Cuando se cumplió un año de la muerte de la Antonia en el callejón de la Vaquería,
Plinio pudo reconstruir satisfactoriamente los hechos que tuvieron lugar en la villa de
Tomelloso el día quince de abril de aquel año.
El día quince de abril de aquel año... nevó. Nevó rabiosamente. «Esto no ha ocurrido
nunca, no lo recuerdan los más viejos», decían los tomelloseros. Desde la amanecida
hasta bien entrada la tarde nevó sin cesar. A la nieve le costaba trabajo cuajar, ésa es la
verdad; sin embargo, cuando llegó la noche, todo el pueblo estaba completamente
blanco... Y aquella tarde —esto lo supo todo el pueblo al día siguiente—, en la casa de la
calle de la Luz, ocurrieron poco más o menos las cosas del siguiente modo:
Cuando Joaquinita entró a las diez de la mañana a llevarle el desayuno a doña Carmen,
se la encontró con la frente apoyada en los cristales del balcón.
—Señorita, el desayuno.
—Hoy es día quince, Joaquinita.
—Sí, señorita.
—Hoy hace quince años... Pero fue un día hermoso. Tristemente hermoso. No lo
olvidaré nunca.
—¿De qué, señorita?
—Mis padres no me dejaron ir. Estuve todo el día en mi alcoba oyendo las campanas,
llorando. Jamás hubo en el mundo mujer más triste, más desesperada... A las seis en
punto de la tarde pasó el entierro por la plaza. Me empeñé en asomarme a las ventanas del
desván. La pobre Antonia subió conmigo y me sujetaba de la cintura. Temía que me
desmayase... Sus amigos lo llevaban en hombros. Otros llevaban cintas. El coche iba
cargado de coronas... «Sus amigos no lo olvidan... » Estuvo parado el entierro unos
minutos en la puerta del Juzgado, mientras le echaban el responso. Toda la plaza llena de
gente... Había muerto Pepe Germán, el señorito más simpático y más guapo del pueblo.
Desde la ventana veía la caja color caoba..., y a los curas..., y a sus hermanos de luto...
Algunos se volvían a mirar hacia esta casa... Acabaron el responso. Sonó la música y la
caja volvió a moverse sobre los hombros de sus amigos.
La gente, rodeando el coche de
las coronas, fue desapareciendo poco a poco por la calle del Campo... Antonia me tuvo
que llevar a la cama casi desmayada.
Doña Carmen dejó de mirar por el cristal del balcón y se volvió hacia Joaquinita, que
la escuchó impasible. Le dijo:
—Joaquinita, esta tarde tienes que ayudarme.
—Sí, señorita.
—A las cinco, cuando el señorito haya marchado al Casino, tú misma enganchas la
tartana... sin que nadie se entere. Hemos de hacer un corto viaje.
—Sí, señorita.
Hacia las cinco y media de la tarde, por los solitarios paseos del cementerio, cubierta
de nieve y entre una nevazón lenta pero persistente, avanzaba la tartana grande de doña
Carmen. Llevaba las riendas Joaquinita, cubierta con un amplio mantón de lana.
Medio oculta en un rincón de la tartana, iba doña Carmen, con un abrigo de felpa y en
la cabeza una especie de capuz. Entre las manos enguantadas, llevaba un breve ramo de
flores. No hablaba. Joaquinita miraba, pálida e inexpresiva, al camino blanco. Doña
Carmen, abrazada a las flores, llevaba la cabeza reclinada sobre el pecho. De vez en
cuando salían de sus labios unas palabras a medias pronunciadas, casi inaudibles.
Dejaron la tartana en la puerta del cementerio y la señora, con paso muy rápido y
seguida de la doncella, cruzó el paseo central del Cementerio Viejo, y torcieron hacia la
derecha, hasta llegar a una gran sepultura de mármol blanco. Tras la puertecita de cristal
de la hornacina había un crucifijo blanco, dos candelas apagadas, unas flores secas y un
retrato desvaído de Pepe Germán.
Doña Carmen se puso de rodillas, colocó las flores sobre el mármol y reclinó la
cabeza entre las manos.
Joaquinita, envuelta en un negro mantón, la miraba desde unos pasos de distancia, con
las manos cruzadas sobre el pecho, con su bella cara inexpresiva, inmóvil.
Joaquinita no oía bien cuanto decía su señorita. Hablaba y hablaba en un tono que no
sonaba a rezo. De vez en cuando se inclinaba y besaba el mármol nevado.
Llegó un momento en el que Joaquinita se vio el mantón completamente cubierto de
nieve. Comenzaba a anochecer. Su señorita parecía haber callado. Con la cara entre las
manos ya no estaba de rodillas, sino sentada en el suelo, y recostada sobre la tumba.
Unos murmullos próximos rompieron el silencio de la nieve. Joaquinita volvió la
cabeza. Por el paseo central del Cementerio Viejo avanzaba una comitiva de gentes, tras
cuatro hombres que llevaban un ataúd.
La chica se precipitó a avisar a su ama. Ésta parecía medio adormecida. Tenía los ojos
enrojecidos. Un frío sudor —agua, como creyó Joaquinita al principio— corría por su
frente. La llamó:
—Señorita, señorita, que viene gente... Vamos.
Doña Carmen balbuceó algo como en sueños, pero nada hizo por moverse.
—¡Señorita... !
La tomó de las axilas y tiró de ella.
—Déjame, déjame... Déjame morir aquí, Joaquinita —dijo, rebelde, doña Carmen,
volviéndose hacia el mármol.
Algunos acompañantes del entierro que llegaba se habían detenido al ver aquello.
Durante unos momentos miraron indecisos. Veían a la chica que en vano intentaba
levantar a aquella mujer.
—¿Qué pasa? —dijo uno.
Joaquinita les hizo una seña para que se acercasen.
—¡Si es doña Carmen... ! —dijo alguno.
—Hagan el favor de ayudarme a llevar a la señora.
Sin hacer comentarios, dos de ellos ayudaron a Joaquinita a poner a doña Carmen de
pie. Apenas se tenía. Andaba con mucha dificultad, como borracha. Entre Joaquinita y
uno de ellos, tomándola en los brazos, la llevaron hasta la puerta del cementerio. Los
demás se incorporaron al entierro.
Ya en la puerta la subieron a la tartana. Joaquinita tomó las riendas. La señora se
reclinó en su hombro. El hombre que las ayudó quedó en la puerta del cementerio, junto
al coche de los muertos, comentando el accidente con el cochero.
Aquella noche todo Tomelloso conocía el suceso... Y de la farmacia de don Gerardo
llevaban balones de oxígeno para ver la forma de curar una bronconeumonía que según el
médico, tenía la señora.
Las gentes se deleitaban en desenterrar los románticos y frustrados amores de doña
Carmen con Pepe Germán y en comentar el caso cada uno a su manera.
A los ocho días de la escena del cementerio, don Gonzalo, el médico de cabecera de
doña Carmen, liego a esto de las diez de la noche a la tertulia de Plinio y don Lotario en
el «Casino de San Fernando». Don Gonzalo parecía satisfecho. Se frotó las manos y pidió
café.
—¿Qué tal esa enferma? —le preguntó don Lotario.
—Yo creo que bien —dijo, mesándose su enorme barba blanca—. Si Dios no dispone
otra cosa, mi impresión es que la enfermedad ha hecho crisis. Ahora vengo de allí.
—Menos mal. Yo creí que no la saltaba.
—Y yo —añadió el médico.
Plinio callaba. Tenía muchas cosas que preguntarle a don Gonzalo. Era la primera
noche desde la caída de doña Carmen que el médico iba al Casino, y pretendía ponerse al
día de la situación de la familia y de la casa.
—¿Qué dice don Onofre? —preguntó don Lotario.
—Nada. Ya sabéis cómo es. Parece que nada le afecte. No he visto hombre igual.
—Pues la cosa es gorda
sola y obsesionada por la muerte de Pepe. ¿Qué iba a ser de aquella chica? Yo, de una
manera indirecta, intervine en ese matrimonio —dijo don Gonzalo con cierto pesar—.
Onofre la quería... o su dinero, es igual. Onofre tiene sus cosas, pero como administrador
y buena persona, lo es. El padre pensaba, y con razón, que así que se casara Carmen y
tuviera hijos, todos sus romanticismos se los llevaría el diablo. Los hijos hacen olvidar
todas las cosas... Y no digamos los amores de antaño. El capital, además, pasaba a sus
manos. Yo hubiera hecho igual con una hija mía. ¿No te parece, Manuel?
Manuel asintió con la cabeza.
—Fallaron los hijos y falló todo —siguió don Gonzalo—. Ella volvió a sus quimeras.
Últimamente era el colmo. La muerte de su padre y luego la desaparición trágica de
Antonia agudizaron la cosa.
—¿ Y cómo se prestó Joaquinita a acompañarla al cementerio y no comunicó ese
estúpido proyecto a Onofre? —dijo Plinio.
—No lo sé. Desde luego, la chica no ve más que por los ojos de ella. Se la ganó en
seguida. Como a todo el mundo; ya sabes cómo es Carmen... Puro corazón.
—¿Le dijo algo Onofre de la escapada al cementerio? —preguntó Plinio a don
Gonzalo.
—Ni una palabra... Sólo dice generalidades sobre la debilidad nerviosa de su mujer...
Cuando Carmen sane habrá que someterla a una estrecha vigilancia... No me extrañaría
nada que enloquezca totalmente.
—He visto entrar y salir mucho a una mujer vieja en la casa —dijo Plinio.
—Sí..., es una hermana de Pedro, el mayordomo, que la han llamado en lugar de la
Antonia. A ti, Manuel —añadió don Gonzalo haciendo un inciso—, no se te va de la
cabeza la muerte de Antonia.
Plinio negó con la cabeza.
—Eso tiene que salir un día —dijo el veterinario repitiendo palabras de Plinio en otro
momento.
—O no —sentenció el guardia.
A las doce de la noche llamaron a don Gonzalo por teléfono al Casino.
Hizo un gesto
de extrañeza y fue a la cabina.
Al cabo de unos minutos volvió descompuesto y precipitadamente, tomó la capa de la
percha. Sus dos contertulios quedaron mirándole.
—Ha muerto Carmen —balbució.
Y marchó.
Plinio quedó palidísimo. Parecía que se iba a marear. Cruzó los brazos a la altura de la
barriga y quedó mirando al suelo sin decir palabra. Al cabo de un buen rato, sacó la
petaca.
—Manuel, ¿quieres que vayamos por si hacemos falta?
—Ahora no, un poco más tarde.
Hacia las dos, cuando iban a cerrar el Casino, los dos amigos se encaminaron hacia la
próxima calle de la Luz. Delante de ellos iban unos gañanes con cara de recién
levantados. Llevaban en las manos unos grandes candelabros. Otros, delante, portaban un
arcón color nogal. Todavía aguardaron un poco a que aquellos hombres, con sus trebejos
de muerte, entraran en la casa de los balcones.
La puerta de la calle estaba abierta. En el portal, según costumbre, habían dejado los
gañanes la tapa del arcón para significar que había un muerto en la casa.
Don Lotario y Plinio subieron la escalera lentamente. En el patio de arriba
encontraron a Pedro el mayordomo, que iba y venía lloriqueando.
—Don Onofre está ahí, en el comedor —les señaló.
Entraron.
Don Onofre estaba sentado junto a la misma mesa y en el mismo sillón que
aquella tarde que invitó a Plinio a jerez y a bizcochos. Le acompañaban su hermano, don
Gonzalo, don Felipe, el cura, que estaba dando cabezadas, y el padre de Joaquinita,
Inocente, que se hallaba un poco aparte, como guardando las distancias de los señores que
estaban junto a la mesa.
Le dieron el pésame. Don Onofre se inclinó un poco para alargarles la mano y volvió a
sus posturas habituales de mirarse las uñas, o pasarse la mano por el pelo. Su rostro 110
reflejaba la menor emoción. El más afectado parecía don Gonzalo, que no levantaba los
ojos del suelo, con gesto de ausencia y amargura.
En las habitaciones próximas se oía ir y venir de pasos, muebles que se abrían y
cerraban.
Entró Ambrosia, la vieja sirvienta que sustituyó a Antonia, y dijo con voz de misa:
—Señorito, ahí están las monjas que vienen a amortajarla.
Don Onofre se levantó pausadamente y fue hacia la puerta del comedor; se asomó a
ella.
—Pasen, hermanas.
Las dos monjas se pararon apenas a un paso de la puerta, ya en el comedor, y dieron el
pésame a don Onofre en voz muy baja y llena de eses. Don Onofre les dio las gracias en
una voz parecida, imperceptible. Luego, les hizo cruzar todo el comedor hasta la puerta
opuesta. Las monjas, al pasar entre Jos hombres que estaban sentados, hicieron una breve
inclinación de cabeza. Entraron seguidas de don Onofre.
Plinio se dirigió a don Gonzalo:
—¿Qué ha pasado?
Don Gonzalo, sin levantar los ojos del suelo, se encogió de hombros.
—Un colapso, Manuel, un colapso —dijo el hermano de don Onofre, que era un
hombrecillo insignificante que miraba con los ojos muy entornados.
Plinio miró a don Gonzalo.
—No cabe otra cosa —dijo como para sí.
—Debió de ser a los pocos minutos de marcharse don Gonzalo —dijo el hermano
dirigiéndose a don Lotario.
Había entrado don Onofre y, mientras volvía a su asiento, se dirigió al veterinario
como enlazando sus palabras con las de su hermano:
—Fue terrible —dijo mirándose las manos—. Cuando marchó don Gonzalo y dijo que
la enfermedad había hecho crisis, todos los de la casa nos pusimos alegres, muy alegres.
Ya pueden ustedes imaginarse, después de ocho o diez días de zozobra... Ella quedó
durmiendo, cené luego y nos quedamos de tertulia, aquí en el comedor, mi hermano,
Inocente y yo. Hacia las doce pensé en retirarme. Me disponía esta noche a dormir con
tranquilidad. Nos despedimos. Entré en la alcoba para ver si seguía durmiendo. Joaquinita
quedaría velándola. Me incliné a darle un beso sin encender la luz... y la noté
enormemente fría... Encendí la luz..., llamé a todos. Estaba muerta, muerta de hacía
mucho rato.
Volvió el silencio. El cura dio una cabezada tan grande, que se despabiló.
Entró Joaquinita con los ojos llorosos:
—Señorito, dicen las monjas que si tienen un rosario bueno para ponérselo ahora, que
luego se lo quitarán.
Don Onofre se pasó la mano por la frente como haciendo memoria.
Plinio la miró de arriba abajo, y para sus adentros no pudo evitar el decir: «¡Qué
hermosa es... !»
Don Onofre se levantó pesadamente y marchó seguido de Joaquinita.
El cura volvió a dormirse. El médico seguía mirando al suelo al tiempo que se
acariciaba la barba. Don Lotario liaba otro cigarro. El hermano bostezó. Plinio miraba a
las paredes. Vio el retrato del padre de Carmen, vestido de etiqueta, con una gran
condecoración en el pecho. Más arriba, el retrato del abuelo, vestido con el hábito de
Calatrava. A la derecha y a la izquierda más retratos de los hermanos de doña Carmen, de
hermanas y tías.
«Esta noche ha muerto el último Calabria de la dinastía —pensaba Plinio—, se
acabaron los Calabria en Tomelloso... ¡Qué pronto se han acabado los Calabria... ! Ellos,
que durante tantos años fueron los amos, el no va más... »
Volvieron don Onofre y Joaquinita. Ella llevaba un rosario dorado entre las manos.
Inocente miró a su hija con ojos amorosos.
El entierro fue a última hora de la tarde. Acudieron todos los estandartes y banderas de
cofradías y asociaciones religiosas. Presidió el duelo el mismo don Onofre, vestido de
riguroso luto y con el pelo empapado de brillantina. Los criados de la casa llevaban el
féretro en hombros. Entre ventanas se vieron las caras llorosas de Joaquinita y de la
hermana de Pedro. La comitiva paraba cada veinte pasos para oír un responso. La
encabezaban todo el clero parroquial con gran cruz alzada. El todo Tomelloso iba detrás,
dando la despedida a la última descendiente de la familia que señoreó el pueblo desde los
albores del siglo XVIII. Plinio iba junto al veterinario y don Gonzalo en el duelo.
Los días siguieron su curso. La casa de doña Carmen se cerró a cal y canto y las
gentes comenzaron a hacer cabalas sobre el futuro matrimonial de don Onofre.
El verano llegó muy pronto y Plinio se aburría mucho. Desde la muerte de Antonia
apenas había tenido otro trabajo que el rutinario. Se pasaba el día entero en el Casino,
viendo periódicos o de mirón en las partidas gordas. Después de cenar le acompañaba el
veterinario. Don Gonzalo, no. Desde la muerte de Carmen no se le vio más por el Casino.
Alguna vez lo encontró por la calle subido en la berlina amarilla. Parecía desmejorado y
sin ganas de hablar con nadie. Una triste sombra nublaba sus viejos ojos azules. Plinio
lamentaba esta separación de su viejo contertulio. La verdad era que para un buen médico
como él, el golpe había sido muy grande, pero la cosa no era para tanto... Plinio tenía
muchas ganas de hablar con él largo y tendido, pero esperaba una ocasión propicia. Los
asuntos de una casa que procedía de los comienzos del siglo XVIII había que tomarlos
con mucha calma.
Los jueves por la noche la Banda Municipal tocaba en la plaza, y Plinio, como todos
los socios del Casino, se sentaba en la terraza a escucharla. Entre los árboles de la glorieta
jugaban los chicos y la gente del campo se agolpaba en torno al tablado que se alzaba,
pintado de verde, junto a la puerta del Ayuntamiento.
Por las aceras de las calles que
desembocaban en la plaza paseaban las señoritas y sus galanteadores. Los curas se
sentaban en la puerta de la sacristía, junto a un velador de madera del cercano Casino. Era
un estar y no estar en el Casino; un estar y no estar en la iglesia.
Una de aquellas noches, vio Plinio que la criada de don Gonzalo se dirigía a los curas
con cierta precipitación. La escuchó don Felipe con mucha atención. Marchó la criada,
don Felipe se tomó la copula de anís de un trago y entró en la sacristía. Al poco salió con
la teja puesta, hacia la calle de la Independencia.
Mucha gente del Casino se dio cuenta de aquello y en las tertulias próximas a Plinio
comenzaron a hacer comentarios de quién podría haber malo en casa de don Gonzalo. Él
no podía ser, porque muchos aseguraban haberlo visto aquel mismo día.
La Banda comenzó a tocar Don Quintín el Amargao, y Plinio prestó su atención a
aquellos compases. Le hubiese gustado comentar el asunto de don Gonzalo con el
veterinario, pero aquel día estaba en una casería vacunando ganado.
Cuando acabó el concierto y la gente comenzaba a desplazarse, el camarero se
aproximó a Plinio y le dijo que le llamaba don Felipe. Plinio fue hacia la puerta de la
sacristía. Al verle llegar, don Felipe se adelantó a él.
—¿Me llamaba?
—Haga usted el favor de ir a casa de don Gonzalo, que quiere hablar con usted —le
dijo con tono muy misterioso.
—¿Qué le pasa a don Gonzalo?
—Está bastante mal... No creo que sea decisivo, pero él está muy asustado.
—¿De qué se trata?
—Vaya usted —dijo el cura con gravedad—. Yo le he aconsejado esta entrevista.
Y miró a Plinio con ojos misteriosos, casi policíacos, como solía ponerlos don
Lotario.
Cuando la mujer de don Gonzalo entró a Plinio en la habitación del médico, éste
estaba sentado en la cama, con mucha fatiga y gesto caído. A Plinio le pareció asma o
cosa así. Tenía puesto el médico un camisón tan blanco que la barba de plata no se
distinguía apenas sobre la tela.
—Siéntate, Manuel —le dijo con fatiga al verlo entrar en la habitación.
—¿Qué le pasa, don Gonzalo?
—Siéntate, siéntate aquí, junto a mí —dijo con cierta ansiedad.
Plinio acercó una descalzadora y se sentó junto a la cama.
—Déjanos solos —dijo don Gonzalo a su mujer, que permanecía en la puerta.
La mujer se retiró y cerró con cuidado.
—Usted dirá.
Don Gonzalo, cuando parecía que iba a hablar, inclinó la cabeza y comenzó a tocarse
la barba con desesperación, como no sabiendo por dónde empezar.
Plinio aguardó pensando que no debía fumar allí, a pesar de las ganas que tenía y de lo
bien que a él se le daba escuchar y pensar con un cigarro en la boca.
—Lleva razón don Felipe —dijo don Gonzalo, como convenciéndose a sí mismo—.
Debí hablarte de este asunto hace mucho tiempo, pero... Todavía, en conciencia, no estoy
seguro, Manuel, no estoy seguro... Llevo tres meses dándole vueltas a la cabeza..., es mi
obsesión. Me refiero a la muerte de doña Carmen Calabria.
Plinio levantó bruscamente la cabeza y quedó mirando al médico con sus ojillos,
siempre entornados y maliciosos, mejor: socarrones.
—¿Tú te acuerdas que os dije en el Casino aquella misma noche que estaba fuera de
peligro, que la enfermedad había hecho crisis... ? ¡Yo sé lo que es una pulmonía, Manuel!
He tenido miles de casos en mi vida. Y, de pronto, aquella mujer muere, muere a los
pocos minutos de salir yo de allí. ¿Recuerdas que dijo don Onofre que a las doce el
cadáver estaba frío? Dijeron que fue un colapso... En este sentido firmé yo el certificado
de defunción. ¡Pero si aquella mujer, Manuel, tenía el corazón como un toro! Su estado
general siempre fue bueno. Su debilidad, la debilidad ingénita de todos los Calabria, a ella
le afloró en los nervios, en una sensibilidad enferma. Pero, ¿su corazón... ? Y la sangre le
circulaba muy bien, Manuel, pero que muy bien...
—Entonces, ¿qué cree usted que pasó?
—Su cara no me gustó nada —siguió don Gonzalo sin responder directamente a
Plinio—. ¿Tú no la viste?
—No.
—Estaba desencajada, con una contracción rara... No la olvidaré nunca. Tenía las uñas
clavadas en el pecho..., sus propias uñas...
Don Gonzalo calló. La fatiga le ahogaba. Descansó un poco. Luego, continuó:
—Yo estaba completamente aturdido, Manuel. Todos aquellos síntomas me parecieron
un poco anormales, pero ¿hasta qué punto estaba yo seguro? Uno siempre desconfía de su
sabiduría. Cada enfermo es un caso particularísimo. ¿Por qué a aquella mujer no pudo
pasarle algo que yo ignoro? Durante el velatorio yo no dejaba de darle vueltas a la cabeza
pensando qué podría ser aquello..., recordando todos los casos que había visto de muertes
repentinas. Opté por la posición más cómoda, lo confieso: la de desconfiar de mí, la de
creer que no tenía la convicción suficiente para solicitar la autopsia de doña Carmen.
Ello
suponía una acusación, tal vez gratuita a los de la casa. A su mismo marido, que tú sabes
que es un alma de Dios. Íbamos a dar la campanada, y al final yo podía quedar en
ridículo. No se trataba de unos cualquiera. Ya sabes tú lo que pesan estas cosas en un
pueblo. Cuando la enterraron, descansé. Mejor dicho: creí descansar. Pero no. Entonces
fue cuando comenzó mi verdadero martirio. La cosa ya no tenía remedio. Si había habido
violencia, quedaría impune por mí cobardía... Y llevo tres meses, Manuel, dándole vueltas
y vueltas al asunto. Por culpa de ello he desmejorado y me encuentro enfermo, muy
enfermo... Porque cada día veo con más claridad que hice mal... Y a estas alturas, estoy
convencido, que Dios me perdone, que doña Carmen Calabria no murió de muerte
natural.
—¿ Cómo cree usted que murió?
—Asfixiada.
—¿Asfixiada, cómo?
—Seguramente con la almohada.
—Si ahora se exhumara el cadáver, ¿se sacaría algo en claro?
—No. Si hubiera sido veneno, tal vez, pero los pulmones no aguantan mucho bajo
tierra.
Plinio, sin darse cuenta, había liado un cigarro y lo encendió.
—Como comprenderás, he relacionado esta presunta muerte con la de Antonia.
—Ya...
—Esta noche no podía aguantar más. Me dio la puñeta el asma, me acobardé, creí que
me tranquilizaría confesándome. Pero don Felipe, con muy buen acuerdo, me ha
aconsejado que éstos son asuntos de la Tierra y que en la Tierra conviene arreglarlos. Para
ello nadie mejor que tú. Para él es un secreto de confesión; para ti..., igual, Manuel.
—Sí, señor.
—¿Qué piensas hacer?
—Esperar... Desde la muerte de Antonia tengo la impresión de que en esa casa hay un
mal duende encerrado. ¿Quién es? ¿Qué pretende? No lo sé. Luchamos con muchas
dificultades para averiguar lo que pasa en la mejor casa del pueblo. Ese duende es listo y
no deja huellas... hasta ahora. No hay más que esperar, ésta es mi teoría... Ese duende, don
Gonzalo, camina muy deprisa hacia su fin y debe de estar al descubrirse.
—¿Y si mientras esperamos ocurre otro... accidente?
—Es que no puedo hacer nada... ¿Cree usted que el criminal es don Onofre?
—Chico, a mí me parece un alma de Dios.
—Y a mí también; pero ¿quién sabe lo que se esconde en el último rincón de una
cabeza? ¿No podría interesarle la muerte de doña Carmen para heredarla y casarse con
otra?
—Carmen murió sin hacer testamento. Además, él manejaba todos los bienes. ¿Y
casarse con otra... ? Él era feliz a su manera. Además, ¿para qué necesitaba eliminar a
Antonia?
—Podría saber demasiado.
—No lo veo claro.
—Igual me pasa a mí, don Gonzalo. No lo veo claro, no tengo pruebas, no lo veo
lógico... Pasemos a otra persona. A Joaquinita.
—Es una cría...
—Desde luego. Pero una cría que muy bien pudiera aspirar a ser la dueña de la casa.
—No la creo con arrestos.
Estuvo llorando todo el día la muerte de doña Carmen.
Inconsolable... Además, es mucho orgullo el de don Onofre para casarse con una criada.
—Depende de cómo sea la criada.
—¿ Por qué iba a eliminar a Antonia?
—Por la misma razón: podría saber demasiado.
—Tampoco lo veo claro.
—Ni yo..., hasta ahora. No hubo manera de comprobar si había salido de casa el
domingo de Piñata. Doña Carmen y don Onofre me dijeron que no... ¿ Qué puedo hacer,
entonces?
—Nada.
—La vieja entró en la casa después de morir Antonia. En el caso de que nada tenga
que ver la muerte de la criada con la muerte del ama, ¿qué interés podría tener la vieja en
matar a doña Carmen?
—No lo veo... ¿Y Pedro?
—Tampoco.
—Cuando murió Antonia él estaba enfermo en cama. Ahora no tiene explicación que
ese hombre mate a su señora... Lo probable, don Gonzalo, es que el juego esté entre el
amo y la moza o entre los dos de acuerdo. Pero la cosa es muy difícil de creer para
nosotros. No digamos para el pueblo... ¡Hacen falta pruebas, y pruebas muy gordas... !
¿Aparecerán esas pruebas? Eso es lo que no sé... A lo mejor por los sucesos que vayan
ocurriendo lleguemos a poseer la evidencia de la culpabilidad, pero no las pruebas.
—Te comprendo...
—La autopsia de doña Carmen tal vez hubiera aclarado las cosas...
—No me martirices, Manuel, no me martirices... Yo te ayudaré en lo que sea...
—No se preocupe, a cualquiera le hubiera ocurrido igual. Lo peor del mundo es
cuando la infracción de la ley se da entre personas de las que nadie puede sospechar.
Todas las gestiones son dificilísimas. Si no trabaja uno bien amarrado, ¡adiós, Madrid, que
te quedas sin gente!
—En el difícil caso de que don Onofre se casara con Joaquinita, ¿tú crees que
sacaríamos algo en claro?
—No. En todo caso la evidencia, pero no pruebas.
—¿Y por dónde esperas esas pruebas?
—De la paciencia y el trabajo escrupuloso. Tengo mis planes, que se los comunicaré
en el momento oportuno. Usted es médico y tiene entrada libre en esa casa a todas horas.
Podrá serme muy útil en un momento determinado. Además, confío en la suerte. La
justicia tiene más suerte que los criminales. Pero hay que andar bien despierto.
—Bien, Manuel, veremos lo que se puede hacer.
Don Gonzalo parecía más animado y sin fatiga, con la perspectiva de colaborar con
Plinio.
A los pocos días al médico se le pasó el asma y volvió a su vida habitual. Ni una sola
noche faltaba a la tertulia del Casino. Algunas veces, sobre todo antes de comer, se
juntaban el médico, el veterinario, Plinio y el cura en el cuartillo de guardia de la sacristía.
Don Gonzalo, con aquellas conspiraciones y vigilancias, creía amortiguar sus
escrúpulos de conciencia profesional. El cura también parecía haber sentido una súbita
vocación policíaca.
Con el más absoluto de los secretos, de mutuo acuerdo, los tres personajes
originariamente sabedores del «asunto doña Carmen» se lo comunicaron al veterinario.
Fue condición impuesta por Plinio.
Pero hasta diciembre las especulaciones de los cuatro se limitaron a meras
elucubraciones imaginativas que Plinio escuchaba con paciencia, ya que no había la
menor apoyatura objetiva. La casa de la calle de la Luz seguía cerrada a cal y canto. Sólo
entraban y salían los habituales. Entre éstos, como la salud de todos los moradores parecía
excelente, no contaba don Gonzalo, y menos el cura.
Llegó un momento en que los cuatro hombres, a excepción de Plinio, comenzaron a
desfallecer por falta de materia comentable. Habían agotado todas las fuentes de su
imaginación. Fue entonces cuando Plinio, un poco por animarlos y otro poco por ver lo
que pasaba, sugirió la conveniencia de que el médico y el cura, que eran los más amigos
de la casa y cada uno por su lado, hiciesen a don Onofre una visita con cualquier pretexto.
El cura en seguida lo encontró. Iría a pedirle una limosna para arreglar la escalerilla de
la torre, que estaba en pésimas condiciones.
—Yo voy a hacerle un rato de compañía —dijo el médico, muy decidido.
Los dos fueron el mismo día, un domingo. El cura por la mañana y el médico por la
tarde. Anochecido, se reunió el cónclave en el cuartillo de guardia de la sacristía.
Cuando llegaron Plinio y el veterinario, el cura y el médico ya estaban allí.
Así que estuvieron juntos, el cura mandó a un monaguillo que había por allí a que se
fuese a jugar a la plaza y echó una «firma» al brasero.
Pimío pidió al cura que hablase primero.
Don Felipe se echó hacia atrás el bonete y se pasó los dedos por sus exhuberantes
cejas.
—He estado allí más de una hora. Onofre está muy bien. Impasible, como siempre.
Dice que así que acabe la vendimia, volverá a salir al Casino. Ha engordado un poco. Le
saqué el recuerdo de su esposa y se mostró muy sentido. «Era un ángel», dijo, pero pronto
desvió la conversación.
—¿Qué pasa del testamento? —preguntó Plinio.
—Me dijo que estaba en los últimos trámites. Como doña Carmen murió sin testar,
han tenido que hacer una declaración de herederos y no sé cuántos líos. Claro que el único
heredero es el marido. La cosa es fácil. Por cierto que me ha dicho que una vez que esté
completamente resuelto el asunto de testamentaría, me dará una crecida cantidad para la
iglesia, tal como hubiera hecho doña Carmen, caso de testar.
—Entonces ya está usted contento —dijo el veterinario, que era un tanto anticlerical.
El cura por toda contestación se encogió de hombros.
—¿Vio usted a Joaquinita? —preguntó Plinio.
—Sólo un momento. Pedí un vaso de agua por si acudía. Onofre llamó al timbre, pero
vino la vieja, que yo creo que es medio tonta... Cuando nos despedimos, vi a Joaquinita
cruzar por el patio de arriba. Me saludó muy ceremoniosa, pero no me atreví a pararla...
Como va uno con este complejo de policía...
—¿Y qué más? —preguntó el veterinario.
—Pues nada más... La casa tiene su ritmo de siempre. Nada me llamó la atención, si
he de ser sincero.
—Don Gonzalo tiene la palabra —dijo Plinio.
Don Gonzalo quedó silencioso y con una sonrisa que quería ser diabólica.
—¿Y qué? —preguntó don Felipe, impaciente. Don Gonzalo miró a todos, haciéndose
el interesante.
—Venga, suelte —insistió el cura.
—¡La bomba! —dijo el médico—. O yo no sé lo que me traigo entre manos, o
Joaquinita está preñada de tres o cuatro meses.
La noticia produjo el efecto esperado. El cura cubrió completamente sus ojos con las
cejas.
—¿Es que se le nota? —dijo, señalándose el vientre.
—No, ahí no —afirmó el médico—: en la cara.
El cura hizo un gesto de escepticismo.
—¿ Es que no me cree usted, don Felipe? —preguntó el médico, muy picado.
—Hombre, cómo no lo voy a creer... Es que la cosa es gorda.
—Sí, señor, muy gorda; pero hay mujeres que se les nota el embarazo en seguida. Y
ésta es una. Tiene un paño en la cara que a mí no se me despinta.
El cura volvió a menar la cabeza.
—Además estoy seguro que tiene vómitos y que es mal embarazo. Y usted, si se
hubiera fijado, habría visto lo mismo...
—Yo no entiendo de eso.
El veterinario sacó una risa de conejo.
—¡No, no entiendo, y es natural! —dijo el cura, mosqueado.
—¿Tú qué dices de eso, Manuel? —preguntó el veterinario a su oráculo.
—Me extraña que don Onofre cometa una pifia así.
—A lo mejor él no lo sabe —saltó el cura, ya en situación.
—Buena idea —dijo el veterinario.
Todos asintieron y el cura se esponjó, pasándose los dedos por las cejas.
—Si las cosas son como dice don Gonzalo, la situación se aclara mucho —añadió
Plinio,
—Naturalmente —dijo el médico.
—Claro, que no por eso aumentan las pruebas de la muerte de Antonia y del posible
asesinato de doña Carmen.
—Esta niñota lo que quiere es casarse con Onofre —exclamó el cura.
—Manuel, ¿no convendría poner en guardia a don Onofre? —dijo don Lotario.
Plinio movió la cabeza con gesto escéptico.
—No. Primero porque no hay pruebas... Lo segunda es que si las cosas han ocurrido
como suponemos, no sabemos hasta qué punto don Onofre pueda ser ajeno a las
maquinaciones de Joaquinita.
El veterinario asintió.
—¡Qué mundo, qué mundo, Dios mío! —exclamó el cura—. Pero si esa Joaquinita es
una cría...
—... Muy guapa —cortó Plinio.
—¡Si Onofre es un alma de Dios! —volvió a decir sin pararse en la aclaración del
guardia.
—Sí, pero él se trajo a la chica a servir a su casa. Es hija de unos caseros que tiene don
Onofre allá en Ruidera.
—Mira, Manuel —dijo el cura—, a la tal Joaquinita no la he tratado en mi vida, pero a
Onofre sí. Fuimos a la escuela juntos. No digo que no pueda haber sentido tentaciones
ante la moza una vez viudo, pero eso siempre que lo haya comprometido ella. Él es
hombre sin energía y de muy cortas iniciativas. Y, desde luego, de crímenes ni hablar... Él
es tontaina, como todos sabéis, para entendernos pronto.
—Sí, sí, fíate de los tontos —dijo el médico.
—Me fío, y usted también, que lo conoce como yo —cortó el cura—. Es incapaz...
¿No te parece, Manuel?
—Yo me atengo a lo que vaya trayendo el tiempo. Apenas he tratado a don Onofre,
aunque me inclino a lo que usted dice.
—El aguantar durante quince años a una mujer enferma de los nervios, que por
añadidura está obsesionada por el recuerdo de su primer novio, puede dar iniciativas al
más lerdo —dijo el médico.
—Desde luego la cosa tiene miga —confirmó don Lotario.
—Si a ello se añade que tiene al lado a una persona con gran imaginación llamada
Joaquinita... —dijo don Gonzalo mirando al cura.
—Todo puede ser..., todo puede ser. En este maldito mundo... Pero como él es tan
tranquilón y tan buenazo, se le hace a uno cuesta arriba —exclamó el cura.
—Sí, don Felipe, algunas veces tienen ustedes razón y la carne es el demonio —dijo el
veterinario.
—Yo lo que quisiera saber es qué hemos de hacer para evitar mayores males. Algo se
podrá hacer, ¿no? —preguntó el cura.
Plinio movió la cabeza con escepticismo.
—Entonces, cruzarnos de brazos y a esperar —siguió el cura con indignación.
—No se ponga usted así, don Felipe —dijo Plinio con ademanes calmosos—.
Veamos: vamos a ponernos en el más fácil de los casos: que tuviéramos la evidencia de
que la causante de todo era Joaquinita con la ignorancia total de don Onofre. Bien. Lo que
procedería en tal situación era prevenirle... Prevenirle era acusar abiertamente a
Joaquinita. ¿De qué? Primero de un crimen que ocurrió el carnaval pasado, sin prueba
alguna de que fuese ella. Segundo, de que remató a doña Carmen. ¿Fundados en qué?
En
un parecer del médico incomprobable. Usted tal vez como sacerdote podría hacerlo; sin
embargo, yo no se lo aconsejaría. No se puede acusar tan gravemente a nadie sin pruebas
decisivas, máxime si ella tiene ya, como afirma don Gonzalo, un hijo de don Onofre en
sus entrañas... Si a esto se añade que ignoramos hasta qué punto pueda tener parte don
Onofre en esa supuesta culpabilidad de su criada, hace, a mi juicio, totalmente
improcedente la intervención prematura. Por eso no me cansaré de aconsejarles, al menos
es lo que yo haré como único representante de la justicia, el esperar. Dice usted con razón,
don Felipe, que hay que evitar mayores males. Yo no los espero ya. Sea quien quiera el
culpable, o sean los dos, ya tienen el camino expedito para lograr sus fines. Nadie les
puede estorbar. La boda se hará sin impedimento y, si hay embarazo, se hará
inmediatamente. La vida de nadie corre ya peligro. Y, sin embargo, si se tiene paciencia,
el tiempo puede poner en claro las cosas y la justicia llegar a su fin.
—Tienes muchísima razón, Manuel —dijo el veterinario.
—¿Y si el tiempo no descubre nada?
—Pues el crimen quedará impune, como tantos otros —dijo el policía.
—El cargo de conciencia no los dejará vivir —afirmó el cura.
Las posteriores reuniones de los cuatro hombres no aportaron nueva luz sobre el
asunto en los finales del otoño. La vida seguía tranquila en la casa de la calle de la Luz. Y
los observadores, en absoluto encontraron materia comentable. Don Onofre, como había
anunciado, comenzó a salir al acabar la vendimia. Después de comer, vestido de riguroso
luto, se iba al «Círculo Liberal» y allí permanecía hasta media tarde, jugando al tresillo
con sus amigos. Pero la partida de don Onofre, desde la incorporación de éste a la vida
social del Casino, tenía un mirón más que los de costumbre: Plinio. Éste, desde que oyese
al cura y al médico que don Onofre iba a volver al Casino al final de la vendimia, con gran
dolor de su bolsillo se apresuró a hacerse socia del «Círculo» —él siempre fue asiduo del
«San Fernando»—, y comenzó a frecuentar la partida de don Onofre. Cuando éste volvió
a su tertulia, Plinio ya era un habitual en ella en calidad de mirón.
Durante dos meses largos, el policía no faltó una sola tarde. La gente lo creía abstraído
en los accidentes del juego, pero su verdadero estudio era la cara y reacciones de don
Onofre. Con la endemoniada costumbre que tenía Plinio de mirar entre pestañas, resultaba
muy difícil saber dónde posaba sus ojos.
Sus amigos y provisionales colegas en la investigación: el médico, el cura y el
veterinario, le preguntaban con frecuencia:
—¿Cómo va el tresillo?
Un día les dijo Plinio, que ya comenzaba a cansarse de su forzada misión:
—No he visto en mi vida un hombre más parecido a un niño que don Onofre. Hasta su
afeminamiento lo aniña más a pesar de su corpachón.
—Total, que no le ves un detalle —dijo el cura.
Plinio movió la cabeza negativamente.
—Ya te lo dije yo... Es un tontaina.
Cuando faltaban muy pocos días para Navidades, los tres amigos recibieron aviso
urgente del cura.
Plinio se imaginó para lo que era. Había oído a don Onofre decir en el Casino que iba
a pasar una larga temporada en el campo. Se reunieron en la rectoría al caer la tarde.
—Boda tenemos, amigos —dijo el cura sin preámbulos—. Hoy me ha llamado muy
secretamente don Onofre para avisarme que, con la mayor reserva, haga los preparativos
necesarios. Él me fijará el día y la hora. Por supuesto que esto no lo debe saber nadie.
Con
razón, quiere ahorrarse la cencerrada.
—¿Vio usted a Joaquinita? —preguntó el guardia.
—No. No apareció en toda la casa. Me permití insinuarle si no resultaría la boda
demasiado prematura, dado que no hace un año que había muerto doña Carmen. No me
contestó. Por primera vez en mi vida vi un gesto de dureza y decisión firme en su cara.
Creo que está bien cogido...
—Por lo visto la chiquilla es un águila —dijo el médico como para sí—. Se supo
ganar a doña Carmen hasta el extremo de ser su confidente y al mismo tiempo a Onofre,
hasta el altar.
—Esto de la boda estaba previsto —dijo Plinio con desmayo.
—Sí, tú lo anunciaste hace mucho tiempo —añadió el veterinario.
—Yo daría cualquier cosa por no hacer ese matrimonio —dijo el cura hablando
también para sí.
—Lo comprendo —asintió Plinio.
—Les advierto que muchas veces me dan ganas de coger al tontón de Onofre y
contarle las cuatro verdades del barquero... ¡Qué narices, para eso es uno cura!
—Ya hablamos de eso en otra ocasión —añadióPlinio con severidad.
—Sí, sí, sí —dijo el cura—, pero es que la cosa es muy gorda.
—En conciencia, usted no puede citar a don Gonzalo, cuya suposición es la verdadera
clave.
—Ya, ya lo sé, ¡uf! —Y, dando un puñetazo sobre la mesa, se levantó enrabiscado—.
Si cogiese yo a la niñota esa en el confesonario...
—La cogerá usted —dijo Plinio, sonriendo—. Y ella, naturalmente, le dirá lo que
quiera... Será una confesión angelical, aparte de lo del embarazo, naturalmente, que si
existe sí se lo confesará. Y él también.
El cura se paseaba como una furia por el despacho rectoral. De pronto, se detuvo ante
Plinio con verdadera indignación:
—Y tú, que eres tan buen policía, el mejor de España según dicen por ahí, ¿no puedes
hacer algo, no se te ocurre nada, no encuentras una prueba, la mínima para evitar este
matrimonio demoníaco? ¿El que esa víbora entre en la mejor sociedad de Tomelloso?
Plinio movió la cabeza, resignado. Luego, añadió:
—Yo soy un pobre guardia municipal, don Felipe... Bastante hace uno para dieciséis
reales que gana.
—Y a lo mejor la víbora es él —intervino el veterinario.
El cura lo miró con desprecio y siguió sus paseos enfurecido. Luego, más sereno:
—No sé si me estará permitido comunicarles el día y hora de la boda, no lo sé. De
todas formas es igual.
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