A eso de las cinco de la mañana
sonó el teléfono en casa de Manuel
González, alias Plinio. El hombre estaba
tan roque que no lo oyó. Su mujer tuvo
que salir en camisón hasta el
comedorcillo donde tenían el aparato.
—¡Manuel! ¡Manuel!
—¿Qué pasa, don Lotario?
—¡Qué don Lotario, ni narices! Soy
Alfonsa, tu mujer.
—¡Ah!… ¿Qué pasa?
—Que te llaman del Cementerio.
—¿Qué quieren?
—Que te pongas, dice Anacleto el
guardia.
Plinio salió en calzoncillos y
restregándose los ojos.
—¿Qué pasa? ¿Es que no vais a
dejar a uno dormir?… ¿Cómo?… ¿Que
se han llevado al muerto? ¡La leche!
¿Pero quién?… ¿No estabas tú
vigilando? Vaya, vaya, con que te
quedaste un poco traspuesto.
Desgraciao. Verás en cuanto llegue qué
bien traspuesto te voy a dejar a fuerza de
vergajazos. ¡So imbécil, que no sois más
que una cuadrilla de imbéciles!… ¿Y las
señoras?… Bueno, basta. No digas una
palabra a nadie hasta que yo llegue.
Colgó el teléfono de un golpe seco e
inmediatamente llamó a don Lotario
para que viniera con el coche.
—¿Qué pasa, Manuel? —le preguntó
la mujer.
—¿Que qué pasa? ¡Que han robado
el muerto! Ni más, ni menos.
—¡Bendito sea Dios…! ¿Pero qué
tiene ese muerto?
—¡Maldita sea! Prepárame… Este
mundo es una zurra hecha con media
arroba de locos, y otra media de idiotas.
¡Anda, prepárame!
—¿Te pones el uniforme de verano?
—¡Claro!
—¿Quieres un poco de café con
leche?
—Vale, pero rápido. ¡Maldita sea la
hora!
—Tranquilízate, hombre,
tranquilízate que te va a dar algo.
—¿Cómo podrá avanzar el mundo
con tanto abundio suelto?
Cuando Plinio se hallaba
completamente vestido con su uniforme
flamante, y apurado el café liaba el
primer «Caldo» del día, oyó que se
paraba el coche de don Lotario ante la
puerta. Sonó el claxon. Plinio encendió
precipitado el cigarro y salió corriendo.
Don Lotario, que estaba al volante
con ojos de recién levantado, quedó
arrobado al ver a Plinio con el uniforme
nuevo.
—Manuel, estás hecho un brazo de
mar.
—Buenos días… Vamos a escape,
que nos han robado el cadáver.
—¿Pero qué me dices, Manuel?
—Como lo oye usted. El imbécil de
Anacleto, que puso Maleza de guardia,
dice que se quedó un poco traspuesto y
le matutearon al difunto.
—¿Y las señoras, no quedaron de
velorio?
—¡Qué coño, velorio! A eso de las
dos marcharon a dormir al Hostal de
Argamasilla… Eso dice.
—¿Pero quién puede…?
—Ni idea… Por cierto que las tales
señoras han removido a todas las
eminencias del país para que les demos
el muerto. El alcalde y el párroco me
querían anoche para eso.
—¡Bendito Dios, bendito Dios y
bendito Dios! —exclamó el veterinario
sin salir de su asombro, mientras
conducía a todo gas el «seiscientos».
—Sí, señor… «Oscuro y tormentoso
se presentaba el reinado de Witiza»,
como dice usted… Y deténgase un
momento en el Ayuntamiento, que dé al
de puerta unas instrucciones.
El guardia de puertas estaba sentado
en una silla, cantando a voz en cuello, a
la fresca mañanera:
«Yo no digo que mi suegra
sea la peor del pueblo,
pero sí digo que tiene
los peores sentimientos
que ninguna suegra tiene…»
—¡Eh, tú, el de la suegra! —gritó
Plinio.
«El de la suegra», que no se había
fijado qué coche era el que llegaba,
cortó el cantar y quedó mirando al auto.
Cuando reconoció al Jefe fue hacia él.
—A la orden, Jefe.
—Oye, dentro de un rato vendrá
Anacleto. Dile al cabo que lo arreste en
el cuerpo de guardia hasta nueva orden.
—Sí, Jefe. ¿Algo más?
—¿Ha habido algo para mí?
—No.
—¡Ah!, a las nueve de la mañana,
todo el mundo con uniforme de verano.
—Sí, Jefe.
Cuando llegaron al Cementerio el
sol estaba en los bardales. Bajo el
porche aguardaban Matías y Anacleto.
Plinio se bajó del coche y, sin decir
nada, a buen paso y seguido de don
Lotario pasó al Depósito. A ambos
lados de la mesa de mármol vacía había
dos hachones apagados y en la cabecera,
sujeto a la pared, un gran crucifijo.
Echaron una ojeada al cajón que
permanecía en su sitio y luego a toda la
habitación.
—Se lo debieron llevar por la
ventana; la encontré abierta de par en
par —dijo tímidamente Anacleto desde
la puerta del Depósito. Junto a él estaba
Matías.
—¡Pasa tú también, Matías. No te
quedes ahí fuera!
Ambos quisieron entrar a la vez y se
armaron un barullo.
—Vamos a ver, Anacleto de la
mierda, y tú, Matías, que un día te van a
quitar lo que yo me sé y no te vas a
enterar; contestadme con mucho cuidado
a las preguntas que os voy a hacer.
—Sí, Jefe.
—Oiga usted, que yo… —apuntó
Matías.
—Vamos a ver, idiotas. ¿A qué hora
vinieron las señoras esas a velar el
cadáver?
—A eso de las diez y media. A poco
de marcharse usted —dijo Anacleto—
…y trajeron esas velas y el crucifijo.
—¿Vino alguien con ellas?
—Sí, el de la funeraria de
Argamasilla. Pero se marchó al contao
que colocó las cosas.
—¿Quién vino más?
—El cura párroco de Tomelloso.
—¿Qué hizo?
—Rezó ante el cadáver y luego
habló un buen rato con las señoras.
Cuando se marchó el cura las mujeres
volvieron a entrarse y venga de rezar
otra vez. Matías les pasó unas sillas.
—¿Y qué más?
—Matías se entró a cenar y yo me
quedé aquí fuera charlando con el chófer
de ellas.
—¿Y qué más?
—Ya no vino nadie. Matías se fumó
un cigarro conmigo y a eso de las doce
se acostó.
—Eso es —asintió el sepulturero.
—Y luego, hacia la una y media,
salieron del Depósito dos señoras y le
dijeron al chófer que las llevara al
Hostal a dormir.
—¿Cómo dos?
—Sí, Jefe. Dejaron a la gordita. A la
de la verruga en el carrillo.
—¿Y dónde está?
—Ahí dentro, con mi mujer —dijo
Matías con media risa—… la pobre está
hecha un baño de lágrimas.
—Coño, Matías; no le veo la gracia
para que te rías —dijo Plinio.
—Quite usted, hombre… si es que
hay cosas…
—Pero bueno, a ver si os explicáis,
que cada vez lo entiendo menos. ¿Dónde
se quedó la gordeta?
—En principio, ahí, rezando —
aclaró Anacleto.
—¿Y tú?
—Yo por aquí paseando y echando
pitos… Pero, luego, al cabo de un
ratejo, la mujer salió… claro, se había
cansado de rezar o lo que fuera.
—¡Es que pasan unas cosas! —dijo
Matías sin poder contener la risa.
—¿Qué cosas, puñeto?; pues sí que
estamos para risas.
—Sí, señor —empezó Anacleto un
poco más animado—, es que verá usted,
salió esa señorita gordeta como digo. Y
pegó la hebra con un servidor.
Empezamos hablando de la vida, del
cadáver, del tiempo que hacía… y poco
a poco nos fuimos enzarzando… La
pobre por lo visto estaba muy precisá…
yo le caí bien, y ya sabe usted, que nos
pusimos melosos. Uno no es de piedra y
está soltero, que no es como ustedes…
Y ya ciegos, pues que me la llevé a una
era de por ahí detrás a darle regocijo…
No podía hacer otra cosa, ¿sabe usted?
Un hombre como yo… y como usted,
Jefe, cuando una mujer…
—A mí no me mezcles. Sigue.
—Cuando una mujer es tan buena
que no dice esta boca es mía, sino que
hace lo que le digan ¿qué va a hacer
uno? Un polvo se le echa a un pobre,
Jefe.
Quedó sin saber cómo continuar,
pero Plinio, adrede, puso cara de
esperar más:
—Bueno, y ¿qué? —dijo al fin muy
serio.
—¿Qué, Jefe…? ¿Qué quiere que le
diga…? Ya está to dicho.
—¿Pero no me dijiste por teléfono,
so ladrón, que te habías quedado
dormido?
—Sí, señor. Nos quedamos
dormidos los dos, pero después… del
trajín… Quiero decir de los trajines,
porque tenía mucha hambre atrasá la
pobrecica mía.
Matías empezó a dar tales
carcajadas al oír las últimas palabras de
Anacleto que, contagiados guardia y
veterinario súbitamente, los tres se
desternillaban al unísono sin poderlo
remediar. Y aquellas risas templaron un
poco el miedo de Anacleto, porque las
restantes palabras las dijo ya más
expedito.
Cuando Plinio consiguió acorralar
la risa, recompuso el gesto y continuó el
interrogatorio:
—¿A qué hora os despertasteis,
pichones?
—Cuando lo llamé a usted. A eso de
las cinco, calculo.
—Pero oísteis algún ruido… Algo.
—No, señor. Nos despertamos.
Vamos, me desperté yo, la llamé y nos
vinimos para acá.
—¿Tan contentos?
—Hombre, ya puede usted figurarse,
así en la madrugá, con alguna resequez.
Y cuando llegamos aquí, pues el cadáver
que había volado… Ella se entró para
seguir velando y salió la pobre
despavorida, llamándome. Entré y
estaba la ventana abierta, los velones
apagados y el muerto ido… Fíjese usted
el cuerpo que se nos puso.
¡Desgracio, virulo! De momento te
vas arrestado al cuerpo de guardia.
Después ya veremos.
—Como usted diga.
—Un momento… Durante la… fiesta
o un poco después, ¿tampoco
apreciasteis nada especial? ¿Algún
coche o camión?
—No, señor; nadica. La verdad es
que estábamos bastante lejos y muy en lo
nuestro.
—¿Y antes, el poco rato que
estuviste cumpliendo con tu deber?
—No, señor, nada.
—Y tú, Matías… Supongo que no
estarías también de fiesta.
—Ca, no, señor. De fiestas, nada. Mi
mujer está ya mu cavilosa y ajena a las
cosas del cachondeo.
—Mejor me lo pones. ¿Tampoco
oísteis nada?
—Sí, señor. Yo a eso de las tres o
tres y media sí que oí pasos y ruidetes,
pero claro, pensé que eran de éste o de
la señorita. Ni por un pelo sospeché.
—¿Y coches?
—Coches y camiones también. Pero
es natural, pasando la carretera por
delante del Cementerio.
Plinio quedó en silencio, serio, sin
argumentos para continuar preguntando.
Don Lotario le miraba con mucha
lástima. El sol, ya con toda la rueda de
su luz sobre el horizonte, daba a los
paseos y al campo ese aspecto de
renuevo, de vida sin memoria alguna de
lo pasado.
Plinio, sin decir nada, volvió a
entrar solo en la «Sala Depósito». Cerró
la puerta tras él. No quería que lo viesen
desarmado, sin una idea, sin saber por
dónde tirar. Como pudo haber hecho otra
cosa, examinó con cuidado el suelo de
bastas baldosas. Luego, la caja de pino.
Miró y remiró la mesa de mármol.
Después se aproximó a la ventana, la
abrió, observó los cristales, la parte de
fuera. «No sé por qué tienen que haberlo
sacado por la ventana, como dice el
tonto ese —pensó—, si de nuevo tenían
que salir al zaguán… Bien que hayan
observado por ella, pero no habiendo
aquí nadie, maldita la necesidad que
tenían de hacer semejante maniobra».
En efecto, la puerta del Depósito
daba al portalillo y la ventana al primer
patio del Cementerio. Para ir al patio
tenían que pasar por el portal… «Sin
embargo, dice que encontró la ventana
abierta… Han tenido que ser dos por lo
menos. No creo que lo hayan sacado por
lo alto de las tapias, ¡qué barbaridad!».
Sin saber por dónde tirar, encendió
un cigarro y se sentó a media anqueta
sobre la mesa de mármol para las
autopsias. Con aire meditativo quedó
mirando la ventana abierta.
«Estas mañanas tan hermosas
también llegan a los cementerios. Cantan
los pájaros… Y así de espaldas a la
mesa parece que está uno en una casa
feliz, una casa de vivos, de mozas que
cantan y niños que juegan».
Plinio pensaba en la vida de pueblo.
Vidas quietas como lagos. Miles y miles
de días iguales. Y muy de tarde en tarde
un raro acontecimiento, un crimen, una
catástrofe que a todos saca de su letargo
y queda como una página histórica,
molturada en miles de conversaciones
durante años.
El caso Witiza, como llamaba el
Faraón al muerto, era uno de esos
revulsivos que quedarían en la memoria
de las generaciones presentes como
episodio chusco y lleno de color.
Plinio estaba cierto de que la
historia le haría justicia. La historia
olvida sin piedad o mitifica. Y él,
Manuel González, estaba seguro que
durante mucho tiempo sería un gran mito
tomellosero.
En la estrecha vida de los pueblos
no se repiten con facilidad las figuras
excepcionales. Hay pueblos que pasan
siglos sin tener un escritor, un artista, un
científico, un político… y no digamos un
policía que merezca la pena. Si aparece,
sus contemporáneos, dada la pobre
condición humana, procuran atenuarlo o
destruirlo… Y después de su muerte,
por esa misma condición, cuando el
elegido ya no puede sentir satisfacción
alguna, se le recuerda y magnifica. Ante
el hombre vivo que destaca, el Juan
particular se siente molesto. Cuando
muere aquél, el Juan particular presume
de su paisanaje.
Plinio, porque su profesión era,
digamos, popular, fácilmente inteligible
e incidía en un mundo de sensaciones
primarias, tenía muchos y sinceros
admiradores, pero también enemigos y
miles de convencidos que simulaban
ignorarlo totalmente. Él lo sabía y no le
importaba. Los hombres que destacan en
algo es porque, para ellos, su profesión,
en vez de una carga, es la razón de su
vida. Agradecía y daba por bien venidas
las alabanzas y festejos que le
dedicaban sus paisanos de buen natural
y no le importaban las enemistades e
ignorancias.
Plinio, por su conducta y quehacer
era intocable. Pero en determinados
momentos sus enemigos le buscaron el
flanco político y religioso. Hombre
reflexivo y equilibrado, solía
mantenerse al margen de los bandazos
de los fanáticos de todo signo que suelen
conmover a las gentes del montón… En
esos momentos de pasión y de ceguera
que juegan las creencias y no las ideas,
Plinio, invariablemente, era señalado
con el dedo por éstos o por los otros.
Entonces sentía lástima por la frágil
condición humana que con tanta
facilidad se deja inflamar por el tonto o
el interesado, generalmente el
interesado, de turno. Manuel González,
en sus etapas de desgracia, que
coincidían con los de tal o cual
inflamación, procuraba callar y pasar
inadvertido… Cuando las aguas volvían
a su cauce, él se afirmaba más en sus
teorías de no participación y sentía
especial ternura al ver que sus paisanos
deseaban olvidar la última mala fiebre.
Plinio volvió a pensar en el robo del
cadáver y en aquel final chusco
protagonizado por la pobre señorita
María Teresa y su donjuán municipal.
Algo se movió junto al cristal de la
ventana. Era una mariposa blanca.
Quedó durante unos segundos inmóvil.
En seguida llegaron más, blancas
también. Serían mariposas nacidas a la
vera y al olor de muertos párvulos y de
muertas vírgenes. Mariposas tejidas con
mortajas de impúberes y cabellos rubios
de mocitas que en flor tuvieron la suerte
de marchar a la otra ladera, donde
siempre quedarán jóvenes intactas.
Mariposas, últimos trasuntos de las
viejas familias del lugar: Serranos,
Torres, Laras, Cepedas que ahora
formaban una rueda perfecta. Una rueda
voladora que entró por la ventana
entreabierta y quedó junto al cristal.
Plinio, preso de sus preocupaciones,
las observaba con aire distraído…
Hasta que de pronto un recuerdo le hizo
fruncir el entrecejo. Miró con ahínco a
las mariposas, que luego de posarse en
el vidrio unos segundos tornaron a volar,
siempre en rueda. Pero ahora, con un
raro temblor, avanzaron hacia el policía
en un parabólico movimiento de
traslación. Plinio las seguía con la vista.
Tuvo que girar la cabeza para no perder
su curvo camino. Por un momento
pasaron muy cerca del plato de su gorra,
pero ya otra vez frente a la ventana, en
el haz de los rayos del sol, rápidamente
deshicieron su rueda y marcharon hacia
los aires de adelfas y cipreses del
camposanto.
Plinio, con cara seráfica, como del
que ve una aparición, dio unos pasos
hacia la ventana, y sacando fuera buena
parte del cuerpo vio cómo se alejaban,
se diluían entre los átomos fulgentes del
sol.
Cuando las perdió de vista, con los
labios apretados y los ojos guiñados, no
queriendo creerse sus propios
pensamientos, empezó a dar paseos
menuditos por la «Sala Depósito».
En éstas estaba, cuando lo
despertaron de sus reflexiones el ruido
de un coche que se detenía en la puerta
del Cementerio y los comentarios en voz
alta de los que estaban fuera.
Tiró el cigarro, cerró la ventana, y
componiendo el gesto salió a ver qué
pasaba.
Allí estaba el Jaguar de doña
Ángela. Pero quien hablaba con
Anacleto y don Lotario era la otra
hermana: doña Paloma.
—Buenos días, señorita.
—Buenos días, Jefe. Vengo a relevar
a mi hermana María Teresa. Yo velaré
ahora un poco… La pobre Ángela está
muy fatigada y vendrá luego.
—Pues no hay nada que velar.
—¿Cómo que no hay nada que
velar?
—Está noche han robado el cadáver.
—¿Cómo? ¡Qué horror! Y María
Teresa, ¿dónde está? ¿La han robado
también?
—No. Creo que está ahí dentro, en
la cocina del camposantero.
—¿Pero quién ha sido? ¿Cómo ha
sido?
—No sé… El policía que dejé aquí
de guardia se durmió. Pase y pregunte a
su hermana a ver si ella sabe algo.
Plinio la acompañó hasta la
vivienda de Matías y corriendo la
cortina le ofreció paso.
María Teresa, sentada en una silla
baja arrimada a la chimenea, con la cara
entre las manos, sonlloraba. Al oírlos
entrar se descubrió. Tenía los ojos
hinchados y la cara con churretones de
carmín.
Plinio dejó entrar a Paloma y
marchó. Le daba lástima hablar con
aquella pobre gordita. No quería pensar
en lo que le esperaba.
Sacó el reloj del bolsillo y consultó
la hora.
—Bueno, don Lotario, son más de
las seis y media. Nos da tiempo a hacer
un viajecito que tengo pensado.
Desayunamos primero en casa de la
Rocío y después a la carretera. Y tú,
Matías, ni una palabra a nadie de lo que
aquí ha pasado. Cierras el Depósito.
Dices que ha sido orden mía.
Oficialmente el muerto sigue ahí dentro.
¿Estamos? Y tú, Anacleto, te vienes con
nosotros a la trena.
—¡Qué caras cuestan siempre las
mujeres! —rezongó.
—No lo sabes tú bien.
—Y si viene la otra fiera y ve lo que
pasa, ¿quién la calla?
—¿Te refieres a doña Ángela?
—Claro, ésa arma el escándalo del
siglo.
Plinio quedó pensativo, mirando al
suelo. Por fin, muy decidido, se dirigió a
la vivienda de Matías.
—Vamos a ver…
En la cocina, la gorda seguía
lloriqueando, mientras la otra hermana,
sentada a su lado, la contemplaba con
cara de no entender.
—Señoritas, por favor, escúchenme
un momento.
María Teresa lo miró de reojo, sin
quitarse del todo las manos del rostro.
—Deben marcharse al Hostal ahora
mismo. Y aconsejar a su hermana que no
se mueva de allí. Creo que es
conveniente para todos guardar el mayor
silencio sobre lo que ha pasado aquí
esta noche. ¿No cree, María Teresa?
La pobre empezó a llorar más fuerte.
—Si se sabe una cosa, en seguida se
sabrá la otra. ¿Está claro? Y conviene
mantener esto en secreto a ver si hay
suerte y podemos saber pronto qué ha
pasado con ese muerto.
Ellas no contestaban.
—… Yo no puedo hacer otra cosa…
De modo que, por favor, márchense, que
aquí, ni ustedes, ni su hermana pueden
resolver cosa alguna.
—Vamos, María Teresa —dijo
Paloma, poniéndose de pie.
María Teresa empezó a llorar con
todas sus ganas.
Plinio hizo una seña a Paloma para
que abreviase. Ésta tomó del brazo a la
gordita:
—Vamos, María Teresa.
Y sin levantar los ojos del suelo, ni
dejar de llorar se levantó. Plinio fue
abriéndoles camino.
El chófer, al verlas aparecer, se bajó
del coche y les abrió la puerta. En él
entraron sin mirar a nadie. Anacleto, un
poco apartado, les echaba ojos bajo la
visera. El coche arrancó suavemente.
—Venga, don Lotario, a desayunar.
En el Ayuntamiento entregaron a
Anacleto. Dio Plinio instrucciones a
Maleza por si venía el inspector Rovira
o aparecía Juaneque y añadió que iban a
hacer unas diligencias de las que
volverían hacia el mediodía.
—A éste me lo metes en el cuarto de
guardia hasta nueva orden. Quítale las
armas.
—Sí, Jefe.
—Y cuando vuelva quiero ver a todo
el mundo con el uniforme de verano,
como tengo dicho.
—Sí, señor.
Aparcaron junto al Mercado
Público, cerca de la buñolería de la
Rocío.
Plinio iba entre la gente cabizbajo y
dándole vueltas al secuestro:
—Esto es una complicación muy
grave, que como no haya suerte nos va a
traer de cabeza —dijo como para sí.
—¿Qué dices, Manuel?
—Digo que por si todo estaba poco
enredado, ahora el robo del muerto.
—Llevas razón, Manuel. Por si
éramos pocos, parió la abuela… ¿Y qué
piensas hacer?
—No sé. Vamos a volver a
«Miralagos».
—¿Crees que allí vas a sacar algo
en limpio?
—No sé. Aprensiones, sólo
aprensiones.
—Tú sabrás, Manuel.
—No, qué coño voy a saber. Bien
sabe Dios que en este caso estoy más
despistado que una vaca en un garaje.
—¡Cucha, Manuel, cucha! —dijo de
pronto don Lotario dándole un codazo al
Jefe.
Miró hacia donde señalaba el
veterinario y exclamó:
—Anda mi madre.
Un grupo de mozalbetes hacía la
máscara llevando puestas unas caretas
sacadas de la mascarilla de Calixto.
Estaban muy bien hechas. Blancas, casi
amarillentas, muy propias. La boca era
una incisión convexa y los ojos
cerrados. Para ver había hecho unos
ojales aprovechando las cejas.
Al toparse con Plinio los mozos
callaron. Quedaron indecisos. Guardia y
veterinario continuaron sin decirles
nada. Encontraron a más chicos con
caretas. E incluso mujeres que, sin duda,
para sus hijos, las llevaban en la cesta.
Muy cerca de la churrería estaba
Alcañices con su puesto de caretas. El
hombre no se daba abasto a vocear y a
vender:
«Compren, compren, por favor
por dos duritos tan sólo
la careta del traidor».
—Venga, a dos duritos. Otra por
aquí… Sí, señor, para usted dos más.
«Señoras y señores
no pierdan la ocasión,
de tener en sus casas
del muerto el mascarón».
Cuando se hizo un claro se
acercaron:
—Hombre, señor Jefe y la compaña
—gritó Alcañices—. Aquí tengo las de
ustedes. Es un obsequio de la casa.
Y les largó dos caretas.
—Te han salido muy bien, pero que
muy requetebién —dijo Plinio
contemplando una.
La gente, al ver a Plinio y a don
Lotario con caretas en la mano, acudía
curiosa.
—Pero, oye —le voceó Plinio—.
¿Por qué le llamas «traidor»?
—Algo hay que decirle.
—Llámale Witiza —dijo Plinio
eufórico.
—¿Witiza?
—Sí, hombre.
—Pero no me cuadra el verso del
pregón:
«Compren, compren por favor
por dos duritos tan sólo
la careta de Witiza…»
—No pega ni con cola, Jefe.
—No seas lerdo —gritó un barbero
redicho que había por allí—. Tú di:
«Compren, compren por favor
por sólo diez pesetitas
la careta de Witiza
el muerto sin redención».
—Eso está bien, Jardiel. Pero que
muy bien. Toma, te regalo una por la
ocurrencia. —Y empezó a cantar muy
contento—:
«Compren, compren por favor
por sólo diez pesetitas…»
La gente se reía y menudeaba las
compras. Por todos los alrededores
encontraban mocetes con caretas que se
acercaban a ellos y se les quedaban
mirando en silencio.
Plinio llegó un momento en el que se
sintió agobiado por tener alrededor tanta
copia del difunto de la puñeta.
—Lo que faltaba, don Lotario.
—Es verdad. «Hasta los muertos,
señor, dejan sus tumbas por mí».
—Los muertos no, el pijotero
muerto.
—Bueno, Alcañices, que haya
suerte. Gracias por el obsequio y hasta
más ver.
—Vaya con Dios la flor de la
detectivesca nacional y la compaña —
gritó el caretero.
—La flor de la detectivesca de la
porra —rezongó Plinio.
—No te pongas así, Manuel; verás
cómo triunfamos.
—Sí, sí. Meta usted las caretas en el
coche, que si nos ve la Rocío con ellas
va a armar el cachondeo del siglo.
La Rocío, al verlos entrar en la
tienda, tiró el cuchillo de cortar
buñuelos, se agachó tras el mostrador y
reapareció con la careta de Witiza
puesta:
—¡Ay, Plinio, Plinio, que no me
conoces!
—No te digo lo que hay. Ésta,
también en el carnaval.
Las mujeres que esperaban turno
para los buñuelos se reían de buena
gana.
Plinio esperó pacienzudo y serio a
que acabara la broma.
—Venga, no sea usted esaborío, si
lo va a encontrá.
Plinio se alarmó:
—¿Encontrar el qué?
—¿Er qué va a sé? El amo del
difunto… que está usted hecho un lila
con el uniforme de verano.
Plinio respiró, porque la Rocío
solía enterarse de todo.
—Venga, don Lotario, que así que se
arregle toíto, les voy a da una merienda
en mi huerta que van a está una semana
sin almorsá.
Al salir de la churrería se
encontraron con Bonifacio, el alguacil,
que venía a buscarlos.
—Menos mal que los pillo —dijo.
—¿Qué pasa?
—El detective señor Rovira que
acaba de llegar y desea hablar con
ustedes.
—¿Tan temprano?
—Sí, señor; ahí está.
—Vamos… A ver si es que ya han
dado el chivatazo en Alcázar —dijo
Plinio en voz baja a don Lotario.
—No creo… sería la mala pata del
siglo.
En la puerta del Ayuntamiento estaba
Rovira hecho un san Luis, con un traje
blanco de todo verano, gafas ahumadas y
corbata de colores muy vivos.
—Estoy pensando, Manuel, que no
hay manera de ocultarle a Rovira el
robo del difunto —dijo don Lotario,
convencidísimo.
—Desde luego… Vamos a ver si
conseguimos que sea un buen muchacho
durante unas horas.
—Déjate; ante cosas como éstas hay
que decir la verdad, no hay más
remedio.
—Sí, la voy a decir… sí, la voy a
decir, pero ¡maldita sea!
Rovira se acercó a la portezuela del
coche al ver que tardaban en bajar.
—Mucho madruga, Rovira —le dijo
Plinio con jovialidad, al tiempo que se
apeaba.
—Había una buena noticia para
usted, Manuel. Estuve toda la noche de
guardia y en vez de irme a dormir he
preferido darle el alegrón y quitarnos
todos un peso de encima.
—¿Qué pasa?
—Que hemos tenido noticias de
Valencia.
—¡No me diga!
—El doctor don Carlos Espinosa
está vivito y coleando.
—¿Es posible?
—Como lo oye.
—Pero bueno…
—El hombre, que al parecer sigue
ejerciendo de rojillo, ha pasado unas
semanas en Cuba y volvió hace unos
días. Está en su casa y hace vida normal.
—¿Y la policía de Valencia no sabía
nada de su viaje?
—Claro que sabía, pero no cayeron
en la cuenta o lo que fuera.
—Pues de verdad que es una buena
noticia. A ver si se callan todos los
teléfonos de España que no dejan de
incordiarnos.
—Eso mismo ha dicho el comisario.
—Creo, Rovira que lo que debía
usted hacer ahora es dormir, aquí en
Tomelloso… Me temo que dentro de
unas horas va usted a tener que echarnos
una mano de compañero y de amigo. Y
no es cosa de que se pase usted el día
yendo y viniendo.
—No, si tal como estoy no me
vuelvo. Que venía durmiéndome por el
camino.
—Yo voy a decirle a doña Ángela
por teléfono que todavía no es viuda.
—De acuerdo. ¿A qué hora quiere
que nos veamos entonces, como…
«compañeros y amigos»? .
—Si le parece, después de comer, en
el Casino.
—Vale entonces. Me voy al
Marcelino Hilton.
—Que descanse.
—Coño, la cosa ha salido bastante
bien-dijo don Lotario, frotándose las
manos al ver marchar a Rovira.
Plinio, que había quedado con una
sonrisa beatífica, no contestó.
—¿En qué piensas, Manuel, con esa
cara?
—Pienso en la conferencia
telefónica que voy a tener ahora mismo
con doña Ángela de no sé cuántos y no
sé cuántos del Cid.
—No me la pierdo. Voy contigo.
Entraron en el despacho de Manuel.
Ambos se sentaron al lado de su mesa.
Plinio pidió la conferencia con el
Hostal de Argamasilla. Tuvieron que
esperar unos minutos. Sin duda a doña
Ángela le debió sentar como un tiro que
la despertaran… O bien estaba de
capítulo con sus hermanas.
Por fin, Plinio hizo un guiño de
atención a don Lotario:
—Doña Ángela… Soy Manuel, el
Jefe de la Guardia Municipal de
Tomelloso… Perdone que le moleste,
pero es importante… Mire, acabo de
hablar con un agente de la Comisaría de
Alcázar… Sí, y me ha transmitido el
resultado de las pesquisas que ha hecho
la policía de Valencia sobre el paradero
de su esposo… ¿Que qué pesquisas?…
Pues mire usted, muy sencillo, que el
doctor está desde hace dos días en
Valencia sano y salvo… Palabra,
palabra de honor, señora… Durante una
temporada ha estado con Fidel Castro…
No sé… Algo tendrían que hablar los
hombres… O a lo mejor no lo ha visto.
Bueno, lo importante es que regresó
hace dos días. De modo que asunto
concluido… Puede, si quiere
cerciorarse, llamar de mi parte a la
Comisaría de Alcázar… No señora, sus
hermanas marcharon ya hace un buen
rato… Nada, que me alegro de haberla
conocido —dijo Plinio guiñándole un
ojo a don Lotario— y si puedo servirla
en algo… ¿Me oye?… ¿Me oye? Anda,
coño, ha colgado.
Plinio colgó a su vez y se quedó con
ambas manos sobre el aparato de mesa.
—Hay qué tía… Lo ha tomado con
toda naturalidad. Y sus hermanas no se
han dado a vistas todavía. Mejor así.
Bueno, asunto concluido. Vamos a lo
nuestro, si nos dejan.
Pero la cosa no iba a ser tan fácil.
En la puerta del Ayuntamiento
encontraron al párroco que preguntaba
por Plinio:
—Buenos días, señores.
—Muy buenos días, don Pío.
—¿Qué, al trabajo?
—Sí, un poquito.
—¿Y las señoras, marcharon a
descansar ya?
—Sí, ya…
—Pobres señoras.
—Es verdad.
—Son gente muy principal, Manuel,
pero que muy principal.
—Ya lo sé, ya.
—Y muy buena y temerosa de Dios.
—¿Qué nos va usted a decir a
nosotros? ¿Verdad, don Lotario?
—Claro… ¿qué nos va a decir?
Especialmente doña Ángela.
—Se ve en ella la raza de las
grandes damas españolas —dijo el cura
con aire enfático.
—Sí, señor. Enérgica, recta, justa…
—Y la otra, la más gordita, doña
María Teresa, ¡qué candor!, ¡qué pureza!
Un verdadero ángel.
—Es verdad. Toda la noche
postrada… Nos lo ha contado el guardia
Anacleto. Pregúntele a él, que le dará
detalles.
—Con personas así se puede tratar.
Porque, desengáñese usted, aquí en el
pueblo hay gentes muy buenas, pero no
con esa finura y señorío… Y, a
propósito, ¿ha tenido usted ya
confirmación definitiva de que el difunto
es su esposo?
—… Sí; esta mañana vino el agente
Rovira. Ya hay información fidedigna de
la policía de Valencia.
—¿Y qué dicen? ¿Que sí?
—¿Que sí, qué?
—¿Que el difunto es el doctor?
—No. Dicen que no.
—¿Que no?
—Que no. Que el doctor está allí,
vivito y coleando.
—¡No me diga!
—El hombre ha estado una larga
temporada en Cuba, comiendo plátanos
y volvió anteayer.
—Usted bromea, Manuel.
—No, señor, no bromeo. Y usted
perdone, que tenemos el tiempo justo
para una diligencia.
Ya en el coche, Plinio volvió la
cabeza y vio que el cura no se había
movido, y miraba hacia ellos, pensativo,
con una mano en la mejilla.
Arrancaron. Por la calle se veían
gentes con la careta del muerto puesta.
—Qué jodío cura —comentó don
Lotario.
Plinio no contestó.
—¿En qué piensas, Manuel?
—Una extravagancia. En que como
no resolvamos pronto este caso, esas
caretas nos van a perseguir hasta el
infierno. ¿Usted se imagina a todos los
habitantes del pueblo con caretas
puestas, sin dejarnos comer, dormir ni
andar; dándonos la vaya por todos
sitios? El alcalde, los curas, el juez,
todos con las caretas. Que a usted lo
llamaban para ver una mula, y la
encontrara con careta. Que yo llegara a
mi casa, y mi mujer y mi hija, con
careta. Todos los socios de los dos
casinos jugando al mus con caretas de
Witiza…
—¡Qué cosas se te ocurren, Manuel!
—Porque, desengáñase usted, don
Lotario, si se tiene en la vida un fracaso
grande, todo el mundo nos mira con
careta.
Cuando estaban a cosa de un
kilómetro de «Miralagos», Plinio pidió
a don Lotario que tirase por un caminillo
del ganado que cruza la carretera y se
adentra por el monte bajo que cerca la
finca por aquel cardinal.
—Siga usted despacio. Hasta que
estemos a tiro de la casa. Quiero rondar
un poco por el «hastial de la finca»,
como decía el «Romance de la nube
malvada» —dijo Plinio sonriendo.
—Yo el de «La nube malvada» no lo
sé. Pero sí me acuerdo de aquel que
empezaba:
«Todos van con sus mulejas,
todos van en sus carretes;
todos van en sus viñejas
más derechos que cobetes».
—Pare, pare usted por aquí en esta
espesurilla… También era bueno ese
romance. Y bien que me acuerdo… La
portada de la casa da allí, a poniente.
¿No?
—Claro.
—Bueno, pues nos bajamos y
cubriéndonos nos allegamos a aquella
parte. Que, sin ser vistos, quiero oler
algo de lo que aquí se guisa.
Dejaron el coche y avanzaron con
toda cautela hacia donde se despejaba el
monte, frente a la portada. Cantaba el
día entre los romeros y más daban ganas
de tumbarse entre ellos a echar un pito y
mirar al cielo, que gatear pesquiseando.
Cuando casi tocaban el egido,
Plinio, que iba delante, ordenó al
veterinario:
—¡Quieto! —y señaló con el dedo
hacia un remolque que allí quedaba
camuflado.
—Sí… Un remolque.
—Y debajo, un tío durmiendo.
—¡Ah, sí! Bien empieza el día el
hombre.
Plinio se acercó a él. Era un
mocetón rollizo, reventón de sangre.
Dormía despatarrado, panza arriba, con
la boina sobre los ojos. Por el «mono»
que llevaba tenía antes pinta de
jardinero que de gañán. Luego de
mirarlo un tiempo y de otear bien los
alrededores, en los que no se advertía
criatura viva, el guardia decidió
despertar al jayán.
—¡Eh, eh, tú! ¡Operario! —le decía
en voz baja mientras lo removía.
El hombre respondió sin sobresalto.
—¿Qué pasa? —dijo, como si lo
llamara alguien que él sabía.
—Despierta, hombre.
AI ver al policía se restregó los ojos
con fuerza.
—¿Qué pasa, qué pasa?
—Tú tranquilo.
—¿Pero qué pasa?
—No pasa nada. Repósate.
El mozo se restregó bien los ojos y
quedó mirándolo inexpresivo.
—Anda, sin hacer ruido, vente aquí
un poco más dentro que hablemos.
El hombre se levantó como
borracho, y Plinio, sujetándole el brazo,
lo llevó hasta el abrigo que quería.
—Siéntate aquí, y lía un pito
mientras echamos una parlá.
Le alargó el «Celtas» de reglamento.
Don Lotario prefirió su «Caldo».
El muchacho, con el corte tan radical
del sueño, no parecía tener la boca para
cigarros, porque chupaba con gesto
desabrido.
—¿Y así empiezas tú la jornada,
echándote una siesta?
—¿Y qué quiere usted de mí?
—Despacio, muchacho, que la noche
es larga y el pan sobrero. El que
pregunta soy yo.
—Hombre, pero es que…
—Tú limítate a contestar lo cabal,
que si no, te enchirono. Te he dicho que
si empiezas así tu jornada, echándote la
siesta. Responde.
—No, señor, es que esta noche
dormí muy poco.
—Ya… ¿A qué hora volvisteis esta
madrugada de Tomelloso?
—¿Yo?… No me he movido de aquí
en toda la semana.
—Bueno, pongamos que tú no fuiste.
¿A qué hora volvieron?
—Volvieron a eso de las cinco, pero
yo no sé adonde fueron.
—¿Y a qué hora salieron?
—¿Salir? A la caída de la tarde,
como todos los sábados.
—¿Quiénes iban?
—¿Quiénes?… Pues don Lupercio,
el administrador, y Luque Calvo.
—¿Quién es Luque Calvo?
—Pues un andaluz, que es el que se
entiende con la gente.
—¿Y todos los sábados salen los
dos a qué?
—A comprar cosas. Unas veces a la
Ossa, otras a Argamasilla y más
raramente al Tomelloso… También van
a cobrar y a pagar. Qué sé yo. Soy el
tractorista y llevo aquí menos de un año.
—¿Y salen siempre a la misma
hora?
—No, señor. Según la faena que
tengan.
—¿Y vuelven también a esa hora?
—A la de cenar, pizca más o menos,
salvo que vayan al cine o eso. Pero
nunca a las cinco de la mañana. Por eso
tengo esta soñarra. Me desperté cuando
llegaron y ya no pude conciliar el sueño
hasta ahora, que, claro, así que he
almorzao, pues que me caía a chorros.
—¿Y qué hicieron cuando llegaron
aquí?
—No sé. Yo no salí. Oí los ruidos
del jeep. Hasta que a las siete, ya digo,
cabreao de no dormir, me levanté… ¿Y
qué pasa, si se puede saber?
—Tú, muchacho, calla.
—Ea. Lo que usted diga.
—El hombre de confianza de
verdad, de verdad, para don Lupercio,
¿quién es?
—Luque Calvo. Son uña y carne.
—¿Dónde está ahora Luque Calvo?
—Durmiendo, digo yo que estará.
—¿Duerme con la mujer?
—¿Con qué mujer?
—Con la suya.
—¡Atiza, manco! —dijo el mozo, ya
confianzado—. ¿Ése casao? Ni hablar.
No da ni la hora. To pa él… Los
hombres así no se casan, Jefe.
—Bueno. Entonces llévanos donde
duerme.
—Hombre, yo les digo dónde
duerme, pero no entro. Que vida no hay
más que una y ése es un sujeto de mucho
cuidao.
—Vale, pero llévame por donde no
nos vea nadie.
—Yo tampoco puedo responder de
eso, Jefe, que en esta casa hay muchos
ojos. Vamos, si no por aquí, por el
postigo.
Echaron a andar rodeando la casa.
Pasaron ante la portada hasta llegar a un
postiguillo de pino disimulado. Abrió el
mozo con tiento y en seguida entornó.
Dijo luego con voz muy baja a Plinio:
—Ya se ha levantao, está ahí
lavándose.
—Bueno, quédate aquí, pero no te
alejes, que hay más que hablar.
Plinio, seguido del veterinario,
luego de desabrocharse la funda de la
pistola, empujó la puerta
cautelosamente.
Luque Calvo, de espaldas al postigo,
y desnudo del medio cuerpo alto, se
chapoteaba con fruición en el agua de
una pila que había junto al pozo, a la
umbría de unos árboles.
Aprovechando que no los oía con el
ruido del agua, entraron hasta situarse
bien cerca, a un costado de Luque
Calvo.
—Luque Calvo, buenos días —dijo
Plinio en voz alta.
Luque Calvo, como Plinio tenía
previsto, al volverse, miró primero
hacia la puerta y al verlos luego casi a
su lado, quedó sorprendido un momento.
Pero en seguida tuvo una reacción
elemental y rapidísima.
Tomó un gran cubo de agua que
había sobre el brocal del pozo y se lo
echó al guardia y al albéitar. Plinio sacó
la pistola en un movimiento defensivo,
pero no pudo evitar el remojón. Luque
Calvo, aprovechando la confusión, de
dos saltos se plantó en el postigo, pero
al ir a franquearlo, el mozo durmiente,
que debía tenerle muchas ganas y estaba
allí guizcando, le puso la zancadilla y
Luque Calvo cayó en picado. Cuando
quiso ponerse en pie, Plinio ya le tenía
la pistola en los riñones.
—¡Quieto, león, que te agüeco!…
Levanta y arriba las manos con brazos y
todo.
Luque Calvo se incorporó y alzó los
brazos, mientras resollaba a toda nariz.
—Tome, don Lotario, póngale las
pulseras —dijo ofreciéndole las esposas
con la mano libre.
Plinio, mientras don Lotario le
esposaba, vio que el mozo dormilón
cortaba el camino a Luque Calvo con
una horca de hierro.
Cuando estuvo bien amarrado con
las manos atrás, seguido de los otros, le
hizo entrar de nuevo por el postigo.
—Oye, mozo, ¿cómo te llamas? —
preguntó Plinio al dormido.
—Agustín Cerezo, para servirle.
—Servirme ya me estás sirviendo.
Cuando llegaron otra vez junto al
pozo, siguió Plinio:
—Pues oye, Cerezo. Átale bien
prieta la maroma del pozo a la cintura a
este bravo, que entre los tres vamos a
darle unas aguaíllas.
Cerezo dejó la horca, y con el mayor
entusiasmo, luego de desatar el cubo de
la punta de la maroma hizo lo que le
decía Plinio. Lo ató con dos buenas
vueltas de cuerda y le hizo un nudo a la
altura del vientre.
—Listo.
—Venga, Luque Calvo, tú solito,
dentro —dijo Plinio empujándole sobre
el brocal—. Vosotros sujetar la
maroma… ¡Que a mí no me moja nadie,
Juan sin tierra, máxime que hoy estrené
el uniforme!
—¿Pero qué pasa, qué quiere usted
saber? —dijo el Luque cuando se vio
acogotado sobre el brocal y camino del
agua.
—Tú lo sabes muy bien…
—Yo no sé nada.
—Venga, cabrón —y lo cogió de las
piernas con todas sus fuerzas.
—¿Pero qué quiere saber?
—¿Dónde está el muerto?
—… En la capilla —dijo el hombre
ya más en el agujero del pozo que en la
tierra.
—Eso está bien.
—Pero yo soy un mandao. ¿Está
claro? Toda mi jodía vida he sido un
mandao, en lo bueno y en lo malo.
Plinio lo dejó quieto y siguió el
interrogatorio:
—¿Para qué quiere don Lupercio el
muerto?
—Cree que es don Ignacio de
verdad. Quiere que siga vivo. ¿Usted le
entiende?
—Y a ti también te entiendo, Luque.
Menudo ajo debéis tener aquí liao.
—Yo soy un mandao.
—Sí, un mandao y un cobrao.
Venga, desatadlo… Así… Y ahora
llévanos donde está don Lupercio, pero
sin hacer ruido.
—Si ése no se despierta, toma
pastillas para dormir.
Esposado, y con la pistola de Plinio
en la espalda, echó a andar Luque Calvo
seguido de todos. Pasaron el famoso
hall de las tinieblas, y a medios pasos
se llegaron hasta la escalera de madera
encerada.
Don Lotario llevaba el mechero
encendido. En el piso de arriba
recorrieron una amplia galería muy
solanera y alegre. Buenos cuadros y
muebles la adornaban.
Llegaron ante una puerta anchísima
con clavos y asas doradas. Luque Calvo
se detuvo ante ella sin decir nada. Se
limitó a señalar alargando la barbilla.
—Don Lotario, abra usted —dijo
Plinio en voz baja— y deje que pase
éste primero.
El veterinario oprimió suavemente
la manivela y dejó franca la entrada.
Entre cortinas de seda, una luz suave. Y
sobre la cama anchísima con dosel,
vestido con pijama azul celeste,
encogido, y ambas manos entre los
muslos, dormía don Lupercio con la
boca abierta.
—Cerezo, descorra las cortinas.
Debía ser verdad que don Lupercio
tomaba algo para dormir, porque a pesar
de la luz y los ruidos no se despertaba.
Plinio se aproximó a la rica cama.
Sobre las sábanas de encaje se veía
bordada una inicial «E». El Jefe empezó
a mover al administrador por los
hombros.
—Oiga…, oiga, amigo.
A los dos o tres zarandeos don
Lupercio empezó a parpadear. Pon fin
abrió sus ojos miopes y quedó fijo en
Plinio.
—¿Me reconoce, maestro? —le
preguntó con sorna a la vez que ocultaba
la pistola tras la espalda—. Soy Manuel
González, alias Plinio, el Jefe de la
Guardia Municipal de Tomelloso.
Don Lupercio, después de un
momento de perplejidad, se incorporó
brioso y quedó sentado en la cama
mirando a unos y otros con cierto
esfuerzo.
Don Lotario, muy fino él, tomó las
gafas que estaban sobre la mesilla y se
las encajó al administrador.
—Ea, ya estamos todos despiertos
—dijo Plinio que a la hora de la acción
siempre se sentía bromista…—. Hala,
vístase rápido que nos vamos de viaje.
A devolvernos la mercancía. Ya sabe.
Don Lupercio, incorporado y con
ambas manos apoyadas sobre la ropa de
la cama, seguía mirando a todos,
especialmente al Luque Calvo, que
estaba pegado al piecero con las manos
atadas a la espalda y la cabeza baja.
Más que sorpresa había en su mirada
una ansia de adivinar lo que le había
ocurrido a Luque.
El hombre, sin decir palabra,
reaccionó al fin: se bajó de la cama y
empezó a vestirse con la ropa que había
en una percha de pie. Se dio luego un
golpe de peine en el lujoso cuarto de
baño que estaba pegado a la alcoba.
Cuando terminó aseo tan somero, Plinio
unió con las mismas esposas a Calvo y a
don Lupercio.
—Ahora vamos a la capilla.
De nuevo don Lupercio volvió a
mirar penetrantemente a Luque. Éste otra
vez bajó los ojos.
En silencio descendieron la
escalera. Don Lotario volvió a encender
su mechero, y a su luz llegaron ante la
puerta de la capilla. Entró delante don
Lotario. Corrió las cortinas que tapaban
las vidrieras plomadas, y se hallaron
ante la tumba de Elizabeth.
—¿Cómo se abre este sepulcro,
señores? —preguntó Plinio.
—En la parte trasera y en los
costados tiene unos tornillos —dijo
Luque.
—Es verdad —confirmó Plinio
mirando—, no di yo con esto la otra vez.
¿Y el destornillador?
—Detrás del altar.
—Búscalo, Cerezo.
Fue Cerezo, revolvió un poco, y
regresó con un destornillador niquelado,
muy ancho.
—Anda, mozo, desatornilla.
—A mí estas cosas de muertos me
dan no sé qué.
—Y a los demás, ¿qué te crees?
Anda, trabaja, que llevas una mañana…
Todos guardaron silencio mientras
Cerezo tiraba de destornillador. Y sacó
unos tornillos larguísimos, dorados.
Todo en aquel sepulcro parecía hecho de
manera muy cuidada. Cuando concluyó,
con la ayuda de don Lotario levantó la
tapa de mármol. El cuerpo de Witiza
estaba casi a ras con ras. Debía posar
sobre el ataúd de Elizabeth. Plinio se
animó al verlo:
—Vaya, qué muerte más trabajosa
lleva el pobre.
Y luego, dirigiéndose a Cerezo:
—Oye, ¿en qué coche podemos
trasladar el cadáver?
—En el Land Rover, creo yo —dijo
mirando de reojo a don Lupercio.
—Tú, como buen tractorista,
¿podrás conducirlo?
—Sí, señor.
—Pues anda, sal y arrímalo a la
puerta de la casa. Y usted don Lotario,
dele la llave del «seiscientos» para que
lo traiga también.
Cerezo salió con cierto respiro.
—Y ahora, muchachos, vamos a
charlar un rato —dijo Plinio a los
esposados—. Tú primero, Luque Calvo,
que eres más simpático. ¿Cómo hicisteis
la operación?
Luque no respondió.
—Fue idea mía —respondió don
Lupercio hablando por primera vez.
—Ya, ya lo sé. ¿Pero cómo fue?, es
lo que me interesa.
—… Anteayer mismo envié a Luque
al Cementerio para que tomara el molde
y nos hicieran llaves falsas de una de las
puertas traseras y de la puerta del
Depósito.
—Cuánto sabéis, ¿eh? Sigue.
—Y ayer noche fuimos a por él
creyendo que estaría cerrado.
—Y tuvisteis la suerte de
encontrarlo todo abierto y sin gente. ¿No
es eso?
—Sí.
—¿Usted está seguro de que el
difunto es don Ignacio?
Don Lupercio no respondió.
—Acabo de hacerle una pregunta.
Responda —le añadió con severidad.
—Yo creo que sí.
Plinio quedó pensativo. Parecía que
no se le ocurrían más preguntas.
Apareció Cerezo en la puerta de la
capilla.
—Ya están los coches ahí.
—¿Con qué liamos el cadáver,
Manuel? —preguntó don Lotario
siempre preocupado por las cosas
prácticas.
—Que se lo digan estos señores.
—En el jeep hay una manta —aclaró
don Lupercio.
El administrador había perdido el
misterio y dureza de la vez anterior y se
mostraba entregado.
Liaron a Witiza en la manta. En el
fondo del sepulcro se veía el brillo
metálico del ataúd de Elizabeth.
Atornillaron la tapa de mármol y
colocaron a Witiza en el Land Rover,
bajo uno de los asientos.
Don Lotario marchó solo en su
«seiscientos». Cerezo conducía el jeep y
Plinio, detrás, acompañaba a los
detenidos.
No recordaba Plinio haber hecho en
su vida un viaje tan raro. El muerto
enmantado debajo del asiento y aquellos
dos sujetos unidos por las esposas
enfrente de él. Y como había que pasar
el trago, procuró charlar con los
detenidos de cosas corrientes, como si
todo fuera normal… Y tan normal, que
Luque Calvo se quedó dormido con
especial aire zoológico… Don Lupercio
le confesó que ni le gustaba aquella
tierra ni el vivir aislado, pero que desde
muy joven le colocaron allí y no era
fácil encontrar tanta comodidad e
independencia en otro lado. Sugirió,
luego, que en el momento que
desapareciera don Ignacio se quedaría
en la calle, porque los herederos eran
muchos y dispersos.
Cuando ya habían pasado el Castillo
de Peñarroya, cesó la charla, porque
Plinio, pese a los esfuerzos que hacía,
de vez en cuando daba una cabezada.
Si el coche cogía un bache, rebotaba
sobre el tablero la cabeza de Witiza con
golpe seco y siniestro. Cada vez que
ocurría, Plinio sentía un especial
estremecimiento.
Luque Calvo, vencido totalmente por
el sueño, apoyaba ahora la cabeza sobre
el hombro de don Lupercio que, callado,
permanecía inmóvil. A veces miraba
hacia el camino.
Hubo un momento en el que Plinio
quedó traspuesto. Momento que debió
durar más de lo que él creía, porque
cuando de nuevo el coche dio otro bote
mucho más violento que los anteriores,
con el correspondiente cabezazo de
Witiza sobre el suelo, despertó
sobresaltado y sorprendió a don
Lupercio acariciando suavemente la
cabellera de Luque, que seguía
reclinado sobre su hombro… Al ver que
Plinio abría los ojos, don Lupercio, con
la mayor naturalidad, interrumpió la
caricia y volvió la cabeza hacia el
paisaje.
Plinio se indignó consigo mismo.
Sus dotes de observador, que eran
muchas, siempre le fallaban en el
terreno maricón. Nunca caía en que
había hombres así hasta que lo veía tinto
y en el jarro.
A partir de aquel momento empezó a
fijarse en aquellos tipos, que miró hasta
entonces como simples malhechores. Y
reparó en no sé qué afectación
volandera de las manos de don
Lupercio, en su manera de flexionar la
pierna, en el afectado hieratismo que
adoptó en aquella famosa despedida
bajo las mariposas; y, sobre todo, en su
cínica despreocupación en los momentos
decisivos. Sus confesiones sobre su
administración de las fincas de don
Ignacio, también trasuntaban el mismo
cinismo.
Por el contrario, Luque Calvo
parecía un hombre de campo sin asomo
de labilidad. Su reacción al ser detenido
fue de hombre. Y ahora mismo,
recostaba la cabeza sobre el hombro de
su amigo con la misma naturalidad que
si fuera el de su madre. Bajo la camisa
entreabierta se veía el pecho fornido.
Parecía hombre primario y sin doblez.
Plinio repasaba las imágenes que su
memoria adquirió de Luque durante
aquellas horas, y a pesar de la reciente
revelación, nada recordaba que lo
denunciasen como invertido.
Se fijó de nuevo en don Lupercio.
Parecía haber adivinado las
cavilaciones del guardia, y sonreía
mirándole con fijeza, con la boca medio
torcida en una rúbrica procaz. Plinio
sostuvo la mirada, hasta que don
Lupercio bajó los ojos con cierta
blandura, al tiempo que con la yema del
índice acariciaba una de las manillas de
la esposa que lo unían a su amigo.
A Plinio se le agolpó la sangre en la
cabeza y sintió un ligero temblor en el
labio inferior, aquel temblor de sus
momentos de violencia. Pero su gran
finura de macho y equilibrio mental se
impusieron, y sin mover un músculo de
la cara, con la mayor indiferencia, sacó
un «Caldo» y lió lentamente.
Pararon ante la puerta del
Ayuntamiento bien pasado el mediodía.
La gente que paseaba o platicaba
haciendo corros miró con expectación la
llegada de los dos coches. Plinio intuyó
que la noticia del robo del cadáver
había corrido por el pueblo. En efecto,
cuando se apeó, don Lotario, que había
llegado primero, le dijo:
—Manuel, todo el mundo lo sabe.
El agente Rovira apareció
descompuesto en la puerta del
Ayuntamiento y miró a Plinio con aire
de reto.
—Ya está aquí otra vez el pobre
difunto —le dijo Plinio sonriendo.
Rovira no respondió, pero se
apreció muy bien que el aliento le había
vuelto al cuerpo. El fotógrafo y el
redactor de «El Caso» se acercaron al
Land Rover.
—Por allí vienen el alcalde y el Juez
—le señaló el veterinario.
—¡Qué barbaridad! ¡Qué
recibimiento! —le respondió en voz
baja.
En efecto, el alcalde y el Juez, que
sin duda acababan de salir de misa,
cruzaban la plaza a buen paso en
dirección a ellos. Rovira se cercioró de
que el muerto venía en el coche.
Plinio, como vio que la gente lo
cercaba, dijo a la pareja que había en la
puerta.
—Traigo aquí dos detenidos.
Haceos cargo de ellos.
Los guardias se aproximaron al
coche.
—Ponedlos separados… En
calabozos distintos. No jorobéis.
—Ande, Manuel —dijo el alcalde
—, vamos dentro que nos explique.
—¿No decía usted que no había
visto todavía al muerto? —le preguntó
Plinio a su vez—. Pues échele un
vistazo, ahora que lo tiene en la puerta
de su casa.
—¿Pero está ahí?
—Aquí está el pobrecico.
Se subió al coche y con gran
esfuerzo sacó el cuerpo de debajo el
asiento, ayudado por Cerezo. Levantó
luego la manta y mostró el rostro al
alcalde. Éste, después de mirar unos
momentos, dijo:
—La verdad es que ya lo conocía
por las fotos.
Se oyó la voz del Faraón que
llegaba sudoroso:
—¿Pero qué ha pasado con mi
muerto, Manuel?
Los que estaban próximos, que eran
muchos, empezaron a reír.
—¿Yo qué hago, Jefe? —le preguntó
Cerezo.
—No sé si el señor Juez querrá algo
de ti. Espérate un rato. De momento
podías acabar la faena y llevar el muerto
al Depósito.
—¿Yo solo, Jefe?
—No, hombre, con dos guardias.
Maleza, que acompañen dos hombres a
Cerezo al Cementerio. Dejáis el cuerpo
en el Depósito, cerráis la puerta con dos
vueltas, y dais la llave a Matías. Al
regreso, Cerezo, me esperas aquí abajo.
Cuando entraba Plinio tras el Juez y
el alcalde entre la mayor expectación,
don Lotario, que estaba medio oculto, se
aproximó a él y le confidenció:
—Oye, Manuel, que está ahí
Juaneque. Y quiere hablar contigo.
Plinio quedó pensando un momento.
—¿Por qué no me esperan ustedes en
la bodega de Braulio? Yo voy al contao
que despache.
—Vale.
El Faraón decía a un grupo de
amigos que le rodeaban viendo a don
Lotario hablar con el Jefe:
—El veterinario, desde que no hay
muías, porque casi todos nos hemos
tractorizado, vive a sus anchas. Fuera de
las cuatro chapuzas, puede dedicarle el
día entero a su Plinio. Mira que es
hombre de carrera e instruido, sin
embargo, para él, después de Dios,
Plinio.
Como viera el Faraón que don
Lotario, Juaneque y otro mozo se iban
calle del Campo adelante, le picó la
curiosidad y dejando a sus escuchantes
con la palabra en el oído, echó tras
ellos.
Plinio no marchó a la bodega de
Braulio en seguida de contar a las
autoridades lo ocurrido en aquella
espesa mañana, como hubiera sido su
deseo. Tuvo que denunciar formalmente
a los ladrones del muerto, suavizar a
Rovira, que se volvía a Alcázar, y
encargarle que asistiesen en la
Comisaría de Valladolid. Tuvo además
que darles algunas noticiejas a los de
«El Caso», pasar revista a sus hombres
uniformados de verano y otras
menudencias del servicio. Cuando tomó
derechura por la calle del Campo eran
ya más de las dos y sentía el estómago
lacio como una bufanda.
Como le habían dejado el postigo de
la portada entreabierto, pasó
derechamente a la cueva. Apenas pisó la
umbrosa escalera de tierra sintió el
fresco vivificador y el aroma del vino
del año que preñaba aquella atmósfera.
—¡Aquí, Jefe, a poniente! —le gritó
el Faraón desde la oscuridad.
Plinio subió por la escalera de mano
hasta el empotre con aire derrotado. Las
viejas maderas crujían bajo sus pies.
Allí, casi en la proa de la cueva, estaban
los cinco hombre sentados entre dos
tinajas, echando rondas de vino con el
mismo vaso como es uso, y comiendo de
las berenjenas que ofrecía Braulio en
una fuente muy historiada.
Braulio, el filósofo, lo recibió en
pie, alargándole con una mano el vaso
de vino y con la otra las berenjenas de
Almagro:
—¡Bien llegada sea la flor de la
detectivesca manchega!
Plinio, antes de saludar, se echó al
coleto el vaso que le ofrecían, paladeó
con gran sonoridad, volvió a llenar y a
beber sin esperar rueda; y después de
desabrocharse la guerrera, dejar la gorra
en el empotre y sentarse en la tinaja
próxima, a media anqueta, la emprendió
con una berenjena gorda como maza de
bombo, rezumante de vinagre, y con su
rebaba de guindilla flequeando.
Para matar el fuego berenjenero y
morisco, se trasladó otro vaso que le
ofreció su cuidador y huésped Braulio el
Mochales, y empezó la lianza de
cigarros a cuenta de la petaca del
mismo.
Cuando Plinio concluyó todas sus
labores de boca y buche, las lumbres de
los cigarros jugaban en la oscuridad de
la cueva y los humos azules, como bien
educados, tomaban el derecho derrotero
de la lumbrera, dijo:
—Bueno, Juaneque, explícame el
resultado de tus averiguaciones:
—Pues verá usted, como ya le dije
que recordaba muy mal la casa y la calle
donde vi el cajón, me busqué aquí a
Julián —dijo señalando al otro— que es
el compañero que conduce la camioneta
del maestro. Le expliqué de qué se
trataba, pero él recordaba muy poco más
que yo, aunque sí tuvo la corazoná
desde un principio de que pudo ser en la
calle de San Luis.
Julián tenía el cuello muy largo y una
nuez colosal que le botaba sobre el
cuello de la camisa, particularmente
cuando hablaba. Llevaba una boinilla
insignificante y sus manos eran tan
enormes y huesudas que más se iban los
ojos a ellas que a cualquiera otra parte
de su cuerpo, con ser todas de pareja o
de mayor fealdad.
—Entonces —siguió Juaneque, que
parecía llevar muy amarrado su discurso
— nos hemos recorrido, como quien
dice palmo a palmo, la calle de San
Luis… Y no hemos querido preguntar
nadica, ¿usted me entiende?, por no
levantar sospechas —y se llevó el dedo
al párpado en señal de perspicacia—,
eso lo dejamos para usted, pero…
estamos los dos casi de acuerdo, ¡digo
yo! —y miró a Julián.
—De acuerdo del to que fue en el
número X o en XX de la calle de San
Luis.
—¿Sabéis quién vive en esas casas?
—Pues sí, señor. En una vive
Federico Gotera, el Mealiebres por mal
nombre. Y en la otra…
—En la otra —se precipitó Julián—,
Jacinto, el Pianolo, también por mal
nombre.
El Faraón, que hasta el momento
estuvo sin saber muy bien de qué iba la
cosa, al oír el nombre de Jacinto el
Pianolo levantó la mano y dijo:
—Un momento, señores, y perdonen
la introdución. ¿Se puede saber lo que
están ustedes averiguando…? Porque
ese Pianolo me ha sonado tan mal que
estoy tocando madera.
Y desacomodándose un poco, puso
la mano sobre la barandilla del empotre.
Plinio, al que se le había aguilizado
el perfil al ver la reacción del Faraón,
le explicó en pocas palabras la
diligencia en que andaban sobre la caja
o cajón que en una casa de la calle de
San Luis descargaron noches atrás.
El Faraón, que había escuchado al
Jefe con la boca abierta y su rosácea
lengua sobre el labio de abajo, poniendo
de pies su rotonda figura, empezó a
decir en tono de lamento:
—¡Ay, mama mía! ¡Ay, mama mía!
¿Y cómo no se me habrá ocurrido a mí
antes pensar en este hijo de caballo
blanco? ¡La leche!… ¿Conque viste
descargar la caja del muerto en la puerta
del Pianolo?
—Pasito, amigo —le dijo Plinio—,
ellos vieron una caja parecida a la del
muerto. Que sea o no, es otro cantar… Y
aunque lo sea, tampoco están ciertos de
haberla visto en la casa del Pianolo.
—¡Ay, mama mía, mama mía!, que
para mí ya no hay dudas. Que del
Pianolo todo mal puede venirme. ¡Ay,
mama mía, que este pendejo me la ha
jugao otra vez!
—Pero, bueno, Antonio, conforme
con las bromas que os gastáis. ¿Pero de
dónde se va a sacar el Pianolo un
muerto embalsamado?
—¿Que de dónde? De debajo de la
tierra. Ése… y yo, por supuesto, cuando
llega el caso de hacer una buena, no nos
paramos en barras.
Plinio quedó con la mano en la
mejilla y mirando al suelo.
Todos callaron. Hasta que por fin
dijo, poniéndose la gorra y
abrochándose la guerrera:
—Bueno, pues eso vamos a
aclararlo don Lotario y yo ahora mismo.
Esperadnos aquí. Braulio, gástate las
perras una vez en tu vida e invítanos a
comer a todos los presentes, que al
contao volvemos con el resultado.
—Eso está hecho —dijo Braulio
gozoso.
—Un momento, el segundo plato lo
pone un servidor —saltó el Faraón—.
Que tengo en mi casa un choto recién
muerto que está diciendo comedme.
—De acuerdo, de acuerdo —asintió
Plinio—. Preparad lo que sea que
volvemos como cohetes.
Y sin añadir palabra ambos amigos
bajaron del empotre.
La casa del Pianolo era nueva y con
pretensiones señoritas. Muy repintada, y
con los hierros de las ventanas y balcón
en purpurina plata.
Plinio llamó. Ladró un perro dentro.
Tornó a llamar y reladró el chucho. Al
cabo de un poco una voz de mujer:
—¡Calla, «Chile»!
Abrió la mujer del Pianolo. Era muy
derecha, aunque paliducha y quebrada
de color. Al cuello llevaba un crucifijo
más que mediano, que colgaba sobre la
pechera de la bata de medio luto. Por
cierto que al ver a Plinio se quedó un
poco rígida.
—¿Está tu marido?
—¿Qué pasa? —preguntó a su vez
con el labio seco.
—¿Está o no está?
—¿Quién es? —se oyó la voz del
Pianolo desde dentro.
—La pulicía —respondió ella sin
dejar de mirar al guardia.
Jacinto el Pianolo, en camiseta y
acuñándose los pantalones, asomó tras
la cortina que cubría una puerta del
fondo del patio.
—¿Qué hay, Manuel y compañía? —
dijo con risa de conejo—. Déjalos
pasar, chica.
El Pianolo, como de cincuenta años,
era de un prognatismo exagerado. Le
quedaba tan sobrero el maxilar de abajo,
que le salían las palabras en vertical,
que no de frente como a las personas
normales de boca lisa. Como además
era recio y musculoso, de poco cuello y
bóveda plana, parecía un prehistórico,
aunque lleno de sorna y malicia.
La mujer dejó paso libre a los
visitantes y se apartó a prudencial
distancia a ver en qué paraba aquello.
—Sentaos aquí en el patio mismo,
que estará más fresco —dijo el Pianolo
sin apartarse de la cortina, que tenía
agarrada con ambas manos desde que
dejó de andarse en el pantalón.
Plinio y don Lotario se acomodaron
en unas sillas de peineta muy antiguas
que allí había como únicos muebles.
—¿A que sé a lo que venís, amigos?
—soltó de pronto—. Me lo tenía
mascao desde que me dijeron que se
había descubierto el ajo, y que andaban
ustés en él… Porque yo, que no creo en
casi na, en Plinio sí que creo —añadió
en una especie de aparte a su mujer y sin
desagarrarse de la cortina.
—Pero tú cállate, sinaco, y espera a
ver qué quieren —le gritó ella, hinchada
de indignación.
—¡Ca! Pa qué vamos a perder el
tiempo. ¿O tú crees que Plinio y don
Lotario iban a venir aquí tan serios si no
supieran que hay gazapo?
El Pianolo se pasó a la boca un pito
que tenía tras la oreja derecha y lo
encendió. Por el dichoso prognatismo, el
cigarro se le quedaba muy tieso y vecino
a la nariz.
—Ustedes vienen a lo del cajón del
difunto. Eso está claro. ¿A que sí? —
preguntó luego de la primera chupada,
abriendo mucho la boca cavernaria.
Plinio y don Lotario permanecieron
sin pestañear.
—Aquí nos conocemos todos —
continuó como explicándose a sí mismo
— y alguien me tuvo que ver trajinar con
el cajón. Y claro, así que ha empezado
usted con las indagatorias, que las cosas
como son y cada cual en su sitio, las
hace usted como nadie, pues ¡cataplum!,
encontró al que me guipó y aquí están…
Si no hay más cáscaras. Ahora, yo ¿qué
iba a hacer? ¿Me lo quieren ustedes
decir? —y quedó con un ademán muy
expresivo para que los otros le
respondiesen.
Y como no le respondían, movido
por una idea súbita al parecer, se metió
en la habitación que cubría la cortina
que estaba a su espalda.
La mujer, la Pianola, como la
llamaban, no quitaba ojo a la visita. Tan
serena, de pie, con los brazos cruzados
sobre el pecho, y la boca apretada.
Don Lotario y Plinio fumaban en
silencio. Se oían los pasos y el trastear
de Jacinto en la habitación contigua.
Durante la espera no medió una sola
palabra entre los que esperaban. Sólo un
¡ay, Jesús!, de la Pianola.
Al fin salió el hombre con una carta
en la mano.
—Aquí está la prueba de quién es el
autor del delito o lo que sea —dijo,
enseñando la carta, mientras con la otra
hacía rúbrica de sentencia.
Quedó luego un momento callado,
como si pensara el orden de su
razonamiento; dio una chupada al último
trozo de cigarro, que casi se lo tragó por
aquel cazo de labio de abajo y
guardándose la carta exhibida en el
bolsillo del pantalón recomenzó de esta
manera:
—Había estado yo aquella tarde
echando una partida con varios, entre
ellos el Faraón. Ya sabe usted, duró la
cosa más de lo debido y en vez de
amodorrarnos, como pasa con las
partidas largas, nos pusimos un poco
bestias. Y uno dijo que se jugaba un
lechón que tenía recién comprado. Y
otro que su suegra. Y el Faraón añadió
riendo: «Ahora que hablas de suegras, si
os ponéis así, yo me juego un nicho que
acabo de comprar para enterrarla
cualquier día de éstos, porque ya me
hace aguas por todos sitios…». En fin
bromas del juego —siguió el Pianolo—.
Y digo bromas porque nunca nos
jugamos en junto más de mil pesetas…
Acaba la partida, me vengo a casa y me
siento a la puerta a tomar la fresca y a
fumarme un pito, cuando al rato se para
ahí un camión forastero con
mercancías… Sólo recuerdo que tenía
matrícula de Madrid. Se para como
cuento, se baja un hombre rechoncho, y
me pregunta: «¿Es usted Jacinto García,
alias el Pianolo? —Sí, señor. —Que le
traemos una mercancía. —¿A mí? —Sí.
—¿Qué mercancía es? —Este cajón. —
¿Quién la envía? —No sé. Aquí pone un
tal Martínez. —¿Y de dónde viene? —
De Madrid. Firme usted aquí. —¿Tengo
yo que pagar algo? —No, señor, que
viene a porte pagado». Y sin más, entre
él y otro que venía al volante,
trabajando lo suyo, bajaron el cajón. Yo
abrí la puerta de la calle de par en par,
les eché una mano y lo metimos aquí en
el patio. Firmé luego en el papel que me
enseñaron. Y se marcharon… Yo, ya
sabe usted lo que pasa en estos casos.
Me quedé mirando el cajón, y pensando
qué sé yo, si había llegado la hora de mi
fortuna y un buen ángel me lo mandaba
lleno de candelabros de oro o yo no sé
qué cosas hermosas… Y no había duda,
venía una etiqueta con mi nombre,
apellidos y dirección muy bien
puestas… Yo venga de mirar y remirar
el cajón, pensando cómo abrirlo, pues
venía muy bien clavado y precintado. En
la casa estaba yo solo y no tenía con
quién comentar el suceso. Revinando
todo esto, de pronto llaman a la puerta,
voy corriendo creyendo que fuera la
mujer o el chico, pero no; era el mismo
chófer del camión que me largó una
carta: «Usted perdone, me dijo, que se
me había olvidado y tenía orden de
dársela con la mercancía». Se va el
hombre corriendo, y yo, ahora sí que de
verdad emocionao, abro la carta, y en
seguida, lo que pasa, a mirar la firma.
Cuando vi de quién era, crea usted que
me dio una encogía de esas de muerte…
Tan grande fue que me tranquilicé mucho
en cuanto leí la carta, porque tratándose
de ése, mayormente después de lo que le
hicimos en Sevilla, me esperaba todavía
algo peor… Y para qué seguir
explicando. Voy a leerles la carta y con
ella está todo dicho.
Y tirando el cigarro, sacó el papel y,
aunque arrimándoselo mucho a los ojos,
empezó a leer, con gran soltura, de esta
manera:
«Querido amigo Pianolo: Me
gustaría mucho que al recibo de ésta te
encontraras feliz con tu mujer y tu hijo.
Ya sabes que a pesar de todas las cosas,
yo te tengo mucho aprecio como tú me lo
tienes a mí. Que una cosa son las bromas
y otra la salud y la familia. Que vida no
hay más que una y familia no hay más
que otra y no es cosa de jugar con ellas.
Yo quedo bien, a Dios gracias, aunque
no te digo dónde, porque quiero
descansar del Faraón y de ti por lo
menos hasta la feria, que me daré un
garbeo por ahí para montar en los
caballitos con vosotros.
»Yo sigo con mis trapicheos y
negociejos. El hijo mayor ya está el
hombre estudiando pa cura, porque otra
cosa no tendrá, pero como tú sabes,
siempre le di buenos ejemplos y mucha
devoción. (Esta última más bien se la
dio su madre, ésa es la verdad.)
»La chica trabaja en una tienda de
modas; y la mujer tan tranquila en su
casa, aunque dice que sin sus vecinas de
ahí y especialmente sus primas las del
Tonelero no se halla a gusto en ninguna
parte.
»Pero a lo que iba. En el cajón
adjunto te envío un presente que creo te
pondrá más contento que unas pascuas,
porque es digno de ti y de tu buena
condición de amigo.
»Aunque ocupe un poco de sitio no
te va a dar guerra ninguna, porque el
pobre, eso sí, es muy callado, y ya dijo
todo lo que tenía que decir en este
mundo. Tampoco temas los malos
olores, porque te lo mando muy bien
adobado.
»Lo que sí te aconsejo es que no lo
dejes en el suelo por si los gatos dan en
querer jugar con él y te lo malogran.
»Ponlo en estante alto, cúbrelo con
una gasa para que no le lleguen las
moscas y ya verás cómo anima y
hermosea tu casa nueva.
»Tampoco temas que nadie tenga que
decir nada malo de él. Era muy buena
persona, muy de derechas y hombre de
orden en todos los sentidos. Eso,
garantizado. Los únicos vicios que tenía
eran hacer píldoras y roncar de noche,
pero yo te lo mando muy corregido de
esas faltas.
»En fin, para que luego digas que no
me acuerdo de ti. Que lo disfrutes con
salud en compañía de los tuyos y ya
sabes dónde tienes un amigo de verdad
para lo que quieras mandarme. Un
abrazo de Rufilanchas».
Cuando el Pianolo acabó de leer la
carta quedó mirando a Plinio con el
papel en la mano y exclamó:
—¿Que qué me dice usted?
—¿Tú abriste el cajón?
—Que va, maestro. ¿Qué necesidad
tenía yo de ver visiones? Desde el
primer momento pensé endosárselo al
Faraón. Me dije: «Se lo dejo en la
puerta de su casa y ya está». Era lo más
fácil. Pero en seguida caí en la cuenta de
que también era lo más cómodo para él.
Lo abriría y al ver lo que había dentro
llamaba a la Justicia y en paz. Y yo
quería darle más copero a la cosa.
—¿Y por qué no hiciste tú eso? —
preguntó Plinio.
—¿El qué?
—Avisar a la Justicia nada más leer
la carta.
—Hombre… porque la tentación era
catral. Usted me entiende. Yo, por darle
una broma al Faraón o al Rufilanchas,
me dejo castrar.
—O que te metan en la cárcel —dijo
Plinio con severidad.
La mujer del Pianolo al oír al
guardia rompió a llorar.
—¡Desde luego! —respondió el
Pianolo arrogante—. Y tú, mujer, vete a
la cocina y calla, que éstas son cosas de
hombres.
La mujer no se estremeció. Se limitó
a llorar en silencio.
—Bueno, sigue. ¿Qué hiciste?
—Pues como decía, me acordé de lo
del nicho vacío que había contado el
Faraón en la partida. Metiéndoselo allí,
la fiesta podía ser mucho más larga…
Como lo está siendo.
—Vaya, hombre, vaya, ¿y qué más?
—Pues nada. Ya es fácil. Le dije a la
familia lo que pasaba y entre el chico y
yo, que también me ha salido un
tremendo, acuchillamos y raspamos bien
la madera del cajón, después de quitarle
las etiquetas y marcas y lo metimos en el
cuarto trasero hasta ver cómo
planeábamos la operación.
—Sigue.
—Primeramente me fui al
Cementerio para localizar bien el nicho
y estudiar por qué parte sería más fácil
meter el matute, porque había que
hacerlo de noche, claro está. Pensé que
habría que romper el candado de alguna
de las puertas de hierro que dan al
Cementerio Viejo. Como junto a ellas
pasa una carretera, todo sería fácil. Pero
así que me di un garbeo por el
camposanto vi que en el tapial nuevo
quedaba un lugar por tapar bastante
potable… Sí, quedaba un poco lejos del
nicho, pero era muy buena parte para
entrar y salir sin líos. Y por allí lo
hicimos aquella misma noche. Metimos
el cajón en el remolque, un botijo de
agua, yeso, un palustre… ¡Ah!, y una
carretilla para llevar el cajón hasta el
nicho sin hacer mucha fuerza. Yo
preparo muy bien mis cosas ¿sabe, Jefe?
—dijo, satisfecho—… No hacía falta
llevarse adobes para tapar, porque
cuando fui a localizar el nicho vi a mano
un buen montón. Todo salió fenómeno.
Salimos el chico y yo a las dos de la
madrugada con la carga y los materiales,
y a las cuatro estábamos de vuelta con el
trabajo hecho.
—¿Qué día fue?
—Pues el veinticuatro, creo.
—¿Y tu hijo cuántos años tiene?
—¿Por qué?
La mujer, al escuchar esta pregunta,
toda oídos, dejó de llorar.
—¿Digo que cuántos años tiene?
—Veintitrés.
—¿Y dónde está?
—En las viñas. Vendrá a la
anochecida.
—Está bien. ¡Hala!, vente con
nosotros —dijo Plinio con severidad y
poniéndose en pie.
Y luego, dirigiéndose a la mujer:
—Y el chico, en seguida que llegue,
que se presente en el Ayuntamiento.
—¿Mi chico? —preguntó la pobre
con cara feroz.
—Sí.
La mujer empezó a gritar,
dirigiéndose a su marido:
—¡Me vas a matar! ¡Me vas a matar!
¡Dios mío qué desgracia…! No será
porque no te lo dije, ¡desgraciao!
—Cállate, anda.
—¿Eh, mujer? —insistió Plinio—,
en seguida que llegue que se presente a
mí. Si no, vendré a por los dos. A por ti
también. Que eres otra cómplice… Y
quiero ver la forma de salvarte… Y tú,
bromista, venga, echa palante.
—¿Podré coger la chaqueta, digo
yo? —preguntó el Pianolo entre
enfadado y socarrón.
—Cógela, rápido.
Entró, mientras la mujer, con la cara
pegada a la pared, lloraba amargamente.
—Ya estoy —dijo el Pianolo
metiéndose las mangas.
Cuando ella vio que de verdad se
llevaban a su marido, se abalanzó a él y
comenzó a darle abrazos y besos.
—¡Hijo mío, ay, hijo mío, y qué
desgracia más grande!
—Venga, mujer, no te pongas así. Si
esto va a ser cosa de na.
Cuando después de dejar al Pianolo
en la cárcel y de informar al Juez
llegaron a la bodega de Braulio,
encontraron abierto el postigo de la
portada, según habían quedado.
Junto a la escalera de la cueva
hallaron a Braulio congestionado por la
risa.
—¿Pero qué te pasa, hombre?
—Esto es la monda. Vengan
corriendo y verán qué espectáculo. No
se ve todos los días.
Y sin decir más y riéndose solo,
echó delante a buen paso.
Apenas iniciaron la bajada oyeron
unas risotadas sofocadas.
Los que se reían, al ver quienes
bajaban, reforzaron el escándalo.
—¿Pero qué pasa? —preguntó
Plinio.
—Vengan, vengan —gritaron desde
el empotre.
Plinio, cuando subía la escalera de
mano, vio que los anchísimos pantalones
del Faraón, con otras prendas de su
vestir, colgaban de las barandas. Subió
con toda rapidez, y se asomó a la tinaja
que todos le señalaron. Dentro de ella,
nadandillo nadandillo, estaba el Faraón.
—¡Ay, qué baño más rico, Jefe!
Se había agarrado ahora al borde de
la tinaja con sus manos regordetas y le
asomaban los hombros almohadillados y
el pecho casi femenino. El poco pelo,
brillante, le caía hasta los ojos.
—Pero, ¿estás loco?
—¡Qué va, soy el hermano Ánade! Y
ahora voy a bucear un poco a ver si
encuentro un cangrejillo.
Y soltándose las manos se sumergió
haciendo gorgoritas. Al poco volvió a
aparecer manoteando y con la boca muy
apretada para que no le entrase gota. De
nuevo se agarró al borde de la tinaja
completamente llena, y se reía de su
hazaña a la vez que respiraba fuerte.
—¡Ay, mama mía y qué imagen para
la Prensa! Venga, muchachos, ayudadme
a salir, que por el cuerpo también se
mama uno.
—Pero bueno, que lo sepamos, ¿qué
ha sido esto? —preguntó Plinio.
—Una apuestecilla. Fíjate, ¡a mí con
apuestas!
—Le digo —añadió Braulio—: «¿A
que no eres capaz de bañarte en la
tenaja…?». Estaba quejándose de que
hacía mucho calor.
—Y yo dije: «Con veinte duros me
bastan».
—Yo, sin pensar que lo iba a hacer.
—Antes de que me diera los veinte
duros ya estaba yo en bragas. Es que no
sabéis con quién os gastáis los cuartos.
Con esos veinte duros ya hay para cafés
y copas. Para que veas que yo no soy
interesado. Venga, sacadme, muchachos.
Pero me tenéis que coger dos de cada
brazo, para que os toquen a treinta kilos
por barba, si no, ni hablar; no salgo.
No entre cuatro, sino entre los cinco
que estaban, cada cual agarrándole por
donde podía, se las vieron negras para
sacarlo al aire.
Cuando estuvo fuera, jadeando, se
sentó sobre la panza de la tinaja. Su
cuerpo moreno, lleno de sebosidades,
pliegues y pelos, brillaba como
cachalote recién pescado. Con la mayor
impudicia permanecía en su asiento,
despatarrado, con las manos apoyadas
en los muslos, sin dejar de resoplar.
—¡Ay, mama mía! —decía
mirándose al bajo vientre— y que jartá
te has dao de morapio. En tu vida te has
visto en otra.
Todos le reían sus cosas ya de
manera mecánica y cansada.
—Mira que a pesar de no haber
tragao gota, me siento como con media
estocá… ¡Ay, qué leche!, y qué buen
rato hemos pasao… Braulio ¿estará ya
la comida?; que el baño despierta mucho
el apetito.
—Desde la puerta de la cueva se
oyó una voz de mujer:
—Hermano Braulio, vengan cuando
quieran que la comida está ya apañá.
—Así viven los señoritos, desde el
baño a la mesa. ¡Hala!, veis para allá
mientras me visto, que me da vergüenza.
—Venga, vamos —dijo Braulio.
Y bajaron todos menos Plinio, que
se quedó rezagado.
El Faraón comprendió y poniéndose
la camiseta sobre sus vergüenzas,
enserió el gesto.
—¿Qué ha pasado con el Pianolo?
—Sécate las manos —le respondió
mostrándole la carta.
El Faraón, con la misma camiseta se
enjugó la cara y las manos. Tomó la
carta y lo primero que miró fue la firma.
—¡Ay, mama mía! ¿Éste también en
el ajo? —exclamó mirando a Plinio.
—Sí, señor. Los tres, como siempre.
Y empezó a leer.
Plinio se reía para sus adentros,
pensando que en su vida había visto a un
hombre tan gordo desnudo y menos
leyendo una carta, sentado en la panza
de una tinaja. Era un Baco jocundo
coronado con lágrimas de vino.
—Si tenía que pagárnosla-comentó
mientras leía.
Cuando acabó la lectura, Plinio le
resumió las operaciones de Pianolo y su
hijo para endosarle el muerto.
—¡Qué pillos son! Se lo podían
haber enviado a su… abuela, digo yo.
¿Y quién es el cadáver?
—Eso es lo que falta por desollar.
—¡Qué maricón! ¿Y cómo no caería
yo en la cuenta?… Pero claro, ¿quién
iba a pensar…? Ahora, fíjese, Manuel,
más fijo que la vista, esto no queda así.
Por éstas. El Pianolo me las paga, pero
a base de bien.
Cuando Plinio sé levantó de la
siesta aquel ajetreado día de junio,
encontró en el patio de su casa al agente
Rovira departiendo amistosamente con
su mujer y su hija. El hombre salía en
mangas de camisa y con el pelo fosco se
quedó cuadrado en la puerta:
—Pero, hombre, ¿usted por aquí otra
vez?
—No he querido que le llamaran,
que vaya día que lleva usted.
—Lo siento por un lado y se lo
agradezco por otro, porque ya tengo
muchos años y la jornada ha sido de
aúpa. ¿Hay algo de particular?
—Vístase usted tranquilo que todo
va muy bien. Aquí le espero hablando
con sus mujeres.
Plinio volvió a su alcoba, mientras
Rovira seguía departiendo con ellas y
tomándose un vaso de vino muy
fresquito que la hija de Manuel le sacó
de la cueva.
—Chicas —gritó Manuel desde
dentro—, podíais haberle hecho al señor
Rovira alguna taza de café o algo.
—Dice que prefiere vino.
—Me gusta mucho el vino así,
refrescado en cueva, poco a poco, sin
hielos ni frigoríficos.
—Manuel tampoco quiere fríos
artificiales, como dice él.
Salió Plinio al fin muy repeinado y
bien vestido.
—Hemos tenido que limpiarle el
uniforme. Estrenado de hoy y hay que
ver cómo lo ha traído.
—Me han echado de todo, agua de
pozo y vino de baño. Y yo me entiendo.
Se sentó en el corro, ofreció tabaco
a Rovira y dijo a las mujeres que los
dejaran solos.
—He venido, Jefe, para explicarle
cómo están las cosas en Valladolid. Ya
sé lo que pasó aquí luego de mi marcha
y que por encargo suyo me han
explicado Maleza y el señor Juez. Hay
que reconocer que los de Valladolid se
han portado bien… Parece que don
Fernando López no vive allí desde hace
bastantes meses. En la pensión donde
estaba, dicen que se jubiló y tuvo dudas
entre venirse a Tomelloso o marchar a
Madrid. Se decidió por la capital,
porque había teatros y otras cosas de
diversión. Puestos los de Valladolid en
comunicación con los de Madrid,
sabemos que vivió un par de meses en
una casa particular, pero que al cabo de
este tiempo marchó sin dejar señas. Se
tiene la seguridad, sin embargo, de que
hasta hace poco seguía en Madrid,
porque ha llamado a su casa antigua
varias veces a ver si había cartas o
alguna comunicación para él. Los de
Madrid iban a continuar las pesquisas
hasta localizar el nuevo paradero de
nuestro amigo.
Después de comentar ampliamente la
notificación, se pusieron de acuerdo
para pedir a Barcelona que detuvieran a
Rufilanchas, donde vivía con su familia
y cuya dirección había conseguido
Plinio de sus parientes de Tomelloso. Y
caso de no estar, por su condición de
transportista, que viesen la forma de
sacarle a su esposa el itinerario habitual
y fechas aproximadas.
—Yo creo —dijo Plinio— que una
vez detenido el Pianolo, de verdad que
hemos acabado nuestra operación. Que
funcionen ahora los de Barcelona para
echarle mano a Rufilanchas es lo que
hace falta, que él, supongo yo, nos
cantará quién es el muerto.
—Dichoso muerto —exclamó la
mujer de Plinio que salió en aquel
momento— y cuánto va a danzar el
probrecico.
Una hora después Plinio se reunió
con don Lotario en el porche del
Cementerio. El hombre, ésta es la
verdad, llegó bastante desinflado.
Pensaba en sus mismas palabras, las que
dijo al agente Rovira: «Una vez
detenido el Pianolo, de verdad que
hemos acabado nuestra operación».
¿Cuándo aparecería otra «operación»?
Plinio se imaginaba meses y tal vez
años por delante —y a él no le quedaban
muchos— de aburrimiento y trabajo
rutinario, sin entidad. Caminaba Paseo
adelante y se rió solo recordando una
idea de don Lotario en la última época
de «sequía de casos». «Mira, Manuel,
con esta sequía de casos que
padecemos, va a ser menester
inventarnos crímenes y robos para
distraernos un poco».
Otra cosa que pesaba en el ánimo
del Jefe era el no poder rematar él
personalmente el caso Witiza. El tener
que hacer las cosas con tantas ayudas le
fastidiaba.
Con estas melancolías llegó y con
estas melancolías se sentó en uno de los
bancos de la capilla que había sacado
Matías para mayor acomodo de los
curiosos que tertuliaban por allí.
El Faraón evaporaba su baño de
mosto y su sueño de gordo dormitando
dentro del «seiscientos» de don Lotario.
Y éste se paseaba nervioso por los
alrededores del Cementerio esperando a
Plinio.
Cuando vio aspearse al Jefe, Paseo
arriba con las manos en la espalda y la
cabeza cincunfleja sobre el pecho, le
entró desazón y salió a su encuentro.
—Pero, hombre, Manuel, ¿cómo
vienes andando con esta calina?
Haberme llamado por teléfono y te
habría recogido.
Plinio, sin decir oxte ni moxte, se
sentó, como quedó dicho. Y antes de
responder, luego de destaparse la
sesera, se enjugó con el pañuelo,
desabrochó el cuello de la guerrera,
escupió, se pasó los dedos por las
comisuras de los labios, y sacó el
paquete de «Caldo». Cuando empezaron
a lumbrear los cigarros, el Jefe se dignó
hablar.
—¿Pues qué va a pasar, don Lotario
de mi alma? Que en este puñetero caso
estamos bailando al son que nos tocan
sin poner una libra de nuestra parte.
—Explícate.
—Hombre, que como diría la Rocío,
estamos al olor de la pescadilla que nos
han traído, sin saber buscarla en la
despensa como está mandado a «la
detectivesca de pro». Que nos lo han
dao to en bandeja sin haber hecho estos
días otra cosa que rondar al muerto.
Porque, a ver si usted me entiende, así
que los secretas de Barcelona nos
localicen a Rufilanchas… que es
cuestión de horas, sin que hayamos
hecho otra cosa que mendruguear… se
acabó la historia. Nos mandan el muerto.
Nos lo descubren. Y nos van a decir
quién es para mayor comodidad.
—Pero bueno, cuéntame lo que ha
pasado ahora.
Plinio le comunicó las noticias que
trajo Rovira y cómo estando así las
cosas, sus diligencias —las de don
Lotario y él— quedaban totalmente
concluidas, porque escuchar el cante de
Rufilanchas carecía de emoción y era ya
más obra de Juez que de guardias.
Cuando Plinio acabó su explicación
con moral tan caída, el veterinario le
echó una media sonrisa y movió la
cabeza como diciendo: «Y qué niño es
este Plinio».
—Pero, hombre, Manuel, no me seas
de tu pueblo, que tienes más amor
propio que doña Lucía Romero, la que
decía que no era suyo su hijo Toribio
porque nació bizco. ¡Puñeto! Que Dios
le da agua al que tiene viñas, que quien
no las tiene ni se entera que llueve. Y da
suerte al que sabe aprovecharla, porque
el tonto o ciego de caletre no tiene
suerte nunca, aunque le caigan los duros
en los zapatos. ¿Quién ha puesto,
hombre de Dios, en camino derecho a
los secretas de fuera sino nosotros con
nuestras indicaciones? ¿Quién lleva aquí
la batuta y qué se hace sino lo que
nosotros decimos? Si hubiésemos sido
unos cimas, en vez de decirles que nos
buscaran a Rufilanchas y al señor de la
Cámara, que nos han traído al camino
más corto y propincuo la solución,
habríamos dicho, qué sé yo, que nos
buscaran a Lorencete el de la Glorieta.
¿No me entiendes, Manuel? Dada la
forastería del caso no teníamos otro
remedio que decir a los sabuesos de la
B. I. C. lo que tenían que hacer aquí y
allá para certificar nuestras sospechas y
vislumbres. Sí, Manuel, el que juega,
unas veces recibe y otras echa las
cartas. Y nosotros esta vez hemos tenido
que echarlas, echar las cábalas, para que
nos responda el contrario… El juego
todavía sigue y lo fijo es que las diez de
monte sean nuestras… Y aunque no lo
fueran, al menos hemos sido nosotros, y
a nuestro placer, los que hemos llevado
la partida.
—Puestas las cosas así, no le falta a
usted un poco de razón. Pero que a mí no
me gustan ayudas, que a mí lo que me
gusta es guisar en mi cocina, con mis
especias y cacerolas, sin que me echen
cables todo quisque y esperar a que
suene el teléfono.
—¡Ay, Manuel, Manuel, que cada
trabajo tiene su aquél! Y éste lo hemos
llevado como Dios en lo que daba de sí.
Sabiendo en todo momento separar el
grano de la paja de lo que aquí se ha
dicho… Y eso sin contar el acierto de
haber puesto el muerto en escaparate.
Ésa ha sido la clave de todo el éxito.
—Pues ese acierto… fue del Juez…
Y lo que también me chincha un rato es
que en vez de tratarse de un crimen
serio, con empaque, sea una broma entre
estos gamberros de la m… Claro que si
yo fuera Juez les iba a caer buena.
—Querrás decir si tú fueras Código.
—¡Imbéciles!
—Y luego, Manuel, una cosa, que
los crímenes y casos no son como uno
los quisiera, sino como vienen… Yo
muchas noches sueño si nos hubieran
encargado a ti y a mí de investigar el
asesinato de Kennedy… Pero como aquí
en Tomelloso no matan Presidentes de la
República, pues hay que chincharse y
conformarse con gamberros y
robaespigas.
—Yo me apañaba con que mataran a
un alcalde disparándole, pongo por
caso, desde la Posada de los Portales.
¡Qué días, qué días nos íbamos a pegar,
don Lotario!
Y ambos empezaron a reírse como
niños.
Y en la risa estaban cuando salieron
del Depósito Celedonio Canales el Rico
y Florentino García el Desgraciao.
Celedonio Canales al ver a Plinio
dijo al Desgraciao:
—¡Coño!, mira quién está aquí: ¡el
sherif !
Celedonio Canales casi siempre reía
entreenseñando las encías; y como
besugo, con los ojos a medio párpado.
Rechoncho él, solía hablar levantando
mucho el bracete derecho como
amenazando sentencia. Por el contrario,
Florentino García el Desgraciao, alto y
reseco, tenía el rostro inmóvil, sin otro
dato retenible que la mirada, pues
siempre ponía los ojos como si mirase
por encima de unas gafas que no
llevaba. Y le llamaban el Desgraciao
porque era hombre al que nada daba
gusto, y sólo sabía noticias de muertos,
pedriscos, sequías y filoxeras. En los
entierros lo pasaba tan ricamente y en
los bautizos y bodas —la verdad es que
casi nadie lo invitaba— se pasaba la
ceremonia y el banquete vaticinando
desgracias y tiberios: «Pobre hijo, ¿pa
que habrá venío a este mundo, que es
una alberca de podre?» —decía al
recién nacido. Y a los contrayentes:
«Hala, sinaco, ahora a darle de comer
toa tu vida a la Martina, y a todo lo que
te traiga el uso del matrimonio como
manda la ética».
Celedonio y Florentino se acercaron
a los de la Justicia con gana de plática.
Se veía que habían venido a echar la
tarde a la vera del tieso.
—Nos sentaremos un ratico, que
llevamos más de una hora mirando a ese
pobre hombre y se nos han quedao las
piernas firmes… Cucha, cucha cómo no
puedo doblarlas —y payaseaba el
Celedonio andando sin doblar las
rodillas.
—Sí, hombre, sentaos. ¿Y cómo va
esa salud, Celedonio? —le espetó
Plinio para evitar preguntas. Porque
sabía que a Celedonio, echándole tema,
el que fuere, a él se agarraba hasta el
hastío.
—Hombre, Manuel, de salud muy
bien, muy requetebién, pero de pita,
nada. Definitivamente, nada.
—¿Pero así estás, Celedonio? —le
dijo Plinio sin poder contener la risa.
—Como te lo digo. Muerta total.
¡Qué desgracia, Manuel! ¡Eso sí que es
una desgracia! ¡Mecagüendiez! Porque
hasta el año pasado, sabes, me iba
defendiendo. Pero desde el año pasado
pacá, mismamente como una corbata.
—¿Pero súbito?
—Hombre, súbito, súbito, no. Pero
de muerte natural. A ver si me entiendes
—decía el Rico con una mano en el aire
y los ojos la mitad sopárpado y la otra
mitad soluz—… Hasta los cuarenta
años. ¿Pa qué voy a contarte? Bastaba la
presencia de un brasero o mismamente
que me diese el sol en semejante parte,
sin presencia de gachises ni cosa con
faldas, para que aquella fierabrasa
compareciese con la energía de un
quinto alemán. ¡Qué hermosura de
tiempos…!
En este punto de la biografía de sus
vergüenzas estaba Celedonio, cuando
vieron que el Faraón salía del «Seat» a
tirones y congestionado. Al columbrar la
tertulia, se allegó a ellos, frotándose los
ojos y bostezando a toda apertura.
—¿Qué os contáis, muchachos?
—¿Qué, has echao un sueñecillo? —
le preguntó Plinio.
—Un poquito… Por más que me da
el aire no se me va el olor a venencia —
añadió oliéndose.
Plinio y don Lotario se rieron.
—Me siento, con la venia de ustedes
—dijo el Faraón bostezando otra vez.
—Pues como os iba diciendo —
continuó Celedonio que en cuanto
empezaba discurso era catral y
particularmente si era relativo a la parte
de la ingle, que era su tema preferido—
desde los Reyes pacá que ya no soy
hombre a ninguna hora.
—Anda, puñeto —dijo el Faraón
mesándose el cogote—; algo menos
será.
—Nada de menos. Y sigo. Decía que
hasta los cuarenta todo fenómeno. Casi
en demasía, las cosas como son. Porque
a veces tenía uno que buscar sombras y
posturas para presencia decorosa. Entre
los cuarenta y los cincuenta… lo que se
dice un buen pasar. Nada de
comparecencias injustificadas. Las
cosas a su tiempo. Así que había
guateque, había respuesta puntual. «En
el momento deseado —como dicen las
cajas de Laxembusto— el efecto
apetecido». Que es como debe ser.
¿Para qué tanta pólvora en salvas? Entre
los cincuenta y los sesenta, francamente,
no me pude quejar. La pobre mía, bien
es verdad que de vez en vez se tomaba
unas vacaciones largas, pero cuando la
llamaban bien llamada, acudía donde
fuera con muchísima dignidad. Nunca
me dejó mal. Y siempre le estaré muy
agradecido.
—Y ya se jodió… —dijo el Faraón
riéndose.
—En estos últimos años, la
pobrecica hizo lo que pudo. Era poco
¿tú me entiendes?, pero en los ratos que
podía me daba mucho consuelo… El
priapismo matinal que dicen los
médicos o «la fuerza del orín» como lo
llamaba el pobre Manolo Noblejas, le
bastaban a uno para sentir su
compañía… Porque aprovechando esa
gloria mañanera, si uno era raudo,
todavía se podía hacer algo.
—Tenías que ser muy raudo.
—Coño, Faraón, ya procuraba yo
despertar al lado de quien debía. ¿Tú me
entiendes…? Pero ahora ya, la pobre, ni
por la mañana ni por la noche, ni los
días de fiesta ni de diario… Siempre
está como una liebre dormida. Sin
conocimiento ni casi respiración.
—Pues chico, así estás más
tranquilo —le dijo el Faraón.
—No, señor, Antonio Faraón —dijo
Celedonio en tono muy enérgico y
moviendo el índice a la altura de las
narices redondetas del corredor de
vinos—. No, señor, porque yo no he
tenido hijos, ni perros, ni gatos, ni
codornices, ni tórtolas. Ni me ha gustao
el fútbol ni casi los toros, y dentro de mi
modestia, mi único consuelo, mi única
ilusión, sabes, voceras, ha sido mi
pita… Con ella iba yo donde fuera tan
ufano. Aunque no la usara, tú me
entiendes. Pero allí estaba, segura,
dispuesta a tronar en cuanto pintara
pájaro. Era mi mejor amiga, tan leal, tan
compañera, tan cariñosa, siempre
conmigo, segura de que no le iba a faltar
alpiste ni bebedero, porque yo me cuidé
de eso muy requetebién durante toda mi
vida… Tú sabes la tranquilidad que da a
un hombre el saber que lo es. Que va
por el mundo tan entero, pudiendo hacer
cara a cualquier sujeto que le salga al
camino… Eso no tiene precio. No hay
amigo, novia, mastín, viña ni casa que lo
compense… Y no ahora. Desde hace
seis meses, qué complejo el mío, qué
caída de ánimo. Porque veo por ahí a las
mujeres, tan buenismas como están… y
cuando las estoy mirando, encanao, con
la cabeza llena de luces, de pronto me
pongo a pensar y me digo: «Pero
Celedonio de mi alma, ¿adónde vas? Si
tú ya no tienes madre. Y si ésa se vuelve
y te da cara, qué vas a hacer tú, pobre
mío, sino bajar los ojos y decirle:
perdóname, paloma, que ya se acabó lo
que se daba y de hombre sólo me queda
el semeje. Perdóname y sigue tu camino,
que yo no valgo más que un retrato para
lo que tú piensas…».
Cuando acabó el hombre su sentida
oración por aquello que decía faltarle,
que por cierto la acabó con la mano
derecha sobre el pecho y la izquierda al
aire como si cantara una romanza, todos
los presentes empezaron a reírse.
—¡Ay, que puñeta de Celedonio
éste!
—… Si es que todavía me gustan,
maldito sea el cuero… —Y en broma o
en serio sacó el pañuelo, y secó una
lágrima que le bailaba en el medio ojo
visible, que le caía a la derecha parte de
la nariz.
—Es que no somos nadie, nadie en
este valle de lágrimas. Esto es un
engaño —colofoneó el Desgraciao.
—Ya está aquí Jeremías —rezongó
el Faraón.
Celedonio había quedado mirando
con sus ojos acuosos el suelo, después
del planto, sin dejar de mover la cabeza
en señal de incógnita lamentación, hasta
que al fin reanudó el discurso:
—… Cuánta pena me da venir al
Cementerio. Pena y gusto. Pena porque
uno tiene aquí ya más amigos y parientes
que en la plaza. Y gusto por saber lo
bien acompañado que me voy a hallar
aquí el día que el campanero me repique
por triste.
—Te advierto —le cortó el Faraón
— que los que viven aquí están peor que
tú de eso que le llaman el caño de la
orina.
—¡Huy qué lástima! Ya lo sé. Eso es
lo primero que se come el fisco
gusanero… Te advierto que a veces
pienso si en el cielo habrá un cercao
especial para las prendas masculinas.
Todos rompieron a reír.
—Que siendo piezas tan maestras
como lo fueron en la vida, no las va a
dejar Dios hechas átomos, sin el menor
consuelo.
—Siempre está pensando en lo
mismo —dijo Plinio, que era muy
púdico.
—Pues si te parece voy a pensar en
el concurso de castillos de arena. Cada
uno a lo suyo, a lo que le da presencia y
orgullo en la vida. Para mí no ha habido
otra cosa. Comer, siempre comí porque
no había más remedio. Beber, por matar
el gusanillo. Dormir, lo preciso. La
fornicativa en lo propio y en lo ajeno fue
mi única empresa. Para mí, pero desde
muchacho ¿eh?, el sexto mandamiento,
letra muerta. No robar, no matar, creer
en Dios, amar al prójimo en lo
posible… Y digo en lo posible porque
hay muchos… y a todos los demás
mandamientos, corriente. Pero el sexto,
a hacer puñetas. Cada vez que me
confieso se lo digo al cura, no creáis. Y
el pobre se ríe. ¿Qué va a hacer? Como
yo le digo, luego de arreglar a una
prójima, de cargo de conciencia, nada,
pero nada. Más contento que unas
pascuas. Y deseando repetir la fiesta…
Coño, que se me pasa saludar a un
amigo como Dios manda, falto a un
entierro o no doy limosna al pobre que
me pide, y lo paso fatal… Pero ya digo,
cuando hago la picardía con alguna…
mejor dicho, cuando la hacía, se me
salía la satisfacción por la corcheta.
—¡Qué hombre éste más verde! —
repitió Plinio—. Bueno, y del muerto,
que supongo que es para lo que has
venido aquí, ¿no me dices nada?
—¡Pobre hombre! ¿Qué quieres que
te diga? Que a ver si le dais sepultura
última para que descanse de tanto
miramiento y alteración.
—¿Pero no te recuerda a alguien?
—Así como recordar… Me
recuerda a la muerte. No más que eso.
¿Te parece poco? Que yo no sé cómo
andáis con tanta búsqueda y trabajos.
Cuando un ser está ya muerto, todo lo
demás son músicas y trabajos. ¡Muera la
muerte, coño! Muera la muerte, puta,
fría, ráfita y destructora de todo buen
vivir.
—Pero, hombre, no te pongas así. ¿Y
si lo ha matado alguien? —adujo el
Faraón.
—¡Qué va! A un hombre de esa edad
no lo mata más que el corazón o la cal
de las venas… Te advierto que yo he
venido porque me dijeron que podía ser
de Tomelloso, y como me conozco a los
treinta mil habitantes del pueblo uno por
uno, me dije: «Pues a ver si les puedo
echar una mano». Pero éste no es de
aquí. Éste es un pobre muerto que han
engañao.
—Sí, sí… —rezongó el Faraón— a
él no sé quién lo habrá engañao, pero a
mí…
—¡Cállate! —ordenó Plinio.
—Coño, callo.
—Hombre, que uno es de confianza,
decid lo que pasa —se quejó Celedonio.
—Ya está todo dicho y si no lo
conoces, se acabó el hilo.
—Bueno, Jefe, qué barbaridad, no se
ponga así, pues anda —se excusó
enseñando las encías.
Se hizo un silencio embarazoso, que
Celedonio lo rompió continuando el
monólogo sordo contra la muerte que
había empezado:
—¿Por qué nos tenemos que morir?
¿Qué hemos hecho? ¿Quién nos pidió
permiso para este viaje al túnel sin
final? Muerte maldita que arruga las
carnes, se lleva la pelambre, despide los
dientes, apaga los ojos, agarrota los
remos, mancha la piel de escamas y
pecas, quita el color a las cosas, deja la
tetas colgonas, los culos sin curva, las
piernas resecas, los caletres sin
memoria, el paso vacilante…, y el
ángulo final del vientre como un
pámpano seco.
—Ya salió otra vez. ¿No te digo? —
comentó el Faraón.
—¡Sólo para morir nacemos! —
suspiró el Desgraciao.
—¡Pues no se nace! A quedarse en
leche pa toda la vida. Eso sería lo justo
—dijo casi llorando de indignación.
Y la verdad es que todos quisieron
reír ante la última ocurrencia de
Celedonio, pero no sé qué calor le echó
a su imprecación, que la risa se quedó
en el forro de los labios sin florecer.
Un rayo de sol rojizo le daba en la
frente. Los pájaros altos echaban piares
seguidos, como hilos. Y las puntas de
los cipreses que asomaban sobre los
bardales del Cementerio, en su tenso
apuntar hacia el azul, parecían en
extraño acuerdo con el verbo
desesperado de Celedonio el Rico.
—Yo no quiero morirme, coño, no
quiero morirme. Que aun así como estoy
me conformo. Y quiero seguir
fumándome pitos por la mañana
temprano, viendo a las mujeres venir del
mercado y a los muchachos ir a la
escuela. Viendo al cura pasar a su misa
y a las viejas seguirle con el reclinatorio
a rastras. Quiero leer el ABC en el San
Fernando, tomarme una caña con mis
hermanos y amigos a eso de la una;
comer luego a la paz de mi balcón con
mi pobre mujer enfrente; dormir la siesta
en el sillón de orejas y volver a la
terraza del Casino a la caída de la tarde,
para hablar como siempre de arrobas de
vino, de avenas maduras, de trojes, de
azufre, de olor a vinazas; de las mozas
que fueron y uno se pasó por la colcha;
de los viejos amigos que nos hicieron
reír y llorar y ya tomaron billete en el
taxi negro… De las comilonas de
antaño, de las tardes en las viñas
palpando pámpanos y sopesando
racimos; de los otoños vendimiadores…
Y luego el invierno, cuando los vinos ya
están posados y les salen novios…
En este trance estaba el emocionado
y desesperado discurso de Celedonio el
Rico, cuando salió Matías y dijo a
Plinio que desde Alcázar lo llamaban
por teléfono. Al oír el recado se le
avivaron los ojillos y entró rápido. Don
Lotario fue tras él… Mientras el Jefe
escuchaba más que hablaba por teléfono,
don Lotario se roía las uñas.
—Muy bien —concluyó Plinio—,
esta noticia es buena. Mil gracias.
Colgó y volvió junto a don Lotario
frotándose las manos.
—Ya saben la pensión de Madrid
donde suele parar Rufilanchas.
—¿Cómo se llama?
—Larache. Pensión Larache.
Me suena a mí mucho esa pensión.
—Han dado orden a Madrid para
que hagan una información de quién vive
en ella.
—Del pueblo hay, o al menos ha
habido, gente allí. Estudiantes y eso. Mil
veces lo he oído.
—Dicen también que la familia de
Rufilanchas ha dado su palabra a la
policía de que en seguida que tengan
noticias de él le dirán que se presente
aquí.
—Bueno… Eso ya es otro cantar.
—Éstos son bromistas. Bromistas
con muy mala sombra, pero no
delincuentes. Saben hasta dónde pueden
llegar.
—Veremos a ver.
Salieron al porche. Allí seguían con
su plática los que con su plática dejaron.
Se veía que Celedonio quería agotar la
jornada.
Guardia y albéitar quedaron un poco
separados, encendiendo un cigarro. Las
sombras emborronaban ya los paseos y
en el pueblo habían encendido las luces.
Plinio se acercó hacia el corro.
—Oye, Celedonio.
—¿Qué se ofrece, Jefe?
—¿Tú sabes dónde está en Madrid
la Pensión «Larache»?
—¡Hombre! ¿Cómo no voy a
saberlo? Si allí van muchos estudiantes
de Tomelloso. Mis dos sobrinos, los
gemelos, viven allí.
—¿Han venido ya de vacaciones?
—Pues no sé qué diga. Pero si no
han llegado deben estar al caer, porque
las fechas en que estamos…
—Llama a tu hermano, anda, y
pregúntale. Pero por favor, no digas que
es cosa mía.
—¿Es algo malo?
—Qué ha de serlo. Es que quiero
informarme si ha pasado por allí cierta
persona.
—Vale. Voy como una bicicleta —y
se encaminó para donde estaba el
teléfono.
Salió Matías.
—Jefe, si le parece ya podíamos
cerrar el Depósito.
—Pues sí, cierra.
El campo estaba quedo y silencioso.
El pueblo parecía flotar en la lejanía.
Sólo interrumpía aquella placidez el
paso de algún coche por la carretera
próxima. Los que aguardaban fumaban
en silencio.
Salió Celedonio frotándose las
manos.
—Manuel, dice mi cuñada que los
gemelos vienen esta noche en el coche
de Madrid. Dentro de una hora. Le he
preguntado por el de Alejandro Lucas,
que también vive allí. Ése, por lo visto
vino anoche, pero en seguida se fue a la
casa que tienen en el monte.
—¿Es que su familia está en el
monte? —preguntó Plinio.
—No sé… Te cuento lo que me ha
dicho.
—Gracias, Celedonio… Yo creo
que nos podíamos ir yendo al pueblo,
que aquí ya hemos esquilado todas las
ovejas. Y ánimo, Celedonio, que las
cosas y la vida misma hay que tomarlas
como vienen.
—Ea, a ver qué coña. ¿A quién
reclamas? ¡Te digo…!
Matías volvió a salir:
—Otra vez el teléfono. Esta vez es
para usted, Antonio —dijo al Faraón.
—¿Para mí? ¿De parte de quién?
—No me lo ha dicho. Es voz de
hombre.
—Ves tú, eso de que sea hombre le
quita ilusión a la cosa —dijo mientras
marchaba.
—… Por muy embalsamado que esté
ese pobre empieza a oler un poquillo —
comentó Matías.
—¿Sí?
—Hombre, de eso entiendo yo un
rato. Los olores a muerto los percibo a
la legua. Me he criado entre ellos.
—¡Ay, Dios mío! —suspiró casi con
gusto el Desgraciao al oír aquella
ricura.
—Si es que son muchos días al aire
—siguió Matías— y muy trajinao. Y un
muerto, digan lo que digan, resiste
menos que un vivo.
—A ver si de una vez podemos darle
reposo a este pobre —dijo Plinio.
—¿Qué, nos vamos, Manuel? —
preguntó impaciente el veterinario.
—Espere usted a ver si sale el
Faraón… Y tú, Celedonio, nos
acompañas a recibir a tus sobrinos al
coche de Madrid.
—No faltaba más.
Salió el Faraón secándose el sudor
de la calva y un poco serio, pero explicó
en seguida:
—Na, eran cosas de mi negociejo.
—Entonces, ¿te vienes para el
pueblo?
—Claro, ¿qué voy a hacer aquí?
Pero me voy en el coche de Celedonio,
que es más cómodo. No se me enfade,
don Lotario…
—Quita, hombre. Menudo peso me
quito de encima.
Decidieron esperar la llegada del
coche de línea que venía de Madrid
sentados en la terraza del Bar Alhambra.
Pidieron una sangría. Estaban todos los
que del Cementerio salieron, menos el
Faraón, que marchó a su casa.
Plinio oía hablar a sus contertulios
un poco distante y modorro. El
cansancio y sus meditaciones lo tenían
fuera del corro. No llevarían media hora
cuando notó que alguien le tocaba en el
hombro.
Era Juanito el camarero.
—¿Qué hay?
—Señor Manuel. El señor Juez le
llama. Está allí, en la puerta del bar.
Se levantó y sorteando mesas y
sillas que ocupaban casi hasta la mitad
de la plaza y entre la curiosidad de
todos llegó a donde el Juez le esperaba.
Éste, para disimular, lo tomó del brazo y
empezaron a dar paseos por la acera,
desde la carnicería de los Paulones
hasta la calle de Galileo.
Plinio, a requerimiento, resumió los
últimos episodios de la jornada y dijo lo
que allí esperaban. El señor Juez le
escuchó con mucha atención y añadió
cuando concluyó:
—He tomado declaración a los
detenidos y han confirmado las previas
que le hicieron a usted. A don Lupercio
y a su novio los he enviado a Alcázar. El
Pianolo y su hijo están, de momento, en
libertad provisional.
—¿Por qué? —preguntó el Jefe con
la natural extrañeza.
—La mujer del Pianolo, que lleva
muchos años enferma del corazón, se ha
puesto muy grave a consecuencia del
disgusto. Me lo ha certificado el
médico… La mujer está sola en su casa.
Los he dejado en libertad cuarenta y
ocho horas con obligación de
presentarse al Juzgado dos veces por
día.
—Y… ¿no ve usted causa para
procesarlos?
—Naturalmente que sí. Pero aunque
muy bestias, son buena gente. Esa pobre
mujer ha sufrido mucho con tal marido y
tal hijo.
Cuando marchó el señor Juez, Plinio
quedó solo en la puerta del Bar
Alhambra dándole vueltas a la
enfermedad de la mujer del Pianolo y
libertad provisional de éste y su hijo. Y
después de unos minutos de titubeo, se
entró al teléfono y llamó al Faraón.
—¿Qué pasa, Jefe? —se oyó la voz
de Antonio.
—¿Se te ha ido ya la peste a
madres?
—Quiá… Cómo empapa eso,
Manuel. Yo creo que hasta el canuto de
los huesos lo tengo saturao.
—Oye… Que me acaba de decir el
señor Juez que ha puesto en libertad
provisional al Pianolo. Lo digo para
que lo sepas y te andes con cuidado.
—Se lo agradezco, pero no creo que
el pobre esté ahora para nada. Ya me he
enterado de lo de su mujer.
—Te enteras de todo en seguida.
—Que este mundo es un pañuelo… y
uno es así de bacín.
—Entonces ¿sabías también que
estaban en libertad el Pianolo y su hijo?
—No… palabra que no.
—Bueno, bueno… hasta más oír.
—Esta noche nos veremos en el
Casino.
—A lo mejor. Adiós.
Plinio salió a la puerta del bar y
quedó mirando hacia la calle de
Socuéllamos, por donde debía venir el
coche de Madrid. Luego, medio
distraído, dio dos paseítos cortos,
alibajo, de hombre inseguro.
Don Lotario, que no lo perdía de
vista, dejando con la palabra en la boca
a sus compañeros Celedonio el Rico y
Florentino el Desgraciao, fue hacia
Plinio.
—¿Qué haces con la cabeza baja y
dando vueltecillas, como si buscaras una
aguja?
Plinio le contó la conversación con
el Juez.
—¿Y es eso lo que te inquieta?
—No.
—¿Entonces?
—No sé. Pálpitos… pálpitos… Me
ha dado por pensar en el telefonazo que
le dieron al Faraón cuando estábamos
en el Cementerio. ¿Se acuerda usted…?
Y en la voz que tenía —continuó Plinio
— ahora cuando he hablado con él… No
hablaba con su natural.
—Yo respeto mucho tus pálpitos,
Manuel, pero si no te explicas…
Plinio quedó mirando a don Lotario
con aire impertinente:
—Mire, don Lotario, me desilusiona
usted mucho. Palabra.
—Pero, coño, Manuel.
—De verdad se lo digo —repitió
con disimulado mal genio.
Hubo un silencio en que don Lotario
quedó achicadísimo y con cara triste. El
Jefe continuó con el mismo tono
impertinente:
—¿Usted cree, y ya se lo he dicho
alguna vez, que yo podía ser tan buen
policía como ustedes dicen que soy, si
sólo me basara en lo que veo y oigo?
Hay otra cosa, amigo. Otra cosa. Algo
parecido a lo que dicen que hace
temblar el corazón de los artistas.
—Pero, hombre, nunca te he visto
así. ¿Qué te he dicho yo?
—¿Usted sabe —continuó
ensimismado— por qué pensé en que
don Lupercio podía haber robado el
cadáver de Witiza? ¿A que no?
—Francamente, no.
—Pues lo pensé al ver revolar unas
mariposas junto a la ventana de la «Sala
Depósito». Chúpese usted ésa.
—¿Unas mariposas?
—Sí, señor. Unas mariposas.
El veterinario quedó muy
sorprendido. En seguida dio muestras de
recuperación.
—… Te advierto, Manuel, que la
soberbia, que nunca fue tu vicio,
entontece a los mortales.
—Pues ya he sido demasiados años
listo, de modo que aunque me entontezca
el resto de mis días, no hago nada de
más.
—Me dejas perplejo… Bueno,
bueno, llevas un día muy agitado y se te
han desajustado los nervios. Anda, echa
un pito, que no es cosa de que riñamos a
la vejez.
Plinio, al ver la petaca en el aire, se
pasó ambas manos por los ojos, tomó el
cuero y esbozó una tierna sonrisa.
—¡Ay, don Lotario de mi alma!
Lleva usted razón. Cuando me da el
telele, o sea un pálpito, me pongo
inaguantable.
—Es natural. Pero me tienes que
explicar bien eso de las mariposas.
—Hombre, es muy fácil. ¿Usted no
recuerda…?
Eso decía cuando se oyó el bocinazo
del coche de Madrid que irrumpía
triunfal en la Plaza.
—Por favor, llame usted a
Celedonio para que nos cubra un poco el
encuentro, que ahí está el coche.
Después de tocar unas cuantas veces
más el claxon con júbilo de verbena,
cruzó la Plaza y se detuvo en el lugar de
su parada habitual. Allí lo esperaba
Palacios, el administrador de la línea.
Gentes de todos los puntos de la Plaza
corrían hasta la parada para ver si
venían sus viajeros. Familias enteras
que esperaban a sus soldados,
estudiantes o enfermos recién operados
que llegaban de la capital. Curiosos y
desocupados que inspeccionan todas las
entradas y salidas del coche; maleteros,
el de los periódicos y los que esperaban
pequeños paquetes y encargos.
Plinio, don Lotario, el Rico y el
Desgraciao echaron a andar hacia el
gran corro de los que aguardaban.
Encendidas todas las luces del
interior del coche, se veía a los viajeros
de pie. Unos avanzando lentamente por
el pasillo. Otros, inmovilizados en su
asiento por falta de espacio.
—Allí están los papás —señaló
Plinio a don Lotario.
Éste vio, en efecto, a don Sebastián,
un caballero alto, muy bien vestido y
con cara de pocos amigos. Junto a él su
señora muy gruesa, que se abanicaba
con una furia impropia de la moderada
temperatura de aquella noche.
Los que esperaban, sobre todo los
candorros, se agolpaban de tal forma
ante las puertas del coche que apenas
podían descender los viajeros.
—Ahí están mis sobrinos —señaló
Celedonio.
Eran dos jóvenes como de dieciocho
años, totalmente iguales de cara y tipo,
con camisas de colorines vivos,
pantalones vaqueros y abundantísimo
cabello rubio.
—Coño, que ye-yés que vienen —
exclamó el tío.
—En cuanto saluden a los padres y
mientras les bajan las maletas, te
acercas, y les dices que me urge hablar
con ellos.
—De acuerdo, pero mejor que te
vayas tú para la casa de mi hermano.
Allí nos esperáis. Yo los preparo por el
camino.
—No me parece mal plan. Vamos,
don Lotario… Tú diles que es cosa de
na.
—Descuida.
Plinio y don Lotario tomaron el
coche, que quedó en la puerta del
Ayuntamiento, y tiraron hacia la casa de
los gemelos.
En la puerta de la calle estaba
sentada la criada. Se asustó un poco al
ver que el Jefe se dirigía a ella, pero en
seguida arreglaron el asunto con muy
buenas palabras y los pasó al patio.
Azulejos, una bonita sillería de mimbre
y escalera de mármol. Ambos amigos se
sentaron en el sofá, liaron sus cigarros y
a esperar.
—Se está fresquito aquí, ¿eh? —
preguntó Plinio.
—Es muy buen patio éste —contestó
don Lotario que parecía preocupado
después de la escena de la plaza.
Plinio no volvió a decir palabra.
Chupaba del cigarro, echaba sus humos,
se sacudía la ceniza que le caía en el
pantalón y pensaba en no sé qué.
Por fin se oyó ruido en la puerta. La
criada intentó decir algo, pero el señor
la cortó:
—Ya lo sabemos, ya… —y entró el
primero con aquella cara sin posible
risa que Dios le dio.
«No parecen hermanos Celedonio y
él —pensaba Plinio—. El uno tan
festero. Y éste, con ese trancazo de
tristeza que le debieron sacudir en el
mismo umbral de la vida».
Plinio y don Lotario al verlo entrar
se pusieron de pie.
—Buenas noches —dijo seco.
Y se quedó plantado ante ellos sin
añadir palabra. En seguida entró la
madre entre los dos hijos. Por último
Celedonio, haciendo muecas para
tranquilizar a Plinio.
Fueron saludando todos de forma no
muy expresiva y permanecieron de pie.
Por fin el padre dijo a la concurrencia:
—Sentémonos.
Cada cual se acomodó en la silla
que tenía más a mano y don Lotario y
Plinio volvieron a sus asientos.
—Perdonen ustedes este
recibimiento, pero el señor Juez, por no
alarmarles, ha preferido que yo haga a
sus hijos unas preguntas sin importancia.
—Muy bien. Empiece… Y acabe
pronto porque no me gustan estas cosas.
Plinio prefirió no contestar y se
dirigió a los chicos que estaban sentados
muy juntos y con cierto desasosiego.
—Vamos a ver, muchachos.
¿Vosotros estáis hospedados en la
«Pensión Larache»?
Los dos chicos se miraron y el de la
derecha hizo un movimiento al de la
izquierda que podía interpretarse como
«contesta tú».
—Sí —contestó éste.
—Muy bien. ¿Vosotros recordáis si
alguna vez ha parado en esa pensión uno
de aquí del pueblo, que ahora viven en
Barcelona, llamado Rufilanchas?
Volvió a repetirse la consulta muda y
respondió el mismo:
—Sí. Va por allí bastante.
—¿Cuánto hace que estuvo la última
vez? —preguntó Plinio ya resueltamente
al portavoz de la pareja.
—Poco tiempo.
—¿Como cuánto?
—No… sé.
—¡Haz memoria! —le ordenó el
padre.
—Sebastián, déjalos —le rogó la
esposa, que desde que vio al policía en
su casa parecía arrugada y con ganas de
llorar.
—Menos de un mes…, creo.
El gemelo de la derecha movió la
cabeza afirmativamente.
—¿Y qué vida hacía en la pensión
Rufilanchas?
—Bueno, él siempre paraba pocos
días —contestó muy de seguido el de la
izquierda— como es transportista y eso.
—Ya, pero ¿comía y cenaba allí?
¿Os contaba cosas? ¿Hacía tertulia con
los demás huéspedes?
—Sí, señor. Es muy gracioso y nos
hacía mucho de reír.
—Bien. Vamos a ver si me podéis
ayudar un poco más. Este Rufilanchas (y
esto que, de momento, por favor, no
salga de aquí) ha confesado por escrito
ser quien ha enviado el muerto famoso
que ya tenemos tres días expuesto en el
Depósito Judicial.
Don Sebastián y doña Lucía se
miraron asombrados. Los gemelos
también.
—Coño, qué me dices —exclamó
Celedonio.
—Por favor, Celedonio, no seas
grosero-le reprendió su hermano con la
mayor severidad e interrumpiendo por
un momento su estupor.
—Ya estamos con las groserías —
rezongó el otro.
—Ese muerto lo ha enviado desde
Madrid, según todas las probabilidades
—continuó Plinio—. ¿Vosotros sabéis
quién es?
—¿Y por qué ha cometido ese hecho
repugnante? —se interpuso el padre.
—Una broma… Ya sabe usted que
es muy bromista… ¿Vosotros sabéis
quién es?
Los gemelos se miraban con toda
intensidad sin decidirse a hablar
ninguno.
—¿Cómo van a saber, los pobres?
—dijo la madre indignada.
—Señora, por saber no se ofende a
nadie —la tranquilizó Plinio.
—No, señor. No tenemos idea
contestaron los dos gemelos casi a la
vez.
—¿Él no ha contado allí nada de
eso?
—No, señor. Por cierto —dijo el
gemelo que servía de portavoz—, creo
que ese señor Rufilanchas ha estado por
allí hace dos o tres días. Recuerdo ahora
que la criada de la pensión voceaba la
otra mañana por el pasillo diciendo:
«Señor Rufilanchas, señor Rufilanchas,
que lo llaman por el teléfono».
—Ya. ¿Entonces vosotros no habéis
oído allí hablar de la broma de enviar
aquí un muerto?
Los dos gemelos movieron la
cabeza. Y en seguida volvió a hablar el
portavoz:
—Nosotros no éramos muy amigos
de él. Con quien sí salía muchas veces
era con Alejandro Lucas.
—¿Me dijiste que había venido y
que estaba en el monte? —preguntó
Plinio a Celedonio.
—Eso es.
Plinio se levantó.
—Bueno, señores. Pues nada más. Y
ustedes perdonen la molestia.
Salieron él y don Lotario, Celedonio
y su amigo Florentino se hicieron los
remolones.
—¿Sabe usted lo que le digo? —
preguntó Plinio a don Lotario cuando
estuvieron en la calle.
—¿Qué?
—Que esos chicos saben algo más.
—¿Tú crees?
—Sí. La manera que han tenido de
desviarnos hacia el de Lucas es muy
típica en estos casos.
Fueron hasta la Plaza andando. Allí
se despidieron para cenar.
—¿Venimos esta noche al Casino,
Manuel?
—Sí.
—¿Y me contarás lo de las
mariposas?
Plinio se rió:
—Sí, señor. Le cuento lo de las
mariposas.
Cuando Plinio terminó de cenar
quedó un rato en el patio, sentado, con
su mujer y su hija. Ellas le contaban
pequeñas cosas de la familia y amigos.
Manuel, de vez en cuando, bostezaba.
—Manuel, hijo mío, ¿por qué no te
acuestas?
—Luego. Tengo que dar antes una
vuelta por la Plaza.
Sentía el pobre que la fatiga le
agarraba todos los músculos de su
cuerpo, pero no podía acostarse. ¿Por
qué? Plinio no tenía que hacer nada
concretamente, aparte, claro está, de ir
al Casino. Pero sentía como si lo
esperase algo muy importante que no
recordaba bien.
Arrastrando los pies marchó de su
casa casi a la medianoche. En la puerta
del Casino se sentó con don Lotario y
otros amigos habituales. El Faraón no
tardó en llegar. Por tácito acuerdo nadie
hablaba aquella noche de Witiza. La
tertulia discurría entre monosílabos o
vagas referencias. Plinio observaba al
Faraón, constante animador, que aquella
noche se limitaba a seguir las
conversaciones que otros iniciaban, sin
poner especial acento en cosa alguna.
Don Lotario a su vez observaba a
Plinio, queriendo adivinar qué clase de
preocupación lo mantenía allí,
cayéndose de sueño.
Hacia la una y media varias
personas señalaron hacia la calle
Nueva. Un grupo que de ella salía,
camino de la de Socuéllamos, llevaba un
ataúd, coronas, candelabros, etcétera.
Las gentes que permanecían en la
terraza del Casino suspendieron sus
conversaciones, y mirando a los
portadores de aquellos trebejos
funerarios, hacían conjeturas sobre
quién podría ser el muerto.
Fue el Faraón el que lo aclaró en
seguida:
—Seguro que es la mujer del
Pianolo.
Muchos asintieron al reconocer entre
aquellos a algunos sobrinos y parientes
del Pianolo o de su mujer.
—La pobre no ha podido aguantar
—dijo con cierta amargura el Faraón.
Y levantándose añadió:
—Voy a ver qué ha pasao.
Y marchó arrastrando su enorme
cuerpo, sin añadir comentario.
Plinio, desde el teléfono del Casino,
dio orden a uno de los guardias para que
con la mayor discreción se cerciorase si
el destinatario de aquel ataúd era la
mujer del Pianolo.
Pidió otro café y aguardó entre sus
contertulios, que ahora, como es
costumbre en estos casos, contaban la
vida y milagros del Pianolo y familia
durante varias generaciones.
Antes de media hora Manolo Perona,
el camarero, avisó a Plinio. Marchó éste
al teléfono y el guardia le confirmó la
sospecha de todos. La mujer del Pianolo
había muerto de un ataque de corazón
hacia las doce de la noche.
Plinio le dijo a don Lotario al oído:
—Creo que debemos darnos una
vuelta por allí.
—¿Tú crees?
—Ya sé en lo que piensa usted. Pero
nuestro deber es echar un vistazo.
Se despidieron del corro y
marcharon hacia la calle de
Socuéllamos.
La puerta de la casa del Pianolo
estaba abierta. En el portal, de pie y
apoyada en la pared, se veía la tapa del
ataúd. Entraban y salían mujeres de la
vecindad llevando sillas que colocaban
en el patio y habitaciones contiguas. El
guardia entró con el veterinario. En el
patio ya había varias personas sentadas.
En una habitación que daba al mismo
patio estaba la capilla ardiente. Varias
mujeres enlutadas, sentadas en torno al
ataúd, rezaban y suspiraban. El Pianolo,
su hijo, el Faraón y otros parientes
estaban sentados en un rincón
penumbroso del patio. Plinio y don
Lotario se aproximaron a ellos, dieron
el pésame a Pianolo padre y a Pianolo
hijo, y un poco apartados se sentaron en
el patio para hacer un rato de vela.
No tardaron en llegar los periodistas
de «El Caso», que se sentaron junto al
guardia y le hicieron en voz baja varias
preguntas.
El «gráfico» preguntó a Plinio si
sería oportuno hacer alguna foto del
duelo y de la difunta. Plinio le
respondió:
—No se lo aconsejo ahora.
El Pianolo y el Faraón hablaban
entre sí. El hijo, de vez en cuando, se
secaba una lágrima.
Plinio, para sus adentros, sonreía al
observar la nueva situación del caso
Witiza.
En cierta manera, don Lotario y él
eran ahora los sospechosos de haber
causado la muerte de aquella señora.
A pesar de la hora, seguían llegando
amigos y vecinos que tomaban asiento
después de dar el pésame a los dos
hombres. El estado de libertad
provisional del Pianolo y su hijo hacía
más atractivo aquel velatorio. Los
periodistas se fueron en seguida. Plinio
y su compañero se retiraron a las tres.
En la esquina de la calle de San Luis
cada uno tiró para su casa.
Cuando Plinio se estaba desnudando
para acostarse había olvidado, tal era su
cansancio, los pálpitos de la prima
noche, sus discusiones con don Lotario y
cuál era, de verdad, la verdadera
posición de las piezas en el tablero.
Cayó en la cama como un tronco añoso y
se agarró a la almohada con furia de
náufrago.
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