Plinio no durmió bien aquella noche,
como solía ocurrirle siempre que tenía
un caso penoso. Daba vueltas y más
vueltas en la cama con la hechura de
aquel muerto aspeándole en el magín…
Lo veía propiamente con su nariz
aguileña, boca sumida, el pelo blanco
bajo el capuz del sudario y las manos
cruzadas. «Son manos —se decía— de
hombre que ha trabajado poco… Y hasta
se adivinaba, en lo posible, aire de
hombre bien visto…». Lo que le
inquietaba de manera obsesiva era la
creencia de que no había examinado con
detenimiento las tablas del fondo del
cajón, por si había en ellas alguna marca
disimulada… «Pero allí están… No
creo que las tire Matías».
Su mujer, despertada por el bulle
bulle de Plinio, le dijo con voz
dormilona:
—Duérmete, Manuel, que mañana
será otro día, y podrás disfrutar con tu
muerto todo lo que quieras.
Plinio se dio media vuelta y no
respondió.
Ella siguió monologando:
—Así que tiene crimen es una
azogue… Y si no lo tiene, no hay quien
lo aguante de puro desabrimiento.
—Anda, déjame. Vete al barrio
norte.
—¿Pero qué dices?
—Na… Cosas mías.
«… ¿Cuántos días haría que trajeron
el bulto? —seguía pensando Plinio—.
Lo del embalsamamiento quitaba
posibilidad de cálculo afinado. Y el
forense tampoco parecía muy ducho, y
era natural, en estas lides. El dato más
orientador lo dio Matías cuando dijo
que el tabiquillo del nicho “era bastante
reciente”… Me parece que ésta va a ser
mucha obra para tan menguado
operario… ¡Pero, coño! Ahora que no
me oye nadie, yo he sacado ascuas muy
grandes del fogón criminal para que
ahora se me encoja la tripa tan de
mañana».
Apenas cuajó
Apenas cuajó el día, se despertó
sobresaltado y, antes de recomponer las
ideas, se tiró de la cama. Salió en
calzoncillos al corral, sacó del pozo un
cubo de agua y comenzó a chapotearse.
Con el ruido, se despertó la mujer y
apareció en camisón:
—No se te ocurrirá marcharte sin
afeitar y sin lavarte con jabón, que hoy
vas a estar todo el día entre gentes de
corbata.
—Mujer, si esto es para quitarme las
telarañas.
Se entró en el cuarto y a poco
apareció rasurado, con el uniforme azul
bien planchado y el cigarro en la boca.
Mientras le echaba un vistazo a la
higuera, la mujer le sacó una copa de
Chinchón. Se la tomó de un trago y
marchó a desayunarse a la buñolería de
la Rocío.
Cerca de la calle del Mercado
encontró a Murrio, el pregonero, que
caminaba con ojos de sueño y el
redoblante malísimamente ceñido.
—¿Cuántas veces echaste el pregón?
—le dijo a manera de saludo.
—Pos diez o veinte.
—¿Diez o veinte?
—Pongamos quince. Y no padezca,
que más gente va a ir a ese muerto que a
la feria de Albacete. Ahora en el
mercado voy a darle unas cuantas
repeticiones.
—Está bien.
—Y hablando de todo un poco,
señor Manuel, ¿me deja usted un
cigarro?, que el estanco está todavía
cerrao y voy con una basca de fumar
que no me tengo.
Plinio le largó un «Celtas», que el
pregonero encendió rápido y luego
chupó con tanta ansia como si del
«Celtas» saliese el mismísimo chorro de
agua de la vida eterna. Todavía, antes de
dar un paso, dio un par de chupadas tan
enérgicas que Plinio, compadecido, le
metió otro cigarro en el bolsillo y lo
despidió con una palmada en la espalda,
diciéndole:
—Anda Murrio, despabila, que
tienes mucho cuento.
Murrio siguió camino con la lumbre
en la boca, y antes de llegar a la
esquina, para demostrar su eficacia,
comenzó a batir el tambor.
Plinio se detuvo para escuchar el
pregón que Murrio voceó así, con tono
de salmodia:
«Se pone en conocimiento del
público en general, que en la “Sala
Depósito”, sita en el Cementerio
Católico de esta ciudad, se halla
expuesto el cadáver de un hombre
desconocido. Comoquiera que se desea
su identificación, se ruega a cuantos lo
deseen que comparezcan en el referido
Depósito, por si alguno pudiera ayudar a
la autoridad judicial con su
información».
Cuando Plinio entró en la buñolería
de la Rocío no había un solo cliente. La
mujer, con sus manguitos blancos, muy
repeinada, y los labios bien pintados, se
entretenía en ordenar las roscas sobre el
mármol del mostrador.
—Venga, Manué de mi arma y
desayune presto, que voy a serrá en
seguidita, porque tengo que ir corriendo
a ver ese muerto tan precioso que tenéis
ustedes en el escaparate… ¡vamo!, digo.
Ya lo puede mandar el señó Jué o el
súrsum que mi menda no ve más muertos
que los de la familia… mu cercanita…
Esto é Manué, se lo dice la Rocío, lo
nunca visto. ¿Desde cuándo se llama a
un pueblo entero a ve un fiambre? Estáis
ustedes majaretas perdíos.
—Venga, venga, ponme el café y
calla. Tú que sabes.
—Claro que sé. Y eso eé una
demasía… Amás que me tié usté mu
desilusioná. ¿De cuándo acá ha
necesitao usté que le digan quién es el
muerto? ¿Es que no tiene más talento que
Cardona pa adivinarlo toíto sin
necesidad de poner bando? Así da gusto.
Que le digan a usté quién es el muerto,
quién lo mató, quién lo trajo y dónde
están los asesinos… y a cobrá que son
dos días.
Entraron dos mujerucas hablando
también del muerto, y la Rocío hizo
punto quedándole cara de rafita.
La verdad es que Plinio, a pesar de
estar tan acostumbrado a las bromas de
la Rocío que tanto le quería, esta vez
quedó un poco mosqueado.
La buñolería se llenaba de gente y
don Lotario no venía. Quien sí llegó y
con los ojos soñolientos, fue Calixto el
escultor —que ya estaba en el pueblo de
vacaciones— con Albaladejo el
fotógrafo. El hombre entró con su
sonrisa angélica, gorda la cabeza, largo
el pelo y la corbata de lazo hecha con
una cinta negra muy estrecha.
—Me ha dicho Albaladejo —espetó
el escultor antes de saludar— que va a
hacer unas fotografías al difunto y he
pensado que yo podría sacarle una
mascarilla. ¿Qué le parece, Manuel?
—Por mí no hay inconveniente.
Supongo que el médico no pondrá
reparo.
—No, ya hablé con él.
—Pues bueno. Haz la mascarilla.
—Entonces voy ahora mismo a por
los preparativos.
—Muy bien.
Y salió sin mirar a nadie.
Obsesionado.
Albaladejo, con las cámaras
colgadas del hombro, pidió un café con
churros. Y apenas comenzó su parla con
el Jefe, el coche de don Lotario paró en
la puerta. El hombre venía radiante.
—A los buenos días. ¿Sabes lo que
he echado en el coche, Manuel? Un bloc.
—¿Para qué?
—Para tomar nota de los
comentarios interesantes que hagan los
visitantes del muerto —y miró a Plinio
con aire de cuervo dotado del don de la
risa.
—Me parece muy bien.
A la Rocío se le notaba gana de
meter baza, pero era tanta la demanda de
churros y buñuelos, que en otros sitios
llaman porras, cohombros y tejeringos,
que no se daba abasto.
Cuando el fotógrafo acabó su
colación y dejaron los dineros sobre el
mármol grasiento, tomaron soleta.
—¡Adiós, linces…! Lo mejó será
que resusitéis ustedes al muerto para
que les diga quién es —les gritó la
Rocío.
Plinio, desde la puerta, se volvió y
le hizo con cierto disimulo un corte de
mangas. Ella quedó riendo tanto que le
saltaban las lágrimas.
Camino del Cementerio vieron a
numerosos madrugadores que ya acudían
al reclamo del pregón.
—Yo no sé, Manuel, si saldrá algo
de este concurso público, pero va a ser
más divertido que una boda.
En el zaguán del Cementerio
esperaban algunos curiosos. Matías no
había querido abrir la «Sala Depósito»
hasta que llegaran las autoridades. Los
que allí estaban se volvieron al ver al
Jefe.
—Abre, Matías, y que no entre nadie
hasta que hagamos las fotos.
Maleza y dos guardias llegaban
aspeando campo traviesa. Plinio esperó
a que estuvieran a voz.
—Conforme vayan llegando que
formen cola para entrar en el Depósito.
—Sí, Jefe.
—«Éste no marra una…» «Éste lo
saca todo…» «Sabe más que Lepe…»
«Si hubiera tenido cuartos, otro gallo le
cantara…» —comentaban los curiosos
al oír las órdenes de Plinio.
Manuel y don Lotario entraron con
Albaladejo. El camposantero abrió bien
las contraventanas del Depósito y el
gran cuarto se anegó de luz.
El fotógrafo quedó mirando muy
astuto el cuerpo que yacía sobre la
piedra. Hubo un momento que pareció
que Albaladejo iba a decir algo, pero
debió pensarlo mejor, y sin más
dilación, preparó los trebejos.
—Hazle varias de frente y perfil a
distintas distancias… Y esmérate, que tu
obra va a salir en todos los periódicos
de España.
—Sí, Jefe.
Y el puñetero del fotógrafo empezó a
«flashear» por uno y otro lado con
mucha dinámica y flexiones de piernas.
En un rincón estaban todas las
maderas del embalaje, que Plinio se
entretuvo en mirar y remirar.
Llamaron en la puerta con los
nudillos y abrió don Lotario. Era el
Faraón con su mujer y una hija, que
entraron con gran respeto.
—A los buenos días… que traigo a
las mujeres por si ellas, que son más
fisgonas, pudieran dar señal.
Las dos miraron al muerto,
entornando los ojos la madre y
abriéndolos mucho la moza, durante un
buen espacio.
—¿Qué? —les preguntó el Faraón.
—No lo conozgo —dijo la mujer.
—¿Y tú, Fuensanta?
La moza meneó la cabeza sin decir
palabra.
—Pues viaje perdido.
—Daremos, si no, un paseo por el
cementerio ya que hace buen oraje.
—Hala, como queráis. Veis con
Dios.
Y salieron las dos sin apenas
saludar.
—Yo creo que ya tengo fotos para
una exposición.
—Pues anda, corre y revélalas al
contao. Y en cuanto estén, las llevas al
Juzgado.
—Vale. Hasta luego.
Y salió el hombre, sujetándose las
cámaras al costado para que no le
haldearan.
A la luz del sol a Plinio el muerto le
parecía más distante que con las
sombras de la noche anterior. Le daba la
impresión de algo inasible y hermético.
Nunca había sentido con tanta intensidad
la indiferencia y cosificación que
sugiere un cadáver.
—Venga, Matías, abre. Que entre el
personal.
Y en una fila muy bien formada
empezaron a entrar gentes, que muy
despacio iban dando la vuelta a la mesa
de autopsias hasta salir de nuevo por la
misma puerta.
Don Lotario, bloc en mano, esperaba
las declaraciones.
Plinio también se quedó junto a las
tablas observando a los que llegaban,
que por cierto todos arrastraban los
pies. La mayor parte eran mujeres que
solían persignarse al pasar ante el
cuerpo. También había mozuelos y
algunos viejos.
—Tiene el aire de los Migas —dijo
una mujeruca de pañuelo negro a la
cabeza, luego de acercarse mucho a la
cara del cadáver.
—¿Qué Migas quedan vivos de esta
edad? —preguntó la que iba tras ella,
una gorda desenvuelta.
—Hija mía, yo no sé si quedan
Migas vivos o no, pero bien que los
recuerdo. Y tenían todos esta cama de
nariz y un solar de cara tan alongado
como el de este cristiano que Dios haya.
—Antes que a los Migas, me
recuerda a mí a los «Rodrigones»,
aquellos de la quijada tan caidona, los
del pleito por el solar de la Elia, que se
marcharon a las Américas cuando
ganaron los Nacionales.
—Éste tiene un aire más señor que
aquellos Rodrigones, que todos fueron
carne de cepa… Uno de ellos andaba
desnivelado de hombro, como si fuera a
caerse. ¿No te acuerdas?
—Anda, anda, lo cierto y fijo es que
no lo conocemos, porque el hablar de
aires es hablar de la mar. Y el señor
Plinio, ¿a que sí? —dijo mirando al
guardia—, lo que desea es certificación
cierta del endeviduo.
Plinio sonrió como asintiendo y las
dos mujeres salieron en el tren de la
cola con su parla entreverada de
Rodrigones y Migas esfumados, según
decían.
Al cabo de un buen rato de desfile
sin relieve, un guarda jurado llamado
Anastasio, famoso por sus bravatas, con
el sombrero hasta los ojos y la boca de
raja de melón, vestido de uniforme de
pana con vivos rojos, destacando su
autoridad, se salió de la cola al pasar
ante Plinio y le dijo en tono confidente:
—Yo sé quién es el finado.
—¿Seguro?
—Seguro como que estamos aquí
ahora mismo.
—¿Quién es?
—Un forastero que estuvo en el
pueblo la última feria. Lo vi muchas
veces pasear solo, mirando a todos
lados con curiosidad, chateando a
menudo; no hablaba con nadie. Era alto,
con el aparejo de éste. Mu serio y bien
trajeao.
—¿Dónde vivía?
—No sé qué decirle. Siempre me lo
encontraba por la calle, sin prisa y sin
compañía.
—¿Y no lo habías visto antes?
—No, pero como la feria pasada
holgué toda la semana, lo vi con mucha
repetición, y como mi vista es buena se
me quedó bien grabado. Ahora nada más
entrar y ver el muerto, se me revino a
los ojos la imagen de aquél.
Plinio le dio una palmada en la
espalda en señal de despedida y
Anastasio marchó repleto de orgullo.
—Yo lo apunto todo, Manuel —dijo
don Lotario guiñándole el ojo.
—Hace usted bien.
Seguía la cola por la amplia sala, y
Plinio de vez en cuando se salía a
respirar un poco.
Por los paseos del Cementerio
arriba seguía subiendo gente engalgada
por la bacinería.
Una de las veces que Plinio se
oxigenaba oyó que alguien lloraba
dentro. Se asomó un poco y entre las
cabezas de los que entraban vio a un
mozo que, arrodillado a los pies del
muerto, decía entre gemidos:
—¡Ay, padre mío! ¡Ay, padre de mi
vida! ¡Tanto tiempo esperándote y luego,
mira! ¡Ay!
Dos hombres forcejeaban para
levantarlo:
—Pero, venga, muchacho, qué
retahíla es ésa. Si tu padre no es éste ni
por sueño.
—¡Que sí es, que sí es! —gritaba el
mozo sin dejarse arrastrar.
Por fin, casi a empujones, lo sacaron
del Depósito y lo sentaron en una silla
rasa que por allí había.
El mozo, despechugado por las
ansias, lloraba con ambos puños en los
ojos y enseñando sus dentones
amarillos.
—No le paíce a usted la perra que
ha cogío el sinaco —dijo una mujer muy
alta, mirando a Plinio.
Uno de los que asistían al llorón le
puso un cigarro en la boca, se lo
encendió con su chisquero y casi por
ensalmo el «sinaco» dejó de llorar.
Chupando del pito quedó con la mirada
perdida. Como el pobre, mal vestido y
mal calzado, ni que decir que jamás
lavado, tenía el pantalón abierto,
algunas mujeres empezaron a reírse
diciéndole aquello de «a jaula
abierta…». Pero él seguía en la luna de
sus chupadas y humaredas. Plinio se
acercó a él, le metió en el bolsillo un
par de «Celtas» de los que llevaba para
el servicio y empujándole un poco le
puso en camino del pueblo. Se alejó
canturreando, con pasos mal avenidos y
sin quitar la atención del cigarro.
Alguien volvió a repetir que tenía
aire de Migas y, muchos, que aquella
cara «les sonaba».
Hacia mediodía, de todas las
declaraciones espontáneas, la única que
parecía haber escamado a Plinio fue la
de Anastasio, el guarda jurado. Por eso
mandó al cabo Maleza que convocara
por teléfono mismo a los dueños de
todas las pensiones, fondas y posadas
del pueblo para que acudieran a la
exposición del muerto.
Luego llegó el escultor Calixto en
bicicleta, con los apaños para hacer la
mascarilla en una caja de cartón que
traía amarrada al «porta».
—Ya estoy aquí, Jefe.
—Tendrá usted que esperar un poco
a ver si se aclara esto… Supongo yo que
a la hora de comer remitirá la parroquia.
Y podrá usted trabajar a gusto.
—No faltaba más. —Y apoyando la
bicicleta en la pared se puso a
contemplar el paisaje dando paseíllos
cortos.
Luego sacaron a una moza mareada.
La sentaron en la silla y le humedecieron
la frente con un pañuelo. Estaba
completamente pálida y con un cierto
sudor. Cuando al fin abrió los ojos
preguntó qué le había pasado. Se
reanimó, y del brazo de otras dos
marchó caminando despacio.
… Hacia la una del día empezaron a
clarear las visitas. Plinio dio permiso al
escultor para que entrara a su labor y
don Lotario salió con su bloc lleno de
apuntaciones que fue mostrando al Jefe.
Al cabo de un poco salió también el
Faraón.
—¡Coño, qué incertidumbre!
—¿Qué te pasa, Antonio?
—Que no sé si quedarme ahí dentro
viendo al Calixto hacer la máscara o que
nos fuéramos a tomar unas cervezas
fresquitas.
—Tú verás. Don Lotario y yo nos
apuntamos a las cervezas.
—Pues eso.
Tomaron el «seiscientos» y tiraron
hacia el pueblo.
—Vamos al otro casino, al de
Tomelloso, que no habrá gente a estas
horas y podamos estar tranquilos, digo
yo —sugirió Antonio.
—Sí. Mejor será.
—Tengo metido en el colodrillo la
cara del muerto de la puñeta. Como que
desde ayer tarde no he mirado otra
cosa…
El salón del Casino de Tomelloso
estaba vacío, como esperaban. Pascual,
el camarero, único viviente, dormitaba
en un sillón. La luz refina que se filtraba
por los cristales esmerilados de la
montera, obra maestra de Luis el del
«Infierno» en sus años de plenitud,
cuajaba un ambiente suave, de sol
invernizo, delicado.
Se sentaron los tres hombres bajo el
espejo de la izquierda, y como Pascual
no despertase con el ruido que hicieron
al entrar, se pusieron de acuerdo para
dar palmas a la vez a ver si conseguían
aventar el modorro que tenía tan
derrotado al camarero.
Éste, al oír los múltiples y
esforzados aplausos, dio un respingo
cachorril, se restregó ambos ojos con
iguales manos, y luego de orientarse de
qué parte del gran salón le venía el
manoteo y la guasa, se puso el paño al
hombro, tomó la bandeja bajo el brazo
como un broquel y fue hacia ellos.
—¡Venga, chico! —le dijo el
Faraón—, ¿es que estuviste anoche
«anca ésas»?
—¡Qué va!, estuve de vela por el
puñetero del muchacho que lloró hasta
el amanecer. Ha llegado tardío, pero con
unas ganas de pasacalle que pa qué.
Luego que trajo Pascual las jarras de
cerveza y unas gambas a la plancha, los
tres hombres se aplicaron a ellas con
gran gusto. Sacó luego Plinio el «Caldo
de gallina» de los amigos, y empezaban
todos a liar cuando se vio moverse la
puerta giratoria y en seguida apareció
Alcañices, muy prisoso. Al verlos
sentados bajo el espejo, puso cara de
gusto:
—Menos mal que les encuentro —
dijo a manera de saludo.
—¿Pues qué pasa? —le preguntó
Plinio.
—Nada, hombre, un negociejo que
se me ha ocurrido.
—Siéntate, negociante —le dijo el
Faraón.
Alcañices era un menestral muy
emprendedor.
—¿Y vienes a pedirnos
financiación? —le preguntó Plinio.
—Nada de financiación. Vengo a
pedirle permiso a usted, Jefe.
—¿De qué se trata?
—Poca cosa, pero que puede dar
hilo… Verá usted: he visto al artista
Calixto haciendo la mascarilla del
difunto anónimo y me ha dicho que usted
le autorizó. Entonces yo he pensado que
me hiciera a mí una copia. Y ha dicho
que sí. ¿Sabe usted para qué?
—No. ¿Para qué?
—Para fabricar caretas, hombre de
Dios. Si está claro.
—¿Caretas de máscara?
—Quiquilicuatre.
Plinio se pasó la mano por la nuca
como buscando una razón, pero se le
adelantó el Faraón.
—Pero, oye, so chalao, si estamos
en junio y para carnaval falta la
intemerata.
—No importa.
—Sí importa, porque en carnaval ya
se habrá olvidado todo el mundo del
cadáver anónimo, como tú dices.
—¿Qué tendrá que ver una cosa con
otra? A la gente, ¿comprende usted?, le
está haciendo mucha impresión este
muerto… Máxime que lo va a visitar
medio pueblo… Y un recuerdo de estas
cosas siempre gusta. Y, claro, como las
mascarillas son muy caras, pues la gente
comprará caretas…, que el ponérselas o
no ya es otro cantar.
—¿Entonces, tú crees que pones en
el mercado un puesto de caretas en
pleno junio y te las quitan de las manos?
—dijo el Faraón con sorna.
—Como rosquillas, sí señor. Yo
conozco la fantasía fúnebre de la gente.
—Allá tú. Pero yo no lo veo claro.
—Usted, Jefe, ¿me autoriza o no me
autoriza?
—Yo sí; no faltaba más. Pero
piénsalo.
—Está pensao. Me voy.
—Pero, hombre, mascarero, tómate
una caña.
—Se agradece. ¡Abur!
Y salió de pira.
—¡Anda con Dios! Va como si ya las
tuviera en el horno.
—¿En el horno? —preguntó Plinio.
—Es un decir.
—Está el pobre como una turbina.
Las muertes misteriosas sacan a la gente
de quicio.
Consumidas las cervezas y las
divagaciones sobre el negocio de las
caretas que se prometía el industrial
Alcañices, decidieron irse a comer.
El Faraón marchó a pie desde el
Casino y don Lotario llevó a Plinio en
su coche. Por cierto, que cuando pararon
en la puerta de éste, tuvo lugar una corta
plática que merece copia.
—Manuel, te encuentro muy raro en
este caso.
—¿Raro?
—Sí. Lo estás tomando como a
chacota. No entras en él seriamente,
salvo que me estés engañando.
—¡Qué le voy a engañar! Y de
chacota, nada. Sencillamente es que no
sé por dónde meterle mano. No hay
carne que sajar. Estoy con las narices
abiertas esperando que me llegue algún
viento aprovechable… Creo que
estamos operando como requiere el
caso, pero hasta ahora no pinta el
juego… Este negocio no ha dado la cara
todavía, sin duda porque en él hay algo
raro, algo fuera de lógica.
—En fin, como tú quieras.
—De verdad, don Lotario, que estoy
in albis, como usted dice.
—De verdad, Manuel, que tampoco
te interesa mucho el muerto.
—Ni me interesa ni me deja de
interesar. Que no lo entiendo, eso es
todo.
El veterinario hizo un gesto
ambiguo.
El Jefe, sonriendo con aire
comprensivo, entreabrió la puerta del
coche y dijo a manera de saludo:
—Bueno, en comiendo nos vemos en
el San Fernando a tomar café.
En el Casino de San Fernando, a la
hora del café, el Faraón era la figura
del día. Su tertulia habitual, acrecentada
aquella tarde, era un jubileo. Todos le
hacían chistes sobre el «muerto que le
habían echado los Reyes», que había
«realquilado», que «venía a darle el
último aviso»… «Que vaya muertazo
que le habían dado»; que si de corredor
de vinos «se había trocado en corredor
de difuntos»… «Que no hay muerto que
cien años dure»; que «si le debía algo»,
«que vaya mensaje», etc.
Antonio, a su vez, con mucha calma
y entre sorbo y sorbo de café, contaba
los accidentes de la jornada. Lo del
mozo que decía que el muerto era su
padre. Lo de Alcañices, el de las
caretas… El hombre estaba eufórico y
se las prometía felices en los días que
podían faltar hasta dar a su muerto el
destino final.
—De verdad que no va a haber otra
feria como ésta en mucho tiempo. ¡Qué
tiberio!
En éstas estaba cuando llegó
Albaladejo con copias de las fotografías
que habían enviado a «Lanza», el diario
de la provincia. Primero se las mostró al
Faraón y todos se las pedían para
verlas.
Albaladejo, al observar el rumbo tan
torcido que podía tomar su pensado
negocio, dijo con alarma:
—Paso a paso, señores. De
escaparate sólo ésta. Las demás, a tres
duros la que tiene el muerto de frente y a
dos duros la que lo tiene de perfil.
Al oír lo de los duros, se retrajeron
las peticiones y surgieron algunos
comentarios defensivos: «Quiere
comerciar con el fiambre, el puñetero
retratista».
—Cada cual a lo suyo, mangas
verdes —dijo al comentarista.
Y lejos de amilanarse, se creció. Y
subiéndose a una silla empezó a vocear
con energía inesperada:
—¡Fotografías del muerto! ¿Quién
quiere? A tres duros las de frente, a dos
las de costao.
—Venga, dame a mí una de cada
postura —dijo el Faraón alargando
cinco duros al artista.
—Dos para don Antonio. ¿Quién
quiere más?
Y poco a poco, aunque con bastante
reúma, comenzaron a menudear los
compradores. Algunos se quedaban
indecisos, asomándoles el canto de la
moneda entre los dedos y el bolsillo,
con el entrecejo calculador. Otros
parecían decididamente remisos y
bajaban los ojos desentendiéndose de la
oferta. Los más pillos procuraban verlas
gratis sobre el hombro del comprador
que tenían más a mano.
Llegaron Plinio y don Lotario
cuando el comercio de fotos estaba en su
auge.
El Faraón, que estaba en el colmo
de la euforia con todo aquel ambiente y
había pedido una botella de coñac
Peinado para todos sus amigos, con gran
esfuerzo, como correspondía a su
humanidad, se levantó y fue hacia el Jefe
y acompañantes mostrando las fotos:
—Las efigies… Aquí están las
efigies.
Plinio se puso las gafas y las miró
con detención.
—¿A que ha salido muy propio?
—Desde luego no ha salido movido
—dijo un chusco.
Con la llegada del Jefe y de don
Lotario se animó el corro de la bolsa
fotográfica y había demanda por todos
los flancos.
Albaladejo parecía que venía
forrado de retratos, porque se los sacaba
de todos los bolsillos y pliegues de su
cuerpo.
—¡A diez y a quince!
Plinio y don Lotario se sentaron en
la tertulia del Faraón y a cuenta de éste,
que estaba tan contento como si en vez
de muerto matutero le hubiese tocado la
lotería, pidieron café y puro, más la
copa de coñac de la botella que estaba
en ronda.
—¡Se acabó lo que se daba! —dijo
Albaladejo también pimpante—. Me voy
al contao a mi laboratorio a hacer más
copias.
—Oye, operario —llamó el Faraón
a Albaladejo—, haznos una foto al Jefe,
a don Lotario y a mí en recuerdo de este
día.
—No faltaba más —dijo el chico
preparando la máquina y el flash.
El Faraón, que estaba entre las dos
autoridades, pinzó con cada mano una
foto de manera que se viesen bien y
añadió con voz de broma:
—Dispara, chico, que ya estamos
todos.
Cuando alumbró el flash y se
deshizo la escena, muchos se reían.
A Plinio no le parecía mal que todas
las gentes del casino estuvieran mirando
y remirando las fotos del muerto. A ver
si salía algo.
La atención de muchos de los que
estaban por aquel rodal, que es el de la
izquierda, conforme se entra en el salón
de abajo, se centró de pronto en Aurelio
Carnicero, hombre prosopopéyico y de
aventajada estatura que, con las gafas
puestas y entre las manos las dos fotos,
decía algo con tono muy radical y
convincente:
—Sí, hombre. Completamente
seguro. Con cuarenta años más, pero
ésta es su cara. Como si lo estuviera
viendo.
Levantó los ojos sobre las gafas,
miró hacia el Jefe que estaba a seis u
ocho metros, y avanzó luego hacia él con
pasos muy seguros y sin dejar de hablar
ante la expectación de todos, con aquel
tono oratorio que se gastaba:
—¡Pero Manuel! ¿Cómo no lo has
reconocido? Si es de tu tiempo. Pues
pocas veces lo verías tú. Yo era un
muchacho y no se me ha despintado.
Y se detuvo a unos dos metros del
Jefe, con los brazos semiabiertos y el
gesto muy teatral, consciente del interés
que despertaban sus palabras y
actitudes.
Plinio, con el puro en la comisura y
un ojo guiñado obligado por el humo, lo
miraba y oía sin especial interés.
—Yo, vamos —continuó Carnicero
—, esta tarde iré a ver el físico del
finado, pero con la mera fotografía me
sobra y me basta… Y usted, don Lotario,
¿tampoco lo ha reconocido? —dijo
señalando de manera inculpadora al
veterinario.
Éste, encogiéndose más de lo
encogido que solía estar siempre, negó
tímidamente con la cabeza.
Y luego que Aurelio Carnicero
mostró su decepción ampliamente, dio
otro paso adelante, se encaró con el
Faraón, y le preguntó con aire muy de
fiscal:
—Y tú, Antonio, ¿tampoco lo has
reconocido?
El Faraón, que ya estaba preparado,
inundó su cara con toda la socarronería
que le era habitual y dijo:
—¿Pero tú crees, Aurelio, que si yo
lo conociese íbamos a haber armado
todo este tiberio? ¡No me seas de la
Ossa, hombre de Dios!
Como el tono de la respuesta
faraónica echaba por tierra tanto énfasis
del demandante y tanta suspensión de la
concurrencia, Aurelio Delgado, un poco
corrido, cortó la larguísima goma de su
alegato y cantó el nombre:
—Éste es, para que lo sepáis
todicos, don Ignacio de la Cámara
Martínez, el de la Casa de Miralagos…,
el mismo que viste y calza… Quiero
decir, el mismo que vestía y calzaba.
Y dicho el mensaje, quedó fijo en su
lugar, con el gesto rebosante de razón,
una mano apoyada en la cadera y la otra
al frente con las dos fotografías
enhiestas como si hubiera cantado las
cuarenta con unos naipes desmesurados.
Al escuchar aquel nombre, la mayor
parte de los contertulios quedaron
desconcertados, con cara de no recordar
o no conocer al personaje mentado.
—Sí, hombre, sí —achuchó Aurelio.
Y en seguida, dirigiéndose a don
Gerardo, el más viejo de la tertulia:
—Fíjese usted bien, don Gerardo.
Fíjese bien usted, que tanto trató a la
familia.
Don Gerardo, luego de mirar los
retratos con gesto escéptico, dijo:
—Yo… y todos dejamos de ver a
Ignacio hace unos cuarenta años, si no
me equivoco. Cuando debía tener él
unos veinticinco… No es fácil pensar en
él ante la fotografía del cadáver de un
hombre que muy bien puede tener
setenta.
—Esa frente, esa nariz volandera,
ese labio largo son los de don Ignacio
de la Cámara Martínez… Ya sabe usted
que tengo muy buena memoria.
—Si no te digo que no —recalcó
don Gerardo el farmacéutico— pero que
yo no lo reconozco.
Aurelio se quedó con los retratos un
poco en el aire, como sin saber a quién
atacar después de las razones del
boticario y volvió con ellos a encañonar
a Plinio:
—Y tú, Manuel, ¿qué dices ahora?
—Digo lo mismo que don Gerardo.
Puede ser. Además, yo no recuerdo en
absoluto la cara de don Ignacio… La
última vez que lo vi fue el día del
accidente de su mujer, el año treinta, o
cosa así, y tengo una idea muy remota de
su rostro.
—Además —dijo el Faraón—, la
familia de la Cámara tiene un panteón
muy bueno en Argamasilla, para que
vengan a dejar su cuerpo en el nicho de
un pobre corredor de vinos.
—Ése es otro cantar. Pesquisas que
entran en el terreno del poder judicial y
del ejecutivo en los que yo no me meto.
Allá Manuel y el señor Juez. Aquí
estamos ahora en el momento de la
identificación de la víctima, o no
víctima. ¿Me expreso?… Y a ello me
atengo. Además, a las pruebas me
remito… Nada más fácil que buscar
fotografías de don Ignacio, que en el
pueblo habrá muchas, y establecer
cotejo.
Plinio asintió con la cabeza.
Y al ver los socios del San Fernando
presentes que remitía un poco el debate
público, surgieron comentarios por
varios lados. Aurelio comenzó a
recordar a los más próximos la vida de
don Ignacio Martínez de la Cámara, que
prometía ser un buen capítulo, pero en
éstas entró el cabo Maleza, y se acabó la
ocasión para Plinio y don Lotario.
El cabo, aproximándose al Jefe y
luego de saludar sosamente, le dijo:
—Que están allí los fondistas
esperándole.
—Está bien. Vamos para allá.
—¿Volvemos al tajo, entonces? —le
preguntó el Faraón, que estuvo a la
escucha del recado.
—Volvemos —confirmó Plinio
levantándose.
—Bueno, señores, hasta más ver. Y
a ti, Aurelio, muchas gracias por la
pista.
—Nada, hombre. Ya te digo. Estoy
seguro. Ahora, dentro de un rato, en
cuanto se eche un poco el sol, voy yo
para allá.
—Como quieras.
En el zaguán del Cementerio ya
había otra vez grupos de curiosos. Por
los paseos, animación de ir y venir. El
tiempo se había caldeado mucho y en
algunas eras próximas andaban ya en las
faenas de trilla.
Apenas bajaron del «seiscientos» se
fue hacia ellos Enriquito, el de la Fonda
de Marcelino.
—¿Hay más del ramo? —le preguntó
Plinio.
—Sí, hay otros dos o tres.
—Búscalos, Maleza.
Cuantos había allí miraban a Plinio
con curiosidad. La gente modesta sentía
el orgullo de que Plinio fuera de los
suyos. Los adinerados consideraban
también que, de cierta manera, Plinio
les pertenecía. Manuel González, alias
Plinio, «el primer listo del pueblo»,
como solía decirle Ángel García, era
profeta en su tierra. Todos le querían y
admiraban a pesar de que era poco
«alujero» y en cuanto a ideas y criterios,
solía tener su alma en su almario y no se
dejaba arrastrar por esos ventisqueros
de cabeza que echan a cada nada las
masas de un rodal a otro.
Mientras venían los demás fondistas,
Plinio, arrimándose al grupo más
próximo, preguntó:
—¿Qué, habéis visto al difunto?
—Sí —contestó uno de ellos.
—¿Os dice algo?
Algunos menearon la cabeza. Uno
aventuró:
—Fijo que es forastero.
—Lo que se ve claro es que es
señorito —apuntó otro, con aire de
hombre de oficio.
—¿Por qué?
—Hombre, porque presenta el
pellejo muy liso, sin trazas de haberle
dao el sol.
Llegó Maleza con los otros
hospederos.
Plinio, con discreción, los apartó un
poco, y les contó la causa de la llamada.
—Me han dicho que por la feria del
año pasado hubo aquí un forastero alto,
de empaque parecido al del muerto, que
iba y venía por todas partes sin hablar
con nadie. ¿Alguno de vosotros recuerda
haber tenido en su casa un hombre así?
Varios de ellos negaron lentamente.
Y Enriquito se reservó.
—Pensadlo bien.
—¿Tú qué dices, Enrique?
—Allí en mi casa sí hubo uno de
esas señas. Alto, con traje oscuro de
verano.
—¿El muerto te lo recuerda algo?
Hizo un gesto ambiguo. Y luego se
explicó.
—Podría ser… pero tanto pelo
blanco como éste tiene me despista… Se
prestaba el pelo así de un lado a otro
para taparse un poco la calva… Claro
que se podía teñir.
—¿Tú hablaste con él?
—Poco. Era hombre muy silencioso.
Algunas veces preguntaba por gentes
que ya habían muerto o que eran
viejas… Y también preguntaba por
sitios. Recuerdo que un día estaba
mirando a la parte donde estuvo la
ermita de San Francisco. Y me preguntó
que cuándo la había quitado y por qué.
—¿Pero te dijo si era del pueblo?
—No. No lo dijo ni yo le pregunté.
No era hombre de conversación fácil.
Tampoco yo lo procuraba mucho, porque
ya sabe usted que en ferias tenemos
muchas prisas.
—¿Guardarás la ficha para saber
cómo se llama?
—En el libro de entradas debe estar.
—Procura recordar todo lo que
sepas y luego me buscas.
Enriquito se quedó callado como si
no tuviera más que decir, pero de pronto
—era su tic—, cuando menos se
esperaba, volvía a soltar un chorrito de
palabras:
—… Un par de días estuvo un poco
enfermo y lo visitó don Saturnino.
—Eso está bien.
Volvió a quedarse callado mirando
al suelo. Todos esperaron por si decía
algo más. Y cuando parecía que no,
resultó que sí:
—… Con el que hablaba bastante y
lo acompañaba a veces era con Andújar,
el de las maletas.
—También vale.
De nuevo esperaron por si volvía a
hablar, pero resultó que no. El hombre
sacó un cigarrillo, lo encendió, y puso
cara de haberse despreocupado del
asunto.
—Pues muchas gracias a todos por
haber venido —dijo Plinio a los
fondistas. Y luego, dirigiéndose a
Maleza:
—Búscame a Matías.
La gente entraba y salía de la «Sala
Depósito».
—Pase usted, don Lotario, a oír qué
dicen. Yo voy con Matías a ver por
dónde pudieron entrar el cajón dichoso.
—Está bien, Manuel. Ya me
contarás.
Llegaba Matías, sacudiéndose las
manos:
—¿Qué se le tercia?
—¿Estabas trabajando?
—No corre prisa.
—Vamos a dar un paseo por el
Cementerio. Quiero que hablemos.
Matías miró con suspicacia al
guardia.
—Como usted quiera.
—Espéranos aquí, Antonio.
—No faltaba más. Voy a hacerle una
visitica al pobre, a ver si ha cambiado
de postura.
Entraron en el Cementerio Viejo.
Plinio aprovechó para desabrocharse la
guerrera del uniforme azul de invierno,
que ya resultaba molesto.
—¿A qué hora os acostáis, Matías?
—¿Que a qué hora nos acostamos?
—Eso es lo que pregunto.
—Hombre, pues cuando acaba la
televisión. A las doce poco más o
menos.
—¿Y cierras las puertas del
Cementerio?
—Claro, eso ni se pregunta.
—¿Todas las noches?
—Todas. Antes de entrarnos a cenar.
—¿Y tus hijos no salen de noche?
—Los sábados van al cine… O
donde sea.
—¿Y cómo abren?
—Tienen la llave de la puerta de mi
casa y para nada tienen que entrar al
camposanto… Bueno y puedo yo
preguntarle ¿y to esto a qué viene, Jefe?
—dijo, parándose y pasándose la mano
por la cara con barba de una semana.
—¿Cómo crees tú entonces que
pudieron pasar el cajón hasta el nicho de
la familia del Faraón? —dijo Plinio
por toda respuesta.
—No sé. Los candaos de las otras
puertas y las cadenas estaban sin tocar.
Y las paredes del cementerio son muy
altas como para poder maniobrar con
ese cajonaco. Sería menester una grúa.
—Es que la cosa es grave para ti,
Matías.
—¿Para un servidor?
—Hombre, claro. ¿Qué puede
pensarse de un camposantero al que le
pasan los muertos y se los entierran
delante de las narices sin enterarse?
—… Pueden pensar lo que quieran,
pero yo le juro que no sé nadica.
—Si yo no dudo de ti, a ver si me
entiendes. Lo que deseo es que entre los
dos saquemos una conclusión —le dijo
para tranquilizarlo.
—Ya, ya, pero que yo no concluyo
nada en dos días que llevo dándole al
magín.
—Vamos a dar un paseo por todo el
perímetro, anda.
Echaron a andar al filo de aquel
huerto sombrío, sin hablar.
Casi en todos los muros había
adosadas galerías de nichos, y en el
Cementerio Viejo, muros altos y
encalados, difíciles de saltar.
—Ésta —dijo Matías ante un muro
sin encalar— es la parte nueva, la que
acordó el Ayuntamiento después de
tantos líos… que usted se acordará.
—Sí…
El muro estaba hecho de tapial,
según es allí costumbre, y todavía
parecía húmedo.
—¿Cuándo acabaron este muro?
—¿Cuándo?
—Sí, ¿cuándo?
—¡Coño!, ahora que dice usted.
Pues acabarlo, acabarlo, sería hace más
de un mes, pero… Venga usted.
Y sin rematar la frase echó a andar a
toda pierna. Plinio le seguía con
dificultad entre las sepulturas, algunas
abiertas, con cardos borriqueros o
tablas de viejos ataúdes en la sima.
«Verás tú, éste me entierra a mí
también», se decía mientras caminaba,
triscaba entre aquellas muerterías.
Por fin se detuvo el huesero, no sin
cierta fatiga, frente a una parte del muro
que todavía rezumaba agua.
—Digo…, decía-y de verdad que lo
decía, aunque entre resuellos —que este
trozo, como bien se ve, lo cerraron
bastantico después… Hará, qué sé yo.
Como una semana. Creo que porque se
puso el oficial malo… por falta de
piedra, para sacar materiales o no sé
qué.
—¿Qué maestro hizo la cerca?
—Asensio el Nuevo.
—Claro que…
—¿Qué?
—Que de aquí al nicho del Faraón
hay mucho camino para ir con un cajón a
cuestas… y muchos nichos y sepulturas
vacías, más a mano, para dejar el muerto
sin necesidad de hacer tanto camino.
—Ésa es la puritica verdad —
asintió Matías, ya con mejor respiro—.
Como en este pueblo la gente se compra
el nicho antes que la dote, los hay vacíos
a manta… Y además tabicados. Así se
puede meter el mandao, volverlo a
tabicar y no se entera nadie… Ahora, y
usted perdone que yo piense por mi
cuenta, pero está claro como el agua que
venían al nicho del Faraón a tiro hecho.
Plinio miró y remiró aquella parte y,
sin decir nada, sacó los «Celtas».
—¿Qué, Jefe?, ¿no le convence?
—Ni me convence, ni me deja de
convencer… ¿No hay otro sitio de fácil
acceso?
—¿Cómo?
—… Por donde se pueda entrar
bien.
—No.
—Vamos ahora al nicho del Faraón.
—Por aquí se va mejor.
Cuando llegaron a la galería de San
Juan, donde estuvo el cajón, Plinio
quedó mirando los nichos que rodeaban
al de marras.
—Por lo que veo no queda libre más
que el del Faraón y aquel otro, en este
rodal. ¿Y estos tres que están sin lápida?
—Los ocuparon hace poco… Si esto
me lo sé yo como la cartilla.
—Que sí, hombre… Pero sigue
haciendo memoria, porque hace media
hora no se te alcanzaba por dónde
podían haber pasado el contrabando, y
hasta ahora mismo no has caído en lo
del hueco que dejaron los albañiles en
la tapia.
—Hombre, es que uno tiene muchas
cosas en la cabeza.
—O ninguna.
—Coño, Jefe, no se ponga usted así.
Que uno es un pobre rompetoscas…
—Anda, no te inflames, que las
cosas hay que tomarlas como vienen.
Cuando regresaron al porche había
más animación. El Faraón se acercó y
le dijo casi al oído:
—Ahí sigue el Aurelio con su
matraca de que el muerto es don Ignacio.
Dice que así que se ha enfrentado con el
cadáver, que está más fijo que la vista
que es él.
Plinio no contestó. Se levantó la
gorra y con la misma mano se rascó la
cabeza.
—Y lleva una hora —continuó—
contando a todo el que quiere oírle la
historia de aquella familia, y no sé
cuántas antiguallas del pueblo.
—Algo habrá dicho entonces de don
José María Cepeda, de don Antonio
Criado y don Melequíades Álvarez —
apuntó Plinio con guasa.
—Vaya, sí. A todos los ha citado ya.
Y a Vicente Pueblas, y la Revolución de
los Consumos, el año del cólera y la
historia del pantano.
—No te digo. Sabe más historia que
don Paco Pérez.
Don Lotario apareció con el bloc en
la mano y enjugándose el sudor de la
frente.
—¿Qué, don Lotario, han dicho algo
de particular?
—Poca cosa.
—Hombre, no diga usted eso si está
ahí Aurelio contando la lista de los
reyes godos.
—¡Oscuro y tormentoso se
presentaba el reinado de Titiza! —
exclamó el Faraón al oír lo de godos.
—¡De Witiza, ignorante…! Menudo
Titiza estás tú hecho —respondió el
veterinario.
—Usted disimule, que uno es lego.
—… Si está hablando el hombre.
Sabe más de muertos que de vivos.
—¡Bah!, y mienta a Aparicio y a
Quiralte, los fundadores del lugar, como
si hubiera almorzao con ellos —añadió
el Faraón.
—Lo que sí ha habido —continuó el
albéitar— es una inválida que han traído
en una silla de ruedas, porque quería
saber si el muerto era su hombre que
desapareció en la guerra.
—¿Y era? —preguntó Plinio con
guasa.
—No.
—¡Qué lástima! —dijo el Faraón—.
De haber sido, habíamos matado dos
pájaros con un cartucho.
—Y luego, como no era, le ha dicho
a Maleza que si le podían dar el cajón, y
que es muy aparente para sembrar
perejil en él.
—¿No se lo habrá dado?
—No, hombre no… Ha dicho el muy
bruto que no se lo podía dar porque era
el cuerpo del delito.
Plinio se rió de buena gana.
—Decía —siguió don Lotario— que
su marido era menos hombre que éste.
—¡Cuando ella lo dice! —saltó el
corredor de vinos.
—También hay dentro otra vieja que
declara que el muerto es un tal Perea
que marchó a América.
—¿Perea el camarero? —preguntó
el Faraón.
—Creo que sí.
—Quite usted, hombre, si Perea
cuando se marchó debía pasar de los
sesenta años.
—Mira, ésa es la mujer —dijo el
veterinario señalando a una que salía.
Todos miraron hacia ella. Era una
anciana muy estirada, con el pelo blanco
hecho moño y los ojos azules.
Alguien le avisó que estaba allí
Plinio y se volvió hacia él muy
decidida.
—¡Ése es Perea Gomarra, el
camarero! ¡Como hay Dios! El que se
fue a las Américas el año del hambre.
—¡Pero qué va! Si Perea vive tendrá
ochenta y tantos años —respondió el
Faraón.
—¡No!
—No seas terca, mujer. Perea me
llevaba a mí por lo menos treinta años.
Era yo un muchacho y él hombre hecho y
derecho. Lo conocí muy bien y lo traté
siempre.
La vieja, de momento quedó un poco
parada por la cuenta, pero reaccionó en
seguida:
—¡Ése es Perea Gomarra! —y
volviéndose con brío, echó a andar
imperativa, con el mentón bien alto y sin
hacer caso de una mocosilla que la
seguía corriendillo.
No la habían perdido de vista ni
dejado de comentar su tozudez, cuando
salió Aurelio rodeado de un grupo de
oyentes. Al ver a Plinio se cuadró ante
él y mientras se calaba el sombrero,
sentenció con voz gravísima:
—Nada, Manuel, lo dicho… Y bien
que me certifico. Es don Ignacio de la
Cámara Martínez.
Hacia las ocho de la tarde dieron
por acabada la audiencia. Matías cerró
la «Sala Depósito» con dos vueltas de la
gran llave que pendía con otras de una
cadena más que mediana, y volvieron al
pueblo.
Plinio decidió aprovechar la
anochecida hasta la hora de la cena, y
marcharon a casa de don Saturnino el
forense.
Lo hallaron sentado en el patio.
Patio tirando a andaluz, con una fuente
de azulejos en el centro, cuyo chorrillo,
en los ratos de silencio, dejaba escuchar
su «copla cantora». Cómodo en una
butaca de mimbre, en mangas de camisa
y bajo un farol de forja, el médico leía
el periódico.
Quedó un poco sorprendido al ver
entrar en su casa a Plinio y a don
Lotario a aquellas horas.
—Adelante, señores, y tomen
asiento —dijo, cuando reaccionó, que
fue en seguida.
Lo hicieron en sillas también de paja
y empezaron con los cigarros que
ofreció el médico.
Al ruido acudió su mujer.
—Buenas noches, Manuel y don
Lotario. No se muevan —dijo al ver que
ellos guiñaban un alzarse del asiento.
—Anda, Maruja, saca unas cervezas
—dijo el médico con su aire
melancólico y cortado.
—¿Qué pasa con ese muerto,
Manuel? ¿Sigue el anónimo? —preguntó
Maruja, retardando lo de las cervezas.
—Ya lo creo que sigue.
—Qué cosas, ¿eh? Que a un pueblo
tan tranquilo como éste manden una cosa
así.
—Tal vez lo han mandado porque es
tranquilo precisamente —dijo don
Saturnino.
—Pero usted lo aclarará todo,
Manuel.
—Que Dios la oiga y pronto.
—Pronto, no, que se aburren —
añadió el forense con media sonrisa.
Plinio también sonrió sin decir nada,
porque en el fondo lo estaba pasando
bomba, dijera lo que dijera. Él medía su
vida por «casos», como el escritor por
libros, el pintor por cuadros y el torero
por corridas. Todo lo demás son
cronologías vanas.
—Estaba leyendo el periódico de
Ciudad Real, que trae la foto y el aviso.
Mire usted.
Y le enseñó la página donde venían
los dos retratos de Albaladejo, con una
larga información en la que se hablaba
mucho de Plinio.
Éste tomó el papel, se caló las gafas
y empezó a leerlo. Maruja marchó por
las cervezas.
Cuando acabó se lo pasó a don
Lotario.
—Veremos si sale algo de esto —
comentó.
Apareció una criada muy pizpireta,
con mandil blanco y una bandeja con
cervezas y berenjenas de Almagro.
—A usted, el «Lanza» lo pone muy
bien, Manuel.
—No me pone mal, no. Demasiao…
Ya tiene mi hija papeles para recortar.
Luego de los primeros sorbos y
berenjenas, que venían bien prietas de
vinagre y enseñaban a través del hinojo
las lenguas rojas y feroces de la
guindilla, pensó Plinio entrar en
materia. Pero tuvo que esperar porque el
médico saltó de pronto:
—A propósito, don Lotario, he
mirado en un manual de historia que
estudió Pepito qué dice de Witiza, ese
rey que a usted le gusta tanto.
—¿Y qué dice?
—Pues una frase que también tiene
gracia. Mire usted, aquí la tengo
apuntada.
Y sacó el recetario del bolsillo de la
americana que estaba colgada en una
silla próxima, y leyó con énfasis:
—«Discutida y enigmática es la
figura de Witiza». ¿Eh, qué le parece?
—Sí está bien traída, sí.
—Ese rey dio mucho que hablar —
añadió Plinio.
—De hablar y mal hablar, sobre
todo al Faraón, que le llama «Titiza».
En el patio se estaba muy fresquito y
a gusto, cantaba la fuente, la cerveza se
dejaba beber y el picante de las
berenjenas no era tan decidido como
prometía la ferocidad de sus lenguas
pimentorras.
Luego que dieron un par de repasos
a Witiza, Plinio resumió al médico en
pocas palabras lo que había dicho
Anastasio, el guarda jurado, acerca del
solitario paseante de la feria anterior; y
su conversación posterior con Enriquito
el de la Fonda de Marcelino, sobre la
enfermedad del que resultó ser su
huésped y atendió don Saturnino.
—Yo quiero saber si usted recuerda
algo de este hombre.
El médico entornó los ojos para
presionar el recordadero y
maquinalmente volvió a sacar el «Caldo
de gallina», a ofrecer a los visitantes, a
encender, a chupar, a expeler, a dar una
tosida y por fin:
—… Tengo una vaga idea… Fue en
la siesta… Recuerdo que estaba abajo,
en el Casino de Tomelloso, tomando
café, y bajaron a llamarme… Él estaba
en cama con un pijama listado… Muy
pálido. Me parece que tenía un cosa
alérgica. Lo que no consigo es
reconocer su cara.
—¿Ni si tenía el pelo blanco?
El médico, como respuesta, volvió a
abrir el periódico y a mirar las fotos de
Albaladejo.
—Yo le hice una sola visita… Visita
de médico —añadió sonriendo, sin abrir
la boca como solía—. Tampoco soy
buen fisonomista. Tengo la vaga idea de
un cabello desordenado. Pero no podría
decir si era blanco… tan blanco como el
del muerto, porque el hombre sí que era
mayor.
Plinio se encontraba a gusto en
aquel patio tan fresco. Siempre le
gustaron las casas de los señoritos. No
podía remediarlo. Se arrellanó en el
asiento y aguardó a que el médico
concluyese el debilísimo hilo de sus
memorias.
—Tal vez convendría —dijo don
Lotario, que sentado en el borde del sofá
estaba deseando meter baza— que tú,
Saturnino, hablaras con Enriquito.
Quizás entre los dos podáis caldear
mejor el recuerdo.
—Dices bien. Esta misma noche
cuando vaya al casino me subo un
momento y echo una parrafada con él y
con Dominguín… Claro que estas cosas,
ya se sabe. De no reconocerlo al primer
golpe, luego todo son operaciones
mentales de poco valor.
—La intención especial de nuestra
visita era por si usted vio en él algo que
pudiera reconocerse ahora… Qué sé yo,
una cicatriz… cualquier cosa.
—Si le hubiera visitado más veces
tendría una imagen más fiel. Pero así, un
enfermo forastero que ves cinco
minutos… Ya se sabe.
Al salir de la casa del médico, bien
bebidos y bien fumados, dijo el Jefe a su
amigo, como por inspiración súbita:
—Vamos a casa de Asensio el
Nuevo, el maestro de obras.
Cuando se sentaron en el coche, don
Lotario preguntó:
—Asensio… el que me parece que
vive en la calle de los Carros, ¿no?
—Sí; hacia la mitad.
Estaba la puerta de la calle bien
atrancada. Llamaron, y mientras
esperaban, pasó un tractor con
remolque, armando un ruido muy grande
y tan pegado a la acera, que casi roza el
«seiscientos».
—Éstos de los tractores —comentó
el veterinario— todavía creen que van
en carros y que detrás, en vez de
remolque, llevan un perrete.
Plinio se rió:
—Es que ha sío muy rápido el paso
de las ramaleras al volante.
Abrió un mocete de unos quince
años, que, al ver la visita, luego de un
momento de sorpresa, sin más fórmulas
se entró diciendo con voz alarmada:
—¡Padre, la poli!
Plinio acabó de abrir la puerta y
entró seguido de don Lotario.
Después de un portalillo, y tras el
telón de una cortina recia, el patio
descubierto. Allí, alrededor de una mesa
baja, cenaba toda la familia casi a
tientas, porque no tenían los ojos en el
plato ni en la cuchara, sino en la
televisión.
El padre, tres hijos y la mujer
comían cuchareando todos en la fuente
central que no miraban.
Cuando entraron los visitantes y
después de la voz del muchacho, los que
cenaban miraban a la puerta con cierto
recelo.
—¡Pero qué muchacho éste! —entró
diciendo Plinio—. Policía soy, pero no
vengo a llevarme a nadie. Buenas
noches y que aproveche.
—Adelante, Manuel y compañía —
dijo Asensio, poniéndose de pie—. Si
es que estos chicos están enloquecidos
con las películas de bandidos. Por todos
sitios ven sangres y prisiones. Con las
televisiones nos van a hacer a todos la
cabeza agua.
Después del «¿quieren ustés
cenar?», del «tomen asiento» y demás
cortesías, Plinio declaró:
—Es sólo un momentico para
hacerle una pregunta, Asensio.
—Usted dirá.
—¿Usted ha hecho el trozo nuevo de
la cerca del Cementerio?
—Sí, señor.
—Me ha dicho Matías que antes de
cerrarlo del todo dejaron una brecha
para sacar materiales.
—Así fue.
—¿Se acuerda usted cuándo
acabaron de cerrar el muro?
—Cosa de seis u ocho días.
—¿Me lo podría decir con
exactitud?
—Sí, al contao.
Entró en la cocina a buscar algo.
Aquella familia, sin quitar los ojos de
encima al guardia, comían muy
despacio. Asensio salió en seguida con
una libretilla entre las manos. La hojeó,
arrimándose a la única bombilla que
iluminaba el patio.
Un perro caneloso husmeaba junto al
pozo, y bajo la parra se veían
herramientas y materiales del oficio.
—El veintiséis de este mes dimos de
mano.
—Es decir, hace cinco días.
—Eso es.
—Pero según Matías la brecha
estuvo sin cerrarse bastante tiempo.
—Sí; se puso malo uno de los chicos
que iba a hacerlo y como yo tenía a toda
la gente en la obra de los Peláez, hubo
que esperar.
—¿Como cuánto?
—¿Como cuántos días estaría malo
Juaneque? —preguntó a su mujer.
Ella quedó pensando. Los dos chicos
y la chica, casi una niña, seguían
masticando sin dejar de mirar al
guardia, ausentes de la televisión.
—Pues sí, estaría un mes. Ya sabes
que se levantó y tuvo que acostarse al
otro día… De los bronquios que está el
pobre muy echao a perder, ¿sabe usted?
—De modo —puntualizó Plinio—
que estuvo abierto el muro medio mes
de mayo y casi medio de junio.
—Pues una cosa así.
—Otra pregunta: ¿no recuerda si
vieron por allí algo anormal… como de
haber pasado alguien…?
—Si le digo a usted la verdad, yo no
volví por allí. El Juaneque y un peón
liquidaron aquello solos… Pregúntele
usted a él por si se acuerda de alguna
huella o de lo que ustedes busquen.
—¿Dónde encontraríamos ahora al
Juaneque?
—En el cine de verano de don
Isidoro está de acomodador.
Desde casa de Asensio el Nuevo
marcharon al «Cine Avenida».
—Hacemos esta diligencia y nos
vamos a cenar tranquilos —dijo Plinio a
su amigo.
Todavía faltaba tiempo para empezar
la función de la noche. El cine estaba en
el gran patio de una casa particular,
antes bodega. Se atravesaba un portal
anchuroso, luego un breve jardín, y
aparecía el patio muy iluminado, con
sillas plegables de madera colocadas en
filas y dejando pasillos.
Los acomodadores, esperando la
hora del NO-DO, hacían corro, algunos
sentados en la fuentecilla del jardín. Al
ver entrar al Jefe y al veterinario
interrumpieron su parla.
—¿Qué hay, muchachos? —dijo
Plinio en tono campechano para quitar
importancia a la visita.
Luego de unas palabras de
ambientación sobre la noche tan buena
que hacía, y otras nonadas, Plinio
preguntó sin énfasis:
—¿Cuál de vosotros es Juaneque?
—Un servidor respondió con cierto
reparo un chico solidote, de poco cuello
y cara avispada.
Todos quedaron mirando hacia él.
—Se trata de unas preguntas sin
importancia. Vamos a ver. ¿Tú has
estado trabajando en la cerca nueva del
Cementerio?
—Sí, señor.
—Nos ha dicho tu maestro que
estuviste enfermo casi un mes y que
luego fuiste con un peón a cerrar la tapia
que habíais dejado abierta.
—Así fue.
—¿Recuerdas si cuando volviste a
dar de mano a la obra visteis algo raro?
—¿Algo raro?
—Sí… Alguna cosa que te llamara
la atención.
—No caigo en lo que usted quiere
decir —replicó al fin.
—Vamos a ver si te oriento… Tú
sabes, como todo el pueblo, el jaleo en
que andamos con ese muerto metido en
un cajón que dejaron en el nicho de
Antonio el Faraón.
—Sí, señor.
—Bien, pues pensamos que lo más
fácil es que lo entraran por esa parte de
la cerca que estaba por concluir.
—Ya lo entiendo. Usted quiere saber
si yo vi huellas o cosa así.
—Quiquilicuatre. Huellas de pie, de
ruedas…, yo qué sé. Algo.
—No, señor. Mejor dicho, sí, señor.
Huellas sí que había y muchas, pero no
era cosa de reparar en ellas. Allí fue
muchas veces el camión que llevaba los
materiales… y pisábamos muchos. Otra
cosa no vi, no, señor… De haber estado
alerta, usted me entiende, a lo mejor
habría columbrado algo raro, pero así
sin malicia, no vi cosa mayor.
Empezaban a llegar al cine los
madrugadores, y algunos, al ver allí al
Jefe y a don Lotario, se sumaban al
corro.
—¿Y cómo es el cajón donde venía
el muerto, Jefe?… si puede saberse —
preguntó Juaneque de pronto.
—Sí, hombre. Un cajón de casi dos
metros de largo y medio de alto y ancho.
—¿Blanco?… quiero decir de pino.
—Sí… ¿Por qué me lo preguntas?
—Por na… Por hacerme una idea.
—Otra pregunta y es la última: ¿Tú
crees que un cajón así podrían haberlo
pasado por otro sitio del cementerio?
—No sé qué le diga. Yo no conozco
bien más que aquella parte.
—Bueno, pues hala, a trabajar, que
ya llega el personal.
Apenas salieron preguntó don
Lotario a Plinio:
—Oye, Manuel, ¿no te ha extrañado
esa pregunta que ha hecho de cómo es el
cajón?
—Sí… pero ya sabe usted cómo es
la gente, en seguida quieren ser policías
por su cuenta. Ya le daremos otro toque
si viene al caso. Y hablando de otra
cosa: mañana temprano, si usted puede,
quería yo que fuésemos a «Miralagos»,
la casa de don Ignacio, a ver qué saben
de él y a darle gusto al amigo Carnicero.
—Naturalmente que puedo, Manuel.
¿A qué hora nos vemos en casa de la
Rocío?
—A las ocho.
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