Ocurrió una tarde de diciembre
cuando los niños tenían vacaciones
y el frío se calentaba sus manos de granizo
en la hornilla de las castañas asadas.
Desde hacía un tiempo indefinido
se amaban. Era el suyo un amor de sombra
y de silencio. Casi nunca coincidían y metódicos
evitaban mirarse cuando se saludaban.
En el rostro de él la vida había dejado surcos
de tristeza, y el pelo ya albergaba hebras
de plata y nieve. Le pesaban los hombros
como si sobre ellos transportara la muerte.
Ella era la calma con sus hermosos ojos
soñadores abiertos a la vida sin tristeza,
y los años le habían bendecido su cuerpo
de diosa, de sol y madrugada salvadora.
Aquella tarde el sol era liviano,
y sobre la tierra se extendían las hojas
viajeras del otoño con su corazón arrugado
y caduco poblado ya de olvido sin afán.
Aguardaban los dos un taxi concertado.
Los hijos de la noche avanzaban,
y la ciudad vertía su complot de tinieblas
sobre los árboles fantasmas de los parques.
Fue un reencuentro inocente y fortuito
con todo el colectivo de la ciudad y su prisa
lleno de desamparo junto a un tren de cercanías.
Ocurrió que sus miradas se encontraron en silencio.
Y todo fue quebrado de voces trovadoras,
luminosas, cuando se reconocieron
como almas viajeras. Para corresponderse,
tuvieron que olvidarse de muchas horas muertas.
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