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HIMNO A TOMELLOSO

viernes, 29 de septiembre de 2017

El Reinado de Witiza [Domingo] Plinio (Fº Garcia Pavón)



A eso de las cinco de la mañana sonó el teléfono en casa de Manuel González, alias Plinio. El hombre estaba tan roque que no lo oyó. Su mujer tuvo que salir en camisón hasta el comedorcillo donde tenían el aparato. —¡Manuel! ¡Manuel! —¿Qué pasa, don Lotario? —¡Qué don Lotario, ni narices! Soy Alfonsa, tu mujer. —¡Ah!… ¿Qué pasa? —Que te llaman del Cementerio. —¿Qué quieren? —Que te pongas, dice Anacleto el guardia. Plinio salió en calzoncillos y restregándose los ojos. —¿Qué pasa? ¿Es que no vais a dejar a uno dormir?… ¿Cómo?… ¿Que se han llevado al muerto? ¡La leche! ¿Pero quién?… ¿No estabas tú vigilando? Vaya, vaya, con que te quedaste un poco traspuesto. Desgraciao. Verás en cuanto llegue qué bien traspuesto te voy a dejar a fuerza de vergajazos. ¡So imbécil, que no sois más que una cuadrilla de imbéciles!… ¿Y las señoras?… Bueno, basta. No digas una palabra a nadie hasta que yo llegue. Colgó el teléfono de un golpe seco e inmediatamente llamó a don Lotario para que viniera con el coche. —¿Qué pasa, Manuel? —le preguntó la mujer. —¿Que qué pasa? ¡Que han robado el muerto! Ni más, ni menos. —¡Bendito sea Dios…! ¿Pero qué tiene ese muerto? —¡Maldita sea! Prepárame… Este mundo es una zurra hecha con media arroba de locos, y otra media de idiotas. ¡Anda, prepárame! —¿Te pones el uniforme de verano? —¡Claro! —¿Quieres un poco de café con leche? —Vale, pero rápido. ¡Maldita sea la hora! —Tranquilízate, hombre, tranquilízate que te va a dar algo. —¿Cómo podrá avanzar el mundo con tanto abundio suelto? Cuando Plinio se hallaba completamente vestido con su uniforme flamante, y apurado el café liaba el primer «Caldo» del día, oyó que se paraba el coche de don Lotario ante la puerta. Sonó el claxon. Plinio encendió precipitado el cigarro y salió corriendo. Don Lotario, que estaba al volante con ojos de recién levantado, quedó arrobado al ver a Plinio con el uniforme nuevo.

—Manuel, estás hecho un brazo de mar. —Buenos días… Vamos a escape, que nos han robado el cadáver. —¿Pero qué me dices, Manuel? —Como lo oye usted. El imbécil de Anacleto, que puso Maleza de guardia, dice que se quedó un poco traspuesto y le matutearon al difunto. —¿Y las señoras, no quedaron de velorio? —¡Qué coño, velorio! A eso de las dos marcharon a dormir al Hostal de Argamasilla… Eso dice. —¿Pero quién puede…? —Ni idea… Por cierto que las tales señoras han removido a todas las eminencias del país para que les demos el muerto. El alcalde y el párroco me querían anoche para eso. —¡Bendito Dios, bendito Dios y bendito Dios! —exclamó el veterinario sin salir de su asombro, mientras conducía a todo gas el «seiscientos». —Sí, señor… «Oscuro y tormentoso se presentaba el reinado de Witiza», como dice usted… Y deténgase un momento en el Ayuntamiento, que dé al de puerta unas instrucciones. El guardia de puertas estaba sentado en una silla, cantando a voz en cuello, a la fresca mañanera: «Yo no digo que mi suegra sea la peor del pueblo, pero sí digo que tiene los peores sentimientos que ninguna suegra tiene…» —¡Eh, tú, el de la suegra! —gritó Plinio. «El de la suegra», que no se había fijado qué coche era el que llegaba, cortó el cantar y quedó mirando al auto. Cuando reconoció al Jefe fue hacia él. —A la orden, Jefe. —Oye, dentro de un rato vendrá Anacleto. Dile al cabo que lo arreste en el cuerpo de guardia hasta nueva orden. —Sí, Jefe. ¿Algo más? —¿Ha habido algo para mí? —No. —¡Ah!, a las nueve de la mañana, todo el mundo con uniforme de verano. —Sí, Jefe. Cuando llegaron al Cementerio el sol estaba en los bardales. Bajo el porche aguardaban Matías y Anacleto. Plinio se bajó del coche y, sin decir nada, a buen paso y seguido de don Lotario pasó al Depósito. A ambos lados de la mesa de mármol vacía había dos hachones apagados y en la cabecera, sujeto a la pared, un gran crucifijo. Echaron una ojeada al cajón que permanecía en su sitio y luego a toda la habitación. —Se lo debieron llevar por la ventana; la encontré abierta de par en par —dijo tímidamente Anacleto desde la puerta del Depósito. Junto a él estaba Matías. —¡Pasa tú también, Matías. No te quedes ahí fuera! Ambos quisieron entrar a la vez y se armaron un barullo. —Vamos a ver, Anacleto de la mierda, y tú, Matías, que un día te van a quitar lo que yo me sé y no te vas a enterar; contestadme con mucho cuidado a las preguntas que os voy a hacer. —Sí, Jefe. —Oiga usted, que yo… —apuntó Matías. —Vamos a ver, idiotas. ¿A qué hora vinieron las señoras esas a velar el cadáver? —A eso de las diez y media. A poco de marcharse usted —dijo Anacleto— …y trajeron esas velas y el crucifijo. —¿Vino alguien con ellas? —Sí, el de la funeraria de Argamasilla. Pero se marchó al contao que colocó las cosas. —¿Quién vino más? —El cura párroco de Tomelloso. —¿Qué hizo? —Rezó ante el cadáver y luego habló un buen rato con las señoras. Cuando se marchó el cura las mujeres volvieron a entrarse y venga de rezar otra vez. Matías les pasó unas sillas. —¿Y qué más? —Matías se entró a cenar y yo me quedé aquí fuera charlando con el chófer de ellas. —¿Y qué más? —Ya no vino nadie. Matías se fumó un cigarro conmigo y a eso de las doce se acostó. —Eso es —asintió el sepulturero. —Y luego, hacia la una y media, salieron del Depósito dos señoras y le dijeron al chófer que las llevara al Hostal a dormir. —¿Cómo dos? —Sí, Jefe. Dejaron a la gordita. A la de la verruga en el carrillo. —¿Y dónde está? —Ahí dentro, con mi mujer —dijo Matías con media risa—… la pobre está hecha un baño de lágrimas. —Coño, Matías; no le veo la gracia para que te rías —dijo Plinio. —Quite usted, hombre… si es que hay cosas… —Pero bueno, a ver si os explicáis, que cada vez lo entiendo menos. ¿Dónde se quedó la gordeta? —En principio, ahí, rezando — aclaró Anacleto. —¿Y tú? —Yo por aquí paseando y echando pitos… Pero, luego, al cabo de un ratejo, la mujer salió… claro, se había cansado de rezar o lo que fuera. —¡Es que pasan unas cosas! —dijo Matías sin poder contener la risa. —¿Qué cosas, puñeto?; pues sí que estamos para risas.

—Sí, señor —empezó Anacleto un poco más animado—, es que verá usted, salió esa señorita gordeta como digo. Y pegó la hebra con un servidor. Empezamos hablando de la vida, del cadáver, del tiempo que hacía… y poco a poco nos fuimos enzarzando… La pobre por lo visto estaba muy precisá… yo le caí bien, y ya sabe usted, que nos pusimos melosos. Uno no es de piedra y está soltero, que no es como ustedes… Y ya ciegos, pues que me la llevé a una era de por ahí detrás a darle regocijo… No podía hacer otra cosa, ¿sabe usted? Un hombre como yo… y como usted, Jefe, cuando una mujer… —A mí no me mezcles. Sigue. —Cuando una mujer es tan buena que no dice esta boca es mía, sino que hace lo que le digan ¿qué va a hacer uno? Un polvo se le echa a un pobre, Jefe. Quedó sin saber cómo continuar, pero Plinio, adrede, puso cara de esperar más: —Bueno, y ¿qué? —dijo al fin muy serio. —¿Qué, Jefe…? ¿Qué quiere que le diga…? Ya está to dicho. —¿Pero no me dijiste por teléfono, so ladrón, que te habías quedado dormido? —Sí, señor. Nos quedamos dormidos los dos, pero después… del trajín… Quiero decir de los trajines, porque tenía mucha hambre atrasá la pobrecica mía. Matías empezó a dar tales carcajadas al oír las últimas palabras de Anacleto que, contagiados guardia y veterinario súbitamente, los tres se desternillaban al unísono sin poderlo remediar. Y aquellas risas templaron un poco el miedo de Anacleto, porque las restantes palabras las dijo ya más expedito. Cuando Plinio consiguió acorralar la risa, recompuso el gesto y continuó el interrogatorio: —¿A qué hora os despertasteis, pichones? —Cuando lo llamé a usted. A eso de las cinco, calculo. —Pero oísteis algún ruido… Algo. —No, señor. Nos despertamos. Vamos, me desperté yo, la llamé y nos vinimos para acá. —¿Tan contentos? —Hombre, ya puede usted figurarse, así en la madrugá, con alguna resequez. Y cuando llegamos aquí, pues el cadáver que había volado… Ella se entró para seguir velando y salió la pobre despavorida, llamándome. Entré y estaba la ventana abierta, los velones apagados y el muerto ido… Fíjese usted el cuerpo que se nos puso. ¡Desgracio, virulo! De momento te vas arrestado al cuerpo de guardia. Después ya veremos. —Como usted diga. —Un momento… Durante la… fiesta o un poco después, ¿tampoco apreciasteis nada especial? ¿Algún coche o camión? —No, señor; nadica. La verdad es que estábamos bastante lejos y muy en lo nuestro. —¿Y antes, el poco rato que estuviste cumpliendo con tu deber? —No, señor, nada. —Y tú, Matías… Supongo que no estarías también de fiesta. —Ca, no, señor. De fiestas, nada. Mi mujer está ya mu cavilosa y ajena a las cosas del cachondeo. —Mejor me lo pones. ¿Tampoco oísteis nada? —Sí, señor. Yo a eso de las tres o tres y media sí que oí pasos y ruidetes, pero claro, pensé que eran de éste o de la señorita. Ni por un pelo sospeché. —¿Y coches? —Coches y camiones también. Pero es natural, pasando la carretera por delante del Cementerio. Plinio quedó en silencio, serio, sin argumentos para continuar preguntando. Don Lotario le miraba con mucha lástima. El sol, ya con toda la rueda de su luz sobre el horizonte, daba a los paseos y al campo ese aspecto de renuevo, de vida sin memoria alguna de lo pasado. Plinio, sin decir nada, volvió a entrar solo en la «Sala Depósito». Cerró la puerta tras él. No quería que lo viesen desarmado, sin una idea, sin saber por dónde tirar. Como pudo haber hecho otra cosa, examinó con cuidado el suelo de bastas baldosas. Luego, la caja de pino. Miró y remiró la mesa de mármol. Después se aproximó a la ventana, la abrió, observó los cristales, la parte de fuera. «No sé por qué tienen que haberlo sacado por la ventana, como dice el tonto ese —pensó—, si de nuevo tenían que salir al zaguán… Bien que hayan observado por ella, pero no habiendo aquí nadie, maldita la necesidad que tenían de hacer semejante maniobra». En efecto, la puerta del Depósito daba al portalillo y la ventana al primer patio del Cementerio. Para ir al patio tenían que pasar por el portal… «Sin embargo, dice que encontró la ventana abierta… Han tenido que ser dos por lo menos. No creo que lo hayan sacado por lo alto de las tapias, ¡qué barbaridad!». Sin saber por dónde tirar, encendió un cigarro y se sentó a media anqueta sobre la mesa de mármol para las autopsias. Con aire meditativo quedó mirando la ventana abierta. «Estas mañanas tan hermosas también llegan a los cementerios. Cantan los pájaros… Y así de espaldas a la mesa parece que está uno en una casa feliz, una casa de vivos, de mozas que cantan y niños que juegan». Plinio pensaba en la vida de pueblo. Vidas quietas como lagos. Miles y miles de días iguales. Y muy de tarde en tarde un raro acontecimiento, un crimen, una catástrofe que a todos saca de su letargo y queda como una página histórica, molturada en miles de conversaciones durante años. El caso Witiza, como llamaba el Faraón al muerto, era uno de esos revulsivos que quedarían en la memoria de las generaciones presentes como episodio chusco y lleno de color. Plinio estaba cierto de que la historia le haría justicia. La historia olvida sin piedad o mitifica. Y él, Manuel González, estaba seguro que durante mucho tiempo sería un gran mito tomellosero. En la estrecha vida de los pueblos no se repiten con facilidad las figuras excepcionales. Hay pueblos que pasan siglos sin tener un escritor, un artista, un científico, un político… y no digamos un policía que merezca la pena. Si aparece, sus contemporáneos, dada la pobre condición humana, procuran atenuarlo o destruirlo… Y después de su muerte, por esa misma condición, cuando el elegido ya no puede sentir satisfacción alguna, se le recuerda y magnifica. Ante el hombre vivo que destaca, el Juan particular se siente molesto. Cuando muere aquél, el Juan particular presume de su paisanaje. Plinio, porque su profesión era, digamos, popular, fácilmente inteligible e incidía en un mundo de sensaciones primarias, tenía muchos y sinceros admiradores, pero también enemigos y miles de convencidos que simulaban ignorarlo totalmente. Él lo sabía y no le importaba. Los hombres que destacan en algo es porque, para ellos, su profesión, en vez de una carga, es la razón de su vida. Agradecía y daba por bien venidas las alabanzas y festejos que le dedicaban sus paisanos de buen natural y no le importaban las enemistades e ignorancias. Plinio, por su conducta y quehacer era intocable. Pero en determinados momentos sus enemigos le buscaron el flanco político y religioso. Hombre reflexivo y equilibrado, solía mantenerse al margen de los bandazos de los fanáticos de todo signo que suelen conmover a las gentes del montón… En esos momentos de pasión y de ceguera que juegan las creencias y no las ideas, Plinio, invariablemente, era señalado con el dedo por éstos o por los otros. Entonces sentía lástima por la frágil condición humana que con tanta facilidad se deja inflamar por el tonto o el interesado, generalmente el interesado, de turno. Manuel González, en sus etapas de desgracia, que coincidían con los de tal o cual inflamación, procuraba callar y pasar inadvertido… Cuando las aguas volvían a su cauce, él se afirmaba más en sus teorías de no participación y sentía especial ternura al ver que sus paisanos deseaban olvidar la última mala fiebre. Plinio volvió a pensar en el robo del cadáver y en aquel final chusco protagonizado por la pobre señorita María Teresa y su donjuán municipal. Algo se movió junto al cristal de la ventana. Era una mariposa blanca. Quedó durante unos segundos inmóvil. En seguida llegaron más, blancas también. Serían mariposas nacidas a la vera y al olor de muertos párvulos y de muertas vírgenes. Mariposas tejidas con mortajas de impúberes y cabellos rubios de mocitas que en flor tuvieron la suerte de marchar a la otra ladera, donde siempre quedarán jóvenes intactas. Mariposas, últimos trasuntos de las viejas familias del lugar: Serranos, Torres, Laras, Cepedas que ahora formaban una rueda perfecta. Una rueda voladora que entró por la ventana entreabierta y quedó junto al cristal. Plinio, preso de sus preocupaciones, las observaba con aire distraído… Hasta que de pronto un recuerdo le hizo fruncir el entrecejo. Miró con ahínco a las mariposas, que luego de posarse en el vidrio unos segundos tornaron a volar, siempre en rueda. Pero ahora, con un raro temblor, avanzaron hacia el policía en un parabólico movimiento de traslación. Plinio las seguía con la vista. Tuvo que girar la cabeza para no perder su curvo camino. Por un momento pasaron muy cerca del plato de su gorra, pero ya otra vez frente a la ventana, en el haz de los rayos del sol, rápidamente deshicieron su rueda y marcharon hacia los aires de adelfas y cipreses del camposanto.

Plinio, con cara seráfica, como del que ve una aparición, dio unos pasos hacia la ventana, y sacando fuera buena parte del cuerpo vio cómo se alejaban, se diluían entre los átomos fulgentes del sol. Cuando las perdió de vista, con los labios apretados y los ojos guiñados, no queriendo creerse sus propios pensamientos, empezó a dar paseos menuditos por la «Sala Depósito». En éstas estaba, cuando lo despertaron de sus reflexiones el ruido de un coche que se detenía en la puerta del Cementerio y los comentarios en voz alta de los que estaban fuera. Tiró el cigarro, cerró la ventana, y componiendo el gesto salió a ver qué pasaba. Allí estaba el Jaguar de doña Ángela. Pero quien hablaba con Anacleto y don Lotario era la otra hermana: doña Paloma. —Buenos días, señorita. —Buenos días, Jefe. Vengo a relevar a mi hermana María Teresa. Yo velaré ahora un poco… La pobre Ángela está muy fatigada y vendrá luego. —Pues no hay nada que velar. —¿Cómo que no hay nada que velar? —Está noche han robado el cadáver. —¿Cómo? ¡Qué horror! Y María Teresa, ¿dónde está? ¿La han robado también? —No. Creo que está ahí dentro, en la cocina del camposantero. —¿Pero quién ha sido? ¿Cómo ha sido? —No sé… El policía que dejé aquí de guardia se durmió. Pase y pregunte a su hermana a ver si ella sabe algo. Plinio la acompañó hasta la vivienda de Matías y corriendo la cortina le ofreció paso. María Teresa, sentada en una silla baja arrimada a la chimenea, con la cara entre las manos, sonlloraba. Al oírlos entrar se descubrió. Tenía los ojos hinchados y la cara con churretones de carmín. Plinio dejó entrar a Paloma y marchó. Le daba lástima hablar con aquella pobre gordita. No quería pensar en lo que le esperaba. Sacó el reloj del bolsillo y consultó la hora. —Bueno, don Lotario, son más de las seis y media. Nos da tiempo a hacer un viajecito que tengo pensado. Desayunamos primero en casa de la Rocío y después a la carretera. Y tú, Matías, ni una palabra a nadie de lo que aquí ha pasado. Cierras el Depósito. Dices que ha sido orden mía. Oficialmente el muerto sigue ahí dentro. ¿Estamos? Y tú, Anacleto, te vienes con nosotros a la trena. —¡Qué caras cuestan siempre las mujeres! —rezongó. —No lo sabes tú bien. —Y si viene la otra fiera y ve lo que pasa, ¿quién la calla? —¿Te refieres a doña Ángela? —Claro, ésa arma el escándalo del siglo. Plinio quedó pensativo, mirando al suelo. Por fin, muy decidido, se dirigió a la vivienda de Matías. —Vamos a ver… En la cocina, la gorda seguía lloriqueando, mientras la otra hermana, sentada a su lado, la contemplaba con cara de no entender. —Señoritas, por favor, escúchenme un momento. María Teresa lo miró de reojo, sin quitarse del todo las manos del rostro. —Deben marcharse al Hostal ahora mismo. Y aconsejar a su hermana que no se mueva de allí. Creo que es conveniente para todos guardar el mayor silencio sobre lo que ha pasado aquí esta noche. ¿No cree, María Teresa? La pobre empezó a llorar más fuerte. —Si se sabe una cosa, en seguida se sabrá la otra. ¿Está claro? Y conviene mantener esto en secreto a ver si hay suerte y podemos saber pronto qué ha pasado con ese muerto. Ellas no contestaban. —… Yo no puedo hacer otra cosa… De modo que, por favor, márchense, que aquí, ni ustedes, ni su hermana pueden resolver cosa alguna. —Vamos, María Teresa —dijo Paloma, poniéndose de pie. María Teresa empezó a llorar con todas sus ganas. Plinio hizo una seña a Paloma para que abreviase. Ésta tomó del brazo a la gordita: —Vamos, María Teresa. Y sin levantar los ojos del suelo, ni dejar de llorar se levantó. Plinio fue abriéndoles camino. El chófer, al verlas aparecer, se bajó del coche y les abrió la puerta. En él entraron sin mirar a nadie. Anacleto, un poco apartado, les echaba ojos bajo la visera. El coche arrancó suavemente. —Venga, don Lotario, a desayunar. En el Ayuntamiento entregaron a Anacleto. Dio Plinio instrucciones a Maleza por si venía el inspector Rovira o aparecía Juaneque y añadió que iban a hacer unas diligencias de las que volverían hacia el mediodía. —A éste me lo metes en el cuarto de guardia hasta nueva orden. Quítale las armas. —Sí, Jefe. —Y cuando vuelva quiero ver a todo el mundo con el uniforme de verano, como tengo dicho. —Sí, señor. Aparcaron junto al Mercado Público, cerca de la buñolería de la Rocío. Plinio iba entre la gente cabizbajo y dándole vueltas al secuestro: —Esto es una complicación muy grave, que como no haya suerte nos va a traer de cabeza —dijo como para sí. —¿Qué dices, Manuel? —Digo que por si todo estaba poco enredado, ahora el robo del muerto. —Llevas razón, Manuel. Por si éramos pocos, parió la abuela… ¿Y qué piensas hacer? —No sé. Vamos a volver a «Miralagos». —¿Crees que allí vas a sacar algo en limpio? —No sé. Aprensiones, sólo aprensiones. —Tú sabrás, Manuel. —No, qué coño voy a saber. Bien sabe Dios que en este caso estoy más despistado que una vaca en un garaje. —¡Cucha, Manuel, cucha! —dijo de pronto don Lotario dándole un codazo al Jefe. Miró hacia donde señalaba el veterinario y exclamó: —Anda mi madre. Un grupo de mozalbetes hacía la máscara llevando puestas unas caretas sacadas de la mascarilla de Calixto. Estaban muy bien hechas. Blancas, casi amarillentas, muy propias. La boca era una incisión convexa y los ojos cerrados. Para ver había hecho unos ojales aprovechando las cejas. Al toparse con Plinio los mozos callaron. Quedaron indecisos. Guardia y veterinario continuaron sin decirles nada. Encontraron a más chicos con caretas. E incluso mujeres que, sin duda, para sus hijos, las llevaban en la cesta. Muy cerca de la churrería estaba Alcañices con su puesto de caretas. El hombre no se daba abasto a vocear y a vender: «Compren, compren, por favor por dos duritos tan sólo la careta del traidor». —Venga, a dos duritos. Otra por aquí… Sí, señor, para usted dos más. «Señoras y señores no pierdan la ocasión, de tener en sus casas del muerto el mascarón». Cuando se hizo un claro se acercaron: —Hombre, señor Jefe y la compaña —gritó Alcañices—. Aquí tengo las de ustedes. Es un obsequio de la casa. Y les largó dos caretas. —Te han salido muy bien, pero que muy requetebién —dijo Plinio contemplando una. La gente, al ver a Plinio y a don Lotario con caretas en la mano, acudía curiosa.

—Pero, oye —le voceó Plinio—. ¿Por qué le llamas «traidor»? —Algo hay que decirle. —Llámale Witiza —dijo Plinio eufórico. —¿Witiza? —Sí, hombre. —Pero no me cuadra el verso del pregón: «Compren, compren por favor por dos duritos tan sólo la careta de Witiza…» —No pega ni con cola, Jefe. —No seas lerdo —gritó un barbero redicho que había por allí—. Tú di: «Compren, compren por favor por sólo diez pesetitas la careta de Witiza el muerto sin redención». —Eso está bien, Jardiel. Pero que muy bien. Toma, te regalo una por la ocurrencia. —Y empezó a cantar muy contento—: «Compren, compren por favor por sólo diez pesetitas…» La gente se reía y menudeaba las compras. Por todos los alrededores encontraban mocetes con caretas que se acercaban a ellos y se les quedaban mirando en silencio. Plinio llegó un momento en el que se sintió agobiado por tener alrededor tanta copia del difunto de la puñeta. —Lo que faltaba, don Lotario. —Es verdad. «Hasta los muertos, señor, dejan sus tumbas por mí». —Los muertos no, el pijotero muerto. —Bueno, Alcañices, que haya suerte. Gracias por el obsequio y hasta más ver. —Vaya con Dios la flor de la detectivesca nacional y la compaña — gritó el caretero. —La flor de la detectivesca de la porra —rezongó Plinio. —No te pongas así, Manuel; verás cómo triunfamos. —Sí, sí. Meta usted las caretas en el coche, que si nos ve la Rocío con ellas va a armar el cachondeo del siglo. La Rocío, al verlos entrar en la tienda, tiró el cuchillo de cortar buñuelos, se agachó tras el mostrador y reapareció con la careta de Witiza puesta: —¡Ay, Plinio, Plinio, que no me conoces! —No te digo lo que hay. Ésta, también en el carnaval. Las mujeres que esperaban turno para los buñuelos se reían de buena gana. Plinio esperó pacienzudo y serio a que acabara la broma. —Venga, no sea usted esaborío, si lo va a encontrá. Plinio se alarmó: —¿Encontrar el qué? —¿Er qué va a sé? El amo del difunto… que está usted hecho un lila con el uniforme de verano. Plinio respiró, porque la Rocío solía enterarse de todo. —Venga, don Lotario, que así que se arregle toíto, les voy a da una merienda en mi huerta que van a está una semana sin almorsá. Al salir de la churrería se encontraron con Bonifacio, el alguacil, que venía a buscarlos. —Menos mal que los pillo —dijo. —¿Qué pasa? —El detective señor Rovira que acaba de llegar y desea hablar con ustedes. —¿Tan temprano? —Sí, señor; ahí está. —Vamos… A ver si es que ya han dado el chivatazo en Alcázar —dijo Plinio en voz baja a don Lotario. —No creo… sería la mala pata del siglo. En la puerta del Ayuntamiento estaba Rovira hecho un san Luis, con un traje blanco de todo verano, gafas ahumadas y corbata de colores muy vivos. —Estoy pensando, Manuel, que no hay manera de ocultarle a Rovira el robo del difunto —dijo don Lotario, convencidísimo. —Desde luego… Vamos a ver si conseguimos que sea un buen muchacho durante unas horas. —Déjate; ante cosas como éstas hay que decir la verdad, no hay más remedio. —Sí, la voy a decir… sí, la voy a decir, pero ¡maldita sea! Rovira se acercó a la portezuela del coche al ver que tardaban en bajar. —Mucho madruga, Rovira —le dijo Plinio con jovialidad, al tiempo que se apeaba. —Había una buena noticia para usted, Manuel. Estuve toda la noche de guardia y en vez de irme a dormir he preferido darle el alegrón y quitarnos todos un peso de encima. —¿Qué pasa? —Que hemos tenido noticias de Valencia. —¡No me diga! —El doctor don Carlos Espinosa está vivito y coleando. —¿Es posible? —Como lo oye. —Pero bueno… —El hombre, que al parecer sigue ejerciendo de rojillo, ha pasado unas semanas en Cuba y volvió hace unos días. Está en su casa y hace vida normal. —¿Y la policía de Valencia no sabía nada de su viaje? —Claro que sabía, pero no cayeron en la cuenta o lo que fuera. —Pues de verdad que es una buena noticia. A ver si se callan todos los teléfonos de España que no dejan de incordiarnos. —Eso mismo ha dicho el comisario. —Creo, Rovira que lo que debía usted hacer ahora es dormir, aquí en Tomelloso… Me temo que dentro de unas horas va usted a tener que echarnos una mano de compañero y de amigo. Y no es cosa de que se pase usted el día yendo y viniendo. —No, si tal como estoy no me vuelvo. Que venía durmiéndome por el camino. —Yo voy a decirle a doña Ángela por teléfono que todavía no es viuda. —De acuerdo. ¿A qué hora quiere que nos veamos entonces, como… «compañeros y amigos»? . —Si le parece, después de comer, en el Casino. —Vale entonces. Me voy al Marcelino Hilton. —Que descanse. —Coño, la cosa ha salido bastante bien-dijo don Lotario, frotándose las manos al ver marchar a Rovira. Plinio, que había quedado con una sonrisa beatífica, no contestó. —¿En qué piensas, Manuel, con esa cara? —Pienso en la conferencia telefónica que voy a tener ahora mismo con doña Ángela de no sé cuántos y no sé cuántos del Cid. —No me la pierdo. Voy contigo. Entraron en el despacho de Manuel. Ambos se sentaron al lado de su mesa. Plinio pidió la conferencia con el Hostal de Argamasilla. Tuvieron que esperar unos minutos. Sin duda a doña Ángela le debió sentar como un tiro que la despertaran… O bien estaba de capítulo con sus hermanas. Por fin, Plinio hizo un guiño de atención a don Lotario: —Doña Ángela… Soy Manuel, el Jefe de la Guardia Municipal de Tomelloso… Perdone que le moleste, pero es importante… Mire, acabo de hablar con un agente de la Comisaría de Alcázar… Sí, y me ha transmitido el resultado de las pesquisas que ha hecho la policía de Valencia sobre el paradero de su esposo… ¿Que qué pesquisas?… Pues mire usted, muy sencillo, que el doctor está desde hace dos días en Valencia sano y salvo… Palabra, palabra de honor, señora… Durante una temporada ha estado con Fidel Castro… No sé… Algo tendrían que hablar los hombres… O a lo mejor no lo ha visto. Bueno, lo importante es que regresó hace dos días. De modo que asunto concluido… Puede, si quiere cerciorarse, llamar de mi parte a la Comisaría de Alcázar… No señora, sus hermanas marcharon ya hace un buen rato… Nada, que me alegro de haberla conocido —dijo Plinio guiñándole un ojo a don Lotario— y si puedo servirla en algo… ¿Me oye?… ¿Me oye? Anda, coño, ha colgado. Plinio colgó a su vez y se quedó con ambas manos sobre el aparato de mesa. —Hay qué tía… Lo ha tomado con toda naturalidad. Y sus hermanas no se han dado a vistas todavía. Mejor así. Bueno, asunto concluido. Vamos a lo nuestro, si nos dejan. Pero la cosa no iba a ser tan fácil. En la puerta del Ayuntamiento encontraron al párroco que preguntaba por Plinio: —Buenos días, señores. —Muy buenos días, don Pío. —¿Qué, al trabajo? —Sí, un poquito. —¿Y las señoras, marcharon a descansar ya? —Sí, ya… —Pobres señoras. —Es verdad. —Son gente muy principal, Manuel, pero que muy principal. —Ya lo sé, ya. —Y muy buena y temerosa de Dios. —¿Qué nos va usted a decir a nosotros? ¿Verdad, don Lotario? —Claro… ¿qué nos va a decir? Especialmente doña Ángela. —Se ve en ella la raza de las grandes damas españolas —dijo el cura con aire enfático. —Sí, señor. Enérgica, recta, justa… —Y la otra, la más gordita, doña María Teresa, ¡qué candor!, ¡qué pureza! Un verdadero ángel. —Es verdad. Toda la noche postrada… Nos lo ha contado el guardia Anacleto. Pregúntele a él, que le dará detalles. —Con personas así se puede tratar. Porque, desengáñese usted, aquí en el pueblo hay gentes muy buenas, pero no con esa finura y señorío… Y, a propósito, ¿ha tenido usted ya confirmación definitiva de que el difunto es su esposo? —… Sí; esta mañana vino el agente Rovira. Ya hay información fidedigna de la policía de Valencia. —¿Y qué dicen? ¿Que sí? —¿Que sí, qué? —¿Que el difunto es el doctor? —No. Dicen que no. —¿Que no? —Que no. Que el doctor está allí, vivito y coleando. —¡No me diga! —El hombre ha estado una larga temporada en Cuba, comiendo plátanos y volvió anteayer. —Usted bromea, Manuel. —No, señor, no bromeo. Y usted perdone, que tenemos el tiempo justo para una diligencia. Ya en el coche, Plinio volvió la cabeza y vio que el cura no se había movido, y miraba hacia ellos, pensativo, con una mano en la mejilla. Arrancaron. Por la calle se veían gentes con la careta del muerto puesta. —Qué jodío cura —comentó don Lotario.

Plinio no contestó. —¿En qué piensas, Manuel? —Una extravagancia. En que como no resolvamos pronto este caso, esas caretas nos van a perseguir hasta el infierno. ¿Usted se imagina a todos los habitantes del pueblo con caretas puestas, sin dejarnos comer, dormir ni andar; dándonos la vaya por todos sitios? El alcalde, los curas, el juez, todos con las caretas. Que a usted lo llamaban para ver una mula, y la encontrara con careta. Que yo llegara a mi casa, y mi mujer y mi hija, con careta. Todos los socios de los dos casinos jugando al mus con caretas de Witiza… —¡Qué cosas se te ocurren, Manuel! —Porque, desengáñase usted, don Lotario, si se tiene en la vida un fracaso grande, todo el mundo nos mira con careta. Cuando estaban a cosa de un kilómetro de «Miralagos», Plinio pidió a don Lotario que tirase por un caminillo del ganado que cruza la carretera y se adentra por el monte bajo que cerca la finca por aquel cardinal. —Siga usted despacio. Hasta que estemos a tiro de la casa. Quiero rondar un poco por el «hastial de la finca», como decía el «Romance de la nube malvada» —dijo Plinio sonriendo. —Yo el de «La nube malvada» no lo sé. Pero sí me acuerdo de aquel que empezaba: «Todos van con sus mulejas, todos van en sus carretes; todos van en sus viñejas más derechos que cobetes». —Pare, pare usted por aquí en esta espesurilla… También era bueno ese romance. Y bien que me acuerdo… La portada de la casa da allí, a poniente. ¿No? —Claro. —Bueno, pues nos bajamos y cubriéndonos nos allegamos a aquella parte. Que, sin ser vistos, quiero oler algo de lo que aquí se guisa. Dejaron el coche y avanzaron con toda cautela hacia donde se despejaba el monte, frente a la portada. Cantaba el día entre los romeros y más daban ganas de tumbarse entre ellos a echar un pito y mirar al cielo, que gatear pesquiseando. Cuando casi tocaban el egido, Plinio, que iba delante, ordenó al veterinario: —¡Quieto! —y señaló con el dedo hacia un remolque que allí quedaba camuflado. —Sí… Un remolque. —Y debajo, un tío durmiendo. —¡Ah, sí! Bien empieza el día el hombre. Plinio se acercó a él. Era un mocetón rollizo, reventón de sangre. Dormía despatarrado, panza arriba, con la boina sobre los ojos. Por el «mono» que llevaba tenía antes pinta de jardinero que de gañán. Luego de mirarlo un tiempo y de otear bien los alrededores, en los que no se advertía criatura viva, el guardia decidió despertar al jayán. —¡Eh, eh, tú! ¡Operario! —le decía en voz baja mientras lo removía. El hombre respondió sin sobresalto. —¿Qué pasa? —dijo, como si lo llamara alguien que él sabía. —Despierta, hombre. AI ver al policía se restregó los ojos con fuerza. —¿Qué pasa, qué pasa? —Tú tranquilo. —¿Pero qué pasa? —No pasa nada. Repósate. El mozo se restregó bien los ojos y quedó mirándolo inexpresivo. —Anda, sin hacer ruido, vente aquí un poco más dentro que hablemos. El hombre se levantó como borracho, y Plinio, sujetándole el brazo, lo llevó hasta el abrigo que quería. —Siéntate aquí, y lía un pito mientras echamos una parlá. Le alargó el «Celtas» de reglamento. Don Lotario prefirió su «Caldo». El muchacho, con el corte tan radical del sueño, no parecía tener la boca para cigarros, porque chupaba con gesto desabrido. —¿Y así empiezas tú la jornada, echándote una siesta? —¿Y qué quiere usted de mí? —Despacio, muchacho, que la noche es larga y el pan sobrero. El que pregunta soy yo. —Hombre, pero es que… —Tú limítate a contestar lo cabal, que si no, te enchirono. Te he dicho que si empiezas así tu jornada, echándote la siesta. Responde. —No, señor, es que esta noche dormí muy poco. —Ya… ¿A qué hora volvisteis esta madrugada de Tomelloso? —¿Yo?… No me he movido de aquí en toda la semana. —Bueno, pongamos que tú no fuiste. ¿A qué hora volvieron? —Volvieron a eso de las cinco, pero yo no sé adonde fueron. —¿Y a qué hora salieron? —¿Salir? A la caída de la tarde, como todos los sábados. —¿Quiénes iban? —¿Quiénes?… Pues don Lupercio, el administrador, y Luque Calvo. —¿Quién es Luque Calvo? —Pues un andaluz, que es el que se entiende con la gente. —¿Y todos los sábados salen los dos a qué? —A comprar cosas. Unas veces a la Ossa, otras a Argamasilla y más raramente al Tomelloso… También van a cobrar y a pagar. Qué sé yo. Soy el tractorista y llevo aquí menos de un año. —¿Y salen siempre a la misma hora? —No, señor. Según la faena que tengan. —¿Y vuelven también a esa hora? —A la de cenar, pizca más o menos, salvo que vayan al cine o eso. Pero nunca a las cinco de la mañana. Por eso tengo esta soñarra. Me desperté cuando llegaron y ya no pude conciliar el sueño hasta ahora, que, claro, así que he almorzao, pues que me caía a chorros. —¿Y qué hicieron cuando llegaron aquí? —No sé. Yo no salí. Oí los ruidos del jeep. Hasta que a las siete, ya digo, cabreao de no dormir, me levanté… ¿Y qué pasa, si se puede saber? —Tú, muchacho, calla. —Ea. Lo que usted diga. —El hombre de confianza de verdad, de verdad, para don Lupercio, ¿quién es? —Luque Calvo. Son uña y carne. —¿Dónde está ahora Luque Calvo? —Durmiendo, digo yo que estará. —¿Duerme con la mujer? —¿Con qué mujer? —Con la suya. —¡Atiza, manco! —dijo el mozo, ya confianzado—. ¿Ése casao? Ni hablar. No da ni la hora. To pa él… Los hombres así no se casan, Jefe. —Bueno. Entonces llévanos donde duerme. —Hombre, yo les digo dónde duerme, pero no entro. Que vida no hay más que una y ése es un sujeto de mucho cuidao. —Vale, pero llévame por donde no nos vea nadie. —Yo tampoco puedo responder de eso, Jefe, que en esta casa hay muchos ojos. Vamos, si no por aquí, por el postigo. Echaron a andar rodeando la casa. Pasaron ante la portada hasta llegar a un postiguillo de pino disimulado. Abrió el mozo con tiento y en seguida entornó. Dijo luego con voz muy baja a Plinio: —Ya se ha levantao, está ahí lavándose. —Bueno, quédate aquí, pero no te alejes, que hay más que hablar. Plinio, seguido del veterinario, luego de desabrocharse la funda de la pistola, empujó la puerta cautelosamente. Luque Calvo, de espaldas al postigo, y desnudo del medio cuerpo alto, se chapoteaba con fruición en el agua de una pila que había junto al pozo, a la umbría de unos árboles. Aprovechando que no los oía con el ruido del agua, entraron hasta situarse bien cerca, a un costado de Luque Calvo. —Luque Calvo, buenos días —dijo Plinio en voz alta. Luque Calvo, como Plinio tenía previsto, al volverse, miró primero hacia la puerta y al verlos luego casi a su lado, quedó sorprendido un momento. Pero en seguida tuvo una reacción elemental y rapidísima. Tomó un gran cubo de agua que había sobre el brocal del pozo y se lo echó al guardia y al albéitar. Plinio sacó la pistola en un movimiento defensivo, pero no pudo evitar el remojón. Luque Calvo, aprovechando la confusión, de dos saltos se plantó en el postigo, pero al ir a franquearlo, el mozo durmiente, que debía tenerle muchas ganas y estaba allí guizcando, le puso la zancadilla y Luque Calvo cayó en picado. Cuando quiso ponerse en pie, Plinio ya le tenía la pistola en los riñones. —¡Quieto, león, que te agüeco!… Levanta y arriba las manos con brazos y todo. Luque Calvo se incorporó y alzó los brazos, mientras resollaba a toda nariz. —Tome, don Lotario, póngale las pulseras —dijo ofreciéndole las esposas con la mano libre. Plinio, mientras don Lotario le esposaba, vio que el mozo dormilón cortaba el camino a Luque Calvo con una horca de hierro. Cuando estuvo bien amarrado con las manos atrás, seguido de los otros, le hizo entrar de nuevo por el postigo. —Oye, mozo, ¿cómo te llamas? — preguntó Plinio al dormido. —Agustín Cerezo, para servirle. —Servirme ya me estás sirviendo. Cuando llegaron otra vez junto al pozo, siguió Plinio: —Pues oye, Cerezo. Átale bien prieta la maroma del pozo a la cintura a este bravo, que entre los tres vamos a darle unas aguaíllas. Cerezo dejó la horca, y con el mayor entusiasmo, luego de desatar el cubo de la punta de la maroma hizo lo que le decía Plinio. Lo ató con dos buenas vueltas de cuerda y le hizo un nudo a la altura del vientre. —Listo. —Venga, Luque Calvo, tú solito, dentro —dijo Plinio empujándole sobre el brocal—. Vosotros sujetar la maroma… ¡Que a mí no me moja nadie, Juan sin tierra, máxime que hoy estrené el uniforme! —¿Pero qué pasa, qué quiere usted saber? —dijo el Luque cuando se vio acogotado sobre el brocal y camino del agua. —Tú lo sabes muy bien… —Yo no sé nada. —Venga, cabrón —y lo cogió de las piernas con todas sus fuerzas. —¿Pero qué quiere saber? —¿Dónde está el muerto? —… En la capilla —dijo el hombre ya más en el agujero del pozo que en la tierra. —Eso está bien. —Pero yo soy un mandao. ¿Está claro? Toda mi jodía vida he sido un mandao, en lo bueno y en lo malo. Plinio lo dejó quieto y siguió el interrogatorio: —¿Para qué quiere don Lupercio el muerto? —Cree que es don Ignacio de verdad. Quiere que siga vivo. ¿Usted le entiende? —Y a ti también te entiendo, Luque. Menudo ajo debéis tener aquí liao. —Yo soy un mandao. —Sí, un mandao y un cobrao. Venga, desatadlo… Así… Y ahora llévanos donde está don Lupercio, pero sin hacer ruido. —Si ése no se despierta, toma pastillas para dormir. Esposado, y con la pistola de Plinio en la espalda, echó a andar Luque Calvo seguido de todos. Pasaron el famoso hall de las tinieblas, y a medios pasos se llegaron hasta la escalera de madera encerada. Don Lotario llevaba el mechero encendido. En el piso de arriba recorrieron una amplia galería muy solanera y alegre. Buenos cuadros y muebles la adornaban. Llegaron ante una puerta anchísima con clavos y asas doradas. Luque Calvo se detuvo ante ella sin decir nada. Se limitó a señalar alargando la barbilla. —Don Lotario, abra usted —dijo Plinio en voz baja— y deje que pase éste primero. El veterinario oprimió suavemente la manivela y dejó franca la entrada. Entre cortinas de seda, una luz suave. Y sobre la cama anchísima con dosel, vestido con pijama azul celeste, encogido, y ambas manos entre los muslos, dormía don Lupercio con la boca abierta. —Cerezo, descorra las cortinas. Debía ser verdad que don Lupercio tomaba algo para dormir, porque a pesar de la luz y los ruidos no se despertaba. Plinio se aproximó a la rica cama. Sobre las sábanas de encaje se veía bordada una inicial «E». El Jefe empezó a mover al administrador por los hombros. —Oiga…, oiga, amigo. A los dos o tres zarandeos don Lupercio empezó a parpadear. Pon fin abrió sus ojos miopes y quedó fijo en Plinio.

—¿Me reconoce, maestro? —le preguntó con sorna a la vez que ocultaba la pistola tras la espalda—. Soy Manuel González, alias Plinio, el Jefe de la Guardia Municipal de Tomelloso. Don Lupercio, después de un momento de perplejidad, se incorporó brioso y quedó sentado en la cama mirando a unos y otros con cierto esfuerzo. Don Lotario, muy fino él, tomó las gafas que estaban sobre la mesilla y se las encajó al administrador. —Ea, ya estamos todos despiertos —dijo Plinio que a la hora de la acción siempre se sentía bromista…—. Hala, vístase rápido que nos vamos de viaje. A devolvernos la mercancía. Ya sabe. Don Lupercio, incorporado y con ambas manos apoyadas sobre la ropa de la cama, seguía mirando a todos, especialmente al Luque Calvo, que estaba pegado al piecero con las manos atadas a la espalda y la cabeza baja. Más que sorpresa había en su mirada una ansia de adivinar lo que le había ocurrido a Luque. El hombre, sin decir palabra, reaccionó al fin: se bajó de la cama y empezó a vestirse con la ropa que había en una percha de pie. Se dio luego un golpe de peine en el lujoso cuarto de baño que estaba pegado a la alcoba. Cuando terminó aseo tan somero, Plinio unió con las mismas esposas a Calvo y a don Lupercio. —Ahora vamos a la capilla. De nuevo don Lupercio volvió a mirar penetrantemente a Luque. Éste otra vez bajó los ojos. En silencio descendieron la escalera. Don Lotario volvió a encender su mechero, y a su luz llegaron ante la puerta de la capilla. Entró delante don Lotario. Corrió las cortinas que tapaban las vidrieras plomadas, y se hallaron ante la tumba de Elizabeth. —¿Cómo se abre este sepulcro, señores? —preguntó Plinio. —En la parte trasera y en los costados tiene unos tornillos —dijo Luque. —Es verdad —confirmó Plinio mirando—, no di yo con esto la otra vez. ¿Y el destornillador? —Detrás del altar. —Búscalo, Cerezo. Fue Cerezo, revolvió un poco, y regresó con un destornillador niquelado, muy ancho. —Anda, mozo, desatornilla. —A mí estas cosas de muertos me dan no sé qué. —Y a los demás, ¿qué te crees? Anda, trabaja, que llevas una mañana… Todos guardaron silencio mientras Cerezo tiraba de destornillador. Y sacó unos tornillos larguísimos, dorados. Todo en aquel sepulcro parecía hecho de manera muy cuidada. Cuando concluyó, con la ayuda de don Lotario levantó la tapa de mármol. El cuerpo de Witiza estaba casi a ras con ras. Debía posar sobre el ataúd de Elizabeth. Plinio se animó al verlo: —Vaya, qué muerte más trabajosa lleva el pobre. Y luego, dirigiéndose a Cerezo: —Oye, ¿en qué coche podemos trasladar el cadáver? —En el Land Rover, creo yo —dijo mirando de reojo a don Lupercio. —Tú, como buen tractorista, ¿podrás conducirlo? —Sí, señor. —Pues anda, sal y arrímalo a la puerta de la casa. Y usted don Lotario, dele la llave del «seiscientos» para que lo traiga también. Cerezo salió con cierto respiro. —Y ahora, muchachos, vamos a charlar un rato —dijo Plinio a los esposados—. Tú primero, Luque Calvo, que eres más simpático. ¿Cómo hicisteis la operación? Luque no respondió. —Fue idea mía —respondió don Lupercio hablando por primera vez. —Ya, ya lo sé. ¿Pero cómo fue?, es lo que me interesa. —… Anteayer mismo envié a Luque al Cementerio para que tomara el molde y nos hicieran llaves falsas de una de las puertas traseras y de la puerta del Depósito. —Cuánto sabéis, ¿eh? Sigue. —Y ayer noche fuimos a por él creyendo que estaría cerrado. —Y tuvisteis la suerte de encontrarlo todo abierto y sin gente. ¿No es eso? —Sí. —¿Usted está seguro de que el difunto es don Ignacio? Don Lupercio no respondió. —Acabo de hacerle una pregunta. Responda —le añadió con severidad. —Yo creo que sí. Plinio quedó pensativo. Parecía que no se le ocurrían más preguntas. Apareció Cerezo en la puerta de la capilla. —Ya están los coches ahí. —¿Con qué liamos el cadáver, Manuel? —preguntó don Lotario siempre preocupado por las cosas prácticas. —Que se lo digan estos señores. —En el jeep hay una manta —aclaró don Lupercio. El administrador había perdido el misterio y dureza de la vez anterior y se mostraba entregado. Liaron a Witiza en la manta. En el fondo del sepulcro se veía el brillo metálico del ataúd de Elizabeth. Atornillaron la tapa de mármol y colocaron a Witiza en el Land Rover, bajo uno de los asientos. Don Lotario marchó solo en su «seiscientos». Cerezo conducía el jeep y Plinio, detrás, acompañaba a los detenidos. No recordaba Plinio haber hecho en su vida un viaje tan raro. El muerto enmantado debajo del asiento y aquellos dos sujetos unidos por las esposas enfrente de él. Y como había que pasar el trago, procuró charlar con los detenidos de cosas corrientes, como si todo fuera normal… Y tan normal, que Luque Calvo se quedó dormido con especial aire zoológico… Don Lupercio le confesó que ni le gustaba aquella tierra ni el vivir aislado, pero que desde muy joven le colocaron allí y no era fácil encontrar tanta comodidad e independencia en otro lado. Sugirió, luego, que en el momento que desapareciera don Ignacio se quedaría en la calle, porque los herederos eran muchos y dispersos. Cuando ya habían pasado el Castillo de Peñarroya, cesó la charla, porque Plinio, pese a los esfuerzos que hacía, de vez en cuando daba una cabezada. Si el coche cogía un bache, rebotaba sobre el tablero la cabeza de Witiza con golpe seco y siniestro. Cada vez que ocurría, Plinio sentía un especial estremecimiento. Luque Calvo, vencido totalmente por el sueño, apoyaba ahora la cabeza sobre el hombro de don Lupercio que, callado, permanecía inmóvil. A veces miraba hacia el camino. Hubo un momento en el que Plinio quedó traspuesto. Momento que debió durar más de lo que él creía, porque cuando de nuevo el coche dio otro bote mucho más violento que los anteriores, con el correspondiente cabezazo de Witiza sobre el suelo, despertó sobresaltado y sorprendió a don Lupercio acariciando suavemente la cabellera de Luque, que seguía reclinado sobre su hombro… Al ver que Plinio abría los ojos, don Lupercio, con la mayor naturalidad, interrumpió la caricia y volvió la cabeza hacia el paisaje. Plinio se indignó consigo mismo. Sus dotes de observador, que eran muchas, siempre le fallaban en el terreno maricón. Nunca caía en que había hombres así hasta que lo veía tinto y en el jarro. A partir de aquel momento empezó a fijarse en aquellos tipos, que miró hasta entonces como simples malhechores. Y reparó en no sé qué afectación volandera de las manos de don Lupercio, en su manera de flexionar la pierna, en el afectado hieratismo que adoptó en aquella famosa despedida bajo las mariposas; y, sobre todo, en su cínica despreocupación en los momentos decisivos. Sus confesiones sobre su administración de las fincas de don Ignacio, también trasuntaban el mismo cinismo. Por el contrario, Luque Calvo parecía un hombre de campo sin asomo de labilidad. Su reacción al ser detenido fue de hombre. Y ahora mismo, recostaba la cabeza sobre el hombro de su amigo con la misma naturalidad que si fuera el de su madre. Bajo la camisa entreabierta se veía el pecho fornido. Parecía hombre primario y sin doblez. Plinio repasaba las imágenes que su memoria adquirió de Luque durante aquellas horas, y a pesar de la reciente revelación, nada recordaba que lo denunciasen como invertido. Se fijó de nuevo en don Lupercio. Parecía haber adivinado las cavilaciones del guardia, y sonreía mirándole con fijeza, con la boca medio torcida en una rúbrica procaz. Plinio sostuvo la mirada, hasta que don Lupercio bajó los ojos con cierta blandura, al tiempo que con la yema del índice acariciaba una de las manillas de la esposa que lo unían a su amigo. A Plinio se le agolpó la sangre en la cabeza y sintió un ligero temblor en el labio inferior, aquel temblor de sus momentos de violencia. Pero su gran finura de macho y equilibrio mental se impusieron, y sin mover un músculo de la cara, con la mayor indiferencia, sacó un «Caldo» y lió lentamente. Pararon ante la puerta del Ayuntamiento bien pasado el mediodía. La gente que paseaba o platicaba haciendo corros miró con expectación la llegada de los dos coches. Plinio intuyó que la noticia del robo del cadáver había corrido por el pueblo. En efecto, cuando se apeó, don Lotario, que había llegado primero, le dijo: —Manuel, todo el mundo lo sabe. El agente Rovira apareció descompuesto en la puerta del Ayuntamiento y miró a Plinio con aire de reto. —Ya está aquí otra vez el pobre difunto —le dijo Plinio sonriendo. Rovira no respondió, pero se apreció muy bien que el aliento le había vuelto al cuerpo. El fotógrafo y el redactor de «El Caso» se acercaron al Land Rover. —Por allí vienen el alcalde y el Juez —le señaló el veterinario. —¡Qué barbaridad! ¡Qué recibimiento! —le respondió en voz baja. En efecto, el alcalde y el Juez, que sin duda acababan de salir de misa, cruzaban la plaza a buen paso en dirección a ellos. Rovira se cercioró de que el muerto venía en el coche. Plinio, como vio que la gente lo cercaba, dijo a la pareja que había en la puerta. —Traigo aquí dos detenidos. Haceos cargo de ellos. Los guardias se aproximaron al coche. —Ponedlos separados… En calabozos distintos. No jorobéis. —Ande, Manuel —dijo el alcalde —, vamos dentro que nos explique. —¿No decía usted que no había visto todavía al muerto? —le preguntó Plinio a su vez—. Pues échele un vistazo, ahora que lo tiene en la puerta de su casa. —¿Pero está ahí? —Aquí está el pobrecico. Se subió al coche y con gran esfuerzo sacó el cuerpo de debajo el asiento, ayudado por Cerezo. Levantó luego la manta y mostró el rostro al alcalde. Éste, después de mirar unos momentos, dijo: —La verdad es que ya lo conocía por las fotos. Se oyó la voz del Faraón que llegaba sudoroso: —¿Pero qué ha pasado con mi muerto, Manuel? Los que estaban próximos, que eran muchos, empezaron a reír. —¿Yo qué hago, Jefe? —le preguntó Cerezo. —No sé si el señor Juez querrá algo de ti. Espérate un rato. De momento podías acabar la faena y llevar el muerto al Depósito. —¿Yo solo, Jefe? —No, hombre, con dos guardias. Maleza, que acompañen dos hombres a Cerezo al Cementerio. Dejáis el cuerpo en el Depósito, cerráis la puerta con dos vueltas, y dais la llave a Matías. Al regreso, Cerezo, me esperas aquí abajo. Cuando entraba Plinio tras el Juez y el alcalde entre la mayor expectación, don Lotario, que estaba medio oculto, se aproximó a él y le confidenció: —Oye, Manuel, que está ahí Juaneque. Y quiere hablar contigo. Plinio quedó pensando un momento. —¿Por qué no me esperan ustedes en la bodega de Braulio? Yo voy al contao que despache. —Vale. El Faraón decía a un grupo de amigos que le rodeaban viendo a don Lotario hablar con el Jefe: —El veterinario, desde que no hay muías, porque casi todos nos hemos tractorizado, vive a sus anchas. Fuera de las cuatro chapuzas, puede dedicarle el día entero a su Plinio. Mira que es hombre de carrera e instruido, sin embargo, para él, después de Dios, Plinio. Como viera el Faraón que don Lotario, Juaneque y otro mozo se iban calle del Campo adelante, le picó la curiosidad y dejando a sus escuchantes con la palabra en el oído, echó tras ellos. Plinio no marchó a la bodega de Braulio en seguida de contar a las autoridades lo ocurrido en aquella espesa mañana, como hubiera sido su deseo. Tuvo que denunciar formalmente a los ladrones del muerto, suavizar a Rovira, que se volvía a Alcázar, y encargarle que asistiesen en la Comisaría de Valladolid. Tuvo además que darles algunas noticiejas a los de «El Caso», pasar revista a sus hombres uniformados de verano y otras menudencias del servicio. Cuando tomó derechura por la calle del Campo eran ya más de las dos y sentía el estómago lacio como una bufanda. Como le habían dejado el postigo de la portada entreabierto, pasó derechamente a la cueva. Apenas pisó la umbrosa escalera de tierra sintió el fresco vivificador y el aroma del vino del año que preñaba aquella atmósfera. —¡Aquí, Jefe, a poniente! —le gritó el Faraón desde la oscuridad.

Plinio subió por la escalera de mano hasta el empotre con aire derrotado. Las viejas maderas crujían bajo sus pies. Allí, casi en la proa de la cueva, estaban los cinco hombre sentados entre dos tinajas, echando rondas de vino con el mismo vaso como es uso, y comiendo de las berenjenas que ofrecía Braulio en una fuente muy historiada. Braulio, el filósofo, lo recibió en pie, alargándole con una mano el vaso de vino y con la otra las berenjenas de Almagro: —¡Bien llegada sea la flor de la detectivesca manchega! Plinio, antes de saludar, se echó al coleto el vaso que le ofrecían, paladeó con gran sonoridad, volvió a llenar y a beber sin esperar rueda; y después de desabrocharse la guerrera, dejar la gorra en el empotre y sentarse en la tinaja próxima, a media anqueta, la emprendió con una berenjena gorda como maza de bombo, rezumante de vinagre, y con su rebaba de guindilla flequeando. Para matar el fuego berenjenero y morisco, se trasladó otro vaso que le ofreció su cuidador y huésped Braulio el Mochales, y empezó la lianza de cigarros a cuenta de la petaca del mismo. Cuando Plinio concluyó todas sus labores de boca y buche, las lumbres de los cigarros jugaban en la oscuridad de la cueva y los humos azules, como bien educados, tomaban el derecho derrotero de la lumbrera, dijo: —Bueno, Juaneque, explícame el resultado de tus averiguaciones: —Pues verá usted, como ya le dije que recordaba muy mal la casa y la calle donde vi el cajón, me busqué aquí a Julián —dijo señalando al otro— que es el compañero que conduce la camioneta del maestro. Le expliqué de qué se trataba, pero él recordaba muy poco más que yo, aunque sí tuvo la corazoná desde un principio de que pudo ser en la calle de San Luis. Julián tenía el cuello muy largo y una nuez colosal que le botaba sobre el cuello de la camisa, particularmente cuando hablaba. Llevaba una boinilla insignificante y sus manos eran tan enormes y huesudas que más se iban los ojos a ellas que a cualquiera otra parte de su cuerpo, con ser todas de pareja o de mayor fealdad. —Entonces —siguió Juaneque, que parecía llevar muy amarrado su discurso — nos hemos recorrido, como quien dice palmo a palmo, la calle de San Luis… Y no hemos querido preguntar nadica, ¿usted me entiende?, por no levantar sospechas —y se llevó el dedo al párpado en señal de perspicacia—, eso lo dejamos para usted, pero… estamos los dos casi de acuerdo, ¡digo yo! —y miró a Julián. —De acuerdo del to que fue en el número X o en XX de la calle de San Luis. —¿Sabéis quién vive en esas casas? —Pues sí, señor. En una vive Federico Gotera, el Mealiebres por mal nombre. Y en la otra… —En la otra —se precipitó Julián—, Jacinto, el Pianolo, también por mal nombre. El Faraón, que hasta el momento estuvo sin saber muy bien de qué iba la cosa, al oír el nombre de Jacinto el Pianolo levantó la mano y dijo: —Un momento, señores, y perdonen la introdución. ¿Se puede saber lo que están ustedes averiguando…? Porque ese Pianolo me ha sonado tan mal que estoy tocando madera. Y desacomodándose un poco, puso la mano sobre la barandilla del empotre. Plinio, al que se le había aguilizado el perfil al ver la reacción del Faraón, le explicó en pocas palabras la diligencia en que andaban sobre la caja o cajón que en una casa de la calle de San Luis descargaron noches atrás. El Faraón, que había escuchado al Jefe con la boca abierta y su rosácea lengua sobre el labio de abajo, poniendo de pies su rotonda figura, empezó a decir en tono de lamento: —¡Ay, mama mía! ¡Ay, mama mía! ¿Y cómo no se me habrá ocurrido a mí antes pensar en este hijo de caballo blanco? ¡La leche!… ¿Conque viste descargar la caja del muerto en la puerta del Pianolo? —Pasito, amigo —le dijo Plinio—, ellos vieron una caja parecida a la del muerto. Que sea o no, es otro cantar… Y aunque lo sea, tampoco están ciertos de haberla visto en la casa del Pianolo. —¡Ay, mama mía, mama mía!, que para mí ya no hay dudas. Que del Pianolo todo mal puede venirme. ¡Ay, mama mía, que este pendejo me la ha jugao otra vez! —Pero, bueno, Antonio, conforme con las bromas que os gastáis. ¿Pero de dónde se va a sacar el Pianolo un muerto embalsamado? —¿Que de dónde? De debajo de la tierra. Ése… y yo, por supuesto, cuando llega el caso de hacer una buena, no nos paramos en barras. Plinio quedó con la mano en la mejilla y mirando al suelo. Todos callaron. Hasta que por fin dijo, poniéndose la gorra y abrochándose la guerrera: —Bueno, pues eso vamos a aclararlo don Lotario y yo ahora mismo. Esperadnos aquí. Braulio, gástate las perras una vez en tu vida e invítanos a comer a todos los presentes, que al contao volvemos con el resultado. —Eso está hecho —dijo Braulio gozoso. —Un momento, el segundo plato lo pone un servidor —saltó el Faraón—. Que tengo en mi casa un choto recién muerto que está diciendo comedme. —De acuerdo, de acuerdo —asintió Plinio—. Preparad lo que sea que volvemos como cohetes. Y sin añadir palabra ambos amigos bajaron del empotre. La casa del Pianolo era nueva y con pretensiones señoritas. Muy repintada, y con los hierros de las ventanas y balcón en purpurina plata. Plinio llamó. Ladró un perro dentro. Tornó a llamar y reladró el chucho. Al cabo de un poco una voz de mujer: —¡Calla, «Chile»! Abrió la mujer del Pianolo. Era muy derecha, aunque paliducha y quebrada de color. Al cuello llevaba un crucifijo más que mediano, que colgaba sobre la pechera de la bata de medio luto. Por cierto que al ver a Plinio se quedó un poco rígida. —¿Está tu marido? —¿Qué pasa? —preguntó a su vez con el labio seco. —¿Está o no está? —¿Quién es? —se oyó la voz del Pianolo desde dentro. —La pulicía —respondió ella sin dejar de mirar al guardia. Jacinto el Pianolo, en camiseta y acuñándose los pantalones, asomó tras la cortina que cubría una puerta del fondo del patio. —¿Qué hay, Manuel y compañía? — dijo con risa de conejo—. Déjalos pasar, chica. El Pianolo, como de cincuenta años, era de un prognatismo exagerado. Le quedaba tan sobrero el maxilar de abajo, que le salían las palabras en vertical, que no de frente como a las personas normales de boca lisa. Como además era recio y musculoso, de poco cuello y bóveda plana, parecía un prehistórico, aunque lleno de sorna y malicia. La mujer dejó paso libre a los visitantes y se apartó a prudencial distancia a ver en qué paraba aquello. —Sentaos aquí en el patio mismo, que estará más fresco —dijo el Pianolo sin apartarse de la cortina, que tenía agarrada con ambas manos desde que dejó de andarse en el pantalón. Plinio y don Lotario se acomodaron en unas sillas de peineta muy antiguas que allí había como únicos muebles. —¿A que sé a lo que venís, amigos? —soltó de pronto—. Me lo tenía mascao desde que me dijeron que se había descubierto el ajo, y que andaban ustés en él… Porque yo, que no creo en casi na, en Plinio sí que creo —añadió en una especie de aparte a su mujer y sin desagarrarse de la cortina. —Pero tú cállate, sinaco, y espera a ver qué quieren —le gritó ella, hinchada de indignación. —¡Ca! Pa qué vamos a perder el tiempo. ¿O tú crees que Plinio y don Lotario iban a venir aquí tan serios si no supieran que hay gazapo? El Pianolo se pasó a la boca un pito que tenía tras la oreja derecha y lo encendió. Por el dichoso prognatismo, el cigarro se le quedaba muy tieso y vecino a la nariz. —Ustedes vienen a lo del cajón del difunto. Eso está claro. ¿A que sí? — preguntó luego de la primera chupada, abriendo mucho la boca cavernaria. Plinio y don Lotario permanecieron sin pestañear. —Aquí nos conocemos todos — continuó como explicándose a sí mismo — y alguien me tuvo que ver trajinar con el cajón. Y claro, así que ha empezado usted con las indagatorias, que las cosas como son y cada cual en su sitio, las hace usted como nadie, pues ¡cataplum!, encontró al que me guipó y aquí están… Si no hay más cáscaras. Ahora, yo ¿qué iba a hacer? ¿Me lo quieren ustedes decir? —y quedó con un ademán muy expresivo para que los otros le respondiesen. Y como no le respondían, movido por una idea súbita al parecer, se metió en la habitación que cubría la cortina que estaba a su espalda. La mujer, la Pianola, como la llamaban, no quitaba ojo a la visita. Tan serena, de pie, con los brazos cruzados sobre el pecho, y la boca apretada. Don Lotario y Plinio fumaban en silencio. Se oían los pasos y el trastear de Jacinto en la habitación contigua. Durante la espera no medió una sola palabra entre los que esperaban. Sólo un ¡ay, Jesús!, de la Pianola. Al fin salió el hombre con una carta en la mano. —Aquí está la prueba de quién es el autor del delito o lo que sea —dijo, enseñando la carta, mientras con la otra hacía rúbrica de sentencia. Quedó luego un momento callado, como si pensara el orden de su razonamiento; dio una chupada al último trozo de cigarro, que casi se lo tragó por aquel cazo de labio de abajo y guardándose la carta exhibida en el bolsillo del pantalón recomenzó de esta manera: —Había estado yo aquella tarde echando una partida con varios, entre ellos el Faraón. Ya sabe usted, duró la cosa más de lo debido y en vez de amodorrarnos, como pasa con las partidas largas, nos pusimos un poco bestias. Y uno dijo que se jugaba un lechón que tenía recién comprado. Y otro que su suegra. Y el Faraón añadió riendo: «Ahora que hablas de suegras, si os ponéis así, yo me juego un nicho que acabo de comprar para enterrarla cualquier día de éstos, porque ya me hace aguas por todos sitios…». En fin bromas del juego —siguió el Pianolo—. Y digo bromas porque nunca nos jugamos en junto más de mil pesetas… Acaba la partida, me vengo a casa y me siento a la puerta a tomar la fresca y a fumarme un pito, cuando al rato se para ahí un camión forastero con mercancías… Sólo recuerdo que tenía matrícula de Madrid. Se para como cuento, se baja un hombre rechoncho, y me pregunta: «¿Es usted Jacinto García, alias el Pianolo? —Sí, señor. —Que le traemos una mercancía. —¿A mí? —Sí. —¿Qué mercancía es? —Este cajón. — ¿Quién la envía? —No sé. Aquí pone un tal Martínez. —¿Y de dónde viene? — De Madrid. Firme usted aquí. —¿Tengo yo que pagar algo? —No, señor, que viene a porte pagado». Y sin más, entre él y otro que venía al volante, trabajando lo suyo, bajaron el cajón. Yo abrí la puerta de la calle de par en par, les eché una mano y lo metimos aquí en el patio. Firmé luego en el papel que me enseñaron. Y se marcharon… Yo, ya sabe usted lo que pasa en estos casos.

Me quedé mirando el cajón, y pensando qué sé yo, si había llegado la hora de mi fortuna y un buen ángel me lo mandaba lleno de candelabros de oro o yo no sé qué cosas hermosas… Y no había duda, venía una etiqueta con mi nombre, apellidos y dirección muy bien puestas… Yo venga de mirar y remirar el cajón, pensando cómo abrirlo, pues venía muy bien clavado y precintado. En la casa estaba yo solo y no tenía con quién comentar el suceso. Revinando todo esto, de pronto llaman a la puerta, voy corriendo creyendo que fuera la mujer o el chico, pero no; era el mismo chófer del camión que me largó una carta: «Usted perdone, me dijo, que se me había olvidado y tenía orden de dársela con la mercancía». Se va el hombre corriendo, y yo, ahora sí que de verdad emocionao, abro la carta, y en seguida, lo que pasa, a mirar la firma. Cuando vi de quién era, crea usted que me dio una encogía de esas de muerte… Tan grande fue que me tranquilicé mucho en cuanto leí la carta, porque tratándose de ése, mayormente después de lo que le hicimos en Sevilla, me esperaba todavía algo peor… Y para qué seguir explicando. Voy a leerles la carta y con ella está todo dicho. Y tirando el cigarro, sacó el papel y, aunque arrimándoselo mucho a los ojos, empezó a leer, con gran soltura, de esta manera: «Querido amigo Pianolo: Me gustaría mucho que al recibo de ésta te encontraras feliz con tu mujer y tu hijo. Ya sabes que a pesar de todas las cosas, yo te tengo mucho aprecio como tú me lo tienes a mí. Que una cosa son las bromas y otra la salud y la familia. Que vida no hay más que una y familia no hay más que otra y no es cosa de jugar con ellas. Yo quedo bien, a Dios gracias, aunque no te digo dónde, porque quiero descansar del Faraón y de ti por lo menos hasta la feria, que me daré un garbeo por ahí para montar en los caballitos con vosotros. »Yo sigo con mis trapicheos y negociejos. El hijo mayor ya está el hombre estudiando pa cura, porque otra cosa no tendrá, pero como tú sabes, siempre le di buenos ejemplos y mucha devoción. (Esta última más bien se la dio su madre, ésa es la verdad.) »La chica trabaja en una tienda de modas; y la mujer tan tranquila en su casa, aunque dice que sin sus vecinas de ahí y especialmente sus primas las del Tonelero no se halla a gusto en ninguna parte. »Pero a lo que iba. En el cajón adjunto te envío un presente que creo te pondrá más contento que unas pascuas, porque es digno de ti y de tu buena condición de amigo. »Aunque ocupe un poco de sitio no te va a dar guerra ninguna, porque el pobre, eso sí, es muy callado, y ya dijo todo lo que tenía que decir en este mundo. Tampoco temas los malos olores, porque te lo mando muy bien adobado. »Lo que sí te aconsejo es que no lo dejes en el suelo por si los gatos dan en querer jugar con él y te lo malogran. »Ponlo en estante alto, cúbrelo con una gasa para que no le lleguen las moscas y ya verás cómo anima y hermosea tu casa nueva. »Tampoco temas que nadie tenga que decir nada malo de él. Era muy buena persona, muy de derechas y hombre de orden en todos los sentidos. Eso, garantizado. Los únicos vicios que tenía eran hacer píldoras y roncar de noche, pero yo te lo mando muy corregido de esas faltas. »En fin, para que luego digas que no me acuerdo de ti. Que lo disfrutes con salud en compañía de los tuyos y ya sabes dónde tienes un amigo de verdad para lo que quieras mandarme. Un abrazo de Rufilanchas». Cuando el Pianolo acabó de leer la carta quedó mirando a Plinio con el papel en la mano y exclamó: —¿Que qué me dice usted? —¿Tú abriste el cajón? —Que va, maestro. ¿Qué necesidad tenía yo de ver visiones? Desde el primer momento pensé endosárselo al Faraón. Me dije: «Se lo dejo en la puerta de su casa y ya está». Era lo más fácil. Pero en seguida caí en la cuenta de que también era lo más cómodo para él. Lo abriría y al ver lo que había dentro llamaba a la Justicia y en paz. Y yo quería darle más copero a la cosa. —¿Y por qué no hiciste tú eso? — preguntó Plinio. —¿El qué? —Avisar a la Justicia nada más leer la carta. —Hombre… porque la tentación era catral. Usted me entiende. Yo, por darle una broma al Faraón o al Rufilanchas, me dejo castrar. —O que te metan en la cárcel —dijo Plinio con severidad. La mujer del Pianolo al oír al guardia rompió a llorar. —¡Desde luego! —respondió el Pianolo arrogante—. Y tú, mujer, vete a la cocina y calla, que éstas son cosas de hombres. La mujer no se estremeció. Se limitó a llorar en silencio. —Bueno, sigue. ¿Qué hiciste? —Pues como decía, me acordé de lo del nicho vacío que había contado el Faraón en la partida. Metiéndoselo allí, la fiesta podía ser mucho más larga… Como lo está siendo. —Vaya, hombre, vaya, ¿y qué más? —Pues nada. Ya es fácil. Le dije a la familia lo que pasaba y entre el chico y yo, que también me ha salido un tremendo, acuchillamos y raspamos bien la madera del cajón, después de quitarle las etiquetas y marcas y lo metimos en el cuarto trasero hasta ver cómo planeábamos la operación. —Sigue. —Primeramente me fui al Cementerio para localizar bien el nicho y estudiar por qué parte sería más fácil meter el matute, porque había que hacerlo de noche, claro está. Pensé que habría que romper el candado de alguna de las puertas de hierro que dan al Cementerio Viejo. Como junto a ellas pasa una carretera, todo sería fácil. Pero así que me di un garbeo por el camposanto vi que en el tapial nuevo quedaba un lugar por tapar bastante potable… Sí, quedaba un poco lejos del nicho, pero era muy buena parte para entrar y salir sin líos. Y por allí lo hicimos aquella misma noche. Metimos el cajón en el remolque, un botijo de agua, yeso, un palustre… ¡Ah!, y una carretilla para llevar el cajón hasta el nicho sin hacer mucha fuerza. Yo preparo muy bien mis cosas ¿sabe, Jefe? —dijo, satisfecho—… No hacía falta llevarse adobes para tapar, porque cuando fui a localizar el nicho vi a mano un buen montón. Todo salió fenómeno. Salimos el chico y yo a las dos de la madrugada con la carga y los materiales, y a las cuatro estábamos de vuelta con el trabajo hecho. —¿Qué día fue? —Pues el veinticuatro, creo. —¿Y tu hijo cuántos años tiene? —¿Por qué? La mujer, al escuchar esta pregunta, toda oídos, dejó de llorar. —¿Digo que cuántos años tiene? —Veintitrés. —¿Y dónde está? —En las viñas. Vendrá a la anochecida. —Está bien. ¡Hala!, vente con nosotros —dijo Plinio con severidad y poniéndose en pie. Y luego, dirigiéndose a la mujer: —Y el chico, en seguida que llegue, que se presente en el Ayuntamiento. —¿Mi chico? —preguntó la pobre con cara feroz. —Sí. La mujer empezó a gritar, dirigiéndose a su marido: —¡Me vas a matar! ¡Me vas a matar! ¡Dios mío qué desgracia…! No será porque no te lo dije, ¡desgraciao! —Cállate, anda. —¿Eh, mujer? —insistió Plinio—, en seguida que llegue que se presente a mí. Si no, vendré a por los dos. A por ti también. Que eres otra cómplice… Y quiero ver la forma de salvarte… Y tú, bromista, venga, echa palante. —¿Podré coger la chaqueta, digo yo? —preguntó el Pianolo entre enfadado y socarrón. —Cógela, rápido. Entró, mientras la mujer, con la cara pegada a la pared, lloraba amargamente. —Ya estoy —dijo el Pianolo metiéndose las mangas. Cuando ella vio que de verdad se llevaban a su marido, se abalanzó a él y comenzó a darle abrazos y besos. —¡Hijo mío, ay, hijo mío, y qué desgracia más grande! —Venga, mujer, no te pongas así. Si esto va a ser cosa de na. Cuando después de dejar al Pianolo en la cárcel y de informar al Juez llegaron a la bodega de Braulio, encontraron abierto el postigo de la portada, según habían quedado. Junto a la escalera de la cueva hallaron a Braulio congestionado por la risa. —¿Pero qué te pasa, hombre? —Esto es la monda. Vengan corriendo y verán qué espectáculo. No se ve todos los días. Y sin decir más y riéndose solo, echó delante a buen paso. Apenas iniciaron la bajada oyeron unas risotadas sofocadas. Los que se reían, al ver quienes bajaban, reforzaron el escándalo. —¿Pero qué pasa? —preguntó Plinio. —Vengan, vengan —gritaron desde el empotre. Plinio, cuando subía la escalera de mano, vio que los anchísimos pantalones del Faraón, con otras prendas de su vestir, colgaban de las barandas. Subió con toda rapidez, y se asomó a la tinaja que todos le señalaron. Dentro de ella, nadandillo nadandillo, estaba el Faraón. —¡Ay, qué baño más rico, Jefe! Se había agarrado ahora al borde de la tinaja con sus manos regordetas y le asomaban los hombros almohadillados y el pecho casi femenino. El poco pelo, brillante, le caía hasta los ojos. —Pero, ¿estás loco? —¡Qué va, soy el hermano Ánade! Y ahora voy a bucear un poco a ver si encuentro un cangrejillo. Y soltándose las manos se sumergió haciendo gorgoritas. Al poco volvió a aparecer manoteando y con la boca muy apretada para que no le entrase gota. De nuevo se agarró al borde de la tinaja completamente llena, y se reía de su hazaña a la vez que respiraba fuerte. —¡Ay, mama mía y qué imagen para la Prensa! Venga, muchachos, ayudadme a salir, que por el cuerpo también se mama uno. —Pero bueno, que lo sepamos, ¿qué ha sido esto? —preguntó Plinio. —Una apuestecilla. Fíjate, ¡a mí con apuestas! —Le digo —añadió Braulio—: «¿A que no eres capaz de bañarte en la tenaja…?». Estaba quejándose de que hacía mucho calor. —Y yo dije: «Con veinte duros me bastan». —Yo, sin pensar que lo iba a hacer. —Antes de que me diera los veinte duros ya estaba yo en bragas. Es que no sabéis con quién os gastáis los cuartos. Con esos veinte duros ya hay para cafés y copas. Para que veas que yo no soy interesado. Venga, sacadme, muchachos. Pero me tenéis que coger dos de cada brazo, para que os toquen a treinta kilos por barba, si no, ni hablar; no salgo. No entre cuatro, sino entre los cinco que estaban, cada cual agarrándole por donde podía, se las vieron negras para sacarlo al aire.

Cuando estuvo fuera, jadeando, se sentó sobre la panza de la tinaja. Su cuerpo moreno, lleno de sebosidades, pliegues y pelos, brillaba como cachalote recién pescado. Con la mayor impudicia permanecía en su asiento, despatarrado, con las manos apoyadas en los muslos, sin dejar de resoplar. —¡Ay, mama mía! —decía mirándose al bajo vientre— y que jartá te has dao de morapio. En tu vida te has visto en otra. Todos le reían sus cosas ya de manera mecánica y cansada. —Mira que a pesar de no haber tragao gota, me siento como con media estocá… ¡Ay, qué leche!, y qué buen rato hemos pasao… Braulio ¿estará ya la comida?; que el baño despierta mucho el apetito. —Desde la puerta de la cueva se oyó una voz de mujer: —Hermano Braulio, vengan cuando quieran que la comida está ya apañá. —Así viven los señoritos, desde el baño a la mesa. ¡Hala!, veis para allá mientras me visto, que me da vergüenza. —Venga, vamos —dijo Braulio. Y bajaron todos menos Plinio, que se quedó rezagado. El Faraón comprendió y poniéndose la camiseta sobre sus vergüenzas, enserió el gesto. —¿Qué ha pasado con el Pianolo? —Sécate las manos —le respondió mostrándole la carta. El Faraón, con la misma camiseta se enjugó la cara y las manos. Tomó la carta y lo primero que miró fue la firma. —¡Ay, mama mía! ¿Éste también en el ajo? —exclamó mirando a Plinio. —Sí, señor. Los tres, como siempre. Y empezó a leer. Plinio se reía para sus adentros, pensando que en su vida había visto a un hombre tan gordo desnudo y menos leyendo una carta, sentado en la panza de una tinaja. Era un Baco jocundo coronado con lágrimas de vino. —Si tenía que pagárnosla-comentó mientras leía. Cuando acabó la lectura, Plinio le resumió las operaciones de Pianolo y su hijo para endosarle el muerto. —¡Qué pillos son! Se lo podían haber enviado a su… abuela, digo yo. ¿Y quién es el cadáver? —Eso es lo que falta por desollar. —¡Qué maricón! ¿Y cómo no caería yo en la cuenta?… Pero claro, ¿quién iba a pensar…? Ahora, fíjese, Manuel, más fijo que la vista, esto no queda así. Por éstas. El Pianolo me las paga, pero a base de bien. Cuando Plinio sé levantó de la siesta aquel ajetreado día de junio, encontró en el patio de su casa al agente Rovira departiendo amistosamente con su mujer y su hija. El hombre salía en mangas de camisa y con el pelo fosco se quedó cuadrado en la puerta: —Pero, hombre, ¿usted por aquí otra vez? —No he querido que le llamaran, que vaya día que lleva usted. —Lo siento por un lado y se lo agradezco por otro, porque ya tengo muchos años y la jornada ha sido de aúpa. ¿Hay algo de particular? —Vístase usted tranquilo que todo va muy bien. Aquí le espero hablando con sus mujeres. Plinio volvió a su alcoba, mientras Rovira seguía departiendo con ellas y tomándose un vaso de vino muy fresquito que la hija de Manuel le sacó de la cueva. —Chicas —gritó Manuel desde dentro—, podíais haberle hecho al señor Rovira alguna taza de café o algo. —Dice que prefiere vino. —Me gusta mucho el vino así, refrescado en cueva, poco a poco, sin hielos ni frigoríficos. —Manuel tampoco quiere fríos artificiales, como dice él. Salió Plinio al fin muy repeinado y bien vestido. —Hemos tenido que limpiarle el uniforme. Estrenado de hoy y hay que ver cómo lo ha traído. —Me han echado de todo, agua de pozo y vino de baño. Y yo me entiendo. Se sentó en el corro, ofreció tabaco a Rovira y dijo a las mujeres que los dejaran solos. —He venido, Jefe, para explicarle cómo están las cosas en Valladolid. Ya sé lo que pasó aquí luego de mi marcha y que por encargo suyo me han explicado Maleza y el señor Juez. Hay que reconocer que los de Valladolid se han portado bien… Parece que don Fernando López no vive allí desde hace bastantes meses. En la pensión donde estaba, dicen que se jubiló y tuvo dudas entre venirse a Tomelloso o marchar a Madrid. Se decidió por la capital, porque había teatros y otras cosas de diversión. Puestos los de Valladolid en comunicación con los de Madrid, sabemos que vivió un par de meses en una casa particular, pero que al cabo de este tiempo marchó sin dejar señas. Se tiene la seguridad, sin embargo, de que hasta hace poco seguía en Madrid, porque ha llamado a su casa antigua varias veces a ver si había cartas o alguna comunicación para él. Los de Madrid iban a continuar las pesquisas hasta localizar el nuevo paradero de nuestro amigo. Después de comentar ampliamente la notificación, se pusieron de acuerdo para pedir a Barcelona que detuvieran a Rufilanchas, donde vivía con su familia y cuya dirección había conseguido Plinio de sus parientes de Tomelloso. Y caso de no estar, por su condición de transportista, que viesen la forma de sacarle a su esposa el itinerario habitual y fechas aproximadas. —Yo creo —dijo Plinio— que una vez detenido el Pianolo, de verdad que hemos acabado nuestra operación. Que funcionen ahora los de Barcelona para echarle mano a Rufilanchas es lo que hace falta, que él, supongo yo, nos cantará quién es el muerto. —Dichoso muerto —exclamó la mujer de Plinio que salió en aquel momento— y cuánto va a danzar el probrecico. Una hora después Plinio se reunió con don Lotario en el porche del Cementerio. El hombre, ésta es la verdad, llegó bastante desinflado. Pensaba en sus mismas palabras, las que dijo al agente Rovira: «Una vez detenido el Pianolo, de verdad que hemos acabado nuestra operación». ¿Cuándo aparecería otra «operación»? Plinio se imaginaba meses y tal vez años por delante —y a él no le quedaban muchos— de aburrimiento y trabajo rutinario, sin entidad. Caminaba Paseo adelante y se rió solo recordando una idea de don Lotario en la última época de «sequía de casos». «Mira, Manuel, con esta sequía de casos que padecemos, va a ser menester inventarnos crímenes y robos para distraernos un poco». Otra cosa que pesaba en el ánimo del Jefe era el no poder rematar él personalmente el caso Witiza. El tener que hacer las cosas con tantas ayudas le fastidiaba. Con estas melancolías llegó y con estas melancolías se sentó en uno de los bancos de la capilla que había sacado Matías para mayor acomodo de los curiosos que tertuliaban por allí. El Faraón evaporaba su baño de mosto y su sueño de gordo dormitando dentro del «seiscientos» de don Lotario. Y éste se paseaba nervioso por los alrededores del Cementerio esperando a Plinio. Cuando vio aspearse al Jefe, Paseo arriba con las manos en la espalda y la cabeza cincunfleja sobre el pecho, le entró desazón y salió a su encuentro. —Pero, hombre, Manuel, ¿cómo vienes andando con esta calina? Haberme llamado por teléfono y te habría recogido. Plinio, sin decir oxte ni moxte, se sentó, como quedó dicho. Y antes de responder, luego de destaparse la sesera, se enjugó con el pañuelo, desabrochó el cuello de la guerrera, escupió, se pasó los dedos por las comisuras de los labios, y sacó el paquete de «Caldo». Cuando empezaron a lumbrear los cigarros, el Jefe se dignó hablar. —¿Pues qué va a pasar, don Lotario de mi alma? Que en este puñetero caso estamos bailando al son que nos tocan sin poner una libra de nuestra parte. —Explícate. —Hombre, que como diría la Rocío, estamos al olor de la pescadilla que nos han traído, sin saber buscarla en la despensa como está mandado a «la detectivesca de pro». Que nos lo han dao to en bandeja sin haber hecho estos días otra cosa que rondar al muerto. Porque, a ver si usted me entiende, así que los secretas de Barcelona nos localicen a Rufilanchas… que es cuestión de horas, sin que hayamos hecho otra cosa que mendruguear… se acabó la historia. Nos mandan el muerto. Nos lo descubren. Y nos van a decir quién es para mayor comodidad. —Pero bueno, cuéntame lo que ha pasado ahora. Plinio le comunicó las noticias que trajo Rovira y cómo estando así las cosas, sus diligencias —las de don Lotario y él— quedaban totalmente concluidas, porque escuchar el cante de Rufilanchas carecía de emoción y era ya más obra de Juez que de guardias. Cuando Plinio acabó su explicación con moral tan caída, el veterinario le echó una media sonrisa y movió la cabeza como diciendo: «Y qué niño es este Plinio». —Pero, hombre, Manuel, no me seas de tu pueblo, que tienes más amor propio que doña Lucía Romero, la que decía que no era suyo su hijo Toribio porque nació bizco. ¡Puñeto! Que Dios le da agua al que tiene viñas, que quien no las tiene ni se entera que llueve. Y da suerte al que sabe aprovecharla, porque el tonto o ciego de caletre no tiene suerte nunca, aunque le caigan los duros en los zapatos. ¿Quién ha puesto, hombre de Dios, en camino derecho a los secretas de fuera sino nosotros con nuestras indicaciones? ¿Quién lleva aquí la batuta y qué se hace sino lo que nosotros decimos? Si hubiésemos sido unos cimas, en vez de decirles que nos buscaran a Rufilanchas y al señor de la Cámara, que nos han traído al camino más corto y propincuo la solución, habríamos dicho, qué sé yo, que nos buscaran a Lorencete el de la Glorieta. ¿No me entiendes, Manuel? Dada la forastería del caso no teníamos otro remedio que decir a los sabuesos de la B. I. C. lo que tenían que hacer aquí y allá para certificar nuestras sospechas y vislumbres. Sí, Manuel, el que juega, unas veces recibe y otras echa las cartas. Y nosotros esta vez hemos tenido que echarlas, echar las cábalas, para que nos responda el contrario… El juego todavía sigue y lo fijo es que las diez de monte sean nuestras… Y aunque no lo fueran, al menos hemos sido nosotros, y a nuestro placer, los que hemos llevado la partida. —Puestas las cosas así, no le falta a usted un poco de razón. Pero que a mí no me gustan ayudas, que a mí lo que me gusta es guisar en mi cocina, con mis especias y cacerolas, sin que me echen cables todo quisque y esperar a que suene el teléfono. —¡Ay, Manuel, Manuel, que cada trabajo tiene su aquél! Y éste lo hemos llevado como Dios en lo que daba de sí. Sabiendo en todo momento separar el grano de la paja de lo que aquí se ha dicho… Y eso sin contar el acierto de haber puesto el muerto en escaparate. Ésa ha sido la clave de todo el éxito. —Pues ese acierto… fue del Juez… Y lo que también me chincha un rato es que en vez de tratarse de un crimen serio, con empaque, sea una broma entre estos gamberros de la m… Claro que si yo fuera Juez les iba a caer buena. —Querrás decir si tú fueras Código. —¡Imbéciles! —Y luego, Manuel, una cosa, que los crímenes y casos no son como uno los quisiera, sino como vienen… Yo muchas noches sueño si nos hubieran encargado a ti y a mí de investigar el asesinato de Kennedy… Pero como aquí en Tomelloso no matan Presidentes de la República, pues hay que chincharse y conformarse con gamberros y robaespigas. —Yo me apañaba con que mataran a un alcalde disparándole, pongo por caso, desde la Posada de los Portales. ¡Qué días, qué días nos íbamos a pegar, don Lotario! Y ambos empezaron a reírse como niños. Y en la risa estaban cuando salieron del Depósito Celedonio Canales el Rico y Florentino García el Desgraciao. Celedonio Canales al ver a Plinio dijo al Desgraciao: —¡Coño!, mira quién está aquí: ¡el sherif ! Celedonio Canales casi siempre reía entreenseñando las encías; y como besugo, con los ojos a medio párpado. Rechoncho él, solía hablar levantando mucho el bracete derecho como amenazando sentencia. Por el contrario, Florentino García el Desgraciao, alto y reseco, tenía el rostro inmóvil, sin otro dato retenible que la mirada, pues siempre ponía los ojos como si mirase por encima de unas gafas que no llevaba. Y le llamaban el Desgraciao porque era hombre al que nada daba gusto, y sólo sabía noticias de muertos, pedriscos, sequías y filoxeras. En los entierros lo pasaba tan ricamente y en los bautizos y bodas —la verdad es que casi nadie lo invitaba— se pasaba la ceremonia y el banquete vaticinando desgracias y tiberios: «Pobre hijo, ¿pa que habrá venío a este mundo, que es una alberca de podre?» —decía al recién nacido. Y a los contrayentes: «Hala, sinaco, ahora a darle de comer toa tu vida a la Martina, y a todo lo que te traiga el uso del matrimonio como manda la ética».

Celedonio y Florentino se acercaron a los de la Justicia con gana de plática. Se veía que habían venido a echar la tarde a la vera del tieso. —Nos sentaremos un ratico, que llevamos más de una hora mirando a ese pobre hombre y se nos han quedao las piernas firmes… Cucha, cucha cómo no puedo doblarlas —y payaseaba el Celedonio andando sin doblar las rodillas. —Sí, hombre, sentaos. ¿Y cómo va esa salud, Celedonio? —le espetó Plinio para evitar preguntas. Porque sabía que a Celedonio, echándole tema, el que fuere, a él se agarraba hasta el hastío. —Hombre, Manuel, de salud muy bien, muy requetebién, pero de pita, nada. Definitivamente, nada. —¿Pero así estás, Celedonio? —le dijo Plinio sin poder contener la risa. —Como te lo digo. Muerta total. ¡Qué desgracia, Manuel! ¡Eso sí que es una desgracia! ¡Mecagüendiez! Porque hasta el año pasado, sabes, me iba defendiendo. Pero desde el año pasado pacá, mismamente como una corbata. —¿Pero súbito? —Hombre, súbito, súbito, no. Pero de muerte natural. A ver si me entiendes —decía el Rico con una mano en el aire y los ojos la mitad sopárpado y la otra mitad soluz—… Hasta los cuarenta años. ¿Pa qué voy a contarte? Bastaba la presencia de un brasero o mismamente que me diese el sol en semejante parte, sin presencia de gachises ni cosa con faldas, para que aquella fierabrasa compareciese con la energía de un quinto alemán. ¡Qué hermosura de tiempos…! En este punto de la biografía de sus vergüenzas estaba Celedonio, cuando vieron que el Faraón salía del «Seat» a tirones y congestionado. Al columbrar la tertulia, se allegó a ellos, frotándose los ojos y bostezando a toda apertura. —¿Qué os contáis, muchachos? —¿Qué, has echao un sueñecillo? — le preguntó Plinio. —Un poquito… Por más que me da el aire no se me va el olor a venencia — añadió oliéndose. Plinio y don Lotario se rieron. —Me siento, con la venia de ustedes —dijo el Faraón bostezando otra vez. —Pues como os iba diciendo — continuó Celedonio que en cuanto empezaba discurso era catral y particularmente si era relativo a la parte de la ingle, que era su tema preferido— desde los Reyes pacá que ya no soy hombre a ninguna hora. —Anda, puñeto —dijo el Faraón mesándose el cogote—; algo menos será. —Nada de menos. Y sigo. Decía que hasta los cuarenta todo fenómeno. Casi en demasía, las cosas como son. Porque a veces tenía uno que buscar sombras y posturas para presencia decorosa. Entre los cuarenta y los cincuenta… lo que se dice un buen pasar. Nada de comparecencias injustificadas. Las cosas a su tiempo. Así que había guateque, había respuesta puntual. «En el momento deseado —como dicen las cajas de Laxembusto— el efecto apetecido». Que es como debe ser. ¿Para qué tanta pólvora en salvas? Entre los cincuenta y los sesenta, francamente, no me pude quejar. La pobre mía, bien es verdad que de vez en vez se tomaba unas vacaciones largas, pero cuando la llamaban bien llamada, acudía donde fuera con muchísima dignidad. Nunca me dejó mal. Y siempre le estaré muy agradecido. —Y ya se jodió… —dijo el Faraón riéndose. —En estos últimos años, la pobrecica hizo lo que pudo. Era poco ¿tú me entiendes?, pero en los ratos que podía me daba mucho consuelo… El priapismo matinal que dicen los médicos o «la fuerza del orín» como lo llamaba el pobre Manolo Noblejas, le bastaban a uno para sentir su compañía… Porque aprovechando esa gloria mañanera, si uno era raudo, todavía se podía hacer algo. —Tenías que ser muy raudo. —Coño, Faraón, ya procuraba yo despertar al lado de quien debía. ¿Tú me entiendes…? Pero ahora ya, la pobre, ni por la mañana ni por la noche, ni los días de fiesta ni de diario… Siempre está como una liebre dormida. Sin conocimiento ni casi respiración. —Pues chico, así estás más tranquilo —le dijo el Faraón. —No, señor, Antonio Faraón —dijo Celedonio en tono muy enérgico y moviendo el índice a la altura de las narices redondetas del corredor de vinos—. No, señor, porque yo no he tenido hijos, ni perros, ni gatos, ni codornices, ni tórtolas. Ni me ha gustao el fútbol ni casi los toros, y dentro de mi modestia, mi único consuelo, mi única ilusión, sabes, voceras, ha sido mi pita… Con ella iba yo donde fuera tan ufano. Aunque no la usara, tú me entiendes. Pero allí estaba, segura, dispuesta a tronar en cuanto pintara pájaro. Era mi mejor amiga, tan leal, tan compañera, tan cariñosa, siempre conmigo, segura de que no le iba a faltar alpiste ni bebedero, porque yo me cuidé de eso muy requetebién durante toda mi vida… Tú sabes la tranquilidad que da a un hombre el saber que lo es. Que va por el mundo tan entero, pudiendo hacer cara a cualquier sujeto que le salga al camino… Eso no tiene precio. No hay amigo, novia, mastín, viña ni casa que lo compense… Y no ahora. Desde hace seis meses, qué complejo el mío, qué caída de ánimo. Porque veo por ahí a las mujeres, tan buenismas como están… y cuando las estoy mirando, encanao, con la cabeza llena de luces, de pronto me pongo a pensar y me digo: «Pero Celedonio de mi alma, ¿adónde vas? Si tú ya no tienes madre. Y si ésa se vuelve y te da cara, qué vas a hacer tú, pobre mío, sino bajar los ojos y decirle: perdóname, paloma, que ya se acabó lo que se daba y de hombre sólo me queda el semeje. Perdóname y sigue tu camino, que yo no valgo más que un retrato para lo que tú piensas…». Cuando acabó el hombre su sentida oración por aquello que decía faltarle, que por cierto la acabó con la mano derecha sobre el pecho y la izquierda al aire como si cantara una romanza, todos los presentes empezaron a reírse. —¡Ay, que puñeta de Celedonio éste! —… Si es que todavía me gustan, maldito sea el cuero… —Y en broma o en serio sacó el pañuelo, y secó una lágrima que le bailaba en el medio ojo visible, que le caía a la derecha parte de la nariz. —Es que no somos nadie, nadie en este valle de lágrimas. Esto es un engaño —colofoneó el Desgraciao. —Ya está aquí Jeremías —rezongó el Faraón. Celedonio había quedado mirando con sus ojos acuosos el suelo, después del planto, sin dejar de mover la cabeza en señal de incógnita lamentación, hasta que al fin reanudó el discurso: —… Cuánta pena me da venir al Cementerio. Pena y gusto. Pena porque uno tiene aquí ya más amigos y parientes que en la plaza. Y gusto por saber lo bien acompañado que me voy a hallar aquí el día que el campanero me repique por triste. —Te advierto —le cortó el Faraón — que los que viven aquí están peor que tú de eso que le llaman el caño de la orina. —¡Huy qué lástima! Ya lo sé. Eso es lo primero que se come el fisco gusanero… Te advierto que a veces pienso si en el cielo habrá un cercao especial para las prendas masculinas. Todos rompieron a reír. —Que siendo piezas tan maestras como lo fueron en la vida, no las va a dejar Dios hechas átomos, sin el menor consuelo.

—Siempre está pensando en lo mismo —dijo Plinio, que era muy púdico. —Pues si te parece voy a pensar en el concurso de castillos de arena. Cada uno a lo suyo, a lo que le da presencia y orgullo en la vida. Para mí no ha habido otra cosa. Comer, siempre comí porque no había más remedio. Beber, por matar el gusanillo. Dormir, lo preciso. La fornicativa en lo propio y en lo ajeno fue mi única empresa. Para mí, pero desde muchacho ¿eh?, el sexto mandamiento, letra muerta. No robar, no matar, creer en Dios, amar al prójimo en lo posible… Y digo en lo posible porque hay muchos… y a todos los demás mandamientos, corriente. Pero el sexto, a hacer puñetas. Cada vez que me confieso se lo digo al cura, no creáis. Y el pobre se ríe. ¿Qué va a hacer? Como yo le digo, luego de arreglar a una prójima, de cargo de conciencia, nada, pero nada. Más contento que unas pascuas. Y deseando repetir la fiesta… Coño, que se me pasa saludar a un amigo como Dios manda, falto a un entierro o no doy limosna al pobre que me pide, y lo paso fatal… Pero ya digo, cuando hago la picardía con alguna… mejor dicho, cuando la hacía, se me salía la satisfacción por la corcheta. —¡Qué hombre éste más verde! — repitió Plinio—. Bueno, y del muerto, que supongo que es para lo que has venido aquí, ¿no me dices nada? —¡Pobre hombre! ¿Qué quieres que te diga? Que a ver si le dais sepultura última para que descanse de tanto miramiento y alteración. —¿Pero no te recuerda a alguien? —Así como recordar… Me recuerda a la muerte. No más que eso. ¿Te parece poco? Que yo no sé cómo andáis con tanta búsqueda y trabajos. Cuando un ser está ya muerto, todo lo demás son músicas y trabajos. ¡Muera la muerte, coño! Muera la muerte, puta, fría, ráfita y destructora de todo buen vivir. —Pero, hombre, no te pongas así. ¿Y si lo ha matado alguien? —adujo el Faraón. —¡Qué va! A un hombre de esa edad no lo mata más que el corazón o la cal de las venas… Te advierto que yo he venido porque me dijeron que podía ser de Tomelloso, y como me conozco a los treinta mil habitantes del pueblo uno por uno, me dije: «Pues a ver si les puedo echar una mano». Pero éste no es de aquí. Éste es un pobre muerto que han engañao. —Sí, sí… —rezongó el Faraón— a él no sé quién lo habrá engañao, pero a mí… —¡Cállate! —ordenó Plinio. —Coño, callo. —Hombre, que uno es de confianza, decid lo que pasa —se quejó Celedonio. —Ya está todo dicho y si no lo conoces, se acabó el hilo. —Bueno, Jefe, qué barbaridad, no se ponga así, pues anda —se excusó enseñando las encías. Se hizo un silencio embarazoso, que Celedonio lo rompió continuando el monólogo sordo contra la muerte que había empezado: —¿Por qué nos tenemos que morir? ¿Qué hemos hecho? ¿Quién nos pidió permiso para este viaje al túnel sin final? Muerte maldita que arruga las carnes, se lleva la pelambre, despide los dientes, apaga los ojos, agarrota los remos, mancha la piel de escamas y pecas, quita el color a las cosas, deja la tetas colgonas, los culos sin curva, las piernas resecas, los caletres sin memoria, el paso vacilante…, y el ángulo final del vientre como un pámpano seco. —Ya salió otra vez. ¿No te digo? — comentó el Faraón. —¡Sólo para morir nacemos! — suspiró el Desgraciao. —¡Pues no se nace! A quedarse en leche pa toda la vida. Eso sería lo justo —dijo casi llorando de indignación. Y la verdad es que todos quisieron reír ante la última ocurrencia de Celedonio, pero no sé qué calor le echó a su imprecación, que la risa se quedó en el forro de los labios sin florecer. Un rayo de sol rojizo le daba en la frente. Los pájaros altos echaban piares seguidos, como hilos. Y las puntas de los cipreses que asomaban sobre los bardales del Cementerio, en su tenso apuntar hacia el azul, parecían en extraño acuerdo con el verbo desesperado de Celedonio el Rico. —Yo no quiero morirme, coño, no quiero morirme. Que aun así como estoy me conformo. Y quiero seguir fumándome pitos por la mañana temprano, viendo a las mujeres venir del mercado y a los muchachos ir a la escuela. Viendo al cura pasar a su misa y a las viejas seguirle con el reclinatorio a rastras. Quiero leer el ABC en el San Fernando, tomarme una caña con mis hermanos y amigos a eso de la una; comer luego a la paz de mi balcón con mi pobre mujer enfrente; dormir la siesta en el sillón de orejas y volver a la terraza del Casino a la caída de la tarde, para hablar como siempre de arrobas de vino, de avenas maduras, de trojes, de azufre, de olor a vinazas; de las mozas que fueron y uno se pasó por la colcha; de los viejos amigos que nos hicieron reír y llorar y ya tomaron billete en el taxi negro… De las comilonas de antaño, de las tardes en las viñas palpando pámpanos y sopesando racimos; de los otoños vendimiadores… Y luego el invierno, cuando los vinos ya están posados y les salen novios… En este trance estaba el emocionado y desesperado discurso de Celedonio el Rico, cuando salió Matías y dijo a Plinio que desde Alcázar lo llamaban por teléfono. Al oír el recado se le avivaron los ojillos y entró rápido. Don Lotario fue tras él… Mientras el Jefe escuchaba más que hablaba por teléfono, don Lotario se roía las uñas. —Muy bien —concluyó Plinio—, esta noticia es buena. Mil gracias. Colgó y volvió junto a don Lotario frotándose las manos. —Ya saben la pensión de Madrid donde suele parar Rufilanchas. —¿Cómo se llama? —Larache. Pensión Larache. Me suena a mí mucho esa pensión. —Han dado orden a Madrid para que hagan una información de quién vive en ella. —Del pueblo hay, o al menos ha habido, gente allí. Estudiantes y eso. Mil veces lo he oído. —Dicen también que la familia de Rufilanchas ha dado su palabra a la policía de que en seguida que tengan noticias de él le dirán que se presente aquí. —Bueno… Eso ya es otro cantar. —Éstos son bromistas. Bromistas con muy mala sombra, pero no delincuentes. Saben hasta dónde pueden llegar. —Veremos a ver. Salieron al porche. Allí seguían con su plática los que con su plática dejaron. Se veía que Celedonio quería agotar la jornada.

Guardia y albéitar quedaron un poco separados, encendiendo un cigarro. Las sombras emborronaban ya los paseos y en el pueblo habían encendido las luces. Plinio se acercó hacia el corro. —Oye, Celedonio. —¿Qué se ofrece, Jefe? —¿Tú sabes dónde está en Madrid la Pensión «Larache»? —¡Hombre! ¿Cómo no voy a saberlo? Si allí van muchos estudiantes de Tomelloso. Mis dos sobrinos, los gemelos, viven allí. —¿Han venido ya de vacaciones? —Pues no sé qué diga. Pero si no han llegado deben estar al caer, porque las fechas en que estamos… —Llama a tu hermano, anda, y pregúntale. Pero por favor, no digas que es cosa mía. —¿Es algo malo? —Qué ha de serlo. Es que quiero informarme si ha pasado por allí cierta persona. —Vale. Voy como una bicicleta —y se encaminó para donde estaba el teléfono. Salió Matías. —Jefe, si le parece ya podíamos cerrar el Depósito. —Pues sí, cierra. El campo estaba quedo y silencioso. El pueblo parecía flotar en la lejanía. Sólo interrumpía aquella placidez el paso de algún coche por la carretera próxima. Los que aguardaban fumaban en silencio. Salió Celedonio frotándose las manos. —Manuel, dice mi cuñada que los gemelos vienen esta noche en el coche de Madrid. Dentro de una hora. Le he preguntado por el de Alejandro Lucas, que también vive allí. Ése, por lo visto vino anoche, pero en seguida se fue a la casa que tienen en el monte. —¿Es que su familia está en el monte? —preguntó Plinio. —No sé… Te cuento lo que me ha dicho. —Gracias, Celedonio… Yo creo que nos podíamos ir yendo al pueblo, que aquí ya hemos esquilado todas las ovejas. Y ánimo, Celedonio, que las cosas y la vida misma hay que tomarlas como vienen. —Ea, a ver qué coña. ¿A quién reclamas? ¡Te digo…! Matías volvió a salir: —Otra vez el teléfono. Esta vez es para usted, Antonio —dijo al Faraón. —¿Para mí? ¿De parte de quién? —No me lo ha dicho. Es voz de hombre. —Ves tú, eso de que sea hombre le quita ilusión a la cosa —dijo mientras marchaba. —… Por muy embalsamado que esté ese pobre empieza a oler un poquillo — comentó Matías. —¿Sí? —Hombre, de eso entiendo yo un rato. Los olores a muerto los percibo a la legua. Me he criado entre ellos. —¡Ay, Dios mío! —suspiró casi con gusto el Desgraciao al oír aquella ricura. —Si es que son muchos días al aire —siguió Matías— y muy trajinao. Y un muerto, digan lo que digan, resiste menos que un vivo. —A ver si de una vez podemos darle reposo a este pobre —dijo Plinio. —¿Qué, nos vamos, Manuel? — preguntó impaciente el veterinario. —Espere usted a ver si sale el Faraón… Y tú, Celedonio, nos acompañas a recibir a tus sobrinos al coche de Madrid. —No faltaba más. Salió el Faraón secándose el sudor de la calva y un poco serio, pero explicó en seguida: —Na, eran cosas de mi negociejo. —Entonces, ¿te vienes para el pueblo? —Claro, ¿qué voy a hacer aquí? Pero me voy en el coche de Celedonio, que es más cómodo. No se me enfade, don Lotario… —Quita, hombre. Menudo peso me quito de encima. Decidieron esperar la llegada del coche de línea que venía de Madrid sentados en la terraza del Bar Alhambra. Pidieron una sangría. Estaban todos los que del Cementerio salieron, menos el Faraón, que marchó a su casa. Plinio oía hablar a sus contertulios un poco distante y modorro. El cansancio y sus meditaciones lo tenían fuera del corro. No llevarían media hora cuando notó que alguien le tocaba en el hombro. Era Juanito el camarero. —¿Qué hay? —Señor Manuel. El señor Juez le llama. Está allí, en la puerta del bar. Se levantó y sorteando mesas y sillas que ocupaban casi hasta la mitad de la plaza y entre la curiosidad de todos llegó a donde el Juez le esperaba. Éste, para disimular, lo tomó del brazo y empezaron a dar paseos por la acera, desde la carnicería de los Paulones hasta la calle de Galileo. Plinio, a requerimiento, resumió los últimos episodios de la jornada y dijo lo que allí esperaban. El señor Juez le escuchó con mucha atención y añadió cuando concluyó: —He tomado declaración a los detenidos y han confirmado las previas que le hicieron a usted. A don Lupercio y a su novio los he enviado a Alcázar. El Pianolo y su hijo están, de momento, en libertad provisional. —¿Por qué? —preguntó el Jefe con la natural extrañeza. —La mujer del Pianolo, que lleva muchos años enferma del corazón, se ha puesto muy grave a consecuencia del disgusto. Me lo ha certificado el médico… La mujer está sola en su casa. Los he dejado en libertad cuarenta y ocho horas con obligación de presentarse al Juzgado dos veces por día. —Y… ¿no ve usted causa para procesarlos? —Naturalmente que sí. Pero aunque muy bestias, son buena gente. Esa pobre mujer ha sufrido mucho con tal marido y tal hijo. Cuando marchó el señor Juez, Plinio quedó solo en la puerta del Bar Alhambra dándole vueltas a la enfermedad de la mujer del Pianolo y libertad provisional de éste y su hijo. Y después de unos minutos de titubeo, se entró al teléfono y llamó al Faraón. —¿Qué pasa, Jefe? —se oyó la voz de Antonio. —¿Se te ha ido ya la peste a madres? —Quiá… Cómo empapa eso, Manuel. Yo creo que hasta el canuto de los huesos lo tengo saturao. —Oye… Que me acaba de decir el señor Juez que ha puesto en libertad provisional al Pianolo. Lo digo para que lo sepas y te andes con cuidado. —Se lo agradezco, pero no creo que el pobre esté ahora para nada. Ya me he enterado de lo de su mujer. —Te enteras de todo en seguida. —Que este mundo es un pañuelo… y uno es así de bacín. —Entonces ¿sabías también que estaban en libertad el Pianolo y su hijo? —No… palabra que no. —Bueno, bueno… hasta más oír. —Esta noche nos veremos en el Casino. —A lo mejor. Adiós. Plinio salió a la puerta del bar y quedó mirando hacia la calle de Socuéllamos, por donde debía venir el coche de Madrid. Luego, medio distraído, dio dos paseítos cortos, alibajo, de hombre inseguro. Don Lotario, que no lo perdía de vista, dejando con la palabra en la boca a sus compañeros Celedonio el Rico y Florentino el Desgraciao, fue hacia Plinio. —¿Qué haces con la cabeza baja y dando vueltecillas, como si buscaras una aguja? Plinio le contó la conversación con el Juez. —¿Y es eso lo que te inquieta? —No. —¿Entonces? —No sé. Pálpitos… pálpitos… Me ha dado por pensar en el telefonazo que le dieron al Faraón cuando estábamos en el Cementerio. ¿Se acuerda usted…? Y en la voz que tenía —continuó Plinio — ahora cuando he hablado con él… No hablaba con su natural. —Yo respeto mucho tus pálpitos, Manuel, pero si no te explicas… Plinio quedó mirando a don Lotario con aire impertinente: —Mire, don Lotario, me desilusiona usted mucho. Palabra. —Pero, coño, Manuel. —De verdad se lo digo —repitió con disimulado mal genio. Hubo un silencio en que don Lotario quedó achicadísimo y con cara triste. El Jefe continuó con el mismo tono impertinente: —¿Usted cree, y ya se lo he dicho alguna vez, que yo podía ser tan buen policía como ustedes dicen que soy, si sólo me basara en lo que veo y oigo? Hay otra cosa, amigo. Otra cosa. Algo parecido a lo que dicen que hace temblar el corazón de los artistas. —Pero, hombre, nunca te he visto así. ¿Qué te he dicho yo? —¿Usted sabe —continuó ensimismado— por qué pensé en que don Lupercio podía haber robado el cadáver de Witiza? ¿A que no? —Francamente, no. —Pues lo pensé al ver revolar unas mariposas junto a la ventana de la «Sala Depósito». Chúpese usted ésa. —¿Unas mariposas? —Sí, señor. Unas mariposas. El veterinario quedó muy sorprendido. En seguida dio muestras de recuperación. —… Te advierto, Manuel, que la soberbia, que nunca fue tu vicio, entontece a los mortales. —Pues ya he sido demasiados años listo, de modo que aunque me entontezca el resto de mis días, no hago nada de más. —Me dejas perplejo… Bueno, bueno, llevas un día muy agitado y se te han desajustado los nervios. Anda, echa un pito, que no es cosa de que riñamos a la vejez. Plinio, al ver la petaca en el aire, se pasó ambas manos por los ojos, tomó el cuero y esbozó una tierna sonrisa. —¡Ay, don Lotario de mi alma! Lleva usted razón. Cuando me da el telele, o sea un pálpito, me pongo inaguantable. —Es natural. Pero me tienes que explicar bien eso de las mariposas. —Hombre, es muy fácil. ¿Usted no recuerda…? Eso decía cuando se oyó el bocinazo del coche de Madrid que irrumpía triunfal en la Plaza. —Por favor, llame usted a Celedonio para que nos cubra un poco el encuentro, que ahí está el coche. Después de tocar unas cuantas veces más el claxon con júbilo de verbena, cruzó la Plaza y se detuvo en el lugar de su parada habitual. Allí lo esperaba Palacios, el administrador de la línea. Gentes de todos los puntos de la Plaza corrían hasta la parada para ver si venían sus viajeros. Familias enteras que esperaban a sus soldados, estudiantes o enfermos recién operados que llegaban de la capital. Curiosos y desocupados que inspeccionan todas las entradas y salidas del coche; maleteros, el de los periódicos y los que esperaban pequeños paquetes y encargos. Plinio, don Lotario, el Rico y el Desgraciao echaron a andar hacia el gran corro de los que aguardaban. Encendidas todas las luces del interior del coche, se veía a los viajeros de pie. Unos avanzando lentamente por el pasillo. Otros, inmovilizados en su asiento por falta de espacio. —Allí están los papás —señaló Plinio a don Lotario. Éste vio, en efecto, a don Sebastián, un caballero alto, muy bien vestido y con cara de pocos amigos. Junto a él su señora muy gruesa, que se abanicaba con una furia impropia de la moderada temperatura de aquella noche. Los que esperaban, sobre todo los candorros, se agolpaban de tal forma ante las puertas del coche que apenas podían descender los viajeros. —Ahí están mis sobrinos —señaló Celedonio. Eran dos jóvenes como de dieciocho años, totalmente iguales de cara y tipo, con camisas de colorines vivos, pantalones vaqueros y abundantísimo cabello rubio. —Coño, que ye-yés que vienen — exclamó el tío. —En cuanto saluden a los padres y mientras les bajan las maletas, te acercas, y les dices que me urge hablar con ellos. —De acuerdo, pero mejor que te vayas tú para la casa de mi hermano. Allí nos esperáis. Yo los preparo por el camino.

—No me parece mal plan. Vamos, don Lotario… Tú diles que es cosa de na. —Descuida. Plinio y don Lotario tomaron el coche, que quedó en la puerta del Ayuntamiento, y tiraron hacia la casa de los gemelos. En la puerta de la calle estaba sentada la criada. Se asustó un poco al ver que el Jefe se dirigía a ella, pero en seguida arreglaron el asunto con muy buenas palabras y los pasó al patio. Azulejos, una bonita sillería de mimbre y escalera de mármol. Ambos amigos se sentaron en el sofá, liaron sus cigarros y a esperar. —Se está fresquito aquí, ¿eh? — preguntó Plinio. —Es muy buen patio éste —contestó don Lotario que parecía preocupado después de la escena de la plaza. Plinio no volvió a decir palabra. Chupaba del cigarro, echaba sus humos, se sacudía la ceniza que le caía en el pantalón y pensaba en no sé qué. Por fin se oyó ruido en la puerta. La criada intentó decir algo, pero el señor la cortó: —Ya lo sabemos, ya… —y entró el primero con aquella cara sin posible risa que Dios le dio. «No parecen hermanos Celedonio y él —pensaba Plinio—. El uno tan festero. Y éste, con ese trancazo de tristeza que le debieron sacudir en el mismo umbral de la vida». Plinio y don Lotario al verlo entrar se pusieron de pie. —Buenas noches —dijo seco. Y se quedó plantado ante ellos sin añadir palabra. En seguida entró la madre entre los dos hijos. Por último Celedonio, haciendo muecas para tranquilizar a Plinio. Fueron saludando todos de forma no muy expresiva y permanecieron de pie. Por fin el padre dijo a la concurrencia: —Sentémonos. Cada cual se acomodó en la silla que tenía más a mano y don Lotario y Plinio volvieron a sus asientos. —Perdonen ustedes este recibimiento, pero el señor Juez, por no alarmarles, ha preferido que yo haga a sus hijos unas preguntas sin importancia. —Muy bien. Empiece… Y acabe pronto porque no me gustan estas cosas. Plinio prefirió no contestar y se dirigió a los chicos que estaban sentados muy juntos y con cierto desasosiego. —Vamos a ver, muchachos. ¿Vosotros estáis hospedados en la «Pensión Larache»? Los dos chicos se miraron y el de la derecha hizo un movimiento al de la izquierda que podía interpretarse como «contesta tú». —Sí —contestó éste. —Muy bien. ¿Vosotros recordáis si alguna vez ha parado en esa pensión uno de aquí del pueblo, que ahora viven en Barcelona, llamado Rufilanchas? Volvió a repetirse la consulta muda y respondió el mismo: —Sí. Va por allí bastante. —¿Cuánto hace que estuvo la última vez? —preguntó Plinio ya resueltamente al portavoz de la pareja. —Poco tiempo. —¿Como cuánto? —No… sé. —¡Haz memoria! —le ordenó el padre. —Sebastián, déjalos —le rogó la esposa, que desde que vio al policía en su casa parecía arrugada y con ganas de llorar. —Menos de un mes…, creo. El gemelo de la derecha movió la cabeza afirmativamente. —¿Y qué vida hacía en la pensión Rufilanchas? —Bueno, él siempre paraba pocos días —contestó muy de seguido el de la izquierda— como es transportista y eso. —Ya, pero ¿comía y cenaba allí? ¿Os contaba cosas? ¿Hacía tertulia con los demás huéspedes? —Sí, señor. Es muy gracioso y nos hacía mucho de reír. —Bien. Vamos a ver si me podéis ayudar un poco más. Este Rufilanchas (y esto que, de momento, por favor, no salga de aquí) ha confesado por escrito ser quien ha enviado el muerto famoso que ya tenemos tres días expuesto en el Depósito Judicial. Don Sebastián y doña Lucía se miraron asombrados. Los gemelos también. —Coño, qué me dices —exclamó Celedonio. —Por favor, Celedonio, no seas grosero-le reprendió su hermano con la mayor severidad e interrumpiendo por un momento su estupor. —Ya estamos con las groserías — rezongó el otro. —Ese muerto lo ha enviado desde Madrid, según todas las probabilidades —continuó Plinio—. ¿Vosotros sabéis quién es? —¿Y por qué ha cometido ese hecho repugnante? —se interpuso el padre. —Una broma… Ya sabe usted que es muy bromista… ¿Vosotros sabéis quién es? Los gemelos se miraban con toda intensidad sin decidirse a hablar ninguno. —¿Cómo van a saber, los pobres? —dijo la madre indignada. —Señora, por saber no se ofende a nadie —la tranquilizó Plinio. —No, señor. No tenemos idea contestaron los dos gemelos casi a la vez. —¿Él no ha contado allí nada de eso? —No, señor. Por cierto —dijo el gemelo que servía de portavoz—, creo que ese señor Rufilanchas ha estado por allí hace dos o tres días. Recuerdo ahora que la criada de la pensión voceaba la otra mañana por el pasillo diciendo: «Señor Rufilanchas, señor Rufilanchas, que lo llaman por el teléfono». —Ya. ¿Entonces vosotros no habéis oído allí hablar de la broma de enviar aquí un muerto? Los dos gemelos movieron la cabeza. Y en seguida volvió a hablar el portavoz: —Nosotros no éramos muy amigos de él. Con quien sí salía muchas veces era con Alejandro Lucas. —¿Me dijiste que había venido y que estaba en el monte? —preguntó Plinio a Celedonio. —Eso es. Plinio se levantó. —Bueno, señores. Pues nada más. Y ustedes perdonen la molestia. Salieron él y don Lotario, Celedonio y su amigo Florentino se hicieron los remolones. —¿Sabe usted lo que le digo? — preguntó Plinio a don Lotario cuando estuvieron en la calle. —¿Qué? —Que esos chicos saben algo más. —¿Tú crees? —Sí. La manera que han tenido de desviarnos hacia el de Lucas es muy típica en estos casos. Fueron hasta la Plaza andando. Allí se despidieron para cenar. —¿Venimos esta noche al Casino, Manuel? —Sí. —¿Y me contarás lo de las mariposas? Plinio se rió: —Sí, señor. Le cuento lo de las mariposas. Cuando Plinio terminó de cenar quedó un rato en el patio, sentado, con su mujer y su hija. Ellas le contaban pequeñas cosas de la familia y amigos. Manuel, de vez en cuando, bostezaba. —Manuel, hijo mío, ¿por qué no te acuestas? —Luego. Tengo que dar antes una vuelta por la Plaza. Sentía el pobre que la fatiga le agarraba todos los músculos de su cuerpo, pero no podía acostarse. ¿Por qué? Plinio no tenía que hacer nada concretamente, aparte, claro está, de ir al Casino. Pero sentía como si lo esperase algo muy importante que no recordaba bien. Arrastrando los pies marchó de su casa casi a la medianoche. En la puerta del Casino se sentó con don Lotario y otros amigos habituales. El Faraón no tardó en llegar. Por tácito acuerdo nadie hablaba aquella noche de Witiza. La tertulia discurría entre monosílabos o vagas referencias. Plinio observaba al Faraón, constante animador, que aquella noche se limitaba a seguir las conversaciones que otros iniciaban, sin poner especial acento en cosa alguna. Don Lotario a su vez observaba a Plinio, queriendo adivinar qué clase de preocupación lo mantenía allí, cayéndose de sueño. Hacia la una y media varias personas señalaron hacia la calle Nueva. Un grupo que de ella salía, camino de la de Socuéllamos, llevaba un ataúd, coronas, candelabros, etcétera. Las gentes que permanecían en la terraza del Casino suspendieron sus conversaciones, y mirando a los portadores de aquellos trebejos funerarios, hacían conjeturas sobre quién podría ser el muerto. Fue el Faraón el que lo aclaró en seguida: —Seguro que es la mujer del Pianolo. Muchos asintieron al reconocer entre aquellos a algunos sobrinos y parientes del Pianolo o de su mujer. —La pobre no ha podido aguantar —dijo con cierta amargura el Faraón. Y levantándose añadió: —Voy a ver qué ha pasao. Y marchó arrastrando su enorme cuerpo, sin añadir comentario. Plinio, desde el teléfono del Casino, dio orden a uno de los guardias para que con la mayor discreción se cerciorase si el destinatario de aquel ataúd era la mujer del Pianolo.

Pidió otro café y aguardó entre sus contertulios, que ahora, como es costumbre en estos casos, contaban la vida y milagros del Pianolo y familia durante varias generaciones. Antes de media hora Manolo Perona, el camarero, avisó a Plinio. Marchó éste al teléfono y el guardia le confirmó la sospecha de todos. La mujer del Pianolo había muerto de un ataque de corazón hacia las doce de la noche. Plinio le dijo a don Lotario al oído: —Creo que debemos darnos una vuelta por allí. —¿Tú crees? —Ya sé en lo que piensa usted. Pero nuestro deber es echar un vistazo. Se despidieron del corro y marcharon hacia la calle de Socuéllamos. La puerta de la casa del Pianolo estaba abierta. En el portal, de pie y apoyada en la pared, se veía la tapa del ataúd. Entraban y salían mujeres de la vecindad llevando sillas que colocaban en el patio y habitaciones contiguas. El guardia entró con el veterinario. En el patio ya había varias personas sentadas. En una habitación que daba al mismo patio estaba la capilla ardiente. Varias mujeres enlutadas, sentadas en torno al ataúd, rezaban y suspiraban. El Pianolo, su hijo, el Faraón y otros parientes estaban sentados en un rincón penumbroso del patio. Plinio y don Lotario se aproximaron a ellos, dieron el pésame a Pianolo padre y a Pianolo hijo, y un poco apartados se sentaron en el patio para hacer un rato de vela. No tardaron en llegar los periodistas de «El Caso», que se sentaron junto al guardia y le hicieron en voz baja varias preguntas. El «gráfico» preguntó a Plinio si sería oportuno hacer alguna foto del duelo y de la difunta. Plinio le respondió: —No se lo aconsejo ahora. El Pianolo y el Faraón hablaban entre sí. El hijo, de vez en cuando, se secaba una lágrima. Plinio, para sus adentros, sonreía al observar la nueva situación del caso Witiza. En cierta manera, don Lotario y él eran ahora los sospechosos de haber causado la muerte de aquella señora. A pesar de la hora, seguían llegando amigos y vecinos que tomaban asiento después de dar el pésame a los dos hombres. El estado de libertad provisional del Pianolo y su hijo hacía más atractivo aquel velatorio. Los periodistas se fueron en seguida. Plinio y su compañero se retiraron a las tres. En la esquina de la calle de San Luis cada uno tiró para su casa. Cuando Plinio se estaba desnudando para acostarse había olvidado, tal era su cansancio, los pálpitos de la prima noche, sus discusiones con don Lotario y cuál era, de verdad, la verdadera posición de las piezas en el tablero. Cayó en la cama como un tronco añoso y se agarró a la almohada con furia de náufrago.