Sobre la arena del paseo de la Estación, Plinio y don Lotario se distraían en ver la
rotación de su sombras.
Cuando pasaban exactamente bajo uno de los focos que colgaban sobre el centro del
paseo, su sombra apenas era un disco negro que rodeaba sus pies. A medida que daban
unos pasos y la luz quedaba atrás, las sombras del veterinario y el guardia se iban
alargando hasta ser como unas cintas inmedibles, negroazuladas, sobre la arena amarilla.
Paseaban despacio por el paseo solitario, disfrutando de la placidez de la noche casi
otoñal.
Hacía pocos días que concluyó la feria, y el pueblo se preparaba para la vendimia. El
verano, atenuado por las calendas setembrinas, lograba una temperatura ideal. Todo
resultaba plácido, cómodo, quieto. Ni viento, ni calor, ni frío. De vez en cuando,
perezosamente, una hoja caía de las moreras. Y caía sin ansia, planeando con capricho,
hasta posarse levemente sobre el suelo, o sobre uno de los bancos de cemento que se
alineaban a lo largo de los paseos.
Plinio y don Lotario, animados por la placidez de aquella noche milagrosa, cansados
de estar sentados en la terraza del «Casino de San Fernando», donde todo el mundo
hablaba de la próxima vendimia, decidieron darse un paseo hasta la estación.
Caminaban, como casi siempre, sin hablar, sumidos en sus ideas particulares, en sus
sueños, en sus grandes aventuras mentales. Aventuras en las que siempre intervenían
conjuntamente los dos amigos.
Plinio caminaba con las manos a la espalda. Con el sable mal ceñido, casi a rastras,
como siempre. Don Lotario, con ambas manos en los bolsillos de su ceñida americana, el
sombrero un poco echado sobre las cejas y los pies ligeramente zopos.
Paseaban muy lentamente, mirando al suelo, mirando las sombras de sus cuerpos que
se estiraban y se encogían, según su posición bajo los focos. Cuando llegaron al final del
paseo, a pocos pasos de la estación, quedaron parados un poco indecisos. Don Lotario
miró hacia el último banco de los paseos.
—¿Qué te parece, Manuel, si nos sentamos y echamos un cigarrito?
—Vale.
Se dirigieron hacia el banco, con su habitual parsimonia. Cuando llegaron a él, don
Lotario ya llevaba la petaca en la mano. Plinio sacó el papel.
Se sentaron de espaldas a los paseos, dando la cara a la acera de cemento, a San Isidro.
Como la luz quedaba tras ellos.
Plinio sacó su mechero «de petaca» con llama descomunal. Dieron la primera
chupada, y junto a sus sombras, en la acera, surgió, tenue, la sombra del humo que
exhalaban por la boca y nariz.
Los dos hombres, quietos, fumaban en silencio sentados en aquella noche plácida,
estaban a gusto. Una hoja amarillenta cayó suavemente sobre el negro sombrero de don
Lotario. Él no se dio cuenta.
Plinio, sonriendo casi con ternura, se la quitó con suavidad.
Don Lotario se lo agradeció con otra tierna sonrisa.
Un hombre dobló la esquina de San Isidro, procedente del paseo de los Foudres. Al
pasar ante los dos amigos saludó tímidamente haciendo ademán de llevarse la mano a la
boina.
Apenas hubo pasado, Plinio, interrumpiendo el ademán de llevarse el cigarro a la
boca, quedó mirando al suelo. Sobre los tres o cuatro metros que había desde la esquina
hasta el banco se veían unas huellas de las botas del hombre que acababa de pasar.
Luego, Plinio miró hacia el que se alejaba. Las huellas, cada vez más débiles, seguían
hacia el pueblo.
Don Lotario miró en la misma dirección que Plinio.
—¿Qué miras, Manuel?
Iba a responderle el jefe; incluso hizo ademán de señalar, cuando dos hombres más
doblaron la esquina hacia ellos.
Plinio les miró a los pies. Uno de ellos también dejaba unas huellas oscuras, untuosas,
sobre el cemento.
Pasaron sin saludar. Apenas se alejaron unos pasos, Plinio se levantó con rapidez, y se
inclinó sobre las huellas. Sacó su mechero de gran llama y, encendido, lo aproximó al
suelo.
Con el mechero en la mano retrocedió siguiendo las huellas hacia la esquina, hacia
donde eran más densas.
Don Lotario, inclinado también, le seguía.
Así, inclinados, andando como si estuvieran jugando a la pídola, con el mechero en la
mano, siguieron en la dirección contraria de las huellas, hasta la esquina.
—Esto es sangre, Manuel.
Plinio se incorporó, frunciendo la boca y apagó con rapidez el mechero, que ya le
quemaba los dedos.
Don Lotario encendió el suyo. Apenas vuelta la esquina, anduvieron dos o tres pasos;
frente a la acera de San Isidro, al mismo pie de la tapia, vieron un gran charco de espeso
líquido.
Don Lotario metió un dedo en el charco, se lo acercó al mechero y luego lo pegó y
despegó varias veces con otro dedo, como para comprobar si aquel líquido era pegajoso.
—No cabe duda, Manuel, es sangre.
Plinio, sin responder, había encendido de nuevo su mechero y lo aproximó a la pared
encalada, en la que se veían restregones de un rojo oscuro, de un indudable rojo de sangre.
—¿Será humana? —preguntó Plinio como para sí, aunque en voz alta.
Don Lotario sonrió con cara traviesa.
—Eso lo sabremos en seguida.
Y de su gran cartera, que sacó del bolsillo interior, extrajo un cristalito portaobjetos
de su microscopio. Lo mojó en el charco y se quedó con él en la mano, aguardando a que
se secase.
Plinio, que había apagado de nuevo el mechero, parecía pensativo. Don Lotario estaba
con el cristal entre los dedos escrutando el semblante de Plinio.
Plinio encendió de nuevo su mechero e, inclinándose, lo aproximó al charco, pero no
hacia la pared, sino hacia la orilla opuesta. Era un charco en forma ovalada, sobre un leve
hundimiento del terreno de unos cincuenta centímetros de foco aproximadamente.
—Es un gran charco, ¿eh, Manuel?
Plinio, obstinado en su silencio, comenzó a andar hacia la cuneta del paseo de los
Foudres.
Don Lotario le siguió. Se veían gotas gruesas de sangre que seguían hasta la cuneta, y,
saltada ésta, sobre los adoquines de la carretera durante unos sesenta centímetros hacia el
centro de la calzada. Luego, el chorreón, más que gotas aisladas, se interrumpía
totalmente.
Plinio, que volvía a quemarse, apagó el mechero, pero siguió dando vueltas en torno a
donde estaba el goterón. Don Lotario iba junto a él, también con su mechero encendido.
Durante un largo rato ambos hombres fueron desde el charco a la calzada y de la
calzada al charco; por fin, Plinio dio por acabada su inspección y se puso derecho,
llevándose ambas manos a los ríñones, resentidos por tan prolongada inclinación.
—¿Echamos otro cigarro, don Lotario?
—Vamos —dijo el veterinario al tiempo que se sacaba la petaca con la mano que le
quedaba libre.
—Pero vamos a nuestro banco —añadióPlinio tomando la petaca.
Ya sentados, y mientras Plinio liaba, don Lotario, una vez comprobado que se había
secado la sangre que había en el portaobjetos, cuidadosamente lo lió en un papel y lo
guardó en su cartera.
Cuando ambos amigos chupaban ya de sus cigarros recién liados, Plinio habló:
—¿Sabe usted lo que digo?
—¿Qué, Manuel?
—Que, ahora que caigo, esta vez me tocaba a mí sacar tabaco.
—¡Qué cosas tienes, Manuel! Yo creí que ibas a hablar de la sangre.
Plinio sonrió con aire bonachón.
—Porque esa sangre es muy reciente, Manuel. Sangre de hace media hora lo más, si
no se habría coagulado.
—Ya... ¿Qué hora es?
Don Lotario sacó su reloj de oro y se inclinó un poco para que la luz que tenía a su
espalda incidiese sobre el reloj.
—La una.
—Hace una hora que llegó el tren.
—Sí; cuando nosotros salíamos de la plaza llegaba el coche de Paco.
—Caso de tratarse de un crimen, ocurrió después de la llegada del tren.
—Claro, y claro que es un crimen, ¿qué va a ser?
—Que hayan matado un gorrino —dijo Plinio sonriendo.
—¡Qué cosas tienes, Manuel!
—Sí, hombre, todo puede ser.
—O alguna cosa de... mujeres. Ya sabe usted que por ahí vienen parejas.
—Eso ya es otra cosa... ¡Estaría bueno!
—Por eso hay que andar con tiento, no vayamos a tocar el violón.
—El tren llegó a las doce en punto. Lo más probable es que lo que ocurrió fuese hacia
las doce y media, cuando ya no había gente por aquí. Es decir, aproximadamente cuando
nosotros llegábamos al principio del paseo.
—Sí, lo que haya ocurrido debió de ser a esa hora. La sangre estaba fresca...
Plinio, súbitamente, se puso de pie.
—¿Vamos a ver si hay alguien en la estación?
—Bueno, vamos. ¿Crees que esto puede tener alguna relación con la estación?
Llegaron ante el charco de sangre y Plinio se detuvo de nuevo junto a él. Lo tocó
suavemente con el dedo.
—Ya está casi seco.
—Y hay una gran cantidad.
Plinio asintió con la cabeza; y ahora que ya parecía no venir a cuento contestó la
pregunta hecha por don Lotario.
—Muy bien puede ocurrir que esto —señaló el charco con la punta del pie— nada
tenga que ver con la estación... Pero por la hora en que ha debido de ocurrir, y por estar
relacionada con la estación la mayor parte de la gente que por aquí anda, por la estación
hemos de comenzar la indagación. ¿Qué le parece? —preguntó el jefe con cierta sorna.
—Que está muy bien, Manuel.
Echaron a andar hacia la puerta de la estación, que quedaba a unos cien metros del
final de los paseos.
—Así que don Luis el boticario analice esta sangre, sabremos si el muerto o herido es
hombre, mujer o animal —dijo don Lotario como para sí.
Plinio volvió a su tono de sorna. La verdad es que en los principios de todo trabajo
siempre se ponía nervioso.
—Total, que sin ese análisis nunca sabríamos si el herido o muerto es hombre o
mujer...
—Hombre, Manuel, seguro que tú acabarías por averiguarlo; pero la ciencia es un
gran auxiliar.
—La ciencia, la ciencia... —rezongó el guardia—. Lo importante es el caletre, don
Lotario, el caletre, no lo olvide.
—Ya lo sé, Manuel...
La puerta de la estación estaba encajada. Plinio le dio un puntapié a pie plano y se
abrió.
Pasaron al vestíbulo y salita de taquillas, que estaba sin luz y salieron al andén.
Sentados al fresco, bajo los árboles, estaban el jefe de la estación y su mujer.
—Hemos tenido suerte —comentó Plinio al verlos.
Después de cambiar saludos y de saber que los visitantes «venían de asiento», el jefe
sacó de su despacho dos sillas.
Plinio, en vez de empezar preguntando, según era su costumbre, cambió de táctica y
empezó por explicarle al jefe de estación lo del charco de sangre que había enfrente.
El jefe escuchó la relación con gesto de extrañeza.
—¿Ha visto usted algo anormal, Contreras? —preguntó al fin Plinio.
—No, señor, nada.
Se levantó el jefe sin añadir palabra, entró en su despacho y en seguida salió con un
factor de servicio y un vigilante.
—¿Vosotros habéis visto algo anormal esta noche por la estación al llegar el «6»?
Los interrogados movieron la cabeza sin comprender bien la pregunta.
A Plinio no le hacía ninguna gracia aquella oficiosidad del jefe de estación de llamar a
aquellos hombres y consultarles por su cuenta, pero tuvo que resignarse.
Cuando la explicación, no breve, acababa, y Plinio pensaba terciar, el jefe de estación
ordenó a los empleados que lo siguieran a ver el charco, como si supiera dónde estaba
exactamente.
La mujer del jefe, picada por la curiosidad, también se puso en movimiento.
—Yo iré con ustedes —dijo don Lotario— para indicarles dónde es exactamente.
Marcharon todos, y Plinio quedó solo, con gesto de cómica resignación.
Aprovechó para liar otro cigarro.
Tardaron lo menos veinte minutos en volver. Y cuando lo hicieron, formaron corro
cerca de Plinio y comenzaron a especular sobre las probables causas del charco. Por
supuesto, la voz cantante la llevaba el jefe de estación, que parecía excitadísimo.
—No cabe duda alguna —decía—, esto es cosa de los gitanos que han acampado en el
paseo de la Circunvalación. Ellos son gente muy sanguinaria, y algún trato, ya se sabe...
Todos, menos don Lotario, asentían a las sugerencias del jefe de estación.
—Tiene razón, son los gitanos —decía la esposa de Contreras, mirando a Plinio.
Por fin callaron y abrieron el corro hacia Plinio. El jefe de estación, muy ufano,
esperaba sin duda que Plinio le diera la razón. Pero Plinio fumaba con paciencia y parecía
no darse cuenta de que ahora lo miraban.
—No cabe duda —repitió el jefe como para convencerse a sí mismo—, han sido los
gitanos.
Plinio lo miró descaradamente. El jefe de estación quedó un poco desconcertado.
—Los gitanos esos, ¿tienen auto, o al menos carro? —preguntó Plinio con cierta
reticencia.
—No..., no creo —respondió titubeante el jefe de estación—. ¿Por qué?
—Porque el cuerpo herido ese, de quien sea, lo retiraron de frente la tapia hasta la
calzada, según marcan los goterones, que de pronto se cortan, y lo subieron en algo que
no permitía la filtración de una gota de sangre... Como la hemorragia era enorme, si lo
hubieran llevado andando o en brazos —añadió Plinio con aire enérgico, cortándole al
ferroviario la palabra para objetar a lo que el guardia suponía—, lo más fácil es que no
hubieran ido hasta la calzada; y segundo, que no habrían podido evitar las gotas de sangre
en el suelo... Y no hay ni una gota más, una vez franqueados dos pasos de la calzada,
exactamente enfrente de la mancha que hay en la tapia.
Todos quedaron en silencio mirando a Plinio, que, con los ojos bajos, como pensando,
daba una chupadita a su cigarro.
—¿Qué piensas entonces, Manuel? —dijo don Lotario.
—Pienso que lo más fácil es que esa sangre tenga algo que ver con la gente de la
estación.
—¿Con la gente de la estación? —preguntó el jefe como ofendido.
—Sí —respondió Plinio, mirándole a los ojos—, con la gente del tren de las doce,
más exactamente.
—¿Es que no hay por aquí más gente que la que viene a la estación? —preguntó la
mujer del jefe con el mismo aire de ofensa.
—No, mujer —respondió Plinio, conciliador—; pero dada la hora en que ha ocurrido
el accidente, debo pensar que puede tener algo que ver con la llegada del tren, con los
viajeros, con los que han venido a recibirles..., qué sé yo... A estas horas, y no habiendo
trenes por aquí, no pasa un alma.
—Mejor oportunidad para el criminal —dijo el jefe, defendiendo su posición hasta el
extremo.
—Es muy posible. Sin embargo, mi deber es comenzar la investigación por la gente
del tren y de la estación.
Todos quedaron mirando de nuevo a Plinio. Éste, luego de un momento de titubeo,
dijo a Contreras:
—¿Tiene usted por ahí alguna pluma de escribir?
Y, sin esperar respuesta, se metió en el despacho del jefe y se sentó tras una mesa,
tomó una pluma y, sacando un cuadernillo de su bolsillo, se puso las gafas y quedó en
actitud de escribir. Los demás miraban desde la puerta. —Entren, entren; hagan el favor
de entrar. Todos fueron pasando con cierto temor. —Tomen asiento. Usted, Contreras,
respóndame primero.
Contreras miró a su mujer. Luego se estiró bien la guerrera azul de botones dorados.
Plinio aproximó al cuaderno un farol de ferroviario que había sobre la mesa.
—Veamos, Contreras. ¿ Estaba usted en la estación cuando llegó el tren número 6? —
Sí, señor.
—¿Había mucha gente esperando el tren? —Muy poca.
—¿Recuerda usted a alguien?
El jefe hizo memoria.
—Sí, estaba don Julio, el maestro; José, el de la fonda; los del correo...
—La del escobero —terció el vigilante.
—Usted aguarde a que le llegue su turno. —¿Quiénes más?
—Como cuíco o seis más, que no sé quiénes son y quizá también alguno que no
recuerdo.
—Bien... Veamos ahora si recuerda quiénes vinieron en el tren.
El jefe hizo un gesto de perplejidad, como si eso fuera imposible.
—Esta noche llegaron bastantes viajeros. —Veamos. Haga un esfuerzo —le dijo
Plinio, con la pluma presta.
—Un grupo de vendimiadoras y vendimiadores. —¿Como cuántos?
—Serían diez entre hombres y mujeres. —¿Venían en grupo? —Me pareció que sí. —
¿Quién más?
—El interventor del Ayuntamiento, don Patricio, y sus hijas.
De esta forma, Plinio interrogó a todos los presentes, hasta conseguir una lista
bastante larga de la gente que pisó la estación hacia la hora del presunto crimen.
Cuando estuvo seguro de haber estrujado bien la memoria de los ferroviarios y de la
señora del jefe de estación, se guardó el cuadernillo y quedó mirando sobre las gafas con
aire interrogativo a todos los circunstantes.
—¿ Tienen algo más que añadir? ¿ No? De todas formas volveremos por si recuerdan
algo que merezca la pena. Buenas noches.
Plinio y don Lotario marcharon a buen paso. Cuando llegaron al paseo de los Foudres,
Plinio se detuvo un momento, titubeante.
—Mejor será —dijo— que echemos un vistazo a esos gitanos.
Y sin más dobló hacia el paseo de Circunvalación. Daba unos pasos tan largos que don
Lotario, para seguirle, iba casi al trote.
Por el paseo no había una sola luz. La noche estaba oscura y tuvieron que aminorar la
marcha.
—¿Tú sabes bien dónde acampan, Manuel?
—Sí, junto al campo de fútbol.
Hacia el centro del paseo y como a unos doscientos metros, surgió una luz que se
aproximaba.
—Este de la bicicleta nos servirá —dijo Plinio.
Luego de avanzar unos pasos, Plinio se cuadró en el centro del paso, e hizo señal de
parar al que venía con la bicicleta.
El ciclista, que no venía muy de prisa, echó pie a tierra casi rozando al guardia.
—¿Qué se tercia? —preguntó con naturalidad.
Era un hombre fuerte, con una boina muy chiquita sobre el occipucio.
—Queríamos que nos alumbre un poco junto a las tapias del campo de fútbol. Vamos
buscando a unos gitanos.
—¡Ah! ¿Van a gitanos? Pues sí que les alumbro, y les presto la faca, si precisan.
—Hombre, no es para tanto.
—Yo... Es que, ¿sabe usted?, los gitanos..., a mí los gitanos... ¡Maldito sea su padre... !
Los gitanos...
Iban andando junto al ciclista, que llevaba la bicicleta sujeta por el manillar.
—Se la tengo «jurá»... Si llego a saber que están por aquí... Son sal negra los gitanos.
Una vez, contaba mi padre, que tuvieron su mala suerte, viniendo de la Ventilla, porque
eran gitanos allí, junto a la casa de ese que vive por el canal, ya de noche, salieron unos
gitanos con anís, decía mi padre, y se pusieron a cantar no sé qué del galopín, ¿sabe
usted? Y mi padre venga arrear al macho... Pero ellos, con el anís y el galopín, que si
quieres... Hacía oscuro y uno le dio anís al macho...
Plinio y don Lotario se miraban y hacían gestos de no comprender. El mocetón
hablaba de una manera apagada, como si recitase algo muy sabido y totalmente ajeno.
—... el macho habrá sido de los gitanos, y al oír el galopín o al beber el anís, mi padre
cree que al oír el galopín, al macho, que se llamaba Lucero...
Habían llegado junto a la tapia del campo, y Plinio comenzó a mirar con interés, pues
casi divisaba el campamento.
—Allí se ven sombras...
Y se dirigió un poco a campo traviesa, seguido del ciclista, que había puesto una de
sus manazas sobre el hombro de don Lotario y, sin dejar la bicicleta con la otra, seguía
contándole lo de los gitanos.
Plinio ordenó al de la bicicleta que enfocase en la dirección que él decía. Y al haz de
luz del farol, se vieron hasta ocho cuerpos que, arrebujados en mantas, dormían junto a la
tapia. Quedaba, junto a un carromato, un rescoldo de lumbre.
El hombre de la bicicleta, sin encomendarse a Dios ni al diablo, comenzó a tocar la
enorme bocina que llevaba en el cuadro de la máquina. Apenas el primer bocinazo
comenzaron a verse cabezas despabiladas y empavorecidas.
Plinio esperó en silencio.
Los gitanos cuchicheaban entre sí, al tiempo que se hacían visera con la mano
intentando ver quién les deslumbraba.
Plinio se puso delante de la luz.
—¿Cuántos sois?
—«Tós» éstos... —dijo un viejo de bigote gris.
—Ven para acá.
El hombre se destapó de mala gana y se incorporó sujetándose los pantalones.
—Somos onse, ¿sabe osté?, onse justos... Lo saben los seviles...
—¿Estáis todos?
—Sí, señor..., todos.
—¿Cuándo os acostasteis?
—Al caer la tarde.
—¿Tenéis alguno herido?
—No, señor guardia.
—¿Seguro?
—¡Seguro! Mire...
Plinio tomó la bicicleta y comenzó a pasar el farol petate por petate. Todos los ojos le
miraban en silencio, siguiendo sus movimientos con temor. Luego registró el carromato.
En él dormían tres criaturas y un perro entre ropajos sucios.
Plinio, después, pacienzudo, fue destapando uno por uno todos los petates y los
husmeó, así como los alrededores del campamento.
—¿ Cuánto tiempo pensáis estar por aquí? —preguntó al viejo.
—Lo que ustedes consientan.
—Bueno, no os vayáis sin decírmelo. Mañana preguntaré a la Guardia Civil si es
cierto que sois los que estáis aquí.
—Segurísimo, señor guardia.
Plinio sacó la petaca y dio al gitano, que, confiado, empezó a liar.
—¿Se puede saber qué pasa, señor guardia?
—Nada —dijo Plinio con calma—, que esta noche, en aquella esquina, han matado a
un hombre.
—¡Virgen de las Angustias!
Hablaban en voz baja y parecía imposible que lo oyesen los que estaban en los petates;
sin embargo, se escuchó un murmullo cuando Plinio dijo lo del muerto.
—Pues nosotros, nada, señor guardia, ni enterarnos.
—Bueno, bueno, eso ya lo estudiaremos mañana.
—Pero ¿adonde va? —gritó de pronto don Lotario.
Volvieron la cabeza Plinio y el gitano y vieron que el de la bicicleta se escapaba a
todo pedal y a campo traviesa.
Don Lotario intentó correr tras él.
—Déjelo, déjelo —le dijo Plinio—. ¡Pobre hombre!
Eran las tres de la madrugada cuando Plinio y don Lotario volvían por los solitarios
paseos de la Estación, viendo de nuevo cómo las sombras de sus cuerpos crecían y
menguaban y desaparecían al fin, a medida que pasaban bajo las luces del centro.
—Hay que completar esta lista de viajeros, don Lotario. Mañana visitaremos a todos
los que tengamos apuntados para que nos digan quién más venía en el tren.
—Me parece muy bien, Manuel.
—Y, ahora, antes de acostarnos, intentaremos localizar adonde ha ido ese grupo de
vendimiadores, no sea que mañana se vayan cada uno por su lado y la faena sea más
difícil.
—Lo más seguro es que esta noche la pasen en una posada.
—En eso pienso.
Cuando llegaron al Ayuntamiento, el guardia de puertas les dijo que un grupo de
vendimiadores que llegó por la calle de la Feria había entrado hacia la una en la «Posada
de los Portales».
Plinio, sin añadir palabra y seguido de don Lotario, se fue hacia la posada, que estaba
en la misma plaza.
Tuvieron que darle muchos golpes al llamador para que abrieran. Salió el mismo
posadero en mangas de camisa y restregándose los ojos.
—Jaro —le dijo Plinio—, ¿te ha llegado en el tren de las doce un grupo de
vendimiadores?
—Sí, jefe.
—¿Dónde están?
—Pasen ustedes.
—¿De dónde son?
—De la Puerta del Segura.
Pasaron a una gran pieza llena de sacos, de aperos de labranza y de petates. A la luz
amarillenta de una sola bombilla que había en el centro, se veía mucha gente, casi
hacinada, durmiendo vestida, sobre sacos, entre maletas viejas y hatillos.
El ambiente, espeso, olía a paja y a sudor.
El posadero señaló a un testero de la pieza en la que dormían ocho o diez personas
entre hombres y mujeres, revueltos, en las posiciones más caprichosas.
—¿Éste también es? —dijo Plinio señalando a un mocetón que dormía apaciblemente
con las manos cruzadas bajo la cabeza, desabrochada la camisa y con los pies cruzados.
—Sí, también.
Plinio le dio una patadita.
—¡Eh, buen mozo!
El buen mozo abrió los ojos con gran naturalidad, como si no hubiera estado
durmiendo, y, sin la menor alarma, preguntó:
—¿ Qué pasa?
—El jefe de la Policía, que quiere hablar contigo —dijo el posadero.
—Bueno, que hable.
—¿Cuántos vendimiadores habéis venido en el tren de las doce?
—Nosotros.
—¿Nadie más? —Que yo sepa, no. —¿Cuántos sois?
—Diez.
—¿Todos de la Puerta?
—Sí, señor.
El mozo iba respondiendo sin cambiar de posición.
—¿Habéis venido todos a la posada?
—Sí, señor.
—Al bajar del tren, frente a la estación, ¿habéis visto algo raro?
—No, señor.
—¿Dónde venís a trabajar?
—A casa de Rufinillo.
—¿Todos?
—Sí, señor. Todos.
—Que duerma bien.
—Bueno.
Plinio salió de la posada con don Lotario.
—¿Entonces, Manuel... ?
—Entonces, hasta mañana, que trabajaremos esta lista lo que podamos.
A la una en punto de la tarde llegó Maleza, el cabo de la Guardia Municipal de
Tomelloso, al salón bajo del «Casino de San Fernando», y se dejó caer, derrumbado de
cansancio, sobre un sillón. Luego, se quitó la gorra y se limpió la calva con el pañuelo.
Maleza, en su soledad, hacía algunos gestos y movía los labios, como en soliloquio.
En el Casino se notaba la euforia de la vendimia. La gente, vestida de trapillo, entraba
y salía como excitada. Hasta los señoritos iban sin corbata y con trajes usados, para
demostrar que andaban en plena actividad.
El motivo de tantas entradas y salidas de los socios era husmear la cotización de la uva
en las distintas casas; saber si a fulano o a mengano le
«entraban» uvas o no; y, sobre todo, el hacer política; los vendedores de uvas
procuraban propalar con los más ingeniosos argumentos que la cosecha era escasa, que
había muchas uvas menos de las que parecía a simple vista; y que en los pueblos
próximos se pagaba el fruto a más alto precio.
Por el contrario, los compradores, de manera sutil, dejaban caer en este y aquel corro
que la cosecha era inmensa, que la uva era mala, de poco grado, y que en todos sitios se
pagaba a menos precio que en Tomelloso.
En este juego, tan viejo como la misma uva, no se engañaba nadie, porque la realidad
tenía una elocuencia incuestionable, pero era divertido y excitante.
Maleza, que no tenía ni una mala parra, miraba con melancolía aquel trajín de
vendimia. Hubiese preferido él mil veces verse en aquel tráfago, mejor que arrastrando el
sable.
A la una y diez llegó al Casino don Lotario, que a pesar de su costumbre de andar y de
su naturaleza inquebrantable, también aparecía fatigado. Llegó con el sombrero un tanto
descolocado y resoplando un poco. Se dejó caer en otra silla junto a Maleza, y, como él,
se pasó el pañuelo por la calva.
—Cansadito, ¿eh? —le preguntó Maleza.
—Un poco.
—El jefe, con esa manía que tiene de las listas, nos balda. Yo le temo. Cada vez que
ocurre algo en el pueblo me echo a temblar pensando en las dichosas listas.
—Siempre resultan eficaces, Maleza.
—Eficaces, eficaces... —rezongó Maleza—. Es un trabajo de negros el hacer una lista
de quince o veinte tíos, que cada uno vive a mil leguas del otro, y echarse a la calle a
preguntarles tontadas.
—Te digo que son eficaces.
—Menos algunas veces. ¡Acuérdese usted cuando los meloneros... !
—Sí.
—¿Y para qué sirvieron?
—Para saber que el asesino no era un melonero.
—Eso es una manera muy buena de decir que no valieron de nada.
—No seas terco, valieron para eliminar a los meloneros.
—¡Pamplinas! Es una manía del jefe como otra cualquiera. Y, además, las listitas de
hoy han sido las más endemoniadas que he trabajado en mi vida, porque cada tío que
visitaba recordaba a otro o a otros que habían venido en el tren.
Don Lotario sonrió en señal de asentimiento, y añadió:
—A algunos los hemos visitado los tres.
—Ya... No me diga que no es una «simplez»...
—Era irremediable.
A la una y veinte llegó Plinio, más cansado si cabe que sus ayudantes. De puro
desceñido, traía el cinto casi en las ingles y el sable le arrastraba de la manera más torpe.
Se sentó luego de saludar con un vago ademán, como sin fuerzas para más.
—Yo creo que ya que nos ha hecho usted trabajar estas listitas tan criminales, debía
invitarnos a algo fresco —dijo Maleza.
—Como que yo no he trabajado, so voceras —le replicó el jefe, del peor humor—.
Además, estamos a finales de mes y no tengo un real.
—Sí, pero, ¿y los veinte carritos de uva que va a vendimiar?
Plinio no dijo nada.
Don Lotario dio una palmada para llamar al camarero, que estaba a la espectativa.
—Tráenos unas cervezas fresquitas.
—¡Cómo le quiero, don Lotario! —dijo Maleza dándole una palmada en la pierna.
—No; si pago a cuenta de Manuel, que me va a vender la uva..., si quiere, vamos.
Plinio sonrió a don Lotario beatíficamente.
—¿Quieres o no? —preguntó el veterinario.
—Yo le vendo hasta la mujer si la quiere.
—¿A qué precio?
—¿El qué, la mujer o las uvas?
—Hombre, las uvas de momento.
—Al que usted quiera.
—Bueno, no te quejarás.
—Yo nunca me quejo de usted.
Manolo, el camarero, llegó con tres dobles de cerveza y unas patatas fritas.
—Esto me lo apuntas —dijo Plinio.
—Ni hablar, pago yo —dijo don Lotario, sacando la cartera—. Era una broma.
—¿Lo de las uvas? —preguntó Plinio con gesto cómico.
—No, lo de que las pedía a tu cargo. Tú invitarás cuando yo te pague el fruto.
Maleza, de un solo golpe, se bebió medio vaso de cerveza.
Calles, un hombre gordito con blusa negra y boina, se acercó al corro:
—¿Qué, Manuel, me vendes las uvas?
—Acabo de vendérselas a don Lotario.
—¡Vaya con don Lotario! —exclamó Calles—. Con su cuenta y razón hace de policía
todo el año.
Y dio una palmada en el hombro al veterinario para subrayar el tono de broma de su
dicho.
—Y que lo digas —sonrió don Lotario.
—Y entérate Manuel, que va a haber uvas para embasurar las viñas —añadió Calles.
—No será tanto —dijo el guardia—. Si lo fuera no vendría usted buscando
vendedores.
Calles se echó a reír y, sin añadir palabra, se fue hacia su tertulia, que no dejaba de
gritar sobre uvas y precios.
Se disponía Plinio a sacar su famosa lista, que tenía en la misma funda de las gafas,
cuando llegó don Luis, el farmacéutico, con el portaobjetos de don Lotario en la mano.
—¡Es sangre de hombre! —dijo al tiempo que tomaba una patata del plato de los tres
amigos.
Plinio hizo un gesto de escepticismo. —¿Qué? ¿Que no? —dijo el boticario con gesto
de ingenua sorpresa.
—No digo que no, don Luis, pero sí que les dan ustedes mucha importancia a sus
aparatitos. Que un policía con agallas descubre las cosas sin necesidad de microscopio.
—Qué cosas dices, Manuel —añadió el veterinario al ver la cara de desconsuelo que
ponía don Luis.
—Yo lo que necesito saber es dónde está el herido... o el muerto.
—Eso sí que no lo puedo yo ver con el microscopio —dijo don Luis tomando
alegremente otra patata frita.
—Bueno, vamos al grano —añadió Plinio sacando definitivamente su lista de viajeros
de la funda de sus gafas.
Don Lotario hizo lo mismo, y Maleza, de mala gana, también sacó la suya, que por
cierto no estaba nada presentable.
—Empiece usted, don Lotario —ordenó el jefe.
Don Lotario carraspeó y luego:
—Nada en conclusión. He visitado a diecisiete entre viajeros y los que esperaban a los
viajeros. Ninguno vio nada anormal; ni carro ni auto parado en el camino de los Foudres.
Venía uno de Argamasilla que no he podido localizar, un tal Benjamín, que vende piensos.
—¿Y tú, Maleza?
—Igual resultado. Un viajante de tejidos que para en la fonda de Marcelino, lo he
localizado y no sabe nada de nada. Me ha faltado por ver a Sebastián Carnicero, el de
Alcázar, el que es novio con la de Jerónimo. Pero le he preguntado a la chica por teléfono
y dice que ella no sabe nada, porque ya no son novios. De coches y carros, nada.
Plinio quedó mirando su lista, a su vez, con gesto de desánimo.
—Yo tampoco he sacado nada en claro. He visto a más de veinte. Sólo me queda por
localizar a otro de Argamasilla, que por lo visto no es el mismo que el de usted. Se trata
de Antonio Mojoncillo, el del molino.
—Entonces, ¿ustedes buscan al criminal de un presunto asesinado junto a las paredes
de San Isidro? —inquirió don Luis.
—No —dijo Plinio—. Buscamos al muerto o herido. A partir de él vendrá lo demás.
—Muy bien podría tratarse de un vómito, de una hemorragia... —aventuró el
boticario.
—Pues, entonces, busquemos al del vómito.
—Ya.
Plinio quedó pensativo, con las gafas de plata en el caballete de la nariz y moviendo su
papelote a manera de abanico.
—¿Han visto ustedes si aquella noche trajeron a alguien a la Casa de Socorro? —
sugirió de nuevo el boticario.
Plinio afirmó con la cabeza.
—Maleza —dijo Plinio—, desde este mismo teléfono del Casino, pero a cuenta del
Ayuntamiento, claro está, vas a pedir conferencia con el jefe de la Policía de Alcázar y con
el de Argamasilla, para que nos informen si estos sujetos que tenemos en la lista
regresaron a su pueblo.
—Sí, señor.
Tomó las tres listas, sacó los nombres y se fue para la cabina del teléfono.
—El teléfono, a pesar de ser un aparatito científico, bien que se vale usted de él —dijo
don Luis a Plinio.
Plinio se rascó la cabeza y miró a don Luis por encima de las gafas.
Mientras Maleza estaba arriba, en el teléfono, pidiendo las conferencias, don Luis, el
farmacéutico, acabó de comerse despaciosamente las patatas fritas que había en el plato.
Plinio, inclinado sobre la mesa, daba vueltas a la funda de sus gafas. Don Lotario
también parecía reflexionar, con la barbilla sobre la palma de la mano. Don Luis
picoteaba en los últimos restos de patatas.
—No creo que hayan enterrado a ese tío dándole gato por liebre al médico que hizo el
certificado de defunción.
Don Luís movió la cabeza en sentido negativo.
—No sería la primera vez —le dijo Plinio mirándole al través.
Don Luis continuó negando con la cabeza al tiempo que masticaba menudamente.
—Bueno, no tengo ganas de discutir con usted.
Bajó Maleza.
—Ya está cumplido el encargo, jefe. En seguida llamarán aquí.
—Pues vuelve y llama al secretario del Juzgado y que te diga los partes de defunción
que hay hoy, los nombres de los muertos y los médicos que certificaron su muerte.
Maleza volvió escalera arriba, sujetándose el sable con la mano.
Don Luis cogió del plato la última brizna de patata.
—Yo creo que lo único que podía usted hacer —dijo Plinio— es pedir otra ración.
Don Luis soltó una risita de conejo y pidió al camarero más cerveza y más patatas.
Se veía que Plinio estaba indeciso y aburrido sin saber qué partido tomar. No cesaba
de darle vueltas a la funda de las gafas y rascarse la cabeza.
Don Lotario lo miraba, ensombrecido.
La cosa se animó un poco cuando llegó el camarero con lo pedido.
Luego, Plinio llamó al conserje del Casino.
—Vete al Ayuntamiento y dile al cabo Madrigal que venga.
El Casino comenzaba a quedarse vacío. Había llegado la hora de la comida y la gente
desfilaba.
Llegó Madrigal y se cuadró ante el jefe.
—Mira —le dijo Plinio—, vas a llamar a todos los médicos, de mi parte, y al que no
tenga teléfono vas a visitarle y les preguntas si han asistido anoche o esta mañana a
alguien que haya tenido vómitos de sangre o hemorragias en la calle... o algún otro
accidente. ¿Estamos?
—Estamos.
—Pues anda con Dios.
—A sus órdenes.
Cuando pasó otro gran rato y don Luis se había vuelto a comer las patatas, bajó
Maleza.
—¿Qué hay?
—Que no hay. Ningún parte de defunción en el Juzgado. Con la vendimia no se muere
nadie. Los dos de Argamasilla han vuelto a su ciudad; y el de Alcázar, que vino a ver a un
amigo que tiene aquí, pero hoy están juntos en Ciudad Real. De modo, jefe, requiescat in
pace de charco de sangre.
—¡Qué gracioso eres! ¡Y qué fácil es todo para ti!
Ningún médico supo decir nada de particular al cabo Madrigal.
Y, al día siguiente, Punto se sintió completamente desinflado. Tal vez tuviese razón
Maleza: «Requiescat in pace al charco de sangre. »
Y, con un punto de amargura, porque la dichosa sangre se hubiese secado «sin dejar
huella», el jefe de la Guardia Municipal de Tomelloso se dedicó intensamente a sus
labores de vendimia.
Realmente, los quehaceres de Plinio durante la vendimia eran muy escasos. Don
Lotario se cuidaba de todo. Desde hacía bastantes años el veterinario le compraba las uvas
de sus veinte fanegas sobre la misma cepa. Después se las pagaba al mejor precio.
Sin embargo, Plinio no podía remediar el «meterse» en la vendimia. Y salía al camino
a esperar «sus carros», que eran los de don Lotario, los acompañaba a la báscula, palpaba
las uvas mil veces, las probaba y, por fin, se iba hasta el jaraíz de don Lotario por verlas
descargar y convertirlas en vino.
Otras veces, sentado en la terraza del «San Fernando», pasaba las horas muertas
viendo pasar los carros de uvas por la plaza; oyendo las conversaciones sobre precios,
calidades y cantidad de la cosecha.
En aquellos días de la vendimia, Plinio se sentía más ligado a su tierra que nunca; el
olor a mosto, el unánime trajinar, la ilusión común le gustaban.
Con frecuencia paseaba solo por las calles del pueblo para ver los precios, las uvas que
«entraban» a fulano o a mengano, y sobre todo por contemplar el gran espectáculo de la
vendimia.
Los carros arrimados a la piquera y descargando a golpe de azada... Los pisadores,
medio desnudos, chapoteando en el oscuro jaraíz... Los carros que llegaban del corte
cargados de vendimiadores cantando...
Por todo ese grao espectáculo de vendimia sentía Plinio una primaria y gratuita
atracción.
Uno de aquellos días Plinio llegó a su despachito dispuesto a aburrirse. Durante la
vendimia jamás pasaba nada importante en Tomelloso. Bueno, durante la vendimia ni
durante mucho tiempo después de ella. A veces se pasaban dos y tres años sin que tuviera
que intervenir la Policía en otra cosa que pequeños robos o reyertas de taberna. Estas
prolongadas etapas de inacción desanimaban mucho a Plinio, le daban ganas de cambiar
de profesión y hasta de hacerse guardia civil.
Por esto abandonó con tanta tristeza el caso del charco de sangre del paseo de los
Foudres. Pensaba que, al secarse aquel charco, se habían secado también sus esperanzas
de solucionar un caso interesante durante mucho tiempo.
Pero decíamos que, uno de aquellos días... Plinio echó un vistazo superficial a los
papeles que tenía sobre la mesa, que le parecieron los habituales, y, entre bostezos, se
puso a leer el periódico del día... El sol picante de octubre le entraba por los cristales de la
ventana y, de vez en cuando, o bien le hacía estornudar, o notaba que se le iban las ideas y
que leía párrafos enteros sin enterarse.
Entre su modorra y su aburrimiento, a veces sentía una rara desazón, como si le
hubiera quedado algo por hacer, como si hubiera olvidado algo muy importante que pensó
la noche anterior o que entrevio durante el sueño. Y levantaba la vista del periódico y
quedaba mirando al techo con los ojos entornados, esforzándose por concentrarse en no
sabía qué.
Siempre que se le avecinaba alguna cosa importante sentía esta misma inquietud, esta
oscura llamada... Algo había en su proximidad que le solicitaba con sutiles avisos que
Plinio no sabía descifrar.
Por fin, sus ojos se posaron sobre los papeles que había sobre la mesa, y comenzó a
moverlos como si torpemente buscase algo no demasiado concreto; unos partes, bandos
del alcalde, la lista de turnos de los guardias, el programa de festejos de la pasada feria,
unos impresos de propaganda de armas de fuego y esposas... Y casi en el borde de la
mesa, medio cubierto por el secante, un sobre azul en los que solía enviar los oficios el
comandante de la Guardia Civil.
Plinio abrió el sobre con decisión y leyó con verdadera ansiedad:
El comandante de la linea, desde Alcázar de San Juan, nos envía el siguiente
oficio, que nos apresuramos a transcribirle por si pudiera darles alguna información
sobre el caso... Comuniquen cuanto sepan de Sebastián Carnicero Escobar, de ésta,
que el día 20 de setiembre marchó con destino a Tomelloso, con el fin de trasladarse
al día siguiente a Ciudad Real e inmediatamente volver a Alcázar, y ésta es la fecha
en que nada se sabe de su paradero.
Alcázar de San Juan, 2 de octubre de 192...
—¡Maleza! —gritó Plinio—. ¡Maleza! —A sus órdenes —dijo Maleza a la vez que
entraba apresuradamente en el cuerpo de guardia.
—¿ Cuándo han traído este oficio?
—¿Qué oficio? —dijo, intentando leer desde lejos.
—Éste..., de la Guardia Civil.
—Debió de ser anoche... Esta mañana no me han dicho «nadica»...
—¡Ay, «nadica»... ! ¡Y qué calamidades sois todos... !
Tomó el teléfono y empezó a darle a la manivela.
—¿Es el sargento? Oiga usted, ¿qué hay de este Sebastián Carnicero?
—Yo no he hecho nada hasta ver si usted sabía algo.
—Éste..., ¿no era novio con la de Jerónimo?
—Sí..., eso me han dicho... Usted podría hacer algo.
—No hay inconveniente —contestó Plinio—. Estoy muy aburrido.
—¡Quién fuera usted... ! Aquí no damos abasto... Por cierto, me dice el cabo que ha
llegado una información posterior de Alcázar, diciendo que el tal Carnicero estaba citado
en Tomelloso con un tal Joaquín Fernández, que trabaja en el Banco.
—Ya sé quién es... Pero, que estaba citado ¿cuando?
—La noche que llegó o que debió llegar.
—Está bien. Yo me encargo de todo.
—No creo que sea nada de particular.
—Yo creo que sí.
—¿Cómo? —gritó el sargento.
Plinio colgó el auricular riéndose, y, sin detenerse ni un momento, salió hacia el
Banco.
Con los jaleos de la vendimia, el Banco estaba imposible de gente. Los hombres con
blusa se agolpaban ante las ventanillas con cheques y vales de uvas en la mano.
Sobre la mesa que estaba en el patio de operaciones, otros contaban torpemente
montones de billetes y de monedas de plata.
Un hombre muy gordo, a quien llamaban Bombero, ayudado por su mujer, menuda y
triste, entraba con una espuerta pequeña cargada de plata y calderilla. Él iba tan ufano,
con un puro en la boca, exhibiendo sus dineros; ella, un tanto encogida, como si le diera
vergüenza...
Plinio preguntó a un ordenanza dónde podría hallar al empleado Fernández.
—Ése está en cámara.
—¿En qué cámara? —preguntó Plinio, sorprendido de la palabreja.
—Pues... en cámara. Entre por aquella puerta.
—En esa cámara ¿se trabaja mucho?
—Por estas fechas en todos sitios.
Plinio, sin pensarlo más, fue hacia donde le indicó el conserje.
Abrió y vio cuatro hombres que, pluma en mano, parecían muy ocupados sobre
papeles y libracos.
El empleado Joaquín Fernández, con el pelo muy untado de fijador, cigarrillo en la
comisura de la boca y ademanes así como superiores o despreciativos a lo que estaba
haciendo, movía la pluma lentamente. De vez en cuando, como para secar el escrito,
fumaba del cigarro y echaba el humo sobre el papel.
Plinio se acercó a la mesa, a espaldas del empleado.
—Buenos días, Fernández.
Éste volvió la cabeza sin gran prisa.
—Buenos días, Plinio.
—Manuel González.
—Perdón..., Manuel.
—Quería hacerte una pregunta.
Fernández se puso de pie. En el dedo meñique llevaba una sortija con brillante o algo
así, y los puños de la camisa sin gemelos.
—Usted dirá, Manuel.
Como los demás empleados quedaron muy sorprendidos de la visita del jefe de la
Guardia Municipal de Tomelloso, Plinio creyó prudente cambiar de lugar.
—¿Podríamos hablar en otro sitio?
—Sí, señor; vamos ahí.
Salieron, Fernández delante, y entraron en una habitación oscura, rodeada de paquetes
de papeles, que servía también de ropero.
Fernández, con sus ademanes de hombre superior, esperó las palabras de Plinio.
Éste, en vista de que no había donde sentarse, se apoyó los pulgares en el cinto.
Fernández se pasó la mano por el pelo endurecido por el fijapelo.
—¿Tú conoces a Sebastián Carnicero, el de Alcázar?
—Sí, señor, mucho.
—¿Sabías que iba a venir a Tomelloso el día 20 de setiembre, por la noche?
—Sí, señor. Me avisó por teléfono para que le esperase. Hicimos combinación para
irnos juntos al día siguiente a Ciudad Real. Yo iba a unas cosas del Banco.
—¿ Dónde lo esperaste?
—En el «Círculo Liberal».
—¿A qué hora llegó?
—No llegó. Yo me fui solo a Ciudad Real al día siguiente.
—¿ Tampoco le viste allí?
—No, señor.
—¿A qué venía a Tomelloso?
—Pues... a que nos distrajésemos un rato.
—¿Dónde?
—Él tiene una amiguita en la «Casa del Ciego».
—Oye..., ¿y no tenía novia formal?
—Quedó mal.
—¿Quién es la amiguita?
—La Relicario.
—Ya... ¿Y qué iba él a hacer en Ciudad Real?
—Asuntos de Hacienda, creo que me dijo. Ya sabe usted que él lleva el negocio de su
familia.
—No, no sabía... ¿Has vuelto a saber algo de él?
—No, señor, nada... Me llamó su tío hace unos días para preguntarme si sabía dónde
estaba.
Y que si había venido a Tomelloso. Yo le dije que no.
—Pues sí que vino.
—¿Y dónde está?
—Eso quisiera saber yo.
—¿Está usted seguro que vino?
—Seguro; más de cuatro le vieron en el tren aquella noche.
Fernández hizo un gesto de sincera extrañeza.
—Mira, Fernández —comenzó Plinio con tono de gravedad y poniendo una mano en
el hombro del empleado—, me parece que estamos ante una cosa muy seria, y tienes que
ayudarme con toda sinceridad.
—Yo estoy a su disposición, Pli... Manuel.
—Al parecer, eres su mejor amigo aquí.
—Sí, señor.
—¿Quién podía tener interés en quitar a Carnicero de en medio?
Fernández hizo un gesto de perplejidad.
—Piensa...
Fernández frunció la frente.
Plinio le observaba, mirándolo un poco al través.
—Él era... como yo, un poco mujeriego, amigo del vino y de la juerga. Ha tenido,
como muchos de su edad, aficiones a muchas tonterías; pero así como para que alguien le
desee la muerte... Aquí, que yo sepa, no...
—¿Había tenido últimamente algún altercado gordo?
—No, que yo sepa. Hacía más de un mes que no venía por aquí..., desde que rompió
con la Margarita.
—¿Pasaba tanto tiempo sin ver a la Relicario?
—La ve en Alcázar, porque ella trabaja aquí y allí. Cuando aquí amaina el negocio, se
va por allí unos días.
—Ya. ¿Tiene la Relicario algún novio antiguo? ¿Alguien que pueda tener celos de
Carnicero?
—No creo; nunca me dijeron nada..., pero todo podía ser.
—¿Todo podía ser... o es?
—No, le repito que no sé nada de eso.
Plinio se pasó la mano por la boca, como si se riese, y quedó pensativo. Por fin:
—Bueno, mira, es mejor no hablar demasiado de esto, hasta ver qué pasa, ¿estamos?
Seguramente tendremos que hablar más de este asunto. A lo mejor te llamo. Si tienes que
salir del pueblo para algo, me lo dices, ¿estamos?
—Sí, señor.
—Y procura recordar, ¿eh?, procura hacer memoria, que todo nos puede ser útil.
—Pero, bueno, usted ¿qué cree?
—Creo que lo mataron cerca de la estación.
Y Plinio marchó sin añadir palabra.
Media hora más tarde, Plinio y don Lotario, en el «Ford» del veterinario, salían del
herradero camino de la «Casa del Ciego».
El Ciego estaba sentado en el corralillo de su casa, la casa de todos, tomando el sol.
Con la mano se acariciaba la gruesa cadena del reloj. A su lado una mujer ya ajada, con
cara de gitana y el pelo muy lustrado, recogido en moño, le leía el periódico.
El Ciego, con la gorra encasquetada y su gran barriga, tenía cierto aire patriarcal, y
escuchaba la lectura como el que está un poco al cabo de la calle de cuanto oía.
Apenas el guardia y el veterinario dieron dos pasos por el corralillo, el Ciego —
Andrés— dijo:
—Adelante, Manuel.
—¿Se puede saber en qué me has conocido?
Plinio siempre estaba intrigado por el sutil oído del ciego.
Andrés empezó a reír con pausa y sonoramente.
—Al entrar por esta puerta —dijo— tu sable ha dado un golpecito, Manuel... Además,
a ti te huelo, más que te oigo.
Y volvió a reír con todas sus fuerzas.
—Yo creo que tú ves algo, Andrés.
Andrés soltó una nueva carcajada.
—Aunque tuviera el sol en la misma punta de la nariz no vería ni claridad. Te lo juro,
Manuel... ¡Niña, trae sillas y cerveza! —añadió, dirigiéndose a la lectora con aire de
gitana.
—¿Qué dice el periódico, Andrés?
—Muchas cosas de todo el mundo, pero nada de Alcázar de San Juan ni de Carnicero.
—¡Hombre! —exclamó Plinio sin gran extrañeza—. ¿Ya sabes a lo que venimos?
—Te esperaba hace dos o tres días.
La gitana y otra mujer de edad con aire de criada, entraron con la cerveza.
—Andrés, sería mejor que os fuerais al salón, que aquí pega mucho el sol —dijo la
gitana.
—Lleva razón. Vamos.
Y, con toda decisión, se puso de pie y echó a andar tras la mujer. Los visitantes fueron
tras él.
El salón era grande. Entarimado. En su fondo, mesas de mármol y sillas. En un rincón,
una tarima con un organillo. A pesar de estar la pieza regada y aireada, olía a vino agrio, a
perfumes baratos, a humo de tabaco antiquísimo.
Andrés escanció cerveza con gran habilidad, apenas tocando los vasos, y puso la mano
sobre la rodilla de Plinio.
—¿Qué quieres de nosotros, Manuel? Usted, don Lotario, tome de las aceitunas con
hueso, que son mejores que las rellenas.
Don Lotario sonrió y cambió de plato.
—¿Qué sabes del caso Carnicero? ¿Por qué me esperabas?
—Sé lo que tú. Me enteré de lo del charco de sangre, de tus averiguaciones de aquella
noche, de que en aquel tren iba a venir el pollo de Alcázar, de que Fernández llamó a la
Relicario, de que desde Alcázar llamaron a la Relicario, de que habían dado parte a la
Guardia Civil... Y me dije:
«Manuel, con todo eso en el magín, no tardará en venir por aquí a ver a la moza. »
—¿Y qué sabe la moza, como tú dices, de este caso?
—Nada. Lo que yo.
—¿No habrá otro por medio que no le gustase la amistad de Carnicero con la
Relicario?
—Aquí, no. Yo le he preguntado a fondo, y ella parece que no sabe nada más. Ahora
habla con ella si quieres... A mí me huele que los tiros van por otro lado.
—¿Por dónde?
—No lo sé. Quiero decir que no tienen nada que ver con esta casa.
—Tú siempre crees que tu casa no tiene relación con las fechorías que pasan en el
pueblo.
—Y casi siempre tengo razón. Porque así que me da en la nariz un principio de algo,
pongo remedio, corto de raíz... Es preferible prevenir que curar. Yo tengo mucha vista,
Manuel.
Y soltó otra de sus carcajadas.
—Ese Carnicero —continuó— era..., o es, hombre que pica en muchos guisos, y se las
da de guapo, que es lo peor.
Y Andrés quedó serio, como pensativo, inmóvil. Tan moreno, con los ojos casi
blancos mirando al infinito y ambas manos sobre la cadena de su reloj, parecía ahora una
escultura de bronce.
Plinio, pensativo, con la contera del sable intentaba hacer rayitas en el suelo.
Dijo a la gitana que trajese más cerveza y que llamase a la Relicario.
—Le pagará usted bien las uvas a Manuel, ¿ eh, don Lotario? —dijo el Ciego, riendo
y dándole en el hombro al veterinario.
—A como él quiera, como siempre.
Llegó la Relicario, con los ojos hinchados de dormir, en bata, con zapatillas a chancla
y el pelo recogido con una redecilla. Era una mujer hermosa, algo metida en carnes y de
ojos enormes.
—¿Me llamaba, Andrés?
—El jefe quería hablar contigo.
La Relicario, sin decir nada, ni mirarlo siquiera, tomó una aceituna y dijo:
—Hable.
—¡Oye, niña! —gritó Andrés, congestionado súbitamente—. Manuel es el amo de
esta casa y del pueblo.
Tan moreno y con la sangre subida a la cabeza, Andrés, en aquel momento, parecía un
negro. Los ojos, ahora totalmente blancos, le brillaban de forma extraña.
—Sí, señor —dijo ella, atemorizada.
—Deja la aceituna.
La Relicario la dejó, con sumisión, Plino acercó una silla.
—Siéntate aquí, muchacha.
Llenó su vaso de cerveza y se lo aproximó, junto con el plato de aceitunas.
—Toma, este Andrés tiene muy mal gusto. Yo no soy el amo de nada...
—¡No puedo con la falta de educación, eso es, no puedo! —gritó Andrés, fuera de sí.
—Venga, hombre, tranquilízate —le dijo el guardia.
A la Relicario se le llenaron los ojos de lágrimas.
Se hizo el silencio y Andrés, más tranquilo, sacó su enorme petaca, papel y cerillas.
—Liemos.
Liaron todos con pausa. Andrés, que hacía su cigarro a la perfección, con la cabeza
levantada hacia el techo, dijo entre dientes:
—Tengo muy repetido que cuando tengo visita no quiero que nadie escuche detrás de
las cortinas.
Plinio miró hacia la puerta que daba al interior.
Se vio un ligero movimiento de la tela, y se escucharon pasos de varias personas que
se alejaban.
La Relicario también lió un cigarro.
Plinio, sonriendo con amabilidad, se volvió hacia ella.
—¿Quién crees tú que podía tener interés en matar a Carnicero?
—No sé, señor.
Andrés hizo un gesto de deferencia, como si aprobase el nuevo tono de su pupila.
—¿Qué clase de hombre es..., o era? —Un golfo, pero nada más. —A ti ¿te gusta?
—No está mal. Cuando está de buenas, da gusto. Es muy simpático y se gasta el
dinero.
—¿No le querías de verdad?
—Todavía no, pero podía llegar.
—Entonces, ¿no sabes tú de algún enemigo... ?
—Enemigo grande, no... Antipatías, muchas, como todos los chulillos.
—Y si yo te obligase a decirme de quién sospechas, ¿a quién acusarías?
—A nadie. No sospecho de nadie. No sé apenas de su vida, fuera de esta casa y de la
de Alcázar.
—¿Está bien visto allí?
—Entre la gente bien, no.
—¿Y en tu mundo?
—Sí, más bien sí.
—¿Qué sabes de su novia de aquí?
—Es una buena chica.
Andrés asintió.
—¿Qué tal veían su noviazgo en casa de ella?
—Por un lado bien y por otro mal.
Andrés volvió a asentir.
—Explícate —pidió Plinio.
—Mal porque era un golfo. Bien porque en su casa tienen dinero, bastante dinero.
—Ya... ¿Tú crees que esas relaciones pueden haber pasado a mayores?
—Él habrá hecho todo lo posible. No es hombre que se conforme con monadas; pero
la rotura puede haber sido porque ella se haya negado a... eso.
—O porque se hayan pasado de la raya —apuntó Andrés con aire de gravedad.
Plinio y don Lotario se miraron con aire de comprender.
—Vamonos —dijo Plinio súbitamente, poniéndose de pie.
—Yo no he dicho más que una sospecha mía, ¿está claro? —dijo Andrés.
—Lo está.
El coche de don Lotario salió rápido para casa de Margarita, la ex novia de Carnicero.
Durante el breve trayecto, Plinio y el veterinario cambiaron muy pocas palabras.
—¿Ve usted, don Lotario, cómo no hacía falta el análisis de don Luis para saber que el
asesinado era un hombre?
—No te precipites, Manuel; ése no es tu estilo.
—Lo es seguro. Ya verá. Pero, a lo que vamos. ¿Ha hecho falta el análisis o no?
—Tú, Manuel, es que en materia científica eres reaccionario..., un cavernícola.
—No es eso. Ya le tengo dicho que la ciencia no puede dar a la Policía otra cosa que
auxiliares insignificantes. Un policía de verdad es un cerebro activo. Lo demás,
pedanterías, cuento...
—Hay casos que sin esos auxiliares no se habrían descubierto.
—Con una cabeza, sí.
—Te encuentro presumidísimo.
Plinio se rió con ganas.
—Es que estoy contento. Eso es todo. —Y luego de una pausa—: Andrés el Ciego es
muy listo. El mismísimo demonio.
—Sí; y siempre sabe más de lo que dice.
—Además es que piensa mucho y oye a mucha gente. Yo, siempre que recurro a él,
salgo contento.
—¿Tú crees que sería un buen policía?
—No sé... Sabe cosas, pero en el fondo no tiene curiosidad. No daría un paso por
nada.
—Es posible.
En una calle se había formado tal barullo debido a que se habían entrecruzado tres
carros de uvas, que don Lotario tuvo que frenar.
Un carrero andaba a blasfemias y latigazos con sus mulas. Otro parecía indeciso. Y el
del tercer carro, que estaba descargando, reía con las manos en la barriga.
Por si todo aquello fuera poco, por una bocacalle apareció un entierro con música y
también quedó detenido. Los curas, con el monaguillo que portaba la cruz a la cabeza,
miraban el atasco y hacían comentarios entre sí. La música seguía su marcha fúnebre.
La cosa no tenía fácil arreglo. Al querer pasar dos carros en opuesta dirección, por el
hueco que quedaba entre el que estaba descargando y la acera, se habían enredado las
ruedas y no había manera de que avanzase ninguno. Por este lado esperaba el «Ford» de
don Lotario. Por el de enfrente, el entierro.
El carrero seguía blasfemando y dándole a la tralla. Los curas, en su charla, parecían
buscar solución al problema. La banda seguía tocando.
Una mujer de pelo blanco, muy corpulenta y con los brazos desnudos que estaba en
una ventana muy estrecha, voceó de pronto al del látigo:
—¡Mala bestia! «Seja» el carro, y avanza subiéndolo por la acera...
Los curas asintieron.
El carrero quedó perplejo. Miraba alternativamente a la ventana y al carro.
—¡Que lo «sejes» y subas luego por la acera, so bestia!
El carrero, que al fin pareció comprender, se puso a operar.
—¡Más! ¡Más, so bruto! —le gritaba la mujerona.
En efecto, retrocedió un poco, hizo subir el carro por la acera y deshizo el atasco. Pasó
el otro carro. Y en seguida el entierro, con su caminar solemne al son de la música.
La mujer seguía en la ventana, hablando ahora para sí misma.
El párroco, don Felipe, al pasar frente al «Ford», guiñó un ojo a sus ocupantes.
—¿Se viene? —dijo don Lotario con disimulo.
—¡Ojalá! —casi suspiró el párroco.
Entraron por la portada con el coche en la casa de don Jerónimo, el padre de
Margarita. En el corral, amplísimo, había varios carros de uvas, uno de ellos lo
descargaban en la piquera un pisador en mangas de camisa, con los pantalones subidos y a
golpes de azada.
Don Jerónimo y sus dos hijos, junto a la báscula, miraban el tráfago de su pisa.
Don Lotario dejó el coche encarado a la portada, y luego de bajar fueron hacia los tres
hombres.
—¿Qué tal va esa vendimia, don Jerónimo? —dijo el guardia a manera de saludo.
—No va mal... —respondió el viejo, con cierto aire de desconfianza.
Y los cinco, durante unos momentos, quedaron en silencio mirando hacia el carro que
descargaban.
—¿Qué les trae por aquí? —dijo el viejo.
—Queríamos hablar con ustedes de algo delicado.
El padre miró a los hijos como sin comprender.
—Vamos al despacho —dijo, echando a andar.
Don Jerónimo, de luto por la muerte reciente de su mujer, andaba por los setenta. Iba
con paso torpe, y el pelo, completamente blanco, le asomaba por debajo del sombrero.
Los hijos eran altos. Muy iguales. Macizos, de poca frente y también de luto. Aunque
un luto muy deslucido por las manchas de mosto y el polvo.
El llamado despacho constaba de un pupitre largo, con gutapercha verde en la tapa.
Cuatro banquetas altas, forradas de lo mismo, un almanaque y un retrato «del abuelo» en
la pared.
—Siéntese —dijo don Jerónimo, haciéndolo él en la banqueta más baja.
Don Lotario se encaramó como pudo en una de las altas; Plinio en otra. Los hijos,
Antonio y Manuel, quedaron de pie.
Don Jerónimo, con ambas manos en el pupitre, miraba al guardia con cara de decir:
«Venga, empieza. »
—Tengo entendido —comenzó el jefe de la Guardia Municipal de Tomelloso— que su
hija es novia de un tal Carnicero, de Alcázar.
—Lo fue —cortó don Jerónimo.
Plinio se rascó la cabeza pasando la mano bajo la gorra.
—Bien, lo fue... Resulta que tenemos motivos para creer que al tal Carnicero lo
mataron la otra noche aquí, en Tomelloso.
—No sabía nada.
—Pues, sí...
—Bueno, ¿y qué?
—Pues que no sabemos quién lo mató.
—Ni yo tampoco. ¿Lo sabéis vosotros? —preguntó a sus hijos.
Ellos movieron la cabeza.
—Como ves, aquí no sabemos nada —añadió el viejo, como quien trata de negocios.
—Hombre, don Jerónimo, si ustedes supieran algo lo habrían comunicado a la justicia.
—Naturalmente.
—Yo lo que quiero, en principio, es saber bien quién es ese Carnicero, cuáles son sus
amigos y sus enemigos... En fin, lo que se llama investigar.
—Yo no lo he visto en mi vida.
—¿Y vosotros? —preguntó a los hermanos.
—Lo conocía de vista —dijo Antonio, el mayor.
—Y yo —añadió el otro.
—Es natural que nosotros no tuviéramos trato con el novio de Margarita.
—Es que yo a quien vengo a interrogar es a su hija.
—Pues te vas a quedar con las ganas.
—Hombre, y ¿por qué, si puede saberse?
—Por dos razones. La primera, porque es menor de edad y soy yo quien habla por
ella; y la segunda, porque no me da la gana, ¿está claro?
Plinio se pasó la mano por la boca. Luego se rascó la cabeza; por fin, poniéndose de
codos sobre el pupitre, dijo:
—Mire usted, don Jerónimo; yo soy un hombre insignificante, todo lo insignificante
que usted quiera, pero represento a la ley, ¿entiende? ¡La ley! Si usted no quiere ayudar a
la justicia, es que se pone enfrente de ella... Y, naturalmente, al lado de la ley y de la
justicia, usted sí que es un hombre insignificante. ¿Me expreso o no?
—Sí, tú te expresas muy bien, pero no hablarás con mi hija porque a mí no me da la
gana. Y yo, ¿me expreso?
—Sí, señor, con muy mala educación, pero se expresa.
—¡Oye, Manuel, a mí no... !
—¡Oiga, don Jerónimo, cállese! —gritó Plinio con toda su fuerza, al tiempo que daba
un puñetazo en la mesa.
—¡Maldito... ! —gritó el viejo lanzándose del taburete y con una regla en la mano.
Ambos hijos se adelantaron a la vez para detenerlo.
—¡Canalla! ¡Justicia de mierda! —gritaba el viejo, convulso, entre los brazos de sus
hijos—. ¡Malditos todos!
Y, de pronto, aquella rabia se le trocó en lloro, en lloro amarguísimo y copioso de
lágrimas.
—¡Malditos todos! ¡Malditos! —gritaba entre sollozos, al tiempo que se reclinaba en
el hombro de uno de sus hijos.
Plinio quedó en silencio durante un largo rato.
Antonio y Manuel volvieron a su padre a la banqueta.
Ahora lloraba inconsolable sobre el pupitre, con la cabeza entre los brazos.
Plinio les habló en voz baja:
—Nos vamos. Cuando se serene el padre, convencedlo de que no tengo más remedio
que hablar con Margarita, y me llaman por teléfono; si no, será citado por el juez...
—¡Nunca! ¡Nunca! —gritó de nuevo el padre golpeando con ambos puños sobre el
pupitre.
—Hasta luego. Vamos, don Lotario.
Montaron en el coche sin decir palabra. Cuando pasaron frente al Ayuntamiento, dijo
don Lotario:
—¿Te dejo, Manuel?
—No, vamos al herradero, que allí se piensa mejor.
Ya en el despacho del veterinario, Plinio, colocándose la gorra sobre el cogote, se
encaró con don Lotario.
—¿Qué me dice usted, mi amigo?
—Pues te digo que la cosa me parece muy clara.
—En el sentido de que esa niña tiene algo que ocultar —dijo el albéitar señalándose la
barriga.
—Desde luego... ¡Pobre hombre!
—¿Y tú no crees, Manuel, que eso puede tener relación con lo otro?
—Hombre, es lo más fácil de pensar, pero hay que andarse con cuidado para no meter
la patita.
—Ya.
—Son gente muy decentísima. Un poco brutos, eso sí, y hay que pisar de puntillas.
Vamos a ver si primero logramos enterarnos qué hizo esta gente el día del presunto
crimen.
—¿Cuándo hacemos la gestión?
—Si no avisan hoy por teléfono, como les dije, mañana se lo decimos al juez y que
nos lo aclare.
Hacía media mañana del día siguiente, Plinio recibió una llamada telefónica.
—¿Quién es? ¡Hombre, Andrés! ¿A qué debo el honor?
—Manuel, don Jerónimo y la niña se te han largado.
—¿Qué me dices?
—Como lo oyes. Anoche se los llevó Antonio en el coche.
—¿Dónde?
—Ni idea.
—¿Ha vuelto Antonio?
—No.
—Y tú, ¿cómo lo sabes?
—Alguien me lo dijo.
—Ya... Tú no te pierdes nada.
—Hombre, es que este asunto me intriga un poco.
—¿Y qué crees tú?
—Lo que tú, que el Carnicero ese se pasó de rosca, no se quiso casar con la niña y
encontró la horma de su zapato.
—¿No crees que todo eso es demasiado fácil?
—Las cosas que pasan en los pueblos son demasiado fáciles, Manuel.
—No siempre...
—Ahora sí, es una cuestión de honra.
—¿Y quién crees tú que fue: el padre o los hijos?
—A lo mejor los tres.
—No sé, hombre, no sé...
Plinio, sin paciencia, marchó solo a casa de don Jerónimo sin recoger a don Lotario. Y
junto a la piquera, como el día anterior, encontró a Manuel, el hijo menor de don
Jerónimo.
—En vista de que no habéis avisado, vengo a ver qué pasa —dijo a manera de saludo.
Manuel no respondió y quedó mirando al suelo con ahínco.
—Tengo en el bolsillo una citación del juez para tu hermana.
—Mi hermana marchó de viaje.
—¿Que marchó de viaje?
—Sí, señor.
—¿Y adonde?
—No lo sé.
—¿ Sola?
—No, señor, con mi padre y mi hermano.
—Oye, mozo, ¿sabes que todo esto es muy extraño?
—Nada de extraño, jefe, es que mi padre no quiere que mi hermana ande entre
lenguas.
—Cuando la justicia está por medio hay que obrar con claridad.
El mozo frunció las cejas con obstinación.
—En fin, ya volverán... —dijo Plinio haciendo como que se iba. —Y, de pronto—:
Oye, ¿dónde estuviste tú el día 20 de setiembre?
—¿El día... ?
—Sí, el día que mataron a Carnicero.
—Casi toda aquella semana estuvimos mi hermano y yo en Ciudad Real.
—¿Dónde os hospedasteis?
—En el «Gran Hotel». Estuvimos casi todo el tiempo con nuestro abogado, el señor
Rivero.
—Ya... Oye, dondequiera que esté tu padre, le dices que lo de estar entre lenguas, ya
como están las cosas, no hay manera de evitarlo. De modo que vuelva cuanto antes; de lo
contrario, habrá que buscarlo como sea, ¿enterado?
—Sí, señor.
—Una cosa más. ¿Dónde estuvo tu padre aquel día?
—Aquí, naturalmente.
Plinio, de vuelta a su casa, recordó que don Jerónimo estaba en la terraza del «Casino
de San Fernando» aquella misma noche cuando él y don Lotario fueron de paseo hacia la
estación.
De todas maneras llamó a don Lotario por teléfono. Le comunicó las novedades y le
preguntó si recordaba haber visto a don Jerónimo en la terraza del Casino aquella noche.
El veterinario creía que sí, pero no con seguridad.
Luego, Plinio escribió a su buen amigo y maestro Longinos, el jefe de la Guardia
Municipal de Ciudad Real, para que le diera una información completa de la estancia de
los dos hijos de don Jerónimo en aquella capital, de manera privada.
Después fue al Juzgado a informar al juez de sus gestiones.
Cuando, tres días después, recibió Plinio carta de su amigo Longinos, que antaño fue
jefe de la Guardia Municipal de Tomelloso, dándole detalle de la estancia de los dos
hermanos en Ciudad Real durante aquellos días, Plinio se sintió tan desanimado que se
pasó una tarde entera en el herradero con don Lotario, que era su paño de lágrimas.
—De modo, Manuel, que estamos sin pista.
—Sin pista, don Lotario.
—Pues estamos aviados.
—Dichoso charco de sangre... ¿Para qué se nos ocurriría pasar aquella noche?
—Fuimos atraídos por la sangre, Manuel; por pura telepatía...
—Ya, ya...
—¿Y qué piensas hacer?
—Nada, absolutamente nada. Si por lo menos tuviéramos el cadáver...
En éstas estaban cuando sonó el teléfono del herradero. Era Andrés, el ciego pupilero.
—Es para ti, Manuel. Andrés.
—Ya ha venido, Manuel —díjole el Ciego.
—¿Solo? —Solo.
—Pero por ese lado no hay nada que hacer, ya lo tengo comprobado.
—¿Qué me dices?
—Lo que oyes.
—¿Entonces... ?
—Entonces, nada.
—A ver si charlamos un rato.
—Bueno. Iré por ahí mañana.
—Está bien.
Plinio, de todas maneras, se puso en camino para ver a Antonio. Don Lotario fue con
él.
Se había parado el motor del jaraíz de don Jerónimo, y sus dos hijos, con mosto hasta
las rodillas, estaban en cuclillas ante el artefacto, intentando arreglarlo.
Seguro que vieron detenerse a don Lotario y a Plinio ante la puerta del jaraíz, pero se
hicieron los distraídos hurgándole al motor.
Dos pisadores con las greñas sobre los ojos, miraban los afanes de sus patronos. Sobre
un gran montón de casca descansaban las palas. El mosto salía levemente por los
sumideros, adornado por los reflejos del sol que entraba por la piquera.
En el corralizo, tres carreros mocetes jugaban a la pídola, en espera de que les llegase
el turno de descargar los carros.
Plinio optó por callar y esperar a que los dos hermanos se dieran por enterados de su
presencia.
Antonio indicó a uno de los pisadores que enchufase el interruptor. Lo hizo con cierto
respeto y el motor comenzó a sonar bien.
Los dos hermanos se pusieron de píe mirando al motor, de espaldas a la puerta del
jaraíz. Y los pisadores, con cierta pereza, cogieron sus palas y empezaron a echar uvas a
la destrozadora.
—Buenas tardes —dijo Antonio volviéndose hacia Plinio con desgana.
Y antes de que el jefe de la Guardia Municipal de Tomelloso despegase los labios,
Antonio le habló:
—No tengo nada que decirle.
—¿Ni dónde están su padre y su hermana?
—Ni eso. No tengo por qué.
—Cuando la justicia hace una pregunta a unos ciudadanos honrados como son
ustedes, creo yo que se debe responder.
Antonio se encogió de hombros.
Los pisadores, con poco disimulo, hacían oído a la conversación.
Los dos hermanos se volvieron hacia el motor echando las espaldas a la visita.
Plinio se pasó la mano por la boca.
—Bueno —dijo al fin—, no tendré más remedio que citarles en el Juzgado.
Los hermanos no respondieron ni cambiaron de posición.
Plinio y el veterinario dieron media vuelta y se marcharon.
—Qué educados, ¿eh? —comentó don Lotario.
—No me diga... ¡La leche que han mamado... !
Los días que quedaban de vendimia Plinio los pasó malamente. Obsesionado por el
famoso charco de sangre siempre parecía desasosegado y ensimismado.
—No te atormentes, Manuel, todo saldrá —le decía don Lotario.
Y Plinio, apretando los labios, movía la cabeza sin decir palabra.
Raro era el día que Plinio, solo o acompañado de don Lotario, no se daba una vuelta
hasta el lugar donde estuvo una noche el charco de sangre. Allí miraba al suelo, luego a la
estación, merodeaba un poco, llegaba hasta el campamento de los gitanos y volvía al
Ayuntamiento cada vez más pesaroso.
Otras veces iba a la estación a las doce, a la hora de la llegada del tren, veía bajar a los
viajeros, salía con el último y se quedaba junto a la verja de San Isidro, junto al lugar del
charco de sangre.
—Pero ¿qué piensas, Manuel? ¿Qué piensas? —le decía el veterinario con los ojos
tristes, casi con voz maternal.
—Eso es lo malo, que no pienso en nada..., sólo siento, siento algo dentro de mí que
me desazona. Estoy seguro de que estamos tocando el violón. A Carnicero lo mataron en
Tomelloso, a los pocos segundos de bajar del tren. Pero, ¿quién lo mató? ¿ Dónde llevaron
su cuerpo?
—A ver si viene don Jerónimo y da alguna luz...
—No, don Jerónimo es casi seguro que estuvo toda aquella noche en el Casino,
Manuel. El camarero 110 lo echó en falta ni una sola noche. Iba desde las 9 a las 12. Los
hijos, en Ciudad Real. ¿Quién podría, entonces, tener interés en eliminar a Carnicero?
Como todo acaba por saberse, a primeros de noviembre llegó a Tomelloso la noticia
—fue Andrés el primero en saberla— de que Margarita había dado a luz una niña en
Madrid, en una casa de maternidad.
Llegó la noticia por una ex pupila de don Andrés, que en la misma casa andaba en
aquellos días en trance parecido. La noticia asombró a los tomelloseros, pero no al jefe de
la Guardia Municipal de Tomelloso. Se decía igualmente que ni don Jerónimo ni su hija
volverían ya a Tomelloso. Parecía que se iban a vivir a Barcelona con la niña.
Una tarde de sol dorado y picante del otoño, don Lotario y Plinio estaban sentados en
el mismo banco del paseo de la Estación que aquella otra noche.
Era ya frecuente por aquella fecha ver llegar los carros de los vendimiadores. La
vendimia tocaba a su fin.
Y llegaban con las mulas enjeazadas a lo majo, con arneses bordados de tachuelas
doradas, borla roja en la cabezada y tiros de lujo. Los carros venían ornados de guirnaldas
de pámpanos y papeles de seda.
El carrero, en el estribo. Y las vendimiadoras, bien coloradas, a ambos lados del carro.
Al entrar en el pueblo cantaban a toda voz jotas y seguidillas.
Deambulaban los carros vendimiadores por todas las calles del pueblo, y concurrían
en la plaza, en competencia de majeza de arreos, gallardía de mulas e intensidad en el
canto.
El atardecer del final de vendimia, entre el polvo incendiado por un sol sanguinolento,
era un jubileo de carros, de pámpanos secos y cantares.
Plinio, sacando inesperadamente la conversación, se encaró con don Lotario:
—Mire usted, el asesino sabía que aquella noche llegaba Carnicero a Tomelloso.
Como tenía bien meditada su muerte, cuando se enteró de su llegada, lo aguardó apostado
junto a esta tapia de San Isidro. Llegó Carnicero. Lo vio... o lo vieron pasar. Lo llamaron,
lo entretuvieron en conversación hasta que la gente que salía de la estación desapareció y
rápidamente lo apuñalaron, lo metieron en un coche o carro y lo llevaron a enterrar a un
sitio que no sabemos. ¿Quién en Tomelloso podía tener motivos suficientes para
premeditar la muerte de Carnicero en la primera ocasión? Sólo tres personas, don Lotario:
los hermanos y el padre de Margarita.
—Pero ¿no hemos descartado a los tres? ¿Uno por estar en el Casino y los otros por
estar en Ciudad Real?
—Los hemos descartado sobre el papel, pero la realidad es otra que la que arrojaban
nuestras averiguaciones. Por parte del padre o de los hijos hay una coartada que no hemos
alcanzado todavía a ver.
—¿En quién piensas más? ¿En el padre o en los hijos?
—En los hijos.
—¿Cómo se enteraron en Ciudad Real de que venía Carnicero?
—Se lo comunicaría su padre porque se enterase, o se enteraron ellos mismos desde
Ciudad Real por cualquier medio que nosotros desconocemos.
—Ellos podían salir de Ciudad Real hacia las nueve treinta, estar aquí a las once
treinta y de vuelta a la capital de dos treinta a tres. El faltar ese tiempo del hotel unos
forasteros que están de paso, no se echa de menos en ningún sitio.
Don Lotario hizo un gesto de perplejidad.
—Vamos a hacer unas pequeñas averiguaciones.
—¿Cuáles? —Venga usted.
Se dirigieron a Teléfonos. Allí pidieron a la señorita que les enseñara la relación de
conferencias habidas con Ciudad Real el día 20 de setiembre.
Comprobaron que para nada aparecía el número del «Gran Hotel» de Ciudad Real, ni
el de don Jerónimo en Tomelloso. Sí constaba el número del Banco y el de Carnicero, que
llamó desde Alcázar a mediodía a su amigo Fernández. Y otras muchas conferencias de
gentes de Ciudad Real con Tomelloso.
—¿Ve usted? —dijo Plinio—. Desde las doce, en que avisó Carnicero su llegada, es
fácil que de algún modo se enterase don Jerónimo, o sus hijos, aunque estuviesen en
Ciudad Real.
Don Lotario volvió a quedarse perplejo. Durante un buen rato pasearon por la glorieta
de la plaza; luego, marcharon hacia la estación.
—No veo empresa fácil averiguar cómo se enteraron los hijos de don Jerónimo de la
llegada de Carnicero a Tomelloso.
—No, no es fácil... Pero tal vez nos sea más fácil averiguar «dónde entierran» estos
justicieros.
—¿Tú crees?
—Digo yo...
—¿Cuál es tu plan?
—¿Mi plan? Ellos se enteraron de la llegada de Carnicero en el tren de las doce
treinta, por el medio que fuese, y debieron de trazarse su programa con rapidez. Este
programa posiblemente debía de constar de los siguientes puntos: primero, hora de salida
e itinerario, para estar frente a la estación a la hora convenida; segundo, manera de matar
o secuestrar a Carnicero. Posiblemente su idea inicial no fue matarlo aquí, en lugar tan
visible...; tercero, cómo deshacerse de él. Este punto, a mi entender, es el más importante.
Había que hacerlo con gran eficacia, rapidez y seguridad. Es fácil matar, el quitar los
rastros de la muerte es casi imposible. Pero ellos debieron de ver la cosa muy clara, o
tener el método muy a mano, cuando actuaron con tanta diligencia... Les falló de
momento el plan, al verse obligados a matar en una esquina dejando un charco de
sangre... Desde ahí, montaron el cuerpo en su coche y lo llevaron al lugar premeditado.
Nuestra misión ahora es descubrir ese lugar, necesitamos ese muerto; sin él no hay nada
que hacer.
—Buscar a un muerto es más difícil que a un vivo.
—A lo mejor no. Los muertos no se mueven. Esperan... y atraen.
—¿Y por dónde vas a comenzar a buscar ese muerto?
—Debe de estar en un lugar muy conocido para ellos. Un lugar de esos que encuentra
uno al azar y dice: «¡Qué bueno es esto para esconder un tesoro... o un muerto. » Sí,
porque estos lugares no se improvisan en una tarde ni en muchas semanas.
—Manuel, ¡con qué claridad discurres! —saltó don Lotario con arrobo.
—El muerto —continuó Plinio con cara de listo y agudo —debe de estar en un lugar
muy frecuentado o transitado por ellos...
—En una de sus fincas o cerca de ellas, ¿eh, Manuel? —dijo don Lotario levantando
el dedo, emulando el gesto astuto del jefe.
—Exactamente...
Don Lotario se frotó las manos y sintió que la boca se le hacía agua... De pronto, dejó
el frote, y se quedó mirando al infinito. Prorrumpió al cabo:
—Manuel, ¿y si se hubieran llevado al muerto en el coche, camino de Ciudad Real,
para tirarlo por ahí en un lugar lejano.
Plinio, empujándose la visera con el dedo, se subió un poco la gorra. Y con la boca
entreabierta y los ojos entornados, quedó mirando al veterinario. Por fin hizo un gesto
escéptico.
—No es fácil improvisar un lugar de enterramiento de aquí a Ciudad Real y en plena
noche... Si hubiese mar, todavía... Don Lotario empezó a reír a borbotones.
—¿De qué se ríe usted? —dijo el jefe de la Guardia Municipal de Tomelloso,
mosqueado.
—De lo del mar. Tú, que no lo has visto...
—No me lo recuerde. Es una espina que llevo clavada en el corazón. De este año no
pasa; al remate de la vendimia, cojo a la mujer y a la chica y nos vamos a Alicante.
—Ya estamos al remate de la vendimia —dijo con sorna el albéitar.
—Bueno, quiero decir más adelante.
—Mira, Manuel, como el vino nuevo tome buen precio, palabra de honor que soy yo
quien os llevo a Alicante... Doy cualquier cosa por ver la cara que ponéis ante la
inmensidad...
—No será usted capaz...
—¡Vaya que sí!
—El mar... —Y Plinio quedó pensativo—. Nunca me lo imagino.
—Es muy difícil imaginárselo. Es..., bueno, te advierto que es como estas llanuras de
por acá, mas que en azul... ¿Ves tú las casas aquí, a lo lejos? Pues así se ven allí los
barcos, chiquitines.
—Sí, sí, eso sí, pero lo que yo no me imagino bien es lo de las olas.
—Eso sí que es difícil de explicar, Manuel. No hay nada que se le parezca... Vienen
con mucha fuerza, como para comerse el mundo... Y luego, nada, se vuelven cansadas,
rotas, echando espuma de rabia.
—Y las caracolas, ¿están encima de la arena?
—Encimita..., para que las cojan los niños.
—¿Y la gente merienda tranquila sobre la playa? —Sí, porque se sabe hasta dónde
llegan las olas... Tienen su límite. De ahí no pasan hasta que sube la marea.
—Entonces, ¿uno las ve llegar cerca, como el perro que viene a oscuras a por los
desperdicios de la merienda?
—Así es, Manuel, así es. Ya verás qué maravilla. ¡Y cómo huele!
Por en medio del paseo de la Estación venía una pareja de beodos, enlazados por el
talle, que cantaban:
Cuando el sol
se va ocultando,
una plegaria
yo recito lentamente...
—Debe de ser una furcia de la casa de el Ciego —dijo don Lotario.
—¡Vaya «castaña» que tiene... !
Gritó la furcia:
—¡Déjame que cante Mamita, que es más triste!
Y comenzó con voz quebrada y cómica:
Mamita,
yo sé que mi culpa
no tiene disculpa,
no tiene perdón...
Como a ella se le ahogó la voz al llegar a lo del «perdón», él la remedó: —¡Perdón!
Ella siguió gritando más:
Mamita,
tú que eres tan buena,
comprende la pena
de mi corazón...
—Vamos allá a ver si los hacemos callar, que van a despertar al vecindario —dijo
Plinio—Vamos.
Ambos echaron a andar por el centro del paseo con derechura a la pareja que venía.
Cuando los abrazados vieron al guardia y a su amigo, con muy poco disimulo se
dirigieron hacia uno de los paseos laterales y dejaron de cantar.
Plinio y don Lotario, de todas formas, se fueron hacia ellos. Cuando estuvieron
enfrente y a poca distancia, Plinio se paró y puso los brazos en jarras.
—Estos puñeteros... —dijo.
—Buenas noches, Manuel —dijo el de la furcia, un mazacote negruzco, peludo, y era
conductor de camionetas.
—Bien le habéis dado al biberón, ¿eh, granujas?
El chófer se sonrió estúpidamente.
—Yo creo que debíais iros a dormir o por lo menos callaros...
—Es que yo..., ¿sabe usted?, tiene usted razón. ¿Me quieren aceptar un cigarro?
Le tendió la petaca al guardia. Plinio la tomó y empezó a liar.
—¿Y tú que dices, pichona? —le preguntó el guardia a la furcia, que miraba con ojos
de cordero.
—¿Yo?
Era delgaducha, huesuda, de ojos tristes, con un enorme flequillo negro.
—Te ha dado cantadora, ¿eh?
—No estoy casi bebida —dijo—. Es que a una servidora le gustan mucho los tangos.
—¡Ah!
Cuando Plinio estaba encendiendo, aprovechó la mujer para inclinarse sobre el
hombre y decirle algo al oído.
—¿Cómo? —le dijo el chófer, que no había oído bien.
La otra lo repitió. Plinio les miró de reojo.
—¡Anda ésta con la vergüenza... ! Pues díselo tú.
—¿Qué pasa? —dijo el guardia. —Es que no se atreve a decirle una cosa. —¿Qué?
—Que el señor Andrés lo lleva buscando a usted toda la tarde. —¿A mí?
—Sí, señor.
—¿Para qué? —Creo que para una cosa de la Relicario.
—¡Ajá... ! Está bien. Vamos para allá. Y vosotros, chitón, o vais a la «trena».
—Sí, jefe —dijo el chófer, confianzudo.
—Y tú, tanguista, gracias por el aviso.
Plinio y don Lotario se desviaron hacia la casa de el Ciego, por la calle de las Isabeles.
—Nunca he visto una pájara tan tímida —dijo don Lotario.
—No lo será, pero ante la autoridad suelen ponerse así de cortas.
—¿Qué noticias puede tener Andrés?
—¡Vaya usted a saber... !
El tocar de las guitarras y bandurrias se oía desde lejos. Aquella noche había lleno en
la «Casa del Ciego». Ya el portal estaba casi lleno de mocetes que permanecían en un sí o
no entro. Como hacía calor, a pesar de las fechas, todavía se alternaba en el patio de
cemento. Sobre una tarima estaba la orquesta: Andrés con su vieja guitarra y la gorra de
visera calada, dos barberos con bandurria, y la Chucha, que tocaba el laúd, con un
cigarrillo en la boca. Casi todas las mesas estaban ocupadas. Las parejas bailaban sobre el
cemento arrastrando mucho los pies. Cuando entraron el guardia y don Lotario estaban
tocando aquello de:
Diego Montes
es un valiente bandolero.
En los reservados también había gran algazara, canciones y sonar de cristales.
Las encargadas servían en las mesas licores y ponches.
Apenas entraron en el patio, Andrés, sin dejar de tocar, dio una voz:
—Manuel, sentaos aquí en esta mesa que está bajo la parra... ¿Te dieron mi recado en
el Ayuntamiento?
—No. Me lo dio una pupila que canta tangos que iba por el paseo.
—Ya se ha salido otra vez esa pécora, en vez de alternar aquí —dijo la Chucha al
viejo.
—Déjala, para algo ha servido.
Se sentaron.
El Ciego, tan moreno, gordo e inmóvil, sobre la tapia encalada resaltaba como una
figura de mármol negro. Mientras tocaba sólo movía la mano y miraba hacia el cielo con
sus ojos cerrados, que de vez en cuando entreabría.
Cuando acabó Diego Montes, las parejas se fueron hacia las mesas, y la Chucha, con
un platillo en la mano, iba cobrándoles a los que bailaban los veinticinco céntimos,
importe de las tres piezas que tocaban seguidas.
Andrés dejó la guitarra sobre la silla y bajó de la tarima con dirección a la mesa del
guardia y don Lotario.
La Chucha, mientras descansaba, apoyando el laúd vertical sobre un muslo, pasaba
revista a la clientela con ojos justicieros, sin quitarse el cigarro de la boca. Los de las
bandurrias se bajaron de la tarima y alternaban tomando ponche (vino y gaseosa) con
unos amigotes que rodeaban a una gorda que abría mucho la boca, para que entre todos le
contaran las muelas de oro que tenía.
—Cuenta bien —decía con la boca abierta—. ¿A que son ocho?
—¿Qué pasa, Andrés? —dijo Plinio.
—Trae unas copas de anís —dijo el Ciego a la encargada. Y no añadió más, como si
esperase oportunidad.
—Buen negocio esta noche —le dijo el veterinario.
—No está mal, el corriente en día de sábado.
El Ciego se volvió hacia la Chucha:
—¡Eh, operarios! ¡Vamos!
Los llamados operarios tiraron la colilla con desgana, después de un buen chupetón, y
salieron a la tarima.
—Vamos con El manisero, que el jefe no toca esta vez.
Dio tres taconazos sobre la tarima y comenzaron con El manisero.
Las parejas empezaron a ocupar la pista.
Andrés había encendido un «faria» y mientras se esforzaba por meterlo en tiro,
tamborileaba con los dedos sobre la mesa.
Cuando el puro comenzó a arder razonablemente, dio una voz a la encargada:
—¡Rosario!
La Rosario, que estaba discutiendo precios con los de una mesa, no le oyó.
—¡Rosario!
La Rosario tampoco le oyó.
Entonces, la Chucha, con el cuello hinchado y las venas a punto de saltarle, escupió la
punta de cigarro de su boca, que salió como una bala, y gritó con toda la fuerza de su
ronca voz:
—¡Rosario!
Muchos de los que bailaban volvieron la cabeza sobrecogidos. Debían de creer que la
Chucha insultaba a alguien.
La Rosario, al fin, se dio por enterada.
—Ya voy, jefe.
El veterinario, que desde hacía rato no dejaba de inflar y desinflar las narices, como si
le impulsase algún viento inusitado, dijo a Manuel:
—Hay que ver cómo huele aquí a furcias a pesar de estar al aire libre.
Plinio sonrió a media boca.
—Yo ni lo noto —comentó Andrés—. ¿Y cómo huelen, don Lotario?
—A perfume barato, a vino agrio y a tabaco apagado.
—¡Jolín! —dijo el Ciego—. Usted sí que es delicado...
—¿Qué decía, Andrés? —preguntó la Rosario con la bandeja en una mano y un
cigarro de hebra en la otra.
—¿No ha salido todavía la Relicario?
—No.
—Pues dale el último aviso.
—Es pronto... digo yo.
—Qué ha de ser pronto, si ya van nueve piezas desde que entró.
—Es que él es muy pesao. Y como es buen cliente...
—Pues que acorte por hoy.
—¿Y si se queda de dormida?
—No, esta noche, imposible.
—Bueno, voy, pero no seré yo la que se lo impida, con lo animal que es...
La Rosario marchó hacia las habitaciones.
—Resulta —dijo el Ciego en el tono confidencial que permitía la próxima orquesta—
que la Relicario dio una fotografía suya dedicada a Carnicero..., y uno se la ha encontrado
en medio del campo.
Don Lotario, con los ojillos muy abiertos, quedó mirando a Plinio.
Éste se limitó a pasarse el dorso de la mano por la boca.
La Rosario se acercó a la mesa:
—Lo que yo suponía: que se quedan de dormida. Y ese bestia ha dicho que la
Relicario no sale por sus tales y por sus cuales, y que el que sea hombre, que vaya...
—Esperaremos. Ya se dormirá —dijo Plinio,
Don Lotario se frotó las manos.
—Más anís, Rosario —pidió Andrés.
—¿Y por dónde lo encontró? —preguntó Plinio entornando los ojos. —No sé —
respondió el Ciego.
—¿Es que no se lo dijo?
—No; porque el que le ha traído la foto a la Relicario no es el que la encontró.
—¡Ah!
—La encontró un carrero, y como sabía que la Relicario es amiga de Antonio Pavitos,
el dependiente de los Belda, se la dio, que es el que la ha traído.
—¿Entonces? ¿Pavitos es ahora el amigo de turno?
—Eso parece. El caso es que como a la Relicario se le saltaron las lágrimas al ver la
foto que había dado a Carnicero, Pavitos le arreó dos chuscas que casi la deja sin muelas...
—¿Cuándo fue eso?
—Esta siesta. El Pavitos siempre viene por la siesta hasta la hora de abrir.
—¿No dijo cómo se llama el carrero?
—No. Yo creo que esto podía interesarte, ¿no?
—Mucho, Andrés, mucho.
Habían acabado con El manisero y dos piezas más —La java y Con una falda de
percal planchao— y la Rosario se dedicaba ahora a la cobranza de pareja en pareja.
Poco a poco se iba despejando el local.
El ciego volvió a la tarima y tocaron nuevas piezas, de tres en tres, sin casi
interrupción, para retener a la parroquia.
A don Lotario ya no se le veían los ojos de puro sueño. Además, con tanto anís, estaba
un poco «mamao». Plinio parecía impasible, pito tras pito, copa tras copa, con los ojos
entornados y el gesto escéptico, observaba a la gente.
A las cuatro de la mañana sólo quedaban clientes en torno a una mesa, en compañía de
todas las pupilas libres.
Eran unos viajantes y un periodista de Albacete, que solía venir mucho por Tomelloso.
Al poco, nutrió el grupo la Hija del caíd, que llegaba con los ojos adormilados. Era
una gran moza, morena y elástica, con una extraña cara entre de buenaza y picara. Al
sonreír dejaba ver unos dientes espléndidos.
El periodista de Albacete casi se volvió loco de gusto al ver a la Hija. Empezó a darle
abrazos haciendo grotescas salutaciones moriscas. Ella se pavoneaba entre sus
admiradores enseñándoles los dientes y haciéndoles carantoñas.
El periodista de Albacete, que seguía en estado frenético, gritó:
—¡Que baile «el moro»!
La Hija del caíd se negó blandamente. Estaba cansada.
—¡Que baile «el moro! ¡Que baile «el moro»! —comenzaron a gritar los viajantes.
Y ella que no, y que no.
—Es una gran hembra —comentó Plinio.
—Ya lo creo —suspiró el Ciego.
—¿Cómo? —preguntó, despistado, don Lotario.
—¡Que es una gran hembra! —repitió el guardia.
Los dos barberos y la Chucha, dormitaban sobre la tarima con las bandurrias
abandonadas sobre las piernas.
Como seguían insistiendo, la Hija del caíd consultó con Andrés:
—¿Lo bailo, patrón?
—¡Vale! —gritó el Ciego—. Niño, saca el oboe —dijo dirigiéndose hacia la tarima.
Uno de los barberos, rubiaco y tétrico, sin levantarse, buscó con la mano bajo la silla y
sacó un estuchito negro. De él extrajo un oboe descolorido.
La Hija del caíd se había aligerado de ropa y se subió sobre una mesa.
—¡Que apaguen, que apaguen... ! —gritó el periodista de Albacete—. ¡Que lo baile a
la luz de la luna!
—Rosario, apaga —gritó el Ciego—. Éste tiene muchas fantasías moriscas en la
cabeza —continuó.
—Los periodistas, ya se sabe... —comentó don Lotario, que se había despabilado.
Empezó a surgir del oboe algo así como una melodía oriental, quebradiza y poco
limpia. La Hija del caíd, sobre la mesa, a la luz de la luna, hacía unas contorsiones y
movimientos de brazos que querían ser reptilescos.
La parroquia, encabezada por el periodista de Albacete, la animaban dando palmas y
diciéndole piropos.
El barbero se había puesto de pie en la tarima, más despabilado, y subía el quirio de su
cante. La Hija del caíd, también animada, se movía casi frenética.
—Esto está muy bien —comentó el veterinario, que se había incorporado de su
asiento.
—Es una real hembra —insistió Plinio.
—Ya lo creo —tornó a suspirar el Ciego.
—A cualquier cosa llaman real —rezongó la Chucha desde su tarima.
—Qué más quisieran algunas... —apuntó el barbero.
—Tú te callas, canijo —le dijo la Chucha, del peor humor.
Cuando la Hija del caíd acabó su baile, sudorosa y extenuada, el periodista de
Albacete la cogió a duras penas entre sus brazos y se la llevó a su cuarto.
La tertulia comenzó a deshacerse. Los músicos se despidieron. No habían vuelto a
encender la luz. La luna estaba toda dentro del patio, pintando sobre el suelo y las cales
rutilantes, las sombras de la higuera, de las sillas y de las personas.
La Rosario se acercó a Andrés.
—La Relicario está en la ventana. Dice que para qué la llaman.
Plinio se levantó.
—¿Dónde está?
—Sígame usted.
Asomada a un ventanuco, en el lado de la sombra, estaba la Relicario, con los
hombros desnudos y los labios resecos. Al ver llegar al guardia hizo un movimiento
instintivo hacia atrás.
Plinio se acercó a la ventana e iba a romper a hablar, pero la Relicario le chistó para
que hablase en voz baja. Plinio la obedeció.
—Enséñeme ese retrato —musitó.
La Relicario, sin añadir palabra, se retiró de la verja. Volvió al instante con una
cartulina en la mano.
Plinio la tomó y se apartó un paso de la ventana. Comenzó a examinarla a la luz del
mechero.
Era un retrato «al minuto». En él aparecía la Relicario con un mantón de Manila y un
sombrero calañés simulando un poco de baile. Detrás decía con letra infantil: «Para mi
chato, con todo el cariño de su Juli. »
Plinio se lo guardó en la cartera.
—¿No sabes cómo se llama el que lo encontró?
—No.
—¿Ni por dónde?
—No, señor. No me lo ha dicho.
—¿ Cuánto tiempo hace que lo tenía Carnicero?
—No sé..., hará un año... Siempre lo llevaba en la cartera.
—Ya. ¿Cuándo se lo encontró ese carrero?
—Hace unos días. No sé.
El que descansaba en la habitación gritó, de pronto:
—¡Chica!
La Relicario se entró corriendo.
Cuando salían de la «Casa del Ciego» ya estaba el cielo lechoso y los gallos andaban
en los últimos cantares.
Dos pupilas, medio borrachas, dormían de bruces sobre una mesa, y al salir por el
corralillo vieron a otra, en cuclillas, que hacía aguas, mientras cantaba con voz ronca un
fandanguillo.
Plinio y don Lotario, más que cargados de anís, iban por los paseos de la Estación
dando algún traspié que otro y con el refrío de la madrugada en los huesos.
Las gentes que querían tomar el primer tren, venían calle arriba, cargadas de maletas,
hablando con la voz fría y sin matices de los recién levantados.
Algunos carros traqueteaban sobre los averiados adoquines de la calle de la Feria... En
algunas ventanas se veían luces, y ya había mujeres barriendo y regando la puerta de la
calle.
Parecían barrer a falta de mejor ocupación.
Antes de las nueve de la mañana, Plinio estaba haciendo hora en la buñolería de la
Rocío, a que abriesen la sucursal de los Belda, que había en la calle de la Independencia.
Mojaba sus porras en café con leche, mientras la Rocío no se daba abasto a despachar.
De vez en cuando se pasaba el brazo, con manguito blanco, por la frente para limpiarse el
sudor. Hacía un día tormentoso, impropio ya del tiempo.
Como el trabajo no le dejaba espacio para la conversación, Plinio la miraba con ojos
de guasa. Todo eran voces:
—¡Rocío, seis buñuelos!
—¡Rocío, diez churros!
—¡Rocío, échame una porra!
—¡Rocío, que tengo prisa! Plinio sólo le dijo:
—Alguien va a reventar esta mañana...
La Rocío le sacó la lengua, entre enojada y burlona.
Sobre el mármol del mostrador se contundían los buñuelos y la calderilla brillante por
el aceite. Cuando estaba más atareada, Plinio le pedía:
—Ponme una copita de cazalla.
—Se va a tener que aguarda una chispa, señor guardia, digo yo...
Apenas dieron las nueve, salió Plinio, luego de pagar su desayuno y sin tomar la copa.
—Pero ¿no quería usted una copiya, saborío?
—Ya no, luego si acaso.
—Pues anda, qué prisa...
Ya estaba la puerta abierta cuando llegó Plinio. Sobre el largo mostrador de pino
pintado de verde, Pavitos y otro dependiente, juntamente, con sus guardapolvos amarillos
puestos y las tijeras asomando en el bolsillo superior, echaban una mirada al periódico.
Tras ellos, en altas estanterías elementales, se alineaban las piezas de tela, especialmente
pana y tela para blusas azules de campesino.
Ambos dependientes quedaron un poco sorprendidos al ver entrar a Plinio.
Éste, sin andarse con titubeos, dijo a Pavitos:
—Quiero hablar contigo a solas. ¿Podemos pasar a la trastienda?
—Sí, señor —dijo Pavitos un poco inexpresivo.
Iba muy repeinado con fijador y se movía con un aire de afectada suficiencia. Era alto
y no mal parecido. Con frecuencia se pasaba la mano por el pelo para cerciorarse de su
perfecto peinado. En el meñique de la mano izquierda tenía la uña muy larga, con la que
quitaba la ceniza del cigarro con mucha prosopopeya.
Plinio pasó bajo la trampilla del mostrador, y ambos entraron en la menguada
trastienda.
Olía en ella a humedad, a apresto de las telas.
Pavitos encendió una bombilla amarillenta y altísima.
Plinio se sentó en una especie de banquillo de madera que había para soportar las
lonas.
Con mucha parsimonia se sacó la fotografía del bolsillo.
—¿Tú conoces este retrato, Pavitos?
Pavitos lo miró, poniéndolo a cierta distancia de los ojos.
—Sí, señor.
—¿Cómo llegó a ti?
—Me lo dio Braulio, el que está de carrero en casa de Joñas.
—¿Cómo lo tenía él?
—Me dijo que lo encontró tirado en un camino.
—No me acuerdo bien, pero creo que dijo que por el Brochero o por ahí.
—Ya. ¿Por qué te lo dio a ti?
—Como él sabe que yo suelo alternar con la Relicario...
—¿Cómo es que tú, tan señorito, tienes amistad con un carrero?
Pavitos se esponjó por lo de señorito.
—Braulio es algo pariente de mi padre y somos además vecinos. De vez en cuando
hablamos. Él, sabe usted, quiere que yo lo lleve a «Casa del Ciego»; le gusta una de allí.
—Y tú te haces el interesante.
—Hombre, no es eso, es que no es de mi clase, ¿comprende usted? ¿Puedo preguntarle
qué pasa con ese retrato?
—Nada importante. A lo mejor tenemos que volver a hablar.
—Cuando usted quiera.
Cuando salieron de la trastienda, el otro dependiente despachaba a dos mujeres:
—Estopilla como ésta no hay en toda España, se lo digo yo —les decía
Las mujeres se la acercaban mucho a los ojos y la palpaban con ansia.
Plinio se encaminó, calle del Campo arriba, a la bodega de Joñas Torres.
Plinio llegó a la bodega, donde tantas veces fuera de niño. Allí trabajó su padre. Llegó
a ser capataz. Él iba a verlo al salir de la escuela por la tarde. Hasta que concluía el
trabajo, jugaba por los patios con otros niños, entre las cubas y bidones... Allí cogió
también su primera borrachera. Un día de fritanga y zurra, los peones y carreros le dieron
de la bota reiteradamente, y su padre lo tuvo que llevar a casa en brazos.
Aquel olor a orujo, a vinazo y a alcohol le sugerían viejos recuerdos. En los primeros
años de mozo también trabajó allí, a la vera de su padre, primero como peón de bodega,
luego como aprendiz de cubero; pero a él no le hacía mucha gracia todo aquello. Cuando
volvió del servicio militar con el grado de sargento, el jefe político conservador, que lo
quería mucho, le propuso hacerle jefe de la Guardia Municipal, y aceptó. Dejó la azuela
por el sable y comenzó su carrera de policía.
La mayor parte de los bodegueros que había en aquella casa eran de su tiempo. Iba por
todos sitios haciendo saludos y diciendo chirigotas..., pero aquel Braulio no le sonaba a él.
Debía de ser nuevo. Prefirió ir derecho a preguntar al capataz de bodega, que era un
hombre achaparrado e hinchado de sangre, a quien llamaban Gregorio. Le dijeron que
estaba en una de las cuevas.
Bajó la empinada escalera; a cada tramo se hacía mayor la oscuridad, y aumentaba la
sensación de fresco. Ya abajo, no vio a nadie ni oía nada. Debían de estar en el otro tramo.
Dio una voz que resonó sobre las panzas de las tinajas:
—¡Gregorio!
—¿Quién? —se oyó.
—Soy yo, Manuel...
Una manguera de goma, con la que estaban sacando vino por una de las lumbreras, se
estremecía como un reptil. A través de las rejas de las altas lumbreras se veía la mañana
límpida del otoño. Las tinajas, solemnes y panzudas, se alineaban perfectamente como un
ejército de gigantes gordos. Cada tinaja tenía marcada con tiza la clase de vino que la
ocupaba.
Encontró a Gregorio frente a una bomba manejada a mano que movían
esforzadamente dos hombres dándole a los volantes. Los pistones, engrasadísimos y
dorados, ascendían y bajaban al ritmo de los volantes.
Un poco más allá, sentados sobre un rollo de mangueras, masticaban pacientemente su
almuerzo dos hombres jóvenes, que apenas se distinguían entre las sombras a primera
vista.
Así que cambiaron los primeros saludos, Gregorio dio a Plinio una botella con caña
para beber.
Plinio, que amaba el vino tomado en la bodega, en la misma «halda de la madre»,
como él decía, echó un trinque prolongado y eficaz. Se limpió luego con el dorso de la
mano y ofreció su petaca a Gregorio, que le dio otro tiento a la botella.
Cuando el policía dijo que buscaba a un carrero llamado Braulio, Gregorio le dijo,
señalando a uno de los que comían entre las sombras:
—Ahí lo tienes, haciendo por la vida.
El mozo, al oír su nombre, dejó de masticar y se quedó con la navaja en suspenso.
Todos miraron hacia Braulio.
—¿Es a mí? —dijo, un poco azorado.
—Sí, pero no es nada, muchacho. Sólo hacerte una pregunta.
Braulio se levantó lentamente, con la navaja en una mano y el pan y el tocino en la
otra.
Llevaba la blusa azul atada con un grueso nudo a la cintura. Los pantalones de pana
también los llevaba recogidos al tobillo con correas. La boina, al cogote. No tendría
veinticinco años.
Desde arriba, por la lumbrera abierta, por donde salía una manguera, tronó una voz:
—¡Buenooo... !
Los de la bomba dejaron de voltear. Los dos, casi a la vez, se pasaron la manga de la
blusa por la frente para secarse el sudor. Luego, bebieron un largo trago y comenzaron a
liar un cigarro.
Arriba, junto a la lumbrera, se oía mover cubas y dar órdenes a las mulas:
—¡Sio... ! ¡Booo... !
—Con el permiso de ustedes voy a hablar unas palabras con Braulio.
Plinio lo tomó del brazo y se lo llevó a buena distancia de allí. Se detuvieron bajo una
lumbrera donde había buena luz.
Plinio sacó la fotografía de su vieja cartera y se la mostró al mozo, que no las tenía
todas consigo.
—¿ Tú conoces este retrato?
Braulio lo tomó entre sus dedos torpes y, después de echarle una ojeada, quedó
mirando a Plinio sin saber qué decir, mejor dicho, sin saber lo que le convenía decir.
—¿La conoces, sí o no?
—Sí, señor —casi suspiró.
—¿De dónde?
—De la «Casa del Ciego» —añadió con aire de confesión.
—Si no digo ella, digo la fotografía.
—Me la encontré.
—¿Dónde?
—En el campo.
—¿En qué campo?
—Cerca de Cinco Casas.
—¿En qué finca?
—Junto al Brochero... Estaba cas! en el camino, entre unos cardos.
—¿Casi en el camino?
—Sí, señor.
—¿En el camino que pasa junto al Brochero?
—Sí, señor.
—Si yo te llevara allí, ¿sabrías decirme justamente en qué parte?
—Sí, señor..., creo que sí... Hay enfrente un bombo que es de nuestra viñeja.
—Ya.
—¿Cuánto hace que lo encontraste?
—Yo salla de nuestro carril y apenas entré en el camino del Brochero, todavía no me
había subido al carro, la vi entre los cardos. Me pareció una carta.
—Sí... Digo que cuánto tiempo hace que la encontraste.
—Hará cosa de mes y medio..., cuando me traje el primer viaje de uvas. —Cuando
fuiste por la mañana, ¿no la viste?
—No, señor.
—Si era tu primer viaje de uvas, sabrás muy bien qué día fue.
—Sí, señor, el primer domingo después de la feria.
—¡Ajajá! Bueno... —dijo Plinio con gozo, al tiempo que se guardaba la foto en la
cartera—. Muy bien, muchacho. A lo mejor tenemos que hacer allí un viaje juntos, para
que me digas exactamente dónde la encontraste.
—Sí, señor, como usted quiera. Oiga usted...
—¿Qué?
—¿Me pasará algo malo?
—No. Además, no te preocupes, contigo no va nada.
—Sí, señor.
—Toma, lía un pito.
Plinio salió casi corriendo en busca de don Lotario.
Don Lotario sabía las gestiones que aquella mañana ocupaban a Plinio; sin embargo,
estaba pasando la mañana molestísimo. Sentía enormes celos cuando no intervenía en
alguna diligencia. Llegaba a sospechar que Plinio le ocultaba algo. Acabó por abandonar
el herradero y marchó al Casino para otear desde la ventana y ver si Plinio llegaba al
Ayuntamiento, o pasaba por la plaza camino de cualquier sitio. Con el sombrero muy
caído, el cigarro en la boca y los ojos entornados, pasó largo rato mirando a través de los
cristales, de espaldas a los socios que, en el salón bajo, jugaban a las cartas o leían los
periódicos.
Una novedad de este caso es que lo conocía muy poca gente, y nadie prácticamente
sabía que ellos andaban en él. Estos casos secretos excitaban mucho a don Lotario.
En aquellos momentos, el veterinario pensaba que había tenido mil ocasiones de
comprobar que Plinio no le ocultaba nada; sin embargo, no podía evitar la desconfianza.
Cuando el jefe estaba ausente, investigando por su cuenta, don Lotario, en su imaginación,
agigantaba y deformaba la personalidad de Plinio hasta figurárselo como un zorro astuto,
capaz de doblez... Otras veces, la deformación era más atenuada. Se representaba a su
amigo como dotado de tan alta inteligencia y propenso a tan adelantadas averiguaciones
que él no podía llegar a ellas... No podía tomarse Plinio el trabajo de descender a cada
instante a dar explicaciones y detalles al veterinario.
Don Lotario se consideraba a sí mismo un ser muy vulgar. Algunas veces se excitaba y
llegaba a creerse equiparable a Plinio, pero esto pasaba pronto. Al fin y al cabo su papel le
gustaba; el otro era la gran cabeza y él un auxiliar útil, especialmente por su fidelidad y
por su «Ford». No podría vivir ya sin ayudar al guardia. Su profesión, el dinero, las fincas,
todo perdía interés para él cuando surgía un «caso»... Algunas veces pensaba don Lotario
que había una cosa que nunca podría hacer Plinio y él sí: escribir las Memorias de sus
comunes aventuras. Él podría hacer famoso a Plinio. Bastaba con contar sencillamente sus
«casos» punto por punto... «Un día lo haré —pensaba—. Todavía estamos en el principio.>>
Vio a Plinio cruzar la plaza, camino de su herradero, y salió corriendo a la plaza:
—¡Manuel! ¡Manuel!
Plinio, al oírlo, cambió la dirección de sus pasos hacia el Casino. Avanzaba, como
siempre que cruzaba la plaza, mirando al suelo, con el cigarro en la boca y las manos
atrás.
Ya en el salón, buscaron con los ojos una mesa junto a la que sentarse. A aquellas
horas estaba muy concurrido. En torno a la mayoría de las mesas cuatro hombres jugaban
a las cartas y otros ocho o diez seguían la partida. Eran hombres ya maduros, labradores
acomodados, vestidos, sin excepción, con blusa negra, pantalón de pana del mismo color,
y boina, que jamás se quitaban. A voces comentaban los incidentes de la partida. Reían.
Hombres que en su mocedad se curtieron con el sol y todavía conservaban un lejano
aspecto montaraz, aunque sus manos ya estaban blancas por la ociosidad y la sombra. En
torno a otras mesas, hombres con el mismo atuendo charlaban despaciosamente, con
ademanes sentenciosos. Algunos, con aire poco interesado y pasando las hojas con
torpeza, miraban los periódicos.
Los camareros, ociosos ante esta clientela totalmente ahorrativa, sentados en alguna
mesa, mezclados con los socios de la blusa negra, hojeaban alguna revista o fumaban
mirando al cielo.
En el fondo del salón, casi junto a la escalera, había una mesa libre. A ella se
dirigieron el guardia y su amigo.
Plinio se echó la gorra hacia el cogote, puso ambas manos extendidas sobre el tablero
de la mesa, y quedó mirándoselas, meditativo.
—¿Qué hay, Manuel, qué hay? —preguntó don Lotario, impaciente, sentado en el
borde de la silla y mirando al guardia con toda la penetración de sus ojos arrugados.
—Mañana domingo vamos a hacer un pequeño viaje al Brochero, con Braulio. Por allí
se encontró el retrato.
—¿El Brochero?
—Sí...
—¿Qué relación puede tener el Brochero con... ellos?
—No sé. Ellos no han tenido nunca posesiones por esa parte.
—Por eso digo... Claro que puede ser camino.
—Sí, puede.
—Veremos sobre el terreno qué sacamos en claro.
—No estará de más que usted, por su cuenta, se entere bien de quién tiene tierras por
allí y de qué relación pueden tener éstos con aquellos o con lugares próximos.
—Sí...
Don Lotario iba al volante; detrás, Plinio y Braulio, el carrero de casa Torres.
Hacía una tarde nubosa y calma. Sólo muy de tarde en tarde se veía algún carro de
uvas. Los últimos de la campaña. Eran carros apenas cargados, de unas uvas amarillentas
y mosteadas. A lo lejos se vio el «trenillo» de Cinco CasasTomelloso, chafarrote y negro
bajo un humo espesísimo.
—Tú mira bien, muchacho —dijo Plinio al carrero—. Necesito saber en qué lugar
encontraste ese retrato.
—Sí, señor. Todavía falta un poco.
—No creo que llueva.
—¿Qué? —preguntó Plinio, que le impidió oír el ruido del motor.
—¡Que no creo que llueva!
—¡Ah! Yo tampoco.
—Vaya usted despacio... —dijo el carrero—, que ya veo el bombo y es enfrente.
—¿Aquí vale?
—Un poquito más.
—¿Aquí?
—Vale.
Se apeó el carrero, fue hacia el otro lado del camino y avanzó sin perder de vista el
bombo frontero. El guardia y el veterinario iban tras él. Por fin se detuvo junto a unas
tobas altas y ya pajizas.
—Aquí fue, jefe.
—¿ Seguro?
—Seguro.
Plinio oteó el horizonte hacia aquella parte durante unos minutos.
—¿Hay por aquí senda para algún sitio? —le preguntó a Braulio.
—Senda, no. Lo que hay, cuatro pasos más allá, es una linde que separa esta viña de
aquélla. La linde va derecha a la quintería, que la tienen en común los amos de estas dos
fincas.
—¿ Quiénes son?
—Los Rosado. Esta parte es de Julián y aquélla de Benito.
—¿ Hermanos?
—Sí.
—Bueno, si no te importa, te quedas un ratito fumándote unos pitos nuestros.
Nosotros vamos a echar un vistazo.
—Si lo permite, yo me quedo aquí viendo mi viña.
—Bueno, mejor.
Plinio, seguido de don Lotario, anduvieron un poco camino adelante hasta encontrar
el lindero que estaba ocho o diez pasos más hacia el Norte.
—¿Vamos por aquí a ver qué pasa?
—Vamos.
Avanzaban uno tras otro por la estrecha linde. La llanura era tan absoluta por aquellos
parajes que el horizonte sólo lo interrumpían las blancas casas de labor diseminadas por el
campo.
Ambos amigos llegaron hasta la casa de los Rosado. Concluida hacía poco la
vendimia, en la finca no había absolutamente nadie. La casa estaba cerrada y las viñas
llenas de despojos y con los pámpanos abatidos y casi secos.
Dieron una vuelta en torno a la casa y no vieron nada de particular. Junto a la casa
había un aljibe cerrado con candado. Don Lotario quedó mirándolo con aire misterioso.
—¿Qué te parece esto?
—Nada. No creo que nadie sea capaz de echar un «fiambre» a un aljibe. Toda la
vendimia sacando agua de él... Se habría descubierto en seguida.
—Llevas razón... Salvo que le hubieran atado alguna piedra.
—No creo. ¿Y cómo iban a tener ellos la llave de aquí? En fin, ya veremos.
Plinio siguió oteando por los alrededores, seguido de don Lotario. En esto les pareció
oír que alguien les voceaba. Miraron y era el carrero.
—¿Qué dice? —preguntó Plinio.
—No sé...
—Acerqúese usted.
Don Lotario, con ambas manos en los bolsillos, se fue hacia el carrero a medio trote.
Plinio se sentó en una piedra a esperar el resultado de la llamada. Vio cómo el
veterinario y Braulio se juntaban a mitad de camino, y luego de cambiar unas palabras,
ambos, con mucha diligencia, venían hacia él.
—¿Qué pasa? —voceó, impaciente.
—Que nos advertía Braulio que tuviésemos cuidado con el pozo —dijo el veterinario
guiñando un ojo.
—¿Con qué pozo?
—Con un pozo seco que dice que hay más allá, a ras de tierra.
—Sí, jefe, el Pozo Hondo.
—No sé qué pozo es ése.
—El pozomina que hicieron unos antiguos en busca de no sé qué aguas.
—¿El pozomina? Pero ¿está por aquí? ¿No está por Ruidera?
—Aquí hay otro, sí, señor. Vénganse ustés.
Y el mozo echó a andar con decisión por la parte trasera de la quintería. A cosa como
de unos trescientos metros, se detuvieron. En efecto, totalmente a ras del suelo, al final de
la linde, sin más señal que unas piedras mal colocadas, se abría un anchísimo pozo muy
redondo y bien obrado, con brocales regulares.
—Es muy hondo, muy hondo —dijo el mozo al tiempo que tiraba una piedra.
Hicieron oído y al cabo de unos instantes se oyó un golpe sordo.
—¿Y está seco? —preguntó el veterinario.
—Seco como la tierra.
Plinio y don Lotario quedaron mirándose.
—Vaya, vaya, con el pozomina... —dijo el guardia, al tiempo que se rascaba el
cogote.
El carrero los miraba también con cara lela, sin saber por dónde se andaba.
Plinio dio unas vueltas en torno al pozo, mirando hacia uno y otro lado, y, por fin,
dijo:
—Bueno, señores, cuando quieran nos podemos ir.
Y echó a andar delante, con las manos a la espalda.
Cuando ya iban en el auto, preguntó al carrero:
—¿Tú no encontraste nada más que la fotografía esa, ni más papeles ni más nada?
—No, señor... Bueno, también me encontré una peseta, pero a lo mejor no era del
mismo, digo yo.
Desde la ventana del Casino estuvo don Lotario viendo más de dos horas encendida la
luz del balcón del Juzgado, que correspondía al despacho del juez. Alguna vez se veía
pasar ante los vidrios la figura un poco encorvada de Plinio, otras la del secretario, otras
la del fiscal. El señor juez debía de estar sentado en un sillón.
El veterinario no podía remediar su malestar cada vez que se celebraba alguna de estas
reuniones sin estar él presente. En espíritu se sentía tan justicia como el que más.
Realmente pocas eran las veces que él no estaba con Plinio en los casos importantes, sea
cual fuere la situación. Sin embargo, el señor juez, por sistema, lo consideraba un intruso
y no lo quería en sus entrevistas con el jefe de la Guardia Municipal de Tomelloso.
Don Lotario pensaba que había de llegar el día en que él tuviese una explicación muy
amplia con el juececillo, como le llamaba el veterinario para sus adentros.
A eso de las nueve, Plinio franqueó la puerta del Juzgado y tomó la dirección del
Casino. Sabía que don Lotario estaría comiéndose las uñas de impaciencia y venía a
traerle las novedades.
Cuando llegó junto al veterinario, éste no pudo evitar una exclamación:
—Manuel, ¡dos horas!
—¿Qué quiere usted? Hasta que los he convencido para llevar a cabo mi plan... Todo
son pegas. «¿Y si no hay nadie? Dinero y trabajo perdidos... » Por fin me han hecho caso.
Han avisado a los poceros, y mañana por la mañana salimos para el trabajo. Habrá que
echar comida por si dura la faena.
—No te preocupes, Manuel, yo llevaré para los dos.
—¡Hombre, no faltaba más!
—Te digo que sí, y basta. Bastante tienes tú encima para ocuparte de comidas...
¿Quiénes vamos?
—Usted, los poceros y yo.
—¿Y los del «margen»?
Don Lotario siempre llamaba así a los del Juzgado.
—Los del «margen» irán si hay «fiambre».
—Claro, no van a molestarse...
—La verdad es que no deben si no hay para qué.
A primera hora de la mañana, fresca por cierto, don Lotario y Plinio estaban junto a la
boca del pozomina, viendo cómo dos poceros a la vez —así lo quiso el jefe de la Guardia
Municipal de Tomelloso— bajaban por las covachas, bien preparados de cuerdas. La
pareja formada por el cabo Maleza y el Jaro daban cuerda, que con toda precaución la
habían atado entre los radios de las rueñas del «Ford» de don Lotario para mejor templar
y sujetar en caso preciso.
El guardia y el veterinario, desde el brocal, miraban cómo se iban hundiendo los
poceros, cada uno de ellos con casco y farol.
—¿Quieres creer, Manuel, que estoy nerviosísimo? —dijo don Lotario.
El guardia se limitó a emitir un gruñido, que lo mismo podía significar que compartía
el estado de ánimo de su amigo o que lo despreciaba.
Luego de unos minutos de silencio, habló Maleza:
—Jefe, no les ha dado mucho gusto a los poceros el que no les haya querido usted
decir lo que pueden encontrar ahí abajo.
—Me parece que se lo figuran —le replicó el veterinario.
Desde arriba, apenas se veían ya las lucecitas de los poceros.
La mañana no despejaba. El sol se entreveía entre nubes de muy distinta opacidad.
Afortunadamente para los de la justicia, nadie aparecía por los alrededores. La
quintería de los Rosado seguía cerrada a cal y canto.
Cuando nadie lo esperaba, habló Plinio:
—¿Cómo se les ha ocurrido a ustedes que yo no he dicho a los poceros lo que pueden
encontrarse?
—¡Ah!, ¿sí? —dijo el veterinario mosqueado.
—¡«Naturaca»! Van contratados por el juez con un sueldo especial si hay «fiambre».
Lejos se veían unos puntos que aparentaban ser ovejas. Más lejos, camino de Cinco
Casas, pasó el tren.
Al poco dejaron de tensarse las cuerdas.
—Ya han llegado —dijo Maleza.
—¡Silencio! No os mováis —dijo Plinio al tiempo que se tumbaba en tierra, con la
oreja pegada al brocal del pozo.
Para mejor agudizar el oído entornaba los ojos y arrugaba la frente. Todos los
presentes contenían la respiración. Por fin, con mucha más intensidad de la que era de
esperar, se oyó un silbato.
—¡Ahí está! —dijo Plinio con voz ronca.
Se puso en pie y, por un momento, los cuatro hombres se miraron con emoción.
Luego, del coche sacó una larga maroma con un lazo corredizo en un extremo, y comenzó
a soltarla al tiempo que voceaba:
—¡Ahí va!
Cuando fue el momento oportuno, Maleza y el guardia comenzaron a tirar de la
cuerda ya con la presa. Lo hacían lentamente y sólo se oía el rozar de la maroma sobre el
borde de piedra del pozo.
Plinio y don Lotario, sin ver nada absolutamente miraban hacia el negro agujero. La
pareja tiraba de la cuerda con mucho tiento, como si temieran lastimar a quien pendía del
extremo. —¿Pesa? —casi musitó don Lotario.
Maleza hizo un gesto afirmativo.
Plinio, en silencio, y sin dejar de mirar al pozo, dio la petaca a don Lotario. Ambos
liaron maquinalmente. Apenas hubieron encendido, Plinio miró de nuevo y dijo:
—Ya está aquí.
El cuerpo venía atado de los pies, cabeza abajo. El jefe y el veterinario no tuvieron
más remedio que echarle mano para acabarlo de sacar, cuando llegó a la boca del pozo.
Todo el cuerpo, ropa y carne, estaba embadurnado de una especie de barrillo gris
plomo. Parecía en su totalidad una estatua hecha de esta materia. Lo dejaron tumbado en
tierra. Plinio y el veterinario lo contemplaban en silencio, ya sin emoción, los otros dos
guardias tensaban la maroma de los dos poceros que ascendían.
El cuerpo del muerto presentaba una figura rara. Estaba doblado con los brazos hacia
atrás de la cabeza. Los ojos abiertos estaban cubiertos del lodo gris. La boca no se
distinguía.
—¿Lo reconoces, Manuel?
Manuel dijo que no con la cabeza. Luego, añadió:
—Yo no lo conocía, ¿y usted?
—Yo tengo idea de haberlo visto pasear con la chica, pero ahora, la verdad, no podría
decir...
—Es él —dijo Maleza, al tiempo que resollaba por la fatiga que le produjo el esfuerzo.
Y mientras seguía sacando la maroma.
Plinio lo miró, incrédulo de su observación.
—Que sí, jefe...
—¿Era rubio o moreno?
Y quedó mirando con guasa a su subordinado.
—Hombre...
—¡Ay, que eres un voceras... !
—Habrá que lavarlo —dijo don Lotario.
—Desde luego.
Por fin, aparecieron los poceros, jadeantes, pringados de barro gris. Se quitaron el
casco y se miraron ropas y manos.
—Lavaos en el pilón del aljibe —les dijo el jefe.
—Estaba casi hundido en el barrizal que hay dentro —dijo el más viejo—. Habría
acabado por enterrarlo del todo... Y porque está el barro bastante duro, es como greda.
Cuando los poceros se hubieron lavado, cambiado de ropa, echado un trago de la bota
que trajo don Lotario y fumado un cigarro, Plinio dio sus disposiciones.
—Vosotros —a los guardias— os quedáis aquí con el cadáver. Los poceros y nosotros
vamos al pueblo. Don Lotario y yo volveremos antes de mediodía con el Juzgado y
preparativos para llevarnos el cuerpo.
—Por lo menos nos dejará usted la bota para distraer el velatorio, ¡digo yo!
—Bueno.
Y se la entregó.
Ya en Tomelloso, Plinio fue a ver al juez para comunicarle el hallazgo. Dijo a la
Guardia Civil que citase a la familia de Carnicero para que acudiesen a Tomelloso a
reconocer el presunto cadáver de su deudo; citó también el depósito para las doce a la
Relicario y al del Banco; mandó traer prestada la camioneta de Casiano el alpargatero y el
ataúd de los pobres... Y cuando todas las diligencias estuvieron en marcha, expuso al
señor juez su plan de llevarse a los dos hijos de don Jerónimo al Brochero, para ver cómo
reaccionaban ante el cadáver... De ahí podía salir la única prueba de culpabilidad contra
los Jerónimos, como les llamaban a los dos hermanos en Tomelloso.
Obtenido el placet, veterinario y jefe se dirigieron en el «Ford» a casa de don
Jerónimo... Pero en esta gestión concluyó la buena suerte que acompañaba a Manuel
González, alias Plinio, desde hacía cuarenta y ocho horas. Don Jerónimo no había vuelto
de su prolongado viaje. Los hijos estaban en el norte de España a vender vino desde hacía
varios días y se ignoraba su exacto paradero.
Plinio y don Lotario volvieron al Juzgado con las orejas gachas. Andrés, el Ciego, a
quien llamaron por teléfono, nada sabía de los Jerónimos.
A media tarde, todo el pueblo sabía el hallazgo del cadáver de Carnicero. Sus
familiares, así como la Relicario y el del Banco, una vez lavado el cuerpo, lo reconocieron
sin excepción.
El forense, aparte de diagnosticar la muerte de Carnicero por seis puñaladas en el
vientre, nada encontró entre las ropas que supusiese indicio cierto.
Llevaba puesto reloj de pulsera, sortija y una medallita de oro. Sólo se echó de menos
su cartera y un maletín que, según sus familiares, trajo de Alcázar.
No hubo manera de convencer a los familiares para que dejasen el cadáver en
Tomelloso. La justicia tampoco tenía argumentos suficientes para obligarles. Hecha la
autopsia, la familia se llevó el cuerpo a Alcázar, perfectamente amortajado y en un ataúd
de primera calidad.
La noche que se llevaron el cadáver de Carnicero, Plinio y don Lotario, sentados en su
acostumbrado rincón del «Casino de San Fernando», fumaban en silencio. Llovió todo el
día, bajó mucho la temperatura y todos los tomelloseros estuvieron de acuerdo en que el
invierno había hecho aquel día su entrada definitiva.
Plinio se echó mil veces a sí mismo la culpa de lo ocurrido.
«¿Cómo no se me ocurrió —se repetía— comprobar si estaban los Jerónimos en el
pueblo antes de ir a buscar el cadáver? Por esta imprevisión perdimos la última
oportunidad... Diga usted lo que quiera, y el juez, yo estaba muy seguro de la prueba que
tenía pensada. Quien no es un criminal nato, no soporta con serenidad que le pongan ante
el cadáver casi olvidado de su víctima. Ha sido una lástima, una verdadera lástima... Y
luego la familia, deseando llevarse su cadáver, como si fuera un manjar... ¡Oh... ! ¡Le digo
a usted... !»
Plinio miró a don Lotario sonriendo y le dijo con sarcasmo:
—Y pensar que, según la ley, es hoy cuando deben empezar las indagaciones sobre
este caso..., hoy que han concluido...
—Es que nosotros siempre vamos delante, Manuel.
—Para buen papel.
—Y lo malo, lo que me indigna de verdad, es que no nos ha quedado ningún cabo por
atar. No veo nada que pueda hacerse. Los Jerónimos, aquella noche, estaban en Ciudad
Real para todos los efectos, y eso, a estas alturas, ya no hay quien lo niegue.
—¿No nos habremos obcecado demasiado con los Jerónimos, Manuel?
—¡No, no, y mil veces no! Yo sé mi oficio, don Lotario, y me jugaba el cuello a que
fueron ellos..., los conozco muy bien... Son gente feroz en cuanto a negocios familiares se
trata. Cuando se muere alguien de su familia, le llevan luto durante diez años; tienen una
idea de la honra, de los muertos y de la sangre como en los tiempos de Maricastaña. Para
quien burló a su hermana, la muerte sin remedio. Era una cosa bien rumiada. Son gentes
que esta vez obraron a conciencia. No perdonan... Cuando José Alberca fue alcalde, les
sacó una multa a los carreros de los Jerónimos por no llevar farol; desde entonces, los
familiares no se hablan, y de esto hace treinta años. Tienen más orgullo que don Rodrigo.
Son incapaces de hacer mal a nadie, pero quien se la haga, lo paga sin remisión.
—Un salvajismo como otro cualquiera.
—De acuerdo, pero son así... Ellos lo mataron, don Lotario. Estoy tan seguro como
que la hermana no volverá jamás a Tomelloso. Mientras viva un solo varón de esa familia,
ella tendrá que vivir en el destierro, fíjese usted lo que le digo. Y tampoco perdonarán al
hijo de ella.
—¿Tu idea es que ellos vinieron aquella noche de Ciudad Real porque les avisó
alguien?
—Sí, seguro.
—Luego a ese alguien le tenían confiados sus propósitos.
—Claro.
—¿Y quién puede ser ese alguien de tanta intimidad y confianza? ¿Alguien de la
familia? ¿Algún primo, tal vez?
—Vaya usted a saber.
—¿No podríamos reanudar en ese sentido nuestras investigaciones?
—No sé, lo veo todo muy negro. Esto se nos ha ido de las manos.
—No seas pesimista, Manuel. En estos sitios pequeños, tarde o temprano se sabe todo.
—Es posible, pero es que yo quiero saberlo antes que nadie.
A Plinio le hacía siempre un poco de ilusión el cambiar de uniforme. Cuando faltaban
pocos días para acabar el invierno, soñaba con el día que pudiera ponerse el uniforme de
dril. Hacia la Feria, ya pensaba con regusto en el uniforme de paño azul marino y en la
pelliza con vivos y galones de astracán.
Aquel noviembre la cosa tuvo más emoción, ya que el Excelentísimo Ayuntamiento se
dignó hacer uniformes nuevos a su Policía. Y Manuel González se vistió aquella mañana
casi con emoción. Los botones dorados y los vivos rojos del uniforme destacaban sobre el
recio paño azul oscuro. La gorra y la pelliza también eran de estreno. Para que no faltase
detalle se lustró las botas y limpió la empuñadura y contera del sable con «Sidol»; y el
revólver niquelado, con bicarbonato.
Iba radiante con su uniforme calle Socuellamos abajo. Casi le daba vergüenza mirar a
la gente. En tal situación y estado de ánimo, pensó que lo mejor sería ir a que lo viese
Rocío.
Entró en la buñolería, con poca gente en aquel momento, como un capitán general. La
Rocío, al verlo, se quedó con los ojos muy abiertos y en el aire la mano que sostenía la
navaja.
—Josú, María y José... Si párese el mismísimo archipámpano.
Plinio se sacudió con afectación una mota de ceniza y pidió café y churros. Por decir
algo preguntó por don Lotario.
—Hace media hora larga que pasó por aquí, pero si supiera cómo viene su jefe esta
mañana, seguro que volvía. ¡Bendito sea Dios, y qué rehermoso está usted, compadre!
Cuando Plinio estaba concluyendo su colación en el mostrador de mármol y de
espaldas a la puerta, oyó que decía Rocío dirigiéndose a alguien:
—Josú, pero qué ha visto ese hombre que se va tan espantao...
—¿Qué pasa?
—El Chirimoya, el de la tejera, que venía decidido, como todas las mañanas, y debe
de habersio al verlo a usted, ha dao una espanta y ha salido de pira.
Plinio, sin decir nada, se asomó a la puerta de dos pasos, y, en efecto, vio que el
mocetón de la boina que una noche les alumbrase con el farol de su bicicleta el
campamento de los gitanos marchaba con su máquina a todo pedal.
Manuel volvió junto a su desayuno, rascándose la patilla.
—Ése es un tontarro, ¿no? —preguntó a Rocío.
—¡Digo! Es más tonto que Abundio. Tiene dos manías: ir a ver los trenes y perseguir
a las mozas desde lejos con su bicicleta. Desde que se hizo con esa máquina, como él le
dice, no se aparta de ella yo creo que ni para dormir.
Cuando Plinio concluyó su desayuno marchó al cuerpo de guardia con la intención de
repasar las listas de las personas que estuvieron en la estación la famosa noche que
apareció el charco de sangre.
Las repasó concienzudamente y en ninguna aparecía el Chirimoya. Luego preguntó a
Maleza si recordaba que alguien le hubiera citado a el Chirimoya.
—En los tontos nadie repara —contestó el cabo, muy seguro de sí.
Y a Plinio, cosa rara, no le pareció mala razón.
Poco antes de las dos de la tarde, hora en que llegaba un tren, Plinio, que estaba en el
herradero, dijo al veterinario:
—¿Tiene usted él coche a punto?
—Claro, hombre, qué cosas tienes. ¿Por qué?
—Decía yo de que nos fuésemos a tomar un vermut al bar de Cecilio.
—¿Allí, a la estación?
—Justo.
—Bueno...
El bar de Cecilio era muy pequeño. Más bien era una repostería para servir en la
terraza que ponía en los paseos de la estación durante el verano. De modo que en
invierno, si alguien recalaba por allí, era un acontecimiento.
Cuando llegaron Plinio y don Lotario, Cecilio salió a saludarles con mucha
prosopopeya y dispuesto a departir largamente.
Los tres amigos se pusieron vermut y liaron un cigarro. Plinio, que estaba atento al
reloj, preguntó a Cecilio como el que no quería la cosa, qué sabía de el Chirimoya, el de la
tejera.
Cecilio hizo memoria mientras se rascaba una ceja y al fin habló:
—Ése es un tonto de nacimiento. Su hermana se quedó toda la herencia y a él, a
cuenta, lo mantiene y lo viste. Parece que le ha comprado una bicicleta y está loco de
contento. Se pasa el día en la estación viendo los trenes y dando vueltas por aquí. Alguna
vez persigue a las mozas, no crea...
Cuando eran muy cerca de las dos, Plinio y el veterinario marcharon hacia la estación
y prometieron a Cecilio volver en seguida para echar otra copa.
Cecilio dijo que de acuerdo, y que les serviría de aperitivo unos trocitos de queso en
aceite muy rico que tenía guardado.
Cuando iban andando hacia las cercanías de la estación, el veterinario preguntó al
guardia, un tanto mosqueado:
—¿Qué pasa con el Chirimoya?
—Que me ha dado ya dos espantas, y me escama un poco.
—Una fue aquella noche, ¿no?
—Sí. La otra esta mañana. Vamos a ver si se repite.
En el andén de la estación había varias personas esperando al tren. Junto a un árbol,
con la bicicleta recostada en el tronco, el Chirimoya. Parecía contento, silbaba y miraba
con ahínco hacia «Mirasol», por donde debía venir el tren.
Plinio y el veterinario, sin ser notados, se pusieron detrás de él. Se escuchó lejano el
pitido del tren. El Chirimoya se asomó más.
—¡Ya viene! ¡Ya viene! —dijo jubiloso, volviendo la cabeza con intención de
comunicárselo a quien estuviese más próximo; pero a1 ver al guardia tan cerca se le
congeló la risa.
Plinio lo miró con severidad. El Chirimoya bajó los ojos y volvió la espalda, rígido,
inmóvil. Al cabo de unos segundos, con muy poco disimulo, tomó la bicicleta del
manillar, miró al cíelo como haciéndose el despistado, intentó silbar algo, dio un paso
hacia la puerta y, de pronto, de manera atropellada, salió corriendo con su bicicleta hacia
la portada de la estación.
—¿No le decía? —preguntó Plinio al veterinario.
—Ya, ya... ¿Y qué piensas?
—¡Psché... ! No sé... Ya veremos. No puede hacer uno cálculos muy precisos sobre las
manías de un tonto.
—De todas formas tú pensarás algo, vamos, digo yo...
—Hombre, pensar, lo que se dice pensar..., por aquello de que viene todos los días a la
estación. Vamos a dedicarnos unas noches a observarlo sin que él nos vea.
A la segunda noche, todo estaba claro. El Chirimoya siempre hacía lo mismo. Llegaba
a las doce menos minutos a la estación. Permanecía hasta que llegaba el tren. Veía a los
viajeros. Cuando la estación estaba vacía, salía con su bicicleta, bien encendido el farol, y
se dedicaba a darse unas vueltas a todo pedal por el paseo de los Foudres y el de
Circunvalación. Después, hacia las doce y media, marchaba a casa tan contento hasta las
siete de la mañana, en que salía el nuevo tren.
A la vista de esta costumbre, un domingo por la tarde el guardia y su amigo, en el
Casino, prepararon su plan para el próximo lunes por la noche, ya que aquella noche iban
al cine con sus respectivas familias.
Dadas las doce, detuvieron el «Ford» en el paseo de las Foudres, y con las luces
apagadas aguardaron la llegada del tren, luego de cerciorarse de que el Chirimoya estaba
en su puesto de costumbre.
« Cuando empezaron a salir los viajeros de la estación, Maleza y otro guardia vestidos
de paisano bajaron del coche. Siguiendo las instrucciones de Plinio, que permanecía
agachado en el interior, una vez que apareció el Chirimoya con su bicicleta comenzaron a
hacer ademanes y forcejeos, como si lucharan.
Chirimoya, al pasar, se quedó mirando; anduvo buen trecho con la cabeza vuelta.
Luego, sin dejar de mirar, dobló la esquina de San Isidro muy despacio.
—¡Vosotros seguid la faena! —ordenó Plinio a los otros guardias, que parecían
desmayar, mientras él miraba atentamente por la ventanilla trasera del coche.
—¿Qué pasa? —preguntó don Lotario con ansiedad.
—Como pensaba, está apostado tras la esquina... ¡Arranque usted! ¡Vamos a por él a
toda marcha!
Don Lotario maniobró con rapidez y el coche salió disparado hacia el final del paseo
de los Foudres.
Allí estaba él Chirimoya, pegado a la pared, junto a su bicicleta, como indeciso.
—¡Pare usted!
Al detenerse, descendieron a toda marcha. Pero el Chirimoya, al reconocerlos,
reaccionó y, montando en la bicicleta, salió disparado.
—¡Vamos tras él!
Volvieron a subir al coche y comenzaron la persecución del ciclista. Pero éste, que en
lo de llevar la bicicleta no era tan tonto como parecía, se salió del paseo y comenzó a
rodar por en medio de unas eras, por donde era imposible que el coche transitara.
Plinio hizo parar el auto y echó a correr a campo traviesa? pero inútilmente, pues no
había modo de alcanzar a el Chirimoya.
Decidieron volver a por los guardias que hicieran la pantomima de la pelea, y se
trazaron un plan de acoso.
Cada uno de ellos se situaría en un lugar estratégico, próximo a la tejera por donde
estaba la casa de el Chirimoya. La orden era de detenerlo en seguida que apareciera.
Plinio señaló los lugares de posta. El «Ford» lo ocultaron convenientemente.
El veterinario hubiera querido, como siempre, quedarse con Plinio, pero éste
consideró que debían estar todos separados para mejor vigilancia.
Don Lotario, cuando se quedó solo en el esquinazo del campo de fútbol, pensó que no
estaba a gusto, que a lo mejor le daba miedo, que lo más seguro es que fuese a él a quien
le tocara intervenir. Como la cosa no tenía remedio, se ajustó bien el sombrero, montó el
revólver y se pegó a la pared como un buen cazador.
Durante media hora larga, aparte de un perro olisqueante, no pasó nadie; don Lotario
no sabía bien qué hacer, si fumar o no fumar, si hacer aguas o no hacerlas. Por fin decidió
rezar algo en latín, que sabía desde niño, aunque no lo recordaba bien. Luego, descubrió
la lucecilla del cigarro de Maleza, que se ocultaba entre las sombras, enfrente de él, a
cierta distancia, y con esto se entretuvo un rato... Poco a poco se le fue el miedo, y,
aburrido de todo, comenzó a jugar a que mataba invisibles enemigos. Apuntaba con el
revólver, y... ¡pum!
De pronto, oyó un silbido. No le cupo duda que era de Plinio. Miró con atención. Por
la parte de los charcones divisó la luz de un farol de bicicleta. Aguzó los ojos y contuvo la
respiración. Pero bien pronto tuvo que soplar, porque el farol avanzaba con excesiva
lentitud. Afortunadamente, quien tenía que dar la cara primero era Plinio, ya que venía en
la dirección en que él se encontraba.
Al cabo de unos cinco minutos, don Lotario se dio cuenta de que el ciclista en
cuestión venía a pie, con la máquina cogida del manillar. Era, en efecto, el tontarra de la
tejera.
Cuando estuvo a la altura de Plinio, éste salió como una exhalación y le cogió del
brazo.
—¡Alto ahí!
Los que estaban apostados fueron apareciendo.
El pobre Chirimoya, que venía con la máquina pinchada, sorprendido, con la boca
abierta, sin pestañear, miraba a Plinio. Aumentó su sorpresa cuando vio aproximarse a
don Lotario y a los dos guardias. Miraba a unos y a otros aterrado. Plinio volvió el farol
de la bicicleta hacia la cara de el Chirimoya. Al pobre hombre le temblaba el bocio.
—Dime lo que sepas... o te llevo a la cárcel —le ordenó Plinio con energía, al tiempo
que le oprimía fuertemente el brazo.
El Chirimoya miraba alternativamente a todos, como sin comprender.
—Dime lo que viste aquella noche en el paseo de los Foudres, antes de encontrarnos a
nosotros y alumbrarnos con este farol el campamento de los gitanos...
El Chirimoya tragaba saliva.
—¿ Viste un auto?
—Sí... Hablaron... Le dieron con navajas... Se lo llevaron.
—¿ Quiénes?
Volvió a pasarse la lengua por los resecos labios.
Plinio, teatralmente, se echó mano a la pistola.
—Los..., los de don Jerónimo... Y lo echaron en el auto y se lo llevaron. Pero no me
vieron, no me vieron. Era un secreto.
Bien pasado el mediodía, don Lotario aguardaba sentado junto a una de las ventanas
del casino a que Plinio saliera del Juzgado. Bebía de su vaso de cerveza, pasaba distraído
los ojos por un periódico que tenía entre las manos, miraba mil veces hacia la puerta del
Juzgado...
En la plaza había mucha expectación por los sucesos últimamente ocurridos. Los
Jerónimos pertenecían a una familia conocidísima y su detención por el presunto
asesinato de Carnicero era una verdadera sorpresa para los más avisados tomelloseros.
Quien más quien menos se encontraba verdaderamente disgustado por no haber olido
aquello con tiempo suficiente.
Don Lotario estaba satisfechísimo, como siempre que se concluía con felicidad un
caso difícil. Y si ahora se mostraba impaciente, era por poder atar el último cabo que
quedaba suelto de la tupida y larguísima historia del charco de sangre. ¿Cómo se habían
enterado los Jerónimos desde Ciudad Real de la llegada de Carnicero aquella noche en el
tren de las doce?
Don Lotario, además, estaba segurísimo de que éste era el único punto que interesaría
a Plinio de la indagatoria que el señor juez estaba haciendo a los Jerónimos en aquellos
momentos.
Otra persona de Tomelloso estaba pendiente, con verdadera ansia, de esta aclaración.
Dos veces había llamado por teléfono a don Lotario en demanda de noticias: Andrés, el
Ciego. El veterinario concluyó por prometerle que le llamaría inmediatamente que Plinio
se lo comunicara.
Hacía las dos y media de la tarde —cinco cañas de cerveza llevaba bebidas don
Lotario— se armó un gran revuelo en la plaza.
El veterinario se incorporó, concluyó por subirse en una silla para ver mejor.
Varios policías rodearon a los Jerónimos, camino del Ayuntamiento, donde estaban las
cárceles municipales.
Los curiosos, un mucho anonadados por la impresión de ver a dos señoritos camino de
la cárcel, un poco porque apenas conocían al muerto, y otro mucho porque en su fuero
interno de iberos consideraban que ambos hermanos habían hecho bien en lavar con
sangre la deshonra de su hermana, miraban con respeto y en silencio la comitiva de
guardias y homicidas.
Al cabo de un rato, Plinio cruzó la plaza con paso rápido y las manos en la espalda,
entre la curiosidad de los rezagados.
Don Lotario, así que lo columbró, pidió dos cervezas más a Manolo el camarero.
Apenas estuvieron sentados, el veterinario ordenó:
—Venga, Manuel, desembucha.
—Han confesado.
—Ya... Pero ¿y lo otro?
—Se enteraron de la manera más tonta. Desde casa de su abogado de Ciudad Real
pidieron una conferencia con el notario de aquí. Cuando estaban hablando, hubo una
interferencia, en la que pudieron oír cómo Carnicero avisaba desde Alcázarsu proyecto de
viaje al del Banco... El resto, casi como supusimos... A las ocho salieron de Ciudad Real.
Esperaron cerca de Cinco Casas, junto al Brochero, a que el tren se acercase hacia acá,
para llegar casi al mismo tiempo... Entonces fue cuando se acordaron del pozomina.
Llegaron casi con el tren. Pararon el coche junto a San Isidro. A un chico que pide
limosna le mandaron llamar a Carnicero cuando salía de la estación. El chico le dijo que
le esperaba en el coche su amigo el del Banco. Llegó Carnicero junto al coche, un poco
sorprendido. Al reconocerlos, ya cerca, quiso huir, pero no le dieron tiempo. Sin mediar
palabra lo cosieron a puñaladas junto a las tapias y lo echaron en el coche, y se
encaminaron al Brochero... Como el coche no podía pasar por la linde, llevaron el cuerpo
en brazos hasta el pozo... Entonces debió de caerse la cartera, de la que a su vez se salió el
retrato... Dónde está la cartera, no lo sabemos. Tal vez llevaba dinero y el que la encontró,
ya se sabe... Dicen que mil veces que resucitase, mil veces que lo matarían... En fin,
asunto concluido.
—Bueno, voy a decírselo a el Ciego, que me trae frito —dijo don Lotario.
—Dígale que nos invite a merendar, pero no en su casa. Mejor que sea en la huerta de
la Rocío.
—Vale. ¿El domingo?
—Vale también.
Mientras don Lotario iba al teléfono, Plinio se sacudió unas motas de polvo de su
flamante uniforme nuevo y dijo para sí: «Plinio, eres el más grande. »
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