El reinado de Witiza Francisco García Pavón, 1968 Manuel González, alias Plinio, Jefe de la Guardia Municipal de Tomelloso, y su colaborador y amigo entrañable don Lotario el veterinario, con aire desganado contemplaban la plaza del pueblo tras la vidriera de uno de los balcones del Casino de San Fernando. —En Castilla no hay primavera — sentenció don Lotario mirando las copas de los árboles de la glorieta despeinados por el viento—. Castilla es como ciertas mujeres mal templadas, que pasan del frío al calor o de la risa al llanto sin puente medianero.
El cielo estaba de un gris gordo y obsesionante que aplastaba las casas y la torre, se metía por puertas y ventanas, amainaba pájaros y gritos, empozaba el pueblo. Los árboles cabeceaban con desespero, intentando sobrenadar el toldo que los anegaba. —Es mucha Castilla. Ella nos ha hecho a los españoles tan raros… Hay veces que no la aguanto —aventuró tímido don Lotario—. Debe de ser por mis oriundeces levantinas. —Yo la aguanto, pero no me gusta. Es una tierra con muy mala leche. Me place la gente castellana porque ríe lo justo y no presume… Pero el campo y el clima, para su madre. —… Los escritores dicen que es muy buen paisaje. —Claro, para verlo. A mí también me lo parece, pero no hay quien pare en él. —Hombre, así en el otoño, pasear por el monte o comer carne frita con ajos en una huerta no está nada mal. Encendieron un cigarro y continuaron en silencio compungido ante el panorama de la plaza. Aquel plomazo aplastaba las gentes y los coches. El Ayuntamiento, que estaba a la derecha, parecía sin respiración, sin guardias, sin alcalde y sin serenos cantores, decoración vieja de teatro repuesta sin motivo. Enfrente, la Posada de los Portales, con su aire norteño de solaneras, columnas, almagres y cales, posada de antiguos arrieros y tratantes que dormían en el suelo escuchando cocear las caballerías sobre la piedra todas las horas de la noche.
Y a la izquierda del Casino, la iglesia. Plomo sobre piedra, torre chata y hechuras sin gracia, donde fueron bautizados cinco siglos de tomelloseros. Suspiradero de beatas, alivio de afligidos, oficina de funerales, catálogo de purpurinas y amenes. Tras este redondel de la Plaza, alrededor de este despeje, se extendía todo el pueblo llano, de cales, con más de treinta mil almas alimentadas por la cepa y sus caprichos. De cuando en cuando una fábrica de alcohol, un agrio olor a vinazas, lumbreras en el suelo que alumbraban las bodegas subterráneas, tractores y remolques, carros olvidados en rincones, aparejos de mulas ya inexistentes. Paz, trabajo, mucho trabajo contra un suelo terco y sin entrañas. —El caso es que no parece tormenta —volvió a comentar el veterinario. —¡Qué va! Es ganas de fastidiarnos el mes de junio. Tras ellos se oían los fichazos de los jugadores de dominó, alguna risotada y las musiquillas de los anuncios de la televisión. —No crea usted, don Lotario, que yo aguanto la televisión —dijo de pronto y sin que viniese a cuento el Jefe. —Ni yo. —Por sistema, hago todo lo contrario de lo que dice. —Si te dejas llevar, hacen de ti un monicaco. —Nos tratan como doctrinos — reforzó Plinio—. Cada cual debe hacer lo que se le ocurra con tal de que no perjudique a tercero. —Lo malo es que a la mayor parte de la gente no se le ocurre nada.
Hay más tontos que feos, Manuel. —No me lo diga. Y si no tontos, por lo menos sin ocurrencias, que viene a ser lo mismo… ¿A qué vendrá éste con tanta prisa? —se interrumpió Plinio al ver que el cabo Maleza cruzaba la Plaza con dirección al Casino. Como éste solía recrearse en cada paso como si fuera el último que iba a dar en su vida, Plinio y don Lotario, cada vez que lo veían andar a velocidad normal, que correr nunca, presumían noticia. —A ver si es que ha «salido algo», Manuel —dijo don Lotario. Plinio, que naturalmente pensó lo mismo, entornó los ojos y se pasó la mano lentamente por la nariz. Luego se volvió de espaldas al balcón para que Maleza reparase en él en seguida de entrar. Don Lotario, con las manos en los bolsillos del pantalón, también se volvió en actitud de espera. Apareció el cabo en la puerta del salón y apenas giró vistazo columbró al Jefe y a su compadre. Se acercó sorteando las mesas de partida, y llevándose la mano descuidadamente a la visera de la gorra a manera de saludo, soltó su mandado: —Jefe, que le llama el señor Juez. —¿Qué pasa? —No sé. Llamó por teléfono al cuarto de guardia, y como no estaba usted me dijo que lo buscase al contao. —Espéreme aquí, don Lotario. Será alguna cachupinada. En seguida vengo. —Aquí estoy, Manuel, y si tardas, en el herradero. Plinio marchó seguido de Maleza. Y don Lotario se acomodó en una silla, junto al balcón, para no perder de vista la puerta del Juzgado. Desde que se mecanizó el campo todos los veterinarios del pueblo estaban dados a los demonios y a completar sus ingresos con otras dedicaciones. Todos menos don Lotario. Como tenía viñas por parte de entrambos cónyuges, amén de un razonable capital amasado con muchos años de profesión, ahora encontraba tiempo para acompañar a Plinio en todas sus correrías sin cargos de conciencia. Porque antes, cuando la carrera daba tanto trabajo, cada vez que salía con Plinio de aventuras, su mujer y sus hijas no lo dejaban en paz echándole en cara su afición. «Qué vergüenza, un hombre que en vez de atender a sus enfermos como Dios manda se va a jugar a los buenos y a los malos como un muchacho» o «Lo nunca visto, tener una carrera tan respetable y gustarle ser guardia municipal». En el antedespacho del señor Juez estaba el secretario don Tomás, alias «don Tomaíto», por lo que le daba a la copa. Don Tomás era amigo de beber a solas o en compañía, según se terciaba y según le apretaba la melancolía.
Solterón y andaluz no se encontraba en su ser mientras no tenía una copa de jerez delante de su sonrisa. Cuando bebía en compañía el hombre era una fiesta. Cuando bebía solo en las tabernas apartadas, con los brazos apoyados en el mostrador, el cigarro en la boca y los ojos tras los lentes a nivel de la copa, «don Tomaíto» era un entierro de caridad. Julián Ayesta, que cayó por aquel pueblo a dar una conferencia y vio al «secre» confesándose a solas con una copa en el bar de la Lola, le llamó «el solicopero», como dicen en América. A don Tomás le cayó en gracia el dicho y se inventó una copla: «Los que me ven beber solo me llaman solicopero. No saben que acompañado que estoy más solo, es lo cierto». También estaba en el Juzgado Antonio el Faraón, corredor de vinos y con ciento veinte kilos de carne sobre su esqueleto. —Me dicen que llamó el señor Juez. —No, e sío yo que er señó Jué está en Arcasa. —¿Y qué pasa? —Pue na, que al Antonio l’han birlao un nicho. —¿Cómo que le han birlao un nicho? —Sí, que le han enterrao un forastero en su patrimonio… Vamo, que ya le van a robá a uno hasta la sepurtura. Plinio miró al Faraón con aire interrogativo. Y Antonio el Faraón, sentado a horcajadas sobre una silla, sonreía con toda su cara. —Que se lo cuente él —añadió el secretario quede vez en cuando corregía su pronunciación andaluza. —Pues nada —comenzó el Faraón con mucha prosopopeya—, que esta mañana se les ha ocurrido a las mujeres ir a hacer una visitica a los muertos, a llevarles flores y esas cosas… Y han visto que mi nicho… vamos, el que tengo yo comprao y disponible,
Dios quiera que para la suegra que todavía tengo en casa aunque de muy mal ver, pues que estaba tapiao. Claro, lo natural, como mi mujer y la chica no recordaban que hubiéramos enterrado a nadie últimamente, pues se han ido a ver al camposantero. —Y el camposantero in albis — cortó el secretario. —¿Que qué me dice, Manuel? — preguntó Antonio con sorna. Plinio hizo un gesto de escepticismo. Pero si don Lotario hubiera estado presente habría notado que en sus interiores la gozaba el Jefe, porque aquello olía a «caso gordo». —Yo creo, Manué, que debe usted echá un vistazo por… aquer sitio —el «secre» era supersticioso como un gitano— y que er camposantero quite el tabiquillo a ver qué hay. Si, cosa que no espero, hay fiambre, me da un telefonazo y nos personamo allí er Juzgao con el forense. —¿Yo podré ir también? —dijo el Faraón intentando incorporarse. —Naturaca —autorizó don Tomás. —Avise usted a don Lotario a ver si nos lleva en su coche y nos ahorramos el paseo —añadió el Faraón, pensando en el gusto del veterinario, en la reacción de Plinio y la comodidad de todos. El Jefe, sin añadir palabra, llamó por teléfono a don Lotario. Fueron en el «Seat 600» del veterinario. Como era tan poco coche para tanta mercancía, al Faraón tuvieron que encajarlo a empujones. —Parece mentira, don Lotario, que siendo usted un hombre de carrera y con cuartos no tenga un auto más señor — dijo el Faraón resoplando apenas arrancó el coche, camino del Cementerio. Pero don Lotario ni se tomó la molestia de contestarle, porque en aquel momento Plinio le ponía en antecedentes del servicio que iban a hacer. Al veterinario le olió bien el caso, como esperaba el Jefe, y conducía con la barbilla casi pegada al volante y los ojos entornados, como siempre que ponía mucha ilusión en algo. —Desde luego, es que lo que me pasa a mí no le pasa a nadie, don Lotario —siguió el Faraón cuando vio a don Lotario enterado del negocio—. Un nicho no se lo han robado a ningún cristiano desde los tiempos de los godos. —«Oscuro y tormentoso se presentaba el reinado de Witiza» —dijo don Lotario a voces. —¿Pero qué dice este hombre? — preguntó extrañado el Faraón.
Plinio se rió con todas sus ganas. —Siempre que se habla de reinados o de los godos me acuerdo de esa frase que decía un libro que estudié en la escuela —aclaró el veterinario. —Pues anda con Witiza; pobre señor, las que debió pasar —comentó Antonio. Todos volvieron a reír y luego callaron unos segundos. Hasta que rompió a hablar de nuevo don Lotario: —Pero yo siempre he visto que los nichos libres están tabicados. —Sí, señor; pero mi mujer, cuando lo compramos hace cosa de un mes, quiso que lo dejáramos destapado. —¿Para qué? —preguntó Plinio. —¡Ah! Ella dice que para que se airee. Como cree que su madre va a hincar el pico de un momento a otro (cosa que yo no espero) y estas Calonjas son tan relimpias, pues quiere enterrarla con mucho aseo. —¡Puñeteras mujeres! —exclamó Plinio. —Nunca sé de qué tienen hecha la cabeza —dijo el Faraón. —Ni cabeza ni na —siguió Plinio— son ingle sola. —Eso de ingle es un decir. —Es que Manuel, como es tan púdico, en vez de decir el sitio dice la vecindad. Los paseos del Cementerio estaban desiertos. Bajo el cielo plomo de aquella tarde ventosa parecían más de irás y no volverás que nunca. Sacar al Faraón del «Seat» fue obra de romanos. —Yo no sé cómo no harán los coches a la medida del hombre — rezongó mientras se componía el formato. Como don Lotario, tan bajito y delgado, creyó una indirecta el dicho del Faraón, replicó vivísimo: —Es que tú no eres un hombre. —Anda, coño, ¿pues qué soy? —Un almorchón. —¡Ay, qué don Lotario este! En el mismo zaguán del Cementerio el sepulturero Matías estaba sentado en un taburete concluyendo la masticación de un trozo de queso manchego bastante duro.
Al ver al Jefe y la compaña, tragó rápido en un fuerte estirón de las poleas del cuello y le dio un tiento a la botella de blanco que tenía bajo la corva. —Que aproveche —dijo Plinio al saltar del coche. —Es que, sabe usted, como tengo el estómago echao a perder, si no como a menudo, me dan unas dolascas que me retuerzo. —Pero si le sigues dando al morapio, por mucho que frecuentes el condumio, haces un pan como unas hostias —comentó don Lotario. —Tú, Matías, no le hagas caso, que eres criatura humana, y él es veterinario —comentó el Faraón. —No crea, el vino no me daña. Lo tengo bien visto. Lo que me raja es la coñá. Cuando estuve trabajando en la bodega de los Peinados, el señorito Leoncio, que en paz descanse, siempre decía que la coñá lo curaba todo. Pero sí, sí, para mí es propiamente como si pariera cada vez que me acerco a ella. —Pues el vino viene a ser poco más o menos —insistió el veterinario. —Pues ya ve usted. No lo siento. Ni ardor me da. Debe ser por la costumbre de tantos años. —Bueno, bueno, allá tú. —Tú, tumbero, come y bebe lo que te siente —terció otra vez Antonio— que médicos y veterinarios saben la mitad de la mitad. A mí me mandaron que me quitara de fumar y aína si me muero. Cada cuerpo tiene sus «aqueles» que nadie sabe. —Vamos al caso —urgió Plinio que estaba impaciente—… Entonces tú, Matías, ¿no sabes quién ha podido tapar ese nicho? —No señor. —Pero, bueno —replicó en plan de policía—, ¿es que aquí entra y sale quien le da la gana? —Hombre, claro —contestó Matías sin inmutarse—, éste, aunque triste, es un sitio público. —En donde entran más que salen — comentó el Faraón, riéndose. —Pero una cosa son las visitas y acompañamientos, y otra que te tapen y destapen los nichos y tú ni lo huelas. —No sé qué le diga. Yo siempre ando por aquí… Como no fuera por la noche. —Pero por la noche, ¿cierras o no? —Sí cierro, Jefe, pero para el buen ladrón nunca hay puerta fuerte. —Venga, vamos para allá y tráete las herramientas para ver qué hay. —Mira que como nos hubiese dejado un tesoro algún tímido —dijo el Faraón cuando ya iban de camino hacia la Galería de San Juan. —Sí, sí. Menudo tesoro —coreó Matías, que iba delante con una escalerilla de potro al hombro y una picota en la mano.
De pronto se oyeron unas voces detrás del grupo: —¡Matías! ¡Matías! Era don Saturnino, el forense, seguido de otras gentes enlutadas. Matías al verlos pareció muy extrañado, y preguntó a voces: —¿Pero no habíamos quedado en que mañana? —Estás tú bueno —dijo el forense avanzando hasta llegar a su altura—. Te dije que hoy a las siete. —Me dijo que el viernes a las siete. —¿Pues, qué es hoy, cavador? — preguntó muy cargado de razón, mientras se alisaba el pelo que le desordenaba el aire. —¡Jueves! —¡Viernes! Matías consultó a todos con la mirada y ante el asentimiento del coro comentó, mirándose la punta de la alpargata: —Desde luego es que siempre entre muertos, pierde uno el tino del almenaque. —Menudo almenaque estás tú hecho. —Pero, ¿de qué se trata, doctor? — cortó Plinio. —De una exhumación. —Entonces ha tenido usted suerte, porque a lo mejor va a matar dos pájaros de un tiro. —Pues ¿qué pasa? —preguntó tocándose el nudo de la corbata y con su habitual aire de aburrido. —Ahora le explicaré. Anda, Matías, vamos primero a esa exhumación y después a lo que íbamos. —Pues bueno. Dejó la escalera al pie de un ciprés y echó a andar delante, con la herramienta en la mano, hacia la parte del Cementerio Viejo que ya habían dejado atrás. —Es que este Matías es un juevista —dijo el Faraón. —¿Qué es eso de juevista? — preguntó Plinio. —Yo, ni juevista ni narices; lo que pasa es que no paro en to el día. —¿Pero a qué hablas si no sabes lo que es juevista? —Ni falta que me hace. —Míralo qué educado… Sí, hombre, un periódico de los curas que recibe mi chica y dice: «si quieres ser buen juevista, suscríbete a esta revista». Con don Saturnino, el forense, venían cinco o seis hombres y dos mujeres, enlutadísimos, de aspecto muy rústico y que apenas hablaban entre ellos. Luego de mil vueltas y revueltas, el camposantero se paró ante un nicho bajo, de traza muy antigua. La lápida era de mármol blanco, con esta leyenda en letras marrones: «Aquí yace Mariano López Birria, Sargento de la Gloriosa Infantería Española. 1840-1896. Sus hijos no lo olvidan. Amén». Sin más consultas, Matías se escupió las palmas de las manos, se las restregó y empezó a picar al hilo de los bordes de la lápida para ver el modo de sacarla entera. Que su oficio sí que lo sabía Matías. Y todos hacían corro al enterrador con los ojos fijos en la marcha de su picota, menos Plinio y el forense que hablaban un poco apartados. Éste escuchaba el caso del nicho robado al Faraón, sin dejar de tocarse el nudo de la corbata.
Los bromistas del pueblo solían decir que don Saturnino tenía atragantada la nuez. Y Plinio, sin darse cuenta —solía ocurrir a todos los que hablaban con el médico— a falta de corbata, de vez en cuando se llevaba la mano al cuello del uniforme como si le apretara la tirilla. —¡Doctor, el nicho va está descubierto! —gritó Matías. —Voy. Echaron todavía una coletilla a su parla, guardia y forense, hasta que por fin, éste, con pasos arrastrados fue hacia el agujero. Se abrió el corro para dejarle paso. —Venga, tire del ataúd. Matías se puso en cuclillas y empezó a tirar de él suavemente. Era una caja de maderas recias que se conservaban muy bien. Debía pesar muy poco el contenido porque salió sin esfuerzo. —Abra usted. El ennichador metió la punta de la picola entre tapa y caja a la altura de los cierres y la forzó por cuatro puntos. Luego, sin esperar más órdenes, tomó la tapa por la parte de los pies y la levantó con cuidado. A la vista de lo que allí apareció nadie dijo una palabra. Todos los presentes, en aquella tarde opaca, miraron obsesionados al destapado. El cadáver, de uniforme azul y rojo, con los galones de sargento, aparecía en su total volumen. Pero lo más chocante era su actitud. Estaba firme. Firme y con la mano derecha a la altura del kepis. El hombre había muerto saludando o saludó al morir, que para el caso es igual. Y saludando lo habían dejado sus leales. Su rigidez no era de muerto, era de militar disciplinado. Tenía, eso sí, no todo iba a ser perfección, el cubrecabezas un poco descolocado y el flequillo negro le hacía banderas sobre la frente. Su cara, amojamada y casi con color todavía, expresaba un gesto vigoroso. Las manos parecían de cartón. Las botas, el sable, unas espuelas, a pesar de ser de infantería, y la hebilla del cinturón, en su sitio, nuevecitos. El uniforme levemente descolorido, como empolvado. —Éstos sí que eran hombres —dijo al fin el Faraón. —Desde que tengo potra no he visto otra —coreó el huésped de carroñas. Y luego—: Éste debe ser un terreno muy aparente para la conservación de lo fúnebre, porque yo nunca he visto un cuerpo tan completico. Los parientes o lo que fueran que habían llegado con don Saturnino, tenían puestas las caras muy raras, como atemorizados por tener que ver algo con aquel individuo tan decidido e íntegro. La boca del muerto, apretada, quedaba casi cubierta por el copioso vello del bigote y de las barbas. —¿Dónde va a ir? —preguntó Matías a los parientes. —Pues al osario, porque aquí vendrá mañana el tío Pedro —dijo uno sin dejar de mirar. —Pues ya sabéis —les dijo el Faraón—, en este nicho vais a tener «tío Pedro» para rato… Vamos, como si no se muriese o así. —Hala, vamos con él —dijo Matías, dispuesto a cargar con el muerto.
Pero no hubo ocasión. Apenas quiso abrazar la caja para alzarla, toda aquella imagen tan aparente y conservada se deshizo como si estuviera modelada con polvos de colores. Fue visto y no visto. —¡Se jodió! —saltó Antonio el Faraón. Carne, uniforme y gesto, todo quedó ahora en montecillos de polvo de diversos colores. Resto de droguería. Sólo las botas, los metales y los pelos aparecían enteros entre el esqueleto. —Pulvis eris —dijo el veterinario. —Todo ha sido como en el cine, coño —comentó el Faraón con gesto meditativo y meneando la cabeza. A pesar de la destrucción, entre aquel terraguerío de colores, el brazo saludador, ya hueso puro, seguía con la mano donde estaba. El sargento, sin forma, sólo esquema, seguiría su imperio en la fosa común, imponiendo en aquella oscura república de radiografías el brío de su modesta autoridad. Cuando todos se repusieron un poco de la evaporación de «lo fúnebre» — como decía el enterrador— éste tomó definitivamente la caja bajo el brazo, camino del osario. Uno de los parientes del «tío Pedro» dijo de pronto al forense: Don Saturnino, yo querría llevarme el sable del sargento. —Pues tómelo, suyo es. Y el hombre echó a correr tras de Matías para que le diese el arma antes de lanzar el ataúd por la lumbrera. Los demás parientes lo aguardaron y el forense, con Plinio, el Faraón y don Lotario, reanudaron su operación «nicho robado». —Al hombre le ha gustado el sable del militante. —No te creas que no me ha dado envidia a mí —respondió Plinio, siempre añorante del arma blanca, antepasada de la porra. En camino otra vez, Antonio el Faraón contó con pelos y señales al médico la peripecia de su huesa nueva. —Desde luego, don Saturnino, una cosa así no le ha pasado a nadie en este pueblo. El médico se aplicó bien el nudo de la corbata bajo la nuez y dijo que no con la cabeza. Cuando llegaron al rodal de la Galería de San Juan, el Faraón señaló con el dedo. —Ése es. —Se diría que el yeso todavía está fresco —dijo don Lotario a Plinio. Éste asintió, y en seguida se puso a mirar los nichos de al lado por si veía huellas de algo. —A ver si es que Matías le dejó a otro la faena de algún enterramiento y el sustituto se equivocó —sugirió el médico. —O que estaba trompa —añadió el Faraón. —Dice que no —aseguró Plinio. El sepulturero se aproximaba con la escalerilla al hombro y la picola en la mano. Lejos, como muchacho con reyes, corría el hombre de luto con el sable en la mano. —De todas formas, Manuel, creo que debía usted hacerle un interrogatorio en forma —aconsejó el forense. —Vamos a ver primero lo que hay. Y si es muerto, tiempo habrá de declaraciones. —Lleva razón el Jefe —comentó el Faraón. —El sargento Birria, al echarlo al osario era propiamente como si vaciase un saco de serrín. ¡Qué ruina!, con la apariencia que mostraba. Así son de aparentes las cosas de este mundo… Allá cayó el esqueleto con las espuelas puestas.
Como empiece a poner firmes a los de abajo, va a dejar el dormitorio de las cañas hecho una malva —discurseó el enterrador mientras colocaba la escalera bajo el nicho birlado. —Esto de la muerte —dijo el Faraón— …y por supuesto lo de la vida, es un folklore de colgante de mico. Cada vez que piensa uno en los berrinches y follones, en las pasiones y arrebatos que nos aprietan día sí y día no, para luego acabar en leños y harineta, es para mear y no echar gota… Porque en este mundo justicia no hay. Eso está más claro que el agua. Que está uno hartismo de ver morirse ladrones y criminales con las manos cruzadas sobre el Cristo, ungidos de glorias y estandartes como San Juanes… Justicia no hay, Manuel, para los que están bien agarrados a los machos de la sociedad, o sea el dinero. Sólo hay… la de ustedes… para los robaperas y despistados. Y usted lo sabe. —He dicho —cortó Plinio. Aunque luego quedó pensando un poquillo y sentenció: —La historia no suele fallar, y día llegará, como decía doña Polonia la de Manzanares, que cada hijo regrese con su padre y cada duro con su dueño. —Yo no sé muy bien lo que es la historia, pero de momento le he hecho un ¡miau! como una casa —negó Antonio el Faraón. —Y… algo más habrá allí donde no sabemos —casi musitó el médico. —No digo que no —replicó rápido el corredor de vinos—, pero todavía no ha llegado carta detallándolo… Amén de que seguir la zarabanda en otro sitio, sin carne, huesos ni apetitos, hechos mera nube, tampoco le veo el chiste. —Venga, pica, Matías —cortó Plinio dirigiéndose al soterrador. El hombre se subió en el potro, dijo en un medio suspiro «sea lo que Dios quiera», y empezó a picar en el tabiquillo. Ante la inminencia del descubrimiento, la suspensión trabó lenguas y filosofías, dejó sin epílogo la plática teológica y los que esperaban alzaron los ojos y abrieron la boca. El viento se había echado dando paz vertical a los cipreses, y las nubes abrieron hendijas al último sol. Apenas hubo boquete suficiente, Matías miró por él. —¿Ves agua? —le preguntó el Faraón. —Todavía ni agua ni peces. Y siguió horadando. —Desde luego la paredilla está hecha a conciencia. —La tarde se ha puesto guapa, menos mal —dijo el gordo por decir algo. Cuando por la brecha cabía un cabeza gorda, el camposantero, con visible acelero, encendió su mechero y lo metió en el nicho. Luego de mirar y remirar se volvió a los de la boca abierta con cara rara: —Es un cajón. —¿Cómo un cajón? ¿Un ataúd grande quieres decir? —preguntó Plinio. —No, un cajón de mercancía. —Anda, acaba. —¡Ay!, mama mía, mama mía, el turrón de la feria —dijo el gordo. En un momento estuvo manifiesta toda la boca del nicho. Matías metió la cabeza. —Un cajón bien larguico… con sus flejes y todo… Vaya tarde de rarezas. Plinio subió por la otra ladera del potro y miró también a la luz de su encendedor. —Vaya, sí. —No, si… ¡Ay, Virgen de Peñarroya, paisana mía! —exclamó el Faraón limpiándose el sudor.
En éstas estaban, cuando llegaron dos zagalones, que según la cuenta eran hijos del enterrador. —A tiempo llegáis —les dijo Matías— para ayudarme a bajar una mercadería que han dejado aquí al señor Faraón. —Oye tú, rompetoscas, no me suenes el apodo, que no está la tarde para fiestas. —Bueno hombre, no se ponga usted así, que yo no sé su nombre. Los zagalones miraron al Faraón con mal encare. —Antonio Romero y Solícito es mi nombre. Romero por mí padre y Solícito por la mamá. —Apuntao y disculpe. —Venga, muchachos, a bajar ese bulto —dijo Plinio zanjando la cuestión. —A mí me ha dicho rompetoscas y me he callao… —rezongó Matías al ver la cara seria de Plinio. —Venga. Matías y uno de los mozos, desde el potro, empezaron a atraer el cajón. Cuando estaba bien fuera, lo bascularon sobre la escalera y entre Plinio y el otro mozo lo recibieron sobre el pecho, hasta descansarlo, entre todos y poco a poco, en el suelo. Era un cajón de pino de unos dos metros de largo y más de medio en cuadro; de maderas recias, con refuerzos y precintos. Plinio empezó a examinarlo con cuidado por todos los lados. —No se ve dirección ni remite — comentó Antonio con cierto respiro. —No señor —replicó Plinio—. Venga, quítale la tapa. Matías, ayudado por uno de los hijos, con la piqueta fue saltando los precintos. —¡Ay, Señor! —suspiraba el Faraón, entre bromas y veras. Don Lotario esperaba con la cabeza tan en el suelo que era milagroso su equilibrio. El médico, con la boca torcida y la mano en el nudo de la corbata, miraba casi de medio lado, con el perfil un poco encima del hombro. Y Plinio, con las manos en la espalda, algo despatarrado y la boca apretada. No se oía otra cosa que el ruido seco de las tablas al quebrarse. Lo primero que apareció fue una gruesa capa de corcholina. —Debe ser pieza delicada por la buena colcha que trae —dijo el Faraón no muy seguro de hacer gracia. Cuando estuvo el cajón sin tapa, todos quedaron mirando la corcholina. Sin atreverse a hurgar. Aquello les daba muchísimo respeto. Plinio se agachó, y con tiento, empezó a retirar las virutas de corcho. Movía las manos con levedad, como si removiera pétalos de flor. Por fin, las detuvo, palpó con presión por distintos sitios y se puso de pie. Miró a todos e hizo lentamente gestos afirmativos con la cabeza. —¡Ay, mama mía! —Venga, descubrirlo del todo. Matías y sus hijos empezaron a quitar las virutas a puñados.
En seguida, envuelto en una manta y bien atado, quedó al descubierto la forma de un cuerpo humano. —Homo est… —dijo el veterinario. Otra vez todos se dieron a la contemplación. —Venga, cortad las cuerdas — insistió Plinio. El camposantero sacó la navaja con aire decidido y tajó las ligaduras del fardo. Todavía hubo que rajar la manta. Estaba el paquete hecho con tanto esmero, que no podía desliarlo aun sin ataduras. Era hombre. Envuelto en sudario blanco. Aparentaba unos setenta años. Nariz aguileña y boca sumida. Parecía muy alto. Una crencha de pelo cano asomaba bajo el capuz. Las manos llevaba cruzadas sobre el pecho. La piel, de un blanco morado. El médico se inclinó sobre el cuerpo. —No hiede —dijo el enterrador. —Está embalsamado —aclaró el forense, que olisqueaba el sudario y le tocó la nuca. —No creo haberlo visto en mi vida —dijo el Faraón con alivio. —No parece cara conocida, no — confirmó el veterinario. —¿Cuánto tiempo llevará muerto, doctor? —preguntó Plinio. —No es fácil determinarlo. El embalsamamiento parece hecho a conciencia. Lo veré bien después. De todas formas no mucho. —No me suena de nada —repitió el Faraón tranquilo. —No se puede decir tan aprisa que no lo conocemos. La muerte come mucho. ¿Verdad, don Saturnino? — preguntó Plinio. —Sí, pero el aire siempre se saca… Vamos a examinarlo bien. —¿Lo llevamos a la «Sala Depósito» o esperamos al Juzgado? — preguntó Matías. —El Juzgado lo ve allí. —Venga, muchachos —dijo Matías a los mozos—, vamos con él. Entre todos los que allí estaban alzaron el cajón y caminaron hacia el Depósito. Plinio iba detrás con las tablas y precintos. —¡Ay, mama mía —suspiraba el gordo que en vano simulaba ayudar—, y qué habré hecho yo en este mundo para que me manden un hombre en estas condiciones! Apenas posaron el cuerpo sobre la mesa de mármol de la «Sala Depósito», don Saturnino quedó a solas examinándolo. Plinio y don Lotario, después de telefonear al Juzgado, paseaban pensativos ante la puerta del Cementerio. El Faraón se acercó a la bodega de Jonás a por unas botellas de vino. Matías y su mujer sacaron una mesita, sillas y vasos. Encendidas ya las luces, el Jefe y el veterinario entre sombras daban vueltas y más vueltas sin despegar el pico.
Por fin, don Lotario preguntó a su amigo casi suplicante: —¿Qué piensas de todo esto, Manuel? —Lo mismo que usted. Absolutamente nada. —Pero algo imaginarás. —Hombre, don Lotario, imaginar, imaginar, lo que se dice imaginar, sí que imagino. Pero la imaginación sin datos, sólo vale para escribir novelas… Todo esto es muy raro, pero que muy raro. —Quien no creo que tenga nada que ver en este entierro es el Faraón — aventuró el veterinario. —No… No creo. Él es hombre de buen natural. Travieso y bromero sí, pero nunca pasa a mayores. El médico salió del Depósito y pidió para lavarse las manos. En seguida se le oyó cacharrear dentro. El Faraón se acercaba cantando, por hacer gracia o por orearse el miedo: «Quien te puso Salvaora qué poco te conocía…» Cuando llegó con una garrafilla de blanco del otro año y un bolsillao de almendras, se sentaron todos junto a la mesilla de Matías en espera de los de la Justicia. —¿De dónde has encontrado esas almendras? —le preguntó Plinio. —En el encontraero. Empezó a sonar el líquido en los cristales y el rumiar de las almendras. —¡Ay, mama mía, la primera cosa de gusto que hacemos esta tarde! Buena persona es el vino. Sin él y sin tetas calientes, qué sería de uno, ¡madre! —Cuidao que es usted verde, Antonio —comentó el médico. —Y quién no. Lo que pasa es que unos lo decimos y otros no. Para mí, no hay más que tres verdades: el bolsón, el colchón y la andorga. Lo demás «verduras de las eras», como dice el cantar. —Pues tú, tan gordo y sesentón como estás, ya no debes alpear en el catre con lucimiento —dijo Plinio. —Hombre… donde hay, siempre queda. Fuerza en el inferior le prometo que no me falta. No es como aquel gañán mío que decía que sólo conseguía armarse por las madrugadas, aprovechando la fuerza del orín. Y lo de la gordura no es cosa mayor.
Yo me las apaño. Echo lo mocetes —y extendió los brazos— para no laminar a la contraria, y quedo como unas rosas. Y para dar mayor grafismo a sus lucubraciones, sin levantarse de la silla y con los brazos en el aire, inició algo así como un aire danzón. —Desde luego es que los Faraones habéis sido de lo más tirado del pueblo en eso de la carne —le atacó el Jefe. —Tirados, no; echados, Jefe. Echados… Buena raza. Mi padre, el pobre, a los ochenta años, apenas lo sentábamos a tomar el sol se ponía cachondo y no dejaba parar a las vecinas a fuerza de barbaridades. Y mi abuelo murió como un hombre en una casa del Canto Grande. Después del coito se quedó traspuesto y no volvió en sí. ¡Qué gusto no le daría! —Pero tu abuelo murió muy joven, según tengo entendido —dijo Plinio. —Pero eso no quita… Le sacaron un romance. Empezaba: Sebastián el Faraón murió en pecado mortal, al tercer golpe de manta se quedó sin respirar. La Jeroma le decía: «Despierta, que ya es de día, ¿no oyes que pasan los carros que se van al melonar?» Por más que lo meneaba, Sebastián sin contestar… —Luego, no me acuerdo cómo sigue… pero acababa así. La Jeroma desde entonces no la quieren contratar; dicen que mata a los hombres con su parte reservá… —Qué animalada —comentó el médico. —Cada uno su ejecutoria, doctor. Unos nobles, otros ricos, otros listos y nosotros, los Faraones, fieles al ramo de la ingle, como dice aquí. —Bueno, deja el tema ya, que te pones muy borrico y no estamos en lugar propio —dijo Plinio. —¡Huy!, que no. A mí los muertos me animan mucho… Las mujeres, en los velatorios, ya sabe usted que se caldean… Y además estoy contento después de ver que lo que me han colao en el nicho no me compromete… Imagínese usted que aparece ahí uno de los que le debo cuartos. —No te las prometas tan felices, que estamos empezando. Hubo una pausa, pausa de pito liao, gota, chupada, relamida y expelencia de humos. El Faraón, mirando a don Lotario, se sonreía con ternura y al fin rompió: —Ahora que estoy yo metido en este trance, por razones, digamos, de propiedad, comprendo, don Lotario, la querencia que le tiene usted a Manuel y lo bien que deben pasarlo. Don Lotario se sintió halagado: —Es oficio divertido. —Divertido, cuando se presentan casos bonitos, como puede ser éste — aclaró Plinio—, que llegan de uvas a peras. Porque la mayor parte del tiempo la pasa uno en rutinas del servicio, en general muy insustanciales. —Manuel, es que usted debía haber nacido en Chicago, pongo por sitio perverso.
Porque tener aficiones policíacas y ejercer en Tomelloso no tiene chiste. Aquí la gente es muy llana y de buen natural y no se mata nada más que en casos de mucha precisión — comentó Antonio. —Lo que pasa es que usted, Manuel, debía haberse hecho policía de los de verdad, de la secreta. Usted vale mucho —confirmó el médico. —Bah… Yo no soy hombre instruido. Mi padre era capataz de aquella bodega que se ve desde aquí y sólo fui unos días a la escuela. —Es que con lo que usted tiene demostrao a Tomelloso y al mundo — siguió el Faraón—, si hubiera justicia en España lo habrían nombrado ya general-policía del país. —No exageres, Faraón. Yo soy hombre con cierto sentido común y nada más. Lo que hasta ahora he hecho son chapuzas, sólo chapuzas. —No sea usted modesto, que la policía secreta de Ciudad Real-siguió el corredor de vinos —y la de Alcázar, todos lo sabemos, se quita el sombrero cuando usted entra en acción. —Y a veces, cuando tienen un caso difícil, «nos» llaman —añadió don Lotario muy satisfecho—. Di que sí. —Na… Chapuzas… Éstos deben ser los del Juzgado —concluyó, mirando a un coche que se aproximaba por la carretera del Cementerio. La noche era muy oscura. Los paseos, como boca de lobo. Allá lejos el relumbrar del pueblo. Por todos sitios cantaba el grillerío. Debían estar encelados o reclamando la luna. De cuando en cuando, por las carreteras próximas, las luces de un coche. En la casa del camposantero, las ventanas abiertas. Entrares y salires al resplandor pajizo de las menguadas bombillas. Fuera, en el porche, quedaron las sillas, la garrafilla y los vasos. Más de media hora estuvieron los del Juzgado examinando el muerto y haciendo sus diligencias. Luego salieron despaciosos. Ofreció el Faraón de la garrafilla y se rehízo la tertulia. —Lo más probable es que se trate de un forastero —dijo el señor Juez con el vaso en una mano y un cigarro en la otra. —Pero a mí se me hase mu raro que traigan un forastero a enterrar de incógnito en el nicho de Antonio — apostilló el «Secre don Tomaíto». —… De la familia de Antonio — aclaró éste—; no queráis certificarme tan presto. —¿Y tú estás seguro, Saturnino — siguió el Juez sin hacer caso de la aclaración del Faraón—, de que no ha muerto violentamente? —Hombre, heridas o magullamientos no tiene. Lo he examinado muy bien. Ahora bien… está embalsamado tan a conciencia, que no puede hacerse una autopsia corriente. Si por ejemplo murió envenenado, no hay forma de saberlo… como no sea un especialista. El Juez, con la barbilla en la mano, luego de pensar un poco, dijo: —Mañana que venga un fotógrafo. Avísale tú a Albaladejo, Tomás. Que le haga retratos de frente y de perfil para enviar a la Prensa. Hay que intentar saber quién es este hombre… ¿Le parece bien, Manuel? —Muy bien. Y se me ocurre otra cosa. —¿Dígame? —Yo digo, como a mí me dan siempre bastantico resultado las soluciones estilo pueblo…, decía yo de mandar echar unos pregones para que se acerque por aquí personal a ver si alguien lo conoce. —¡Atiza, mi madre! —exclamó Matías sin poderlo remediar—, con lo bacina que es la gente, mañana se descuelga por aquí el pueblo entero. —Lleva razón er señó del azaón — abundó el secretario—; mañana hay aquí cola como en el fúrbol. —No importa. Es lo que queremos. De acuerdo, Manuel. Es más: vamos a tenerlo expuesto durante tres días. —Muy bien —replicó Manuel—… salvo que se aclare algo antes. —Por supuesto. No sé si esto será muy ortodoxo —continuó el Juez—, pero ante la anomalía del caso toda precaución es poca. —¿Y si diéramos también el aviso a los pueblos cercanos: Argamasilla, Alcázar, Socuéllamos y demás? — aconsejó don Lotario. —No hace falta. A ver si mañana mismo se pueden mandar las fotografías al periódico de la provincia para que se publiquen por la tarde.
Y en tres días de exposición, si alguien lo reconoce, puede venir a cerciorarse… Encárgate tú, Tomás, de redactar la nota… Y usted, Manuel, se viene con el fotógrafo. A la luz linaza del zaguán se veía el corro, cual de cómicos en un teatrillo de candilejas menguadas. Los vasos de blanco, las lumbres de los cigarros, el meneo de brazos y pasos adelante de los que estaban de pie componían la escena. Al señor Juez, sentado en una silla muy baja, las rodillas le quedaban muy cerca de la cara. «Don Tomaíto», con el sombrero puesto y las gafas de armadura dorada, tenía el vaso entre sus dedos con aquella delicadeza que Dios le dio para tratar el vino. Claro que «su vino» era el de Jerez. Y como andaluz de ley, al manchego le daba trato de pariente subdesarrollado. Plinio permanecía de pie, con la gorra de paño azul un poco volcada hacia el cogote, el vaso en la mano derecha y la izquierda en la porra de goma. Actitud heredada de sus tiempos gloriosos, cuando llevaba sable con empuñadura dorada. En esta postura el sable basculaba y componía una estampa bizarra. Sin embargo, la porra, al quedarse horizontal bajo la presión de la mano, resultaba un apéndice desgraciado. Don Lotario, sentado junto al Jefe, escuchaba con las piernas y brazos cruzados. El Faraón había conseguido atrapar un serijo y, bien abierto de piernas, dejaba al aire su barriga saludable. Cada vez que tomaba del vaso, se gamuceaba el labio con su lengua rosada y sensual. Los hijos del enterrador duendeaban en la cocina. Y Matías, con la blusa azul anudada a la altura del ombligo y la boina parda hecha visera sobre la frente, escuchaba a todos con la boca abierta y los ojos de sueño. Y al fondo, por la puerta abierta de la «Sala Depósito», salía la luz pobre que velaba al muerto. Esta escena así, quieta, como una fotografía oscura, quedaría durante toda la vida en la memoria de los que allí estaban. Plinio y don Lotario, al regreso del Cementerio y buscando ocasión de poder comentar a su sabor las peripecias de las últimas horas, fueron a casa de su amiguete Braulio, que siempre los recibía con gusto. Cuando llegaron, Braulio estaba sentado a la fresca, junto a la portada de su bodeguilla, en mangas de camisa y con un gosquecillo rabicapado sobre las tablas de sus muslos. —¿En qué piensas, Braulio? —le dijo Plinio a manera de saludo. —¡Coño, la pareja! —saltó el saludado con aire de buena sorpresa— … Pues aquí me estaba cavilando en tontainas… Ya me he enterado que habéis tenido esta tarde faena de la fina. —¿A qué llamas tú tontainas, Braulio? —Pues… Llamo tontainas a esta cosa que es vivir, a la otra que es nacer, y, naturaca, a la más otra que es morirse… Y que por más vueltas que le doy al molino… y se las llevo dando desde que se me cuajó la razón, que ya va para largo, no le encuentro el chiste a este ferial. —Siempre has sido un filósofo, Braulio —le dijo Plinio. —Pos sí seré. Pero to el que no sea tonto rematao creo yo que revina estas cosas de cuando en cuando. ¿O no?… Yo, de verdad —continuó dando un cambio a la teoría—, cuando ciertos padres se ponen tan prósperos con sus hijos, y les dicen que bastante favor les han hecho con traerlos al mundo, me da una rabia… La faena, coño, ha sido traerlos a las galeras y tormentos que acopia la vida del más pintado… Como inocentes engañados debían tratarlos, y arrepentirse de haberlos metido en este berenjenal… Por eso, sin saber muy bien lo que me hacía, un servidor no se casó.
Ni tuvo hijos en lo ajeno. Y ahora con mi conciencia tranquila de no haber embarcao a nadie en esta cardenchera… He dicho. —Y muy bien dicho, Braulio… ¿Pero es que no eres feliz? —preguntó Plinio. —Yo no sé. Creo que no. La verdad es que el mundo me importa un güevo. ¿Tú me entiendes? Estoy aquí por rutina… Pero como a nadie tengo detrás, a lo mejor uno de esos días que se levanta uno con mal sabor de boca, pues me cuelgo de la viga y a hacer puñetas. ¿Me expreso o no me expreso? —Ya lo creo que te expresas… Pero veo que aquí don Lotario y yo encontramos mal tercio para el plan que traíamos. —¿Y qué plan es ése? —Hombre, beber unos vasos de vino al fresquito de tu cueva y comentar un poco todo el negocio que nos ha venido a las manos esta tarde. Braulio, que continuaba sentado, quedó mirando a los visitantes que permanecían en pie, con cara de indignación, y dijo: —¡Carajo!, el que yo os diga mis ansias no entorpece ese propósito. Que la vida hay que tomarla como la encontramos. Y el vino, la buena compañía y el fresquito de la cueva son cosas muy llevaderas por poco que uno se explique las veredas de este inquilinato… ¡Hala!, de frente marchen —dijo levantándose nervioso, sin soltar el perro, y arrastrando la silla con la mano libre se entró por el postigo abriendo camino. Bajaron con tiento, porque la única bombilla, alta y vinosa, que había sobre la escalera de la cueva, alumbraba con muy mala geometría los escalones de tierra. —¡Atiza!, si me bajo con el perro. Por favor, don Lotario, déjelo ahí fuera, no sea que se constipe. —Debías tener un candil supletorio para estas bajadas, Braulio —le dijo Plinio, que descendía un poco al bies y con pasos muy irregulares—, porque esta luz es muy pobre. —Llevas razón, Manuel, pero siempre pienso que todo el mundo tiene mi peritaje. Y lo decía bien adelantado, porque el hombre de piernas cortas y bracetes de ala bajaba como una bicicleta. La nave de la cueva también estaba muy oscura. Otras dos bombillas menudas y pajizas, tiradas con onda, pendían de unos hilos cotosos en el aquí y allí del techo. Se sentía allí un rico frescor aromado por los alientos del vino. Las tinajas de barro, con las panzas bien generosas, se alineaban a uno y otro lado de la nave. Por una escalera de mano verdinegra subieron al empotre de madera. —Tienes que arreglar esta bodega, Braulio —le dijo el veterinario—, y ponerle tinajas y empotres de cemento como ahora se lleva. —No por mis muertos. Que así la hicieron mis abuelos, así me sirve, y así me da el vino más aplomao del pueblo. A lo de ponerle más luz, me apunto. Me parece de ley y sensato, pero en tocante a cemento, ni una espuerta dejo bajar por esa escalera… Se detuvo ante la boca de una tinaja y señalándola con el dedo, dijo muy satisfecho: —Van a ver ustedes ricura manchega la de esta tenaja que he desvirgado hoy. La tengo vendida, pero me voy a quedar con cinco o seis arrobas de ella para pasar el verano como Dios manda. Quitó la tapa de paja de «aquella ricura», se sentaron todos a media anqueta en el halda de la tinaja, y Braulio, con el vaso pinzado delicadamente entre dos dedos, empezó a menear el caldo.
Cuando consideró que ya era bastante movición, metió el vaso y se lo ofreció a don Lotario. —Tú disimula, Plinio, pero primero los de carrera. Don Lotario miró un poco el vino al trasluz y se lo envasijó luego en dos traguitos. —¡Buen blanco! —dijo labieando con regusto. Volvió Braulio a menear el vaso dentro del vino, lo relleno y ofreció a Plinio, que se lo bebió de un solo golpe. Luego se sirvió él, bebió paladeando mucho, dio un beso al culo del vaso y lo dejó sobre el empotre. Don Lotario sacó la picadura de habano que llevaba en la petaca de las solemnidades, y liaron con toda pausa. Pues, según Braulio, por tres cosas se conoce a los hombres cabales: por la manera de beber el vino, de mirar a las mujeres y de liar los cigarros… Que a un pito, añadía, no se le da una mala vuelta. Era tan bueno el fresco de la cueva, tan tragadero el blanco y aromático y viril el tabaco del señor veterinario, que los tres hombres tardaron mucho en romper a hablar. Allí permanecían acluecados, perdidos en sus humos, sus tragos y sus imaginativas. Por fin, como Braulio empezó a dar ciertas muestras de impaciencia, que para eso estaba en su casa, Plinio le resumió el acontecimiento fúnebre en que andaban. —Lo que a cualquiera se le ocurre, en respective al caso —dijo «el filósofo», es que alguien ha querido deshacerse de ese muerto. Pero ¿por qué? —A mí lo que me preocupa de momento —dijo Plinio con la barbilla muy levantada y los ojos en rendija— no es eso. —¿El qué, Manuel? —preguntó don Lotario con el vaso en el aire como ofreciéndolo. —Lo que me preocupa es por qué se han tenido que deshacer de ese muerto aquí en nuestro pueblo… Y alojándolo en un nicho tan fácil de descubrir. —¿Entonces tú das por sentado que el negocio no es local? —inquirió Braulio. Plinio negó con la cabeza al tiempo que se inclinaba sobre la boca de la tinaja para rellenar su vaso. —No me huele a local como tú dices… Verás como mañana nadie reconoce al muerto. Ojalá me equivoque. Yo me sé el pueblo de memoria y esa cara no me suena. —Que la muerte altera mucho, Manuel —sentenció el veterinario. —¡Coño que si altera! —saltó Braulio como pensando en alguien que él sabía. —Pero no hasta dejar del todo desconocido a un paisano, ya viejo. Máxime que éste está bastante propio… Además, un embalsamamiento como el que le han hecho a ese cuerpo, sólo puede ser obra de médico —explicó el Jefe. —Venga otro pito, don Lotario — pidió Braulio—, desde luego, el caso es de rompecabezas. Y un cajón tan grande, si vino de fuera… ¿lo traerían en un camión? —Ya he pensado en eso. —A ver si es un ministro de esos internacionales que ahora matan en todos los sitios y lo han distraído por aquí. —Éste es un pueblo muy a trasmano —dijo Plinio. —Por eso precisamente, macho. —No seas terco, Braulio. Si de verdad hubieran querido ocultarlo, lo entierran en pleno monte y no se entera ni Dios. —Eso sí —confirmó don Lotario. —Además, lo expuesto que es meterse en un cementerio que funciona… aunque sea de noche… Abrir un nicho y toda la pesca. —¿Y si lo que pretenden los, digamos, remitentes, es que se descubriera pasado un tiempo? — preguntó Braulio. —¿Para qué? —dijo don Lotario. —Hombre… digo yo. Puestos a hacer cábalas. —Ya en ésas —razonó Plinio—, tan bien embalado como llegó, lo habrían facturado a casa de cualquiera y todo más cómodo, menos expuesto, y descubrimiento súbito. —Tú, Manuel, razonas muy bien, porque piensas que todo el mundo tiene la sesera tan cabal como la tuya.
Y estás errao. Porque la mitad de la gente… ¡Qué digo la mitad!… el milenta por mil, tiene la cabeza como una cafetera… ¡Puñeta!, si todavía no hace dos años que el Colodro compraba los melones a peseta el kilo y los vendía a nueve patacos… Lo que el hombre quería es que lo creyeran negociante —Hombre, pero el Colodro es un gilipollas… —¿Y quién te ha dicho a ti que el muerto es un Salomón? Como los vasos circularon más de la cuenta y la conversación duró mucho, aunque nada se sacó en claro, ya que las razones del Jefe y sugerencias del veterinario las torpedeaba Braulio con su misantropía, cuando los tres hombres bajaron del empotre, al filo de las once, andaban bastante averiados… Con paso lerdo y mucho meneo de brazos. Todavía en la puerta echaron una buena posdata a costa de las mujeres. Braulio sacó su doctrina de siempre. —Lo que os digo. Las mujeres tenían que vivir solas en un barrio. De la plaza pa’l norte. Allí que chillaran, se pusieran verdes, dieran de mamar a los hijos y se lavaran las vergüenzas. Y los hombres, de la Plaza pa’l sur. Tranquilos, en sus negocios, su vino, sus pitos y su parla. Íbamos a vivir como Dios… A la hora de la fornicativa, el campanero tocaba la campana mayor y cada uno pasaba al norte a echar su mandao. Y después al barrio sur. No hay más cáscaras. Veríais qué paz. —¿Y tú a quién ibas a apañar, Braulio? —le preguntó Plinio. —¡Uf, qué lástima! Yo ni siquiera a nadie. No estoy ya para esos tratos. Del barrio sur no me movía un pelo. Palabra. Cuando se despidieron los visitantes, Braulio se quedó como perplejo en el recuadro de luz que formaba el postigo de su portada abierto. Y de pronto gritó para sí: —«Yo, ya, ni más cena, ni más na. Me acuesto y a hacer puñetas». Y se metió tras dar un portazo, mientras Plinio y don Lotario se alejaban sin poderse tener de la risa.
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