acomodador del cine por la
noche. Avanzó hacia ellos.
—¿Qué hay, muchachos?
Y luego de cambiar unas palabras de
circunstancias, uno de ellos, el más
joven y avispado, dijo:
—Jefe, Juaneque creo que quiere
decirle algo, pero está remiso.
El aludido miraba al suelo un poco
azorado.
Plinio sacó el paquete de «Celtas» y
ofreció a todos. Repartió lumbre y
preguntó:
—¿Qué quieres decirme, Juaneque?
—Pues quería decirle, que estoy
casi seguro que ese cajón donde venía
embalao el muerto lo he visto yo antes.
—¿Dónde?
—En la puerta de una casa lo
descargaba un camión.
—¿Qué camión?
—No sé. No me fijé.
—¿En qué casa?
—Pues eso les decía a éstos. Que no
me acuerdo. La verdad es que no reparé
mucho hasta después de los despueses.
—¿Pero, tendrás una idea, pizca más
o menos?
—Hombre, sí. En mi calle no fue…
Como tenemos obra en varios sitios.
Fue, desde luego en una calle que yo no
frecuento mucho. En la calle de
Socuéllamos, tampoco, aunque fue por
ahí. De eso estoy cierto. Por la de
Oriente, San Luis o una de ésas, que
últimamente siempre andamos por ese
rodal.
—¿Tú viste que lo entraban en una
casa?
—Yo vi que lo bajaban de un camión
parado en la puerta de una casa… Y lo
vi al paso, porque yo iba en la
camioneta del maestro Asensio.
—¿Adonde?
—No sé cierto, porque aquellos días
echamos muchos viajes repartiendo
material.
—¿Y cuándo fue, aproximadamente?
—Pues la semana pasada, cuando
volví a trabajar, dos días antes de ir a
cerrar la cerca estuve en eso.
—¿Y estás seguro que era el mismo
cajón?
—Hombre, seguro, seguro nunca se
puede estar. Ya le digo a usted que
íbamos de paso. Pero que los dos eran
muy iguales de medidas, desde luego…
Cajones así no son corrientes.
Cuando llegó a este punto quedó
callado. Juaneque y sus amigos miraban
a Plinio. Éste, después de pensar un
poco y con los pulgares de ambas manos
engatillados en el cinto, dijo:
—Mira, Juaneque, es muy
importante lo que acabas de decirme.
Ahora bien, conviene que tú… y
vosotros que lo habéis oído, os deis un
punto en la boca.
—Por nosotros puede usted estar
tranquilo —dijo el jovencillo avispado.
—Y tú, Juaneque, no tienes más
remedio que hacer memoria. Recorre
todas esas calles por donde anduvisteis
aquellos días con la camioneta. Que te
ayude el que la guiaba, a ver si me
localizáis la casa donde descargaban el
cajón, que no sabes cuánto te lo voy a
agradecer.
—Muy bien. Yo lo que quiero es
ayudarle.
—De acuerdo, pues manos a la obra.
—Esta noche tengo cine y no puedo,
pero mañana que es domingo me pongo
a la faena.
—Y vosotros, chitón.
—No, si vamos a ir con él —dijo el
mocete.
—Como queráis, pero no vayáis
entre todos a armaros un taco… Ni a
llamar la atención.
—¡Qué va! Ahora aviso a Julián, el
que hacía de chófer, y mañana al avío.
Con lo que saque le aviso.
—De acuerdo.
Plinio, después de despedir a
Juaneque y a los suyos, pidió por
teléfono autorización al Juez para que
velaran el cadáver «esas señoras». Al
regresar del teléfono dio instrucciones a
Maleza para que se lo comunicase a
ellas y dejase un guardia de servicio
toda la noche en el Depósito.
Hechas estas diligencias, el médico
se fue por su lado, los periodistas en
busca del hotel y Plinio, el Faraón y
don Lotario, antes de volver al pueblo,
decidieron echar una parrafada al
fresquito de la cueva de Braulio el
filósofo.
Cuando una hora después, animados
por el vino de Braulio, llegaron a la
Plaza, nada más descender del coche
ante la puerta del Ayuntamiento, el
guardia de puertas se acercó a Plinio.
—Jefe, que llame en seguida a la
Comisaría de Alcázar. El señor alcalde
y el señor cura párroco también quieren
verle.
—Vamos por partes, muchacho.
—Vamos…
—Primero. ¿Dónde está el alcalde?
—En su despacho.
—¿Y el párroco?
—Allí —sentado—, paseando por la
Glorieta… Está bastantico nervioso.
—Entonces, primero voy a ver al
alcalde, como mandan las ordenanzas.
Mientras, tú me pides la conferencia a
Alcázar y me la pasas al despacho de
don José. Y por último le dices al señor
cura que ya estoy aquí. Que dentro de un
rato, si no le importa, lo veré en mi
despacho. No quiero curiosones.
—De acuerdo.
—Bueno, Manuel, yo voy a casa,
que no he aparecido en todo el día —le
dijo don Lotario con pocas ganas de
marchar, pero obligado por las
circunstancias—. Ya sabes. Si me
necesitas, «che, me tocas al teléfono»,
como decía aquel argentino que
conocimos el año pasado.
El señor alcalde, tras su mesa, leía
el periódico de la provincia.
—¿Da usted su permiso?
—¿Qué hay, Manuel?
—¿Me llamaba?
—Vaya follón que han armado esas
señoras. Me he tenido que venir a la
Alcaldía porque me llaman por teléfono
de todos sitios… El gobernador, el
delegado de Hacienda, el director
general de no se qué y no sé cuántos.
Siéntese, Manuel.
El Jefe se sentó en el sofá del
tresillo que hay frente al famoso cuadro
del hombre que hace gachas, pintado por
el gran López Torres.
—¿Quiere usted fumar? —el alcalde
le ofreció un rubio.
—No, ya sabe usted que el rubio no
me va.
—Como le he dicho, no dejan de
llamarme en toda la tarde.
—¿Y qué quieren?
—Que atendamos muy bien a esa
señora; que es una mujer muy
importante; y que no va a decir una cosa
por otra. Y que si nos hace falta gente…
¿Usted me entiende, no es verdad? —le
preguntó el alcalde con intención.
—Le entiendo muy bien.
—Yo, claro está, les he dicho que
todo está en muy buenas manos y que las
señoras no habían hecho más que llegar.
—Desde luego, esa señora, doña
Ángela, importante o no, es de armas
tomar. Si viera usted las dos guantás
que le ha endilgao a su hermana la
gorda.
—¿Por qué?
—Porque a la pobre, que debe ser
más infeliz que un cubo, se le ha
ocurrido decir que el difunto no es el
marido de doña Ángela.
—¡No me diga!
—Sí, señor. Es todo un tío. De muy
mala leche. Muy mandona… Y para
aguantarla hace falta un temple…
Sonó el teléfono.
—Otro —dijo el alcalde cogiendo el
auricular—. Diga. No… Espere. Es para
usted. La Comisaría de Alcázar.
Plinio tomó el auricular y escuchó
con el cigarro en la comisura del labio.
—… Sí… sí… Ya… ya. No me
diga. Al señor alcalde lo tienen frito…
Claro, cada cosa tiene su tiempo y no
podemos aventurarnos sin pruebas
definitivas… Ya pensaba llamarle a
usted ahora para que pidiesen a Valencia
noticias de este caballero… Tome nota
(y le dio el nombre y dirección del
marido de doña Ángela, que apuntó en la
Glorieta de Argamasilla)… Sí, ella dice
que él faltaba hace algún tiempo de
casa. De acuerdo… Perdone, pero me
reservo la opinión para dentro de unas
horas. Para mañana… Oiga, ¿de
Valladolid han sabido algo? Insistan, por
favor, a ver si dejamos esto listo cuanto
antes… Hasta mañana.
—¿Qué pasa? —dijo el alcalde.
—Lo mismo que usted. Han llamado
de no sé cuántos sitios interesándose por
doña Ángela.
—Entonces, ¿no está usted seguro de
que el difunto sea ese señor?
—De seguro, nada.
—Y si no es, ¿por qué tanta
reclamación?
—No sé… histerismo… o cuartos.
—¿Cuartos?
—A pesar de estar divorciada —
claro que el divorcio ya no existe; que
en este país se casa uno hasta morirse,
aunque la contraria sea un sargento
como doña Ángela—, es ella la que
administra parte del capital del marido.
Porque el de los cuartos es él…
—Bueno, pero no va a pretender
quedarse con el primer muerto que
encuentre para heredar.
—Hombre, no; pero movida por sus
deseos, puede haberse sugestionado. Es
a lo que más me inclino… También
puede caber, ya en plan cara, que como
su marido ha desaparecido otra vez —
estaba muy metido en política—, ella,
ante el relativo parecido con el muerto
en subasta pública, se haya dicho: ésta
es la mía… Los de Tomelloso serán
unos paletos, a ver qué pasa… En fin,
estas son sospechas mías que se las digo
a usted en plan completamente particular
y digamos amistoso. El asunto está en
estudio.
Seguidamente se entreabrió la puerta
del despacho y alguien dijo:
—¿Se puede?
Antes de que el alcalde dijera «sí»,
se coló el párroco. Saludó muy fino y
excusó su entrada diciendo que no podía
esperar más; que sus obligaciones, etc.
—Le buscaba, Manuel —dijo el
párroco don Pío, hombre recio y
decidido—, porque me han llamado del
Obispado recomendándome a esa señora
que ha venido a reclamar el cadáver.
El alcalde se echó a reír.
—¿Por qué se ríe usted?
—Hombre, porque me están
llamando de toda España para lo mismo.
—Pues la señora debe ser de
muchas campanillas porque me ha
hablado personalmente el señor obispo.
Y a él lo ha llamado, según me ha medio
dicho, alguien muy importante de
Madrid… ¿Cómo está ese caso,
Manuel?
—Confuso.
—¿Usted no cree que es él?
—Faltan pruebas.
—Pero ¿y las fotografías que trae?
—Son de un hombre vivo con veinte
años menos. Tiene, es cierto, bastante
aire con el muerto. Pero no basta. El
médico opina lo mismo… Ella, además,
hace treinta años que no ve a su
marido… Estaban divorciados —añadió
el guardia con intención.
El párroco quedó pensativo, y
pensativo encendió un cigarro.
—¿Divorciados? —Sí.
—¿Por quién?
—Pues por los tribunales, en 1935.
—Ah… Bueno, eso no vale.
—Valga o no valga, no se ven hace
treinta años.
—Sí, eso sí… Yo por lo menos
tengo que saludarla… y decir algo al
señor obispo.
—Espere usted a mañana a ver si se
desvelan un poco las cosas.
—¿Cómo podría saludarla esta
misma noche? —volvió a preguntarle
sin hacer caso.
—En el Depósito estarán. Han
pedido permiso para velar el cadáver y
el señor Juez se lo ha concedido.
—Cualquiera va ahora hasta allí —
dijo mirando al alcalde con intención.
—Si no piensa usted entretenerse
mucho, que lo lleven en mi coche.
El cura miró su reloj de pulsera,
dudó un momento y dijo, decidido:
—Pues sí. Me acerco ahora y me
quedo descuidao. Muchas gracias. ¿Está
abajo el chófer?
—Sí —dijo el alcalde—, en el bar
de Clemente se pasa la vida.
—De acuerdo. Hasta mañana,
señores.
Plinio llegó a su casa derrengado
por la fatiga del día. Su mujer le tenía
preparada la cena, bajo el parral. Pero
él, antes de sentarse, se quitó la guerrera
y refrescó un poco la cara y las manos.
—Creí que no venías a cenar.
—Quita, mujer. Menudos líos.
Salió la hija:
—Padre, ya tiene usted ahí el
uniforme nuevo.
—Menos mal. Que llevo dos días
con un chicharreo que pa qué.
—¿Quieres verlo?
—Tiempo tengo. Vamos a cenar.
Se sentaron los tres en torno a una
mesa baja y comieron con sosiego,
mientras la mujer contaba a Manuel las
incidencias del día. El hombre hacía que
escuchaba, pero estaba a mil leguas de
aquello y contestaba distraído.
Después de cenar, se fumó un par de
cigarros al fresco, y se metió en la cama.
… Pero aquella noche no le iba a ser
fácil descansar al Jefe de la Guardia
Municipal de Tomelloso. Los
acontecimientos, al menos de momento,
tomaron ritmo acelerado.
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