La noche no había sido tropical, pero casi: 17 ºC de mínima. El día se presentaba despejado, ya con calor desde primera hora, seguro que nuevamente se alcanzarían los 35 ºC, como el día anterior. El cielo era azul radiante. Era sábado.
En Tomelloso, ese mediodía del 25 de julio de 1936, la plaza estaba desierta. A una semana de la sublevación militar, la situación era confusa. Ya desde días atrás, una comisión de gente de la CNT, venida de fuera, arengaba contra las autoridades municipales por su pasividad frente al triunfo de la rebelión en Villarrobledo.
Quizás, a resulta de ello, el día 24, un grupo de guardias civiles y milicianos, junto a otros de la comarca, de Alcázar de San Juan, Campo de Criptana y Pedro Muñoz, tras concentrarse en Socuéllamos, había entrado en Villarrobledo. Para ese día 25 se esperaba que cayera, al igual que la capital, Albacete, y las localidades de Hellín y Chinchilla. En Socuéllamos se había establecido vigilancia para evitar que cualquier sospechoso de apoyar la sublevación en la comarca, especialmente de Alcázar de San Juan, pudiera escapar.
También la comisión alentaba a la gente para que quemara la iglesia. Según expone Dionisio Cañas, Ángel Soubriet lo impidió, les convenció de que era una destrucción inútil. José Luis Albiñana cuenta que ese sábado había llegado un grupo de milicianos al pueblo, hombres de baja estatura y pelo rojizo. Algunos decían que eran de Terrinches. Ellos fueron los que iniciaron la locura.
La quema de los santos
García Pavón, no sin inevitables adiciones literarias, lo relató magistralmente en uno de sus cuentos incluidos en Los Liberales. Él no lo vio, solo lo atisbó, como muchos otros vecinos, a través de las persianas de su casa, tan próxima a la plaza. Quienes sí estuvieron presentes fueron los niños. Apoyados en la fuente de la plaza, esa que se construyó en 1916 cuando el agua potable, por fin, llegó a Tomelloso, o sentados en la acera de la Posada de los Portales, como José Luis Albiñana, Pona.
Cuenta Albiñana que a las 3 de la tarde no había nadie en la plaza. Solo los de Terrinches y algunos niños del pueblo, muy pocos. Los milicianos, a través de la casa contigua a la iglesia, comenzaron a sacar libros y ornatos de la iglesia, luego se dirigían al centro de la plaza y, allí, uno tras otro, iban arrojándolos al fuego. Al poco abrieron la puerta de la iglesia y desde allí continuó el acarreo. Así transcurrió todo hasta las 5 de la tarde.
Pavón, desde su casa, junto a su familia, ya después de la hora de la siesta, podía distinguir “un tráfico de gentes que iban de un lado para otro, saltaban y gritaban en torno a un gran montón de cosas. Remolinos espesos de personas que avanzaban y retrocedían gritando, con gritos histéricos de júbilo y pavor mezclados. De pronto, columnas de humos, llamas, ruidos, más voces y en seguida una gran hoguera en el centro de la plaza.”
Un testigo presencial, recogido su testimonio en el libro de Dionisio Cañas, recuerda como “a la Milagrosa le ataron una cuerda al cuello y la arrastraron hasta la hoguera, donde la quemaron. A los ángeles los subieron a la torre de la iglesia y los tiraron diciéndoles que a ver si podían volar”. Pavón en su relato nos dice que “chicos y mujeres acarreaban hasta el fuego libros gordos del registro, antifonarios, misales… todo caía en el fuego de la plaza, de la siesta incendiada.” Otro testigo recuerda “cómo lanzaron por el campanario los papeles del archivo de la Parroquia. Los fanáticos del pueblo se dijeron: aquí todo lo que huela a cera hay que quemarlo.”
Continúa Pavón diciendo que después de ardida la hoguera, cuando la gente parecía haberse aburrido, “se formó una extrañísima comitiva… Niños, niñas, mozalbetes y mujeres, con las caras tiznadas por la proximidad del fuego, saltaban enloquecidos, vestidos con albas, casullas desgarradas, bonetes y sotanas… Varios venían tocando los grandes pitos arrancados del órgano como si fueran trompetas celestiales… hubo procesiones similares por todas las calles que salían de la plaza… Y por todos sitios chiquillos con los libros del Registro o papeles pautados, simulando cantos gregorianos a base de mucho «gori-gori-gori».”
Finalizada la Guerra, los acontecimientos de ese día fueron resumidos en la Causa General. Allí se nos dice que “un grupo de personas mayores y menores asaltaron la Iglesia Parroquial, robando cuanto de valor o aprovechamiento existía en la misma y, haciendo mofa de las imágenes, las sacaron, quemándolas con altares y ornamentos en el centro de la plaza pública”.
También en la Causa General, el 2 de mayo de 1946, don Eliseo Ramírez hacía relación de los libros del Archivo Parroquial que se quemaron. Fue saqueado y quemado todo él, desde su origen, en 1552, hasta esa fecha: 384 años de historia de Tomelloso y de sus gentes, toda la historia de la Parroquia. En concreto, unos 20 libros de partidas matrimoniales, además de expedientes matrimoniales; 63 libros de partidas bautismales; más de 30 libros de partidas de defunción; unos 6 libros de confirmaciones; 3 o 4 de visitas pastorales; libros de Hermandades, de fundaciones pías, boletines oficiales de las diócesis y toda la documentación con la biblioteca. Todos ellos empastados, varios en piel.
En un día, en unas horas, la acción de unos pocos llenos de odio y rabia hacia la Iglesia, en una orgía anticlerical, nos dejó huérfanos a todos los tomelloseros. A casi todos. Solo unos pocos que habían hecho su árbol genealógico antes de esa fecha pueden tener noticia de sus antepasados, de sus mayores y de sus tiempos.
El olvido de los nuestros
De nuestros padres y abuelos, aunque nadie haya puesto por escrito sus vidas y vivencias, sus alegrías y sinsabores, todos tenemos innumerables recuerdos. De nuestros bisabuelos ya es más difícil atrapar su memoria. De nuestros tatarabuelos solo unos pocos privilegiados que tuvieron la curiosidad de preguntar a sus abuelos, aún pueden decir algo. Más allá de este punto, no hay nada. Solo el silencio. Como si nuestro mundo hubiera empezado solo hace poco más de cien años.
Con lo que ocurrió ese 25 de julio de 1936, aunque no recalemos en ello diariamente, nos hemos quedado perdidos en un presente infinito, sin memoria de quiénes fueron los que nos precedieron, sin saber por qué vivimos en este trozo de la Mancha, sin saber qué hicieron durante sus vidas aquellos a los que debemos no solo nuestros apellidos, sino nuestra forma de ser y muchas de esas esencias inaprensibles que consideramos nuestra personalidad.
Pero, ¿qué podemos hacer para rescatar a los nuestros del más injusto de los olvidos?, ¿a qué nos podemos agarrar para rescatar sus nombres, cuando menos, de las garras de la locura y de la sinrazón?
No nos quedan sino los papeles que hayan sobrevivido en otros archivos. Así es. No nos queda otra cosa. Muchas veces será apenas una línea en un padrón antiguo, otras, un apellido repetido en un alistamiento de mozos para el servicio militar, otras, con más suerte, su nombre estará contenido en algún expediente judicial, da igual su causa y razón, y su vida brevemente podrá volver nuevamente a la luz.
¿Dónde buscar nuestro pasado?
Por desgracia, en nuestro Archivo Municipal, que no se quemó durante la Guerra, poco podemos hacer. Los libros de registro de inhumaciones en el Cementerio Municipal arrancan desde 1916. Allí, en cada registro, aparece el nombre de los padres de la persona inhumada. Es un punto de partida. También se conservan algunos alistamientos de mozos, incluso del siglo XIX, pero solo podemos constatar la existencia o no de nuestros apellidos. Una escasa pista para acotar la fecha en que alguien de nuestra familia, con suerte, aparece en la documentación.
Más utilidad tienen los libros del Registro Civil de Tomelloso, en los que aparecen registrados los nacimientos, matrimonios y defunciones ocurridas en Tomelloso desde 1871. En una partida de nacimiento, además del nombre del nacido, figuran los de sus padres y los de sus abuelos. Con lo que, si tenemos la suerte de llegar hasta alguien de nuestra familia nacido en la década de 1870, podemos aventurar que sus padres debieron nacer unos 30 años antes y, sus abuelos, unos 60. Es decir, nos adentramos hasta principios del siglo XIX.
Más atrás en el tiempo nos podemos ir aún con los libros de registro de defunciones. Si podemos localizar a algún familiar fallecido en esa década de 1870 con una edad, supongamos, de 75 años, y al figurar en cada registro el nombre de sus padres, nos podremos acercar a 1770 en nuestra búsqueda de nuestros antepasados.
Desde este punto todo se complica. Ya no hay ni registros ni documentación en nuestra localidad. De 1752 data el conocido como Catastro del Marqués de la Ensenada en el que, casa a casa, se tomaron los datos de todos los tomelloseros que vivían en esa fecha, así como las propiedades que tenían. El problema es que solo identifican a las familias y sus miembros, pero no podemos saber quiénes era los padres de los cabezas de familia, ni cómo sus hijos entroncan con esos que nacieron a finales del siglo XVIII encontrados en el Registro Civil. Aún así, por el conjunto de apellidos que aparecen, volvemos a tener un indicio sobre si nuestra familia vivía ya en esta localidad o no.
Con anterioridad, existen padrones de vecinos de Tomelloso que se custodian en el Archivo Municipal de Socuéllamos. Uno de ellos es de 1686. Solo aparecen los vecinos, es decir, los cabezas de familia, normalmente hombres, además de las viudas. Como antes decíamos, solo es un indicativo de que nuestro apellido ya existía en Tomelloso, ahora en el siglo XVII.
De principios de ese siglo XVII, de 1625, es un padrón de tomelloseros que se custodia en el Archivo General de Simancas realizado con ocasión de un donativo real. Con poco más de 100 vecinos, nos sitúa ya casi en los orígenes de nuestro pueblo. De 1589 es otro padrón custodiado también en el Archivo General de Simancas, esta vez realizado con ocasión de la primera independencia de Tomelloso. Allí aparecen 94 vecinos, desglosados por las casas en que habitaban.
Algo anterior, de 1563, es una relación de vecinos que firman un poder por el que solicitan que Tomelloso tuviera alcaldes y regidores, es decir, que fuera un lugar o aldea, en lugar de unas quinterías. Son 31 los nombres que aparecen, si bien no están todos. Esos serían los primeros tomelloseros que verían existir oficios concejiles, que vieron cómo Tomelloso dejaba de ser unas casas de labor en el campo para pasar a ser un núcleo de población.
El siguiente y último paso que nos queda es un padrón realizado en 1544 y que se conserva en el Archivo de la Chancillería de Granada. Allí figuran los nombres de los 30 cabezas de familia que moraban en El Tomilloso en esa fecha, alojados en 25 casas. Es nuestro pasado más remoto.
A modo de conclusión
Como dijimos, son solo unos nombres y unos apellidos que nos van a permitir constatar que nuestro linaje ya estaba presente, o no, en una determinada fecha en nuestro pueblo. Es cierto que es una información tan limitada y el esfuerzo para encontrarla tan grande, que casi no merece la pena perder el tiempo en eso… o no. Al fin y al cabo, si no hubieran sido por esas personas, cuya vida y memoria ha quedado reducidas muchas veces a una línea en un padrón, hoy no estaríamos vivos ni nuestro ser sería el que es, debemos más al pasado de lo que normalmente creemos.
Es solo cuestión de justica traer a la luz el nombre y el recuerdo de unas personas que lucharon y sintieron en las mismas tierras y en los mismos espacios que nosotros ahora lo hacemos, que rezaron en nuestra iglesia de la Asunción y pasearon por las mismas calles y plazas que lo hacemos nosotros, que vieron cómo venían al mundo sus hijos y nietos, en la esperanza no solo de llenar su vida con amor, sino también, aunque de forma inconfesable, de que algo de ellos quedara todavía vivo cuando su nombre y su vida fueran solo un recuerdo… o quizás una brizna de humo en una tarde calurosa de julio.
Vicente Morales Becerra
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