Lo vi por vez primera una noche de luna de febrero.
Aún hacía frío, y por las nubes lejanas, viajaba
la flor de los almendros, pariendo con sus pétalos
rosados, montes en los perfiles de la aurora.
Nos miramos igual que las estrellas se miran en el mar,
lo mismo que los álamos se miran en el río,
igual que la lluvia se mira en el ventanal de las vidrieras,
o como los niños se miran en los charcos que dejó la tormenta.
Nos vimos, y después de mirarnos, proseguimos,
sin volver ninguno de los dos la cabeza. Cada cual a lo suyo.
La luz caía inmaculada sobre la carretera y los campos,
el aire, pasajero del mundo, besaba la frente de la tierra.
Y lo volví a encontrar, cayéndole el aroma de las flores
del almendro por sus manos morenas. Y se perdió en la tarde.
Ardía la leña en el fuego, las brasas me hicieron recordarlo.
Eran sus ojos, apresurados y ardientes, lo que el fuego tenía.
Y salí a la calle a sentir la infinita tristeza de la nieve,
a ver los nacimientos de barro tiritando, a perderme en las calles
por si volvía a estremecerme con su encuentro.
Encontrarlo me seducía igual que una canción de medianoche.
La gente bajaba corriendo porque el viento del norte llegaba
por plazas y rincones. Al azar entré en la Cafetería de las Flores.
Detrás de sus cristales destilaban rocío los capullos de almendro.
Me quedé mirando la vidriera empañada y recordé febrero...
Se quebraba el frío en los muros helados cuando sentí dos brasas
quemándome la cara. Y se sentó a mi lado como un ave
que descansa de una gran travesía.
Fue absoluta la huella de su beso.
Se marchó con la noche, dejándome su ausencia,
una nostalgia eterna.
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