Queridos amigos:
Un pueblo, al menos así lo entiendo yo, cuenta con una geografía que va más allá de sus simples lindes, accidentes, plazas y construcciones (que de ésos, muchos y buenos coexisten en nuestra tierra).
Un pueblo, y en especial como el de Tomelloso, se compone de su irrepetible y ambivalente lenguaje, de sus motes, de sus festividades, de la “tomellosería” (que el otro día alabábamos al gran Andrés Naranjo) y de otros valores que solo si se han disfrutado se pueden apreciar del modo real (ése que se expande más allá de su mera ejecución o actuación).
Casi sin darnos cuenta, y con la llegada de los primeros calores primaverales, abren las puertas de sus heladerías (La Elodia), y los tomelloseros acuden a disfrutar de los múltiples sabores con los que se obsequia a la parroquia.
Los recuerdos de muchas generaciones de vecinos van unidos al gusto de un barquillo de turrón, de ese innegable bocado delicioso que compone el corte de mantecado o de los míticos “polos de hielo”.
Son mañanas después de un bautizo, de paseos en las luminosas tardes de principios de verano o, cuando la meteorología es propicia con la fiesta grande de la Virgen de las Viñas, en las jornadas de la Romería.
De la calidad del producto y sus bondades habla, por sí sola, la masiva aceptación que recoge entre el pueblo. Pero aquí, hoy, lo importante es, sobre todo, ese puente, tan complicado de explicar, que un establecimiento como el suyo puede llegar a tender (ha labrado, en suma) con las vivencias de ese núcleo anónimo (pero personal) de ciudadanos de Tomelloso.
Hoy, desde sus dos despachos de la Calle de la Feria (dirigidos y atendidos con cercanía y cariño por Maruja y Manolo y Ana y Faustino), y, antes (allá donde algunos de las generaciones de los dispositivos electrónicos no les alcanza la memoria [ni tampoco les inquieta la incertidumbre]), con esos carros que hacían las delicias de grandes y pequeños, avisando, a su paso, de la llegada de los helados.
Aquella figura entrañable y siempre simpática y atenta de Federico. Un hombre completamente dedicado a su tarea y comprometido con obtener lo que hoy es una más que asentada realidad (una tradición indeleble).
Nadie olvida, tampoco, en ese lugar de recuerdos reservado a los momentos más delicados. Las noches de Navidad en las que se disfrutaba de las pastillas de turrón, con el poderoso sabor de la almendra. Un elogio gastronómico que presagiaba fuertes emociones en la noche de Reyes y el regusto de indiscutible paz que deja la Navidad compartida en familia.
Porque el humano es, al final y al cabo, animal de (buenas) costumbres y siempre es grato reconocerse en lugares comunes.
Gracias por endulzarnos la vida. Gracias por hacernos disfrutar.
Suerte y larga vida.
El conductor del coche escoba
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