Asesinado tras ser capturado por el Tercer Reich mientras combatía el fascismo en Francia durante su exilio, Fernando Ugena López fue un cartero que ingresó como voluntario en el ejército republicano durante la Guerra Civil.
CIUDAD REAL.- Tomelloso es un pueblo joven, dinámico, trabajador… y sin Historia. Posiblemente por lo anterior, este municipio situado en la provincia de Ciudad Real, desde su origen, sólo fue futuro. Un pedregal difícil de trabajar, arisco, en el que era difícil arañar el sustento. Por eso Tomelloso tiene su empuje en el siglo XIX, con la introducción del cultivo de la vid y el desarrollo de la industria alcoholera. La historia de Tomelloso se capta con un golpe de vista, breve, de distancias cortas. No hay, por poner un ejemplo, una tradición hidalga que nos dejara sus palacios para aprovecharlos hoy como atractivo turístico. Sólo chimeneas, cuevas y bombos. Instrumentos de trabajo.
No tener Historia, sin embargo, tiene sus ventajas. Quizás, la primera, que posibilita ese mirar al futuro sin ataduras que ha hecho de Tomelloso, una población moderna en sentido estricto. Tomelloso es progreso lineal sin paradas. Racionalidad técnica aplicada al campo y a la vid. Un continuo mirar hacia adelante… con algunas excepciones. Y es que al volver la vista atrás sin estar acostumbrados, las figuras que divisamos se nos muestran torcidas. Eso si aparecen. Porque la memoria es caprichosa y deforma los contornos. Es necesario el olvido para delinearla, silencios que probablemente nacieran de lo que fueron gritos y sollozos, y que casi siempre fueron tapados con un manto de vergüenza.
Quien fuera alcalde de Tomelloso allá por el mes de octubre de 1941, don Abelardo Contento, firmaba un informe sobre la actividad política de un vecino de Tomelloso, Fernando Ugena López. Dicho documento formaba parte del expediente de depuración político-social al que este vecino estaba siendo sometido. Fernando había sido cartero en Tomelloso, y por lo que el alcalde franquista escribió de su puño y letra, era “de ideología marxista, siendo su actuación político-social malísima, la actitud observada en relación al Movimiento Nacional, era extremista sin precedentes; hizo mucha propaganda roja y en filas alcanzó el grado de Comandante”.
Y es que Fernando se había destacado activamente en política en los años treinta. Miembro desde 1931 del PSOE, formó parte activa en las conferencias políticas que tenían lugar en la Casa del Pueblo que la UGT tenía en la localidad. Debió ser en aquellas reuniones donde se impregnó de esa cultura política que le hizo partir, como muchos de sus vecinos, voluntario al frente de batalla en el momento en el que aquel golpe de Estado fracasado contra la República se transformó en guerra abierta.
Era julio de 1936, y como nos indica el informe redactado por el Servicio que en Tomelloso tenía la Falange, “al iniciarse el Glorioso Movimiento pasó a militar a las filas del partido comunista, siendo gran alentador de las masas rojas, siguiendo las mismas actividades propagandistas que anteriormente se mencionan. Meses después se marchó voluntario al Ejército rojo, donde por actuación alcanzó la graduación de Comandante del mencionado ejército. Desconociéndose por la presente su paradero”.
EL CAMINO A MAUTHAUSEN
Hoy sí sabemos cuál fue su paradero. Activo militar durante la Guerra Civil, Fernando estuvo al mando de varias Brigadas Mixtas. Concretamente la 203 y la 137. Con ellas, Fernando combatió en frentes como el de Levante, o el de Noguera Pallaresa, ya en Cataluña, desde el que, con los últimos coletazos de la contienda, fue replegándose hacia la frontera francesa. La historia es de sobra conocida: la República había perdido la guerra, el “Glorioso Movimiento”, apoyado por las potencias fascistas europeas, había conseguido acabar con la experiencia democrática republicana, y para Fernando, como para tantos otros que habían defendido aquella República, la única salida que no significaba una muerte segura era la de cruzar la frontera hacia Francia. Se había perdido una guerra, debieron pensar aquellos derrotados, pero pronto tendrían posibilidad de volver a luchar contra el fascismo, esta vez en tierras francesas. Al fin y al cabo, pensarían, se trataba de seguir luchando contra los mismos contra los que lo habían hecho en España.
Y así fue. Fernando cruzó la frontera y comenzó a colaborar con el ejército francés. Era evidente que más pronto que tarde la guerra comenzaría en Europa, y muchos españoles que habían combatido en España no tardaron en unirse a las Compañías de Trabajadores Extranjeros en las que el ejército francés ocupaba a los exiliados españoles. En poco tiempo vieron confirmadas sus predicciones: en el mes de mayo de 1940 el ejército alemán se lanzó a conquistar Francia. Sin embargo, la batalla en esta ocasión fue corta para Fernando: si el 10 de mayo comenzó la ofensiva alemana, el 21 del mismo mes fue capturado por el ejército del Tercer Reich en los alrededores de Amiens. Once días había durado la guerra para el tomellosero que, junto a otro pequeño grupo de republicanos españoles, fue trasladado a un campo para prisioneros en Moosburg. Para él había terminado la guerra. Ahora empezaba la condena.
Cuentan los que lo vivieron que aquel agosto de 1940 fue especialmente caluroso. Bajo aquel sol, prisionero en aquel campo cercano a Múnich, Fernando debió maldecir su suerte: había perdido dos guerras, había tenido que huir de su país, y quién sabe si alguna vez podría volver a su pueblo y abrazar a su mujer. Es verdad que estaba vivo, y, en el fondo, y a diferencia de tantos otros compañeros que habían caído en la batalla, él, quizás, si su suerte cambiaba, podría volver a Tomelloso. Es posible que Fernando albergara esta esperanza aquel día de primeros de agosto cuando, junto con otros españoles, le subieron a un tren de mercancías y los sacaron de allí. Ninguno sabía a ciencia cierta adónde los llevaban. Hacinados en el tren, de pie, sin espacio apenas para respirar, la escasa luz que las rendijas de la madera dejaban pasar del exterior no les permitía adivinar hacia dónde se dirigían.
Tras algo menos de 300 kilómetros de viaje el tren se detuvo. Al abrir las puertas vieron que los SS les esperaban, y entre golpes e insultos les fueron bajando del vagón. No había cambiado la suerte para Fernando, más bien al contrario: frente a ellos se alzaban las puertas del campo de concentración de Mauthausen. Fueron los primeros españoles que tuvieron el macabro honor de cruzarlas. Era un seis de agosto de 1940, y Fernando Ugena López dejaba de ser tal, para convertirse en “3256”, su número de prisionero en aquel campo, y que, a partir de entonces, en el proceso de deshumanización sistematizado al que eran sometidos los reclusos, le identificaría.
Ubicado a unos 20 kilómetros de Linz y cercano al Danubio, el campo de concentración de Mauthausen cumplía a la perfección el objetivo para el que había sido concebido. Y este no era otro que el exterminio mediante el trabajo. Todo giraba en torno a este fin. Desde el trabajo en la cantera hasta la misma dieta que, perfectamente calculada desde Berlín, era insuficiente para soportar las trece horas de trabajos forzados que los reclusos debían cumplir a diario.
Berlín había establecido la cantidad de 2.300 calorías diarias por preso, poco más de la mitad de las necesarias para hacer frente al extenuante trabajo. En Mauthausen aún se redujeron a menos de 1.500 calorías: café, que no era café, sino un líquido negruzco hervido; un litro de sopa aguada al mediodía, en el que con suerte podrían encontrar un trozo de nabo o de patata; y un pedazo de margarina con salchichón y un trozo de pan cuadrado que tenían que repartir entre varios al terminar la jornada. Siempre lo mismo. El hambre, cuentan los supervivientes, la falta de alimentos, fue el peor martirio sufrido por los deportados.
LA "CANTERA DE LA MUERTE"
Es tristemente famosa la cantera a la que los reclusos de Mauthausen eran enviados a trabajar. Situada a menos de un kilómetro de la puerta principal del campo, la Wiener Graben fue una de las canteras más rentables para el Tercer Reich. De ella se extrajo gran parte del granito destinado a construir el nuevo Berlín tal cual lo había imaginado Albert Speer para colmar los deseos de Hitler, y de ella se extrajo también el granito que sirvió para terminar de construir el campo en aquellos primeros días de agosto.
Los meses que Fernando estuvo en Mauthausen fueron especialmente duros para trabajar en aquel lugar. El calor de las primeras semanas provocaba insolaciones a los deportados, deformando sus cabezas hasta el punto de dejarlos irreconocibles. Luego, en invierno, el hielo cubría los 186 peldaños que componían la conocida como “escalera de la muerte” que daba acceso a la cantera. En aquellas condiciones, las chancletas con suela de madera que calzaban los presos dificultaban mantener el equilibrio, y muchos morían aplastados por los bloques de granito de hasta 50 kilos que estaban obligados a transportar. Cuando el peso de la piedra no lo hacía, eran los oficiales alemanes quienes, por diversión, pataleaban a los prisioneros para hacerles caer en cadena.
Fernando presenciaría y sufriría ese proceso con aún más intensidad si cabe, pues fue sólo a partir de enero de 1941 que los deportados debían subir las escaleras de la cantera transportando bloques de piedra una vez al día, al finalizar la jornada; desde agosto de 1940 hasta diciembre del mismo año, los prisioneros tenían que escalar los peldaños entre diez y doce veces al día. Tales eran las condiciones que gran número de presos optaban por suicidarse arrojándose al vallado eléctrico que rodeaba la cantera para morir electrocutados.
Un lugar menos conocido que Mauthausen fue el subcampo de Gusen, ubicado a cinco kilómetros del campo central. Construido en 1939, los españoles no tuvieron noticias del mismo hasta enero de 1941, cuando los SS realizaron una primera selección entre los prisioneros que serían enviados allí. Normalmente eran enfermos, débiles, o simplemente agotados y destrozados por un trabajo que no podían volver a realizar, quienes eran seleccionados para el traslado. En este subcampo, los procesos de aniquilación eran aún más letales que los que realizaban en Mauthausen. Los prisioneros eran depositados en barracas rodeadas de alambradas, donde la ración de comida se reducía a la mitad, condenando a los presos a la muerte por inanición. Si esta no se producía, los SS eliminaban a los deportados de forma más rápida mediante una inyección de gasolina en el corazón.
Y es aquí donde Fernando acabó sus días. No sabemos con exactitud de qué modo fue asesinado o hasta qué punto sufrió las vejaciones de los SS. El único dato cierto que nos queda de él es la fecha y el lugar de su muerte, consignada por los oficiales alemanes como un mero trámite burocrático: Gusen, 21 de marzo de 1941.
HUMILLADO TRAS LA MUERTE
En España el proceso de depuración político-social aplicado a Fernando seguía adelante. El 12 de diciembre de 1941 se publicó en el Boletín Oficial de la Provincia de Ciudad Real un edicto en el que se requería la presencia de Fernando. Evidentemente, no se presentó. Como consecuencia, el juez instructor, Sr. Estévez Ortega, publicó una providencia con fecha de 15 de enero de 1942, en la que podía leerse que “De los informes recibidos consta su marcada actuación y significación marxista sin que por otra parte hubiese presentado ni declaración jurada ni dato alguno que pudiese desvirtuar los cargos que contra el mismo aparecen”.
Entendía así el Juez Especial que Fernando, al no acudir a su requerimiento, renunciaba “voluntariamente” a seguir perteneciendo al cuerpo de funcionarios de carteros urbanos. Pocos días después, el 19 de enero de 1942, se le impuso la condena: “sanción máxima de separación definitiva del servicio”. La burocracia española había concluido su trabajo. En Mauthausen asesinaron a Fernando; aquí “sólo” le humillaron.
NO FUE EL ÚNICO
Fernando Ugena López no fue el único tomellosero deportado a un campo de concentración nazi. Valentín Espinosa Giménez, muerto en Gusen el 18 de julio de 1941, o Abdón Alonso Casas, quien fue deportado al campo de concentración de Dachau, siendo en este caso liberado en mayo de 1945, le acompañaron en su triste destino.
Con ellos, otros 9.328 españoles engrosan la odiosa lista de españoles enviados a campos de concentración alemanes con la aquiescencia del régimen franquista. Aquí, en España, los represaliados se cuentan por cientos de miles. También los hay en Tomelloso. Muertos, exterminados, humillados, y, finalmente, olvidados. El olvido con el que hemos construido una memoria llena de silencios vergonzantes. Y esta vergüenza es nuestra. Una vergüenza que se mide en la propia incapacidad de tan siquiera imaginarnos ofreciéndoles el homenaje que se merecen. La Memoria que se merecen.
⃰ Todos los datos contenidos en el texto han sido obtenidos de documentos oficiales y de testimonios de los escasos supervivientes.
Vicente Jesús Díaz Burillo
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