El día 22 de diciembre, cuando Plinio cruzaba la plaza a eso de mediodía, vio que don
Felipe le hacía una señal desde la puerta del cuarto de guardia de la sacristía.
—Esta noche, a las diez, los caso. No hace falta que lo digas a nadie más... ¿Para qué?
Mañana podemos reunimos a comentar.
—Está bien. ¿Hay alguna otra novedad?
—No.
—¿Vio usted a Joaquinita?
—Todavía no. Seguramente esta tarde.
—Bueno, entonces, hasta mañana.
—No comentes con nadie... Mañana, a las siete, en mi casa.
—Descuide.
Hacia las diez de la noche Plinio se apostó en una esquina próxima a la casa de doña
Carmen. Apenas llevaba unos segundos en su puesto de acecho, se dio una palmada en la
frente, y dijo para sí: «¡Idiota de mí!» Y echó a correr camino del callejoncito del Zurdo,
donde daba la parte trasera de la casa.
Apenas tuvo tiempo para apostarse de nuevo. En seguida se abrió al portada y salió de
ella una tartana pequeña, sin farol.
La siguió desde lejos. Se detuvo en la puertecilla trasera de la iglesia que da a la calle
de Veracruz. Cuatro personas bajaron rápidamente de ella entre las sombras del oscuro
callejón y entraron en la iglesia.
La tartana se marchó en seguida. Plinio se acercó a la puertecita trasera de la iglesia y
empujó, pero habían cerrado. Se quedó dando paseos. Aburrido, vio las otras dos puertas
de la iglesia. Estaban cerradas. Volvió a la calle de Veracruz y se ocultó a esperar. A las
once en punto volvió la tartanilla y se detuvo donde antes. El que la conducía, que a
Plinio desde lejos le pareció Pedro, se bajó y dio unos golpecitos en la puerta. Se subió en
la tartana. A los pocos minutos salieron cuatro personas que entraron rápidamente en el
carricoche.
Nuevamente Plinio lo siguió. Entraron en la portada que ya estaba abierta. Como no la
cerraban, Plinio aguardó. En seguida se oyó el motor de un coche. Salió el «Gran Paije»
de don Onofre. Conducía él. Milagrosamente, a Plinio le dio tiempo a correr hasta otro
callejón, si no, lo ven a las luces del auto.
Plinio decidió volver a su casa, ya era hora de cenar, cuando le pareció oír ruido y
alboroto de gentes. Aligeró el paso hacia la calle de la Luz. Mucho antes de llegar apreció
claramente, entre las voces, el sonar de cencerros y latas golpeadas. Por la plaza entró en
la calle y pronto, frente a la casa de don Onofre, vio un nutrido grupo de gente que
producía la algazara. La voz cantante la llevaba una mujerona descomunal llamada la
Minerala, que armada de un palo, golpeaba sobre el barreño de porcelana viejísimo, que
sostenía otra mano. La coreaban inmediatamente unos cuantos mozalbetes y muchachas
que, ferozmente, pegados a la puerta de la casa, daban porrazos sobre botes. Unos cuantos
movían cencerros y pretales de campanillas.
Por las bocacalles próximas, atraídos por el ruido y la algazara, acudía cada vez más
gente. Cuando a la Minerala le pareció que había suficiente concurso, levantó los brazos
con ademanes enérgicos para ordenar a todos que se callaran. Cuando lo consiguió,
preguntó con una voz estentórea:
—¿ Quién se ha casado?
Una moza gorda y con voz chillona que había a su lado respondió a todo pulmón:
—Don Onofre.
Volvió a preguntar la Minerala:
—¿Con quién?
Moza:
—Con la Joaquinita.
Minerala: —¿Para qué?
Moza:
—¡Para que le haga una pancita!
Al acabar la última palabra del verso improvisado, la Minerala hizo un ademán y
todos los cencerros, campanillas y latas comenzaron a sonar de manera ensordecedora.
Al cabo de unos momentos, la Minerala volvía a ordenar que callase el ruido, y ella
nuevamente volvía a hacer las mismas preguntas, que la moza gorda contestaba con
procacidades mayores, y que en seguida eran coreadas con risotadas y desconciertos.
A la escasa luz que había por aquella parte de la calle se veía mal; a la gente
apretujada, riendo sin freno, alzando los cencerros y las latas al tocarlos, sobre sus
cabezas.
Plinio se marchó para casa. Sabía que era inútil querer detener una «cencerra». Había
que esperar a que se cansasen y se marchasen. Como casi siempre en estos casos, no se
explicaba cómo la noticia de la boda había corrido tan aprisa... Posiblemente el pueblo
entero tuviese ya también su versión más o menos verosímil de los demás sucesos de la
casa de la calle de la Luz.
Al día siguiente, como anunció el cura, se reunieron los cuatro amigos en la casa
rectoral. Todos iban un poco pendientes de lo que pudiera contar el cura. Apenas
estuvieron sentados, el veterinario lanzó la primera pregunta a su estilo:
—¿Se confesaron con usted, don Felipe?
El cura lo miró, moviendo la cabeza:
—El albeitar puñetero no tiene remedio —dijo.
Don Lotario se rió meciendo mucho los hombros y guiñando el ojo a los demás.
—Sí, señor, se confesaron, pero no conmigo, sino con don Juan —dijo con gravedad
—. Le tenían avisado... Es algo que no me explico bien.
Y el párroco quedó como pensativo, con las peludas cejas muy alzadas.
—Ella —continuó— tenía un aspecto muy sereno y muy señor. Y escribe bien. No sé
cuándo habrá aprendido. Hizo una firma correcta.
—¿Le notó usted algo? —preguntó don Gonzalo.
—Pues... no podría decir que sí ni que no. Había poca luz en la iglesia, y ella,
naturalmente, si está como usted dice, debía de llevar faja... Pero no sé si influido por sus
sospechas, sí me pareció algo pálida y con la figura un poco alterada... Pero no me
atrevería a poner las manos en el fuego.
—¿Y él? —preguntó Plinio.
—Él como siempre... Con la misma cara de placidez que cuando se casó con Carmen
hace quince años... Lo verdaderamente interesante del asunto es que la gente ha
comenzado a comentar por ahí. La boda ha hecho que el pueblo repase los
acontecimientos ocurridos en esa casa de casi un año a esta parte, de la manera más
arbitraria... o no tan arbitraria. El pueblo tiene su instinto.
—¿Y qué dicen? —preguntó el médico.
—Muchas cosas... ¿Es posible que ustedes no hayan oído nada?
—Yo no —dijo don Gonzalo.
El veterinario y el guardia asintieron.
—Yo he oído que, según la gente, Joaquinita envenenó a doña Carmen —añadió el
cura.
—Eso mismo me han dicho a mí —dijo Plinio.
—Yo lo que he oído —dijo el veterinario— es que la mataron entre él y ella. Que,
además, era un proyecto viejo que descubrió la Antonia y por eso don Onofre mandó a un
guardaespaldas suyo que la matara.
—Es curioso... La gente no sólo adivina las intenciones, sino los hechos exactos —
comentó el cura—. Y Dios me perdone.
—Lo que no me explico bien es cómo la «cencerra» se organizó con tanta
puntualidad... Si empiezan unos minutos antes pillan a los desposados en la casa.
—Instinto, el instinto del pueblo... Aunque no debió de faltar algún alma caritativa
muy próxima a la parroquia que hablase lo que no debía —dijo el cura, y luego quedó
gruñendo.
—El que la gente se ocupe de esto nos va a perjudicar ahora, ¿no crees, Manuel? —
dijo el veterinario.
—Tal vez sí y tal vez no. Nunca se sabe. Lo que ocurrirá de momento es que,
especialmente a usted, a don Lotario y a mí, nos observarán con mucho cuidado, porque
supondrán que estamos sobre el negocio.
El veterinario asintió con la cabeza la mar de gozoso y dándose importancia.
—Estos comentarios populares pueden muy bien poner nerviosos a los presuntos
culpables y facilitar las cosas —dijo el médico.
—O ponerlos en guardia —replicó Plinio—. A nosotros, desde luego, lo que nos
conviene es oír cuanto se diga, pero desmentirlo y defender a don Onofre y a Joaquinita
en lo posible. No es conveniente que llegue a sus oídos que nosotros nos hacemos eco de
la gente.
—Es muy cuerdo lo que dices, Manuel —dijo el cura.
Los recién casados continuaban en su casa de campo «La Poza». Don Onofre venía al
pueblo los sábados a pagar a los gañanes y a comprar provisiones, y se volvía con su
mujer el domingo por la mañana. Procuraba darse a vistas lo menos posible y no aparecía
por el Casino.
Los comentarios de la gente no aminoraron de momento hasta la mañana del
Miércoles de Ceniza.
Aquella mañana Plinio estaba endemoniado por las últimas disposiciones del alcalde.
Ya, diez días antes del carnaval, había aparecido un bando dando instrucciones
severísimas para prevenir cualquier desgracia como la del año pasado. Hubo otras
instrucciones privadas a la Policía: una de ellas era que hicieran siempre su servicio con el
barboquejo caído. Este simple detalle traía de mal talante al jefe de la Guardia Municipal
de Tomelloso que no se arreglaba de llevar la correíta pegada a la barbilla. A cada instante
se pasaba el dedo por debajo del cuero o se encasquetaba más la gorra para que la tirantez
del barboquejo fuera menor. Otras veces iba a quitarse la gorra olvidándose de la sujeción
y se pegaba unos tirones de cuello que temía morir estrangulado. Plinio decía a sus
amigos:
—Creerá el señor alcalde que llevando el barboquejo caído tenemos más autoridad, si
no, no me explico.
Por si esto era poco, en prevención de que el Miércoles de Ceniza era el día de más
tráfago del carnaval, con el entierro de la sardina, el baile de gala y el concurso de
carruajes, el alcalde había dado la orden «descabellada», a juicio de Plinio, de que toda la
Policía prestase servicio permanente aquel día. La orden tomó desprevenido al jefe, que
¡estuvo de guardia todo el día anterior y tenía la perspectiva de otra noche sin dormir.
De este humor estaba Plinio hacia las once de la mañana en el cuarto de guardia, con
la gorra quitada por supuesto, cuando sonó el teléfono que había en la pared al alcance de
su mano.
Mejor que hablar escuchó unos segundos e inmediatamente colgó. Se encasquetó la
gorra, se metió el barboquejo hasta la nuez, y salió calle de la Feria arriba con una
velocidad inusitada en él. Algunas máscaras tempraneras, al verlo tan aprisa se volvían a
mirarlo. «De caza va Plinio», se decían. Dobló por el pasadizo de Toledo y entró en la
puerta de taquillas del teatrillo. Entró como un huracán y se plantó ante la taquillera. No
le dio tiempo a hablar.
—Don Isidoro está en el escenario —le dijo la muchacha.
Manuel salió a la misma velocidad que entró, cruzó el patio del teatro, pasó al patio de
butacas, ahora sin butacas y convertido en salón de baile. A la luz de la mañana las
serpentinas y colgaduras parecían decoloradas. Y por una puertecilla que había en la
orquesta, bajo el escenario, se metió arrastrando el sable.
En el escenario —el telón de boca estaba bajado— había varios empleados
desenrollando alfombras, moviendo un piano, colocando cortinas... Era la preparación del
tradicional baile de gala del Miércoles de Ceniza, con orquesta de Madrid, aquel año con
negros y concurso de disfraces.
Don Isidoro, con un gran puro en la boca, el sombrero en la mano y el gabán
desabrochado, miraba las maniobras de unos tramoyistas de espaldas al foro por donde
entró Plinio. Éste se aproximó al empresario y se llevó débilmente la mano a la gorra.
—Buenos días, don Isidoro.
—Buenos días
; Manuel. Un momento.
Don Isidoro, con gran calma, dio unas instrucciones más a unos cuantos que estaban a
punto de lanzar un piano escenario abajo con sus inhábiles esfuerzos.
Cuando el piano pareció seguro, don Isidoro llamó a Plinio a un lado del escenario y
puso un pie sobre una alfombra débilmente enrollada.
—Esta alfombra —dijo— es de la guardarropía del teatro. La ponemos cuando viene
alguna compañía de verso o en el baile de gala del Miércoles de Ceniza.
Plinio asintió.
—Este año —continuó el empresario— no se ha utilizado. Estaba tal como la dejamos
el jueves de carnaval del año pasado.
—¿Y cómo la vio y pudo ocultar quien fuera esas cosas que usted me dijo? —
preguntó Plinio.
—Ya he pensado en eso. He
cuenta de que se trataba de una gran sábana de cama de matrimonio que en su interior
contenía algo duro. Antes de que Plinio llegase al objeto envuelto, don Isidoro, poniendo
un pie sobre un pico de la sábana, le dijo:
—Fíjese usted en esto.
Plinio miró hacia el ángulo de la sábana que apuntaba el pie de don Isidoro.
—Sangre —dijo el empresario.
Plinio encendió su mechero y miró más de cerca. En efecto, se trataba de unas
salpicaduras de sangre ya un poco descolorida.
Plinio levantó los ojos hacia don Isidoro, que por su gran estatura la cabeza le quedaba
altísima, envuelta entre la nube de humo de su habano.
—Y en eso —dijo don Isidoro apuntando con el pie a otra zona un poco más alta de la
sábana.
Plinio tuvo que volver a encender el mechero. Miró con mucho detenimiento y tocó
suavemente con los dedos. Parecía sangre más clara y solidificada.
Manuel alzó de nuevo la vista hacia don Isidoro, con gesto ambiguo.
—Yo diría que son briznas de masa encefálica..., de sesos —aclaró, pues Plinio quedó
indeciso.
Plinio volvió a mirar. Por fin, casi temblando de emoción, iba a continuar desliando
cuando don Isidoro, cambiando su pie al otro pico de la sábana, volvió a decir:
—¡Y en eso!
Plinio tomó el pico y se lo levantó hacia los ojos. Había, bordadas con hilo blanco, dos
oes enlazadas.
Plinio, de sorpresa en sorpresa, volvió a levantar los ojos hacia el empresario.
—¡Dos ces! —dijo, quitándose el puro. —Carmen Calabria... —musitó el guardia.
Por fin tiró de la sábana con cuidado y un objeto metálico cayó sobre el suelo. Era un
bastón de hierro delgado, con el puño, que fue niquelado, lleno de orín. Plinio lo tomó
entre sus manos y se puso de pie.
—Es un bastón estoque —dijo Plinio mirando la empuñadura.
—Sí, pero quien lo usó no se fijó en lo que era. Mire usted...
Y le señaló el centro del bastón aproximadamente. Sobre el esmalte negro se veían
unas manchas y restregones rojizos.
—Más sangre.
Don Isidoro, que en aquel momento reencendía su puro, cosa rara en él, asintió
mirando de reojo.
Plinio, con un ligero esfuerzo, sacó el estoque. Estaba completamente limpio. En el
puño del bastón había grabado un perro largo, estilizado. Luego lió cuidadosamente la
sábana y el bastón.
Plinio, mientras asentía, pensaba en que sus éxitos policíacos habían despertado una
gran afición en el pueblo a los asuntos de esta especie y todo el mundo se sentía policía,
hasta don Isidoro, hasta el cura... Y sonrió para sí.
—Quien utilizó ese bastón y esa sábana entró en el escenario, cosa bien fácil un día de
baile, y metió su disfraz entre la alfombra.
—¿Y luego salió ya sin disfraz? —cortó Plinio, malicioso.
—Claro —dijo don Isidoro, pensativo.
—No lo veo claro.
Don Isidoro quedó mirando al suelo, con las manos en la espalda y el puro en la boca.
—Depende de si el... digámoslo, asesino, era persona muy conocida o no lo era —dijo
don Isidoro mirando de reojo a Plinio, que también parecía pensativo con la sábana bajo
el brazo.
—Podía llevar otro disfraz debajo..., total una sábana —dijo Plinio.
Don Isidoro, sin quitarse el puro de la boca, comenzó a asentir reiteradamente con la
cabeza.
—Lo sorprendente —dijo el empresario— es que se le ocurriera venir a esconder esas
cosas a un baile.
—En un baile de carnaval, se esconde todo.
—Lo que me choca también es que supiese que estaba ahí la alfombra.
—O no; entraría por todos sitios buscando un lugar adecuado y se topó con la
alfombra...
—Oiga usted, Manuel —dijo don Isidoro después de una pausa—, ¿ cómo sabía usted
que el presunto criminal había estado en el baile la tarde del domingo de Piñata y se había
dejado algo?
Plinio, antes de responder nada, con gran sosiego, se desabrochó un botón de la
guerrera, y del bolsillo interior se sacó una vieja cartera sujeta con una goma y de uno de
sus departamentos sustrajo algo envuelto en un papelito de seda. Lo desdobló con cuidado
de relojero, y mostró la entrada famosa que encontrase en el estribo del «Gran Paije» de
don Onofre.
Don Isidoro la examinó con gran cuidado y se la devolvió al jefe de la Guardia
Municipal de Tomelloso, al tiempo que entornaba los ojos. Parecía querer adivinar el sitio
exacto donde había sido hallada.
—Esta entrada —dijo Plinio, haciéndose cucamente eco del pensamiento del
empresario— la encontré la misma tarde del crimen en... cierto lugar.
—Ya.
Plinio, con el lío bajo el brazo se fue derecho al herradero de don Lotario. Allí lo
guardaron en la vitrina del instrumental bajo llave. Luego localizó por teléfono desde el
herradero al médico forense, y le rogó que fuese. El cura y don Gonzalo, atraídos por los
rumores que corrían por la calle, se presentaron casi al mismo tiempo en el herradero.
Plinio tuvo que enseñarles el hallazgo inmediatamente. Cuando estaban con la sábana y el
bastan de hierro sobre la mesa del laboratorio, llegó el forense.
—¿ Recuerda usted las heridas de Antonia, la que mataron el domingo de Piñata del
año pasado? —le preguntó Plinio.
—Sí.
—¿Con qué cree usted que se las hicieron?
—Ya se lo dije..., con un palo o un bastón.
—¿Pudo ser éste?
El médico lo tomó entre las manos y comenzó a examinarlo con detenimiento:
—Esto es sangre —dijo con voz desganada señalando unas manchas.
—Eso parece.
—No cabe duda —dijo don Gonzalo,
El forense guiñando el ojo miró con el otro el bastón desde la contera:
—Tiene un poco alabeo.
Todos comprobaron la observación del médico.
Luego examinaron la sábana.
—Y eso tampoco cabe la menor duda de que son sesos —afirmó el cura.
—Puede ser —dijo el forense con su acostumbrada ambigüedad.
—Eso lo veremos ahora mismo —repuso don Lotario destapando su pequeño
microscopio.
Todos volvieron los ojos hacia el microscopio. Don Lotario comenzó a raspar algunas
de aquellas motitas que depositó sobre un «porta». Con mucho cuidado lo colocó en el
microscopio y empezó a manipular en él. Miró unos instantes y levantó la cabeza
sonriente:
—Vea usted —dijo al forense.
El forense echó el sombrero hacia el cogote y miró con detenimiento:
—Una de las motitas es de barro seco —dijo sin despegar el ojo y con voz de
aguafiestas—. Las otras sí.
—¿Sí qué? —preguntó el cura.
—Sí son masa encefálica.
Todos fueron desfilando por el microscopio.
Cuando Plinio consiguió quedarse solo, que no fue hasta la hora de comer, pensó
seriamente que su plan de trabajo inmediato debía desarrollarlo personalmente, o lo que
era igual, con el único auxilio de don Lotario y de sus guardias. No era cosa, llegada la
hora de la verdad, de tener que dar cuenta de todos sus pasos y propósitos a todas las
fuerzas vivas del pueblo. Además, dada la popularidad que había tomado el asunto,
procuraría obrar con el mayor sigilo y hacerse ver lo menos pasible.
El cura le había dicho secretamente en el herradero que don Onofre le había encargado
una misa en sufragio del alma de Antonia para la primera hora de la mañana del domingo
de Piñata, fecha del aniversario de su muerte.
Consideraba Plinio que su primer paso debía ser hacia don Onofre, pero aisladamente,
sin la proximidad de Joaquinita. Por ello desterró la idea de ir a «Las Pozas». Era
preferible aguardar a que volviese al pueblo el sábado. Para ello había que esperar hasta
tres días, pero merecía la pena contener la impaciencia. La contrapartida es que se
enterasen del escándalo que había por el pueblo. Pero no era fácil, ya que «Las Pozas»
quedaban lejos, y en aquellos días de carnaval no era probable que fuera allí nadie.
Tampoco le venía mal el tener reposo aquellos días para madurar adecuadamente el plan a
seguir y las posibles complicaciones y sorpresas que podían surgir.
Pasada la euforia del Miércoles de Ceniza, la gente volvió al tema y todo eran cabalas
de si Joaquinita había matado a las dos mujeres o había sido don Onofre. Había otro
bando que repartía los muertos de manera caprichosa. Unos decían que Joaquinita había
matado a la Antonia y don Onofre a su mujer, y otros preferían la combinación contraria.
Pues era admitido entre todos que doña Carmen había muerto envenenada.
Debido a su prolongado trabajo durante el martes y el miércoles, Plinio pasó todo el
día del jueves en su casa. Quería darse a vistas lo menos posible para evitarse molestias.
El viernes apenas salió del cuarto de guardia para tener una conferencia obligada con
el señor juez, que le entregó toda su confianza; y otra conferencia, digamos de cortesía,
con el alcalde, que era primo hermano de Carmen. El alcalde estuvo discretísimo y
solamente se interesó por el hallazgo de la famosa sábana y el bastón.
El mismo viernes por la noche se entrevistó con don Lotario en su casa y le dio las
siguientes instrucciones:
—Mañana por la mañana, temprano, deja usted el «Ford», con la sábana y el bastón,
en la portada trasera de la casa de doña Carmen. A las siete en punto nos juntamos en la
buñolería de la Rocío. Mientras estamos en la buñolería, que Maleza nos aguarde en el
auto.
El sábado por la mañana Plinio mandó a un guardia vestido de paisano que vigilase
desde un lugar discreto la llegada de don Onofre a su casa y se lo avisase inmediatamente
a la buñolería. Sabía que llegaba aproximadamente a las ocho, pero quería ser el primero
que hablara con el recien casado.
Luego se marchó a la buñolería, que aquel frío día de febrero estaba poco concurrida a
las siete de la mañana.
—Dichoso lo ojo —dijo la Rocío al verle entrar.
Y se volvió en seguida a prepararle el café.
—Don Lotario de su arma ya se ha ido con los churros para sus niñas. Ha dicho que
viene en seguidita.
Plinio, impaciente, tomó un buñuelo que había cortado sobre el mármol y comenzó a
comerlo.
Rocío, al servirle el café, le miró con guasa:
—Me han dicho que ahora se dedica usted a recoge sábanas viejas. ¿Es que va usted a
poné una trapería?
Entraron unas mujeres y Rocío se calló. Plinio comenzó a mojar con delectación sus
buñuelos en el café solo.
Cuando salieron las mujeres, Rocío siguió:
—Le arvierto que a mí no me importaría que me mataran estando usted vivo, porque
tarde o temprano daba con er crimina...
—Ponme otro café, gitana —le dijo Plinio, sonriendo.
—¡Ay, Manué de mi arma! Si no estuviese ya casao y tan pochito, que se casaba usted
conmigo lo saben los guardias, ¡digo!
—Eso puedes asegurarlo —dijo Plinio.
—¿No ve... ? Si ya lo sabía yo que usted me tiene ley.
Y comenzó a reír con todas sus ganas.
—Y lo de pochito, no creas, no creas...
—Ya lo sé, sabueso, si é por consolarme...
En estas entró don Lotario resoplando bajo la capa.
—Ponme un cafelito con gotas, Rocío, que hace un frío endemoniado —dijo el
veterinario.
—¿Ve usted, Manuel Con don Lotario no me casaba, lo que son las cosas, aunque
tiene carrera y auto...
Don Lotario quedó mirándola con sus ojos vivos y sin comprender.
Plinio comenzó a reír con tantas ganas que se le salía el café por las comisuras.
Luego de consumir su desayuno, ambos amigos encendieron los cigarros y aguardaron
en una punta del mostrador mientras Rocío despachaba a la gente que iba llegando.
Sobre las ocho y cuarto apareció el guardia vestido de paisano en la buñolería y le hizo
una seña discreta a Plinio.
Plinio y don Lotario salieron en seguida.
—Acaba de llegar. El coche está parado en la puerta.
—Tú puedes marcharte —dijo el jefe al guardia—. Usted —al veterinario— me
espera en el coche. Hasta luego.
Y Plinio salió con paso rápido hacia la calle de la Luz.
La puerta de la casa de doña Carmen estaba entreabierta; no obstante, llamó
discretamente.
—¡Pase! —gritó don Onofre desde la escalera. —Buenos días, don Onofre —saludó
Manuel, llevándose la mano a la visera.
—¡Hola, Manuel! ¡Cuánto bueno! —le respondió el dueño de la casa, que en aquel
momento se disponía a subir la escalera, vestido con una recia pelliza de caza y gorra de
visera—. ¡Sube, sube y desayuna conmigo!
Plinio subió la escalera hasta la altura de don Onofre, que le dio la mano con mucha
euforia.
Ambos, emparejados, subieron la escalera de mármol. Mientras, Plinio pensaba si
debía darle su felicitación por el reciente matrimonio. Por último decidió no hacerlo; no
resultaba oportuno ni sincero dado el motivo de la visita.
Entraron en el comedor de siempre. La salamandra estaba encendida a todo meter. Vio
Plinio que habían colgado una gran fotografía de doña Carmen, que la representaba en los
años de su mocedad. Sonreía tiernamente y tenía unos guantes blancos en la mano. El
pelo rubio, hecho breve moño, enmarcaba aquellos ojos plácidos y dulces. Plinio suspiró
levemente.
La vieja preparaba el desayuno a don Onofre.
—Tráele a Manuel.
—Gracias, acabo de hacerlo.
—Manuel, no me desprecies una taza de café.
Plinio sonrió.
«Este hombre, lleva razón don Felipe, es un alma de Dios, o es el tío más hipócrita que
pisa la Tierra», pensaba el convidado.
En efecto, don Onofre le sonreía con una franqueza y limpieza de gesto, a pesar de su
blandura de ademanes, que a Plinio se le deshacía por momentos el cúmulo de sospechas
que abrigaba contra él.
Trajeron el negro café, humeante y aromático y unas tostadas doradas.
—Tú dirás, mi buen Manuel... —le preguntó don Onofre, sonriendo.
—Vengo... a que vea usted unos objetos que hemos encontrado.
—¿Unos objetos?
—Sí.
—Veamos... —dijo don Onofre, con cara de no comprender.
Plinio se tomó el café de un solo trago y dijo:
—Los tengo ahí abajo. Si me permite usted unos segundos...
Don Onofre hizo una confusa afirmación con la cabeza.
Plinio bajó a la portada y abrió el postigo.
Don Lotario, sentado al volante, leía el periódico.
—¿Qué hay, Manuel?
—Déme usted el fardo.
—Toma. ¿Qué... ?
—Todavía no hemos empezado. Esté usted dispuesto, que así que baje nos vamos de
viaje.
—De acuerdo. ¡Suerte!
Plinio llegó de nuevo al comedor, con su lío envuelto en periódicos, y lo dejó sobre un
sillón.
—Veamos eso, Manuel.
—Acabe usted su desayuno tranquilo.
—Me tienes impaciente con ese misterio.
—No se preocupe.
Mientras el señor acabó de desayunar hubo un absoluto silencio. Ambos pensaban. Por
fin, el mismo don Onofre se puso de pie y fue hacia el paquete. Plinio desenvolvió los
papeles con cierto cuidado y tiró del bastón de hierro. Lo puso sobre las manos de don
Onofre y aguardó. Éste le dio unas vueltas entre sus manos. Y luego sacó el estoque.
—¿Conoce usted este bastón?
Don Onofre afirmó con la cabeza. Y, luego:
—Sí..., estaba en el desván. Era del padre de Carmen... o de un hermano, no sé...
Cuando nos casamos y vine a vivir a esta casa, aquí estaba. ¿Dónde lo has encontrado?
—Ahora le explicaré —dijo Plinio, mientras desdoblaba la sábana. Buscó el pico
donde estaban las iniciales—. ¿Reconoce usted este bordado?
Don Onofre lo miró con detenimiento.
—Sí, es el bordado que lleva toda la ropa de cama de esta casa.
Como sin darle importancia, Plinio señaló con el dedo las salpicaduras y manchas que
había en los bajos de la sábana.
—Esto es sangre y salpicaduras de sesos...
Don Onofre quedó mirando a Plinio con la boca entreabierta y la mirada turbia.
Plinio tomó el bastón y señaló también las manchas marrones que tenía.
—Esto también es sangre.
Don Onofre se sentó en el sillón y quedó laxo.
—¿Dónde has encontrado estas cosas, Manuel?
—Estaban en una alfombra del teatrillo, desde el domingo de Piñata del año pasado.
La alfombra que se pone en el baile de gala del miércoles. Al desenrollarla este miércoles,
apareció.
Hubo un largo silencio. Por fin, don Onofre, después de beber agua, dijo casi
suplicante:
—¿Y qué piensas, Manuel?
—Pienso lo que usted, don Onofre, que estas cosas salieron de esta casa la tarde del
domingo de Piñata, la tarde que mataron a la Antonia.
—¿Y quién las sacó? —preguntó con el labio tembloroso don Onofre.
—Sólo tres personas —dijo Plinio, soltando las palabras una a una—: doña Carmen,
que en paz descanse; Joaquinita..., quiero decir doña Joaquina.., o usted.
Don Onofre se puso la cara entre las manos:
—¡Dios mío! ¡Dios mío! —exclamó.
El silencio se prolongó mucho. Don Onofre seguía con las manos en la cara; por fin,
Plinio volvió al ataque:
—Cuando el año pasado, a raíz de la muerte de Antonia, vine a hacer unas
indagaciones casi protocolarías, ni usted ni doña Carmen pudieron demostrarme de una
manera clara que Joaquinita no había salido de esta casa entre las seis y media y ocho de
la tarde...
—¿No querrás decir, Manuel, que quien salió fue Carmen... o yo?
—No, no, no es eso lo que quiero decir. Quiero decir que ustedes no tenían la
seguridad de que Joaquinita no hubiera salido. Les parecía que no, no habían notado su
ausencia, pero la certeza de que permaneció en esta casa no la tenían.
—¿Y qué motivos podía tener aquella chica..., mi actual mujer, para matar a la
Antonia? —preguntó con ademanes casi patéticos.
—Eso es lo que quiero que entre usted y yo tratemos de averiguar.
Don Onofre miró a Plinio anonadado. Parecía que por momentos su corpachón se iba
haciendo insignificante.
—Vamos a ver, don Onofre. Me tiene usted que contestar con toda sinceridad, como si
estuviese ante un confesor.
Plinio se había puesto de pie y paseaba llevando el sable ante él cogido con ambas
manos.
—¿Qué tal se llevaban habitualmente Antonia y Joaquinita?
—Bien... Antonia era muy rara. Posiblemente tenía celos de Joaquinita, porque
Carmen le tomó mucho afecto y Antonia quería tener a Carmen en exclusiva.
—¿Riñeron alguna vez?
—No lo recuerdo; sí había entre ellas.., digamos, falta de cordialidad.
—Bien, bien, algo es algo; sin embargo, eso no justifica el asesinato de la vieja.
—Desde luego, Manuel.
—Vamos a una pregunta más delicada, que le ruego me conteste con sinceridad. Sus
relaciones... amorosas con Joaquinita, ¿cuándo comenzaron?
Don Onofre bajó la cabeza. Por fin, casi musitó:
—Hace mucho tiempo... A poco de entrar aquí.
—¿Notó algo doña Carmen?
—La pobre..., no.
—¿Y Antonia? Eso es muy importante. Recuerde bien.
—Era una mujer muy silenciosa. Disimulaba muy bien, pero era astuta y suspicaz. No
me era simpática, Manuel.
—Ya... Pero ¿usted cree que notó algo?
—No tengo pruebas, Manuel, pero estoy seguro. No se le escapaba nada.
—¿A usted no le dijo nada entonces?
—No, por Dios.
—Pero a Joaquinita sí pudo decirle, e incluso amenazarla...
—Joaquinita no me dijo nunca nada.
—No habría conseguido más que preocuparle, sin posible remedio. Usted, en
conciencia, ¿no podía echar a Antonia?
—No.
—Ahora, un día, Antonia podía decírselo a doña Carmen. Y en ese caso, lo seguro es
que doña Carmen le rogase a usted que despidiese a Joaquinita.
—Es posible.
—Entonces Joaquinita decidió ella misma arreglar las cosas por su cuenta.
—¡No, Manuel! Es mi mujer... Lleva un hijo mío en sus entrañas. No puede ser. Hay
que arreglar esto como sea... Ella es buena, me quiere mucho... Yo también la quiero,
Manuel. Con ella encontré la felicidad del matrimonio. La otra, pobre..., ya sabes.
—Don Onofre, a pesar de lo tremendo que esto es, resulta preferible poner las cartas
boca arriba. Usted no sabe con quién se ha casado. De verdad, no tuvo usted vista...
Todavía hay algo más grave que usted debe de ignorar...
Don Onofre quedó mirando a Plinio con verdadero terror.
—¿Qué, Manuel?
—El médico de cabecera tiene casi la absoluta seguridad de que doña Carmen no
falleció de muerte natural.
Don Onofre volvió a ocultar la cabeza entre las manos:
—No...
—Parece que murió asfixiada. Alguien debía esperar con verdadero placer que
muriera de una pulmonía, hasta cierto punto provocada, pero cuando el médico dijo que
parecía haber pasado el peligro, ese alguien, inmediatamente se ocupó de obrar en lugar
de la pulmonía... Casarse con don Onofre era importante... Se pasaba a ser dueña de todo
el capital de él y el de los Calabria... Máxime si ya tenía síntomas de embarazo.
Don Onofre seguía con la cabeza entre las manos. Plinio no quiso darle reposo, sin
embargo.
—Pero usted, don Onofre, no podía estar absolutamente ignorante de todas estas
cosas. Son demasiado gordas para que pasen inadvertidas a un hombre de mundo como
usted. Algo presentía, ¿verdad? ¿Por qué se casó con ella, entonces? Es muy difícil que
nadie lo crea totalmente ignorante. ¿No comprende? Usted odiaba a su mujer, que nunca
fue suya totalmente, que siempre, siempre le traicionó con el pensamiento. Que sólo vivió
para recordar a su novio... A usted también le interesaba mucho que desapareciese doña
Carmen, ¿verdad, don Onofre? —dijo Plinio poniéndole la mano en el hombro—.
¿Verdad que usted sabía, no queriendo saber, lo que ocurrió? Usted es el cómplice moral
de ella. A la gente no se le escapan las cosas. ¿Y sabe usted lo que dice? Que usted
envenenó a doña Carmen.
Don Onofre comenzó a sollozar sordamente. Plinio calló. Durante unos minutos paseó
por la habitación un poco sofocado, con gesto de gran amargura. Prefirió dejar que don
Onofre se desfogase.
En vista de que la congoja de don Onofre se prolongaba demasiado, Plinio se
entretuvo en hacer cuidadosamente un paquete con la sábana y el bastón de hierro.
Por fin pareció serenarse después de un gran esfuerzo, pero nada dijo.
Plinio miró el reloj.
—¿No tiene nada que decirme, don Onofre?
—No, Manuel... Te ruego que me dejes un poco de tiempo para pensar en estas cosas.
—Como usted quiera. ¿ Nos veremos esta tarde?
—Bueno, aquí estaré.
—Adiós.
Manuel tomó el lío bajo el brazo y salió solo por el corral. Abrió el postigo de la
portada.
Don Lotario estaba aterido, envuelto en la capa.
—¡Qué barbaridad, Manuel! Creí que no venías. Manuel dejó el lío en la parte trasera
del coche y tomó asiento junto a don Lotario.
No fue fácil arrancar el coche. Cuando el motor petardeaba normalmente, don Lotario
preguntó con cierta impertinencia:
—¿ Se puede saber dónde vamos? Estoy helado.
—Vamos a «Las Pozas». ¿Dónde quiere usted que vayamos?
El campo estaba totalmente vestido de invierno. Las viñas asomaban como cabezas
casi negras y en las tierras rojizas y pardas apuntaban verdosos los cereales. La llanura
completamente callada yacía bajo un cielo límpido y delgado.
Sobre la carretera se dibujaba la sombra del «Ford» de don Lotario como un tinglado
altísimo y un poco en tenguerengues.
Plinio iba encogido, con ambas manos en los bolsillos de la pelliza y la gorra metida
hasta las cejas.
Don Lotario, como siempre, iba como apescado al volante, mirando los accidentes del
camino con verdadera ansiedad.
—¿ Qué dice don Onofre? —preguntó al guardia.
—Nada, absolutamente nada. Se ha limitado a escuchar y a llorar.
—¿Y ahora vamos a interrogar a Joaquinita?
—Sí... A intentarlo por lo menos...
—Tú sabes más de estas cosas que yo, Manuel, pero si ésta se niega a hablar también,
con todo nuestro golpe de sábana y bastón, no hacemos nada.
—Ya lo sé. No tenemos más remedio, para coger la fruta de estos árboles, que
menearlos una y otra vez a ver si cae algo.
—¿Tú no fías más que en eso? No me engañes, Manuel... Tú tienes algún otro plan.
—No, don Lotario. No fío más que en eso y en la Providencia. Esto es como una
partida de cartas, sabes que uno de los jugadores tiene los triunfos, pero no puedes
volverles las cartas a la fuerza para verlas. Como uno no las enseñe por descuido o
cálculo, estamos perdidos.
—El pueblo está muy interesado en este asunto, Manuel.
—El pueblo que se meta en sus cosas.
—Te juegas tu prestigio.
—Prestigio..., prestigio... Yo lo que necesito es que me suban el sueldo.
Pasaron un repecho y aparecieron los chopos que rodeaban la casa de «Las Pozas». El
olor del río llegó hasta ellos. En lo alto de un cerrito próximo se veía, en silueta, un
labrador inclinado sobre el arado, arrastrado por dos mulas.
—¡Qué finca han hecho aquí! —exclamó don Lotario.
Plinio no contestó.
Entraron por el camino particular
de la finca.
—Párese usted un poco apartado de la casa. A ver si podemos llegar muy de sorpresa.
—Me parece bien. ¿Yo voy contigo?
—Sí..., a ver si así entra usted en calor. Pare aquí mismo. Coja usted el paquete.
Vamos a ver cómo pinta esto.
Llegaron sin ver a nadie hasta la puerta principal de la casa. Al entrar a una especie de
zaguán con trofeos de caza se dieron de manos con Pedro, que quedó un poco sorprendido
al ver al guardia y a don Lotario.
—¿Dónde está Joaquinita? —preguntó Plinio con aire amenazador.
—Ahí... —señaló el viejo casi temblando—. Está con su padre...
Plinio se dirigió a la puerta que señalaba el viejo y abrió. Ya dentro, preguntó:
—¿Se puede?
Joaquinita y su padre, sin duda interrumpidos en la conversación por tan brusca
llegada, quedaron sentados, mirando a los que entraban con cierta hostilidad.
Don Lotario dejó el paquete encima de la mesa y las miradas del padre y de la hija
fueron hacia él con poco disimulo.
Joaquinita y su padre estaban sentados junto a la chimenea encendida y crepitante.
Durante unos segundos nadie dijo nada.
Por fin, Joaquinita, cuyo embarazo se notaba ostensiblemente, se esforzó en dulcificar
el gesto:
—Acerquen sillas y siéntense..., si vienen de asiento.
—¡Vaya un frío que hace! —dijo Plinio, una vez sentado y alargando las manos hacia
la lumbre.
Como volvió el silencio, Joaquinita habla de nuevo:
—¿Venían ustedes aquí o van de paso?
—Esto no es paso para ninguna parte —respondió Plinio.
—Hombre, la carretera... —apuntó Inocente.
—La carretera, sí, pero el camino de la finca, no.
—¿Quieren ustedes tomar algo?
—Muchas gracias. Traemos aquí unas cosas que queremos que veas...
—Muy bien.
El padre de Joaquinita, con su cara delgada, bien empotrada la boina, no perdía de
vista, con sus ojillos redondos, los movimientos de Manuel. Estaba más pálido que nunca
y sus labios finos y resecos se apretaban entre un acoso de arrugas que le convergían en la
boca.
Plinio hizo una señal a don Lotario para que acercase el paquete.
—¿Cuándo ha venido usted del pueblo? —preguntó Plinio al padre de Joaquinita a
bocajarro. —Est... —empezó a decir el hombre.
—No viene del pueblo —interrumpió ella.
—Vengo de la casa —dijo el viejo sordamente.
—Usted ha venido esta misma mañana del pueblo —afirmó Plinio con rotundidad.
—Si usted lo dice...
—¿Dónde tiene usted el carro?
—Ahí, en el porche.
—Vaya usted, haga el favor, don Lotario, a ver qué hay en él.
Don Lotario, que había dejado el paquete sobre las piernas de Plinio, salió rápido.
—¿Se puede saber a qué vienen estas preguntas? —dijo Joaquinita simulando
dignidad.
Plinio desenvolvió los paquetes con pausa.
—Caprichos que tiene uno. Tomó el bastón entre sus manos y lo enseñó.
—¿Tú has visto esto alguna vez?
Joaquinita simuló fijarse.
—No, señor. No recuerdo haberlo visto.
—¿Y esta sábana? —añadió poniéndole el bordado cerca de los ojos.
—Es una sábana de mi casa.
—Eso es de «tu» casa..., y esto también es sangre de «tu» casa.
—Ya sé por dónde va usted —dijo, mirando a su padre.
El padre asintió con la cabeza y sacó una media sonrisa.
—Esto es lo que llevaba la máscara que mató a la Antonia—dijo ella.
—¿Cómo lo sabes?
—Lo sabe todo el pueblo.
—¿Y cómo sabes tú que lo sabe todo el pueblo? —inquirió Plinio mirando al padre.
En aquel momento entró don Lotario.
—¿Qué hay en el carro?
—En las bolsas hay paquetes de comestibles de «Casa Soubriet» y sardinas frescas.
—Está bien, don Lotario. Siéntese a la lumbre que estamos aquí con un poco de
plática. —Y dirigiéndose al padre de Joaquinita—: De modo que usted le ha traído la
noticia... Eso está bien. Nos ahorramos muchas explicaciones —continuó Plinio—. Pero el
pueblo también sabe quién mató a la Antonia.
—¿Ah, sí? ¿Quién?
—Tú.
—¿ Qué le parece a usted, padre? —dijo Joaquinita sin inmutarse.
—El pueblo está equivocado y usted también —dijo el padre lacónicamente.
—Entonces, sólo ustedes saben la verdad, por lo que veo.
—La mató mi yerno —dijo el viejo sin dejar de mirar a la lumbre.
—¿Es posible? —dijo Plinio, mostrándose muy sorprendido y mirando a Joaquinita y
luego a don Lotario.
—¿Usted puede probar esa grave acusación? —le preguntó Plinio.
—Yo, no; pero mi hija, sí.
Plinio sacó la petaca en señal de gravedad y de proximidad de asuntos importantes,
dio a todos, y se puso a liar un cigarrillo. Luego de un breve silencio, se dirigió a
Joaquinita con tono profesoral:
—Estoy esperando que hables.
—No tengo que decir más de lo que ha dicho mi padre. Desgraciadamente, él la mató.
—¿Por qué?
—Ella sabía que Onofre y yo nos veíamos a solas y amenazó con decírselo al ama
Carmen.
—Ya... ¿Y tú sabías que él la iba a matar?
—No. Pero lo vi salir aquella tarde, hacia las seis.
—¿Por dónde salió?
—Por la portada.
—¿Vestido de máscara?
—Sí.
—¿Con esto?
—No; iba vestido de militar antiguo.
—¿Y esto? —dijo Plinio señalando la sábana.
—Llevaba un lío bajo el brazo que debía de ser la sábana y el bastón.
—¿Cuándo volvió?
—Poco después de las siete.
—¿ Él sabe que tú lo viste?
—No. Yo me imaginaba algo y lo aceché.
—¿Por qué no lo denunciaste?
—No estaba segura y además yo no soy chivata... si llegaba el caso.
—¿Cómo te casaste entonces con un criminal?
—Como no se descubrió... No todos los días el amo quiere casarse con una criada
como yo. Además, estaba embarazada.
—Y a doña Carmen, ¿quién la mató?
—Él.
—¿Lo viste tú?
—No lo vi, pero fue el único que entró en el cuarto después de marcharse el médico.
Estuvo un rato largo y luego vino al comedor hasta las doce.
—¿Tú sabías que doña Carmen no había muerto por enfermedad?
—No lo supe hasta que me dijeron lo que corría por el pueblo, pero no me extrañó.
—¿Tú sabes cómo la mató?
—Dicen que la envenenó.
—Si se enamoró de mi hija, no había necesidad de hacer tantas tropelías; todo se
arregla con el tiempo —terció el padre sentencioso.
—Bueno, pues, vamonos —dijo Plinio.
—Esperen y tomen un bocado —dijo Joaquinita.
—No. Y ustedes se vienen con nosotros también. Esta declaración hay que repetirla en
el Juzgado y firmarla.
El padre y la hija se miraron indecisos.
—No hay más remedio —concluyóPlinio.
Al cabo de una media hora arrancaba de nuevo el «Ford» de don Lotario con los
cuatro viajeros.
Al amor del mediodía el sol caldeaba un poco más. Desde lejos el pueblo se veía como
una cinta blanca, coronado de la torre negruzca de la iglesia y de las altas chimeneas de
las fábricas de alcohol, que desliaban unos humos densos y grisantones.
Plinio, por el retrovisor del coche, observaba de reojo las caras de Joaquinita y su
padre.
Él, pequeño, delgado y vestido con chaqueta de pana lisa y boina, tenía una expresión
impasible. Sus ojos, pequeñísimos, parecían reflejar las cosas más que mirarlas. Sus
labios, pequeños, finos y resecos, parecían algo mineral o arcilloso.
Joaquinita, palidísima, ancha la frente, correctos los rasgos y de ojos grandes, parecía
haber envejecido mucho durante los últimos meses. Su perfil acusaba una fortaleza y
decisión propias de un carácter que hasta hacía muy poco no se habría adiviando en ella.
Erecta en el automóvil, totalmente inmóvil, llevaba la cabeza levemente vuelta hacia el
paisaje. Como un muñeco o una estatua se movía al impulso de los movimientos del auto,
sin la menor flexibilidad, como zarandeada. Plinio se fijaba especialmente en sus manos,
entre delicadas y fuertes, cruzadas a la altura del estómago, sobre su vientre
ostensiblemente abultado, inmóviles. Representaba una extraña mezcla de labradora y de
señorita, con una cabeza llena de ideas fuertes y decisivas.
Plinio cerraba los ojos e intentaba recordar aquella Joaquinita de un año antes que
viese contadas veces. Aquella Joaquinita más bien delgada, suave, escurridiza, graciosa
como un gato. Y al compararla con la que ahora veía en el retrovisor, sentía la misma
sensación que cuando en muchas ocasiones veía juntas a una mujer todavía joven, junto a
su hija ya mocita y en edad de merecer.
Al entrar por las primeras casas del pueblo el padre y la hija se miraron un momento,
como dándose ánimos.
Pararon ante la puerta del Juzgado y los cuatro subieron con rapidez.
Como una hora después, Plinio, acompañado de don Lotario, entraba en casa de don
Onofre.
Entraron en el comedor y don Onofre estaba sentado donde lo dejase Plinio.
—Adelante —dijo el dueño de la casa con gran serenidad mientras introducía un
pliego de papel en un sobre—. Perdonen un momento —dijo mientras escribía una
dirección en el sobre—. Es el borrador de mi testamento —añadió con gran calma.
Plinio y don Lotario se miraron un poco confundidos.
Don Onofre sorprendió la mirada y sonrió. Luego se miró las manos.
—Has ido a hablar con mi mujer, ¿verdad?
—Sí.
—¿Y qué? ¿Has sacado algo en claro?
—Las pruebas están contra ella —dijo Plinio sin titubear.
—Las pruebas... mienten —dijo don Onofre con solemnidad—. Yo maté a la Antonia
y a Carmen.
—¿Por qué? —dijo Plinio sin pestañear.
—Porque quería casarme con Joaquinita. —Es una buena razón. ¿Y qué tenía que ver
Antonia con eso?
—Antonia sabía que yo tenía relaciones con Joaquinita.
—Podía usted haberla despedido... —Le hubiese dado un gran disgusto a Carmen.
—Mayor disgusto le dio matando a su vieja criada y... luego a ella —dijo don Lotario.
—¿Cómo la mató? —preguntó Plinio, rápido. —Pues... me vestí de máscara.
—¿Cómo?
—Con una sábana..., esa sábana. La esperé en el callejón de la vaquería y...
—Y luego, ¿qué hizo?
—Me fui al baile y escondí la sábana y el bastón en una alfombra.
—¿ Dónde estaba la alfombra?
—En... en un pasillo interior.
—Y luego salió usted del baile vestido de paisano, tal como va ahora.
—Eso es.
—¿No le parece que era algo expuesto?
—No; a mí me gustaba dar una vuelta siempre por los bailes con los amigos.
—Pero esta vez salió solo.
—Sí.
—¿Por dónde salió de su casa?
—Por la portada.
—Y a doña Carmen, ¿cómo la mató?
—Le eché un veneno en la medicina.
—¿ Qué veneno?
—Estricnina.
—¿Dónde la compró?
—La tenía yo.
—Todavía le quedará... Enséñemela. —Y cambiando el tono de su voz, espetó—:
Usted no mató ni una mosca, don Onofre. Pero de todas formas véngase al Juzgado a
firmar esa declaración.
Don Onofre, de pronto, empezó a sollozar, al tiempo que se levantaba y obedecía el
mandato de Plinio.
—Se trata de mi hijo, Manuel, de mi único hijo...
Fueron al Juzgado en el coche de don Lotario. Mientras el juez quedaba con don
Onofre en su despacho, Plinio y don Lotario sacaron a Joaquinita y a su padre, que habían
sido ocultados en la habitación del Registro Civil mientras entraba don Onofre. En el
coche los llevaron a casa de la calle de la Luz. Ya en el comedor Plinio cerró la puerta y,
de pronto, se dirigió a Joaquinita.
—Cuando don Onofre, tu marido, volvió a matar a Antonia, ¿tú le viste entrar?
—Sí...
—¿ Venía vestido de paisano?
—No... de militar. Como salió.
—Vamos a ver ahora mismo ese traje.
—Yo no sé dónde está... Espere, sí. Salió Joaquinita y detrás el padre, don Lotario y
Plinio. Llegaron a un cuarto de baúles. Joaquinita, con gran serenidad, abrió uno. Sacó
unas cuantas prendas y, por fin, apareció un antiguo uniforme de caballería. Un fuerte olor
a naftalina se esparció por la habitación.
—Ése es —dijo señalándolo.
Plinio cogió la chaqueta y pantalones; colocó unas prendas encima de las otras, en el
aire.
—Este traje no le cabe a don Onofre aunque adelgazase treinta kilos y lo cortaran por
la mitad —dijo Plinio a gritos. Y, de pronto, volviéndose hacia el padre de Joaquinita, le
puso el traje delante y gritó—: ¡A usted sí que le iría bien!
El viejo dio una especie de respingo, como si le amenazaran con un hierro al rojo.
Plinio, entonces, dejando caer el traje, tomó el viejo de las solapas de la chaqueta y le
pegó un tremendo testarazo contra la pared.
—¡Canalla! ¡Qué bien le habría venido... !
—¡Cuidado, Manuel! —gritó don Lotario—. ¡La navaja!
El padre de Joaquinita había sacado una gran navaja del bolsillo de la chaqueta y
acababa de abrirla cuando el veterinario dio la voz. Plinio soltó su presa y dio unos pasos
hacia atrás, al tiempo que desenvainaba el sable, un tanto herrumbroso.
—¡Suelta el arma, desgraciado! —dijo al tiempo que ponía la punta del sable en la
barriga del viejo.
El hombre, con la cabeza un poco echada hacia delante, entornados los ojos, su breve
boca entreabierta, continuaba amenazante a pesar de que casi sentía en su carne la punta
del sable de Plinio.
—¡Suelta! —volvió a gritar Plinio al tiempo que hacía más presión.
—¡Suelta, padre!
Por fin, el viejo, sin dejar de mirar al guardia con el mayor odio, dejó caer la navaja.
Plinio, con la mano libre, se sacó del bolsillo trasero del pantalón sus viejas esposas
de cadena.
—Póngaselas usted, don Lotario.
El veterinario tomó las esposas y, con agilidad y no sin esfuerzos, maniató al padre de
Joaquinita.
Plinio tomó la navaja del suelo y se la guardó en el bolsillo.
—¡Qué familia más bien avenida, don Lotario! El padre quitó de en medio a la
Antonia, y la hija al ama...
—Su cuenta les tenía —respondió el veterinario,
—Yo no maté a nadie —dijo Joaquinita, con voz que quería ser enérgica.
—Eso nos lo vas a explicar allí en la cárcel, donde yo tengo medios muy buenos para
hacer hablar a las niñas precoces.
—Tú no puedes detener a mi hija —dijo U viejo.
—Ya lo creo, y para muchos años. Vámonos —añadió Plinio.
Después de las completas declaraciones de los detenidos, Manuel González, alias
Plinio, pudo reconstruir totalmente el crimen de la Antonia y el de doña Carmen de la
siguiente manera:
La noche del domingo de carnaval, cuando don Onofre visitaba a Joaquinita en su
habitación, ella creyó oír un leve ruido en la puerta. Abrió de pronto y vio a Antonia,
inmóvil junto a la puerta. Nada se dijeron. Antonia miró a Joaquinita fijamente, sin
pestañear, con un gesto duro, de reproche. Como Joaquinita titubease un momento,
Antonia se llevó el dedo a los labios, pidiendo silencio. Joaquinita entró de nuevo al
cuarto cerrando la puerta tras de sí.
—¿Qué era? —le preguntó don Onofre.
—Nada. Creí haber oído un ruido.
Al día siguiente, lunes de carnaval, Antonia habló a solas con Joaquinita:
—Oye, niña, el próximo sábado, cuando venga tu padre al pueblo, te vas a ir con él
para siempre. Dirás a los señoritos que te sientes un poco mal y que deseas ir unos días al
campo para reponerte, ¿entiendes? Unos días que serán toda tu vida.
—¿Y si no me da la gana?
—Si no te da la gana, ahora mismo le digo a doña Carmen tu desvergüenza y no hay
necesidad de esperar al domingo... Si quiere el señorito seguir viéndote, que sea en otro
lado. Aquí no, porque a mí no me da la gana.
Joaquinita lloró un poco y después cambió de actitud. Prometió a Antonia seguir sus
instrucciones.
El sábado por la mañana, Joaquinita y su padre tuvieron una larga y secreta
conversación, en la que se convinieron los planes ulteriores.
Joaquinita dijo luego a Antonia que su padre permanecería en el pueblo hasta el lunes,
después de Piñata. La vieja se mostró conforme.
El domingo de Piñata, Joaquinita, con el mayor secreto, abrió el postigo de la portada
que daba al callejón del Zurdo. Entró su padre hasta una cocinilla que se utilizaba para
lavar. Allí Joaquinita le entregó un lío de ropa, y volvió inmediatamente al piso superior.
Media hora después, Joaquinita, desde la galería de cristales que daba al corral, hizo
una seña a su padre, que aguardaba oculto bajo la gavillera. Inmediatamente el hombre
salió a la calle por la portada con un lío de ropa bien envuelto bajo el brazo... Pronto se
perdió entre las máscaras, camino del derruido cuartillejo de junto a los paseos del
cementerio.
La súbita enfermedad de doña Carmen dio a Joaquinita y a su padre la esperanza de
una muerte inmediata. Pero aquella noche, cuando don Gonzalo el médico, ante don
Onofre, el padre de Joaquinita y ésta, declaró que la enfermedad había hecho crisis, una
mirada de inteligencia se cruzó entre padre e hija.
Sin que mediasen palabras, y mientras don Onofre cenaba, Joaquinita pasó a la alcoba
de doña Carmen. La habitación estaba iluminada solamente por una luz de mariposa en
aceite. La señora dormía casi boca abajo, según su costumbre. Joaquinita se aproximó a la
cama. La volvió con cuidado un poco más hasta dejarla completamente boca abajo y
entonces, desconfiando de sus fuerzas, apagó la mariposa, se subió en la cama y se sentó
sobre la cabeza de doña Carmen, apoyándose con los talones en el cuerpo de la víctima
para hacer mayor fuerza. Así permaneció largo rato, hasta notar que el cuerpo de doña
Carmen no rebullía. Entonces, bajó de sobre su ama, encendió de nuevo la mariposa,
colocó el cuerpo de doña Carmen en la postura que le era habitual, le cerró la boca y los
ojos y, con pasos muy suaves, salió de la alcoba por la puerta que daba a la galería de
cristales.
En la cocina encontró a su padre, que comía con gran apetito. Se miraron sin decir
palabra, y Joaquinita se puso a cenar en su compañía.
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